Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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—Cualquiera puede marchar por la jungla calurosa, en un safari seguro. Pero enfrentarte con el Ártico, con el invierno de Alaska, para conseguir tu oso polar, eso es cosa de hombres.

Cuando aterrizaron, el guía les llevó a una zona donde había visto caribúes con frecuencia, durante las migraciones anuales:

—Cruzan a nado ese canal o esperan a que se congele. Son animales fantásticos.

Al tercer día, cuando se encontraban a cierta distancia de la tienda, dieron con un buen macho, de excelente cornamenta. Jeb estaba a punto de disparar, pero Markham le contuvo:

—Es bueno, pero no es perfecto. Avancemos en silencio hacia allá.

Y al hacerlo encontraron justo lo que ese experimentado cazador esperaba: un macho enorme, de pie junto a un pequeño rebaño. Markham susurró:

—¡Ahora!

Con un disparo perfecto, aprendido en Dartmouth cuando cazaba venados, Keeler derribó su trofeo y trató de asumir una actitud despreocupada, mientras el guía le tomaba una fotografía instantánea junto a él.

Fue esa fotografía la que decidió el futuro de Jeb Keeler. Mientras la examinaba, durante el viaje de regreso a la ensenada Pond, dijo a Markham:

—Me gustaría cazar mis ocho grandes.

Y el otro replicó:

—Si vienes a Alaska, te ayudaré a comenzar. Pero ahora las reglas son algo más estrictas. La gente de Los cuarenta y ocho de abajo, como tú o yo, ya no puede cazar morsas, osos polares ni focas. Están protegidos para asegurar la subsistencia de los nativos.

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes?

Entonces Markham expresó la ley básica de la vida en el norte:

—En Alaska siempre hay maneras de saltarse las normas desagradables que te restringen.

—Me gusta ese desafío —dijo Jeb.

Pero su compañero le advirtió:

—Los empleos bien pagados, en las corporaciones más importantes, ya están ocupados. Pero hallarás muchas oportunidades en las corporaciones de las aldeas, como la de Cabo Desolación. Avisaré a Afanasi de que irás.

Cuando el avión aterrizó, ya estaba acordado que Keeler pondría en orden sus asuntos, se despediría con un beso de las muchachas universitarias y viajaría al norte para ejercer su profesión en Alaska. Pero en el viaje de regreso a Estados Unidos, con la cabeza del caribú en la panza del avión, se desvió hacia New Haven para consultar con el hombre que le había guiado en sus estudios y en los exámenes profesionales. El profesor Katz era uno de esos intelectuales judíos para quienes la ley era una trama de experiencia humana pasada y aspiraciones futuras. Antes de que Jeb pudiera acabar su descripción del acuerdo con los nativos, Katz le interrumpió:

—Seguí el debate de esa ley en el Congreso. Es lamentable que la hayan hecho tan complicada. No hay manera de que esos nativos puedan manejar sus corporaciones y defenderlas contra los codiciosos que vayan desde Estados Unidos.

—¿Usted está de acuerdo con el señor Markham en que necesitan abogados?

—¡Por supuesto que sí! Necesitan orientación, apoyo técnico y meticuloso asesoramiento sobre cómo proteger sus bienes. Un muchacho brillante como usted podría proporcionarles servicios valiosísimos.

—Al parecer, usted aceptaría ese trabajo.

—Sí. Si fuera más joven, por un tiempo. Si usted fuera a Nueva York el próximo otoño e ingresara en un despacho de abogados ¿qué experiencia adquiriría? Una prolongación de lo que le enseñamos en Yale. Eso no tiene nada de malo, pero limita. Si fuera a Alaska, en cambio, tendría que ocuparse de problemas que aún no han sido definidos. Es un verdadero reto, una oportunidad para abrir caminos nuevos.

—Dicho por el hombre de Phoenix parecía excitante. Dicho por usted suena a desafío. Lo voy a pensar.

El profesor Katz se levantó para acompañarle hasta la puerta y le tomó por el brazo, acercándolo hacia sí, como había hecho en las últimas semanas previas a los exámenes:

—Usted ya es un hombre adulto, señor Keeler, pero tiene la exuberancia de la juventud. En una sociedad fronteriza como la de Alaska, eso podía hacerle caer en malas conductas. Allí las leyes son más flexibles para el hombre blanco; las normas se adaptan con más facilidad. Si va para enderezar las cosas, tome precauciones triples para actuar con honor. No conozco otra palabra que exprese esto. No hablo de actuar con honradez, porque la ley se encarga de eso. Ni con astucia, porque eso implicaría torcer las cosas para obtener ventaja. Digo honorablemente, como debe comportarse un hombre de honor.

—Espero haber aprendido eso de usted y de mis padres, señor.

—Uno nunca sabe si lo ha aprendido o no mientras no es puesto a prueba por la realidad.

Fue en estas condiciones que Jeb Keeler abandonó la Costa Este para ir a Alaska, llevando consigo sus dos escopetas de caza, su equipo de acampar y las recomendaciones de sus dos consejeros. Katz, el mentor de Yale, le había dicho: «actúe honorablemente». Markham, su mentor de Phoenix: «Puedes ganar un montón de dinero». Él tenía intenciones de hacer ambas cosas y, entre tanto, conseguir el resto de sus ocho grandes. Para comenzar tenía ya un bonito caribú y un buen diploma de abogado. Lo que necesitaba ahora era cazar los otros siete animales y una oportunidad de aplicar su talento para las leyes a algo constructivo y rentable.

Cuando Jeb llegó a Juneau para presentar sus credenciales de abogado en la capital del estado, descubrió que Poley Markham le había allanado el camino enrolándole como miembro de su firma; eso le permitió eludir los exámenes del colegio local y ponerse a trabajar a los cinco días de pisar el aeropuerto.

Tal como Markham le había advertido, los puestos importantes estaban ocupados, pero dos de las corporaciones nativas mejor administradas, Sealaska de Juneau y la gran Doyon de Fairbanks, encontraron pequeños trabajos para él. En ellos, Jeb aprendió lo básico para trabajar como asesor en Alaska.

Se había desempeñado bien en la defensa de los bienes de la corporación frente a un contrato con una empresa constructora de Los cuarenta y ocho de abajo, y estaba a punto de presentar su factura cuando Markham llegó desde Phoenix, para supervisar una operación en la Vertiente Norte.

—Me gustaría revisar tus papeles —dijo—. Conviene que mantengamos la coherencia. —Y al ver la factura que Jeb se proponía presentar exclamó—: ¡No puedes cobrar esto!

—¿Qué tiene de malo?

—¡Todo! —Con un audaz movimiento de estilográfica, tachó la modesta cifra de Jeb, la multiplicó por ocho y se la devolvió—: Hazla pasar a limpio.

Cuando la nueva factura fue presentada, se le pagó sin demoras.

Mientras viajaba por el estado ejecutando esos pequeños trabajos, Jeb descubrió que Markham había cumplido un largo aprendizaje en esas tareas menores antes de conseguir su puesto actual, en una de las corporaciones más importantes. Al parecer, había estado en todas partes, ofreciendo a esquimales,

atapascos y

tlingits la ayuda fraternal que las pequeñas empresas necesitaban en esos primeros días. Jeb descubrió que, cuando mencionaba el nombre de Markham en las aldeas pequeñas, los nativos respondían invariablemente con una sonrisa, pues Poley, con su simpatía, había dado a esos aldeanos no sólo orientación, sino un sentido de su propia valía. Los había convencido de que podían administrar esa súbita riqueza. Un fin de semana, estando Jeb en Anchorage por cuestiones profesionales, escuchó atentamente el cuadro que Poley trazaba de la envidiable situación en que se encontraban los abogados de Los cuarenta y ocho de abajo:

—Tomemos la corporación aldeana común, de las que hay más de doscientas. Ellos necesitan hacer ciertas cosas que la ley exige y en la aldea no hay nadie que sepa hacerlas. Deben constituirse en sociedad comercial, y tú sabes cuánto papeleo requiere eso. Luego tienen que organizar la elección de la junta directiva, con papeletas impresas y todo. Pero no pueden hacerlo sin tener antes la lista completa de sus miembros. Y para lograr eso necesitan formularios, direcciones y cartas. Cuando se sabe quiénes tienen derecho a ser accionistas, hay que imprimir las acciones y registrarlas. Y para eso se requiere un abogado.

»Ahora empieza lo divertido, porque la aldea debe identificar la tierra que va a elegir, y eso requiere agrimensores, escrituras legales y registros catastrales. Entonces se organizan auditorías para las cuales se contratan contadores públicos; hay que redactar minutas, organizar asambleas públicas y, lo más complicado, a mi modo de ver, mantener informados al público y a los miembros de las operaciones que realice la nueva corporación.

»Éste es el paraíso de los abogados, y no por obra nuestra, sino del Congreso. Pero ya que es así y el dinero está en el banco, tenemos derecho a obtener nuestra parte. ¿Cuál es nuestra parte? Bueno, si el gobierno dio a las corporaciones casi mil millones de dólares, yo diría que nos corresponde un veinte por ciento.

—¡Pero eso equivaldría a doscientos millones de dólares! —exclamó Jeb—. ¿Lo dices en serio?

—Claro. Si tú y yo no tomamos nuestra parte, algún otro lo hará.

—Tú, personalmente, ¿qué pretendes? En términos reales, quiero decir: ¿Cuánto es posible?

—Entre una cosa y otra, no sacaré menos de diez millones.

—¿Qué quieres decir, Poley, con eso de «entre una cosa y otra»?

—Oh, nada, nada. Es el modo en que se hacen estos tratos. Pero tengo algunas cosas interesantes al norte del Círculo Polar Ártico.

Jeb comprendió entonces que jamás tendría una imagen clara de cómo obraba ese hombre corpulento y amistoso. Cuando estaba a punto de deducir que los manejos de Poley rondaban los límites de la legalidad, el abogado de Phoenix le echó un brazo al hombro y dijo, riendo:

—Tendrías que seguir mi regla: «Si hay en juego ocho céntimos, deja un reguero de recibos firmados».

—No tengo intenciones de robar.

—Tampoco yo, pero dentro de tres años algún cerdo tratará de probar que lo has hecho.

Más tarde, al reflexionar, Jeb cayó en la cuenta de que Poley no había dicho directamente, como el profesor Katz: «No hagas nada deshonroso». Lo que decía era: «Hagas lo que hagas, deja un montón de papeles para demostrar que no lo hiciste». Pero Poley desvió su atención de estos eufemismos morales chasqueando los dedos y haciendo una pregunta súbita:

—¿Has ido al norte para ponerte en contacto con Afanasi? ¿No? ¿Cómo van tus ocho grandes?

—Sólo tengo el caribú que me ayudaste a cazar.

—Bien. Iremos a Desolation para tratar de conseguir tu morsa.

—¿No dijiste que cazar morsas era ilegal para la gente como nosotros?

—Sí y no.

Poley insistió en que Jeb ordenara su escritorio y le acompañara a Barrow, donde le presentó a Harry Rostkowsky y a su maltrecho Cessna 185 monomotor.

—¿Vamos a viajar en eso? —preguntó Jeb.

Y Poley replicó:

—Como siempre. Y dentro de dos semanas volveremos en eso con tu cabeza de morsa.

Cuando Jeb supo que la distancia entre Barrow y Desolation era de sólo sesenta kilómetros, tuvo la esperanza de evitar el viaje en el cacharro de Rosty, pero una vez en vuelo Poley le señaló la desnuda tundra de abajo, sin un árbol a la vista: kilómetros y kilómetros de montículos, pantanos y lagos poco profundos:

—Allí abajo no hay carreteras. Probablemente no las haya nunca. Aquí vas en avión o no vas.

Para preparar el aterrizaje en Desolation, Rostkowsky se alejó bastante sobrevolando el mar y descendió hacia la aldea, compuesta por unas treinta casas, una tienda y una escuela en construcción. Jeb notó, asombrado, que había allí cientos de hectáreas sin utilizar, pese a lo cual la población se asentaba precariamente en el extremo sur de una saliente expuesta al mar por un lado y a una gran laguna por el otro.

—¿Cómodo, no? —gritó Rostkowsky, mientras pasaba dos veces a baja altura para alertar a los aldeanos.

Luego descendió hábilmente en la pista de grava y rodó hasta el grupo que empezaba a formarse. Antes de que sus pasajeros pudieran abandonar el avión, abrió la ventanilla y arrojó afuera dos bolsas de correspondencia y varios paquetes; luego abrió la portezuela y dijo a sus pasajeros:

—Sí. Con la ayuda de Dios, lo logramos otra vez.

Cuando los habitantes de Desolation vieron bajar a su viejo amigo, Poley Markham, empezaron a adelantarse en silencio, pero nadie hizo ningún gesto de bienvenida entusiasta. «Si tratan con tanta reserva a un viejo amigo se dijo Jeb, ¿cómo saludarán a alguien que no les guste?». Pero al mirar más allá, hacia las pobres casas de esa primera aldea esquimal, vio a un lado a un hombre bajo y rechoncho, de unos cuarenta y cinco años, cuya cabeza descubierta exhibía el pelo gris cortado a lo Julio César, peinado hacia adelante sobre la frente oscura.

—¿Ése es Afanasi? —preguntó, asestando un codazo a Poley.

—Sí. No es ningún Adonis.

Cuando todos los aldeanos hubieron saludado a Markham, que había realizado muchos servicios caritativos para esa población, los dos hombres se acercaron al esquimal que iba a acompañarlos a cazar la morsa.

—Te presento a mi joven amigo Jeb Keeler —dijo Poley—. Es abogado.

—¿No conoces a nadie que se gane la vida trabajando? —preguntó Afanasi, y los dos hombres rieron.

En los días siguientes, Jeb descubrió que ese esquimal silencioso y capaz, dueño del único camión de la ciudad, tenía veinte características peculiares:

—¿Estudiaste dos años en la universidad?

—Sí.

—¿Y pasaste dos años trabajando en Seattle?

—Sí.

—¿Y recibes la revista Time?

—Sí, con tres semanas de retraso.

—¿Y eres el presidente de la junta escolar local?

—Sí.

Luego, la pregunta que desconcertaba a Keeler, pero a Afanasi no:

—¿Y sin embargo, prefieres vivir según las viejas tradiciones de subsistencia?

Al pronunciar esa palabra, de tremenda importancia, Jeb Keeler se catapultó directamente hacia el corazón de la Alaska contemporánea, Pues se había iniciado una gran batalla, que se prolongaría por el resto del siglo, entre los nativos, que aceptaban como inevitable el comprar casi todos sus alimentos enlatados, pero también deseaban mejorar su suerte cazando de vez en cuando una foca o un caribú a la manera antigua, y las fuerzas del gobierno y la modernidad, deseosas de inculcar a los nativos un modo de vida urbano y una economía basada en el dinero. En los salones del congreso, la lucha había sido descrita como perpetuación de las reservas contra evolución hacia la corriente principal. Si bien esta disyuntiva era importante para los indios de Los cuarenta y ocho de abajo, en Alaska, que formalmente nunca había tenido reservas, no ocurría lo mismo. Aquí la lucha se manifestaba como una elección entre la subsistencia antigua y la urbanización moderna. Afanasi, que había experimentado lo mejor de ambos sistemas, trataba de ser ecléctico:

—Quiero penicilina y radio, pero también encuentro una gran satisfacción espiritual en el viejo modo de subsistencia.

Y Jeb quedó cautivado al enterarse de lo que eso significaba:

—Si va a trabajar en Alaska, señor Keeler, oirá hablar mucho de la subsistencia, de modo que le conviene conocer las definiciones. En Los cuarenta y ocho de abajo, según me dicen, significa sólo arreglarse con la ayuda de lo que da el gobierno. Subsistir dentro de la pobreza. En Alaska, la palabra tiene un significado muy diferente. Se refiere a nobles patrones de vida que se remontan a veintinueve mil años atrás, a la época en que todos vivíamos en Siberia y aprendimos a sobrevivir en el ambiente más difícil del mundo.

El modo en que Vladimir empleaba esa extraña palabra y su vocabulario en general hicieron que Keeler preguntara:

—¿Tú eres esquimal? Tienes un vocabulario muy amplio.

Afanasi se echó a reír:

—Soy uno de los esquimales más puros que se pueden encontrar en estos tiempos.

Eso instó a Keeler a preguntar:

—Pero ¿y tu nombre ruso?

—Retrocedamos cinco generaciones, contando la mía. Eso no es difícil si se es esquimal. Un siberiano se casó con una

aleuta; tuvieron un hijo que se convirtió en el conocido padre Fyodor Afanasi, faro espiritual del norte. Ya bastante maduro, éste se casó con una

atapasca de cierto puesto misionero en el que había trabajado. Su iglesia le envió aquí para que cristianizara a los esquimales paganos, que se apresuraron a asesinarle. Su hijo Dmitri también se convirtió en misionero, al igual que el hijo de éste, mi padre. En cuanto a mí, la obra misionera no me gusta. A mi modo de ver, nuestro problema era el desafío del mundo moderno. Pero ¿usted me preguntó qué ascendencia tenía? Un dieciseisavo de ruso, sin que sepa una sola palabra de ese idioma. El mismo porcentaje de

aleuta, igualmente ignorante al respecto. Un octavo de

atapasco, y tampoco domino una palabra de ese lenguaje. Esquimal puro en tres cuartas partes, pero cuando digo que doce de mis antepasados eran esquimales puros sólo Dios sabe lo que eso significa en realidad. Tal vez hubo allí sangre de algún marinero de Boston, tal vez algo de noruego.

»Pero sea como sea, soy un esquimal comprometido con una vida de subsistencia. Quiero ayudar a que mi aldea cace una o dos ballenas por año. Quiero cazar osos polares y morsas cuando sea posible. Quiero dos o tres

alibúes, cuando aparezcan en estampida. Y también vivimos de patos, gansos, algas, salmones. Y lo que más importa en estos días: quiero andar mucha tierra adentro para obtener el alimento que necesito. Y eso me pone en conflicto con los cazadores forasteros como usted. No quiero que usted venga hasta aquí y cace mis animales como trofeo, para llevarse la cabeza al sur y dejar el cuerpo aquí, pudriéndose.

Era un suscinto resumen de lo que significaba la subsistencia para los esquimales,

aleutas y

atapascos, el mejor que Keeler podía oír. En días subsiguientes, mientras se alejaba entre los témpanos con Markham para cazar morsas bajo las directivas de Afanasi, su respeto por ese tipo de vida se fue intensificando. Una noche, mientras preparaban la cena en una tienda armada a cinco kilómetros de tierra firme, comentó:

—Siempre me he considerado cazador. Cuando era chico, conejos. En New Hampshire, un venado. Pero tú eres un cazador de verdad. Si no cazas, pasas hambre.

—No del todo —observó Afanasi—. Siempre tengo la posibilidad de ir a Seattle o a Anchorage y emplearme en una oficina. Pero ¿hasta qué punto es una opción viable para un esquimal? ¿Para alguien como yo, que sabe lo que significa estar aquí fuera, en pleno hielo? Vuelva usted cuando salgamos a cazar ballenas y verá que toda la aldea participa en la ceremonia de agradecimiento a la ballena cazada. Después, mientras troceamos la carne, hasta las mujeres más viejas se ponen de pie para recibir su parte de lo que el mar nos ha regalado: la grasa de ballena, la esencia de la vida.

En el cuarto día sobre el hielo, cuando estaban ya en el límite más alejado, con el azul del agua abierta visible a la distancia, Poley Markham divisó algo que podía ser una morsa trepando al hielo. Afanasi enfocó aquello con sus prismáticos y confirmó el avistamiento. Luego, con una destreza aprendida de sus tíos esquimales, guió a su equipo de modo tal que Jeb Keeler, el miembro más joven, pudiera clavar una bala en el cuello de la gran bestia. Pero en el momento en que Jeb disparaba, Afanasi y Markham lo hicieron también, desde bastante más atrás, para asegurarse de que el animal no quedara herido y pereciera en las profundidades. Los tres disparos se sincronizaron tan bien que Jeb no se percató de la medida. Corrió hacia la bestia caída con tanto entusiasmo como si él solo hubiera matado a ese admirable espécimen, pero apenas hubo llegado junto a la presa cuando Afanasi inició el regreso, a fin de informar a los aldeanos que habían cazado una morsa.

Esa noche, Jeb y Poley permanecieron en el hielo para proteger la presa. Por la mañana los despertó un grupo de aldeanos, hombres y mujeres, que habían venido a trocear la morsa para llevar a casa su nutritiva carne. Fue un día triunfal; hasta los niños participaban del regocijo. Cuando se distribuyó la carne, varios de los pequeños corrieron a llevar porciones a los enfermos que estaban en cama. Por la tarde hubo baile; la cabeza y los enormes colmillos de la morsa ocupaban el sitio de honor, pero entonces una sombra descendió sobre las celebraciones, pues un joven esquimal se acercó a Keeler y dijo:

—Usted sabe, no puede llevarse la cabeza.

—¿Que no puedo?

—Es la ley. Matar morsas no deporte.

Jeb quedó tan sorprendido que corrió hacia Poley Markham; le encontró bailando una especie de jiga con una anciana esquimal y su esposo; los tres anadeaban como patos en tierra.

—Me dicen que no puedo llevarme la cabeza a Anchorage.

—Eso dice la ley —confirmó Markham, dejando de bailar.

—¿Para qué vinimos, pues? ¿Sólo para decir que matamos una morsa?

—No tenemos por qué obedecer la ley.

—No quiero problemas. ¡Un abogado que apenas comienza su carrera!

—Ahora es el momento para aprender cómo debes arreglarte con las leyes estúpidas que los legisladores insisten en promulgar —replicó Poley.

Cuando la cabeza de la morsa apareció misteriosamente en el apartamento que Jeb ocupaba en Anchorage, el joven abogado la colgó en el sitio de honor, sin preguntar cómo había llegado hasta allí.

Al trabajar con las diversas corporaciones aldeanas en toda Alaska, Jeb observó dos hechos: dondequiera que había manejos financieros turbios, se podían ver las sutiles maquinaciones de Poley Markham, el mago de Virginia, Phoenix y Los Ángeles. Pleitos contra una corporación, procesos legales en beneficio de otra, demandas de terceros para proteger determinada corporación grande, defensas de terceros para trastornar las esperanzas de otra más pequeña: en todas esas batallas legales estaba enredado Poley, hasta tal extremo que aquel hombre parecía no tener ninguna base moral. Su única función, por lo visto, era generar disputas entre las corporaciones nativas y litigar por ellas, cobrando siempre honorarios tan desorbitantes que, según se rumoreaba, estaba ganando alrededor de un millón de dólares por año, aunque pasaba en Alaska apenas tres o cuatro meses de cada doce. Era una prueba viviente de que, como se había dicho en 1971, la Ley de Concesiones era «una bonanza para los abogados», sobre todo si no tenían escrúpulos morales, como Poley Markham.

Pero al mismo tiempo, cada vez que Jeb aceptaba la ayuda de Poley para cazar el siguiente de sus ocho grandes, descubría en él la imagen de la generosidad y del buen deportista.

—¿Por qué malgastas un tiempo precioso ayudándome a cazar una cabra de montaña? —le preguntó Jeb un día, mientras escalaban las altas montañas tras el valle de Matanuska.

—Me encantan los sitios altos —replicó Poley—. La caza. Me divertí tanto viéndote derribar a ese carnero de Dall como al cazar el mío.

Al cazar, no permitía atajos; con él no se alquilaban helicópteros para llegar a los puntos elevados, no. Se iba tras él jadeando por cuestas empinadas, en las que parecía incansable, y se aguardaba en el sitio por donde podían pasar las huidizas bestias. Se esperaba, siempre al abrigo del viento, donde las cabras podían estar escondidas, y se helaba. Cuando volvía tambaleante, sin haber visto siquiera una cabra, apreciaba el gran respeto que Poley tenía hacia los animales y la emoción de perseguirlos.

—De todos los ocho grandes —dijo una noche, después de haber perseguido inútilmente a las cabras—, creo que lo más excitante fue cazar la cabra.

—¿Aun más que el oso polar? —preguntó Jeb, que había matado a un gran oso americano bajo la dirección de Poley, pero aún no tenía su oso Polar.

—Creo que sí. Para cazar un oso polar basta con persistir. Salir a los témpanos de hielo. Y con el tiempo se consigue. Pero con la cabra de montaña hay que trepar tanto como ella. Hay que tener el paso igualmente firme y ser un poco más inteligente. No es tarea fácil. —Después de cavilar un momento, añadió—: Tal vez porque es un animal tan bonito. Se te corta la respiración cuando ves una cabra en la mira. Tan bella, tan pequeña, tan alta en la montaña. —Se dio una palmada en el muslo, echó más leños al fuego, concluyó—. Aplica la prueba de atención. Allá en mi albergue de Phoenix te estuve observando. Las cabezas de mis ocho grandes estaban en las paredes, pero ¿cuál mirabas con más frecuencia? A esa espléndida cabra blanca. Como si representara la verdadera Alaska.

En tres extensas expediciones a diversas montañas, Jeb y Poley no tuvieron ninguna cabra a tiro; por eso los ocho grandes de Keeler se mantenían en seis: el caribú, el buey almizclero, el oso americano, la morsa, el carnero de Dall y el alce, en ese orden; faltaban el oso polar y la huidiza cabra de montaña.

—Ya los conseguiremos —juraba Poley. Y su insistencia en que le ayudaría le mantenía siempre cerca del joven. Eso, a su vez, lo llevaba a ceder más asuntos legales a Jeb. Por ejemplo: cuando la corporación basada en la isla de Kodiak cayó en espantosas batallas legales sobre el derecho a constituir el directorio, Poley estaba muy ocupado con las empresas petroleras que explotaban las enormes reservas de Prudhoe Bay y no podía prestar plena atención a los diversos pleitos por apoderado. Entonces pasó el lucrativo caso de Kodiak a Jeb, quien empleó en él la mayor parte de un año y cobró casi cuatrocientos mil dólares por resolver un problema que nunca debería haber surgido. Al terminar el tercer año como asesor de las corporaciones nativas en sus riñas intestinas, comprendió que antes de cumplir los treinta años sería millonario.

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