Alaska

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IX. X. SALMÓN

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Tom no oyó el resto de la acusación, pues estaba pensando: «Yo no la he besado. Ha sido ella la que me ha besado a mí. Y de cualquier modo, ¿qué le importa a él?». Entonces el señor Ross explicó, en términos decididos, por qué ese beso perdido era asunto suyo:

—¿Crees que podrías seguir manejando la tienda de Juneau si te casaras con una india? ¿Crees que Ross Raglan te llevaría a la casa central de Seattle con una esposa india? ¿Cómo haríais tú y tu esposa para tratar con los otros empleados de la compañía? Socialmente, digo.

Siguió y siguió, repitiendo anécdotas sobre las desastrosas consecuencias de esas uniones.

—Y por experiencia propia, Tom, por lo que ha ocurrido en nuestras tiendas, cuando contratamos a hombres casados con indias sólo hemos visto tragedias. No funciona, no se puede mezclar aceite y agua.

Tom, irritado, habló con el mismo sentido de la integridad que motivaba a su empleador:

—En Dawson y en Nome conocí a muchos hombres casados con indias, y vivían mejor que la mayoría de nosotros. Por cierto, el oro del Klondike fue descubierto por un indio.

—En las minas de oro puede haber sitio para esos hombres, Tom, pero yo te hablo de la verdadera sociedad, que pronto tendrán ciudades como Juneau. En la verdadera sociedad, los indios están muy en desventaja. —Meneó la cabeza, lleno de tristes recuerdos, y añadió con más energía aún—: Y hay otra cosa a tener en cuenta, jovencito: los niños mestizos están condenados desde el principio.

—Creo que los asentamientos como Nome y Juneau pronto estarán llenos de niños mestizos —contraatacó Tom—. Son ellos quienes van a manejar esas ciudades.

—No lo creas.

Ross estaba por citar reveladoras evidencias de la total ineptitud de los mestizos que había conocido en el noroeste, pero en ese momento se oyeron gritos en el cobertizo principal y el capataz blanco aulló:

—¡Socorro! ¡Los chinos se han desmandado!

Tom, que esperaba algo así desde hacía algún tiempo, salió hacia la plataforma de madera que conducía al cobertizo principal, pero el señor Ross había reaccionado aún más de prisa. Al correr hacia el lugar de donde procedían los gritos, el muchacho vio que su patrón volaba como un oso enfurecido, para participar de la refriega. «Dios proteja a los chinos si el señor Ross se enfurece de verdad», se dijo.

Dentro del enorme edificio encontraron un caos total. Veintenas de chinos bramaban entre las mesas donde se destripaba a los salmones pescados ese día. En un principio, Tom pensó que era sólo una riña más; tal vez dos trabajadores se habían liado a golpes por un puesto celosamente guardado ante la mesa de trabajo. Pero al correr hacia el centro del combate vio, con horror, que los chinos se estaban atacando unos a otros con los afilados cuchillos de limpiar pescado.

—¡Basta! —aulló.

Pero su orden no tuvo efecto. El señor Ross, que ya se había visto envuelto en otros disturbios, avanzó a empujones hasta el centro del combate, gritando:

—¡Atrás, atrás! —Sus órdenes no tuvieron más efecto que las de Tom.

—¡Ah Ting! —llamó Tom, con la esperanza de localizar al líder de los chinos—. ¡Ah Ting, acaba con esto!

No halló al hombrecito; tampoco parecía que nadie estuviera tratando de poner fin al alboroto. En ese momento el señor Ross, enfurecido por esa frenética interrupción del proceso, trató de sujetar a un chino y luego a otro. Al principio no logró nada.

—¡Tom! ¡Échame una mano!

—¡Aquí estoy! —gritó el muchacho, corriendo en ayuda de su patrón, que estaba aferrado a la coleta del más vigoroso de los combatientes.

Y entonces vio, horrorizado, que el señor Ross había inmovilizado los brazos a su prisionero, imposibilitándole la defensa. Así expuesto, el aterrorizado chino sólo pudo mirar, impotente, al compañero que le atacaba con un largo cuchillo, clavándoselo en el corazón y luego en el vientre, que desgarró con un potente movimiento hacia arriba.

El señor Ross, que retenía al cautivo en sus brazos, sintió que la vida escapaba del cuerpo tenso. Mientras el herido se aflojaba, tres amigos del muerto se arrojaron contra el asesino, apuñalándole varias veces hasta que también cayó inerte.

—¡Ah Ting! —gritaba Tom, de un lado a otro.

Pero el hombre cuya misión era evitar esos alborotos seguía sin aparecer. De cualquier modo, ya no era necesario, pues la impresión de los dos asesinatos hizo que los chinos retrocedieran, permitiendo la restauración del orden. El señor Ross, sujetando aún el cadáver del hombre cuya muerte había provocado, miró a su alrededor, aturdido, mientras Tom continuaba llamando a Ah Ting.

Por fin Tom vio al agresivo líder. Estaba inmovilizado contra una pared, rodeado de tres hombres, todos más altos que él. Los tres le apuntaban con los cuchillos al cuello y al corazón. Alguna perturbación descabellada había asolado el cobertizo, algo demasiado grande, que no se podía resolver con los procedimientos ordinarios. En los primeros momentos esos hombres, decididos a llevar las cosas hasta el final, habían aislado a Ah Ting para impedirle ejercer su autoridad. Los dos asesinatos eran el resultado. Tom corrió hacia ellos, gritando:

—¡Suéltenlo! —Ellos obedecieron.

—Pelea grande, patrón —jadeó Ah. Ting, liberándose con una sacudida—. No pude parar.

El señor Ross se acercó lentamente, con las manos enrojecidas por la sangre del hombre que había inmovilizado.

—¿Estabas tú a cargo de esto? —interpeló al chino.

Tom intervino:

—Es Ah Ting, el líder. Buen hombre. Estos tres lo tenían prisionero.

La primera reacción del señor Ross fue gritar: «¡Los tres están despedidos!». Pero antes de pronunciar esas palabras comprendió que parecerían estúpidas. No había modo de despedir a los chinos indeseables en una fábrica de conservas durante el verano. Esos hombres habían llegado de Shanghai hasta América en un barco británico, y de San Francisco a Seattle, en un tren estadounidense. Y algún agente de Ross Raglan los había puesto a bordo de un vapor de la firma para que los depositara directamente en la fábrica del estuario del Taku. Suponiendo que el señor Ross, en su obstinación, despidiera a los tres hombres, ¿adónde irían? Estaban a muchos kilómetros de cualquier sitio poblado; aunque llegaran a alguna población, como Juneau o Sitka, se les negaría el ingreso, pues los chinos no podían entrar. Supuestamente, debían llegar en barco ya avanzada la primavera, trabajar todo el verano en algún sitio remoto y embarcarse otra vez a principios de otoño, llevándose sus pocos dólares para sobrevivir en alguna gran ciudad, hasta que los reclutadores volvieran a convocarlos para la temporada siguiente.

Por eso, en vez de expulsar a los que habían neutralizado a Ah Ting, el señor Ross los miró con las cejas fruncidas y preguntó a Tom:

—¿Qué podemos hacer?

El muchacho dio la única respuesta sensata:

—Sólo una cosa: confiar en que Ah Ting vuelva a hacerlos trabajar.

—¿Llamamos a la policía? Ahí hay dos muertos.

—Aquí no hay policía.

Con esa frase, Tom describía la extraordinaria situación en que se encontraba el distrito de Alaska. En las ciudades como Juneau había hombres con el título de policías, pero no tenían ninguna autoridad real, pues no existía un sistema de gobierno organizado; era inconcebible que esos improvisados oficiales se aventuraran en una zona como la de Taku. Cada industria conservera tenía su propio sistema de protección, que incluía medidas drásticas contra los alborotos, incluidos los crímenes cometidos en las plantas. Por lo tanto, el asesinato de los dos trabajadores chinos pasó a ser responsabilidad de Tom Venn. El señor Ross tenía mucho interés por ver cómo procedía el joven.

Le impresionó favorablemente la temeridad con que Tom se paseó entre los agitados trabajadores, indicándoles que volvieran a sus tareas y verificando que el salmón fuera llegando ordenadamente desde los barcos. Pero cuando llegó el momento de disciplinar a los que habían cometido el asesinato, el empresario vio con espanto que Venn dejaba el asunto en manos de Ah Ting. Se horrorizó más aún al ver la decisión del chino. Ah Ting reprendió a los culpables, no hizo nada por castigar a los que le habían inmovilizado durante los disturbios y, sin mucha contundencia, indicó a los hombres que tomaran sus cuchillos y volvieran al trabajo.

Pero lo que hizo a continuación afectó al señor Ross aún más profundamente. Ah Ting ordenó a dos hombres que le trajeran uno de los toneles grandes, utilizados para enviar salmón salado a Europa, y volcó en su interior siete u ocho centímetros de sal gruesa. Luego se inclinó hacia el fondo para esparcir la sal, se sacudió las manos e indicó a sus dos ayudantes que trajeran al primero de los asesinados. Cuando tuvo el cadáver en el suelo, ante sí, Ah Ting y sus hombres le quitaron toda la ropa y lo pusieron en el barril, en posición sentada. Luego hicieron lo mismo con el segundo cadáver, sentándolo frente al primero y acomodándolo junto a él.

—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó el señor Ross.

Y Tom explicó:

—Nuestro contrato nos exige que, si algún chino muere, enviemos su cuerpo a China para que sea sepultado en lo que llaman «el suelo sagrado del reino celeste».

—¿En un barril?

—¡Mire!

Ante los ojos incrédulos de ambos, Ah Ting y sus ayudantes llenaron de sal gruesa todo el espacio libre del tonel, hasta que los muertos desaparecieron por completo. Hasta sus fosas nasales se llenaron de sal. Una vez clavada la pesada tapa, el barril-ataúd quedó listo para ser embarcado a China, donde los dos hombres asesinados alcanzarían la inmortalidad, tal como aseguraba su tradición.

En las oficinas de la dirección, el señor Ross aún estaba alterado por lo que había visto:

—Un hombre asesinado mientras yo lo sujetaba. Su atacante apuñalado cinco o seis veces. El que debía estar al mando, cautivo. Y todo se arregla envasando a las víctimas en un tonel de sal. —Cuanto más reflexionaba sobre esa extraordinaria conducta, más se afligía—. No podemos tener chinos en nuestra planta. Tienes que deshacerte de ellos, Tom.

—Nadie puede manejar una industria conservera sin ellos —adujo Venn. Y repasó brevemente las desastrosas experiencias de los que habían tratado de procesar el salmón con otro tipo de trabajadores—. Los indios se niegan a trabajar quince horas diarias. Los blancos, peor aún. Los filipinos, como ya ha visto usted, causan más problemas que los chinos y trabajan la mitad. Tenemos que soportarlos, señor Ross. No quiero que usted se eche atrás por este incidente, mucho menos en nuestro primer año.

—Lo que me irrita… No, no me irrita, pura y simplemente, me da miedo… es el modo en que tú y yo estamos a merced de ese Ah Ting. Creo que se dejó neutralizar por esos hombres. No quería enfrentarse a esos locos armados de cuchillos.

—Pero cuando quedó libre, señor Ross, hizo que todos volvieran a trabajar. Yo no habría podido hacerlo.

—No quiero que mi fábrica esté a merced de esos bandidos chinos. Tenemos que hacer algo.

Cuanto más estudiaba a sus empleados chinos, más se horrorizaba:

—En todo el grupo hay sólo tres que saben un poco de inglés. Son un clan cerrado, viven según sus propias normas, con su propia comida y sus propias costumbres. Y por algún motivo que no puedo determinar, ese Ah Ting me pone nervioso.

—A veces a mí me pasa lo mismo, señor Ross.

—¿Qué pasa con él?

—Que se sabe indispensable. Sabe que esta fábrica no podría procesar un solo salmón sin él. Y creo que es astuto.

—¿En qué sentido?

—Sin duda él sabía que iba a producirse inevitablemente un disturbio grave. Sospechaba que habría cuchilladas y quiso que le retuvieran prisionero mientras sucedía todo.

—Quiero que ese hombre salga de nuestra propiedad. —Como Tom no dijo nada, Ross continuó—: Me enfurece que me sonría así, seguro de que es él quien manda, no yo.

Tom, sabiendo que no sería posible prescindir de Ah Ting, ni ese año ni el siguiente, pasó por alto el descontento de Ross. Tres días después, ambos presenciaron el embarco del tonel funerario en la bodega de un barco de R R, que llevaría salmón a un mayorista de Boston. Ninguno de los chinos se molestó en despedir al doble ataúd que partía hacia China, pero Tom, al iniciar el regreso a su oficina, sorprendió a Ah Ting en las sombras. El flaco individuo estaba sonriendo, y Tom tuvo una momentánea sospecha de que no lamentaba en absoluto haberse liberado de uno, cuanto menos, de quienes viajaban en ese barril.

Pero la preocupación por los chinos terminó abruptamente cuando el señor Ross supo que los pescadores, de los que su fábrica recibía todo el salmón, protestaban por lo magro de su salario y se negaban a salir en los botes mientras no se elevara la paga. Los pescadores no declararon una huelga formal, pues eso iba contra los principios de libertad y responsabilidad individual; tal como dijo un marinero: «Las huelgas son para los que trabajan en las fábricas de Chicago y Pittsburgh. Nosotros sólo exigimos una paga justa por lo que pescamos». Y cuando el señor Ross dijo a Venn que era imposible aumentar los salarios, cosa que Tom repitió a los pescadores, los botes dejaron de navegar por el estuario. Durante dos semanas, que se hicieron espantosamente largas, la Fábrica de Conservas Tótem no recibió un solo salmón.

Los trabajadores chinos de la carpintería continuaban haciendo cajones, pero el grupo más grande, dedicado a descabezar, destripar y limpiar el pescado, no tenía nada que hacer. La ociosidad hizo que riñeran con los filipinos, que también estaban desocupados. El enorme establecimiento se convirtió en un lugar tan intranquilo que Tom advirtió a su jefe:

—Si no entra pronto el salmón tendremos problemas de verdad.

Fue entonces cuando el joven Tom Venn pudo apreciar las dificultades de la dirección, al observar de cerca a Malcolm Ross, hombre decidido y adinerado, que a los cincuenta y dos años tenía a cientos de hombres a sus órdenes y poseía una veintena de barcos, pero se encontraba indefenso ante una banda de chinos y un puñado de pescadores. No podía ordenar a los chinos que se comportaran bien si no tenía trabajo para proporcionarles; tampoco podía suspenderles el salario ni dejar de alimentarlos, pues eran prisioneros de su planta y, aunque quisieran, no podían salir de ella.

Ante los pescadores, ferozmente empecinados, estaba igualmente inerme. «Podemos vivir de nuestros ahorros —decían ellos—, o de lo que ganamos vendiendo pescado a las mujeres de Juneau. El señor Ross, de Seattle, Puede irse al demonio». Ross, renuente a conceder aumentos que le parecían excesivos, no podía obligarlos a pescar ni conseguir salmón de otras fuentes. Atrapado en esa prensa, constituida por los chinos a un lado y los pescadores indios o blancos iletrados por el otro, se sentía tan angustiado que pasó toda una semana echando humo y buscando una solución en la que ni chinos ni pescadores pudieran afectarle.

—Tenemos que ser autosuficientes, Tom, para que nunca más nos veamos agobiados por una temporada como ésta.

No reveló a Tom lo que estaba ideando, pero en los últimos días de la segunda semana, mientras la fábrica de conservas perdía grandes sumas diarias de dinero solía pasearse por las orillas del estuario como si estudiara esas aguas llenas de peces, o por los cavernosos edificios, donde las mesas, los hornos y los soldadores guardaban silencio. Sólo se oía el martilleo de los carpinteros chinos, dedicados a fabricar cajones que tal vez nunca se llenarían. En esos días de intenso estudio, Malcolm Ross, de Seattle, construyó su visión y puso en marcha su plan para hacerla realidad.

—Lo que haremos, antes del año próximo —dijo a Tom, casi con amargura—, será sorprender a estos bandidos. Ross Raglan no volverá a quedarse parada por culpa de infames chinos y pescadores borrachines.

—¿Qué tiene usted pensado?

—Deshacerme de ese sonriente Ah Ting. Y dar una lección a esos insolentes pescadores.

—¿Cómo?

Ross se lanzó vigorosamente a la acción:

—Di a los pescadores que aceptaremos sus demandas si duplican la pesca. Di a Ah Ting que sus cobertizos deben funcionar dieciséis horas por día. Envía un telegrama para que vengan nuestros dos barcos más grandes. En las semanas que restan de esta temporada enlataremos tanto pescado como nunca se ha visto en Alaska.

Los pescadores, jactándose por haber derrotado al gran hombre de Seattle, aceptaron su desafío y se aseguraron el aumento, pescando arduamente para ganarse la bonificación prometida. En cuanto las bonitas cargas de salmón llegaron al muelle, los chinos de Ah Ting aceptaron las raciones extra autorizadas por el señor Ross y trabajaron dieciséis horas productivas por día, siete días a la semana.

Las mesas de limpiar nunca estaban libres de pescado. Los grandes hornos alemanes recibían una carga de latas tras otra. Los hojalateros chinos trabajaban en tres turnos para fabricar el gran número de latas requeridas, mientras los especializados, bajo la dirección de Ah Ting, soldaban las tapas. Los equipos de empaque las almacenaban a razón de cuarenta y ocho por cajón y las enviaban por la tolva hacia los barcos que esperaban.

Al funcionar la planta a pleno rendimiento, con todas sus partes ajustadas tal como las había imaginado un año antes, el señor Ross vio en eso un milagro americano, una operación casi sin fallas, que proporcionaba uno de los alimentos más nutritivos a los compradores de todo el mundo, a precio que ningún otro podía igualar. Sopesó en la mano una de las latas que salían de la máquina etiquetadora y se la arrojó a Tom Venn, exclamando:

—Medio kilo de insuperable salmón. Dieciséis centavos en las tiendas de toda Norteamérica. Y el año próximo lo tendremos todo bajo nuestro control, TOM. Basta de chinos. Basta de hombres en botecitos que nos mandan a voluntad.

En su euforia pronunció una frase que dominaría sus actos por el resto de su vida:

—A los comerciantes de Seattle nos corresponde organizar Alaska. Y te prometo que voy a abrirme camino.

—¿Qué debo hacer yo? —preguntó Tom.

—Paga las cuentas. Embarca a los chinos en el último barco. Cierra la planta y, el primer día de enero, toma uno de nuestros barcos en Juneau y ven a trabajar conmigo en Seattle. Porque el año próximo vamos a asombrar al mundo.

Y después de decir eso, se embarcó en un navío de R R, despidiéndose de la fábrica cuya primera temporada llegaba ya a su fin y observó con aprobación las maniobras del capitán, que buscaba el camino hacia la Morsa, fuera del canal, y hacia sus oficinas de Seattle.

El 5 de enero de 1904, Tom Venn encargó a su asistente la administración de la sucursal de R R en Juneau y sacó pasaje en uno de los barcos más pequeños de la firma para retornar a Seattle, cumpliendo así con el deseo que le desazonaba desde 1898, desde aquel día de marzo en que había abandonado con Missy aquella atractiva ciudad para ir a las minas del Klondike. Tanto le entusiasmaba la perspectiva de volver a Seattle que pasó la primera noche casi sin dormir. Cuando el barco entró por fin en las tranquilas aguas del estrecho, él estaba acodado en la barandilla, ansioso por ver el monte Rainier. Cuando apareció el majestuoso pico nevado, exclamó sin dirigirse a nadie en especial:

—¡Mira esa montaña!

Más tarde, cuando una pasajera preguntó cómo se llamaba ese enorme cerro, Tom contestó con orgullo:

—Monte Rainier. Protege a Seattle.

—Parece pintado por un artista —comentó la mujer. Y él asintió. El retorno fue muy emocionante para Tom. Ante el familiar panorama de la ciudad que emergía del agua, concibió pensamientos audaces: «Si el año próximo tenemos ganancias en la fábrica de conservas, el señor Ross estará casi obligado a trasladarme definitivamente a Seattle. ¡Ojalá!». Y susurraba para sí: «Con el dinero que me dio John Klope, me compraré una casa en una de esas colinas para ver nuestros barcos cuando lleguen de Alaska». Al formular esos pensamientos, imaginaba al Alacrity, el pequeño navío blanco de R R, en el que él, su padre y Missy habían viajado hacia la gran aventura del Yukón.

¡Qué remotos parecían esos tiempos de gran audacia! Al recordarlos, resolvió desempeñarse en la fábrica de conservas tan notablemente como había hecho Missy en Dawson y Nome. «Voy a darte motivos de orgullo, Missy. Un día de éstos voy a darte motivos de orgullo».

Cada vez más entusiasmado, desembarcó sin llevar nada consigo y corrió por el muelle donde en otros tiempos vendía periódicos. Al buscar el letrero familiar de R R entre las oficinas del puerto, descubrió que el viejo edificio había sido reemplazado por uno moderno. En cuanto cruzó sus Puertas, tres hombres mayores le reconocieron:

—Ahí viene Tom Venn, cargado de oro de Nome.

Después de los calurosos saludos, le dijeron:

—Deja todo el equipaje a bordo. Nosotros nos encargaremos de enviártelo.

—¿Y dónde voy a hospedarme?

—El señor Ross ha dado la orden de que te dirijas inmediatamente a la oficina principal. Él te dará instrucciones.

Eran las diez de la mañana cuando Tom llegó al edificio de Cherry Street, en cuya puerta de roble lucía el letrero bien tallado: ROSS RAGLAN. Como en aquella primera visita, casi siete años antes, sentía un palpitar de entusiasmo al cruzar la antesala de la oficina del señor Ross. Custodiaba los portales la misma dama austera: Ella Sommers, con el pelo ya veteado de blanco, y en el sitio reinaba el mismo aire de atareada importancia, pues ése era el centro neurálgico desde el que se controlaban los centros de actividad que se extendían a todo el noroeste de América y Alaska.

—Soy Tom Venn, de Juneau. En el puerto me han dicho que el señor Ross quería verme.

—Sí, es cierto —dijo la señorita Sommers—. Debe pasar usted inmediatamente. —Y señaló una puerta por la que sólo unos pocos podían pasar.

En cuanto Tom entró en la habitación, volvió a experimentar el hechizo del poderoso hombre sentado tras el gran escritorio de roble. Como siempre, había una perfecta concordancia entre el pelirrojo y el ambiente en que se movía, pero en esta ocasión el espacio estaba colmado por tres mesas más pequeñas, en las que se veía una desconcertante serie de maquetas de madera, cuyas piezas entrecruzadas se movían al manejarlas el señor Ross o uno de los dos hombres que le acompañaban.

—Estos señores son de la universidad, Tom. Saben mucho de salmón. Caballeros, les presento al señor Venn, que viene de la Fábrica de Conservas Tótem donde instalaremos estas máquinas, si ustedes las hacen funcionar.

Con estas palabras perentorias se dio comienzo a la informal reunión. El señor Ross se acercó a la más grande de las tres mesas y explicó:

—Esto es el estuario del Taku y nuestro río de las Pléyades, indicado por el papel azul. Nuestra fábrica está aquí. Muéstrenos cómo va a funcionar, profesor Starling.

En cuanto se pronunciaron las primeras palabras, Tom se adaptó al diagrama; estaba en el medio del estuario del Taku.

—Ahora, usted debe imaginar que es un salmón y que nada aguas arriba para procrear, en un cálido día de julio —dijo el profesor.

Tom se convirtió entonces en un salmón, y desde ese momento comprendió como si lo sufriera en carne propia lo que Starling decía.

—Esto es el estuario del Taku, tal como lo conocemos en la actualidad. Los salmones regresan hacia nuestro lago de las Pléyades, por aquí, o a uno de cien lagos similares de Alaska o del Canadá; pasan por este punto, donde los pescadores pescan una buena parte para llevarlos a la fábrica, por aquí.

—El verano pasado el sistema funcionó bastante bien —dijo Tom— y a partir de marzo vamos a ampliar la planta.

—Ustedes envasaron una cantidad respetable —reconoció el segundo profesor, un tal doctor Whitman—, pero podría haber sido cuatro veces superior.

—¡Imposible! —aseguró Tom, sin vacilar—. El señor Ross sabe que nuestros botes trabajaron tiempo extra, descontando las dos semanas de conflicto por el aumento.

El señor Ross intervino:

—Estos hombres conocen un modo de ayudarnos a evitar la tiranía de los pescadores y cuadruplicar nuestra pesca, tal como acaban de decir.

—Eso sería un milagro —dijo el muchacho, secamente.

Y Ross replicó:

—Hacen falta milagros para salvar a nuestra industria, Tom, y en esta habitación tenemos tres. Estúdialos bien.

—Lo que haremos —explicó el profesor Starling— será cruzar esta encañizada en buena parte del estuario y en toda la entrada al río de las Pléyades. Puso en el centro de la mesa una construcción de madera que dominaba gran parte del estuario y todo el río. Tom adujo que no sería posible construir una encañizada de tal magnitud en las profundas aguas del Taku, pero Starling se echó a reír.

—Es lo que dice todo el mundo. El mismo señor Ross lo ha dicho aquí, cuando le he mostrado el modelo.

Ross asintió con una sonrisa.

—Lo que haremos —continuó Starling— es llevar todo el sector central hasta el canal, anclarlo allí y luego construir estos laterales como estructuras permanentes, afirmadas en el fondo. ¡Mire lo que resulta!

Tom Venn, que seguía nadando aguas arriba como un salmón, se encontró frente a un obstáculo que obstruía su curso de agua; cuando llegó a uno de los brazos extendidos, siguió naturalmente la inclinación hacia la izquierda; eso le arrojó al centro de la trampa flotante, donde había una encañizada de tamaño suficiente para alojar quinientos salmones. Allí era fácil recoger con redes a los peces para llevarlos a la planta.

—Lo que resulta —explicó Starling— es una obra maestra en tres partes. Estos largos dedos se extienden para guiar al salmón hacia donde nosotros queremos. Luego, la trampa en sí, con estas mangas donde el salmón puede nadar, pero no retroceder. Y por fin, las grandes encañizadas, donde se recogen los peces para procesarlos en la planta.

Una vez explicado el mecanismo, dio un paso atrás, con aire de admiración, y concluyó:

—Piense usted en las ventajas. Es barato construirlo. Barato repararlo. Atrapará a todos los salmones que remonten el río y a buena parte de los que vayan hacia Canadá.

Ross añadió su terminante evaluación:

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