Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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aleutas al continente. Hay campamentos en el sur. Creemos que los japoneses han hecho lo mismo en Attu y Kiska. Deben de estar en el Japón, en algún campamento. Yo vine a ver si esta isla y Tanaga estaban en libertad.

—Si están en Kiska —dijo Krickel—, vendrán directamente hacia aquí. Sería mejor que nos fuéramos… ahora mismo.

Nate explicó que el ejército sólo volvería al cabo de ocho días. Sandy rió por lo bajo, con esa desenvoltura tan atractiva:

—Nuestro barco no iba a venir hasta dentro de ocho semanas. Si hay guerra, como dices, lo más probable es que no venga jamás.

Krickel preguntó:

—¿Y si los japoneses avanzan hacia el este antes de que tus muchachos lo hagan hacia el oeste?

Nate les mostró su radio:

—Para usar sólo en caso de gran emergencia. Prometieron que nos sacarían…

Se interrumpió de inmediato. Esos dos desconocidos no tenían por qué saber de las otras dos exploraciones. Pero Sandy captó su desliz.

—¿A ti y a quién más?

Y él respondió, en voz baja:

—A cualquiera que viva en la isla, como vosotros.

Fue el padre quien observó:

—Si los japoneses están tan cerca, podrían sobrevolar la isla en cualquier momento. Será mejor que escondamos tu bote.

Él cargó con los remos, mientras Nate y Sandy arrastraban la pesada embarcación de goma tierra adentro, donde la ocultaron detrás de algunos árboles y bajo un pequeño nido de ramas.

Dos días después pasó un avión, seguido por otros dos, a poca altura sobre la isla. Como eran de la Fuerza aérea y con base en Dutch Harbor, Nate salió corriendo y les hizo señas con dos pañuelos blancos, como le habían enseñado. Su mensaje era sencillo: «No hay japoneses ni señales de ellos». No se había acordado ninguna señal que explicara la presencia de los dos estadounidenses, pero cuando los aviones regresaron para verificar su mensaje él transmitió: «No hay japoneses ni señales de ellos». Luego puso a la vista a Krickel y a su hija. El primero de los aviones meció las alas y continuó vuelo hacia Dutch Harbor.

Los restantes días que pasó en Lapak fueron los mejores que Nate conocería en esa extraña guerra; descubrió en Ben Krickel a un fascinante narrador de la vida en las Aleutianas y en Sandy, a una joven brillante que parecía saber mucho de la existencia en Alaska.

—En Kodiak las iglesias riñen espantosamente. La Ortodoxa Rusa, a la que pertenezco, se cree muy encumbrada y poderosa. La católica se considera superior a todas las demás. Y los presbiterianos son insoportables. Papá es presbiteriano.

Lo que más encantaba a Nate era conversar con Sandy y pasear con ella por antiguos sitios de la isla. Una mañana, cuando regresaron para almorzar, el padre les hizo sentar frente a sí, en la vieja cabaña:

—Nate: tú nos dijiste con toda franqueza que eras casado. Me pareces demasiado joven, pero no importa. Nada de hacer tonterías con mi hija. ¿Me escuchas, Sandy?

Añadió que la madre de Sandy había muerto y que, a no ser por la guerra, la muchacha habría ingresado a la escuela Sheldon Jackson de Sitka al regresar a Dutch Harbor con las pieles.

—Nada de tonterías. ¿Entendido?

Ellos aseguraron que sí, pero esa misma tarde el asunto quedó olvidado. Al oír que un avión solitario sobrevolaba la isla, ellos salieron corriendo a saludarlo; entonces vieron que tenía marcas extrañas: debía de ser japonés.

—¡Por Dios! —gritó Ben—. ¡Nos han visto!

Tenía razón, pues el avión viró y pasó a poca altura, entre el destello de sus armas. Si había gente en Lapak tenían que ser estadounidenses y, por tanto, enemigos del piloto.

En esa primera pasada no alcanzó a nadie, pero en un segundo intento se acercó peligrosamente a la cabaña. Los habría aniquilado al pasar por tercera vez, más lentamente y a menor altura, a no ser porque en ese momento aparecieron dos aviones estadounidenses desde el este. Se produjo un furioso combate aéreo, con toda la ventaja para los estadounidenses, que se encontraban a mayor altitud y volaban en tándem cerrado, cada uno protegiendo al otro. Pero el piloto japonés demostró habilidad y coraje; tras desorientar a uno de sus perseguidores, puso el morro hacia arriba y, dando a sus motores un fuerte chorro de combustible, trató de escapar hacia el oeste, hacia Attu.

Pero el segundo avión estadounidense no se había dejado engañar por su maniobra. Cuando el japonés trató de pasar a toda velocidad, éste viró cerradamente y descargó sus armas contra el fuselaje y el motor del enemigo. El aparato estalló, los fragmentos cayeron en la isla Lapak; el cadáver del piloto, en las montañas del oeste. Los dos aparatos estadounidenses retomaron graciosamente la formación, giraron hacia el oeste para verificar la desaparición del avión enemigo e hicieron una señal de saludo a los tres compatriotas que los observaban.

Ese roce con la muerte, el primero al que se enfrentaba Nate Coop, produjo un gran cambio en él. Pero aun si alguien le hubiera señalado lo que estaba ocurriendo y sobre todo el porqué, el muchacho no habría podido creerlo. Llevaba las cicatrices del maltrato recibido en Matanuska en su intento de casarse con la hija de un colono; había aceptado la evaluación que allí hacían de los mestizos como gente inútil e indigna del respeto que merecían los blancos. De veinte maneras insultantes, se le había inculcado que pertenecía a una categoría inferior y él aceptaba ese juicio. Pero en esos momentos veía en Sandy a una mujer superior: prudente, informada, pulcra si así lo deseaba y digna en todo sentido de ocupar un lugar en la sociedad de Matanuska o en cualquier otra, pese a su condición de mestiza. Eso le llevó a revalorizarse. Lo que más le impresionó fue que Sandy hablara un inglés excelente, cuando él apenas dominaba ese idioma; entonces se juró: «Si una

aleuta puede aprender, un

atapasco también». Se dijo que tanto Sandy como él eran ciudadanos estadounidenses aceptables, verdaderos habitantes de Alaska, atados a la tierra e hijos de ella. Respetando a aquella muchacha llegó a respetarse a sí mismo.

La noche antes de que regresara el destructor, Nate pidió prestada una lámpara a Ben Krickel y, alumbrado por su luz parpadeante, escribió una carta a su cuñado LeRoy. En ella le contaba que, en una isla remota, había conocido a una muchacha estupenda llamada Sandy Krickel: «Está en la edad justa para ti. Tengo que presentártela cuanto antes, porque no hallarás otra mejor». Y añadió una frase reveladora del resentimiento que le había dejado el tratamiento recibido por parte de los Flatch: «Te sorprenderá saber que es mestiza de

aleuta y estadounidense, como yo, y te lo digo sabiendo que volviste loca a tu hermana por salir conmigo». Terminaba con una predicción: «Cuando la veas, LeRoy, no la dejes escapar. Yo seré tu padrino y más adelante me lo agradecerás».

Pero ése no fue el fin de la carta, pues cuando se la mostró a Ben Krickel para que la autorizara, éste añadió una postdata: «Su cuñado dice la verdad, joven. Firmado: El Padre».

Al cabo de ocho días, como estaba planeado, el destructor regresó a la bahía de Lapak y los criadores de zorros se despidieron del volcán. El capitán, un oficial muy joven, gritó a Nate, que subía desde el bote de goma:

—¿Quiénes son esos dos?

La respuesta provocó mucho entusiasmo:

—Ben Krickel y su hija Sandy. Crían zorros aquí.

Y el capitán dijo:

—Ya nos han dicho que en las Aleutianas podía ocurrir cualquier cosa.

Esa noche, durante la cena, los jóvenes oficiales insistieron en que la señorita Krickel cenara en el comedor de ellos, un cubículo donde apenas cabían seis sillas ante la mesa. Nate, que miraba desde fuera, murmuró para sus adentros al ver que hasta el capitán le estaba haciendo la corte:

—Esa pequeña belleza se las arreglará en cualquier parte.

Los días idílicos que Nate pasó con los criadores de zorros no volverían a repetirse en todo el año siguiente. En cuanto el destructor le desembarcó en Dutch Harbor, sus superiores le interrogaron sobre la posibilidad de construir una pista en Lapak. Él les respondió, con sus habituales gruñidos monosílabos:

—Ni hablar. En la playa, más o menos, pero no. Muchas colinas.

Sin embargo, Ben Krickel se mostró dispuesto a una entusiasta disertación sobre Lapak. Después de escuchar sus arrebatos durante una hora, ellos informaron:

—El hombre sabe muchísimo de zorros, pero de pistas aéreas, nada. Lapak queda descartada.

Volvieron la atención hacia Adak, una isla bastante grande, situada en el centro de las Aleutianas, y de la que sabían muy poco. No tardó en circular una pregunta: «¿Alguien está familiarizado con Adak?». Y Krickel se ofreció:

—Yo crié zorros allí también.

Se organizó un equipo de exploradores, bajo la dirección de un capitán de la Fuerza Aérea llamado Tim Ruggles, a quien sus amigos calificaban de «Héroe a la espera de una ocasión para serlo»; él eligió como guías a Krickel y a Nate Coop.

Como nadie sabía si Adak estaba ya ocupada por los japoneses, Nate fue sometido a un intenso entrenamiento con armas ligeras, ametralladoras, y en la lectura de mapas y transmisión por radio de mensajes codificados.

Durante su entrenamiento, Nate recibió una noticia inesperada con respecto a Sandy Krickel: en vez de ser enviada al sur, a un campo de internamiento como los otros

aleutas, se la había clasificado provisionalmente como caucásica, por su ascendencia paterna. Le asignaron un trabajo de mecanógrafa en el cuartel general, un edificio de madera bajo y largo, propiedad de una empresa pesquera. Nate la vio en dos ocasiones; aún estaba más encantadora con su vestido de oficinista.

Allí estaba la muchacha, en la oficina, cuando el general Shafter y otros dos generales de Los cuarenta y ocho de abajo viajaron a Dutch Harbor, a fin de completar los planes para la ocupación de Adak. Los altos oficiales habían llegado a las Aleutianas en el avión de Shafter, pilotado por LeRoy Flatch. Por lo tanto, cuando los generales entraron en el edificio, el muchacho los siguió. Mientras los oficiales pasaban a un cuarto interior para sus discusiones, él se quedó en el área de recepción, donde estaba Sandy, escribiendo a máquina.

«La mestiza

aleuta que mencionaba Nate ha de ser como ésta —pensó, observándola perezosamente desde una silla apoyada contra la pared—. Si aquélla es igual de encantadora, mi cuñado tiene buen criterio». Dedicó un rato a analizar a la bonita mecanógrafa: «Se nota que es oriental. Caramba, hasta se la podría confundir con una japonesa. Pero no es muy morena y tiene elegancia, sí. ¡Qué dientes! ¡Y la sonrisa que los acompaña!».

Quedó tan fascinado por la joven que al fin se levantó para acercarse a su escritorio.

—Perdone, señorita, pero ¿no será usted una de las

aleutas de las que me han hablado?

Ella sonrió con desenvoltura y respondió sin azorarse:

—Sí. Mezcla de

aleuta y ruso, con algo de inglés y escocés, según creo.

—Pero habla… mejor que yo.

—Vamos a la escuela. —Escribió algunas palabras y volvió a sonreír—. ¿A qué viene usted a este perdido rincón del mundo? ¿Misión secreta, supongo?

—Pues… sí. —LeRoy no sabía qué decir, pero no deseaba apartarse del escritorio. Al cabo de un silencio que fue penoso para él, pero no para Sandy, barbotó—: ¿Estaba usted aquí cuando bombardearon?

—No. —Ella iba a añadir que por entonces estaba con su padre en una isla remota, reuniendo pieles de zorro. Eso habría revelado que era, en verdad, la muchacha mencionada en la carta de Nate, pero en ese momento entró el equipo de exploradores, con el vigoroso capitán a la cabeza, para someterse al interrogatorio de los tres generales. Nate, sorprendido por la inesperada presencia de su cuñado, exclamó:

—¡LeRoy! ¿Qué haces aquí? —Y añadió, mirando a Sandy—: ¿Ya os conocéis? —El piloto hizo un gesto afirmativo—. Ella es Sandy Krickel. Y su padre; él añadió la postdata a mi carta.

—Y muy en serio que lo hice —aseguró Krickel, antes de desaparecer en la pequeña sala de reuniones, arrastrando a Nate consigo.

Como los generales pasarían esa noche en Dutch Harbor, LeRoy tuvo tiempo de visitar a Sandy y la encontró aun más atractiva de lo que Nate decía. Esa noche los dos Krickel, Nate y LeRoy pidieron prestada la cabaña a un ingeniero, encargado de armar el equipo necesario para la pista, y consiguieron provisiones de aquí y allá para prepararse una comida satisfactoria. En el transcurso de la cena fue obvio que LeRoy ya estaba embrujado por esa muchacha de las islas, que alentaba y rechazaba alternativamente sus mudas insinuaciones.

Por la mañana, los generales quisieron ver Adak desde el aire e insistieron en que Ben Krickel les acompañara, a fin de que les indicara los puntos destacados de la isla, donde en otros tiempos había criado zorros rojos. El día era turbulento, con grandes vientos provenientes de Siberia. Aunque era un peligro innecesario para los tres altos oficiales, LeRoy sabía que el general Shafter, al menos, no tenía miedo a nada y supuso que los otros dos eran de la misma especie.

Fue Ben quien gritó desde los asientos traseros:

—¡Mantén esto derecho!

Pero eso era imposible. LeRoy se consolaba con la presencia de dos aviones militares que le acompañaban para flanquearlo; bombarderos, sin duda. Pero cuando los aviones empezaron a perderse entre densas nubes y, por fin, se encontraron en medio de una lluvia torrencial, dijo sin dirigirse a nadie en concreto:

—Sería mejor que regresáramos.

En Adak no se vio gran cosa, pues la isla estaba cubierta de nubes de tormenta.

—Esto es un aviso de lo que les espera a nuestros muchachos cuando traten de aterrizar aquí —dijo uno de los generales.

—Cuando aterricen —corrigió el general Shafter.

Y los tres oficiales, que rebotaban de un lado a otro mientras intentaban mirar hacia abajo, se echaron a reír. Krickel no. De pronto dijo:

—Ése es su problema —respondió LeRoy—. Pero el que vomita limpia.

Y Ben no pudo aguantar más.

Desilusionado con el vuelo, uno de los generales, que participaría personalmente en el avance entre las Aleutianas, sugirió:

—¿No podríamos dar una vuelta? Tal vez haya algún sitio despejado.

LeRoy estudió su reserva de combustible, lamentando no poder consultar con sus escoltas, pues era preciso no usar los radiotransmisores. Con las manos, indicó al hombre de la izquierda que iba a descender en un círculo. El otro asintió.

Fue una suerte que lo hicieran, pues al cabo de un tedioso cuarto de hora se produjo una abertura entre las nubes más bajas. Durante diez minutos pudieron sobrevolar el objetivo en una zona relativamente despejada. Entonces Ben Krickel reunió fuerzas y fue indicando las características a gritos:

—Sí, allí es donde empieza la zona plana, sobre la costa. Allí es más elevada, pero no tan larga. Esto no lo reconozco, debo de estar perdido. Vean ustedes aquellas rocas, no hay que acercarse. Sí, ésta es Adak, seguro. El piloto halló la isla.

El tercer general, que no era aviador, se interesaba sobre todo por las zonas costeras. Sólo pudo echarles un vistazo, pero fue suficiente:

—Otro sitio infernal. Hay que desembarcar vadeando, con la esperanza de que el otro bando no llegue primero.

Para algunos altos oficiales el enemigo era, invariablemente, «ellos». Para otros, «el enemigo». Para ese hombre, que jugaba al fútbol en la Marina, era «el otro bando».

Pasaron esa noche en Dutch Harbor, completando los planes. Mientras los generales estudiaban los mapas con Krickel, LeRoy y Sandy conversaron largamente. Luego dieron un paseo, más largo aún, en el claro de luna estival. Al terminar, sabían que estaban gozosamente próximos a enamorarse. El piloto veía a Sandy tan deseable como Nate prometía en su carta. Ella sabía, por sus conversaciones con el cuñado en Lapak, que LeRoy era un joven serio, de buena familia y maravillosa habilidad como piloto. Al terminar el paseo se abrazaron. Sandy estaba muy feliz por haber encontrado a un hombre de su agrado, que le inspiraría más y más respeto a medida que intimaran. Todavía abrazados, susurró:

—Has llegado aquí traído por un viento benigno.

Y él respondió:

—En estas islas no hay vientos benignos. Hoy lo he podido apreciar… del peor modo.

Por la mañana, cuando los visitantes se disponían a partir, el general del ejército les reveló malas noticias: una junta de Seattle había reclasificado a Sandy Krickel como

aleuta y, por lo tanto, debía ser evacuada con los demás. No había apelación posible. La enviarían a uno de los sitios en los que ya se había reunido a muchos isleños.

—Podemos elegir entre cuatro —explicó el comandante local—. Todos están en la parte sur de Alaska, lo que los nativos llaman «el cinturón bananero». Buen clima.

Mientras él citaba esos nombres extraños, LeRoy le interrumpió:

—¿La Fábrica de conservas Tótem, dijo usted?

El comandante asintió.

—¿La del estuario del Taku?

—Creo que sí.

LeRoy se volvió hacia Sandy, y dijo:

—La conozco. Es grande. No es mal lugar. Iré a visitarte.

Pero cuando el avión estaba a punto de despegar, el general Shafter propuso:

—Si la muchacha se va, ¿por qué no la llevamos a Anchorage?

En pocos minutos, Sandy reunió las pocas pertenencias que tenía en Dutch Harbor, se despidió de su padre con un beso y marchó hacia lo que, en realidad, se convertiría en la versión estadounidense de los campos de concentración.

En la última semana de agosto de 1942, el alto mando estadounidense recibió muchos datos de inteligencia que revelaban que los japoneses iban a invadir la isla Adak, para utilizarla como base desde la cual bombardear la zona continental de Alaska. Por lo tanto, dieron órdenes perentorias: «Apoderémonos inmediatamente de Adak e improvisemos una pista aérea; así seremos nosotros los que bombardeemos».

Apenas una hora después de recibidas estas instrucciones, el capitán Ruggles y su equipo fueron embarcados en un destructor, que se adentró en las agitadas aguas del mar de Bering «como una morsa borracha que buscara el camino a casa», según dijo Ben Krickel. Nate desembarcó descompuesto, avanzando a tientas hacia la costa, con el agua hasta las rodillas; tenía miedo hasta de susurrar: «¿Y ahora?». Ruggles, en cambio, gritó como un entusiasta

boy scout.

—¡Por aquí! —Y los condujo por una cuesta llena de barro hasta terrenos más altos. En un instante cegador, se oyeron disparos por todas partes; las balas rastreadoras grababan a fuego su paso por la oscuridad. Habían tropezado con un equipo japonés de cuatro exploradores igualmente atrevidos, dedicados a su propio reconocimiento del terreno. Se produjo un tiroteo intenso, totalmente confuso, durante el cual los enemigos ejecutaron una disciplinada retirada a otra playa donde los esperaba un submarino.

Ruggles, ya en libertad para estudiar la isla, correteó por todas partes y, Poco después del amanecer, envió el mensaje codificado que autorizaría la partida de una gran flota invasora: «No hay japoneses en Adak. Puntos Able, Baker o Roger aptos para pista de bombarderos».

Dos días después, erguidos en un promontorio de Adak, saludaban a la inmensa fuerza de desembarco, que llegaba a la isla con sus gigantescas excavadoras como un ejército de hormigas. Diez días más tarde, cuando los primeros aviones partieron para bombardear Attu, los tres exploradores recibieron sendas medallas «por actos heroicos que aceleraron la toma de la isla Adak».

Esa noche, Ruggles y sus hombres se acostaron temprano, agotados por la lucha y los esfuerzos de varios días, pero antes de quedarse dormido, Ruggles comentó:

—Repiten palabras de coraje y reparten medallas, pero dudo que tengan una idea de lo que significa trepar a medianoche por una pendiente fangosa, sin saber si los japoneses te están esperando en la cima.

Y Krickel replicó:

—No es difícil. Aspiras hondo tres veces, te arrojas hacia delante como un muñeco y, cuando los ves… —Imitó el tableteo de una ametralladora.

—Si vuelven a designarme para atacar otra playa —dijo el capitán—, quiero que ustedes vengan conmigo.

Pero Krickel gritó:

—¡No vayas a ofrecerte como voluntario!

Mientras los estadounidenses instalaban en Adak una poderosa base de avanzada, los exploradores de Alaska no tenían nada urgente que hacer. A Nate Coop se le ordenó trabajar temporalmente como conductor y ayudante de un hombre nada común: un civil flaco e irascible, con el rango de cabo, bigote negro y denso, pelo blanco erizado, gafas muy grandes e ingenio irónico. Bastaba echar una mirada a su vestimenta informal o escuchar su voz áspera, sardónica, para comprender que no había nacido para militar. Era un mago con la máquina de escribir, que golpeaba con una rara selección de dedos, y editaba en multicopista el periódico que se publicaba para las tropas. A Nate le correspondía llevarlo a recorrer las diversas instalaciones donde recogía sus noticias. En cierto modo, era un jefe difícil, pero en otros aspectos resultaba un privilegio estar con él, pues era capaz de encontrar humor, contradicciones y hasta verdadera demencia en los hechos más horribles.

Lo que llamó la atención a Nate fue que, dondequiera que fuera ese raro periodista, uno o dos soldados le conocían de nombre y empezaban a importunarle con preguntas; escuchaban con atención cuando él se dignaba responder, cosa poco frecuente. De esas conversaciones, Nate dedujo que el cabo Dashiell Hammett había trabajado en Hollywood, pero como él nunca había visto siquiera una película, obviamente no sabía a qué se dedicaba.

—¿Es actor? —preguntó a algunos pilotos que acababan de mantener una conversación con Hammett.

—No. Peor aún: es escritor.

—¿Y qué escribió?

A los aviadores les pareció extraño que un muchacho de esa edad no hubiera oído hablar de Hammett y enumeraron algunas de las películas que le habían dado reputación:

—Cosas de acción: La llave de cristal, El hombre delgado, El halcón maltés…

—No he visto ninguna.

Los hombres se quedaron tan atónitos que gritaron al acto:

—Eh, señor Hammett, su conductor dice que no ha visto El halcón maltés.

Hammett quedó fascinado al saber que aquel joven, tan cerca de él desde hacía más de una semana, ignoraba quién era él y qué películas había hecho, hasta el punto de no haber visto ninguna. Durante el resto del tiempo que Nate pasó trabajando con él, investigó la preparación del muchacho; descubrió que era semianalfabeto, aunque básicamente inteligente, y se tomó un interés paternal por él.

—¿Así que no fuiste a la escuela?

—Allá en los bosques, en las minas… ¿y en Adak?

—¿Dices que ya has desembarcado en Lapak?

—Sí.

Hammett dio un paso atrás, estudiando a ese tenso muchacho de veinte años.

—Yo las escribo pero tú las vives. —Le preguntó si tenía novia y quedó sorprendido al enterarse de que era casado.

Entonces Hammett pasó a interesarse profundamente por los problemas del mestizo casado con una muchacha de Matanuska. Después de explorar el tema, quiso saber detalles sobre la vida económica y social del valle. Como Nate demostró ignorarlos todos, el escritor comentó:

—Le habrías interesado mucho a Jack London, Nate.

—¿Quién era Jack London?

—No importa.

Hammett aceptaba a Nate como un verdadero diamante en bruto, pero al ver algunas de sus notas estalló:

—¿Sabes leer? Palabras largas, digo. ¿Sabes escribir?

Y apartó a Nate de su trabajo para que pudiera estudiar el material que el ejército proporcionaba a sus iletrados. Bajo la dirección de Hammett, el muchacho comenzó a aprender diez palabras nuevas por día. De pie, con los brazos a los costados, disertaba durante cinco minutos ininterrumpidos sobre temas tales como: «El día en que mi tío halló una mina de oro». Aunque un poco tarde, estaba recibiendo una educación.

Cuando Nate desapareció durante dos días, Hammett se puso furioso:

—¿Dónde diablos te habías metido?

Pero se ablandó ante la explicación del joven:

—Me trasladan, cabo.

—¿Para qué?

—No sé. Quizá más cerca de Kiska. Quizás a Amchitka.

—A Amchitka, por supuesto. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué tienes tú que ver con eso?

—Quizá yo y Ben Krickel tengamos que explorar otra vez. Desembarco anfibio. Hammett se mostró horrorizado:

—Por Dios, ya has explorado dos islas. A cualquiera se le acaba la suerte.

Conteniendo una furia sorda, fue a quejarse al oficial comandante, que le increpó por meter la nariz donde no debía.

Nate volvió a verle una sola vez; cuando estaba a punto de partir para recibir un entrenamiento intensivo sobre lo de Amchitka, ese hombre de humor cambiante fue a verle y le dijo, enfurruñado:

—Tú sí que tienes cojones, Nate. Yo no tendría coraje para hacer una sola expedición como ésas. Y tú vas por la tercera.

—Para eso estamos los exploradores, supongo.

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