Alaska

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IX. X. SALMÓN

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tlingits: se intercambiaban mercancías, se redistribuía la riqueza y se establecían obligaciones que se prolongarían en un futuro indefinido. A la entrada del río de las Pléyades, un hombre, su esposa y su hija preservaban un modo de vida totalmente ajeno al que se desarrollaba en la ciudad de Juneau, a sólo veintiséis kilómetros de distancia.

Mientras Sam Bigears ofrecía su

potlatch en la desembocadura del río de las Pléyades, ¿qué le estaba ocurriendo en el lago a

Nerka y a su generación de salmones? A comienzos de 1903, aunque ya tenía dos años, seguía siendo tan insignificante que no desempeñaba ningún papel notable en el lago. Los peces más grandes se comían a sus hermanos tan incesantemente que ya habían sido reducidos a sólo ochenta. A medida que continuaba la predación, que incluso se intensificaba, comenzaba a parecer que los salmones del lago de las Pléyades se extinguirían muy pronto. Pero

Nerka, con su poderoso instinto de conservación, se mantenía en los sitios oscuros, evitaba a los grandes peces depredadores y continuaba siendo un pececillo poco más grande que un dedo, sin saber que de la perseverancia de otros como él dependía la supervivencia de su especie.

En ese invierno de 1903, mientras la generación de

Nerka descendía en el lago de las Pléyades a dos millones y Tom Venn se afanaba en su nueva tienda, frente al puerto de Juneau, el vapor Queen of the North, de Ross Raglan, amarraba con una gran carga de mercancías para las ventas de verano, además de un caballero pelirrojo que iba a revolucionar esa parte de Alaska. Era Malcolm Ross, de cincuenta y un años y desbordante de energía:

—Estoy lleno de planes —dijo, mientras llevaba a Tom a la pequeña oficina donde la sucursal de Juneau de R R manejaba sus negocios—. Y te advierto, Tom, que quiero comenzar ahora mismo.

Tom volvía a verle por primera vez desde aquel día de 1897 en que había comenzado a representar a R R junto al puerto, pero en los años transcurridos había presenciado el tremendo crecimiento de la firma y se enorgullecía personalmente de los informes que circulaban por toda Alaska, según los cuáles el señor Ross era un genio del comercio.

—¿Qué tiene usted pensado? —preguntó el joven—. ¿Otra tienda en Skagway?

—Skagway está acabada. La carrera del oro se ha extinguido. Ese nuevo ferrocarril a Whitehorse puede favorecerla por algunos años, pero no le veo futuro a esa ciudad.

—¿Dónde, pues?

—Aquí.

Tom quedó aturdido. Su tienda de Juneau marchaba bien, pero no justificaba una ampliación, y una segunda tienda en cualquier otra parte de la ciudad tendría un éxito precario, en el mejor de los casos; más probablemente, sería un desastre.

—Sé que R R rara vez comete errores, señor Ross, pero abrir otra tienda aquí… no se justificaría.

—Gracias por darme una opinión franca, hijo, pero no pienso en otra tienda. Quiero que ahora mismo, esta misma mañana, comiences a construir una gran fábrica de conservas de salmón para R R.

—¿Dónde? —preguntó Tom, débilmente.

—Eso lo averiguas tú. Comencemos desde ahora.

Como Tom protestó, diciendo que no sabía nada de la industria pesquera, y mucho menos de envasadoras, Ross le interrumpió:

—Yo tampoco. Estamos a la par. Pero sí sé una cosa: habrá fortunas a ganar con el salmón y nosotros tenemos que conseguir una parte.

Tom nunca había visto nada parecido a Malcolm Ross; ni siquiera el inspector Steele, de la Policía Montada, había desplegado tanta energía, tanto vigor, como ese apuesto comerciante de Seattle, que sabía intuitivamente que el salmón reemplazaría al oro como contribución de Alaska a la riqueza del continente. A las once de esa mañana, Ross había reunido a cuatro hombres expertos, a quienes ofreció un opíparo almuerzo, a fin de que él y Tom pudieran penetrar en los secretos de la pesca.

—Lo que hace falta —dijo uno de los hombres—, para hacer bien las cosas…

—Pues bien, saque su lápiz. Para limpiar el pescado hace falta un cobertizo enorme, más grande que los que hay por aquí. Para cocinarlo, otro, un poco más pequeño. Un tercero para albergar a los chinos, pues es preciso mantenerlos separados: se pelean con todo el mundo. Y además, un alojamiento para los otros trabajadores. Un salón comedor dividido: un tercio para los chinos, dos tercios para los otros. Un taller para hacer cajones; otro para fabricar las latas. Un depósito con un muelle de carga cerca, construido sobre pilotes, para poder amarrar con marea baja o alta.

—Eso cuesta muchísimo dinero —dijo uno de los otros.

Y Ross replicó:

—Creo que podemos pedirlo prestado. Pero ¿de dónde sacamos el pescado para poner en las latas?

El primer hombre reanudó su explicación:

—Ahora llegamos a la parte realmente costosa. Necesitará usted un barco grande, que esté a sus órdenes. Puede alquilarlo, pero sería mejor que fuera propiedad suya.

—Tenemos barcos.

—Pero no como el que está amarrado allí. Se necesita un barco para traer a los chinos al norte en la primavera, con todo lo necesario. Luego se lo dedica a recolectar el pescado y llevarlo a la fábrica de conservas. Al terminar la temporada, se lleva otra vez a los trabajadores junto con el salmón enlatado.

—¿Temporada? ¿Cómo es eso?

—El salmón sólo se puede pescar unos pocos meses al año. En el verano. Se abre dos meses antes para prepararlo todo y aprovechar el comienzo de temporada, que es lento. Luego se trabaja a muerte. Hace falta un mes para cerrar. Durante la última parte del otoño y todo el invierno, la empresa permanece cerrada.

—¿Quién se queda en la fábrica durante el invierno?

—Un solo hombre para vigilar.

—Tanto edificio, tanta inversión… ¿y un solo guardia?

—Usted no comprende, señor Ross. Su fábrica de conservas estará lejos, en el campo, junto a un pequeño curso de agua. No habrá nadie en kilómetros a la redonda, salvo osos, píceas y salmones.

—¿Y dónde busco ese lugar? —preguntó Ross.

Todos los hombres quisieron hablar al mismo tiempo, pero el primero aún no había terminado, de modo que acalló a sus compañeros.

—Aparte de los barcos grandes para hacer el trabajo pesado, necesita uno o dos barcos pequeños para circular entre los treinta y tantos botes que se encargarán de la pesca. Necesita muchos botes, señor Ross.

—Comprendo. Pero ¿dónde…?

Con cautela y maduro criterio, esos hombres versados en la tradición del mar y sus riquezas eliminaron los sitios menos ventajosos:

—El curso de agua más hermoso de los alrededores es el canal Lynn, que lleva a Skagway; pero tiene poca pesca.

—Skagway no me interesa —dijo Ross, abruptamente— y el paisaje, menos.

—Hay salmón en abundancia en la isla Admiralty, pero los mejores sitios están ocupados.

—No quiero lugares de segunda.

—Y zonas muy buenas en la isla Baranof…

—Demasiado lejos de Juneau. Quiero dirigir las operaciones desde aquí.

—Con buenos botes, no importa que la fábrica de conservas esté muy lejos. Hay arroyos estupendos para el salmón al sur.

—Tengo puesta la mira aquí.

—En ese caso, sólo queda un sitio intacto, con buena pesca y sitio para que amarren los botes.

—¿Dónde?

—Pero tiene un inconveniente. Del Canadá sopla un viento increíble.

—Podemos hacer una construcción que nos proteja del viento.

—De este viento, no. Cuéntale lo que te pasó con el Taku, Eddie.

Un pescador que estaba sentado a poca distancia, comiendo con gran apetito, dejó su tenedor para decir:

—Aquí todos lo llaman el viento Taku. Baja de las montañas del Canadá y se encajona en el estuario del Taku. En quince minutos puede pasar de la calma chicha a setenta u ochenta kilómetros por hora. Hay que tener cuidado con el viento Taku.

Ross descartó la advertencia.

—¿Qué tipo de salmón hay en los arroyos que desembocan en el estuario del Taku?

—El

Nerka, sobre todo —coincidieron los hombres.

Ante esa palabra mágica, Ross se decidió:

—Buscaremos un sitio en el estuario del Taku que esté protegido del viento.

Inmediatamente después de almorzar, pidió a Tom que organizara una exploración de ese hermoso curso de agua.

Encontraron a Sam Bigears trabajando en una ampliación del hotel. Ante la perspectiva de volver al Taku, se mostró tan encantado que confiscaron uno de los vapores costeros de R R y, hacia mediodía, la expedición Ya estaba en marcha.

En cuanto el vapor viró hacia el estuario, Malcolm Ross supo que estaba frente a algo especial, pues el fiordo era mucho más hermoso de lo que había imaginado por las descripciones escuchadas durante el almuerzo.

—¡Esto es magnífico! —exclamó, al aparecer la faz azul reverberante del glaciar de la Morsa. También le impresionó el estrecho desfiladero abierto entre el glaciar y la Morsa, por el cual el barco iba avanzando; cuando el estuario se ensanchó, revelando nuevas perspectivas, la atención del empresario se centró en la faz esmeralda del glaciar de las Pléyades, de treinta metros de altura, relumbrante a la luz del sol—. ¡Qué espléndido!

Pero entonces miró hacia el este. Más allá del promontorio donde se levantaba la cabaña de Sam Bigears vio por primera vez un tótem de Alaska; sus variados colores relucían al sol, como para complementar el glaciar de la costa opuesta.

—¿Qué hace allí ese poste? —preguntó—. Lo único que veo cerca es esa cabaña.

—Es la casa de Bigears —explicó Tom—. Él talló el tótem. Yo ayudé a levantarlo.

—Supongo que las figuras significan algo. Ritos paganos y ese tipo de cosas.

Llamaron a Bigears para que explicara el tótem, pero al

tlingit le resultaba mucho más difícil explicarse que a su hija. Por fin Ross, algo irritado, preguntó:

—Dime: ¿quién es el hombre de la chistera?

Y Bigears respondió, con una gran sonrisa:

—Un hombre blanco. Tal vez ruso.

—¿No lo sabes? —preguntó Ross, impaciente.

—Sólo un blanco. Él ganó.

Ross no sacó nada en limpio de eso. Cuando preguntó por el ave del extremo, recibió otra respuesta ambigua:

—Sólo un ave. Tal vez cuervo.

El comerciante tomó una actitud conciliadora:

—Es un bonito poste. Y aquí tienes un buen lugar. ¿Hay salmón en el río?

—Muchos

Nerkas —respondió Sam.

Ross registró cuidadosamente el dato, pero su astuta mirada detectó un hecho de mayor importancia para una futura fábrica de conservas de salmón:

—Bigears, tu promontorio, así, sobresaliente… ¿no protege esa pequeña bahía del viento que llaman Taku?

—Tal vez.

—Y si yo construyo mi fábrica en esa parte, al sur y frente a tu casa, el viento no me molestará tanto, ¿verdad?

—Tal vez no.

—En ese caso ¿por qué construiste tu cabaña ahí arriba, donde golpea elviento?

Y Sam replicó:

—Me gusta viento. Sopla muy fuerte, me quedo adentro, enciendo buen fuego.

Después de varios meandros más, el vapor pasó cerca del ceñudo hocico del glaciar Taku, mucho más alto y más ancho que los anteriores, pero carente del intenso color azul de aquéllos. Su hielo sucio se erguía en columnas grisáceas. Sin embargo, eran impresionantes por su magnitud, como si estuvieran a punto de derrumbarse sobre cualquier barco que se aproximara demasiado. El capitán bajó para informar a Ross de que otros barcos llevaban pequeños cañones, a fin de poder disparar contra los glaciares, con la intención de precipitar el desprendimiento de témpanos espectaculares.

—Apostaría a que está por desprenderse uno grande —concluyó.

—¿Tiene usted cañón? —preguntó Ross.

Fue una desilusión enterarse de que sólo los llevaban los barcos de pasajeros. Pero el capitán tenía otra táctica:

—Llegaremos a una distancia conveniente y tocaremos cinco o seis veces la sirena. A veces sirve.

El barco se aproximó asombrosamente; cuando los toques de sirena reverberaron contra la faz del glaciar, las vibraciones hicieron que se desprendiera una alta columna de nieve congelada, con un monstruoso chapoteo. El témpano no perduró, pues la nieve no estaba bien apretada, pero aquello sirvió para demostrar cómo se formaban.

Más allá del sobrecogedor glaciar, el vapor ascendió tres kilómetros más hacia el extremo interior del estuario, donde se veía un río que bajaba a tumbos desde el Canadá. Ross, que contemplaba el hervor de las aguas sobre los inmensos cantos rodados, preguntó:

—¿Qué hacen los salmones para recorrer todos estos meandros?

Y Bigears explicó:

—Vuelven a casa, conocen cada giro. Recuerdan cuando eran morralla.

Y Ross dijo:

—Aliéntalos a procrear mucho. Son los que llenarán nuestras latas.

El vapor viró en un punto muy adentrado del estuario; los navegantes que vendrían después no podrían llegar hasta allí, porque los sedimentos provenientes de Canadá se acumularían de tal manera que los barcos grandes no podrían siquiera llegar al glaciar Taku; sin embargo, durante los primeros años del siglo XX aún no se había producido ese atascamiento del curso.

En el viaje de regreso por el estuario, Ross permaneció ante la barandilla, imaginando el feroz viento Taku. Cuando el barco se acercaba a la cabaña de Sam Bigears, en lo alto del barranco, Ross sintió que se elevaba sobre el promontorio y no volvía a descender sino al otro lado del estuario. Señalando triunfalmente ese punto del sur, tan cómodo para la navegación pese a estar protegido, exclamó:

—En ese sitio construiremos nuestra fábrica de conservas.

Pero Tom observó:

—Sería mejor consultar con Sam Bigears.

—¿Por qué? —le espetó Ross.

—Creo que ambos lados de la cala le pertenecen.

—Las propiedades se asignan en Washington —dijo el comerciante, dando a entender que no deseaba tratar el asunto con Bigears—. Tengo a una persona allá; haré que se ponga manos a la obra de inmediato.

Mientras el vapor se alejaba del estuario, se volvió a contemplar ese compacto y encantador curso de agua, con sus acantilados, sus montañas y sus centelleantes glaciares.

—Es el sitio correcto para Ross Raglan —dijo a quienes le rodeaban—. Como hecho a medida.

Para sorpresa de Tom, el señor Ross permaneció dos semanas en Juneau, supervisando la compra de materiales para una gran fábrica de conservas, aunque aún no tenía asegurado el lugar para construirla. Pero al decimotercer día llegó un telegrama informándole de que se le habían otorgado derechos exclusivos sobre la cala situada en la desembocadura del río de las pléyades.

—¡Adelante, a toda marcha! —exclamó Ross—. Tom, envía de inmediato esa madera y la maquinaria a la cala. Comienza a construir como un loco, debes tener todo listo para operar hacia el veinticinco de abril.

—¿De dónde saco los botes?

—Eso corre de mí cuenta. Estarán aquí, créeme.

—¿Y cómo llamaremos a la empresa?

Ross lo pensó por un momento. Desde hacía un tiempo temía que el nombre de Ross Raglan, demasiado conocido, se hubiera puesto a demasiadas empresas; bien podía provocar envidia. Además, si alguien se enojaba por el trato recibido a bordo de un barco de R R, bien podía dejar de comerciar con las tiendas de la firma. Por otra parte, los clientes de Alaska podían resentirse por la concentración del poder en Seattle. Por éstas y otras buenas razones, decidió firmemente no volver a utilizar esa denominación.

—Lo que necesitamos, Thomas, es un nombre que represente a Alaska. La gente de la zona debe sentirse orgullosa de estar vinculada con la nueva fábrica de conservas. Déjame pensarlo por esta noche.

Ese hombre capaz, que se había esforzado honradamente por proveer a los millares de personas que viajaban a Alaska en los años del oro, proporcionando buenos barcos y mercancías necesarias a las comunidades crecientes, planeaba ahora una fábrica de conservas de primera, en contraste con ciertas empresas clandestinas que sacaban el dinero de Alaska sin dar nada a cambio. Malcolm Ross quería que su industria fuera un ejemplo de lo mejor que el capitalismo podía proporcionar, y para eso era esencial un nombre que proclamara esa calidad.

A la hora del desayuno informó a Tom de que había hallado la solución perfecta:

—Fábrica de Conservas Tótem. En las etiquetas de nuestras latas, un buen dibujo de un tótem como el que hice cuando recorrimos el estuario del Taku, ese primer día.

Y sacó del bolsillo un buen esbozo del tótem de Sam Bigears. Pero el divertido hombre blanco de chistera había sido eliminado; lo reemplazaba un oso pardo, con el cuervo original en el extremo.

NO sólo se apropiaba de las tierras de Bigears, en la desembocadura del río de las Pléyades, sino también de su tótem, sin que el

tlingit pudiera hacer nada contra un robo ni contra el otro. Malcolm Ross, en Seattle, y su agente en Washington se encargarían de eso.

En los días siguientes, Tom Venn tuvo bastantes ocasiones para observar lo eficiente que era su empleador, pues dos grandes vapores de R R entraron en el estuario del Taku con madera y herramientas para los cuatro edificios principales, que deberían estar operando a mediados de mayo. Junto con estos materiales venían sesenta y cinco artesanos de Seattle, con tiendas de lona donde albergarse temporalmente y una gran cocina portátil. A una semana del desembarco, ese ejército de hombres había excavado las bases para los edificios principales y descargado de una barcaza la piedra y el cemento que formarían los cimientos de las grandes estructuras, cuyos maderos Verticales pronto comenzarían a brotar como una selva de tallos en crecimiento después de una lluvia primaveral.

No era absurdo que el señor Ross pretendiera tener listos esos edificios en tan poco tiempo, pues eran esencialmente cobertizos donde se alojarían diversas maquinarias; no había que resolver ningún problema arquitectónico particularmente difícil.

—Los quiero fuertes y pronto —decía a los hombres, cada vez que visitaba el estuario. Y cuando llegaron más barcos, trayendo las pesadas retortas de hierro donde se cocinarían las latas a presión de vapor, una vez llenas, el sitio para recibirlas estaba listo. Cuando acabaron de instalarlas ya había unos treinta indios contratados para cortar leña con la que alimentar el fuego.

El edificio más pequeño, donde se construirían los cajones de madera para enviar las latas a Seattle y, desde allí, a grandes ciudades como Nueva York y Atlanta, fue levantado en cuatro días; quizá sería más apropiado decir que lo improvisaron. Pero su gemelo, el sitio en el que se fabricarían las latas, requirió más tiempo: debía ser bastante sólido para albergar esa maquinaria pesada.

Mientras tanto se contrató a treinta y siete pescadores locales para que pescaran el salmón cuando se iniciara la temporada; los dos pequeños vapores que se moverían entre ellos, para recoger la pesca y llevarla a la fábrica de conservas, llegaron de Seattle con sus tripulaciones completas. Junto con ellos vino una embarcación muy útil: un remolcador grande y fuerte, con un martinete armado en la popa y, en cubierta, varios cientos de largos postes de madera, que serían clavados en el fondo fangoso del estuario, a fin de formar el muelle donde amarrarían los grandes barcos que cargarían los cajones de salmón enlatado.

A principios de abril, la Fábrica de Conservas Tótem presentaba una intensa actividad del tipo más variado. Tom Venn, encargado de registrar horarios y pagar a todos los que trabajaban en el proyecto, tenía ahora nueve equipos diferentes que trabajaban entre doce y catorce horas al día. El señor Ross había dado órdenes específicas: «Gasta dinero ahora y pon todo en marcha, para que en septiembre podamos ganar mucho».

A mediados de abril, ordenó que se interrumpiera el trabajo en todo lo que no fuera esencial, a fin de levantar un alojamiento grande a un ritmo vertiginoso:

—Acabo de saber que nuestra gente de Seattle ha contratado a una banda de chinos en San Francisco y los enviarán al norte antes de lo que esperábamos. Nos han advertido que el secreto de toda buena fábrica de conservas es mantener a los chinos contentos, así que será preciso tener preparados los dormitorios y el comedor para dentro de dos semanas.

Pero cuando Tom trató de decidir a qué carpinteros y albañiles podía distraer de sus tareas, descubrió que casi todos los edificios eran tan esenciales como el dormitorio. Por lo tanto, tuvo que buscar a artesanos de la zona para completar el trabajo. Su primera idea fue abordar a su leal amigo Sam Bigears, pero el señor Ross había sido advertido, por su agente en Washington, que no hay un esquimal ni un indio que valgan un comino. Sólo los blancos pueden hacer lo necesario para construir en Alaska. Y ese prejuicio estaba muy arraigado. Se podía emplear a los

tlingits de los alrededores para cavar zanjas y descargar materiales, pero no se les podía confiar la construcción de un alojamiento, aunque fuera para los chinos:

—No quiero carpinteros indios, Tom. No son dignos de confianza. —Había dicho.

—¿De dónde sacó usted esa idea?

—Me dijo Marvin Hoxey que beben, trabajan dos días y después desaparecen.

—¡Marvin Hoxey! Nunca trabajó con indios. Sólo repite lo que oyó en los bares.

—Pero sabe de Alaska.

Tom Venn, veterano del paso de Chilkoot, del río Yukón, de las frenéticas Dawson y Nome, era ya un joven de veinte años, con el sólido carácter de un hombre de cuarenta, y no iba a permitir que se descartara su bien ganada sabiduría por un individuo como Marvin Hoxey:

—No quiero contradecirle, señor Ross, porque no conozco a otra persona que sepa de negocios tanto como usted. Pero en cuanto a los indios que yo contrataría para construir el dormitorio, está mal asesorado.

—Hoxey nunca me ha fallado. No contrates a indios para ningún trabajo importante de la Fábrica de Conservas Tótem.

Tom se echó a reír y, para su propia sorpresa, tomó al señor Ross por el brazo:

—¿Quién talló ese tótem que usted admira tanto? El indio que quiero contratar. ¿Y quién ayudó a construir la tienda de Juneau, en tan poco tiempo que usted mismo se asombró? Ese mismo indio, señor Ross. Sam Bigears, a quien usted conoció en el barco el primer día, vale por dos de los carpinteros que han venido de Seattle.

Malcolm Ross no había llegado a encabezar una empresa tan importante pasando por alto el consejo de hombres resueltos, pues él mismo lo era. Cuando su socio, Peter Raglan, se asustó ante la celeridad con que Ross Raglan se expandía bajo el látigo de Ross, se apresuró a comprarle su parte en la firma. Había corrido riesgos enormes para iniciar su línea de navegación Y ahora los corría mayores para tratar de abrir la fábrica de conservas en tan poco tiempo. Tom había demostrado su capacidad muchas veces; si él quería contratar a un

tlingit para acelerar la construcción, se haría.

—Si es tan bueno como dices, ponlo a trabajar hoy mismo. Pero no vengas a quejarte si mañana se presenta borracho.

Tom le hizo la venia con una sonrisa, sin informar a su jefe de que eran los carpinteros de Seattle quienes habían conseguido

whisky al principio de esas frenéticas obras y renovaban misteriosamente su provisión cada vez que un barco de R R entraba en el estuario. En cambio, sugirió al señor Ross que cruzara la cala con él, en un esquife, para ver cómo vivía un

tlingit de categoría.

—Eso me gustaría —dijo el empresario. Y se encaramó en la popa del esquife, mientras dos porteadores indios llevaban el bote al otro lado del estuario, hasta el informal embarcadero que Sam Bigears había hecho para su canoa y su bote de vela.

—¡Eh, Bigears! —gritó Tom, mientras bajaba a tierra con Ross—. El patrón viene a verte.

Sam salió de la cabaña, en lo alto de la colina, y se detuvo por un momento entre las dos jambas de la puerta, talladas y pintadas como tótems. Al ver al señor Ross saludó:

—¡Bienvenido! Construye muy rápido allá.

Los hizo pasar a su cabaña, despojada por los regalos hechos durante el Potlatch. Sin embargo, la solidez de la estructura era evidente.

—¿Usted construyó esto? —preguntó Ross.

Y Bigears respondió:

—Esposa e hija ayudan mucho.

Llamó a Nancy, cuya encantadora cara oval se abrió en una sonrisa como la de su padre. Sin mostrar a Ross ningún respeto especial, le hizo una ligera reverencia y dijo en cadencioso inglés:

—Tom está muy orgulloso de trabajar con usted, señor Ross. Y nosotros, de tenerle en nuestro hogar. Mi madre no habla inglés, pero dice lo mismo en

tlingit.

—Vine por negocios, señor Bigears. Me dice Tom que usted es muy buen carpintero.

—Me gusta la madera.

—Quiere que le contrate a usted para construir el alojamiento grande… ahora mismo, para los chinos que vendrán pronto.

Sam Bigears dijo:

—Siéntese, señor Ross. —Una vez que los huéspedes tomaron asiento, preguntó sin rodeos—: ¿Por qué trae chinos? Taku es india. Muchos indios aquí trabajan bien como chinos.

—Hemos contratado a muchos indios.

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