Alaska

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IX. X. SALMÓN

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¿Y dónde estaba esa casa? Prestando muchísima atención, Ah Ting había averiguado que ocupaba el promontorio visible, al norte de la planta. En ese momento, en la oscuridad y sabiendo que no tenía allí amigos en quienes confiar, llegó a la conclusión de que, si podía comunicarse con ese tal Bigears, tal vez hallara un modo de llegar a Juneau.

Caminó un largo trecho tierra adentro, a partir del muelle de Tótem, hasta encontrar un sitio donde el río se angostaba. Cubrió la primera parte vadeando y luego nadó la breve distancia que le faltaba para llegar a la costa norte. Esperó una hora en la noche cálida, para que la ropa se le secara un poco, y echó a andar por la orilla derecha del río, hasta que la cabaña de Bigears apareció a la vista. Como había luz en la ventana, aspiró hondo varias veces y, decidido a actuar con audacia, golpeó a la puerta.

Quien abrió no fue Sam Bigears, el hombre que él había visto en la planta, porque estaba en Juneau. Fue Nancy, su hija, que no demostró ninguna sorpresa al ver a un chino de pie ante su puerta.

—¡Hola! ¿Hay problemas en la fábrica?

Él comprendió la pregunta y sus sugerencias. En lo que dijera a continuación se jugaría su futuro.

—Quiero ir a Juneau.

—¿Te envían de la fábrica? ¿Por qué no te dieron un bote?

—Escapo. No más trabajo planta.

Nancy Bigears, también disgustada con la fábrica levantada al otro lado del estuario, comprendió su aprieto y dijo:

—Pasa. ¡Madre!, viene un hombre a verte.

La señora Bigears salió serenamente de un cuarto trasero. Al igual que su hija, no pareció sorprendida por la presencia del chino.

—Tiene los pantalones mojados —dijo en

tlingit—. Pregúntale si quiere té.

De este modo, Ah Ting conoció a la familia Bigears, que le escondió durante tres días, hasta que Sam regresó de su viaje. Cuando Nancy le contó lo ocurrido con todo detalle, él saludó cordialmente a Ah Tíng. Le aseguró que podría llegar a Juneau y, más aún, que en la joven capital se necesitaban buenos trabajadores para veinte oficios de construcción y reparación, como mínimo.

El segundo día desde la llegada de Ah Ting, el

tlingit le dijo con franqueza a su invitado:

—Yo nunca gusta chinos en Alaska. Si se van, buena cosa.

—Trabajo mucho —replicó Ah Ting.

—Es muy importante en Juneau —aseguró Sam.

Esa tarde llevó al chino a pescar aguas arriba. Durante la ausencia de ambos, Tom Venn se hizo llevar a remo al otro lado del estuario, para averiguar si la familia Bigears había visto al desaparecido Ah Ting.

—No ha hecho nada malo —explicó a Nancy, a quien veía en contadas ocasiones desde aquel encuentro romántico—. Le necesitamos en la planta, para que mantenga a raya a los otros chinos.

Sin mentir del todo, Nancy respondió que ni ella ni su madre sabían dónde estaba el misterioso fugitivo. Mientras rehuía las preguntas de Venn, pensaba: «Si Ah Ting quiere escapar de esa prisión, le ayudaré». Por eso no dijo nada a Tom.

Pero el muchacho, tras haberse tomado el trabajo de cruzar el estuario y después de no ver en varios meses a Nancy, no quiso irse de inmediato y aceptó el té que le ofrecía la señora Bigears. Siempre interesado en el futuro de Nancy, preguntó:

—¿Sigues estudiando en Juneau?

—Estoy de vacaciones.

—¿Y aprendes algo?

—Hay dos maestros buenos, cuatro bastante malos.

—Los buenos son hombres, supongo.

—Mujeres todas. El rector es hombre, un verdadero tarugo.

—¿Y eso qué significa?

—Tú no lo emplearías ni para barrer la nieve frente a tu tienda.

—Ya no trabajo en la tienda. El señor Ross quiere que me dedique a instalar más plantas conserveras.

—¿Por todas partes?

—En cuanto él consiga autorización del gobierno.

—¿Y vas a despojar los ríos? ¿Cómo aquí?

—Venderemos latas de salmón por millones. Todo el mundo será rico. Ella señaló la planta:

—Ésa no ha hecho rico a nadie. Despediste a todos los pescadores. Ahora supongo que despedirás también a todos los chinos.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La gente habla. En Juneau todo se sabe muy pronto. Esos dos hombres de la universidad, los que vinieron hace tres semanas, tenían dibujos de una máquina nueva. ¿Para qué sirve esa máquina?

—¿Quién te lo ha dicho?

—La mujer que trabaja en el hotel. Ella vio los dibujos. Sabe que eran de una máquina. —En ese momento Nancy cayó en la cuenta de lo que pasaría si Tom Venn estuviera todavía allí cuando su padre volviera con Ah Ting. Entonces dijo, abruptamente—: Bueno, supongo que debes volver al trabajo.

—Sí, me voy.

El joven echó a andar hacia el bote que esperaba, pero no le satisfacía el modo en que se había desarrollado la visita. Entonces volvió a la casa y, cuando Nancy abrió la puerta, le pidió que le acompañara hasta el tótem. A la sombra del poste, le preguntó:

—¿Qué te pasa, Nancy? ¿Te he ofendido en algo? —Lo hizo con tanta franqueza que ella se avergonzó de haberle tratado con tanta brusquedad.

—Me parece que, la última vez, acordamos seguir cada uno su camino. Es lo mejor.

—Pero eso no nos impide ser amigos. Admiro a tu padre. Te admiro a ti.

Entonces Nancy tuvo deseos de que se quedara, aunque descubriera a Ah Ting. Por varios minutos permaneció reclinada contra el tótem, como si formara parte de él; la cara suavemente redondeada y los ojos oscuros la convertían en una auténtica imagen de la verdadera Alaska.

—Vas a ser una mujer muy hermosa, Nancy —dijo él.

—¿Conociste a muchas mujeres hermosas el invierno pasado, en Seattle?

—A una, la esposa del señor Ross. Es muy especial.

—¿En qué sentido?

—Es como tú. Natural en todo lo que hace. Directa. Y también ríe como tú. No le pareció necesario revelar que también había conocido a la hija del señor Ross, igualmente atractiva. Nancy tenía más deseos que nunca de que Tom se quedara.

—¿Cómo es Seattle?

—Allí se encuentran dos grandes masas de agua. Muchas islas, lagos, pequeños arroyos… Es una bella ciudad, de veras.

—¿Vas a trabajar pronto en Seattle?

—¿Por qué lo preguntas? —Él también estaba reclinado contra el tótem.

—Porque siempre se te iluminan los ojos cuando hablas de Seattle.

—Tengo mucho trabajo que hacer aquí.

Como la miraba de frente al decir eso, no dejó de ver en los Ojos de la muchacha una súbita expresión de horror. Al volverse para ver lo que la había alarmado, se encontró con Sam Bigears y Ah Ting, que iban directamente hacia él.

—¡Hola! —saludó Sam, como si nada hubiera ocurrido—. Ah Ting, lo conoces. Mañana llevo a Juneau.

Tom se quedó estupefacto por las cinco o seis sorpresas que caían en cascada sobre él, pero trató de no mostrarse agresivo con Ah Ting, con Sam ni con Nancy, que le había mentido tan descaradamente. Tragando saliva con dificultad, preguntó:

—¿Qué hará él en Juneau?

—Tú sabes —respondió Sam—. Igual que yo hacía. Toda ciudad necesita hombres arregla cosas.

—Él sabe mucho de eso —reconoció Tom, débilmente—. Pero sin duda sabe que los chinos no pueden vivir en Alaska.

—No será chino —explicó Sam—. Será trabajador todo mundo necesita. —Miró con admiración al valiente oriental y añadió, riendo—: Yo digo nadie nota si él corta maldita coleta. Pero él muestra que ata nudo bajo sombrero.

—¿Y por qué no cortarla? —preguntó Nancy, aliviada por que Tom no había provocado una discusión.

—Porque parte de él —explicó Sam—. Como flequillo tuyo. —Alargó una mano para revolver el pelo a su hija—. ¿Por qué tú no corta flequillo?

—Porque todos los

tlingits que se precien tienen flequillo. Tú también.

Entonces Tom se enfrentó a su capataz chino para preguntarle:

—¿Es cierto que irás a Juneau? —Y como Ah Ting respondiera con un gesto afirmativo, él le alargó la mano—. Te deseo buena suerte. Y si no tienes suerte, vuelve. En la planta siempre nos harás falta.

Pero Ah Ting le miró con ojos semisonrientes y una mueca irónica en los labios. Venn comprendió que reconocía tanto como él lo falso de esa última declaración. Siguiendo un impulso, estrechó la diestra a ese hombre tan difícil de tratar:

—Te deseo buena suerte, Ah Ting, de veras.

Y, sin mirar a Nancy, corrió a su bote.

A finales de julio de 1904, Sam Bigears hizo algo más que llevar a SU visitante chino hasta Juneau. Al desembarcar, lo presentó a tres blancos que tenían distintas construcciones en marcha e informó a cada uno: «El chino buen trabajador. Por él planta estuario Taku no problema». Al terminar la semana le había conseguido un sitio donde hospedarse: en casa de una viuda que aceptaba pensionistas y estaba dispuesta a esperar el pago hasta que ellos comenzaran a cobrar sus salarios. La mujer no tuvo que esperar mucho tiempo, pues Ah Ting, con su capacidad, era necesario en muchas construcciones.

Tras pasar cuatro semanas desempeñándose en distintos trabajos, los obreros iniciaron el juego que se repetiría en Juneau mientras él residiera allí. Algún trabajador bullanguero gritaba:

—¡Maldita sea, ya sabes que aquí no se permiten chinos!

Y arrancaba juguetonamente el sombrero que Ah Ting usaba en el exterior y bajo techo. Algún otro lo asía de la coleta, aunque sin hacerle daño, y fingía arrastrarlo hacia la puerta. El chino nunca protestaba. Al terminar el juego recobraba su sombrero, mostraba a los hombres cómo se enroscaba la coleta y se sentaba con ellos a compartir la comida. Nunca bebía, pero al terminar la jornada disfrutaba jugando a las cartas; como era más veloz y más inteligente que la mayoría de sus compañeros, generalmente ganaba. A los hombres les gustaba jugar con él, porque en los momentos de tensión, cuando una gran apuesta dependía de una carta, él rezaba en chino y, si ganaba, daba saltos de alegría. Pero Ah Ting era un hombre sensato; cuando se daba cuenta de que podía ganar casi a voluntad, evitaba hacerlo. Sólo quería llevar cierta ventaja, nunca tanta como para provocar envidia.

Mientras en Juneau se establecía Ah Ting, el único chino que lograría permanecer en Alaska, Tom Venn atravesaba tranquilamente el estuario del río de las Pléyades para visitar a la familia Bigears. No le importaba mucho quién pudiera recibirle, pues gozaba igual hablando con cualquiera de ellos, hasta con la señora Bigears. Ella era divertida, por su propensión a las pantomimas humorísticas, en las que imitaba las tonterías ajenas; entretenía a Tom con leyendas de los

tlingits e informes de las desgracias sufridas por algún hombre pomposo o una mujer presumida. Aunque el muchacho no comprendía sus palabras, interpretaba con bastante facilidad sus imaginativos gestos y ambos reían mucho.

El esposo prefería hablar de política y de negocios; abundaba en sentenciosas observaciones sobre las patochadas que cometían los nuevos funcionarios de Juneau. En su opinión, Alaska había cometido un error en trasladar la capital en vez de dejarla en Sitka, pero cuando Tom le preguntó por qué, Nancy interrumpió:

—Sólo porque los Bigears somos originarios de Sitka. Juneau es Mucho mejor.

Sin embargo, aunque Tom se dijera que le daba igual visitar a cualquiera de los Bigears, le hacía mucho más feliz encontrarse con Nancy. Había madurado en muchos aspectos, sobre todo en su capacidad de sondear la conducta de los blancos:

—Quieren robar todo lo de Alaska, pero necesitan estar seguros de tener la bendición de Dios.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tom.

Ella señaló entonces que Marvin Hoxey había vuelto a la ciudad, con documentos del gobierno que otorgaban a Ross Raglan el control sobre otros cinco ríos. En cuanto Tom escuchó eso, su atención se concentró, no en las maquinaciones de Hoxey, a quien despreciaba, sino en los sitios que se Proponía obtener para R R.

—¿Qué ríos tiene pensados? ¿Escuchaste algún nombre específico?

—¿Qué importa eso? Es robar y nada más.

—A mí me importa mucho, porque me tocará construir las nuevas plantas. Y me gustaría saber dónde voy a trabajar.

—Nancy no podía entender que Tom odiara tanto a un hombre como Hoxey y, al mismo tiempo, participara en las cosas malas que éste hacía.

—No me gusta, Tom, y me sorprende que le permitas hacer negocios para ti.

Pero Tom estaba tan preocupado por sus próximas obligaciones como si un sitio solitario y desértico fuera preferible a otro. Al fin confiscó uno de los botes de Tótem e hizo que dos trabajadores le llevaran hasta Juneau; allí averiguó en qué hotel se hospedaba Hoxey y le solicitó una entrevista, como si fuera un comerciante tratando de vender al gran hombre una pieza de tela para su nuevo traje.

Hoxey recordaba bien a ese joven capaz, a quien había tratado en Nome y en las oficinas de R R en Seattle. Lo recibió amablemente Y, cuando Tom quiso saber qué nuevos sitios había adquirido, desenrolló sus mapas para indicarle las cinco localizaciones propuestas.

—¿No iban a ser seis? —observó el joven.

Hoxey replicó:

—Sí, pero una firma nueva, llamada George T. Myers, nos ganó la mejor de todas, en la bahía Sitkoh. Nos quedan cinco. Señaló los puntos remotos y desolados donde pronto se construirían inmensas instalaciones, que requerirían miles de carpinteros, para enviar latas de salmón por millones a todas partes del mundo.

—Nunca hubo nada así —aseguró, con auténtico entusiasmo—. Hasta ahora… Fíjate en las hilanderías de Nueva Inglaterra: las fábricas se situaban cerca de alguna ciudad y hasta en el centro mismo. En cambio ¡mira nuestras cinco localizaciones! No hay ninguna población en ochenta… en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Fábricas en el páramo. Y los obedientes salmones nadan hasta ellas.

Tom había oído rumores de que las nuevas leyes podían prohibir la instalación de trampas o, cuanto menos, reducir la longitud de las guías, pero Hoxey le tranquilizó:

—Nosotros cuidaremos de que ustedes, los trabajadores, no tengan trabas.

—Esas leyes no hacen falta —dijo Tom—. ¡Si usted viera cuántos salmones pasan en el fin de semana!

—Nunca faltan los que quieren interrumpir la marcha del progreso. —Dijo Hoxey en tono expansivo, y preguntó—: La nueva máquina, esa que llaman Chino de Hierro, ¿funcionará?

Tom dedicó los minutos siguientes a relatar sus aventuras con Ah Ting y concluyó:

—Si el Chino de Hierro no sirve para otra cosa que para deshacernos de los chinos, habrá valido el esfuerzo.

Cuando regresó a la planta tenía una idea bastante aproximada de lo que sería su vida en los años siguientes. Aunque no había perdido el deseo de volver a Seattle, la vida en la frontera no le parecía una perspectiva desagradable; los desafíos serían grandes; las recompensas a la medida de sus esfuerzos.

Además, le gustaba organizar hombres y equipos en una gran operación y en sitios extraños; también los grandes espacios abiertos de Alaska le tentaban, pero como todo Jove normal, empezaba a preguntarse cómo iba a conseguir esposa. Entonces comenzó a averiguar cómo resolvían ese problema los directores de otras industrias conserveras en el sudeste de Alaska.

Un blanco que había trabajado en varios sitios le dijo:

—El director sólo tiene que estar en la planta cuatro o cinco meses, durante la temporada. Es como los marineros. Los otros siete u ocho meses puede hacer la vida normal de casado.

Otro habló de dos directores conocidos suyos, que habían llevado a sus esposas a pequeñas viviendas particulares, construidas junto a las plantas.

—También llevaron a sus hijos y lo pasaron estupendamente.

Sin revelar ningún plan específico, Tom dijo a ambos:

—Creo que a mí me gustaría que mi esposa viviera en la planta.

Y el primero le hizo una advertencia.

—No es eso lo que me habías preguntado. Pero conozco a un hombre que lo intentó, cerca de Ketchikan. Un desastre. Al terminar la temporada, la mujer se fugó con el ingeniero que estaba a cargo de las calderas.

Sin tener en cuenta el resultado de esas conversaciones, en sus horas libres Tom cruzaba el estuario con creciente frecuencia para visitar a los Bigears. Ahora tenía su propio esquife y lo conducía con tanta habilidad que un día Sam le dijo al saludarlo en el muelle de los Bigears:

—Manejas eso como

tlingit.

—¿Y ellos lo hacen bien?

—Mejor de Alaska. ¿Nunca viste uno en canoa grande?

Tom sólo había visto las más pequeñas, en el

potlatch, pero algunos días después se le presentó la ocasión de contemplarlo. Varias veintenas de indios se reunieron en la casa de los Bigears. El sábado por la tarde, una vez cerrada la trampa, dos equipos de

tlingits, cada uno con una larga canoa de madera hecha a mano, con capacidad para dieciséis hombres sentados en tablas entre las regalas, celebraron carreras por el estuario del Taku; partían de la desembocadura del río de las Pléyades, rodeaban la Morsa y volvían al punto de partida. En cuanto los chinos vieron lo que estaba ocurriendo comenzaron a apostar grandes sumas; algunos preferían la canoa de la estrella roja en la proa, otros respaldaban a la que llevaba un águila tallada como mascarón de proa.

Tom quedó sorprendido ante el aspecto de los indios; eran más morenos que Sam Bigears o su hija y de menor estatura, pero bastante anchos de pecho y de brazos poderosos. Vestían casi con formalidad: zapatos pesados, Pantalones de lana oscura que parecían bastante abultados y camisas blancas de confección abotonadas en el cuello pero sin corbata. Sin embargo, cuando Sam Bigears disparó su revólver para dar la señal de partida, los

tlingits Perdieron todo sentido de la formalidad y, hundiendo profundamente los remos en el agua, pujaron con fuerza brutal.

TOM, que estaba junto a Nancy, apenas pudo creer lo que le dijo Sam:

—¿Ves dos hombres en canoa águila, atrás? Remaron Seattle a Juneau, canoa muy Pequeña. Mar picada y rocas que no se ven.

Al terminar las carreras (después de cada una se mezclaban los equipos para que apostar fuera más interesante), Tom se quedó en casa de los Bigears y se reunió con los remeros a la sombra del tótem. Sólo unos pocos hablaban inglés.

—Todos entienden —explicó Sam—, tímidos con hombre blanco.

Pero a medida que avanzaba la velada, varios de los hombres se tornaron bastante expansivos. Al saber que Tom trabajaba para la fábrica, quisieron saber por qué Tótem había decidido operar con la trampa y no con pescadores como ellos. Cuando Tom empezó a darles vagas explicaciones, descubrió que once de aquellos hombres habían pescado para la planta antes de ser reemplazados por la encañizada.

—Tú vienes de Seattle. Te llevas nuestro salmón. No dejas nada.

—Pero toda Alaska se beneficiará con las industrias conserveras —protestó Tom.

Cuando Nancy oyó esa fatua aseveración, rompió en una carcajada y los hombres la acompañaron.

Esa noche, inspirado por la frivolidad de las carreras y el buen humor de la comida campestre que siguió, Tom se entretuvo con los

tlingits; Por primera vez desde su llegada a Alaska captaba todo el sabor de la vida nativa. Le gustaban esos hombres, su actitud franca, su obvio amor a la tierra, y Podía apreciar la imperturbable nobleza de sus mujeres, esas amas de casa de pelo negro y cara redonda, que permanecían atrás, observando, hasta que se decía algo absurdo. Entonces daban palmadas al hombre que había hecho el comentario tonto y le importunaban hasta tal punto que algunos huían para escapar de sus pullas. Participar de una reunión de orgullosos

tlingits era una experiencia desafiante.

Cuando llegó el momento en que los huéspedes de la casa debían acostarse, Tom y Nancy bajaron caminando hasta el esquife y allí pasaron un rato, a la luz de la luna, que se alzaba tardíamente. Al otro lado del estuario se elevaban los enormes edificios de la fábrica, con las entradas iluminadas por dos únicas lámparas. Era la primera vez que el muchacho estudiaba la inmensidad de esa extraña construcción en el páramo, y se puso serio al ver sus muchos edificios a contraluz, mientras la luna arrojaba sombras extrañas desde el este.

—No me había dado cuenta de lo enorme que es lo que hemos construido —comentó—. Para usarlo sólo unos pocos meses al año.

—Una mina de oro, como dijiste. Sólo que no recoges oro, sino plata-.

—¿Qué quieres decir? —Antes de que ella pudiera explicarse, comprendió—: ¡Ah, sí! Los flancos plateados del salmón. Nunca los veo así. Sólo me fijo en los preciosos flancos rojos del

Nerka. Ése es mi salmón.

No le fue fácil despedirse, pues al haber visto lo mejor de las Mujeres

tlingits, apreciaba como nunca las cualidades inigualables de Nancy Bigears. Veía la belleza de su cara redonda, el atractivo pícaro de su flequillo negro, la cadencia en su voz.

—Estás muy cerca de la tierra, ¿verdad? —dijo.

Y ella respondió:

—Yo soy la tierra. Los hombres que has visto, ellos son el mar.

Aun sabiendo que no debía hacerlo, Tom la tomó en sus brazos Y la besó, una y otra vez. Por fin ella le empujó:

—Me han dicho que estás enamorado de la hija del señor Ross.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Todo se sabe. Me dijeron que viajaste para hablar con el señor Hoxey. Para seguir robándonos ríos. —Se apartó de él para apoyarse contra una pícea que crecía junto al agua—. Entre tú y yo no puede haber nada, Tom. Esta noche me di cuenta.

—Pero esta noche te amo más que nunca —protestó él.

Y ella replicó, con esa auténtica sinceridad que suelen demostrar las indias como ella:

—Nos viste por primera vez como a seres humanos. Era a los otros a quienes veías, no a mí. —Entonces se acercó calladamente para darle un beso en la mejilla—. Te amaré siempre, Tom. Pero los dos tenemos mucho que hacer y eso nos separará.

Dicho esto, se volvió hacia su casa, donde el padre y tres amigos cantaban a la luz de la luna.

Una corriente marítima es una gran masa de agua que mantiene sus características peculiares y su movimiento circular, aun siendo parte integral del gran océano que lo rodea. El hecho de que una corriente mantenga su identidad en el seno de un océano tumultuoso presenta un interesante problema; para desentrañarlo debemos llegar hasta los comienzos del Universo. En nuestros días, por cierto, la gran corriente oceánica del Japón lleva sus aguas cálidas desde Japón hasta las costas de Alaska, Oregón y Canadá, a través de las extensiones septentrionales del Pacífico, modificando esos climas y provocando muchas lluvias. Pero ésta y todas las otras corrientes oceánicas han sido puestas en movimiento por vientos planetarios, creados por las diferencias de temperatura entre los diversos cinturones transversales; la corriente de Alaska en cambio, es causada por la rotación de la Tierra, que fue puesta en movimiento cuando una nebulosa difusa se fundió en nuestro sistema solar. Esto nos lleva hasta el

Big bang original, que puso en marcha nuestro Universo.

Por lo tanto, la corriente de Alaska es un gran remolino que genera en sus bordes torbellinos más pequeños, cuyo movimiento aumenta su viscosidad, formando una especie de barrera protectora alrededor del centro, que puede así conservar su integridad milenio tras milenio. Un profesor de Oceanografía, de nombre ya olvidado, ofrecía a sus alumnos un estribillo para ayudarles a captar este bello concepto:

El remolino grande crea pequeños remolinos Que se alimentan de su velocidad. Pequeños remolinos los hacen más pequeños Y así hasta la viscosidad.

El Pacífico alberga muchas de estas corrientes; una de las más importantes es la de Alaska, que domina el sur de las islas Aleutianas. Se extiende por más de tres mil kilómetros fluctuantes de este a oeste y seiscientos kilómetros variables de norte a sur; forma así una masa de agua única, irresistible para el salmón criado en Alaska y Canadá por su temperatura y su abundante provisión de alimentos. Esta corriente circula en un vasto movimiento contrarreloj; los salmones rojos que entran en ella nadan a favor de la corriente, en una dirección invariable contraria a las agujas del reloj. Naturalmente, los salmones finos criados en Japón parten de una orientación contraria, por lo que recorren su ruta prefijada en la dirección del reloj, contra el movimiento de la corriente. Al hacerlo, pasan repetidamente entre sus congéneres de Alaska, más numerosos, formando durante algunas horas una enorme aglomeración de uno de los peces más valiosos del mundo.

Durante dos años, a partir de 1904,

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