Alaska

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IX. X. SALMÓN

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—Pero no trabajo de verdad. No construcción. No hacer cajas. No hacer latas.

Ross acostumbraba a enfrentarse a las cosas desagradables cuando era ineludible.

—Lo cierto es, señor Bigears, que todas las industrias conserveras han aprendido a encomendar los trabajos principales a los chinos: cajones, latas y preparación del pescado.

—¿Por qué chinos? ¿Por qué no

tlingits?

—Porque los chinos trabajan más que nadie en la Tierra. Aprenden pronto lo que es preciso hacer y lo hacen. Trabajan como demonios, ahorran su dinero y mantienen la boca cerrada. Ninguna fábrica de conservas tiene éxito sin chinos.

—Tlingits también trabajan como demonios.

Ross era demasiado considerado como para decir que, efectivamente, en un día determinado los

tlingits trabajaban tanto como los chinos.

Se lo habían dicho los otros empresarios. Pero también le habían dicho que, al cabo de dos o tres días de trabajo intenso, los indios gustaban de cobrar su salario e ir a pescar… para sí mismos, no para la fábrica. En cambio, dijo:

—¿Ayudará usted a Tom a construir el alojamiento?

Y Sam Bigears respondió:

—No. Tú trae chinos para nuestro trabajo, yo no trabajo para ti. No aquí, en Pléyades. No en Juneau, más no. —Con gran dignidad, acompañó a Ross y a Venn hasta la puerta y los despidió diciendo, serenamente—: Muchos chinos aquí, muchos problemas.

Así terminó la entrevista. Con los pocos obreros especializados que Tom pudo hallar en el puerto de Juneau y con un gran equipo de

tlingits, el esqueleto del dormitorio fue levantado de prisa; luego se inició la construcción de las literas donde dormirían los trabajadores importados durante los cinco meses de la temporada del salmón. Sólo entonces se convenció Venn de que el gran proyecto quedaría terminado a tiempo. Fue la complejidad de esa jornada lo que generó su optimismo: en el puerto, el martinete estaba clavando los altos postes en los que descansaría el muelle, seis metros y sesenta centímetros sobre el agua con marea baja; en el cobertizo de la cocina ya estaban instalando las retortas. En el galpón grande estaban haciendo las mesas donde los chinos limpiarían el salmón, con cuchillos largos y afilados; una tosca sierra cortaba píceas en Sitka para los fabricantes de cajones que llegarían pronto. Y en la fábrica de latas se preparaban intensas hogueras para fundir el estaño con que se sellarían aquéllas al completarse el envasado. Una operación gigantesca se acercaba a su efectiva culminación; había sido una aventura al estilo de Alaska: grande, indisciplinada en muchos aspectos, frenética, excitante. Tal como dijo Tom a uno de los carpinteros del dormitorio:

—En Chicago nunca se haría un trabajo así.

Pero lo que coronó su sensación de euforia fue la llegada de las primeras cien mil etiquetas impresas en Seattle, que se pegarían en las latas antes de embarcarlas. Eran de color rojo intenso, como el salmón maduro, y la leyenda impresa en gruesas letras negras decía:

SALMÓN ROSADO DE ALASKA

Bueno para usted

Abajo aparecía la orgullosa designación:

Conservas Tótem

Glaciar de las Pléyades, Alaska

Pero lo que llamaba la atención era el tótem concebido por el artista de Seattle, bien dibujado e impreso en cuatro colores, con un glaciar verdoso en el fondo.

La etiqueta era llamativa. Cuando el señor Ross hizo pegar tres muestras en las latas de una competidora, todos estuvieron de acuerdo en que era la más efectiva de las diseñadas hasta entonces. Tom quedó tan complacido que Pidió una de las latas y la llevó al otro lado de la cala, con la esperanza de que Sam Bigears, al ver el buen producto que se iba a fabricar allí, cediera en su animosidad.

—Bonito, ¿no? —dijo, al entregar la lata a su amigo.

Sam la estudió por un rato y luego se la devolvió, casi con desprecio:

—Todo mal.

Cuando Tom dio a entender que no entendía, el

tlingit señaló la etiqueta:

—Mi tótem no en el mismo lado de Taku que glaciar. En tótem falta hombre. Mira, no cuervo. —Tom estaba a punto de echarse a reír cuando Bigears expresó la verdadera queja de su pueblo—: Fuera, lata mala. Dentro, más mala.

—¿Qué quieres decir? Nuestro salmón será el más fresco de los que se envasen este año.

—Digo: adentro, salmón

tlingit de ríos

tlingit, envasado por chinos, y todo el dinero a trabajadores de Seattle, barcos de Seattle, empresa de Seattle. —Mostró la lata en el aire y concluyó, con gran amargura—: Salmón

tlingit hace rico a todos, pero a

tlingits no. Seattle lleva todo, Alaska nada.

Con tristeza, pues veía con cruel claridad la silueta del futuro, devolvió la lata y, con ese gesto, se aisló de su leal amigo. Tanto él como Tom sabían que entre ambos se había alzado un distanciamiento insalvable. En adelante, Tom pertenecería a Seattle; Sam, a Alaska.

A mediados de mayo, cuando aún brotaba la resina de las toscas tablas del dormitorio, un vapor de R R entró en el estuario, cruzó los estrechos, esquivó la roca de la Morsa y amarró a lo largo del muelle recién terminado. En cuanto se aseguró la plancha, por ella se lanzaron cuarenta y ocho chinos que pondrían en marcha la fábrica. Vestían pijamas sueltos, chaquetas negras y zapatos baratos con suela de goma, sin calcetines. Uno de cada cinco usaba coleta, y eso estableció el carácter del grupo: eran extraños, de diferente color, casi todos incapaces de hablar inglés y con un apetito muy diferente. Junto con ellos venía el elemento esencial para mantener contentos a los trabajadores chinos de una industria conservera: varios cientos de sacos de arroz. Y ocultos en diversos sitios ingeniosos, otra cosa de igual importancia: pequeños frascos de vidrio, no mucho más grandes que un pulgar, llenos de opio. Puesto que los cuarenta y ocho hombres no dispondrían de mujeres ni de diversión alguna, no tendrían respiro en doce o catorce horas diarias de trabajo demoledor, ni fraternizarían con sus compañeros blancos, el opio y las apuestas serían casi el único descanso disponible que ellos buscarían asiduamente.

Cuando bajaron a tierra, formaban un grupo silencioso que infundía respeto. A Tom le correspondió llevarlos a su alojamiento. Intranquilo y nada feliz con la perspectiva de tratar con esas extrañas personas a lo largo de todo un verano, caminaba en silencio hacia el dormitorio recién terminado cuando alguien le detuvo tirándole de la manga. Al volverse, se encontró frente al hombre de quien dependería el éxito de esa operación.

—Era un chino flaco y frágil, con el pelo recogido en una gruesa que le bajaba por la espalda. Aunque era poco mayor que Tom y notablemente más bajo, su presencia resultaba imponente. En esos primeros segundos, Venn notó una peculiaridad que, probablemente, determinaba la conducta del hombre: «Su cara amarilla sonríe, como si él supiera que eso ha de complacerme, pero sus ojos no, porque le importa un bledo lo que yo piense».

—Me llamo Ah Ting. Trabajo Ketchikan dos veces. Mí capataz todos los chinos. Todo bien.

Pese a su suspicacia, para Tom fue un alivio saber que uno, siquiera, hablaba inglés. Por eso invitó a Ah Ting a caminar con él. Antes de llegar al dormitorio ya era obvio que la Fábrica de Conservas Tótem funcionaría como lo indicara Ah Ting, pues los otros chinos aceptaban su liderazgo. Cuando la fila llegó al edificio, todos esperaron a que él designara a cada uno su camastro y distribuyera las dos escasas mantas por cabeza.

—En barco no comemos —dijo.

Cuando Tom los condujo al comedor reservado para los chinos, Ah Ting se apresuró a designar dos cocineros, que de inmediato comenzaron a preparar el arroz. Después de comer, fue Ah Ting y no Venn quien dividió a los hombres en tres grupos. Uno armaría los cajones, otro fabricaría las latas, y el grupo principal, además de limpiar los edificios, prepararía las mesas en las que más tarde limpiarían el salmón. Tom no sabía cuántos de esos cuarenta y ocho hombres habían trabajado antes en una fábrica de conservas, pero descubrió que bastaba con dar las instrucciones una vez. Aunque la mayor parte de los orientales no comprendían sus palabras, demostraban una extraña habilidad para captar sus intenciones y corrían a hacer lo ordenado. Hacia las dos de la tarde, la fuerza laboral estaba en su sitio; los especialistas se identificaban y se hacían cargo de las tareas más importantes. Hacia las tres, ya estaban apareciendo cajones y latas terminados.

Por ejemplo: la fabricación de esas latas, que serían despachadas al mundo entero, era una tarea de precisión. Había que cortar en bandas los largos rollos de hojalata para formar el cuerpo del envase; luego se las enrollaba sobre un molde y se soldaba cuidadosamente. Los discos que formarían el fondo debían ser cortados y soldados con firmeza. Por fin se requerían discos diferentes para la parte alta; éstos eran puestos aparte para ser colocados cuando la lata estuviera llena de pescado crudo. Era preciso dejar una pequeña abertura para que la máquina succionadora retirara el aire restante, creando un vacío, y luego soldar ese diminuto agujero. Al caer la noche, era evidente que las latas del salmón Tótem serían de primera y abundantes.

Al acercarse los últimos días de mayo, todas las partes de ese inmenso esfuerzo empezaron a entrelazarse. Sesenta y cinco blancos venidos de Seattle manejaban las oficinas, supervisaban a los trabajadores y capitaneaban los barcos; los chinos producían latas y cajones para procesar el pescado, mientras los treinta nativos continuaban con el acarreo. En esos días entraron también en actividad los treinta barcos pequeños que se encargarían de la pesca; cada uno tenía dos tripulantes blancos, salvo tres, que estaban a cargo de indios. Una luminosa mañana de junio, un vigía gritó, desde uno de los barcos más grandes:

—¡Viene el salmón! —Y cuando los pescadores corrieron a la barandilla para escrutar las oscuras aguas del estuario, vieron millares de formas difusas que avanzaban tenazmente aguas arriba, rumbo a los lejanos arroyos del Canadá.

Pero los marineros que miraron hacia la cala de las Pléyades pudieron ver un grupo impresionante de grandes salmones

Nerkas que se apartaban del cardumen principal para encaminarse al hermoso arroyo frío por donde habían bajado tres años antes.

—¡Siguen viniendo! —gritaban los hombres, de bote a bote.

La pesca de ese año, la primera para la Fábrica de Conservas Tótem, estaba en marcha.

Cuando Nancy Bigears oyó los gritos, avisó a su padre. Sam bajó a inspeccionar la calidad del salmón que regresaba ese año, y quedó tan complacido que mandó a su hija traer su red. Cuando estaba a punto de echarla para la primera pesca de la temporada, un guardia de la empresa gritó desde el otro lado de la cala:

—¡Eh, tú! ¡En este río no se pesca!

—Este mi río —contestó Bigears.

Pero el guardia explicó:

—Tanto el río como el lago están ahora reservados a la Fábrica de Con servas Tótem. Son órdenes de Washington.

—Este mi río. El abuelo de mi abuelo pescó aquí.

—Ahora las cosas han cambiado —replicó el guardia, mientras subía a un pequeño bote para dar las nuevas instrucciones cara a cara.

Cuando el hombre desembarcó, Bigears le advirtió:

—Mejor trae bote más arriba. Se irá.

Cuando el guardia volvió a mirar, comprobó que, de no ser por la advertencia de Sam, habría perdido su embarcación. Después de consultar un papel, el hombre dijo:

—Usted es Sam Bigears, supongo. —Como Sam asintió, continuó diciendo—: Señor Bigears, la cala nos ha sido asignada por los funcionarios de Washington. Debemos controlar la pesca en este río y en las aguas adyacentes. Necesitábamos esa exclusividad para gastar tanto dinero en esa fábrica.

—Pero éste mi río.

El guardia pasó eso por alto y, en tono conciliador, como si otorgara a un niño una generosa dispensa, dijo:

—Hemos notificado a Washington que estamos dispuestos a respetar sus derechos como ocupante ilegal de su cabaña más dos hectáreas y media de tierra.

—¿Derechos de ocupante ilegal? ¿Qué es eso?

—Bueno, usted no tiene títulos de propiedad sobre esa tierra. Legalmente no le pertenece a usted, sino a nosotros. Pero le permitiremos ocupar su cabaña mientras viva.

—Es mi río…, mi tierra.

—No, señor Bigears. Las cosas han cambiado. Desde ahora en adelante será el gobierno el que diga a quién pertenece cada cosa. Y ya ha dicho que nuestra empresa tiene derechos sobre este río. Naturalmente, eso nos da derechos sobre el salmón que llega a nuestro río. —Como Bigears parecía perplejo, el guardia simplificó las instrucciones—: Ni usted ni sus amigos Podrán pescar ya en este río. Sólo los que pescan para la fábrica. Está cerrado por orden del gobierno.

Permaneció en el sitio donde se iniciaba el río, para asegurarse de que el

tlingit no quebrantara la nueva ley. Al ver que Bigears levantaba su red y volvía a su casa, desconcertado, dijo para sus adentros: «Ése sí que es un indio sensato».

Cuando llevaron la primera carga al cobertizo donde se limpiaba el salmón, con todas las partes de la fábrica funcionando como estaba planeado, miles de latas de medio kilo comenzaron a deslizarse por las mesas en que se soldaban, hacia los hombres que pegaban las vistosas etiquetas rojas de Tótem. El señor Ross, al enterarse de que su planta operaba aun mejor de lo que esperaba, viajó hacia el norte y, tras una inspección de pocos días, dijo a Tom:

—Recuperaremos la inversión en tres años. Después de eso, las ganancias serán enormes.

Se sentía tan satisfecho con la marcha de las cosas que tomó varias medidas para demostrar su aprecio a los trabajadores:

—Es el procedimiento habitual de R R. Todo el que se desempeña bien recibe una recompensa inesperada.

Ah Ting recibió una ración adicional de pollo y carne para sus chinos, que festejaron sucesivamente con un festín, un juego de apuestas y una sesión de opio. Los trabajadores

tlingits recibieron una pequeña bonificación; los blancos, una más sustanciosa. Al personal superior se le otorgaron dos semanas de vacaciones y pagas adicionales, al terminar la temporada. En cuanto a Tom Venn, se le dijo:

—Para ti un aumento, Tom. Y cuando lo tengas todo cerrado en invierno, mi esposa y yo queremos que vengas a Seattle. Te has ganado un buen descanso.

La perspectiva de visitar la ciudad que tanto admiraba hizo que Tom se dedicara a soñar y a especular con la posibilidad de que le ofrecieran trabajo allí, o tal vez un puesto de director en una de las grandes tiendas que R R tenía en Seattle. Pero a fin de merecer el ascenso debía ejecutar la desagradable tarea que el señor Ross le asignó:

—Contra mi voluntad, Tom, he concebido cierto respeto por ese indio amigo tuyo. Parece hombre de carácter. Quiero que vayas a su cabaña para asegurarle que, si bien ya no puede pescar en nuestro río, no vamos a ser tacaños con él. Al fin y al cabo, como me has recordado, él ayudó a construir la tienda de Juneau.

—¿A qué se refiere, señor?

—Cuando termine la temporada diremos al guardia que le alcance… Bueno, encárgate de que reciba uno o dos salmones. Es lo justo.

El señor Ross le ordenó que le llevara el primer regalo inmediatamente, antes de que él volviera a Seattle, y le hizo entregar dos gordos salmones muy rojos para que los obsequiara al

tlingit. Tom no quería hacerlo, pues se daba cuenta de lo paradójico que era ofrecer a Sam dos salmones cuando, Por generaciones enteras, su familia había tenido derecho a todo el pescado del río de las Pléyades. Pero la orden estaba dada y, como era su costumbre, obedeció.

Se sentía intranquilo al cruzar la cala y muy molesto al desembarcar. Mientras ascendía por el sendero hacia la cabaña de Sam, iba ensayando las palabras que podría utilizar para disimular lo embarazoso de su encargo. Fue un alivio que le abriera Nancy y no su padre.

—Hola, Tom —dijo, alegremente—. Nos extrañaba que no vinieras.

—En una fábrica nueva hay mucho trabajo.

—He visto los barcos grandes que vienen a recoger los cajones. ¡Cuántos envías!

—Treinta y dos mil, antes de que cerremos.

—¿Qué traes ahí? Parece un pescado.

—Dos. Son salmones.

—¿Para qué?

—El señor Ross quiere expresar a tu padre que, si bien el río está cerrado y los indios ya no pueden pescar aquí…

—Nos enteramos —dijo ella, con tono grave.

Tom temió que le regañara, pero no fue así. Nancy ya tenía quince años: era una muchacha india inteligente e instruida, que disfrutaba con los estudios; estaba dotada de una intuición asombrosa con respecto al mundo cambiante del que ella, confusamente, formaba parte. Aunque comprendió de inmediato la triste indecencia de lo que Tom decía, tuvo que reír; no fue por desdén, sino por compasión, porque él estaba haciendo el papel del tonto.

—¡Oh, Tom! ¿Vas a decirle a mi padre que, aunque ahora seas el dueño de todos sus salmones, le regalarás uno o dos al año? Es decir, si queda alguno cuando hayas tomado lo que necesitas.

Tom quedó perturbado por la destreza con que la joven había formulado su pregunta. Apenas supo qué responder.

—Bueno —tartamudeó—, eso es exactamente lo que el señor Ross se propone. —Ante la carcajada de la muchacha, añadió mansamente—: Pero él lo expresó un poquito mejor. —Luego, con énfasis—: Tiene buenas intenciones, Nancy. De veras.

Entonces la cara de la jovencita se puso tan severa como la de sus antepasados, los que habían combatido contra los rusos.

—Arroja ese maldito pescado al río.

—¡Nancy!

—¿Crees que mi padre, el dueño de todo este río, recibirá ese pescado en nuestra casa? ¿En esas condiciones?

Como Tom permanecía en el umbral, con los dos salmones en las manos, ella tomó el paquete y lo olfateó desdeñosamente.

—Bien sabes que estos pescados son viejos; los pescaron hace días, están echados a perder y ahora los arrojan a los

tlingits que cuidaban de ellos cuando vivían en nuestras aguas.

Tom trató de protestar, pero ella le interrumpió amargamente:

—Un Bigears no daría esto ni a sus perros.

Corrió a la orilla y, llevando el brazo derecho hacia atrás, arrojó el pescado rancio al arroyo. Al volver a la casa se lavó las manos y ofreció a Tom una toalla para que hiciera lo mismo. Luego le invitó a sentarse con ella.

—¿Qué va a pasar, Tom? Tu fábrica crecerá año tras año. Cada vez Pescarás más nuestros salmones. Y muy pronto pondrás una de esas trampas nuevas en nuestro río. ¿Sabes qué pasará entonces? Que se acabarán los salmones y tendrás que prender fuego a tu bonita fábrica.

Tom se levantó para pasearse por el cuarto, inquieto.

—¡Qué cosas horribles dices! Cualquiera diría que somos monstruos.

—Lo sois —contestó ella. Pero añadió apresuradamente—: Ya sé que la culpa no es tuya. Vamos a la cascada, a ver cómo saltan los salmones.

—Tengo que volver a la planta. El señor Ross va a dar las órdenes finales antes de embarcarse hacia Seattle. —Luego, por algún motivo que no habría podido explicar, añadió—: Me invitó a pasar mis vacaciones allí, cuando termine la temporada.

—Y a ti te daría miedo decirle que no, ¿verdad?

Su voz era tan glacial que Tom dijo:

—Puedo hacer lo que me plazca.

La tomó de la mano y, saliendo de la casa, la llevó hacia la cascada, al sitio donde el oso pardo los había perseguido; los últimos salmones que retornaban para procrear brincaban como bailarines en las aguas espumosas, haciendo piruetas con la cola al reunir fuerzas para el salto siguiente.

—Uno los ve saltar —comentó Tom—. Casi puede tocarlos. Pero parece increíble.

Y en ese momento, al confesar que Alaska contenía misterios insondables para él, adquirió valor a los ojos de Nancy Bigears; en esos días de confusión, la muchacha sólo trataba con hombres blancos que conservaban una supina ignorancia sobre su tierra natal y todo lo que representaba. Tom Venn pertenecía al tipo de blancos que podía salvar Alaska, capaz de elegir un sendero sensato en la maraña que amenazaba la Tierra. Pero cada vez que pronunciaba la palabra «Seattle», lo hacía de un modo que revelaba sus ansias por un mundo más excitante.

—Si vas a Seattle con el señor Ross —predijo ella— no volverás. Estoy segura.

Tom no trató de tranquilizarla.

—Quizá son los hombres como el señor Ross, de Seattle, los que toman las decisiones correctas para Alaska. Mira qué milagro ha creado aquí. En febrero exclamó: «Vamos a hacer una fábrica de conservas en el estuario del Taku», y en mayo ya la tenía en marcha.

—Y todo está mal —dijo ella, con tanta decisión que Tom se irritó.

—Hace mil años que los salmones nadan por este río, sin servir de nada a nadie. Supongo que tenían hijos y morían, y al año siguiente morían sus hijos, y nadie en la Tierra se beneficiaba. Bueno ¿sabes adónde va el salmón que envasamos la semana pasada? A Filadelfia, Baltimore y Washington. El salmón que pasaba ante tu puerta va a todos esos lugares, para servir de alimento a la gente. Este año no irá aguas arriba sólo para morir.

Nancy no dijo nada. Si él se negaba a comprender el gran vaivén de la naturaleza, donde las idas y venidas del salmón eran tan importantes como la aparición y la puesta de la luna, ella no podía explicárselo. Pero comprendía, y por la destrucción que había observado en la desembocadura de su río (los salmones pescados que no se envasaban, los miles de peces que se dejaban Podrir cuando el cobertizo estaba atestado) sabía instintivamente que las cosas sólo iban a empeorar. La entristecía que hombres como Ross y los capataces, hasta el mismo Tom Venn, se negaran a ver el rumbo que tomarían las cosas en el futuro.

—Será mejor que volvamos —dijo. Y añadió una pulla—: El señor Ross estará preguntándose qué has hecho con sus dos salmones.

—Estás de mal humor, Nancy. Volvamos.

Pero Cuando iniciaban la marcha, un par de

Nerkas que volvían al hogar después de largos viajes llegaron a la pequeña cascada; con una persistencia que tenía pocos paralelos en la naturaleza, iniciaron el difícil ascenso y, casi gozosamente, saltaron y se contorsionaron, buscando precarios apoyos, hasta alcanzar el plano superior.

«Soy como esos salmones —pensó Tom—. Aspiro a niveles más altos». Pero no se le ocurrió que pudiera alcanzarlos en Juneau, o allí mismo, en las riberas del estuario del Taku.

Cuando llegaron al sitio donde Nancy había apostrofado al oso, deteniéndole, recordaron la escena y los dos se echaron a reír. Una vez más, Tom vio en ella a la audaz niña de catorce años que, sermoneando al animal, tal vez había salvado la vida de ambos. Pero ahora parecía mucho más crecida, segura y feliz en su libertad, tanto que la tomó en sus brazos y la besó.

Ya no hubo risas, pues ella sabía que eso debía ocurrir, pero también que nada saldría de ello, pues estaban en ríos distintos y llevaban rumbos diferentes. Por un breve lapso de tiempo, durante el

potlatch del tótem, Tom había sido un

tlingit, capaz de apreciar los valores de su pueblo; en la cueva del glaciar Mendenhall la había aceptado como a una muchacha blanca, ajustada a una nueva Alaska. Pero esos momentos no condujeron a nada sólido. Y estos besos, que habrían podido tener tanta importancia, no eran un principio, sino una despedida.

Regresaron casi en silencio, sin sentir el regocijo que habría debido seguir a un primer beso. Al llegar a la casa, Nancy llamó a su padre, que había regresado con un amigo:

—¡Papá! El señor Ross manda decir que podemos quedarnos con un salmón de vez en cuando. Nos envió dos, pero como estaban podridos los arrojé al río.

Sam pasó por alto el amargo comentario y preguntó a Tom:

—La temporada ¿tan buena como esperabas?

—Mejor aún —respondió Tom.

La cosa quedó así, pero mientras los dos jóvenes bajaban al bote, Nancy dijo:

—Lo siento.

—¿Qué cosa?

—No sé. —Y le dio un beso de despedida.

El beso fue visto por el señor Ross, que había pedido un Par de prismáticos para averiguar por qué su encargado tardaba tanto en llevar dos pescados al otro lado de la cala. Cuando Tom volvió a la fábrica, le dijeron que el patrón quería verle. El empresario de Seattle, inquieto por lo que había visto, consideraba necesario encargarse inmediatamente de la situación.

—Tienes un futuro brillante, Tom, un futuro muy brillante. Pero los jóvenes como tú, con todo por delante, a veces tropiezan y lo pierden todo.

—No sé a qué se refiere, señor.

El señor Ross detestaba los rodeos y siempre estaba dispuesto a hablar con franqueza.

—Me refiero a las muchachas. A las indias. Pedí prestados estos prismáticos para ver por qué tardabas tanto. Supongo que sabes lo que vi.

—No, no lo sé.

—Te vi besar a la chica de Bigears. Te vi…

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