Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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Y Ben, al comprender que el joven trataba de conservar el coraje, observó con serenidad:

—Kiska tiene unos doscientos sesenta kilómetros cuadrados. Podría sernos difícil hallar a los japoneses, aun buscándolos. —Y añadió, para aliviar un poco la tensión—: ¿Estuvo usted en Attu, teniente?

Gray respondió que había encabezado uno de los ataques para despejar la bahía Holtz. Entonces Ben afirmó, con mucho énfasis:

—Así que ya lo ha demostrado todo.

Y Ben tenía razón, pues en esos primeros momentos de peligro en que los tres saltaron a la playa y echaron a correr, en esos fatídicos segundos en que alguna ametralladora oculta podría haberlos cortado por la mitad, literalmente, fue Gray quien tomó la delantera, sin miedo, y continuó la marcha hasta que se encontraron bastante lejos de la costa. Pero después de atravesar la playa, milagrosamente indemnes, ocurrió algo terrible. Gray, exaltado por su buena actuación, preguntó a su consejero:

—¿Qué hacemos ahora, Ben?

Pero el criador de zorros, que había demostrado tanta entereza en el bote, estaba temblando. No se trataba de estremecimientos nerviosos, sino de verdaderas sacudidas, como si alguna horrible ventisca lo estuviera envolviendo. Tanto Gray como Nate comprendieron que su agotamiento emocional era absoluto: ya no podía actuar como miembro del equipo.

Por un momento el joven teniente quedó desconcertado; comprendía que su grupo se hallaba en una posición difícil, con un tercio de sus componentes inutilizado. Pero Nate escondió a Ben detrás de una roca y le tranquilizó con un susurro consolador:

—No te preocupes. Espera. Ya volveremos.

Luego buscó a Gray y le dijo:

—Nos separamos, mucho silencio, vamos en círculo hacia esa cosa grande de allí.

Sin inmutarse porque se le usurpaba el liderazgo, Gray replicó:

—Buena idea. —Y partió como un conejo.

Cuando los dos hombres se reunieron ante lo que resultó ser un generador abandonado, ninguno tuvo la audacia de expresar lo que estaba pensando, pero después de investigar los alrededores Nate tuvo que hablar:

—Creo que no hay nadie.

En voz muy baja Gray dijo:

—Yo también.

Pero entonces salieron a la superficie ecos de su adiestramiento. «Hombres —les había advertido un ceñudo veterano de Guadalcanal, al visitar el campamento de Texas donde estaba Gray—, el soldado japonés es el más tramposo de la Tierra. Te engaña de diez modos diferentes: trampas cazabobos, francotiradores atados en los árboles, edificios vacíos para hacerte pensar que los han abandonado… Si caes en sus trampas sólo una vez, eres hombre muerto. Muerto, muerto». Inquietantes y letales, los silenciosos edificios de allí delante parecían un perfecto ejemplo de la perfidia japonesa. A Gray se le aflojaron las rodillas.

—¿Te parece que es una trampa? —susurró a Nate.

Y éste le respondió:

—Habría que averiguar.

Entonces el teniente retomó el mando.

—Cúbreme. —Con un valor que pocos habrían podido demostrar, corrió hacia un grupo de edificaciones que bien podrían haber sido los comedores y la lavandería. Al llegar saltó en el aire y exclamó, agitando los brazos—: ¡Está desierto!

Antes de que Nate pudiera alcanzarle, comenzó a correr, haciendo muchísimo ruido, de un edificio abandonado a otro. Todos estaban vacíos. Entonces recordó que estaba al mando, pero la excitación apenas le permitió dar una orden.

—Probemos allí —exclamó—. Si ése también está vacío, dispararemos nuestra señal.

Los dos se arrastraron hacia lo que debía de haber sido el cuartel de mando. En medio de la oscuridad lo encontraron cavernoso Y desierto. Gray cogió a Nate por el brazo, y le preguntó:

—¿Nos animamos a dar la señal?

—Envía mensaje —dijo Nate.

Gray activó su radio y gritó:

—¡Se han ido todos! ¡Aquí no hay nadie!

—¡Repita! —pidió la severa voz del comandante de la flotilla.

—Aquí no hay ningún enemigo. Repito: no hay nadie.

—Verifique. Vuelva a informar dentro de diez minutos. Después Vuelva al barco.

Fueron diez minutos extraños: en medio de la noche aleutiana, entre los fuertes vientos de Siberia, dos desconcertados estadounidenses trataban de imaginar cómo era posible que todo un ejército japonés hubiera podido escapar de esa isla, cuando los mares y el cielo estaban patrullados por barcos y aviones estadounidenses.

—No es posible que se hayan escapado todos —exclamó Gray, en tono malhumorado—. Pero así fue. —Y corrió de un lado a otro, saboreando su gran descubrimiento.

Cuando Nate Coop volvió a la playa para sentarse junto a Ben Krickel y vio el lamentable estado en que se encontraba, también él se echó a temblar. Entonces apareció el teniente Gray, a la carrera:

—¡Ya han pasado los diez minutos! Podemos confirmar.

—Adelante —dijo Nate. Pero no halló júbilo alguno en la dramática noticia. En el viaje de regreso al PBY remaba mecánicamente, sin saber del todo dónde estaba.

Fue así que un ejército de treinta y cinco mil canadienses y estadounidenses desembarcó sin oposición. En la primera tarde, un bombardero proveniente de Amchitka, que continuaba con el rumbo ordenado por no haber recibido la noticia, vio allí a tropas que operaban sin ninguna protección y, tomándolas por japoneses, las bombardeó. Hubo dos muertos.

Los generales, sin poder creer que los japoneses hubieran podido evacuar toda una isla mientras los bombarderos hacían vuelos de inspección, enviaron patrullas muy armadas para asegurarse de que no hubiera grupos de japoneses escondidos en las cuevas, a la espera de atacar. La medida era prudente y se ejecutó con el debido cuidado, pero los hombres que habían viajado tanto para combatir se sentían tan ansiosos de hacerlo que, cuando un grupo oyó ruidos sospechosos provenientes de otro grupo, en el lado opuesto de una leve colina, un nervioso cabo estadounidense inició el fuego, que fue devuelto por un sargento canadiense igualmente nervioso. En el descabellado enfrentamiento que siguió, las balas de los Aliados mataron a veinticinco aliados e hirieron a más de treinta.

Ésa fue la última batalla de la campaña en las Aleutianas. Había fracasado el intento japonés de conquistar América desde el norte.

En cuanto se hubo alcanzado la paz en el Pacífico estalló una batalla de proporciones similares en Alaska. Para apreciar su significado es preciso seguir los acontecimientos que afectarían a los dos matrimonios jóvenes de la familia Flatch, en los meses que siguieron a las explosiones de las dos bombas atómicas en Japón y el subsiguiente colapso del esfuerzo bélico japonés.

Nate coop, fortalecido y más profundo tras sus experiencias de guerra, dejó atónitos a todos al anunciar:

—Voy a aprovechar los planes para excombatientes. Iré a la Universidad de Fairbanks.

Toda la familia pareció preguntar al unísono:

—¿Para qué?

—Para estudiar administración de la fauna.

—¿De dónde has sacado esa loca idea? —inquirieron todos a coro.

Y él explicó, en tono enigmático:

—Un cabo llamado Dash Hammett me dijo: «Cuando termine la guerra muévete y estudia algo».

No dijo más. Pasada la primera impresión, recibió el apoyo de su esposa que recordaba la advertencia de Missy Peckham: «Si has podido domesticar a un alce, puedes civilizar a Nate». Y le acompañó a Fairbanks.

El general Shafter instó a LeRoy Flatch, que ya tenía el grado de capitán en la Fuerza Aérea, a que permaneciera en el servicio, asegurándose ascensos a mayor y a teniente coronel:

—Después de eso, todo depende de la impresión que causes a tus superiores, pero tengo confianza en que algún día llegarás a general… si estudias un poco.

Pese a que los otros oficiales le hacían recomendaciones similares, LeRoy optó por retirarse, a fin de retomar su carrera como destacado piloto rural. Para eso decidió emplear el dinero de su bonificación para el primer pago de un Gullwing Stinson de cuatro plazas, cuyo precio total sería de diez mil dólares. Su anterior propietario había sido un genio de la mecánica. El avión, modificado por él, tenía ruedas y patines colocados de modo permanente; por lo tanto, el piloto podía partir utilizando las ruedas, volar hasta algún campo nevado de las montañas y, por medio de un sistema hidráulico, retraer las ruedas dentro de una ranura abierta en medio de los grandes patines. En el viaje de regreso despegaba usando los patines, ponía en funcionamiento el sistema hidráulico y las ruedas descendían a través de las ranuras. Claro que, como el sistema era fijo, ya no podía añadir flotadores para utilizar los lagos en el verano. Por lo tanto, para asegurarse una máxima flexibilidad, compró también una versión actualizada de su viejo

Waco YKS-7, provisto de flotadores, pero se horrorizó ante el aumento del precio. Había pagado tres mil setecientos dólares por su primer

Waco Y seis mil trescientos por el nuevo, que conservaba en un lago, cerca de su cabaña.

Pero ahora tenía esposa. Sandy Krickel, habituada a la vida libre de las aleutianas, sobre todo a los viajes con su padre hasta islas lejanas, no se sentía a gusto encerrada con sus suegros en la cabaña de Matanuska.

Matanuska se había convertido en una ciudad tan popular, pese a la Publicidad negativa inicial, que muchos de los que llegaban a Alaska deseaban instalarse en el valle. Por eso LeRoy y Sandy no hallaban una vivienda adecuada. Sandy sugirió adquirir tierras cerca del glaciar donde construir la casa propia, pero LeRoy señaló que, tras la compra de los dos aviones, no podía permitirse también una casa.

—¿Y por qué no compras un solo avión? —propuso ella.

Él respondió con firmeza:

—Ruedas, patines, flotadores, ruedas para tundra: un tipo COMO Yo necesita de todo.

Y así desapareció la posibilidad de adquirir una casa.

A esas alturas, cuatro antiguos amigos le ayudaron a tomar una decisión radical, que le haría muy feliz. Tom Venn, de Seattle, cuya empresa R R prosperaba en el resurgimiento de posguerra, estaba ansioso por reinstalarse en El Filón de Venn, junto a los grandes glaciares que brotaban de Denali:

—Quiero pasar más tiempo allí. También insisten Lydia y los chicos, Malcolm y Tammy. Por eso, LeRoy, quiero que lleves todo lo necesario y eches un vistazo a la casa cuando nosotros no estemos.

—Soy piloto, no agente de bienes raíces —replicó LeRoy, con brusquedad.

—Cierto —reconoció Venn—. Pero creo que en los años venideros, los pilotos independientes van a centrar su actividad bastante al norte de Anchorage. Si te quedas en Matanuska te matará la competencia de los aviones grandes.

Como Venn había demostrado muchas veces su agudo sentido comercial, LeRoy no pudo dejar de escucharle. Prestó mucha atención a lo que decía el empresario, desplegando mapas de la Alaska central:

—Es un buen nombre el que han puesto a esta zona, entre Anchorage y Fairbanks: «Cinturón Ferroviario», porque el ferrocarril sirve de atadura. Aquí se concentrará en el futuro la vitalidad de Alaska. Y aquí debes centrar tu actividad, desde ahora en adelante. —Con un gesto imperativo, señaló el Filón—. Nuestra casa está aquí, en las montañas. Matanuska, aquí abajo, está demasiado lejos para que nos prestes el debido servicio. Fairbanks, demasiado al norte. Pero aquí, en el medio, hay una población deliciosa: Talkeetna, que lleva el nombre de las montañas. Queda cerca de nuestra casa. En la zona hay muchas minas que necesitan de los pilotos. Y muchos lagos, con una o dos cabañas en sus costas, a las que habrá que aprovisionar. Por allí pasa el ferrocarril, pero no la carretera: una gran ventaja para ti. Talkeetna está al lado. Tranquila. Fronteriza.

—Hay lógica en lo que usted dice —reconoció LeRoy.

Y el astuto comerciante concluyó:

—He reservado lo mejor para el final. Si te mudas a Talkeetna, yo financiaré tus dos aviones sin intereses.

—Talkeetna acaba de convertirse en mi cuartel general —aseguró LeRoy. Luego reflexionó—: ¿Sabe usted, señor Venn? Cuando se ha sido capitán de la Fuerza Aérea, pilotando aviones grandes, uno empieza a pensar en grande y quiere hacer algo de su vida. Con esposa y todo. Lo mejor que puedo imaginar es ser un estupendo piloto rural, amo de toda esta frontera.

Y extendió las manos sobre el Cinturón Ferroviario, que desde entonces sería su territorio: sus campos remotos, sus tormentas de nieve, sus lagos ocultos, sus maravillas.

Con un chasquear de dedos, Venn alquiló un coche y juntos recorrieron los aburridos ciento veinte kilómetros hasta la soñolienta Talkeetna: unas cuantas casas de madera con fachadas falsas; una población de cien habitantes. Durante el viaje, LeRoy parecía pedir disculpas por lo desolado del panorama, pero al abandonar la carretera principal para tomar el desvío a Talkeetna ascendieron una colina, desde cuya cima se veía un estupendo paisaje del gran macizo Denali, alto, blanco y severo, guardián del Ártico. La vista era tan majestuosa y rara, puesto que las nubes habitualmente impedían la visión, que los dos hombres detuvieron el coche a un lado de la carretera para disfrutar de esa espectacular revelación de Alaska.

—Parece que las montañas te están enviando una invitación, LeRoy.

—Y el joven veterano tuvo una alentadora visión de lo que sería la vida en esa zona durante sus años de madurez.

Pero mientras ellos disfrutaban de ese día, al parecer tan perfecto, en Siberia había comenzado a formarse un frente de tormenta a gran velocidad. En pocos minutos las montañas se perdieron, para recordarle a LeRoy que, si trasladaba su centro de operaciones a Talkeetna, debería aceptar una serie de desafíos nuevos. Siempre se vería obligado a volar a lagos remotos para auxiliar a viejos moribundos o a mujeres jóvenes a punto de dar a luz, y correría el riesgo de verse atrapado en tormentas súbitas. Pero hacia el noroeste se elevaría esa tremenda cordillera nevada que él debía dominar, si quería dedicarse a pilotar aviones: aterrizar con patines a dos mil quinientos metros, para dejar o recoger a los escaladores; volar a cuatro mil ochocientos metros para explorar las laderas del gran Denali, en busca de cadáveres. Era el tipo de desafío que un piloto rural aceptaba y buscaba.

Al desaparecer las grandes montañas, las que serían sus blancos faros en años venideros, resolvió serenamente:

—Voy a hacerlo.

Y Venn dijo:

—Jamás te arrepentirás.

Y así se decidió la mudanza a Talkeetna, con su pista de tierra y sus lagos convenientemente cercanos.

Sandy no pudo hallar una casa al alcance de sus posibilidades, pero, con el préstamo de los Venn, ella y su esposo pudieron construir una. Ya instalados allí, fue ella quien se ofreció a cuidar de El Filón de Venn mientras su esposo volaba. También fue ella quien compró «esta bonita radio», con la cual podía comunicarse con su esposo mientras él volaba a algún sitio remoto o regresaba a casa, tratando de ganarle a una tormenta.

El traslado a Talkeetna fue una de las mejores cosas que LeRoy Flatch hizo jamás, pues le introdujo en el corazón de Alaska, el Cinturón Ferroviario que vinculaba a las ciudades más importantes. Hasta entonces, en su condición de aviador, sólo había visto en el ferrocarril una línea de vías salvadoras que podía seguir cuando la visibilidad era nula. Ahora, como todos los días se detenía un tren en Talkeetna, tuvo ocasión de viajar a Fairbanks en él. Sólo entonces apreció el trabajo superlativo que habían hecho sus coterráneos de Alaska al construir esas vías tan al norte. Y le agradó, sobre todo, la belleza excepcional que envolvía la tierra durante algunas semanas, a finales de agosto y en septiembre.

En aquellas épocas los alisos adquirían un encendido color dorado; las matas de moras, un rojo ardiente, mientras que las majestuosas píceas proporcionaban un majestuoso fondo verde contra el prístino blanco del distante monte Denali. Era Alaska en su mejor versión. LeRoy comentó a su esposa:

—Sólo se ve desde el tren. Si miras desde el avión es sólo un borrón.

Y ella replicó:

—Desde todas partes se ve muy bonito.

Pero más adelante, cuando volaron al Filón para cenar con los Venn, descubrieron que otros tenían sueños muy diferentes para Alaska.

—Han empezado a circular muchos rumores descabellados. —observó Tom Venn, después de cenar—, sobre esa loca idea de que Alaska pase a ser estado. —Estudió a los dos jóvenes que tenía ante sí—. ¿Apoyan ustedes esa tontería?

Como la pregunta requería, prácticamente, una respuesta negativa, Sandy Flatch no pudo menos que contemporizar. Aunque estaba vagamente de acuerdo con que Alaska se convirtiera en estado, expresó una opinión que se oiría mucho en los meses siguientes:

—No sé si tendremos suficiente población.

—Por supuesto que no —aseguró Venn—. ¿Qué opinas tú, LeRoy?

El piloto aún estaba endeudado con los Venn por los dos aviones y su casa; gran parte de la actividad que mantenía a flote su empresa unipersonal dependía de ellos. Por lo tanto, también consideró prudente mostrarse evasivo, pero en su caso estaba muy convencido del criterio militar que expresó:

—El principal valor que Alaska tiene para Estados Unidos, tal vez el único, es convertirse en su escudo militar en el Ártico. Con nuestros limitados recursos, jamás podríamos defender este territorio del Asia. Y el comunismo ruso, en marcha por todos lados, podría avanzar hacia aquí en cualquier momento.

—Has dado en el clavo —dijo Venn, con entusiasmo. Luego se volvió a su esposa—: Explícales lo más importante, que han pasado por alto, Lydia.

Entonces ella entró en la conversación con notable energía:

—Mi padre vio en los viejos tiempos lo que yo veo ahora. Alaska nunca tendrá población, poder, ni finanzas para funcionar como estado libre, como los otros. Debe depender de la ayuda que le presten Los cuarenta y ocho de abajo.

—Y eso significa lo que siempre ha significado —la interrumpió su marido—: Seattle. Allí podemos reunir el dinero de los otros estados. Y cuando lo tenemos, siempre sabemos qué hacer con él.

Lydia continuó en tono persuasivo:

—El hecho es que mi familia, por ejemplo, siempre ha tratado de hacer lo más conveniente para Alaska. Cuidamos de esta gente como si fueran miembros de nuestra propia familia. Ayudamos a proporcionarle educación. Defendemos sus derechos en el Congreso. Y tratamos a los nativos mucho mejor de lo que ellos se tratan entre sí.

Durante casi dos horas, los Venn expusieron insistentemente la doctrina que se había vuelto casi sagrada en Seattle: que si Alaska se convertía en un estado, ello sería perjudicial para su población, para la nación en general, para los nativos, para la industria, para el futuro general del territorio Y, aunque Venn no lo decía tan francamente ni siquiera en su casa, terriblemente perjudicial Para Seattle. Los Flatch, que habían entrado en esa discusión sin fuertes convicciones, abandonaron la casa de los Venn bastante convencidos de que el proyecto era algo que se debía evitar.

La segunda familia Flatch, fortalecida por su educación en la universidad, tomó parte por el bando opuesto en esa batalla. Flossie Coop sólo guardaba de Minnesota recuerdos vagos y en general desagradables, aunque había salido de ese estado con sólo diez años.

—Hacía muchísimo frío —decía a Nate, que nunca había estado fuera—. Mucho más que en Matanuska. Y nunca teníamos suficiente para comer. Papá tenía que dedicarse a la caza furtiva para conseguir un venado de vez en cuando. No sentí ninguna pena al salir de allí. Ninguna.

—¿Qué quieres decir?

—Que estaba predispuesta, como dicen, para que Alaska me gustara. Para mí era la libertad, hortalizas enormes, un glaciar en el mismo valle y un alce domesticado. Era algo excitante, un mundo nuevo que nacía, vecinos estupendos como Matt Murphy y Missy Peckham, y la sensación de estar participando en la historia. —Se interrumpió, con los ojos llenos de lágrimas, para besar a su esposo—. Y lo que tú hiciste en la guerra. —Súbitamente amargada, empezó a pasearse por la cabaña—. Y lo que hizo mi padre al construir esa carretera. Y LeRoy, pilotando sus aviones por todas partes, hasta con tormenta. ¡Y tienen el coraje de preguntarme si estamos preparados para ser estado! Ya estábamos preparados el día en que bajé de ese Saint Miel, ahora lo estamos mucho más.

A Nate Coop no le hacía falta el sorprendente histrionismo de su esposa. Él solo había espiado al enemigo en la isla de Lapak; solo, a veces, en Adak, Amchitka, Attu y Kiska. Rara vez hablaba de sus aventuras y jamás de la muerte del capitán Ruggles, uno de los mejores hombres que había conocido, pero sentía que de esas experiencias y de los años pasados como minero, en el corazón del territorio, sabía algo de cómo era Alaska y de lo que podía llegar a ser. Estaba a favor de que su tierra se convirtiera en un estado. Los hombres como él, como su suegro, que había trabajado en la Alcan, y como su cuñado, que pilotaba aviones, se habían ganado el rango de estado y mucho más. Rara vez participaba en las discusiones públicas que comenzaban a surgir en todo el territorio, pero si alguien le interrogaba no dejaba dudas en cuanto a lo que él opinaba:

—Estoy a favor de ello. Tenemos bastante cerebro para manejar las cosas.

Cuando la paz llegó a Matanuska, modificó muy poco la vida del matrimonio mayor. Continuaban viviendo en la cabaña original y, aun durante el período en que debieron compartirla con LeRoy y su esposa no experimentaron ninguna incomodidad, sobre todo porque pasaban mucho tiempo fuera. Como las piernas quebradas de Elmer jamás se recuperaron del todo, el viejo no pudo retomar su oficio de guía para grupos de cazadores ricos, provenientes de Oregón y California. Se sintió agradecido de que el joven Nate se ofreciera para reemplazarle. Cuando revelaron sus planes a Flossie, hubo problemas, pues ella les dijo:

—No quiero tener nada que ver con los cazadores que matan a los animales.

Pero Nate dijo:

—Bastará con que les des de comer.

Y la alentó a dedicar una parte de la propiedad a albergar animales huérfanos o heridos por disparos imprudentes.

Fue durante una de esas cacerías cuando Nate, por primera vez, tuvo la audacia de revelar francamente que deseaba que Alaska fuera un estado. Estaba actuando como guía en las montañas Chugach, para tres adinerados deportistas de Seattle que deseaban acampar al viejo estilo, con tiendas y mantas. Rara vez le tocaba trabajar con un equipo que ejemplificara mejor el sentido de la caballerosidad deportiva: cada uno de los hombres llevaba todo su equipo, se turnaban para lavar los platos y todos cortaban leña. Era un grupo notable. La tercera noche, una vez terminado el trabajo, uno de ellos tocó el tema de Alaska. Era un banquero que había ayudado a Tom Venn a financiar la reciente expansión de R R en Alaska y aceptaba con entusiasmo su interpretación de la historia de ese territorio.

—Sería una lástima arruinar este sitio salvaje con alguna tontería costosa, como ésa de que debe convertirse en estado. Hay que mantenerlo así, paradisíaco.

—¡Por supuesto! —dijo otro de los cazadores.

El tercero, un hombre vinculado con los seguros de las cargas destinadas a Alaska, añadió:

—Una zona como ésta no podrá mantenerse sola ni en cien años.

El banquero, que había combatido en Italia durante la segunda guerra mundial, dijo:

—El dinero no es lo más importante. Eso se puede negociar. Es la posición militar de nuestra nación. Necesitamos que Alaska sea nuestro escudo de avanzada. En realidad, debería estar bajo el mando de nuestros militares.

Cada uno de los tres cazadores había prestado servicio durante la guerra, pero ninguno cerca de Alaska. Sin embargo, los tres expresaban contundentes opiniones sobre la debida defensa del Ártico.

—El gran peligro es la Rusia soviética. La gente da mucha importancia al hecho de que en las dos pequeñas islas Diomedes, una rusa y la otra estadounidense, el comunismo esté apenas a dos kilómetros de nuestra democracia. Eso no tiene importancia; es buena propaganda, pero nada más. Sin embargo, desde la verdadera Siberia hasta la verdadera Alaska hay sólo noventa kilómetros. Eso sí es peligroso.

El de los seguros dijo:

—Si los rusos decidieran venir, Alaska no podría defenderse.

Y el banquero preguntó:

—¿Cuántos habitantes hay aquí?

—Lo averigüé —dijo el asegurador—. El censo federal de 1940 indicaba una población total de setenta y dos mil personas. Sólo en un suburbio de Los Ángeles hay más que eso.

Y el banquero concluyó:

—Lo mejor es ver Alaska como un lisiado. Siempre necesitará de nuestra ayuda. Convertirla en estado sería un error criminal.

Nate, que estaba ocupado guardando el equipo, se sintió por fin obligado a participar:

—Pues nos defendimos bastante bien contra los japoneses.

—¡Un momento! —protestó el tercer cazador—. Yo estaba combatiendo en Guadalcanal y nos volvimos locos de miedo cuando los japoneses tomaron con tanta facilidad estas Aleutianas. Estaban haciendo un movimiento de pinzas: Pacífico Norte, Pacífico Sur.

—Pero los expulsamos, ¿no?

El hombre de Guadalcanal, interpretando que, según Nate, los de Alaska habían derrotado solos a los japoneses, dijo:

—Ustedes y cincuenta mil soldados del continente que les ayudaron.

Nate se echó a reír:

—Yo y el criador de zorros explorábamos las islas sin mucha ayuda de la nación.

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