Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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Era mayor que ella: estaba a punto de graduarse; Tammy, en cambio, acababa de ingresar y se debatía entre un curso y otro, tratando de identificar las materias que podrían despertar su interés.

—Mi madre vino a esta universidad, en los viejos tiempos. Era la única nativa de Alaska en la universidad. Pero sólo se quedó algunas semanas. Cuando partí de Juneau, me advirtió: «Si vuelves sin diploma te romperé los dos brazos».

—Qué cosa tan horrible para decirle a una hija —comentó Rowntree.

Pero Tammy le corrigió:

—Y lo peor es que lo decía en serio. Sigue diciéndolo.

Tranquilizado por ese franco comentario, Oliver decidió que podía confiar en esa muchacha de la nueva Alaska. Antes de que terminara de Plantearle su problema, ella percibió a un tiempo su aprieto y la solución.

—Quieres que yo en un barco distinto del que tú vas a viajar, haga todo lo que harías tú. —'Y al verle asentir, exclamó—: ¡Dame carta blanca! Desprecio a Ross Raglan por el modo en que castiga a Alaska.

Y el Plan ya estaba concebido.

—Tres marcas distintivas —dijo Oliver. Y le explicó lo de los cubiertos robados, las instalaciones arrancadas y los inodoros atascados.

—Pero si siempre causabas los mismos daños, ellos podían descubrir fácilmente que se trataba de la misma persona —observó ella—. ¿No lo pensaste?

—Quería que lo supieran. —Vaciló—. Pero nunca quise que me atraparan. Quería hacerles saber que los de Alaska despreciamos lo que hacen con esa maldita Ley Jones.

Y la muchacha replicó:

—Mis padres piensan igual. Cuenta conmigo.

En ese momento, Oliver Rowntree abandona esta parte de la narración. En 1925 se graduó con honores en la Universidad de Washington y se embarcó hacia Anchorage en un buque de R R, sin cometer ningún sabotaje, para confundir a quien pudiera estar rastreándole. Pasó en su casa el verano de 1925 y luego partió hacia Oregón, donde iba a ocupar un buen puesto; allí se casaría en 1927, sin haber vuelto nunca a Alaska. Su padre le había dicho al despedirse de él: «No vuelvas, Oliver. Tal como esos cerdos de Seattle y Washington tienen todo arreglado contra nosotros, en Alaska es imposible ganarse la vida decentemente». Y en 1928 Rowntree padre, también se mudó a Oregón, escapando de la tiranía económica imperante en Alaska, para instalar allí una tienda muy rentable.

En cuanto a Tammy Ting, todo sucedió de un modo muy diferente. Al terminar su primer año de estudios, en 1925, se embarcó en el vapor de R R Pride of Seattle y ejecutó subrepticiamente los tres actos de sabotaje que identificarían a su perpetrador como el mismo que importunaba a Ross Raglan desde hacía cuatro años; además, añadió un par de imaginativas y muy costosas depredaciones propias. Pero una noche, mientras se preparaba para devastar un poste costosamente tallado, un joven se le acercó tan inesperadamente que ella se apartó, obviamente azorada.

—Discúlpame por sobresaltarte —se disculpó él. Al mirarla con más atención reparó en su llamativa belleza—. ¿Eres rusa? —preguntó.

—Medio

tlingit, medio china —corrigió ella. Y comenzó a explicar cómo había ocurrido eso, mientras caminaban en el claro de luna, con las montañas de Canadá a la derecha.

Él la interrumpió abruptamente:

—¡Bigears! He oído hablar mucho de tu familia. Tu madre vino a la universidad, ¿no? Se quedó sólo un par de semanas. A principios de siglo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque fue mi abuela quien le proporcionó la beca.

Tammy se detuvo, recostándose contra la barandilla del barco, y señaló a su joven compañero con un dedo delicado.

—¿Tu apellido es Ross?

—Malcolm Venn. Me dieron el nombre de mi abuelo Ross, el fundador de esta compañía.

Conversaron durante unos minutos sobre lo improbable de semejante encuentro. Luego el joven Venn dijo:

—Y tampoco creerás esto, pero hago este viaje como detective. Algún idiota ha estado saboteando los barcos que van a Alaska y mi padre me envía al norte para vigilar… es decir, para que le informe de cualquier cosa sospechosa. —Antes de que la muchacha pudiera hacer un comentario, él añadió—: Tenemos hombres en todos los barcos. Lo atraparemos.

Tammy, con aire inocente, preguntó:

—¿Qué motivo puede tener alguien para dañar un barco de R R?

Él le dio una larga conferencia sobre las almas confundidas que no sabían apreciar el bien que recibían de otros. Explicó que el bienestar de Alaska dependía de la benevolencia de los genios de la industria de Seattle, quienes cuidaban los intereses de todos en Alaska. Complacido por la atención de la muchacha, que parecía brillante, pasó a explicar por qué Alaska nunca podría ser un estado, aunque jamás le faltaría el liderazgo constructivo y paternal de Seattle. Harta ya de esas tonterías, Tammy le interrumpió:

—El pueblo de mi madre, hace mucho tiempo, combatió contra los rusos; después, contra Estados Unidos; ahora, contra ustedes, los de Seattle. Creo que mis hijos y mis nietos continuarán con la lucha.

—Pero ¿por qué?

—Porque tenemos derecho a ser libres. Tenemos suficiente inteligencia para gobernar nuestro propio estado. —Echando fuego por los ojos, miró al futuro propietario de R R y preguntó—: ¿No te ha contado tu padre que el mío, un inmigrante analfabeto que trabajaba por sesenta dólares al año, resolvió los problemas mecánicos de la fábrica de conservas? ¿Y que se fue para trabajar por su cuenta? Aprendió solo a leer y a usar la regla de cálculo. Y adquirió muchos terrenos que a todos les parecían inútiles. Si mi padre tuvo la inteligencia de hacer todo eso, bien podría gobernar un estado, señor Ross. Y conozco a cien más como él… en todas partes de Alaska.

Mientras ella hablaba, el joven Venn quedó tan encantado que la siguió el resto del viaje, deseoso de compartir esa visión de una Alaska de la que nunca le habían hablado. A Tammy la halagaban sus atenciones; pero la última noche, mientras los otros se entretenían, ella se apartó y, tras esperar cautelosamente el momento adecuado, arrancó una costosa decoración de la escalinata para arrojarla a las heladas aguas de la ensenada Cook.

El chapoteo en el agua oscura reflejó la luz de una portilla. Apenas se había apagado cuando se sintió atrapada entre dos brazos fuertes, que la hicieron girar para besarla apasionadamente en los labios.

Mientras paseaban por la cubierta superior, Malcolm Venn le dijo en voz baja:

—Siempre he pensado que, cuando mi padre hablaba de esos primeros tiempos en la envasadora Tótem, el hundimiento del Montreal Queen, la lucha por los salmones en el río de las Pléyades… —Hizo una pausa, temiendo decir demasiado, pero al fin balbució—: Estoy seguro de que estaba enamorado de tu madre.

—Por supuesto —confirmó Tammy—. Todo el mundo lo sabía. Mi madre me dijo: «La señora Ross lo supo desde el primer momento en que me vio. Y no iba a permitir que una maldita

tlingit se casara con el prometido de su hija».

El joven Malcolm se echó a reír ante la idea de que alguien quisiera impedir un casamiento con una muchacha como Tammy Ting. Y volvieron a besarse.

Durante el intenso frío de enero de 1935, las poblaciones próximas a Thief River Falls, al oeste de Minnesota, cerca de la frontera canadiense, estaban experimentando todo el terror de la Gran Depresión. En Solway, John Kirsch, su esposa Rose y sus tres hijos subsistían con una sola comida diaria. En la diminuta aldea de Skime, Tad y Nellie Jackson, también con tres hijos, estaban al borde de la inanición. En Robbin, justo en la frontera con Dakota del Norte, Harold y Frances Alexander tenían cuatro hijos que alimentar sin ingresos seguros de ningún tipo. Esa zona del oeste de Minnesota estaba casi asfixiada

En el cruce de Viking, uno o dos kilómetros al noroeste del río Thief, un alto y desgarbado agricultor llamado Elmer Flatch salió con su hijo de dieciséis años, dejando junto a la cocina de leña a Hilda, su esposa, y a su hija Flossie, y se dirigió hacia los bosques del norte, haciendo una solemne advertencia al muchacho:

—No saldremos de estos bosques hasta que consigamos un venado, LeRoy.

Los dos Flatch marchaban ceñudos entre los árboles, muy conscientes de que no era la temporada de caza.

—Si algún guardabosques trata de detenernos, LeRoy, le daré en plena cara. Prepárate.

Y con esas dos decisiones, conseguir un venado y protegerse mientras lo hicieran, los dos cazadores abandonaron el camino de tierra para adentrarse en el monte.

En los espacios abiertos había acumulaciones de nieve, a veces bastante profunda, pero en las zonas de arbustos, que habían sido repobladas a principios de la década de 1920, la nieve era escasa, apenas lo suficiente para mostrar las huellas de los animales que habían cruzado por ahí. Durante la primera hora y media, entre las sombras plateadas, Elmer fue recordando a su hijo cómo identificar a los diversos animales que compartían los bosques con ellos:

—Ésa es de una liebre; te puedes dar cuenta por las grandes marcas de las patas traseras. La articulación deja un hoyuelo. ¿Y ésta? Puede ser de un ratón. Ésa es de conejo, seguro. Y aquélla… creo que de zorro. No hay muchos zorros en esta zona.

Mientras sondeaba los secretos del bosque el padre experimentaba cierto bienestar, aunque llevaba tres días sin hacer una comida decente.

—No hay en el mundo nada mejor que cazar en un día de invierno, LeRoy. Más allá tiene que haber algún venado.

Desde sus primeros tiempos en Minnesota estaba convencido de que, detrás de la siguiente colina, encontraría un venado. Esa seguridad se justificaba por la notable cantidad de venados que cazaba cuando otros no hallaban ninguno. Ese día, puesto que la caza no era un deporte, sino casi cuestión de vida o muerte, rastreaba con excepcional atención.

—Por allí, no habrá mucho, LeRoy. Por aquí, puede ser.

Pero la mañana pasó sin que ninguna huella delatara el paso de un venado. Los dos hombres (pues LeRoy, con sus dieciséis años, era un compañero responsable, que manejaba el arma con seguridad) empezaron a sentir las primeras señales del pánico, no hacían gestos patéticos, pues los Flatch nunca se permitían ésas demostraciones, pero la tensión les apretaba la boca del estómago.

—Estoy cansado, LeRoy. ¿Qué te parece?

—Tiene que haber venados. Vickaryous cazó uno el mes pasado. Me lo contaron en la tienda.

Ante la mención de su vecino finlandés, Elmer Flatch se puso rígido. No hacía buenas migas con los finlandeses, noruegos y suecos que abundaban en esa parte de Minnesota; eran vecinos honrados, pero de otra clase. Él prefería a los que tenían apellidos más estadounidenses, como Jackson, Alexander y Kirsch. Los Flatch, si no se equivocaba, eran originarios de Kentucky, Indiana y Iowa. «Estadounidenses hasta donde puedas contar». Pero ahora preguntó a su hijo:

—¿Dónde dice Vickaryous que consiguió su venado?

—Yo no hablé con él, pero los hombres de la tienda dijeron que fue en el borde del claro.

Elmer, admitiendo en cierto modo el fracaso, dijo a LeRoy:

—Vamos hacia ese claro, el grande.

—En ése fue, si no entendí mal.

En el claro no hallaron nada, ni siquiera huellas. El incipiente pánico se intensificaba, pues no se atrevían a regresar sin algo que comer.

—Si vemos un conejo o una liebre, LeRoy, los cazamos. Las mujeres necesitan algo que masticar.

El muchacho no respondió, pero sus temores aumentaban a medida que las sombras se iban alargando, pues sabía que en el desnudo cobertizo habría desesperación si volvían con las manos vacías. Los Flatch llevaban más de una semana sin probar carne; el mismo saco de alubias ya no tenía contenido suficiente para mantenerse erguido en el rincón.

Pero se acentuó el ocaso sin que hubiera señales de venados. Esos quince minutos, que habrían podido ser de nevada grandeza, al descender la noche sobre las colinas de Minnesota, se convirtieron en cambio en causa de aflicción. El mayor orgullo de Elmer Flatch era ser capaz de salir con un arma y conseguir alimento para su familia, pero se enfrentaba a una desastrosa situación: no sólo no podía conseguir carne sino que ni siquiera podía comprar el más barato de los sucedáneos enlatados que se vendían en la tienda de Viking.

Ya estaba oscuro, pero Elmer prestaba mucha atención a la luna, como casi todos los buenos cazadores, y sabía que pronto asomaría lo que él llamaba «una tres cuartos menguante». Por eso indicó a su hijo:

—Seguiremos andando hasta conseguir un venado, LeRoy.

Y el muchacho asintió, pues se resistía tanto como su padre a volver con las manos vacías junto a las mujeres de la familia.

Los dos avanzaron con cautela en la oscuridad, mientras el padre advertía:

—No te apartes de mi lado. No quiero dispararte entre las sombras confundiéndote con un venado.

Lo que en verdad quería decir era: «No te pierdas entre los árboles, donde podrías dispararme en cuanto yo hiciera un ruido». Pero tenía en cuenta la juventud de su hijo y no quería abochornarlo.

Llegaron a un claro abierto donde tenía que haber venados, pero no apareció ninguno. Cuando volvieron a caminar entre los árboles se encontraron en la oscuridad casi total por una media hora. De pronto, al acercarse a otro claro, la luna menguante se elevó entre las ramas y una luz reconfortante bañó la escena, aunque sin revelar huellas. A medianoche, cuando la luna trepaba hacia el cenit, los dos aún seguían rodeados de monte desierto. El padre empezaba a debilitarse, abrumado por el hambre, pero trataba de disimular. De vez en cuando se detenía a recuperar el aliento, cosa que nunca le había hecho falta, gracias a su constitución delgada y a su gran resistencia.

Eran casi las dos de la mañana cuando los Flatch llegaron a un claro iluminado por la luna, por donde los venados habían pasado recientemente. Al ver las huellas, Elmer sintió una oleada de energía y, con magistrales órdenes, hizo que LeRoy se desviara hacia la derecha, sin perderle de vista para evitar cualquier accidente con las armas, y se adentró entre los árboles con gran cautela.

Entonces vieron a la presa. El animal los vio entre las sombras y huyó. LeRoy estuvo a punto de sollozar al verlo desaparecer, pero su padre se limitó a morderse el labio por un momento.

—Estamos sobre el rastro, LeRoy. Detrás de la otra colina cazaremos un venado.

Y con una fortaleza que dejó estupefacto a su hijo, Elmer Flatch partió en persecución del venado que debía cazar.

—Lo seguiremos hasta mañana al anochecer, si es preciso.

Una hora antes del amanecer, los dos Flatch sorprendieron a una hembra solitaria, bellamente recortada por la luz mortecina de la luna en declinación. Ejercitando todo su dominio, Elmer susurró a su hijo:

—Dispara cuando yo baje el codo derecho. Apunta un poco más adelante, por si brinca. —Y añadió—: Tenemos que llevarnos ésta, hijo.

Meticulosamente, los Flatch apuntaron las armas, protegiéndolas del claro de luna, para que ningún destello espantara a la hembra. En cuanto Elmer hizo la señal con el codo derecho, los dos dispararon y la hembra cayó como alcanzada por un rayo. Al verla tendida, Elmer quiso dejarse caer también, por agotamiento y por el súbito alivio de haber conseguido comida. Pero LeRoy lo sujetó:

—Siéntate en el tronco, papá. Yo voy a degollarla.

Y mientras Elmer descansaba bajo la helada luna, medio desmayado de hambre, LeRoy corrió por el claro y preparó la presa para transportarla.

El camino hasta el cobertizo era largo y las medias reses pesaban bastante, pero los dos hombres marchaban como si el gozo los impulsara hacia delante. Parecían recibir fuerzas y sustento de la mera presencia de esa carga sanguinolenta que llevaban a la espalda. Cuando se acercaban a su destino Y vieron la voluta de humo que brotaba de la leña recién encendida, LeRoy echó a correr, gritando:

—¡Mamá, Flossie! ¡Hemos cazado un venado!

Por desgracia, sus gritos alertaron a los Vickaryous, que vivían en granja cercana. Cuando los finlandeses se enteraron de que sus vecinos habían conseguido carne, dos hombres y dos mujeres acudieron a la casa de los Flatch.

—Hace tres días que no comemos, señor Flatch.

Los hambrientos colonos se estudiaron mutuamente: los cuatro Flatch, del este; las dos parejas Vickaryous, llegadas de Finlandia veinte años antes. Todos eran altos, erguidos, delgados y trabajadores. Vestían correctamente, sobre todo los finlandeses. Y todos estaban al final de su resistencia.

—Tiene que darnos algo, señor Flatch —dijo una de las mujeres.

Hilda se adelantó con un cuchillo, diciendo:

—Desde luego. —Y se arrodilló para cortar un buen trozo de carne.

Una de las Vickaryous estalló en lágrimas:

—Sabe Dios que nos avergüenza pedir limosna, pero con este frío…

Mientras las cuatro mujeres troceaban el venado, un ángel guardián apareció como enviado por el cielo para socorrer a esas familias. Se presentó en un Ford usado, que en los quince años anteriores no había sido cuidado con mucho esmero. Al principio, los hombres del cobertizo pensaron que era un guardabosques.

—No se llevará este venado —susurró Elmer a los otros.

Y uno de los Vickaryous dijo a su grupo:

—Con cuidado, pero no le dejemos tocar esa carne. Que no la toque.

El visitante era Nils Sjodin, de cierta oficina gubernamental de Thief River Falls; traía consigo un notable mensaje y los documentos necesarios para respaldarlo. Una vez sentado en el cobertizo, con las ocho personas agrupadas a su alrededor, dijo:

—Me alegro de ver que han conseguido un venado. En esta zona la comida escasea.

—¿Quién es usted? —preguntó Hilda Flatch.

Y él respondió.

—El portador de la buena nueva.

Dicho eso, plantó en la mesa de madera un montón de papeles e invitó a todos a inspeccionarlos. Como los agricultores de esas tierras respetaban la educación, todos los presentes sabían leer, hasta la pequeña Flossie Flatch, y en breves momentos recibieron la primera noticia de la revolución que iba a sacudirlos, a ellos y a sus vecinos de esa septentrional región de Estados Unidos.

—¡Sí! —exclamó el señor Sjodin, con el entusiasmo de un pastor metodista o de un vendedor de maquinaria agrícola—. Todo lo que dice ahí es cierto. Nuestro gobierno va a elegir a ochocientas o novecientas personas de zonas como ésta, gente que lo esté pasando mal sin tener la culpa de ello, y los embarcaremos a todos hacia un valle de Alaska, con todos los gastos pagados. Las coles pesan treinta kilos cada una… nunca se ha visto nada así.

—¿Para qué? —preguntó Hilda Flatch, que se había pasado la vida tratando con embaucadores y lo tomaba por uno de ésos.

—Para iniciar una vida nueva en un mundo nuevo. Para poblar un paraíso. Para construir una zona muy importante para Estados Unidos: Alaska, nuestra nueva frontera.

—Pero ¿no es todo hielo allá arriba? —preguntó Elmer.

El señor Sjodin estaba esperando esa pregunta. Sacó tres publicaciones nuevas y las puso a la vista de todos. Por primera vez, los Flatch y los Vickaryous vieron la mágica palabra Matanuska.

—¡Vean ustedes mismos! —anunció Sjodin, con un orgullo que habría sido apropiado para el dueño de la zona que describía—. El valle de Matanuska. Situado entre grandes montañas. Rodeado por glaciares que brotan misteriosamente de las colinas. Tierra fértil. Allí se cosechan cosas que nunca se han visto. Miren ustedes a este hombre, de pie junto a esas coles y esos nabos. Vean este certificado, firmado por un funcionario de Estados Unidos: «El que suscribe, John Dickerson, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, certifica que el hombre de pie entre esas hortalizas es él mismo y que las verduras son verdaderas y no han sido adulteradas Por ningún medio».

Los agricultores contemplaron con gran asombro los productos de ese valle de Alaska, luego, las cimas nevadas de las gloriosas montañas que lo rodeaban, y, por fin, la casa de muestra levantada junto a un arroyo. Estaban mirando un país de maravillas y lo sabían.

—¿Dónde está la trampa? —preguntó Hilda Flatch.

El señor Sjodin pidió a todos que se sentaran, sabiendo que iba a decir algo increíble.

—Nuestro gobierno, para el cual trabajo en cuestiones de agricultura, ha decidido hacer algo para ayudar a los granjeros que tanto están padeciendo con la Depresión. Y lo que vamos a hacer es esto.

—¿Quién es usted? —preguntó la señora Flatch.

Y él dijo:

—Provengo de una familia de agricultores, igual que ustedes. Me radiqué en Fargo, Dakota del Norte. Cultivé durante un tiempo las tierras de Minnesota y fui elegido por el gobierno federal. Mi trabajo actual consiste en ayudar a familias como ustedes a iniciar una nueva vida.

—¡Pero si no nos conoce siquiera! —observó Hilda.

El señor Sjodin la corrigió cortésmente, pero con exactitud:

—He hecho muchas averiguaciones sobre los Flatch y los Vickaryous. Sé cuánto debe cada familia sobre su terreno, cuánto pagó por la maquinaria, cuál es el saldo que tienen en el banco y cuál es su estado general de salud. Sé que ustedes son personas honradas. Sus vecinos dieron buenas referencias. Y todos ustedes están absolutamente arruinados. Les repetiré lo que me dijo el tendero de Thief River: «Me sacaría el pan de la boca para dárselo a los Flatch. Son claros como el agua. Pero no puedo darles más crédito».

Los hombres de las dos familias bajaron la vista al suelo.

—Por eso se los ha seleccionado. Creo que todos ustedes pueden estar seguros.

—¿Los niños también? —preguntó Hilda.

Y el señor Sjodin contestó:

—Los niños, sobre todo. Queremos niños como los de ustedes para que sean la semilla de la nueva Alaska.

Ahora que tenía la atención de todos, pasó a los detalles:

—Los llevaremos hasta San Francisco en tren, sin que ustedes deban pagar un céntimo. Allí los pondremos en un barco hacia Alaska, también sin pagar un céntimo. Cuando desembarquen allí, se los trasladará a Matanuska, siempre por cuenta nuestra. Allí se asignará a cada familia una hectárea y media, a elección de ustedes. Les construiremos una casa nueva, con granero, y recibirán gratuitamente semillas y animales. También construiremos un centro urbano con tiendas, médicos y una carretera hacia el mercado.

—¿Y todo eso será gratis? —preguntó Elmer.

—Al principio, sí. Ustedes no gastarán un céntimo. Hasta la cocina será gratuita. Pero anotaremos en la cuenta de cada uno una deuda de tres mil dólares sobre la que no pagarán nada en los comienzos. A partir del segundo año abonarán el tres por ciento de interés sobre la hipoteca, es decir: noventa dólares por año. Y tal como crecen las hortalizas en ese valle, no sólo podrán pagar los intereses, sino también parte del capital.

Concluyó con un gesto grandilocuente y sonrió a los cuatro finlandeses, como si tuviera especial interés en convencerlos:

—El gobierno federal nos ha pedido que consigamos sobre todo suecos, noruegos y finlandeses, entre veinticinco y cuarenta años, agricultores con hijos. Si ustedes tuvieran hijos serían perfectos.

—Tenemos siete, en total —dijo una de las finlandesas.

Pero antes de que el señor Sjodin pudiera asegurarles que, con eso, las dos familias tenían garantizada la selección, lo distrajo un golpe seco a su espalda. Al volverse, descubrió que Elmer Flatch se había desmayado.

—Hace cuatro días que no come nada sólido —dijo Hilda Flatch—. Flossie, ponte a cocinar algo.

Y pidió ayuda al señor Sjodin para llevar a la cama a su marido, todo piel y huesos.

Para asombro de los doscientos noventa y nueve agricultores de Minnesota elegidos por el señor Sjodin, en el invierno de 1935, para esa bonanza proporcionada por el gobierno federal, todas sus promesas fueron cumplidas. Un tren llamado Alaska Special los llevó, con relativa comodidad, hasta la estación Southern Pacific, de San Francisco; en las diversas paradas, los habitantes, ansiosos de ver a los nuevos peregrinos, se agolpaban en las estaciones llevando cantimploras con café caliente, bocadillos y rosquillas. Los periodistas acudían en tropel para interrogar a los viajeros y escribían artículos que se podían clasificar en dos categorías: en unos se afirmaba que los de Minnesota eran audaces aventureros que se arrojaban hacia las gélidas fronteras desconocidas; en otros, eran desvergonzados participantes de otro plan socialista del presidente Roosevelt, destinado a aniquilar la integridad de Norteamérica. Unos pocos periodistas inteligentes intentaron lograr un equilibrio entre los dos extremos; una mujer de Montana escribió:

Estas almas endurecidas no se lanzan a ciegas hacia algún páramo ártico donde no verán la luz del sol por seis meses al año. La periodista ha estudiado las condiciones climáticas de Matanuska y ha descubierto que equivalen a las del norte de Maine o el sur de Dakota del Norte. El valle en sí se parece mucho a las mejores partes de Iowa, aunque está rodeado por una cadena de hermosos picos nevados. En verdad, hay motivos para creer que estos emigrantes se dirigen a una especie de paraíso.

La gran pregunta es: ¿por qué ellos y no otros? El gobierno federal les entrega todo tipo de beneficios a muy bajo coste, serán, en último término, los contribuyentes de Montana los que paguen la factura. Esta periodista no ha hallado ninguna justificación para acumular tanta generosidad sobre este grupo en especial, como no sea el hecho de que todos vivían en los estados del norte, son en su mayoría de origen escandinavo y tienen aspecto de saber trabajar. La gente de nuestro condado que fue a la estación para saludarlos les deseó buena suerte, pues en verdad se lanzan a una gran aventura.

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