Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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En el verano de 1919, Malcolm Ross, de sesenta y siete años de edad, estaba agonizando. Sabía que dejaba su eminente establecimiento mercantil, Ross Raglan, en mejores condiciones que nunca. Sobresalía en las tres actividades a las que se dedicaba: el transporte marítimo a Alaska, los grandes almacenes en Anchorage, Juneau y Fairbanks, con sucursales en casi todas las ciudades, y la fabricación de conservas de salmón. R R representaba la vanguardia del progreso en Seattle y los comentaristas no se equivocaban mucho al decir: «R R es Alaska y Alaska es R R», pues la relación era ventajosa para ambas partes. La empresa recibía dinero en grandes cantidades; Alaska, las mercancías que necesitaba y un transporte fiable a lo que llamaban «Los cuarenta y ocho de abajo». Como no había carreteras desde Alaska a las zonas industrializadas de Canadá ni a Estados Unidos, y tampoco era probable que las hubiera en un futuro previsible, todas las mercaderías que ese territorio necesitaba debían llegarle inevitablemente en un barco de R y todos los viajeros que desearan partir de Alaska hacia el sur tenían que usar ese mismo medio.

Pero Ross tenía conciencia, desde hacía algún tiempo, de una posible debilidad en el benévolo monopolio de su empresa. Deseoso de analizar la situación, llamó a su hija Lydia a su lecho de muerte y le pidió que trajera a su esposo, Tom Venn, que por más de una década había supervisado las fábricas de conservas de salmón de la compañía.

Cuando vieron lo débil que estaba por los excesivos esfuerzos hechos durante los últimos meses de la reciente guerra mundial, se alarmaron, pero él no permitió ningún sentimentalismo:

—No estoy fuerte, como bien podéis ver, pero la mente me funciona COMO siempre.

—No te esfuerces, papá —recomendó Lydia—. Los hombres de la oficina lo tienen todo en orden.

—No os he hecho venir para hablar de la oficina. Me preocupa la inseguridad de nuestra compañía naviera.

—El tráfico es impecable —observó Tom, que a sus treinta y seis años había viajado más que ningún otro miembro de la empresa en los barcos de R R - Y sabía que la línea estaba en perfectas condiciones.

—Por el momento, sí. Pero miro hacia delante y preveo peligros.

—¿Por qué? —preguntó Lydia.

Después de incorporarse sobre un codo, el padre respondió:

—Por la competencia. De las empresas estadounidenses no, porque las tenemos a raya y ninguna de ellas puede representar un peligro. Pero sí de Canadá, que tiene empresarios capaces. Y de Japón; los japoneses son muy eficientes.

—Hemos visto ciertas señales —reconoció Venn—. Estoy seguro de que podemos mantenerlos a distancia, pero ¿qué ha pensado usted?

—Cabotaje —dijo el enfermo, dejándose caer hacia atrás—. ¿Sabéis qué es? —Como los dos jóvenes menearon la cabeza, ordenó—: ¡Averiguadlo!

Ellos comenzaron a estudiar esa arcana ley del mar y sus aguas costeras. La palabra provenía del francés:

caboter, navegar a lo largo de la costa. Con el correr de los siglos había adquirido en círculos diplomáticos una aplicación específica: el derecho a transportar mercancías entre dos puertos del mismo país. Aplicado por las naciones mercantiles, significaba que un barco japonés, construido en Japón y de propiedad japonesa, con tripulantes del mismo país, podía legalmente zarpar de Yokohama cargado de mercancías japonesas y navegar hasta Seattle, donde podía descargar su mercancía, pagando los correspondientes derechos, y venderla en Estados Unidos. Luego el barco podía cargar mercancías estadounidenses y llevarlas a Japón, China o Rusia.

Pero cuando ese barco japonés acabara de descargar en Seattle, se le prohibiría ejercer el cabotaje, es decir: no podría embarcar carga ni pasajeros en Seattle para llevarlos a otro puerto estadounidense, como San Francisco. Específicamente, no podía transportar artículos estadounidenses a Alaska. Las mercancías y los pasajeros que viajaran de un puerto estadounidense a otro debían ser transportados por barcos estadounidenses, con tripulación estadounidense, sin que se permitiera la más leve desviación. Los comerciantes de Seattle reverenciaban el derecho de cabotaje como si fuera la Biblia, pues les aseguraba protección contra la competencia de los navíos asiáticos, que podían trasladar carga a muy bajo coste por lo mal que pagaban a su tripulación.

Por tanto, cuanto más hurgaban los dos Venn en las complejidades del cabotaje, más claramente veían que el futuro de Seattle y, sobre todo, la rentabilidad de la empresa familiar dependía de que retuvieran, fortalecieran Y aplicaran estrictamente las leyes de cabotaje.

Cuando volvieron a reunirse con el enfermo para discutir el asunto, éste expresó su alegría por lo pronto que habían dominado la situación, pero le preocupó que ellos no supieran reconocer el siguiente paso a dar para proteger a Seattle por completo:

—La gente de Alaska, Tom, no va a apoyar ningún refuerzo del cabotaje. Por el contrario, se opondrá en el Congreso.

Venn asintió:

—Podrían conseguir mercaderías mucho más baratas de los barcos europeos y asiáticos. Hasta los de Canadá podrían aventajarnos.

—Temo sobre todo a los canadienses. Lo que debes hacer cuando el Congreso trate el asunto, cosa que los de Alaska reclamarán, es conseguir un apoyo que nunca hemos tenido.

—No comprendo. El cabotaje es un asunto naviero. Nosotros lo apoyamos. Los comerciantes de Seattle lo apoyan. Los armadores de la Costa Oeste, también. Pero ¿quién más?

—Ahí es donde empieza a ser importante la política. Apártate de las costas. Consigue grupos de partidarios nuevos en ciudades como Pittsburgh, Chicago y Saint Louis.

—¿Cómo?

—Por medio de las organizaciones laborales. Añade un simple artículo a las leyes de navegación y todos los sindicatos apoyarán a gritos nuestro proyecto.

—¿Cuál es ese artículo mágico? —preguntó Lydia.

Su padre respondió:

—Exigir que los barcos sean estadounidenses, propiedad de comerciantes estadounidenses y tripulados por estadounidenses, pero también que sean construidos por entero en astilleros de nuestro país y por trabajadores de nuestro país.

Al terminar su receta para el crecimiento continuado de Seattle y R R, se recostó en las almohadas, sonriente, pues estaba convencido de que, si se podía sacar adelante esa ley en el Congreso, se eliminaría la posibilidad de que Alaska evadiera de algún modo el control de Seattle.

Pero su astuto yerno detectó el peligro de confiar en que el Congreso aprobara una ley para ayudar a unos pocos y perjudicar a muchos.

—Los de Alaska lucharán como endemoniados para impedirlo —advirtió al anciano.

Éste se limitó a asentir:

—Protestarán, por supuesto. Allá arriba nunca han comprendido que deben confiarnos su bienestar. R R nunca ha sacado de Alaska un céntimo que no estuviera justificado. Lo mismo ocurrirá con la ley de que hablo. La haremos aprobar para proteger Alaska de sí misma.

—¿Cómo? —preguntó Tom.

Y recibió una recomendación que no le fue grata:

—Lo haremos como siempre. La Costa Oeste no tiene suficiente poder en el Congreso para hacerlo sola, pero contamos con amigos en otros estados. Debemos movilizar a esos amigos. Y existe un solo hombre que puede hacerlo en nombre nuestro.

Tom sintió que el estómago le daba un vuelco. Y su aprensión estaba Justificada, pues Ross concluyó con firmeza:

—Busca a Marvin Hoxey.

—¡Pero si es un corrupto! —exclamó el yerno, recordando cuánto le disgustaba ese tramposo intermediario.

—Todavía tiene influencia en Washington. Si quieres proteger nuestros Intereses en Alaska, busca a Hoxey.

Tom se resistía a hacerlo, pero en los agitados días que siguieron, en que el Consejo de Administración de R R se reunió para decidir a quién nombrar sucesor de Malcolm Ross al frente de la empresa, quedó claro que el enfermo no daría su bendición a Tom Venn a menos que éste contratara a Marvin Hoxey, el efectivo traficante de influencias, para que hiciera aprobar una nueva ley marítima en el Congreso. Ross, a solas con su hija, le advirtió:

—Si Tom no contrata a Hoxey ahora mismo, diré al Consejo que no es el hombre adecuado para reemplazarme.

—Pero Hoxey es un mal hombre, papá, una mala persona. Lo ha demostrado una y otra vez.

—Es un hombre capaz. Hace lo que promete y eso es lo que importa.

—Y si Tom se niega ¿lo rechazarás?

—Debo pensar en la seguridad de mi empresa. Hacer lo conveniente.

—¿Contratar a un corrupto te parece conveniente?

—En estas circunstancias, sí.

Esa noche Lydia le dijo a su esposo:

—Sería mejor que telefonearas a Hoxey.

—No voy a hacerlo.

—Pero Tom…

—No voy a rebajarme otra vez relacionándome con ese ladrón.

Hubo un prolongado silencio. Luego Lydia dijo, en voz baja:

—Cuando mi padre muera, la principal accionista seré Yo. Tendré las acciones de mi madre y las que él me deje. Y como debo actuar en defensa de mis intereses, yo misma llamaré a Hoxey.

Tom abandonó la habitación, disgustado, pero mientras se paseaba ante la puerta comprendió que estaba provocando una ruptura con su esposa, en un momento en que ella necesitaba todo su apoyo. Por eso regresó al cuarto, justo cuando Lydia acababa de pedir la comunicación. Tomó el auricular y dijo con tanto dominio de sí mismo como pudo:

—¿Marvin Hoxey? Al habla Tom Venn… Sí, nos conocimos en Nome, en los buenos tiempos, y durante las concesiones del salmón… sí, me casé con Lydia Ross… Lamento decirle que su padre está muy enfermo… Sí, quiere completar un gran trabajo antes de morir… Necesita de usted. Cuanto antes… Sí, Alaska. —Siguió un largo silencio, durante el cual el exuberante interlocutor pronunció un discurso—. Sí, se lo diré.

Al cortar, Tom miró mansamente a Lydia:

—¡Ese viejo pícaro! Ya había previsto lo que Seattle querría para la ley marítima. Ha visitado a varios congresistas, con la seguridad de que le llamaríamos.

—¿Y qué más dijo, en esa pausa tan larga?

—Dijo que conocía Alaska como la palma de su mano y que todo saldría bien.

Poco después, el astuto veterano viajó a Seattle para consultar con Malcolm Ross. Tenía sesenta y cuatro años; estaba gordo, rubicundo y bien afeitado; entró en la habitación del enfermo con el índice extendido como si fuera una pistola y disparó contra Ross una bala imaginaria:

—Antes de que caiga la noche, tendrá usted que salir de esa cama. Es una orden.

—Ojalá pudiera obedecer, Marvin, pero es mi… —Se dio un golpecito en el pecho, sonriendo—. Acerque una silla y escúcheme.

Y el moribundo príncipe mercantil, tendido en la cama, urdió su última maniobra estratégica para la prosperidad de Seattle.

En esos años, el estado de Washington estaba representado en el Senado por un republicano trabajador y cordial, llamado Wesley L. Jones, cuya devoción al deber le había llevado a la presidencia de la importante Comisión de Comercio. Siempre atento a los intereses de su estado, había prestado atención a Malcolm Ross, que consultaba con él las maneras de asegurar definitivamente todo el comercio con Alaska. Estaba firmemente de acuerdo en que era preciso excluir de ese rentable comercio a naciones como Japón y Canadá; no encontraba motivos por los que el estado de Washington no debiera tener prioridad sobre el informe territorio de Alaska, pero advirtió a Ross y a los otros de Seattle:

—No estamos en los viejos tiempos, caballeros. Alaska comienza a tener voz en la capital de nuestro país. El hijo de puta de Sheldon Jackson puede no ser más grande que un alfiler, pero ha puesto en marcha a muchos cristianos fervientes de la zona. Esta vez no podremos hacer aprobar fácilmente la ley para ustedes. Habrá que trabajar mucho.

En abril de ese año, los de Seattle se habían dado cuenta de la oposición que existía en los estados industriales y en los del Mississippi. En la última reunión que Ross presidió antes de caer enfermo, informó:

—Algunas de las acusaciones que nos hacen dejan estupefacto a cualquiera. Dicen que somos ladrones, piratas, que tratamos de quedarnos con todo lo que hay en Alaska. Tenemos que idear alguna táctica nueva.

No se ha registrado el nombre del que tuvo la sagaz idea de reclutar a los sindicatos en la lucha para mantener Alaska en situación colonial; Ross no participó en la reunión en que se propuso eso, pero en cuanto los miembros de su comité llevaron la sugerencia a su lecho, se dio cuenta de su importancia:

—Impulsen eso a fondo. No estamos tratando de proteger nuestros intereses. Sólo pensamos en el trabajador estadounidense, en el marinero estadounidense.

Ahora, en las últimas semanas de su vida, Malcolm esbozó ante Marvin Hoxey y Tom Venn la estrategia que permitiría al senador Jones impulsar en 1920 una ley marítima que tuviera vigencia para todo el resto del siglo, y que ponía a Alaska las trabas más severas y restrictivas que ningún territorio estadounidense había conocido desde los tiempos del rey Jorge II, cuyas medidas represivas habían llevado a las colonias a la rebelión.

En todo el ambiente político estadounidense, nadie tuvo tanta influencia como Marvin Hoxey en la aprobación de esa ley. Aunque era sólo tres años menor que Ross, tenía mucha más energía y era muchísimo más descarado. Tardó menos de tres minutos en darse cuenta de que era muy inteligente comprometer a los sindicatos en la lucha; antes de que terminara la primera reunión, había ideado un modo de presentar las cosas que convencería a los congresistas de todos los estados. Para eso, tendría que rondar en los salones de Washington, mientras Tom Venn visitaba las capitales de los estados cuyos representantes darían el voto decisivo.

Tom no aceptó de buena gana la misión, pues le obligaba a telefonear a Washington todas las noches para informar a Hoxey de cómo marchaban las cosas; quizás se habría negado a servirle de asistente, a no ser porque Malcolm Ross empeoró bruscamente. Informados de la situación, Lydia y él corrieron a su cuarto. En cuanto los tuvo ante sí, el moribundo les hizo una última indicación.

—Cualquier industria de importancia se enfrenta a momentos de crisis… en los que es preciso tomar decisiones de vida o muerte. Si eliges bien, subes hasta las estrellas. Si eliges mal, caes al Averno. —Tosió, luego enseñó esa sonrisa que tanto le había servido en otros momentos, cuando se esforzaba por convencer a alguien—. Y lo peor es que generalmente no nos damos cuenta de que la decisión es vital. La tomamos a ciegas. —Tosió otra vez, con los hombros violentamente estremecidos; sus labios Pálidos perdieron la sonrisa. Continuó hablando con suavidad—: Pero esta vez lo sabemos. La prosperidad de esta zona depende de que se apruebe la ley del senador Jones.

Hizo que Tom le prometiera trabajar con pleno vigor en esa campaña durante los cruciales meses siguientes.

—Deja que la empresa se oriente sola. Tú dedícate a conseguir votos. —Luego echó mano de su teléfono y llamó a Marvin Hoxey para que tomara un tren nocturno. Sin embargo, al promediar la tarde Tom hizo otra llamada:

—¿Marvin? Habla Tom Venn. Cancele el viaje. Malcolm ha muerto hace cuarenta minutos.

La Ley Jones se aprobó en 1920, con tres artículos principales: ningún barco de bandera o registro extranjero podría transportar mercancías estadounidenses de un puerto estadounidense a otro; tanto la propiedad como la tripulación de los barcos que hicieran esos trayectos debían ser estadounidenses, y, además, los barcos debían haber sido construidos en el país y por obreros estadounidenses. El futuro de Seattle estaba asegurado.

El efecto de la Ley Jones queda perfectamente ilustrado con lo que ocurrió en una modesta tienda de comestibles de Anchorage. Sylvester Rowntree había invertido sus ahorros en una tienda nueva, un cincuenta por ciento más grande que la anterior; hacia 1923, volvió a duplicar el espacio, de modo que habría podido encargar mercaderías a proveedores de Estados Unidos. Pero esto no era práctico, pues se había impuesto una costumbre por la cual las cargas para Alaska se transportaban en tren de extraña manera; en los muelles de Seattle esa modalidad era simplemente descabellada. Aun antes de que la mercancía estuviera lista para su embarque en un navío de R R, Rowntree habría pagado un cincuenta por ciento más por transporte que si la carga hubiera estado destinada a algún sitio de la Costa Oeste, como Portiand o Sacramento.

Pero entonces entraron en vigencia los artículos de la Ley Jones: en los muelles de Seattle, el embarque costaba casi el doble para Alaska que para Japón, por ejemplo. Y cuando el barco de R R estaba cargado, el coste por kilómetro a Alaska era mucho más alto que el de esa misma mercancía despachada a otros puertos norteamericanos por otras líneas. R R tenía un monopolio que cobraba un recargo del cincuenta por ciento o más a todo lo que se embarcara hacia Alaska. El territorio no tenía modo de rehuir esa disposición, pues no había otros medios por los que recibir la mercadería: ni carreteras ni ferrocarriles; los aviones aún no llegaban.

—Esa maldita Ley Jones nos está estrangulando —se quejaba Sylvester Rowntree.

Y estaba en lo cierto, pues la ley ejercía su tiranía del modo más inesperado. Los bosques de Alaska habrían podido Proporcionar cajones de madera a las industrias de conservas de salmón, pero trasladar un equipo de sierras era tan costoso que resultaba mucho más barato comprar la madera en Oregón, en vez de utilizar árboles que se hallaban a quince metros de la planta.

En los años siguientes a la aprobación de la Ley Jones, se cerraron una docena de industrias de extracción rentables, debido a los costes exorbitantes impuestos por las nuevas reglas. Y esto ocurría pese a que veintenas de barcos canadienses estaban dispuestos a llevar equipos pesados a precios razonables y aceptar productos terminados asegurando una buena ganancia. Marvin Hoxey justificaba estos efectos perversos de la ley que había logrado imponer, cuando la defendía en público, alegando que eran «pequeños desarreglos inevitables, que se pueden corregir con facilidad». Como no se hacía nada por rectificarlos, dijo al congreso: «Son sólo los costes menores que debe soportar un territorio tan alejado como Alaska, si quiere disfrutar del privilegio de vivir dentro del sistema estadounidense». Hoxey, en su vejez, se había convertido en un oráculo reverenciado, siempre dispuesto a justificar los abusos a que Alaska se veía sometida.

Lo que indignaba a los habitantes de Alaska, como el tendero Rowntree, no era la pomposidad de Hoxey ni las declaraciones egoístas de Thomas Venn, presidente de Ross Raglan, sino el hecho de que Hawaii, estando mucho más lejos de San Francisco que Alaska de Seattle, recibiera sus mercancías a precios notablemente más bajos. El hijo de Rowntree, Oliver, de diecisiete años, calculaba:

—Mira, papá, si un comerciante de Honolulú hace un pedido de cien dólares a un proveedor de Nueva York al mismo tiempo que tú, cuando los dos pedidos llegan a la Costa Oeste, el de Honolulú tiene un coste total de ciento veintiséis dólares; el tuyo, de ciento cuarenta y siete. El precio del muellaje es tan diferente que la mercancía para Honolulú, una vez puesta a bordo, cuesta ciento treinta y siete dólares; la tuya, ciento sesenta y tres. Y aquí viene lo peor. Como las tarifas de R R son las más altas del mundo, la mercancía llega a Honolulú costando ciento cincuenta y dos dólares, mientras que la tuya, desembarcada en Anchorage, nos cuesta ciento noventa y uno.

El muchacho pasó el verano de su último año de estudios realizando investigaciones similares sobre distintos tipos de transporte. Dondequiera que averiguara descubría la misma diferencia terrible. Como tesis de graduación, escribió una combativa redacción titulada: «La esclavitud continúa»; en ella trazaba los paralelos entre la servidumbre económica que padecía Alaska y el caos gubernamental reinante entre 1867 y 1897. Por suerte Para él, como se vería más adelante, esta queja no fue publicada en el periódico de la escuela. Pero el padre estaba tan orgulloso de esa esclarecida visión que envió tres copias sin firma: una, al gobernador del territorio; otra, al delegado de Alaska ante el Congreso, que no tenía derecho a voto, y la última al periódico de Anchorage, que la publicó. Sus argumentos desempeñaron un considerable papel en la constante batalla que los de Alaska mantuvieron contra las crueles medidas de la Ley Jones, pero no se logró nada: Thomas Venn en Seattle, cada vez más activo como presidente de R R, y el envejecido Marvin Hoxey en Washington, impidieron cualquier revisión de la Ley Jones y hasta un análisis ordenado de sus perjudiciales efectos sobre Alaska.

El joven Oliver Rowntree, rumiando su indignación, pasó el verano buscando el modo de desquitarse. Y ese otoño, al viajar a la Universidad de Washington en Seattle, donde estudiaría como becario, ideó un Plan: sabotearía lenta y astutamente los barcos de R R cada vez que fuera o viniera en ellos. Robaba los cubiertos del comedor para arrojarlos por la borda, durante la noche. Metía las fundas de almohada por los inodoros. Arrancaba los aparejos de los postes, arruinaba los documentos que encontraba y arrojaba grandes cantidades de sal en cuanta comida pudiera contaminar sin ser sorprendido. En algunos viajes, si tenía suerte, provocaba daños por valor de cien dólares.

Cada vez que cometía esos actos de represalia murmuraba para sus adentros: «Esto es por robar a mi padre… y a los otros». Y dos veces por año continuaba con sus destrozos.

Tom Venn, en sus oficinas de Seattle, quedó perplejo al estudiar los informes de esos sabotajes. Una noche dijo a su esposa, mientras cenaban:

—Alguien está llevando a cabo una campaña contra nosotros y no tenemos modo de saber quién es.

Pero ella, al estudiar los registros, detectó algo de inmediato:

—Mira, Tom, los peores casos parecen producirse en los barcos que vienen a Seattle en otoño y en los que van a Anchorage en primavera.

—¿Y qué significa eso?

—¿No te das cuenta? Debe de ser algún estudiante resentido con nuestra compañía.

Aprovechando ese dato, Tom inició un estudio de los pasajeros que se habían embarcado en los barcos atacados. Su personal hizo una lista de dieciocho jóvenes que habían viajado en tres, cuanto menos, de los seis barcos afectados; siete de ellos habían estado en todos.

—Quiero un informe completo sobre cada una de esas dieciocho personas, con detalles especiales sobre los siete últimos —ordenó Tom.

Mientras se recopilaban esos datos, Oliver Rowntree también estaba pensando. En una clase de matemáticas referida a las leyes de probabilidad, se había enterado de que existían varios modos por medio de los cuales una mente astuta podía analizar datos al parecer caprichosos. Si un empleado inteligente revisaba las listas de pasajeros y establecía entre ellas ciertas Correlaciones, podía identificar a cuatro o cinco sospechosos probables e ir descartándolos por medio de un trabajo inteligente. Oliver comprendió que su nombre acabaría por aparecer; sus antecedentes revelarían a los detectives de R R que el causante de los sabotajes era él. ¡Esa maldita redacción sobre los daños causados por la Ley Jones! Quien lo leyera reconocería que no atacaba solamente a la Ley: era una descarga contra Ross Raglan. Y se alegró de que su padre hubiera retirado su nombre del artículo.

Cuando completó esas deducciones estaba cursando el último año de la universidad: «He hecho cuatro viajes de ida y tres de regreso. Y en cada uno he provocado daños. Pero sin duda otros como yo han hecho los mismos viajes. El problema es cómo puedo despistar a los detectives de R R».

Pasó varias semanas de nervios, durante 1924, ideando acciones que despistaran a los que investigaban. Poco a poco fue imaginando la mejor: conseguir la ayuda de alguien que cometiera un acto de sabotaje como los suyos en un barco en el que él no viajara; él se embarcaría inocentemente en un barco poco después. Pero ¿a quién recurrir? ¿A quién confiar tan delicada misión? Porque al explicarse tendría que revelar su culpabilidad pasada y eso le pondría en peligro.

En la universidad halló varios grupos de estudiantes que tenían su hogar en Alaska; naturalmente, esos jóvenes provenían, en su mayoría, de Anchorage y Fairbanks. Descartó a los primeros por estar demasiado próximos a la tienda de su padre; en cuanto a los segundos, no mantenía relaciones armónicas con ellos. Pero había cuatro estudiantes de Juneau con los que le pareció que tendría más afinidad, pues eran serios como él, y confiaba en que al menos uno de ellos podría comprender su raro problema. Por tanto, comenzó a relacionarse con ellos; descubrió que estaban preocupados por el modo en que la política de Alaska dominaba su ciudad y, al terminar el curso de primavera, juzgó conveniente confiar en una de las muchachas.

Era una joven hermosa, de unos diecinueve años, cuyo origen resultaba difícil de identificar. Tenía uno de esos nombres aliterativos populares en la década de 1920: Tammy Ting, por lo cual podía ser china, aunque su aspecto era casi completamente indio. Un día, después de haber hablado varias veces con ella, Oliver le preguntó:

—¿Tammy Ting? ¿Qué clase de nombre es?

Y ella le respondió con una franca sonrisa:

—Tammy Bigears Ting.

Luego le habló de su extraño padre. «El único chino al que se permitió permanecer en Alaska después de la gran expulsión», y de su abuelo

tlingit, igualmente destacado: «Su familia combatió contra los rusos durante cincuenta años; ahora él lucha contra el gobierno de Washington».

El joven Rowntree la escuchaba como hipnotizado.

—¿Puedo confiar en ti, Tammy? Se trata de algo muy serio.

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