Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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El hermano tomó su rifle, guiado por el sólido principio de Minnesota, según el cual se dispara contra cualquier cosa que se mueva, pero ella lo detuvo. Fue así como el oso merodeador, en vez de recibir un balazo en el testuz, se encontró con una niña que avanzaba hacia él con dos patatas y una col.

El animal se detuvo a estudiarla con suspicacia, luego giró en redondo y se alejó pesadamente; pero al cabo de algunos minutos regresó, pues la niña no se movía. Su olor, mezclado con el de las patatas y la col, resultaba una mezcla desconcertante. El oso huyó nuevamente, pero era un animal inquisitivo y por tercera vez se acercó a esos tentadores aromas. En esta ocasión encontró una patata cruda en medio del sendero; después de olfatearla varias veces, la masticó hasta reducirla a una pulpa sabrosa.

En los días siguientes, el oso volvió a aparecer, siempre en las últimas horas de la tarde y atento a la proximidad de esa niña temeraria, que se le acercaba con las cosas que a él le gustaban. Un día, ella le ofreció una col y el animal la aceptó. Antes de terminar la segunda semana, ya era evidente que Flossie había domesticado un oso. Cuando la noticia circuló por la ciudad, varias personas los visitaron para ver el milagro. Pero el señor Murphy advirtió, con buen tino:

—Los osos no son de fiar, mucho menos los osos pardos. Apuesto a que no conoces su nombre científico:

Ursus horribilis. Suena terrorífico, ¿no?

Ella negó con la cabeza:

—Ese oso pardo es amigo mío.

Y para horror de Murphy, esa tarde Flossie salió al encuentro del animal, jugó con él y le dio más col. Ahora parecía mucho más grande que en su primera aparición; si Murphy se hubiera encontrado con él de repente, en un sendero del bosque, habría quedado petrificado.

A medida que transcurría el tiempo, la amistad entre la niña y el oso iba creciendo, pero el entusiasmo que esa relación provocaba se evaporó ante algo todavía más asombroso. Durante las frecuentes visitas del animal, Flossie comenzó a barruntar que en la región había un animal mucho más grande. Un atardecer, mientras su oso desaparecía senda arriba, vio venir en dirección opuesta una enorme silueta negra. Al principio pensó que era un oso pardo enorme y, dado el éxito que había tenido con el primero, supuso que podría hacer lo mismo con ése. Pero cuando el animal se acercó U. poco más vio que se trataba de un alce americano, con un cuerpo tan grande como un camión. Era una hembra inmensa y desgarbada, que se movía con torpeza, pero con una imponente majestad que llamaba la atención de cuantos la veían, bestias o humanos. Flossie se dijo que, cuando su Oso domesticado se encontrara con ese enorme animal, sería él quien diera un paso atrás y no el alce.

En ese primer encuentro, el alce sólo se detuvo a un par de metros de la niña. Hubo una larga inspección; el animal tenía mala vista, pero un riquísimo olfato. Luego, con una curiosidad que sobresaltó a la niña, se adelantó para olisquearla mejor. Y una vez más fue verdad la maravillosa leyenda de quienes viven en los bosques y en la que Flossie, por cierto, tenía fe:

—Ese alce supo que yo no tenía miedo, papá. Lo supo por mi olor. Tal vez se dio cuenta también de que yo había estado jugando con el oso, pero se me acercó. Sabía, me parece, que yo era su amiga.

En cuanto Flossie hubo narrado esa versión a la Matanuska de la antigua leyenda, su padre tomó el rifle, gritando:

—¿Dónde está?

Pero la niña, al darse cuenta de que pretendía disparar contra su alce, gritó:

—¡No!

El padre quedó tan sorprendido ante esa violenta reacción que retrocedió un paso, dejó caer la mano que sujetaba el pomo de la puerta y observó, en voz baja:

—Pero Flossie, el alce es carne que podemos vender. Necesitamos…

Ella volvió a gritar; era la queja angustiada de la criatura enamorada de todos los animales con los que compartía el glaciar. Ella era una con el oso y sabía que, con paciencia, llegaría a domesticar a ese gran alce, que pesaba diez veces más y la doblaba en altura. Plantándose delante de la puerta, impidió que su padre saliera con el arma. Hubo un momento de tensión en que él estuvo a punto de apartarla, pero se rindió y, permitiendo que ella le quitara el rifle, gruñó:

—Cuando tengas que acostarte con hambre, no me eches la culpa.

—Hay otros en las montañas.

—Pero si ése se acerca a nuestra cabaña es porque quiere una bala. Y tiene derecho a recibirla.

—Ésa —corrigió Flossie—. Es una hembra.

En los días siguientes se encontró con el alce en diversos lugares. La enorme bestia la olfateaba siempre con minuciosidad, hasta asegurarse de que era la humana en quien podía confiar. Más o menos en la séptima visita, Flossie le ató una larga cinta blanca en el pelo, detrás de la oreja izquierda, e hizo correr la voz por la escuela y por la ciudad, tanto como pudo: el alce que vivía junto al glaciar y tenía una cinta blanca era domesticado y pertenecía a Flossie Flatch.

Por desgracia, al agitarse cerca del ojo, la cinta irritaba tanto al animal que se la quitó frotándose contra una rama de pícea. Sin embargo, a la tarde siguiente se aproximó a Flossie con obvio afecto y se dejó atar otra cinta en el flanco izquierdo. Ésta se aguantó el tiempo suficiente para que los habitantes de Matanuska llegaran a familiarizarse con la historia del alce mimado.

Mildred Alce causaba ciertos problemas. Cuando se presentaba ante la cabaña de los Flatch, esperaba que la alimentaran y su apetito era insaciable: zanahorias, coles, lechuga, patatas, apio; curvaba el enorme labio superior y hacía desaparecer todo por su amplia garganta, como en un acto de magia. Pero no daba muestras de mal genio, ni siquiera cuando la comida era escasa, y su amistosa presencia alrededor de la cabaña acentuaba la fusión de la casa con las maravillas naturales de Matanuska.

Por eso preocupó a Flossie enterarse en la escuela, por los niños Atkinson, que en el valle había quejas constantes por las privaciones y protestas contra el gobierno federal, que había llevado a tantas familias a ese páramo estéril. Cuando ella reprochó a los cuatro Atkinson esa falta de espíritu aventurero, le contestaron que ella era una estúpida si jugaba con un oso y un alce mientras el resto de Matanuska sufría por culpa del gobierno, que no respetaba su promesa de cuidar de los inmigrantes.

Cuando Flossie repitió eso en su casa, su padre se enojó mucho:

—Cuando vivían en Robbin, esos Atkinson no tenían bacinilla donde mear. Y ahora se dan tantos aires.

Hilda le reprendió por hablar así delante de los niños, pero él repitió lo mucho que le asqueaba la gente capaz de quejarse por pequeños inconvenientes cuando se le ofrecía una vida nueva.

Tenía derecho a juzgar, pues ninguno de los colonos había trabajado tanto como él para establecerse en Matanuska. Con sus propias manos había construido su casa, en un sitio elegido para sus objetivos personales, y como se negaba a cultivar la tierra, había ideado varias maneras imaginativas de ganarse la vida. Oficiaba de carpintero para otros, ayudaba a trocear la carne, araba los campos con los caballos o tractores que le proporcionaran los propietarios, y viajaba a Anchorage, conduciendo vehículos ajenos, para recoger importantes pedidos de medicamentos o herramientas. Hasta trabajaba de vez en cuando en la pista aérea de Palmer, ayudando a cambiar las ruedas por patines, cuando llegaba el momento de viajar a los campamentos situados en las altas montañas. Pero se dedicaba principalmente a cazar, para llevar a su cabaña alces, osos y venados que buscaba por todo el distrito.

Una noche, al verle regresar arrastrando un alce por la nieve, Hilda le dijo:

—Esta noche debemos asistir a una reunión. Harold Atkinson va a presentar una protesta formal o algo así.

Y obligó a Elmer a acompañarla a la ciudad. Escucharon en rígido silencio las quejas de los Atkinson y tres o cuatro parejas más, que protestaban por todos los aspectos de la vida en Matanuska. Esa letanía de frustraciones demostraba que dos personas pueden interpretar la misma situación de modo muy diferente.

—El gobierno nos ha defraudado en todos los sentidos —se lamentaba Harold Atkinson—. No hay carreteras, no hay una escuela como Dios manda, no se ayuda a los agricultores, no hay un plan para comercializar nuestras cosechas y en el banco no hay dinero que podamos pedir prestado.

Missy y Matt, al oír esas quejas, no pudieron contenerse. En ausencia de los funcionarios principales, que hasta el momento habían hecho buen trabajo, aunque todo pareciera retrasarse, tomaron la Palabra apoyándose mutuamente, como habían hecho tantas veces durante los muchos años pasados en Alaska.

—Todo lo que usted dice es cierto, señor Atkinson, pero no tiene nada que ver con la creación de una nueva ciudad en Matanuska. Y a decir verdad, tampoco tiene nada que ver con proporcionar una base sólida a nuestras familias. Creo que las cosas estaban diez veces peor en Dawson o Nome, cuando terminó el siglo pasado, y así fue como comenzó Alaska.

—Pero no estamos en el siglo pasado, sino en el año treinta y siete —gritó John Krull, desde la última fila—. Y lo que debemos soportar es una vergüenza.

Eso indignó a Matt Murphy, que tenía ya setenta años y veía todas las situaciones desde una perspectiva más amplia. Evitando cualquier mención de su propio heroísmo, en condiciones cincuenta veces peores que las imperantes en Matanuska, habló con voz cadenciosa de las privaciones y la falta de alimentos que habían alejado a su gente de Irlanda, durante las grandes hambrunas, y concluyó reprochando a los Atkinson:

—Ustedes tienen derecho a quejarse por las promesas no cumplidas, pero no tiene sentido renegar de toda la operación.

Sólo consiguió enfurecer a los quejosos hasta tal punto que la reunión acabó en una especie de riña. Al terminar la semana siguiente, los Flatch se enteraron de que los Atkinson, los Krull y otras tres familias habían partido de Matanuska, abandonándolo todo para volver a Los cuarenta y ocho de abajo. No mucho después, la colonia fue inundada con recortes de periódicos enviados por amigos, quienes escribían: «Ha de ser un verdadero infierno tratar de vivir en una colonia socialista donde todo ha salido mal». Un agricultor bien intencionado escribió a los Flatch: «Supongo que os veremos de regreso por aquí un día de éstos. Cuando lleguéis buscadme. En Minnesota las cosas están mucho mejor que cuando os fuisteis; podría conseguiros una buena parcela a precios de ganga».

Lo que irritaba a quienes se habían quedado en Matanuska y a los funcionarios como los Murphy, que estaban haciendo lo posible para que ese gran experimento funcionara, era que los periódicos conservadores de todo Estados Unidos, recogiendo las quejas de los «regresados», como los llamaban, castigaban tanto al pueblo de Matanuska como a los funcionarios gubernamentales que habían ideado el programa, tildándolos de comunistas que estaban introduciendo procedimientos extraños al honrado modo de vida americano. Hacia 1937 y 1938 se estaba saliendo tan rápidamente de la Gran Depresión que nadie recordaba cómo habían sido las cosas unos pocos años antes. Veintenas de diarios y revistas aprovecharon el supuesto fracaso de Matanuska como prueba de que el socialismo nunca funcionaba.

Si existían en toda América dos seres humanos menos vulnerables a la acusación de socialismo que Missy Peckham y Elmer Flatch, el Público no los conocía. Esas dos personas, siguiendo la gran tradición de los individualistas estadounidenses, habían salido a la aventura con unos pocos céntimos en el bolsillo, para superar enormes dificultades y lograr maravillas, cada uno a su modo. En Matanuska estaban haciendo lo mismo. Missy, en la cumbre de su agitada vida, ayudaba a una nueva generación de aventureros a establecer una sociedad de familias propietarias de sus propias parcelas, que venderían su propia producción y enseñarían a sus hijos a hacer lo mismo. Elmer, que había trabajado en Alaska como pocos, veía crecer la hectárea y media que le había dado el gobierno hasta acumular más de doce; aunque algunos se habían reído de él al principio, porque deseaba actuar como guía de los ricos que quisieran cazar un alce, tenía en la zona fama de ser el mejor cazador de Alaska y, con paciencia, atraía a los cazadores de grandes ciudades que deseaban aprender sus trucos. En 1938, al acercarse la temporada de caza, sus servicios eran tan solicitados que sugirió a su esposa: «¿Por qué no preparas la comida para estos coyotes hambrientos?». Fue así como, en sitios tan lejanos como Los Angeles y Denver, la gente empezó a hablar de Elmer e Hilda Flatch.

Y cuando uno de esos clientes le trajo cuatro recortes sobre la sociedad comunista patrocinada en Alaska por el gobierno, se sintió en la obligación de defender a Matanuska. Con la ayuda de Missy Peckham, redactó una carta que fue reproducida en multicopista y enviada a unos treinta y ocho periódicos. El primer párrafo marcaba el tono:

El otro día leí en su periódico que nosotros, los de Matanuska, somos todos comunistas; como no sé gran cosa sobre Rusia, puede que eso sea cierto. Pero quiero decir a sus lectores cómo vivimos los comunistas de aquí. Nos levantamos a las siete, cada familia en la parcela que es su propiedad privada; algunos ordeñan las vacas de su propiedad; otros abren las tiendas que pagaron con su duro trabajo. Nuestros hijos van a la escuela que sostenemos con nuestros impuestos. Y al terminar la semana reunimos nuestros productos y los enviamos a Anchorage, donde hay un mayorista particular que nos estafa como un demonio, pero en tiempos difíciles nos presta dinero sobre nuestra próxima cosecha.

El párrafo siguiente explicaba cómo utilizaban los «comunistas» de Matanuska su tiempo libre. Se mencionaba a Flossie con sus animales domesticados y al irlandés Carmody, el del aeropuerto, que había ahorrado hasta pagar el anticipo de un aeroplano modelo 1927, con el que transportaba cargas para las minas de oro de las colinas. Esas minas, según decía Elmer, eran propiedad de buscadores particulares, algunos de los cuales buscaban sin éxito desde hacía cincuenta años.

El último párrafo fue ampliamente citado en el debate sobre la finalidad práctica de Matanuska; debido a la primera oleada de comentarios adversos hechos por hombres como Harold Atkinson, casi todos los lectores de Los cuarenta y ocho de abajo consideraban el experimento como un horrible fracaso. De Atkinson y los otros «regresados», Elmer y Missy decían:

Sabemos que, cuando Colón partió para descubrir América y cayó en dificultades, muchos de sus tripulantes le aconsejaron que emprendiera el regreso. Cuando los colonos que iban hacia Oregón y California se encontraron con las grandes planicies desiertas y los indios hostiles, muchos de ellos se echaron atrás. Y siempre que se ha intentado algo importante en esta tierra, los pusilánimes se han acobardado. ¿Cuántos de los mineros, en 1898, giraron en redondo tras echar un solo vistazo al paso de Chilkoot? Los que perseveraron hallaron oro y construyeron una nueva región. Aquí estamos construyendo una nueva región; dentro de diez años, Matanuska será un valle próspero, lleno de grandes parcelas, gente sana y niños que no desearán vivir en otro sitio. Observen ustedes a los trabajadores y ya verán. No escuchen a los «regresados».

Mientras Elmer redactaba su defensa de Matanuska, LeRoy, próximo a cumplir los diecinueve años, pasaba días de entusiasmo en Palmer, donde entabló relación con dos de las experiencias más excitantes para cualquier joven: las mujeres y los aviones. Conoció a Lizzie Carmody en una tienda, donde su pelo rojo y su sonrisa irlandesa le cautivaron hasta tal punto que la siguió furtivamente a su casa. Así descubrió que vivía en un cobertizo, en el borde de la gran pradera nivelada que servía como aeropuerto de la ciudad. En los días siguientes se enteró de que su padre, Jake Carmody, poseía uno de los aviones que prestaban servicio a las minas perdidas en los diversos cañones de las cercanas montañas Talkeetna. Era un pequeño aeroplano, famoso en la historia de la aviación: un

Piper J-3, apodado

Cub («cachorro»); las alas sobresalían por encima de la cabeza del piloto; el de Carmody tenía un recinto improvisado donde podía sentarse otra persona y el interior desguarnecido, a fin de dar cabida al máximo de carga en los viajes a las montañas.

Durante unas tres semanas, LeRoy no pudo descifrar si rondaba la pista para ver a Lizzie Carmody o para observar el aeroplano de su padre, pero hacia el final de ese período ganó el último.

—¿Qué clase de avión es éste? —preguntó un día acercándose a Carmody.

Y el irlandés respondió:

—Un Superviviente de 1927.

Como LeRoy volvió a preguntar qué clase era ésa, el piloto le mostró las diversas abolladuras y desgarramientos que simbolizaban su vida en Alaska:

—Es un

Piper Cub que aprendió a sobrevivir. Esta larga cicatriz: un aterrizaje sobre una pícea, en medio de la niebla. Esta otra: un aterrizaje en la orilla de un río que resultó no ser de grava, sino de lodo. Esta desgarradura en el costado, una dinamo que se desprendió detrás de mi cabeza, al descender demasiado de prisa en un lago de las colinas.

El

Cub parecía tan dañado que LeRoy comentó:

—Parece que pilotar es, sobre todo, tratar de aterrizar.

Carmody le dio una palmada en la espalda:

—Hijo, acabas de aprender todo lo que se puede saber sobre la aviación. Cualquier idiota puede elevarse en el aire. La cosa es descender.

—Y usted ¿alguna vez ha corrido un verdadero peligro?

El piloto no respondió. Se limitó a señalar nuevamente las ocho o nueve grandes cicatrices, cada una de las cuales representaba un estrecho roce con la muerte. LeRoy comentó, con gran respeto:

—¡Qué valiente debe de ser usted!

—No. Cauteloso, nada más.

Como eso parecía una contradicción, a juzgar por el estado del

Cub, LeRoy no pudo dejar de preguntar:

—¿Cómo puede decir que es prudente cuando ha tenido tantos accidentes?

Carmody estalló en una carcajada.

—Tú sí que vas al grano, hijo. Soy prudente, sí. Pongo mucho cuidado para no estrellarme antes de ver si hay un modo de salir con vida. Cualquier aterrizaje vale si sales caminando.

—Pero este avión es una ruina —comentó LeRoy—. ¿Por qué no lo repara?

—Porque todavía vuela. De cualquier modo, lo uso para llevar carga. —Después de estudiar su maltrecha antigüedad, añadió—: Creo que ya estoy harto de Alaska. Estoy pensando en comprar un Cessna de cuatro plazas para trabajar en California o en cualquier lugar. Fuera.

—¿Dónde queda Fuera?

Carmody volvió a reír.

—Vosotros, los nuevos, lo llamáis «Los cuarenta y ocho de abajo». Nosotros, los que nacimos aquí, decimos «Fuera».

—¿Y qué hará con éste, si compra otro avión?

—Mira —dijo Carmody, señalando una tuerca—. Cuando termine con éste, saco esta tuerca y ¡puf!, se desarma todo.

Carmody acabó por convencerse de que LeRoy era un muchacho honrado, sinceramente interesado en Lizzie y en los aviones. Un día, a punto de bajar tras un viaje a las minas, le preguntó:

—¿Alguna vez has subido a un avión, hijo?

—No, señor.

—Pues sube.

Y en el desguarnecido

Cub lo llevó en ese tipo de vuelo que puede cambiar las percepciones de un joven. Se elevó lentamente desde la pequeña pista de tierra y voló hacia el norte, a lo largo de las nevadas montañas Talkeetna, para que su pasajero pudiera contemplar los encantadores cañones que, de otro modo, estaban ocultos a la vista:

—Nadie conoce Alaska si no la ha visto desde el aire.

Luego pasó sobre el centelleante glaciar Matanuska y se desvió hacia el este, adentrándose en las cañadas de las altísimas Chugaches.

—En Alaska no se puede sobrevivir sin avión. Están hechos el uno para el otro.

En el trayecto de regreso, LeRoy gritó:

—¡Allí! ¡Ésa es nuestra casa!

Y Carmody pasó en vuelo rasante sobre la cabaña tres veces, hasta que Hilda apareció en la puerta, con las manos enredadas en el delantal. Al levantar la vista vio a su hijo que pasaba en un aullido, con la rubia cabeza asomada por la ventanilla del avión.

La apasionada defensa que Elmer hizo de Matanuska provocó un torrente de cartas desde Los cuarenta y ocho de abajo; el sesenta por ciento contenía mensajes de aliento, el resto le condenaba por comunista. Missy Peckham, que se encargaba de la correspondencia de los Flatch, quemó las últimas y, exhibió las que le respaldaban por todo el valle, obteniendo aplausos para Elmer; pero duraron poco, pues un triste acontecimiento vino a recordar a los inmigrantes cómo era la vida en cualquier asentamiento de frontera.

Matt Murphy, encantado por la atención que concentraba con sus aventuras en la antigua Alaska, solía pasar el día en la cabaña de los Flatch ayudándoles a construir un ala donde los cazadores pudieran pasar la noche o delimitando un sendero hasta el glaciar que pendía sobre el valle. Gozaba especialmente, compartiendo con Flossie su trabajo con los animales; aunque su presencia molestaba al oso pardo, que a veces le gruñía, Mildred Alce le veía como a un amigo más y, a veces, le acompañaba durante largas caminatas, olisqueándole por el camino. Un día le guió hacia la ribera del río Knik. Murphy comentó a la niña:

—Creo que quiere mostrarnos los lagos George.

Y con esa vaga sugerencia, el viejo irlandés organizó una expedición hacia uno de los tesoros de Alaska.

Los cuatro Flatch y la pareja Murphy cruzaron el gélido Knik con sus cestos de merienda y treparon por la ribera izquierda hacia el extremo del glaciar. Matt aprovechaba los períodos de descanso para describir lo que iban a ver:

—Allá arriba hay un valle cerrado. Debería desaguar directamente en el Knik, pero como lo bloquea la muralla del glaciar, el agua contenida forma una cadena de tres bellos lagos: George Superior, Interior e Inferior. Y allí quedan, bloqueados durante toda la temporada fría, porque el glaciar hace de tapón.

Los excursionistas reanudaron el ascenso hasta el promontorio desde donde podrían contemplar las maravillas prometidas por Murphy; pero en el siguiente descanso él explicó lo que no tardaría en ocurrir:

—Cuando llega el tiempo caluroso, la barrera de hielo se funde, en cierto modo. El agua de los tres lagos forma entonces uno solo, que supera los cuarenta y cinco metros de profundidad y ejerce una presión tremenda, hasta filtrarse por la muralla del glaciar; así la va debilitando. Por fin llega en julio un día en que la presión del lago se torna tan intensa que ¡zas!, el lago se abre paso, los muros del glaciar estallan y allí tenemos una garganta de veinte metros de ancho por otros tantos de profundidad.

—¿Podremos verlo? —preguntó Flossie.

—Nunca se sabe cuándo se va a producir la rotura. No son muchos los que la ven. Pero la garganta se mantiene abierta durante unas seis semanas. El lago se vacía y bajan témpanos enormes. Unos ingenieros del gobierno calcularon el torrente: doce millones ciento cincuenta mil litros por segundo, cuando se produce la rotura. Es muchísima agua.

Los Flatch no tenían idea de lo que verían al llegar al punto desde donde mejor se veían los tres lagos, pero mientras seguían a Murphy hacia la cima oyeron el rugir del agua, más abajo, y el irlandés gritó:

—¡Creo que ya se ha roto!

Por fin vieron ese milagro de la naturaleza, único en su especie en todo el mundo: un lago inmenso estallaba en la superficie de un altísimo glaciar, arrancando trozos de hielo mucho más grandes que el barco en el que habían llegado a Alaska. Flossie fue la primera en hablar:

—¡Mirad! Ese témpano que viene hacia nosotros es más grande que nuestra casa.

Y su hermano añadió serenamente:

—Mira el que viene detrás.

Pero todos enmudecieron cuando el agua precipitada desprendió todo el flanco del glaciar, una catedral de hielo que se mantuvo erguida a lo largo de cien metros, para caer lentamente de costado ante la fuerza del torrente. Era tan inmenso que no giraba como los otros: descendió con suprema majestuosidad por la turbulenta tolva.

Aguas abajo, mucho más allá, los Flatch vieron la grandeza final de ese extraordinario espectáculo; había allí enormes témpanos que, a falta de agua suficiente para mantenerse a flote, se habían posado como blancas aves marinas, mientras que el agua pasaba más serena junto a ellos. Harían falta semanas enteras de brillante sol estival para que desaparecieran.

—¿Esto sucede todos los años? —preguntó Flossie, en el camino de regreso.

Y Murphy respondió:

—Sí, hasta donde llegan mis conocimientos. Desde la primera vez que lo vi ha sucedido todos los años.

—¿Y cuándo fue eso? —preguntó la muchacha.

—Hace unos veinte años. En los viejos tiempos veníamos a Matanuska con frecuencia. A cazar. Ya por entonces sabíamos que éste era un sitio privilegiado.

De pronto el anciano exclamó:

—¡Mirad quién nos sale al encuentro!

Por el camino venía Mildred Alce, pisando cuidadosamente, para saludar a esas gentes que había llegado a amar. Era una bestia admirable: mucho más grande que el venado y el caribú, mucho más pesada que su amigo el oso pardo y con la tierna torpeza que suelen tener las niñas a los trece años cuando sus piernas parecen tan largas y descoordinadas.

De pronto resonó un disparo desde abajo y ella dio un salto hacia adelante, a pleno sol.

—¡No! —gritó Flossie, como aquel primer día en que su padre había tratado de cazar al alce.

Pero mientras ella se adelantaba corriendo hubo un segundo disparo y el enorme animal cayó de rodillas, tratando vanamente de arrastrarse hacia los Flatch hasta que se derrumbó de costado. Aún respiraba, despidiendo salpicaduras de sangre por las fosas nasales, pero murió antes de que Flossie pudiera acunarle la cabeza entre los brazos.

—¡Eh, ustedes! —gritó Matt Murphy.

Y corrió con asombrosa energía hacia los dos cazadores; a juzgar Por lo costoso de sus armas, los hombres provenían de Anchorage, pero se escabulleron al caer en la cuenta de que habían matado a un alce domesticado. El irlandés los persiguió, escandalizado por su cruel comportamiento pero apenas había cubierto cien metros cuando cayó al suelo, tan de repente como el muro del glaciar. Mientras Flossie permanecía junto a su alce, afligida, Missy corrió a ocuparse de su hombre, tendido en el sendero rocoso.

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