Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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Si se aprobaba la ley que Hoxey proponía, quedaría legalmente confirmado el despojo de extranjeros tales como Skjellerup y Arkikov y sancionada su custodia judicial temporal de las minas de Nome. Después de eso, la posesión definitiva dependería de su ingenio y de la estupidez del juez Grant. Con un poquito de suerte, y si el juez Grant conservaba su buena salud hasta que todas las concesiones hubieran sido confiadas a su custodia judicial, Hoxey sería millonario antes de que pasaran seis meses y, a su debido tiempo, multimillonario.

Pero para estar seguro de todo eso era preciso convencer al Congreso de que aprobara esa ley. Y para que esto sucediera debía bombardear a Washington con una ventisca de cartas. Obviamente, necesitaba la ayuda de una secretaria. Y como el juez Grant tenía poco que hacer, aparte de redactar las órdenes de desalojo, Hoxey pidió en préstamo a Missy. Eso dio a la joven la posibilidad de obtener pruebas de la vergonzosa relación entre esos dos hombres, pues en algunas cartas Hoxey se jactaba: «En este asunto podemos confiar en nuestro buen amigo, el eminente jurista de Iowa», o algo aún más condenatorio: «Hasta ahora, el juez Grant no ha pasado un solo dictamen adverso a nuestra causa, y creo que podemos esperar de él el mismo tipo de ayuda para el futuro».

Mientras tanto, en Nome empeoraban las condiciones de vida. La mugre aumentaba en las calles. Se produjeron muertes por enfermedades misteriosas. Había muchos robos y, de vez en cuando, algún minero aparecía muerto cerca de su concesión, ahora ocupada por los hombres de Hoxey. Las mujeres eran atacadas hasta en las horas de claridad y temían salir de noche.

Un atardecer Missy y Murphy invitaron a Tom Venn a cenar, aunque todavía no estaban seguros de poder confiar en él.

—Nos alegra mucho tener ahora un poquito de holgura, para poder demostrarte nuestra gratitud.

—Fue un placer… No, fue un verdadero orgullo recomendaros a esos dos caballeros que tanto están haciendo por mejorar Nome. ¿Qué pensáis de ellos?

—Trabajan mucho —comentó Missy, evasiva—. El señor Hoxey, cuanto menos.

—¿No trabajabas para el juez?

—Sí, pero el señor Hoxey tiene que escribir muchas cartas a Washington y a Seattle, de modo que me pide en préstamo.

Por no pedir a una secretaria que traicionara la confianza de su empleador, Tom no hizo más preguntas sobre las cartas, pero ella se animó a hacer una observación general:

—El señor Hoxey parece pensar que Alaska debería ser gobernada desde Seattle.

—Estoy de acuerdo. Allá tienen cacumen… y dinero… Saben qué es lo que conviene a la nación en su totalidad. Y mi empresa, cuanto menos, hace mucho por proteger los intereses de Alaska.

Murphy cambió de tema.

—He estado pensando, Tom… Lo que hace falta en Nome no son el juez Grant ni el señor Hoxey, de Seattle, sino el inspector Steele y el oficial Kirby de Dawson. ¿Te das cuenta de que esos dos hombres podrían limpiar esta ciudad en un fin de semana?

Los tres estaban de acuerdo en que habría bastado un solo hombre como Steele, fortalecido por la tradición y con el apoyo de Ottawa, para imponer el orden en Nome.

—Los prostíbulos estarían fuera de la vista —dijo Murphy—. Esos pequeños edificios que se proyectan hacia la calle principal desaparecerían antes de que acabara la tarde. Los bares que roban a los recién llegados, ¡fuera! Bastaría un hombre para limpiar esta ciudad, si fuera el hombre adecuado.

—Eso es cierto —dijo Tom—. En Dawson no teníamos que preocuparnos por el dinero de R R, aunque en los buenos tiempos teníamos cantidades enormes. El inspector Steele no permitía los robos. Aquí, en la tienda todos duermen con revólver.

—¿Serías capaz de usar una pistola? —preguntó Missy.

Y Tom replicó:

—Lo evitaría hasta donde me fuera posible. Incluso si otro hombre me atacara, yo trataría de serenarlo. Pero si no hubiera más remedio…

—Te diré una cosa que el inspector Steele aclararía en seguida —interrumpió Murphy—. Por lo que sé de Hoxey, ha armado un verdadero enredo con las solicitudes de concesión. Al principio había aquí trescientos hombres y cada uno tuvo una concesión, sin apoderados. Pero ahora dicen que se presentaron mil quinientas solicitudes.

—¡Imposible! —exclamó Venn.

Pero Murphy insistió con su versión:

—Mil quinientos usurpadores, cada uno con derecho a ser escuchado por el juez Grant.

—Eso podría durar una eternidad —observó el muchacho.

Y Missy, por lo que había visto en los dos despachos, aclaró:

—Es lo que ellos pretenden.

—¿Sabes cómo manejaba el inspector Steele a los usurpadores? Dos veces le vi operar. En el barranco de Klope, cerca de nosotros, había un hombre que tenía una concesión perfecta y no hallaba oro, igual que nosotros. Y había otro de Nevada, grande y gritón; a veces me daban ganas de golpearle. Cuando circuló el rumor de que en el barranco tenía que haber oro, aunque Jamás apareció, ese hombre dijo saber de minería como nadie en Canadá y trató de usurpar los derechos de nuestro amigo. El inspector Steele vino a zanjar la disputa; al ver al usurpador, dijo: «Hace siete meses que vengo observándole, señor. Aunque su reclamación sea válida, no le queremos en Dawson. Son las dos de la tarde del martes. Si el jueves a esta hora usted está todavía en la ciudad, irá a la cárcel. Y si quiere echar mano de su pistola, inténtelo y verá». Y se fue.

Pero luego Murphy contó una anécdota aun más reveladora de cómo operaba Steele y cómo se habría podido manejar la situación en Nome:

—En el arroyo, debajo de nosotros, estaba la Eldorado Nueve Abajo, una mina de placer que no estaba produciendo; el minero cavó hondo y sacó una carga de barro aurífero que se congeló junto a su cabaña. Un día, estando yo allí, apareció el inspector Steele con instrumentos de medición. «Te tengo malas noticias, Sam. Tienes la línea torcida. Esa parte de allí está a disposición de quien la solicite, y he oído que alguien va a reclamarla mañana. Quería advertirte». Y Sam dice: «Por Dios, señor, todo mi barro aurífero es de allí. El evaluador dice que puede haber treinta mil dólares». Y Steele le contesta: «Ya conoces la ley. El barro corresponde a la concesión». A Sam se le aflojaron las rodillas y tuvo que sentarse. El trabajo de todo un invierno, perdido. El único hallazgo que había hecho. Y todo era propiedad de otro. «Dios mío, señor, ¿qué voy a hacer?». El superintendente pensó un rato y luego dijo: «Se supone que abro la oficina a las nueve de la mañana. Mañana abriré a las siete. Si tienes un amigo de confianza, haz que solicite esa concesión. Pero que lo haga temprano, porque después será demasiado tarde». Dicho eso, se fue de prisa, para no enterarse de los tratos que el hombre hiciera.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Tom.

Murphy dijo:

—Sam miró a su alrededor y allí sólo estaba yo. Entonces me preguntó, desesperado: «¿Puedo confiar en ti, Murphy?». «Qué remedio te queda», le dije. Y a la mañana siguiente, bien temprano, estaba en la oficina del inspector Steele. Él me llevó al registro para que solicitara la «Eldorado Nueve Abajo, Porción Falsa». Me la dieron, y aquí tengo el papel para demostrarlo. —Sacó del bolsillo un documento manchado de sudor, donde se certificaba que Matthew Murphy, de Belfast, Irlanda, tenía una concesión válida sobre la «Nueve Abajo, Porción Falsa»—. Vine a Canadá para hacerme con una mina y, por los clavos de Cristo, la conseguí. Y aquí está la prueba.

—¿Y qué pasó con el barro de Sam?

—Se lo vendí por un dólar, pero conservé la mina. Resultó que ese barro contenía treinta y tres mil dólares y él me dio el cinco por ciento. De eso vivíamos Missy y yo en Dawson cuando no conseguíamos trabajo.

—Pero ¿y tu mina? —preguntó Tom—. ¿Qué fue de ella?

—Era una fracción diminuta, cubierta con el barro de Sam. En el arroyo, nada. Abajo, nada. Pero ese certificado me da un gran placer espiritual.

—¿Por qué?

—De Edmonton partimos mil quinientos hombres para jalonar una mina: médicos, abogados, ingenieros… Yo soy el único que la consiguió, y valía treinta y tres mil dólares, al menos desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde de ese día.

—Y el inspector Steele ¿por qué protegió a Sam de esa manera? Una manera ilegal, en realidad.

—Cuando me entregó el certificado me dijo aparte: «Me alegro de que seas tú, Murphy, porque el otro solicitante era un verdadero cerdo».

—Como te decía —concluyó Missy—, un solo inspector Steele podría limpiar esta ciudad.

A principios de septiembre de 1900, toda la naturaleza parecía haberse vuelto contra las buenas gentes de Nome, que además de con un juez corrupto, tenían que habérselas con un astuto expropiador y con rampantes bandas de ladrones. Contemplaban con disgusto ese salvaje verano que llegaba a su final, pues los más experimentados sabían que, con la llegada del hielo, quedarían encerrados con esos criminales por ocho o nueve meses, casi sin sol. Y la experiencia les decía que, a medida que el sol retrocediera y las rutas se cerraran, lo que ya era malo se tornaría peor.

—Tom Venn, en la exigua oficina de su establecimiento, pensó que tendría suficientes provisiones de comida para el invierno si el vapor Senator pudiera abrirse paso entre el hielo una vez más y descargara el enorme cargamento que se suponía que llevaba. Harían falta seis días para que las barcazas de R R llevaran las provisiones hasta la orilla, y luego otros seis días para acarrearlas hasta la tienda con tiros de caballos.

Como uno de los principales hombres de empresa de la ciudad y líder de los que buscaban la guía de Seattle para todo, ya no estaba contento con el juez y el depositario judicial que habían enviado a Alaska. Casi no pasaba día sin que viera pruebas de sus maquinaciones.

—No es que Seattle los haya enviado —dijo a Matt y a Missy—. Casi todos los hombres que nos envía R R son la columna vertebral de nuestro país. Pero en este caso eligieron mal.

Al acortarse los días, Missy tuvo pruebas redobladas de las iniquidades de sus dos jefes. En las últimas semanas, como Hoxey iba tomando posesión de las muchas minas que el juez Grant ponía bajo su protección, los papeles eran tantos que ella trabajaba diez horas al día para Hoxey y rara vez veía al juez, aunque el gobierno le pagaba el sueldo por cuenta de éste. Missy aún no quería mostrar su libreta a Tom, pero dijo a Matt:

—Casi todo lo que hacen es corrupto. La semana pasada, el juez tuvo que resolver un problema sencillo: la transferencia de propiedades pertenecientes a la viuda de ese trabajador que murió al romperse el botalón del barco. Era simple. Yo misma habría podido solucionarlo. Pero no, él tuvo que dar participación al señor Hoxey. Y cuando terminaron con sus galimatías, del dinero de la viuda habían desaparecido mil ochocientos dólares.

—¿Sabes qué opino, Missy? Un día de estos alguien va a matar a Hoxey. Yo veo cosas que ponen los pelos de punta.

—No te metas en ningún tiroteo, Matt. —Tras tantos meses de esfuerzos y privaciones, esa pareja trabajadora y seria tenía ingresos seguros, por fin. Pero Missy empezaba a asquearse de su trabajo—. ¿No te gustaría que renunciáramos, Matt? Podríamos renunciar y pedir a Tom Venn que nos empleara en la tienda.

—¿Para hacer qué?… Necesitamos dinero.

—YO podría llevar registros, registros de verdad para Tom. Y tú podrías dirigir el depósito para que las cargas no se acumularan en la playa. Entonces podríamos dormir por la noche.

—¿Te desvelas?

—Sí.

—Por Dios, Missy, uno nunca debe desvelarse por lo que ha hecho cumpliendo órdenes ajenas.

—Tengo miedo, Matt. Cuando comiencen los disparos, cosa que ocurrirá tarde o temprano, puedes estar tú en el medio. O yo.

Sus palabras eran tan solemnes que el 10 de septiembre, media hora después del alba, estaban llamando a la puerta de Tom Venn.

—Buscamos trabajo, Tom.

—¡Pero si ya lo tenéis! Me tomé muchas molestias para conseguiros esos empleos.

—No podemos seguir en eso.

—¿Por qué?

—¿Recuerdas, Tom, lo que te dije cuando nos dejaste para trabajar solo por primera vez? ¿En el barranco de Klope?

Tom aspiró muy hondo, luego se llevó la mano izquierda a la boca y murmuró:

—Me dijiste que fuera siempre honrado. —Se alejó de la pareja y añadió, volviéndose—: El año pasado, cuando zarpé de Dawson para venir aquí, el señor Pincus me dio esa balanza para oro. Me dijo que la mantuviera limpia. Me advirtió que, si alguna vez hacía algo fraudulento para R R, se oxidaría. —Por algunos momentos no hizo sino pasearse, levantando polvo. Luego se detuvo de golpe y miró por encima del hombro—. No son muy buena gente, esos dos, ¿verdad?

—No, Tom —confirmó Missy, con tristeza.

Y no volvieron a tocar ese tema.

—Bueno —exclamó Tom alegremente, como si acabara de conocerles—, supongamos que tengo trabajo para vosotros. ¿Qué Podríais hacer?

—Yo podría llevarte los libros —dijo Missy. Y Matt añadió:

—Y yo, encargarme de la mercadería que llega en las barcazas.

Nadie más que Tom podía evaluar cuánto debía a esas dos buenas personas, lo mucho que le debía a Missy, que había salvado a su familia en 1893 y, en el Paso del Chilkoot, le había enseñado lo que era el coraje. Sólo él comprendía el efecto sutil de Matt Murphy, con su lirismo irlandés, su dulce enfoque de la vida y su espíritu indómito. Tom debía a Matt y a Missy los valores que le guiarían durante el resto de su vida. Y si ellos necesitaban empleo, no podía hacer otra cosa que proporcionárselo. Ya buscaría el modo de explicarlo a sus jefes de Seattle.

—Pero no podéis dejar plantados al juez y al señor Hoxey, ¿sabéis? Tenéis que dar preaviso.

—Por supuesto —dijo Missy—. ¿Dos semanas serán suficiente?

—Sí, pero quedaría mal que renunciarais y yo os diera trabajo inmediatamente. Es decir… parecería como si yo lo hubiera propuesto. Será mejor que hable con ellos y ponga las cartas sobre la mesa.

—Esa mañana, en cuanto abrieron las oficinas, Tom fue al despacho del juez Grant y le sugirió que hiciera venir a Hoxey. Una vez reunidos los tres, mientras comían rosquillas, Tom dijo:

—Cuando ustedes llegaron aquí, caballeros, yo les recomendé a dos antiguos amigos míos: Missy Peckham y Matthew Murphy.

—El juez Grant se inclinó hacia delante, haciendo un gesto lascivo con los dedos, y preguntó:

—¿Esos dos andan…? ¿Él se la…?

—No lo sé —dijo Tom. Y se volvió hacia Hoxey—. Se acerca el invierno y el Senator, el barco en que ustedes vinieron, traerá un cargamento enorme. Me vendría muy bien contar con la ayuda de ellos.

—¿Quiere quitárnoslos? —preguntó Hoxey en tono hostil.

—Bueno… sí. Puedo conseguirles otros ayudantes.

—El irlandés no vale una higa —resopló Hoxey—. Será un alivio que se vaya. En cuanto a la muchacha, eso es otro cantar.

—Pero ¿no trabaja con usted, señor juez?

—Fuera de horas colabora conmigo —mintió Hoxey.

—¿Y no puede prescindir de ella?

—Esto me viene muy mal, muy mal —dijo Hoxey—. Y cuando algo me viene muy mal, acostumbro a tomar medidas. Mantengo una estrecha relación con los empresarios de Seattle que le emplean, señor Venn, y esto no me gusta.

Por lo tanto, Tom tuvo que informar a sus antiguos compañeros que, si bien Matt podía comenzar a trabajar para R R al término de dos semanas, Missy tendría que permanecer con el juez.

—Lo siento, Missy, pero estoy descubriendo que en este mundo son muy pocos los que pueden decidir por su cuenta. El señor Hoxey no quiere prescindir de ti.

—Si pude soportar aquellos rápidos del lago Bennett, puedo soportar al señor Hoxey.

Era obvio que estaría encadenada a ese puesto durante el interminable invierno. Ahora ponía más cuidado que nunca al tomar nota de todo lo que el juez hacía. Durante las dos últimas semanas que Matt pasó a las órdenes de Hoxey, ella le interrogó en detalle sobre lo que se hacía en las minas. En la noche del 13 de septiembre dijo a Matt:

—¿Recuerdas lo que hizo el inspector Steele para proteger al minero que tenía su montón de barro en propiedad ajena? ¿Y el motivo por el que lo hizo, aunque iba contra la ley?

—Sí. Steele dijo que el otro solicitante era un verdadero cerdo.

—Los hombres con quienes estamos trabajando son unos cerdos.

El día catorce llegó el Senator con una enorme carga para R R y el último grupo de mineros de la temporada. Éstos, al desembarcar, descubrirían que todas las concesiones estaban otorgadas, a lo largo de los arroyos ricos y en cada centímetro de playa. Pero desembarcarían igual. Al terminar el crudo invierno, pasados diez meses, ya habrían hallado algún modo de ganarse la vida y sobrevivir, aunque no como imaginaban.

El día 14 no pudieron desembarcar, porque en la mitad occidental del mar de Bering se estaba preparando una gran tormenta; con tanta agua amontonada contra las playas de Nome, intentar el desembarco en barcazas se tornó peligroso y hasta imposible. Sólo llegó a la costa un bote con un oficial de a bordo y un empleado de Ross Raglan, pero cuando trataron de regresar, la mar estaba tan picada que nadie quiso embarcarse, y ellos, mucho menos.

Traían la noticia de que había ochocientos treinta y un hombres ansiosos por bajar a tierra y desenterrar sus millones.

—Algunos nos pidieron que permaneciéramos anclados tres días, para que ellos pudieran emprender el regreso a Seattle con sus fortunas. Uno de nuestros marineros ganó una bonita suma indicándoles los mejores sitios a lo largo de la playa… todos ocupados, por supuesto.

El enviado de R R fue el portador de dos buenas noticias: que el barco traía todo lo pedido por Tom y que le habían aumentado el sueldo en siete dólares semanales. Al entregar a Tom la lista del cargamento, añadió:

—Estamos orgullosos del modo en que has manejado las cosas. No hay muchos que se hagan cargo como tú. ¿Y sabes qué fue lo que nos llamó más la atención? Eso de que vendieras a cinco céntimos las latas sin etiquetas. Nuestro contador gritó: «Cárguenle en la cuenta treinta céntimos por lata. Eso fue lo que nos costaron». Pero ¿sabes qué dijo el señor Ross? «Demos un aumento a ese jovencito. De aquí a cuarenta años se hablará de lo generosa que fue R R con esas latas, que estaban en perfectas condiciones».

Luego el hombre añadió:

—Ha venido un tal señor Reed, creo que de una compañía de seguros de Denver. Está muy deseoso de hablar contigo, Venn.

Por el modo en que lo dijo, Tom supuso que el representante podía creerlo involucrado en alguna operación oscura; después de todo, los inspectores de seguros no hacían semejante viaje desde Denver sólo para preguntar cómo andaban los negocios.

—¿Conoces a ese Reed, Tom? —preguntó el hombre de R R.

—Nunca lo he oído nombrar. Todavía no tengo seguro.

—Pues deberías tenerlo. Cualquier joven que piense en casarse debería tener un seguro. Este Reed mencionó a una tal señora Concannon. Por un fallecimiento o algo así. ¿Sabes algo de esa señora Concannon?

—Me temo que no. —De pronto, con cierto recelo, Tom recordó—: ¡Ah, sí! El esposo murió en uno de nuestros barcos (el Alacrity, creo), al desprenderse un botalón.

—¿Nosotros fuimos responsables?

—Oh, no. Fue voluntad de Dios, como se dice.

—Y la reclamación de la mujer ¿pudo haber sido infundada?

—No, en absoluto. El hombre murió al acto.

—¿Te encargaste tú de los papeles para el seguro, en nombre de R R?

—No. —Una vez más, Tom tuvo que corregirse, lo cual pareció falso—: Aquí, en Nome, vengo a ser una especie de alcalde, forense o algo así. Como usted ha de saber, no tenemos gobierno, y a los comerciantes nos toca… bueno, fui yo quien firmó el certificado de defunción de Concannon.

—¿No hubo maniobras? ¿Ninguna complicación?

A Tom no le gustaba el rumbo que estaba tomando ese interrogatorio y así lo dijo:

—Verá, señor, todo lo que hago en nombre de R R está bien a la vista, y en mi vida privada, igual.

—¡Un momento, hijo! Si mañana viniera aquí un hombre, un detective enviado por una empresa de seguros de Denver, con buenas credenciales, y comenzara a hacer preguntas sobre mí… ¿tú no querrías saber qué pasa?

—Supongo que sí.

—Pues bien, el señor Reed, inspector de seguros de Denver, estuvo haciendo preguntas sobre ti, que eres uno de nuestros empleados. Naturalmente, acerqué la oreja. Te has puesto pálido, hijo. ¿Quieres un vaso de agua?

Tom se dejó caer en la silla y se cubrió la cara por un instante. Luego dijo:

—No viene de Denver. Viene de Chicago. Y no es inspector de seguros. Es un detective privado contratado por mi madre… es decir, mi otra madre, la que no quiero.

Temblaba tanto que el representante de R R se sentó junto a él, preguntándole con suavidad:

—¿Quieres que hablemos de eso?

—Sólo si Missy está también presente.

Pese a la tormenta que estaba ya azotando a Nome, él y el hombre corrieron al cobertizo de Murphy, donde Tom dio la noticia:

—Uno de esos detectives de los que huíamos, Missy, nos ha descubierto.

—¡Oh, por Dios!

La muchacha se sentó en una silla, callada. Nunca había revelado a Klope ni a Murphy su huida de Chicago para escapar de la ley; ahora no tenía coraje para revivir esa época dolorosa. Fue Tom quien habló. Contó cómo Missy Peckham había salvado a su familia; habló de su madre y de los abogados que los acosaban; de lo valiente que había sido Missy en Chilkoot; describió la muerte de su padre en el lago Lindeman. Las pasiones de siete años se abatieron sobre él. No lloró, pero no pudo decir nada más.

—¡Qué diablos! —exclamó el enviado de R R, padre de seis niños—. No tienes por qué preocuparte. Tu madre era una perra, para decirlo con sencillez. El señor Reed debería avergonzarse de lo que hace. ¡Cómo me gustaría darle un buen puñetazo en la nariz! —Un rato antes, había aconsejado a Tom que evitara cualquier conducta que pudiera abochornar a R ahora se mostraba dispuesto a golpear a un inspector de seguros. Tratando de devolver un poco de coraje a Tom Venn, recurrió a antiguos refranes—: Lo pasado, pisado, Tom. Yo te defendería en todos los tribunales de esta Tierra. Además, el que es honrado no tiene nada que temer.

En la mañana del día 15, en la última semana del verano, el pueblo de Nome despertó ante el ataque de la tempestad más terrible de toda la década, desde Siberia. Al amanecer llegaba a los setenta y cinco kilómetros por hora; a las ocho el anemómetro registraba noventa y cuatro; a partir de entonces las ráfagas ascendieron a ciento veinte o más.

Grandes olas castigaban la costa desprotegida, llevándose hacia el mar chozas y tiendas. Atacaron implacablemente la playa y llegaron a afectar las casas y tiendas edificadas a trescientos metros de ella; el agua llegó a los peldaños de los nuevos depósitos de R R. Al caer la noche en Nome, una de cada cuatro casas estaba destruida. La tempestad siguió haciendo estragos durante tres terribles días. Un clérigo reunió a su rebaño y leyó pasajes del Apocalipsis tratando de encontrar pruebas de que Dios había venido a Nome para castigar al Anticristo. Los hombres del cloroformo sólo buscaban su propia seguridad.

Tom Venn pasó tres días aislado con Missy y Matt, discutiendo estrategias para tratar con el detective y cualquier problema que éste presentara. Formaban un grupo lúgubre; entre las ráfagas que arrojaba el mar, ellos adivinaban el sinfín de problemas en que temían verse envueltos. Pero Murphy, con su saludable escepticismo campesino, acabó por poner alguna cordura en la discusión.

—¡Un momento! ¿Qué sabes de ese tal señor Reed, a fin de cuentas? Ni siquiera sabes quién es.

—Preguntó por mí. Más de una vez, me parece.

—Ni siquiera sabes si es un inspector de seguros, como ha dicho, o un detective, como dices tú. Quizá no sea ni una cosa ni la otra.

—Estaba investigando cosas, cosas personales.

—No sabes si viene de Denver o de Chicago. Y quizá no venga de ninguna de las dos.

—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó Missy, que había aprendido a confiar en el sentido común de Matt.

—Que esperemos hasta que amaine esta maldita tormenta y ese tal señor Reed pueda venir a tierra y dar explicaciones. Mientras tanto, de nada servirá ponernos nerviosos por lo que no sabemos.

El consejo era tan sobrio que Missy y Tom dejaron de atormentarse. Mientras la tempestad aumentaba su furia, sus temores cedieron; aunque no lograban evitar una sensación de fatalidad, consiguieron apartarla de su atención. Y en ese período de espera, en medio de la tormenta, Tom expresó varios pensamientos:

—Estoy tan en deuda con vosotros que quiero veros felices. Quiero que trabajéis conmigo en R R. El juez Grant y Hoxey tendrán que irse pronto si no quieren que alguien los mate, como dice Matt. Entonces Missy quedará en libertad y podremos trabajar juntos. ¿Por qué no te casas con ella, Matt?

Entonces el irlandés le reveló algo que había dicho a Missy mucho tiempo antes:

—Tengo esposa en Irlanda.

Lo dijo de manera tan definitiva que no hizo falta ningún comentario. Los tres pasaron un rato en silencio, escuchando el aullar del viento, que crecía en furia para igualar a la lluvia torrencial.

—Hoy caerán muchas casas —dijo Tom—. Cuando reconstruyamos, me gustaría ver calles más anchas. Hacer de esta ciudad algo de lo que podamos estar orgullosos.

Matt dijo:

—Ándate con cuidado, Tom. Tú y tu gente queríais mejor gobierno y nos cayó el juez Grant.

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