Alaska

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IX. X. SALMÓN

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—Y podemos decir a los pescadores que se vayan al demonio. Tom, aún atrapado en la encañizada, a la que había llegado exactamente como el Profesor Starling deseaba, dijo en voz baja:

—Es atrapar salmones sin tener que pescarlos.

Y los tres hombres mayores aplaudieron, pues ésa era justamente la finalidad de la encañizada.

—Iniciaremos la construcción a mediados de febrero —dijo Ross—. La encañizada, la trampa y la guía del oeste se mantienen a flote. La guía del este, que comienza en nuestra costa, será una construcción permanente.

Fue entonces cuando Tom percibió el inconveniente del sistema propuesto:

—Pero no habrá ningún salmón que pueda pasar para procrear en el lago de las Pléyades. En tres o cuatro años se habrán extinguido los salmones

Nerkas.

—¡Ajá! —exclamó Ross—. Ya hemos pensado en eso. Cada sábado por la tarde cerraremos la trampa y abriremos las guías; todos los salmones que remonten el estuario durante la noche del sábado y todo el domingo podrán pasar. El profesor Whitman nos asegura que serán suficientes para asegurarnos una abundante provisión en los años venideros.

Y Whitman asintió.

—¡Ahora hablemos de los chinos! —exclamó el empresario, pasando a la segunda mesa, con los ojos llenos de entusiasmo—. Mira esto, ¿quieres?

Era un modelo muy bien hecho, con hojalata de verdad; con ella exhibió una solución simple y limpia para el problema de fabricar los envases:

—Aquí, en Seattle, un carro grande, tirado por cuatro caballos, lleva al muelle cincuenta, cien mil piezas como ésta, para embarcarlas hacia Tótem.

Tenía en la mano izquierda un pequeño objeto rectangular de hojalata aplanada. Tom no logró ver en él un envase terminado y así lo dijo.

—Yo tampoco podía —reconoció Ross—. Cuando el profesor Whitman me lo mostró, me eché a reír. ¡Pero mira!

Colocó la pieza en la complicada maquinaria y presionó una palanca. Poco a POCO, un brazo móvil se introdujo en él, separando dos láminas de hojalata. Una vez formada la entrada, otro brazo móvil extendió la hoja soldada hasta formar un envase perfecto, sin fondo ni tapa. Ross exclamó en tono triunfal:

—Cada diez segundos tienes una lata perfecta, lista para que se suelde el fondo y se la llene con salmón. Basta de chinos para fabricar latas —añadió, mientras entregaba el envase terminado a Tom—. Todo se hará aquí, en Seattle; se lo mantiene plano para ahorrar espacio en el barco y se le da forma en la planta, con una de estas máquinas.

—De cualquier modo habrá que soldar el fondo y la tapa —señaló Tom.

Y Ross le espetó:

—Enseñas a los filipinos a hacerlo. He encargado diez máquinas de éstas. Exultante por su parcial victoria sobre Ah Ting y sus rebeldes chinos, Ross pasó al último modelo, el más importante de todos:

—Esto aún no está perfeccionado, pero el profesor Whitman me asegura que nos estamos acercando.

—¡Un momento! —interrumpió Whitman—. Ayer me dijeron que han eliminado el problema de la adaptación a distintos tamaños.

—¿De veras?

—Sí. Todavía no he visto la nueva versión, pero si es cierto lo que me dicen…

—¡Vamos a verlo! —exclamó el empresario impulsivamente.

Y sin darles tiempo a protestar, recogió su chaqueta y condujo a los otros tres por la escalera, hasta la calle, donde detuvo dos coches de alquiler para llevar a los hombres a una fábrica, situada en el extremo sur del distrito comercial. Allí, en un edificio largo y bajo, dos magos de mentalidad práctica trabajaban en una máquina que, si llegaba a funcionar, revolucionaría la industria del salmón. Nervioso de entusiasmo, Ross condujo a sus acompañantes a la oscura zona de trabajo del edificio. Había allí una mesa larga, que contenía una desconcertante serie de cables, palancas y cuchillas afiladas.

—¿Qué es? —preguntó Tom.

Ross señaló un letrero escrito a mano, que algún chistoso había atado al extraño artefacto: EL CHINO DE HIERRO.

—Esto, exactamente —dijo—, una máquina que hace lo mismo que un chino.

A una señal, los dos ingenieros abrieron una válvula de vapor, que puso en funcionamiento varias cintas móviles y palancas; éstas, haciendo ruidos chirriantes, ejecutaron una serie de movimientos calculados para descabezar el salmón, cortar la cola y, con una hoja larga especial, abrirlo desde el estómago hasta el ano y retirar las entrañas. Tom, que observaban los diversos movimientos, pudo imaginar las operaciones, pero expresó sus dudas:

—Los salmones no son todos del mismo tamaño.

—Ése ha sido nuestro problema —dijo uno de los inventores—, pero creemos tenerlo resuelto.

Mientras la máquina continuaba con sus ruidosos movimientos, sacó de una nevera tres salmones: dos, del tamaño más común; el tercero, mucho más corto. Al poner el primero de los comunes en la máquina, tal como se haría en la planta, vio con evidente satisfacción que su máquina tomaba el pescado, cortaba cabeza y cola sin malgastar siquiera diez gramos de carne útil, y luego lo ponía de costado; a continuación, el aparato lo destripó con hábiles toques, apartó las entrañas y despachó el pescado perfectamente limpio.

—¡Estupendo! —exclamó Tom. Mientras lo decía, el segundo de los salmones llegó a la máquina y fue procesado con igual perfección—. ¡Magnífico, magnífico! —gritó Tom, tratando de imponerse al ruido de las cintas transportadoras—. Podríamos clasificar los pescados y procesar sólo los del mismo tamaño.

—¡Espere! —exclamó el segundo inventor.

Con afecto casi paternal, introdujo en la máquina el salmón restante, que era el más corto. Una parte del sistema, que Tom no había visto antes, descendió para medir el pescado y ajustar debidamente las cuchillas. La cabeza y la cola fueron cortadas de modo distinto, mientras Tom festejaba la inteligencia de la operación. Pero cuando la máquina puso el salmón de costado, la más importante de las cuchillas falló en su ajuste y, al operar sin guía, lo hizo trizas.

—¡Oh, demonios! —protestó el primer inventor—. Esa maldita leva no funciona, Oscar.

—¡Pero si anoche funcionaba! ¿Verdad, profesor Whitman?

—Yo la vi. Se ajustaba perfectamente.

El desilusionado inventor dio unos martillazos a la leva que fallaba, ajustándola a satisfacción. Luego dijo:

—Probemos con otros dos.

Con el salmón de tamaño normal, las cuchillas operaron perfectamente; cuando pasó el más pequeño, la leva volvió a errar en el ajuste y, una vez más, la gran cuchilla desmenuzó el pescado.

—¿Qué puede pasar? —se extrañó el hombre, casi a punto de llorar por el desconcierto.

Su compañero dijo, con dolorosa franqueza:

—Creíamos poder tenerla lista para la temporada de 1904. Estoy seguro de que podremos arreglarla, señor Ross, pero no puedo permitir que usted se arriesgue a usarla así.

—Tiene razón —dijo el otro—. No dudo que podemos idear un sistema seguro, pero aún no lo tenemos.

Y su socio añadió en tono melancólico:

—Será mejor que contrate a sus chinos por un año más. Pero en 1905 esta pequeña belleza estará haciendo el trabajo de ellos.

—¿Necesitan ustedes más fondos? —preguntó el empresario.

Y ellos respondieron al unísono.

—Sí.

Uno de ellos añadió:

—Estamos muy cerca, señor Ross. Tengo otra idea para conseguir el ajuste al tamaño del pescado. Era la que prefería en un principio, pero requiere una parte más. Y quería hacer algo sencillo.

—Que sea sencillo. Tómense el tiempo necesario, pero hagan una máquina sencilla, para que hasta un filipino pueda manejarla. —Y ordenó a Tom—: Contrata a los chinos. Una vez más —y añadió—: Pero no contrates a Ah Ting. No lo quiero en la planta.

Tom dijo, con una firmeza que a él mismo le sorprendió:

—Sin él no podemos manejar a los chinos.

Esa tarde dispuso la contratación de unos noventa chinos para que procesaran el salmón. Al anochecer, exhausto por tan largo día de trabajo, preguntó:

—¿Dónde voy a dormir?

Y Ross respondió:

—He indicado a los hombres que lleven tus cosas a mi casa. Te quedarás con nosotros.

En la noche oscura y ventosa, los dos llegaron en el coche de R R a la mansión de Ross, edificada en la cima de una modesta elevación, desde donde se veía el puerto de Seattle en toda su grandeza, con su miríada de bahías y canales, islas y promontorios. Era una maravilla marítima más atractiva aún desde la altura. El muchacho habría querido expresar su deleite, pero la prudencia le aconsejó guardar silencio, por si el señor Ross interpretaba su entusiasmo como estrategia para conseguir un nombramiento en la ciudad. Sin embargo, fue el comerciante quien lo dijo por él:

—¿Verdad que tenemos una estupenda vista de esta gran ciudad, Tom? Nunca me canso de ella.

Y los dos la admiraron por algunos momentos antes de volverse hacia la mansión.

Era un castillo de estilo gótico del siglo XIX, no muy pretencioso en su tamaño, pero decididamente hecho a imitación de alguna olvidada estructura del Rin, con pequeñas torres, almenas y gárgolas. Si lo hubieran rodeado edificios menos vistosos, habría parecido fuera de lugar pero, como se elevaba entre altos pinos, conservaba una tranquila grandeza. Ross le había dado el nombre de Highlands, en memoria de aquella noble zona escocesa de la que su padre había sido expulsado, en los luctuosos Desalojos de 1830; sus vecinos de Seattle, que ignoraban por completo la historia de los Ross, suponían que ese nombre («tierras altas») se debía a la elevación en que el castillo estaba construido y lo consideraban apropiado.

Al igual que las oficinas de la ciudad, el castillo estaba custodiado por dos pesadas puertas de roble. Tom comentó, en tono de aprobación:

—Parece que a usted le gusta el roble, señor Ross.

Y el escocés replicó:

—Ciertamente no me gusta el pino.

La señora Ross, algunos años menor que su esposo, era una mujer amable, que vestía con sencillez y atendía la casa con la única ayuda de dos criadas. Sin darse aires de grandeza, se adelantó para saludar al joven trabajador, que había sido invitado a su casa casi sin consultarla. Como sabía de su excelente desempeño en el Klondike, en Nome y ahora en la fábrica de conservas, se sorprendió de que fuera tan joven y así lo dijo:

—¿Cómo pudo usted aprender tanto en tan pocos años?

—En una carrera por el oro ocurren muchas cosas. Y yo estuve en las dos.

—Pero el salmón no es oro —observó ella.

—Es el nuevo oro de Alaska. Y será mucho más importante que el metal.

Ella sonrió con aprobación ante su modo de expresarse.

Tom pasó tres días felices en Highlands, elaborando con el señor Ross planes relacionados con Alaska e indicando en grandes mapas, con frecuencia inexactos, dónde podían levantarse nuevas plantas conserveras para R R. Al terminar esos días, todo el sudeste de Alaska, la única parte que importaba, estaba salpicado por media docena de sitios posibles. Ross contempló aquel mundo de islas, diciendo:

—En esas frías aguas hay una riqueza ilimitada, Tom. Tienes que construir una planta nueva por año, tan pronto como consigamos la propiedad de esas tierras. Mañana vendrá el hombre que lo hará posible.

No dijo nada más sobre la identidad del desconocido, pero el viernes a mediodía fue con Tom a la estación de ferrocarril. Allí estaban ambos cuando del tren de Chicago descendió el hombre del que R R dependería para conseguir la tierra necesaria para las fábricas y (cosa mucho más importante) los derechos exclusivos sobre los ríos que remontaba el salmón.

El señor Ross saludó encantado al hombre que descendía del vagón, pero Tom se quedó atónito. Era Marvin Hoxey, ahora con cuarenta y nueve años y cinco kilos más que en Nome, más exuberante y ladino que nunca. En el trayecto entre la estación y las oficinas, relató con grandilocuencia cómo había logrado el apoyo del Congreso para las nuevas normas que los comerciantes de Seattle querían para sus negocios en Alaska. Y ni una sola vez, en su volcánica explicación de las nuevas leyes, reconoció haber visto antes a Tom Venn. Cuando se bajaron del carruaje para entrar en el edificio de R R, el señor Ross los presentó:

—Éste es Tom Venn, que estará a cargo de nuestras fábricas.

Hoxey dijo entonces, con una especie de noble condescendencia:

—Por supuesto. El señor Venn y yo compartimos aquellas desagradables experiencias de Nome. Horrible ciudad, que está congelada la mayor parte del año.

Más tarde, cuando Hoxey estuvo ya instalado en el principal cuarto de huéspedes de Highlands, Tom dijo al señor Ross en tono vacilante:

—Ese hombre… fue a la cárcel, como usted sabrá, por lo que hizo en Nome.

Y Ross replicó, con formalidad casi gélida:

—Y McKinley le indultó. El presidente sabía que Hoxey había sido torpedeado por enemigos políticos envidiosos.

Cuando Tom quiso explicarle que en realidad las cosas no habían sido así, el comerciante le cortó en seco con un consejo cuya efectividad se había demostrado muchas veces en la vida práctica:

—Mira, Tom, muchas veces, cuando es preciso conseguir algo, lo mejor es utilizar a un abogado expulsado del oficio. Éste tiene que esforzarse mucho.

Durante ese largo fin de semana, Tom puso mucha atención, mientras Ross, Hoxey y tres grandes empresarios de la comunidad trazaban planes por los cuales Alaska y sus industrias conserveras quedarían indisolublemente ligadas a Seattle. En todas las maniobras proyectadas, Ross iba a la vanguardia:

—Lo que debemos conseguir es que Washington apruebe una ley por la que todas las mercancías que vayan a Alaska deban pasar por Seattle.

—El Congreso jamás aprobará semejante ley —protestó uno de los otros.

Hoxey le corrigió:

—El Congreso aprobará cualquier ley referida a Alaska que aprueben los estados del Oeste. El problema, caballeros, es decidir qué desean ustedes, dentro de lo razonable.

—Comenzaremos con la ley que acabo de proponer —dijo Ross—, pero no la presentaremos al Congreso bajo esta forma.

—¿Qué forma sugieres? —preguntó el que había objetado, con un dejo de sarcasmo.

—El patriotismo, Sam. Nuestra ley prohibirá que los barcos de cualquier otra nación comercien directamente con Alaska. Tendrán que descargar todas sus mercancías en un puerto estadounidense, que será Seattle, naturalmente.

—Tiene sentido —exclamó Hoxey—. Es razonable. Fácil de comprender. Y patriótico, como dijo el señor Ross.

—La ventaja… —empezó Ross. Pero se interrumpió para corregirse—: En realidad, hay varias ventajas. Nuestros estibadores recibirán una paga por descargar el barco extranjero y luego otra por cargar la misma mercancía en nuestros barcos. Y como la competencia barata quedará eliminada, nuestros comerciantes casi podrán establecer los precios que deseen. Cuesta mucho tener barcos circulando por esas aguas heladas y llenas de islas. —Hizo una pausa y miró a los hombres uno a uno, preguntando—: ¿Alguien tiene idea de cuántos barcos se pierden por año en las aguas de Alaska?

Como ellos respondieron que no, fue enumerando un desastroso registro que se remontaba a los tiempos en que la zona era propiedad de Rusia y ésta perdía varios barcos por año en los arrecifes y en las rocas sumergidas.

—Y a los estadounidenses no nos ha ido mucho mejor. Nuestra empresa ya ha perdido dos.

—Eso parece deberse a malos capitanes y a errores de navegación —sugirió uno de los hombres.

Pero Ross rechazó la acusación:

—Nada de eso, se debe a tormentas súbitas, mares picados y rocas sumergidas que no han sido debidamente registradas. —Les habló del viento feroz que llegaba desde Canadá al estuario del Taku, sacudiendo el techo de la planta y poniendo en peligro a los botes pesqueros—. Alaska no es lugar para debiluchos. Si explotar el oro era difícil, explotar el salmón requiere una audacia igual. Si alguna ganancia sacamos de las aguas de Alaska, nos la ganamos bien.

—Pero ¿cómo podemos proteger tu acceso al salmón? —preguntó un financiero, al que Ross había solicitado fondos para cubrir el rápido desarrollo de las plantas proyectadas.

—Trae ese modelo del estuario del Taku, Tom. —Cuando Tom volvió de la oficina con la maqueta, Ross ordenó—: Explica a los señores cómo funcionará esta trampa. —Pero antes de que el muchacho pudiera comenzar, añadió—: Señores, deben ustedes imaginar trampas como ésa en todos los grandes arroyos remontados por el salmón. Debidamente manejadas, controlarán toda la producción de ese pescado.

—Esto no es un diseño ni un plan —comenzó Tom—. Lo que se muestra es una planta conservera de verdad: Tótem, en el estuario del Taku, que sale de Canadá, donde desemboca un pequeño río llamado Pléyades. Nuestro salmón procrea en este pequeño lago y en otros cien, a lo largo del sistema del río Taku, casi todos ellos situados en Canadá. Los salmones circulan por millones en el estuario del Taku. Aquí, en este punto, pondremos a flote esta trampa. Es de construcción barata. Estas guías hacen que los peces entren y convierten a cada salmón que remonte el estuario en una posibilidad para nuestra fábrica.

Tal como Tom explicaba, era un sistema hermoso y fácil de controlar. Pero uno de los hombres más experimentados detectó muy pronto un problema importante:

—¿Y Canadá? Si los salmones de Taku procrean principalmente en sus aguas, ¿no protestarán a gritos en Canadá cuando una trampa como ésta intercepte a todos los peces que van hacia sus ríos?

—Trae ese mapa grande de la zona, Tom —ordenó el señor Ross. Y desplegó ante los hombres la asombrosa estructura de la zona que estaban analizando—. Aquí está Juneau, la nueva capital de Alaska. A unos treinta kilómetros, por aquí, está Canadá. Con un buen caballo se podría recorrer esa distancia en medio día de marcha, a no ser por una cosa. Miren bien, señores. Estas montañas, a lo largo de la frontera, miden más de dos mil cuatrocientos metros de altura, partiendo del nivel del mar, en tan corta distancia. De nuestro lado, toda la zona es una vasta nevera. Si uno partiera a pie para ir desde Juneau hasta Canadá, caminaría siempre sobre un glaciar, con grietas y monstruosas elevaciones de hielo; tardaría hasta tres semanas, siempre que tuviera la suerte de sobrevivir.

Mientras los hombres estudiaban el inhóspito territorio, Ross descartó con un gesto de la mano todo el Canadá, al este de las plantas conserveras:

—Páramos. Montañas enormes. Campos de hielo. Ríos salvajes inaccesible. No hay un poblador en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. No hay fábricas de conservas en ninguna parte ni existirán en los cien años venideros.

Los hombres volvieron a estudiar en el mapa la vasta extensión vacía en la parte canadiense. Luego Ross resumió:

—Al construir nuestro sistema de plantas conserveras y trampas, podemos hacer caso omiso de Canadá. Para nuestros fines, no existe. —Luego pasó a asuntos más apremiantes—. Hoxey, a usted le corresponde impedir que el gobierno de Alaska, si acaso existe, imponga leyes que puedan restringirnos el acceso al salmón. Nada de impuestos. Nada de imposiciones. Nada de inspectores que metan la nariz en nuestras fábricas. Y sobre todo, nada de legislaciones que reglamenten el funcionamiento de las trampas.

Hoxey dijo que así entendía su misión.

—Bien —concluyó Ross—. Ejecútela, pues. —Y a los comerciantes—: Señores, en situaciones como ésta, en los estuarios como el del Taku, de los que Alaska tiene cientos tan buenos o mejores, tenemos una mina de oro, una mina de oro viviente y circulante. Pero es preciso explotarla con cautela. Mantener la calidad. Lograr mercados nuevos. Convertir el salmón en el bocado escogido del rico y en el sustento del pobre. ¿Podemos, Tom?

—Si esos dos profesores logran perfeccionar el Chino de Hierro, no tendremos límites.

—¿Y qué es el Chino de Hierro? —preguntó uno de los posibles inversores.

Ross respondió, simplemente:

—Un secreto que no puede salir de entre estas paredes. Dos hombres de la universidad están perfeccionando una máquina que hará —innecesario el empleo de mano de obra china.

—¿Para qué sirve?

—Por una cinta transportadora corre una interminable cantidad de salmones; automáticamente, la máquina les corta la cabeza y la cola, mide el pescado y lo destripa perfectamente. Sin la ayuda de un solo chino, malditos sean, el pescado queda listo para ser enlatado en nueve segundos.

—¿Existe una máquina así?

—No estará lista para esta temporada. Pero en mil novecientos cinco, como que el sol sale por el este, podremos decir adiós a los chinos y recibir ganancias que ustedes ni siquiera imaginan.

En ese momento, uno de los hombres que estaban estudiando el modelo de Taku expresó una seca propuesta:

—¡Eh, un momento! Si instalamos estas trampas en el estuario para atrapar el pescado, ¿cómo harán las crías de salmón para salir del lago cuando quieran ir al océano?

Tom se dio un golpe en la frente:

—Siempre olvido explicar lo más importante. Las guías móviles se colocan sólo durante la parte del año en que deseamos atrapar a los salmones maduros, que remontan el río. Cuando bajen los jóvenes desde el lago, encontrarán el estuario despejado hasta el mar.

Hoxey partió de Seattle el martes por la mañana, llevando en su maleta la estrategia completa para el control de Alaska. Según el plan ideado principalmente por el señor Ross, las fabulosas riquezas del salmón serían cosechadas por su empresa y las otras sin dar participación más que a un puñado de habitantes de Alaska:

—Toda la madera para las nuevas plantas se procesa aquí, en Seattle; la maquinaria, lo mismo. Luego se la lleva al norte en nuestros barcos. La instalarán los obreros de Seattle que embarcaremos con ella. Los peces serán atrapados en encañizadas construidas en esta ciudad y puestos en su lugar por nuestros obreros. También se habrán acabado las discusiones con los pescadores,

tlingits o blancos. Las latas se harán aquí, planas, y se les dará forma en la planta. Se acabaron los hojalateros. Y sobre todo, ese gran alojamiento, ocupado a reventar por Ah Ting y sus chinos, estará lleno de máquinas que trabajarán mucho más deprisa y duplicarán nuestra zona de trabajo sin necesidad de añadir otro edificio.

Sonrió a Hoxey y añadió:

—Y cuando las latas estén selladas y etiquetadas, volverán aquí en barcos nuestros. Y nosotros las despacharemos a toda América y al resto del mundo.

En los dos días siguientes a la partida de Hoxey, Tom trazó sus planes para la próxima temporada en la casa central de R R. Cada vez que observaba el mapa en la oficina veía las estrellas rojas que indicaban la posición de las futuras plantas envasadoras y sentía una depresión que no podía compartir con nadie: «¡Jamás volveré a Seattle! Voy a pasarme la vida yendo de un estuario a otro, siempre construyendo una planta nueva». E imaginaba los distintos lugares: algún estuario remoto, sin una sola ciudad en un radio de ochenta kilómetros. Sin esposa, sin hijos. Sólo trampas para atrapar el salmón Y Chinos de Hierro para procesarlo.

Pero entonces reflexionaba sobre las ventajas de trabajar con un hombre como Malcolm Ross, que parecía, incuestionablemente, el ser humano Más eficiente de cuantos había conocido. No era cordial y voluntarioso como Missy Peckham, la persona más admirable que había tenido el privilegio de conocer, pero tenía visión de futuro y sabía mantener las cosas en marcha. Contento con ligar su suerte a la del señor Ross, repasaba sus decisiones de los últimos días y no encontraba motivos para oponerse a esos planes. Se harían cosas valiosas y había que Proteger los intereses de la empresa y de Seattle.

A Tom simplemente no se le ocurría poner en tela de juicio la moralidad de las intenciones de Seattle de mantener Alaska en una especie de servidumbre, sin poder político ni derecho a la autodeterminación. Pasaba por alto el hecho de que, si los planes de Ross y Hoxey se convertían en ley, Alaska pagaría por cualquier mercadería importada a través de Seattle un cincuenta por ciento más de lo que pagaría Hawaii por lo recibido a través de San Francisco. Tampoco cuestionaba la decisión de quitar a Alaska toda facultad de proteger con leyes regionales sus salmones, sus árboles, sus minas o incluso a sus ciudadanos. Por entonces no conocía la palabra «feudo», pero el concepto no le habría preocupado, porque el señor Ross tenía una clara visión de cómo se debía desarrollar el territorio, mientras que en Juneau él no había conocido a nadie que tuviera idea de lo que se debía hacer.

No bien hubo llegado a esa conclusión experimentó una punzada de duda. «Tal vez Sam Bigears, al otro lado del río de las Pléyades, tiene una visión de cómo deberían vivir él y sus

tlingits». Luego pensó en Nancy frente al oso pardo, hablando con el animal: «Tal vez ella también sabe». Al imaginar a Nancy sintió el dolor de los remordimientos, pues ella y su padre eran aspectos de Alaska que no se podían descartar.

Sin embargo, después del trabajo distraía su atención estudiando a la señora Ross, cuya conducta lo tenía perplejo. Por una parte, era una mujer poderosa, líder en su sociedad, esposa de uno de los hombres más ricos de la ciudad. Podía mostrarse imperiosa y sabía mirar con desdén como el más encumbrado. Pero aun cuando actuaba con aires dictatoriales (cosa que había hecho varias veces en su presencia), exhibía un travieso sentido del humor que hacía brillar de un modo peculiar sus ojos; con frecuencia reía por lo bajo, ya de sí misma, ya de las inadvertidas pomposidades de su marido.

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