Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Su mayor ganancia se produjo cuando Poley le hizo participar en las intrincadas batallas legales centradas en el gran campo petrolífero de Prudhoe Bay. Voló hasta ese remoto sitio del Ártico, caminó por los témpanos que le mantenían encerrado durante diez meses al año y observó a los hombres de Oklahoma y Texas, que mantenían los taladros en funcionamiento veinticuatro horas al día. Su primera visita a Prudhoe se produjo en enero, cuando no había luz diurna, y su cuerpo no supo indicarle cuándo era hora de dormir. Fue una experiencia extraña, acentuada por su visita al equipo de California que proveía a los hombres de alojamiento y comida:

—Hemos descubierto que, para retener aquí a trabajadores de lugares como Texas, tenemos que proporcionarles tres lujos. Un buen salario, de unos dos mil dólares por semana, digamos. Películas veinticuatro horas al día, para que puedan entretenerse cuando termine su turno de trabajo. Y mesa de postres.

—¿Qué es eso? —preguntó Jeb.

El concesionario de California le explicó:

—Mantenemos la cafetería abierta las veinticuatro horas, con desayuno y comida que servimos en cualquier momento. Pero lo que hace tolerable la vida es la mesa de postres.

Llevó a Jeb hasta una amplia zona, en un extremo del comedor. Allí, en algo de tamaño similar al de una mesa de billar, había no menos de dieciséis postres, de los más apetitosos que Jeb hubiera visto en su vida: pasteles, tortitas de pacana, bizcocho, natillas, ensaladas de frutas.

—Ahí está lo que más les gusta —dijo el concesionario.

Junto a la mesa, rodeados de hielo, había seis envases de acero de cincuenta litros, llenos de helado en otros tantos sabores diferentes: vainilla, chocolate, fresa, pacana, cerezas y una maravillosa mezcla llamada

tuttifrutti. Y para darle mayor atractivo al sector, en dos enormes platos, junto a las latas de helado, se amontonaban galletitas de chocolate y avena.

—¡Vea! —dijo el concesionario de Califórnia, con cierto orgullo—. Ese grandullón ha cenado por tres hombres normales, pero ahora atacará la mesa de postres.

El petrolero texano tomó una porción de pastel, otra de bizcocho, un inmenso cuenco de helado

tuttifrutti y seis galletas de chocolate.

—Mientras se les mantenga la panza satisfecha —explicó el californiano— estarán contentos. Las galletas fueron la gran solución. El helado ya lo esperaban, pero las galletas les parecieron una atención extra. —Y añadió, con criterio profesional—: Los hombres golosos siempre escogen las de chocolate. Los que cuidan la salud prefieren las de avena.

En su segundo viaje para atender los problemas legales de Prudhoe, Jeb fue en compañía de Poley Markham. Los dos abogados vivieron entonces una de las aventuras más espantosas de su existencia. Era el mes de marzo y la luz diurna había vuelto al Ártico. Sin embargo, como suele ocurrir con la aviación, eso resultó más un estorbo que una ayuda. El piloto supo, por su radio guía, que se estaba aproximando a Prudhoe e inició el descenso, pero la luz disponible era de un gris plateado y, con la nieve que levantaba el viento, toda la visibilidad se transformó en una exquisita pintura al pastel, sin horizonte, cielo ni pista de aterrizaje nevada. No había tiempo, estación ni hora del día, nada discernible: sólo esa misteriosa, encantadora y tal vez fatídica claridad.

Incapaz de saber si la tierra estaba arriba, abajo o a los lados, el piloto no podía o no deseaba deducir, por sus instrumentos de vuelo, dónde estaba ni a qué altura. Entonces disminuyó drásticamente la potencia y trató de descender. Cuando estaba cerca del suelo, Poley Markham aulló:

—¡Excavadora!

Y en el último instante el piloto se elevó, en un impulso tremendo, esquivando apenas una enorme excavadora negra, aparcada a seis metros de la empobrecida pista.

Descompuestos de miedo, piloto y pasajeros volaron en círculos, en un gris sin definiciones. Poco a poco, la omnipresente e ineludible fuerza de gravedad empezó a hacerse sentir y, con la ayuda de sus instrumentos, el piloto estableció su posición con respecto al suelo nevado que debía estar abajo. Después de alejarse sobre el océano helado, se concentró en la radio guía, diciendo a Markham y a Keeler:

—Manténganse alertas. Las señales son fuertes y claras, gracias a Dios.

Y el avión, tímidamente, avanzó a tientas por ese mortífero gris. «En un libro de cuentos, hace años, vi una imagen como ésta —pensó Jeb—. El héroe se aproximaba a un castillo con la visera del yelmo baja, sin ver nada. Y había una niebla, una bonita niebla gris».

¡Cristo! El campo nevado estaba quince metros más arriba de lo que el Piloto había calculado. El avión chocó cuando aún estaba en posición de vuelo, rebotó en el aire y cayó nuevamente diez metros antes de lo debido; rebotó otra vez y rodó hasta detenerse, tambaleándose. Cuando la tripulación de tierra llegó en un

jeep de ruedas inmensas, el conductor gritó:

—La tierra subió hacia ti, ¿eh?

—Ya lo creo —reconoció el hombre. Y el otro le alentó:

—No ha pasado nada.

Ese día, después de la comida, Jeb se sirvió un enorme plato de

tuttifrutti con cuatro grandes galletas de avena.

Jeb ganó sumas enormes con su trabajo como abogado en Prudhoe; en adelante, cada vez que se encontraba con Poley Markham, en las poco frecuentes visitas de éste a Alaska, le decía:

—Aún no hemos cazado la cabra.

Y Poley le recordaba:

—Yo tardé tres años en conseguir la mía. No te apresures.

Jeb descubrió así que él y Poley tenían actitudes muy diferentes.

—A ti te gusta la caza, ¿no? Yo, en cambio, quiero completar mis ocho grandes y terminar con eso.

Poley le advirtió:

—Nunca se termina. El mes pasado llevé a un muchacho a cazar a la isla Baranof, donde está Sitka. Atrapar esa cabra fue tan divertido como cuando salí por primera vez.

Un día, Jeb le dijo:

—Me han contado, Poley… Algunos hombres de Barrow, blancos, esquimales, hablan de los trabajos que estás haciendo allí. ¿Qué pasa?

Por primera vez en esa agradable y provechosa relación, Poley no se limitó a mostrarse evasivo, como lo hacía cuando no deseaba responder a una pregunta directa, sino casi furtivo y nervioso, como si se avergonzara de lo que había estado haciendo:

—Oh, allí están pensando a lo grande. Necesitan asesoramiento.

No dijo más, pero en los meses siguientes Jeb vio cada vez menos a su mentor. En Anchorage y ocasionalmente en Prudhoe comenzaron a aparecer recién llegados de Los cuarenta y ocho de abajo, difíciles de identificar o de localizar en el escenario de Alaska. Si uno veía, en el aeropuerto de Fairbanks, a tres hombres que parecieran petroleros de Oklahoma o de Texas, se podía apostar a que iban hacia la Prudhoe Bay o pensaban abrir un restaurante de comida rápida en Fairbanks para los trabajadores de los pozos petrolíferos que salían de vacaciones. Pero los visitantes de Poley Markham eran muy diferentes entre sí: un constructor de carreteras proveniente de Massachusetts, un contratista de California del Sur, el director de una planta eléctrica de Saint Louis. Y todos ellos, al parecer, iban al norte del Círculo Polar Ártico.

Después, Markham desapareció por unos seis meses; llegaron rumores de que estaba en Boston, metido en negocios con bonos de enorme magnitud:

—Recibí una carta de un amigo que está relacionado con un pequeño banco de Boston. Dice que Markham, y daba el nombre completo, estaba maniobrando para conseguir una emisión de bonos de trescientos millones. Mi amigo no sabía para qué.

Ése fue el segundo descubrimiento que Jeb Keeler hizo con respecto a su amigo: Poley estaba realizando negociaciones muy delicadas, relacionadas con ciertos funcionarios de Barrow, y las sumas en juego eran descomunales. Al principio Jeb creyó que, de algún modo, Poley y sus compinches habían descubierto un nuevo yacimiento petrolífero, pero sus contactos en Prudhoe le dijeron:

—Imposible. Nosotros lo sabríamos antes de que pasaran seis horas.

—¿Qué hace?

—Quién sabe…

Pero luego el petrolero sugirió:

—Mira, Keeler, ese yacimiento de Prudhoe inyecta sumas enormes a la vertiente Norte. Impuestos, salarios… Allí circula mucho dinero. Y Markham siempre ha sido de los que se sienten atraídos por la riqueza.

—También yo —dijo Jeb, a la defensiva. Y ustedes. De lo contrario, ninguno de nosotros estaría en este lugar dejado de la mano de Dios.

—Sí —reconoció el director petrolero, en tono reflexivo—, pero tú y yo parecemos trabajar dentro de límites definidos. Markham no.

Durante casi un año, Jeb no tuvo posibilidades de interrogar a Poley, pues éste pasó casi todo ese período en Los Ángeles y Nueva York, buscando financiación para las enormes operaciones que se llevaban a cabo al norte del Círculo Polar Ártico. Pero un día, mientras Jeb resolvía un problema legal en Prudhoe, recibió de Markham una carta urgente: «Espérame el viernes en Anchorage. Tal vez podamos cazar tu cabra». Excitado, Jeb voló al sur con un avión ARCO, donde encontró a Poley esperándole en una

suite del nuevo Hotel Sheraton:

—Un hombre me avisó por teléfono que se ha visto a un gran rebaño de cabras en las montañas de Wrangell. Vamos.

Llegaron en coche hasta Matanuska y continuaron hasta Palmer, donde ambos adquirieron licencias de caza para no residentes por sesenta dólares cada una. Jeb compró también, por doscientos cincuenta más, el rótulo metálico que debería atar al cuerpo de cualquier cabra que matara. Por fin, en un pequeño avión que Markham había utilizado algunos años antes para cazar la suya, volaron entre las colinas bajas, al pie de la gran cordillera Wrangell, de cuatro mil ochocientos metros. El piloto, siempre dispuesto a ganar algunos dólares más, sugirió que podía dejar a los dos hombres bien arriba en las montañas, donde probablemente estarían las cabras, pero Poley no quiso saber nada de eso:

—Déjenos donde la ley lo ordene.

Y una vez en tierra, con su tienda y sus escopetas, abrió la marcha hacia la boca del valle donde se habían visto las cabras.

Cuando llegaron al extremo cerrado del valle, Jeb miró hacia atrás y vio una de las escenas más encantadoras de su existencia como cazador: un rebaño compuesto por más de noventa hembras con sus crías (sin un macho a la vista), pastando en las cuestas rocosas, donde se intercalaban bandas de suculenta hierba. Un espectáculo como ése, con las pequeñas cabras retozando a la luz del sol bajo la vigilancia de sus madres, con el pelaje de una blancura reluciente, los cuernos oscuros y las montañas alzándose protectoramente, hacía que valiera la pena dedicarse a la caza.

—Maravilloso —susurró Jeb, al acercarse al rebaño. Pero luego se impuso su instinto de cazador—: ¿Dónde están los machos?

—Escondiéndose más arriba.

Y Markham, aunque tenía quince años más que Jeb, tomó la delantera por la empinada cuesta que les llevaría a las laderas del monte Wrangel, trescientos metros por encima del lugar en que estaban las hembras.

—Para cazar un macho —explicó por tercera vez, puesto que Jeb no había cazado ninguno en las dos excursiones anteriores—, la treta consiste en situarse por encima de ellos. Como siempre están alertas a cualquier peligro que pueda llegar desde abajo, podremos descender hacia ellos.

Ese día, la táctica no dio resultado. Terminada la temporada de celo, en el mes de diciembre, los machos formaban grupos de dos o de tres, por lo que detectaron con facilidad a los cazadores y se pusieron fuera del alcance de las escopetas. Al ver que se alejaban, Markham dijo:

—Es extraño, ¿no? En la temporada de celo luchan furiosamente entre sí. Se abren grandes heridas con esos cuernos afilados y llegan a matarse, si es necesario. Pero cuando desaparece la pasión… grandes amigos. Tres semanas de combates y apareamiento, cuarenta y nueve paseando del brazo.

—Me gustaría que algunos pasearan del brazo frente a mí.

—A propósito, Jeb, para ti ¿cuándo comienza la temporada de celo?

Mientras descendían trabajosamente por el valle, pasando junto al estupendo grupo de blancas hembras con sus crías, Jeb respondió:

—En Dartmouth solía pasar el fin de semana con mujeres muy bonitas.

—Ah, ¿con chicas?

—Las que yo invitaba no querían que se las tratara de «chicas». Lo decían con toda claridad: «Sois hombres, no muchachos. Y nosotras somos mujeres, no chicas».

—Es difícil vivir con una chica así. Ya lo he visto.

—Son las únicas con las que un tipo como yo puede vivir —aseguró Jeb.

Poley se echó a reír.

—Nunca es fácil, hijo. Aunque las reglas hayan cambiado mucho, nunca es fácil.

—¿Estás divorciado?

—¡Ni pensarlo! Eso lleva a la bancarrota. Mi esposa vive en Los Ángeles, asiste a las funciones culturales de la universidad y, aunque esto te horrorice, también se encarga de administrar nuestro dinero.

—En Prudhoe dicen que te estás forrando con lo de la Vertiente Norte.

—Los esquimales necesitan orientación. Merecen el mejor asesoramiento que puedan conseguir y yo se lo proporciono.

—¿Haciendo emitir bonos, entablando pleitos falsos y ejerciendo influencias en el Congreso, por ejemplo?

—Si Estados Unidos dice que es hora de olvidarse de la grasa de ballena y pasar al mundo moderno, alguien tiene que enseñarles a hacer el cambio.

El asunto quedó así. En los dos días restantes no pudieron acercarse a un solo macho cabrío, pero se mantuvieron en contacto con las hembras Y las crías. Como no volvieron a hablar de ello, Jeb sabía ahora tanto de aquel asunto como antes de iniciarse la cacería. Pero mientras guardaban el equipo, a la espera del avión que les llevaría de regreso a Anchorage, Poley dijo:

—Podrías hacerme un gran favor, Jeb, y a ti mismo. Vladimir Afanasi me ha pedido que vaya a Desolation a resolver los problemas de su corporación aldeana. La verdad es que no tengo tiempo, pero estoy muy en deuda con Vlad. ¿Por qué no vas tú y te ocupas de lo necesario?

—Me gustaría volver allí —dijo Jeb—. Tal vez consiga mi oso polar. Parece casi imposible hacerse con una cabra de éstas.

—Hay un problema, Jeb. Yo nunca cobro a Afanasi por la ayuda que le presto. Con ese tipo de obras caritativas conservo la decencia. No quiero que tú le cobres tampoco. Pero como ningún abogado debe trabajar gratuitamente, pásame la factura a mí.

Cuando el avión sobrevoló el majestuoso glaciar Matanuska, rumbo a Anchorage, Markham le entregó el primer cheque por diez mil dólares.

En los primeros años del estado de Alaska, varios grupos opuestos de ciudadanos estadounidenses viajaron al norte en busca de aventuras y riqueza. Con el descubrimiento de petróleo en Prudhoe Bay, en 1968, de Oklahoma y Texas llegaron en torrentes trabajadores que ganarían salarios altísimos a las orillas del mar de Beaufort, brazo helado del Océano Glacial Ártico. Entre ellos se destacaban los abogados y comerciantes, como Poley Markham y Jeb Keeler, que con frecuencia hablaban de radicarse allí definitivamente, pero nunca lo hacían. En 1973, cuando el presidente Nixon autorizó la construcción de un gigantesco oleoducto entre Prudhoe Bay y Valdez, una multitud de obreros de la construcción llegó a Fairbanks, desde donde trabajarían hacia el norte y hacia el sur para realizar ese milagro de la ingeniería. Y es ahora cuando la familia Flatch, de Matanuska, entra de nuevo en escena.

LeRoy, el hijo aviador, estaba deseoso de participar, pero justo cuando las compañías petroleras de Prudhoe solicitaban con urgencia aviones locales que sirvieran de transporte (había repuestos que se necesitaban de inmediato, visitantes encumbrados que se debían trasladar desde Fairbanks, obreros heridos que evacuar), LeRoy tuvo la mala suerte de estrellar su

Waco YKS-7 de postguerra y no pudo participar de la bonanza.

Con cierta preocupación, averiguó si había en la zona algún avión adecuado para trabajar en Alaska; debía tener el revolucionario adelanto de patines permanentes con ranuras para bajar las ruedas. Lo mejor que pudo enContrar fue un Cessna-185 de cuatro plazas, nuevo, al altísimo precio de cuarenta y ocho mil dólares, muy por encima de sus posibilidades. Entonces reunió a su familia para decir:

—Necesito ese Cessna. Estamos perdiendo una fortuna todos los días.

Su esposa le sugirió que tratara de obtener un préstamo bancario, pero él temía que fuera imposible, pues acababa de estrellar su única garantía. Y al parecer, sumando los ahorros de todos los Flatch (el matrimonio mayor, LeRoy y su esposa Sandy, la hermana Flossie y su marido, Nate Coop), no alcanzarían siquiera para el pago inicial.

Pero entonces se produjo el milagro de Prudhoe, pues se necesitaban allí tantos trabajadores que hasta Elmer Flatch, lisiado y con más de setenta años, fue reclutado para pagar los jornales de la empresa petrolera. A Sandy Flatch la emplearon como coordinadora en el puesto de Fairbanks, encargada de que los obreros y sus materiales llegaran pronto a Prudhoe. Pero fueron Flossie y su esposo, el enamorado de la naturaleza, quienes recibieron los mejores cargos.

—El administrador vino especialmente a vernos —explicó Nate—. Había estado cazando en nuestro albergue y recordaba lo bien que Flossie se entendía con los osos y los alces. Nos ofreció un trato que no os podéis imaginar. Nos dijo: «Los fanáticos de la naturaleza comienzan a importunarnos por el futuro del caribú. Dicen que, si construimos ese oleoducto justo en medio de las rutas de emigración, los caribúes quedarán separados de su hábitat natural y morirán todos». Quiere que trabajemos con los naturalistas de la universidad para hacer lo posible por ayudar a los caribúes.

Debían comenzar inmediatamente a trabajar. Los diversos miembros de la familia Flatch podían ahorrar casi todo lo que ganaban, pues además del sueldo tenían cubiertos los gastos de alimentación, alojamiento y transporte a sus puestos.

Entonces LeRoy no tuvo problemas en pedirles un préstamo a todos ellos, volar a Seattle, retirar su flamante Cessna 185 con patines permanentes y ruedas retráctiles y regresar con él a Fairbanks, donde se convirtió en el piloto más activo de la operación Prudhoe. Puesto que la empresa cubría sus gastos de mantenimiento y combustible, en el primer año tuvo una ganancia neta de ciento sesenta y cinco mil dólares. Una noche, mientras Hilda Flatch sumaba los ingresos de su familia, que administraba por todos, rompió en una carcajada.

—¿De qué te ríes tanto? —preguntó su esposo.

Y ella respondió:

—¿Recuerdas lo que nos advertían cuando pasábamos hambre en Minnesota? «Si te vas a Alaska no podrás cultivar nada y te comerán los osos polares».

Eran esos salarios los que atraían a los trabajadores de todos los estados de Norteamérica. Fairbanks se llenó de acentos extraños y de obreros boquiabiertos de Nebraska y Georgia, que pagaban doce o trece dólares por un desayuno a base de una taza de café, una torta, un huevo y una sola loncha de tocino. La comida, desde luego, se aproximaba a los treinta dólares. Entre esos trabajadores, traídos apresuradamente, no eran muchos los que permanecerían en Alaska cuando se terminaran las gemelas Golcondas de la empresa petrolífera y el oleoducto, pero los que se instalaron allí hicieron una enorme contribución a la vitalidad y el entusiasmo de la vida en el nuevo estado. Eran, en general, aficionados al aire libre; amaban el tipo de vida de Alaska y representaban una versión modernizada de los antiguos colonizadores. Fueron bien recibidos.

Petroleros, conductores de excavadoras, soldadores, abogados de vívida imaginación: esos hombres continuaron con la tradición iniciada por los inmigrantes buscadores de oro, los audaces que construyeron las primeras poblaciones y los marineros que tripulaban el Bear a las órdenes de Mike Healy. Una vez más, Alaska daba la impresión de ser un territorio para hombres. Pero también había mujeres que buscaban fortuna en la frontera salvaje, tal como en los viejos tiempos: enfermeras, esposas, coristas, fugitivas como Missy Peckham y algunas pocas almas atrevidas, que simplemente deseaban ver cómo era Alaska.

En esos años, una joven en especial experimentó el embrujo de Alaska.

Su llegada al norte pondría muchas cosas en movimiento.

Cierto día, un ingenioso alcalde de Nueva York se opuso a la censura diciendo: «No hay ninguna muchacha que haya sido seducida por un libro». Pero en 1983 una joven de Grand Junction, Colorado, fue engañada por la portada de una revista. Mientras Kendra Scott, de veinticinco años, estaba dando una clase de geografía sobre los esquimales del norte, la bibliotecaria entró en el aula con los dos libros que le había solicitado:

—Registré éstos a tu nombre —le dijo la señorita Deller—. Puedes tenerlos hasta abril.

Kendra le dio las gracias, pues no era fácil conseguir buen material sobre los esquimales. La bibliotecaria añadió:

—Y te he traído el último número de National Geographic, de febrero, pero sólo puedo dejártelo durante dos semanas; lo tenemos solicitado.

Como Kendra ya conocía el contenido de los dos libros, miró primero la revista. Y al hacerlo se perdió para siempre. En la portada se veía una de las fotos de infancia más arrebatadoras de cuantas había visto en su vida. Contra el fondo blanco de una ventisca, en el norte de Alaska, una niñita caminaba de cara al viento cargado de nieve; en realidad, podía ser un varón, pues sólo se le veían los ojos. La criatura estaba cubierta de pies a cabeza con el colorido atuendo de su pueblo: grandes pantuflas de piel, pantalones de gruesa lona azul, una vistosa chaqueta ribeteada de piel, brillante cinturón de cuentas y dos gorras, una de lana blanca y otra más grande, de pana gruesa y acolchada con bordes de glotón, para protegerse del hielo y de la nieve. Una enorme bufanda marrón le daba tres vueltas a la cabeza y se protegía las manos con mitones alegremente decorados. Kendra supuso que, bajo la chaqueta larga, probablemente habría otras tres o cuatro capas de ropa.

Pero lo que hacía adorable a aquella niñita (Kendra ya se había convencido de que era una niña) era la actitud resuelta con que avanzaba pese a la tormenta. Su cuerpecito luchaba contra la ventisca; sus ojos decididos, lo único que se veía de su cara, miraban hacia la meta a alcanzar, pese a la nieve. Era un glorioso retrato de la niñez, representación de la humana voluntad de sobrevivir, y el corazón de Kendra se solidarizó con esa criatura que batallaba contra los elementos. Por largo rato no se sintió en la cómoda escuela primaria de Grand Junction, sino en las pendientes septentrionales del Ártico; ante sí no veía a sus alumnos, los niños blancos de clase media estadounidense, con algunos interesantes mexicanos entremezclados, sino a pequeños esquimales que pasaban medio año en la oscuridad y el resto bajo una fuerte luz diurna que duraba casi veinticuatro horas por día. Kendra había quedado atrapada por una pequeña niñita envuelta en pieles, retratada en la portada de una revista, y jamás volvería a ser la misma.

Llevaba algún tiempo convencida de que necesitaba un cambio, pues su vida se encaminaba hacia una esterilidad tal que, si no efectuaba un giro radical, estaba destinada a una existencia desolada e insignificante. La responsabilidad era suya, sin duda, pero uno de los factores que contribuían era su madre, mujer afligida y asustadiza que vivía con el padre de Kendra en Heber City, Utah, a cuarenta y cinco kilómetros al nordeste de Provo. Los Scott no eran mormones, pero compartían la severa disciplina impuesta por esa religión. Cuando Kendra terminó la secundaria, la inscribieron sin consultarle en la respetable Universidad de Provo, Brigham Young, donde se preparaba a los muchachos para ser agentes del FBI y a las jóvenes, para ser esposas obedientes y temerosas de Dios. Al menos, eso era lo que creía la señora Scott.

—Lo bueno de Brigham Young —decía a sus vecinos de Heber City— es que Grady y yo podemos ir casi todos los fines de semana y enterarnos de cómo está Kendra.

Y lo hacían. Querían saber qué materias estaba cursando y si sus profesores eran «hombres decentes y temerosos de Dios». Sobre todo se interesaban por sus compañeras de cuarto, tres muchachas de orígenes tan dispares que ellos sospechaban cuanto menos de dos. Una era una mormona de Salt Lake City, de modo que no ofrecía problemas, pero otra venía de Arizona, donde podía ocurrir cualquier cosa; la tercera, de California, peor aún.

Pero Kendra aseguró a sus padres que las dos forasteras, como decía la señora Scott, eran más o menos respetables y que ella no se dejaría corromper. Esa palabra, «corromper», ocupaba un sitio preferente en el esquema de valores de la familia. La señora Scott consideraba que el mundo era un lugar maligno, de cuyos habitantes las tres cuartas partes, por lo menos, estaban empeñados en corromper a su hija. Sospechaba morbosamente de cualquier hombre que rondara la órbita de Kendra:

—Debes hablarme de cualquier hombre que se te acerque, hija. Tienes que estar siempre en guardia contra ellos. Las jovencitas no siempre saben juzgar el carácter de un muchacho.

Por eso, en sus visitas semanales a Brigham Young, la señora Scott arrancaba a Kendra informes detallados sobre cualquier joven cuyo nombre surgiera en sus largos interrogatorios:

—¿De dónde es? ¿Qué edad tiene? ¿Quiénes son los padres? ¿A qué se dedican? ¿Por qué estudia geología? ¿Cómo es eso de que pasó las últimas vacaciones en Arizona? ¿Qué estuvo haciendo en Arizona?

Después de ocho o diez acosos semejantes, Kendra reunió coraje para preguntar a su madre:

—¿Cómo llegaste a casarte, si sospechabas de todos los hombres?

La señora Scott no vio ninguna impertinencia en la pregunta, pues consideraba que ése era el problema principal de cualquier muchacha:

—Tu padre pertenecía a una familia de Dakota del Sur, temerosa de Dios, y no se contaminó estudiando en ninguna universidad.

«Tampoco se contaminó con libros, periódicos ni conversaciones de bares», pensó Kendra. Pero en cuanto hubo formulado esa idea se avergonzó de ella. Grady Scott era un hombre bueno y digno de confianza, que administraba una ferretería decente. Si le faltaba coraje para hacerse valer ante su esposa, tenía al menos carácter para manejar con honor sus negocios y su vida. En esos largos interrogatorios a su hija, él rara vez intervenía.

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