Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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Con esta garantía, Azazruk se encaminó hacia la costa. Pero se detuvo ante otro mensaje de los espíritus.

—Hay algo mejor pasado el promontorio.

Azazruk continuó explorando, hasta llegar a una bahía profunda, rodeada de montañas, y protegida de las tormentas del noroeste por una cadena de islas que la envolvían como una mano protectora. Había un estuario, una especie de fiordo flanqueado por acantilados, que se extendía por el lado oriental de la bahía.

—¡Esto es lo que nos habían prometido los espíritus! —gritó cuando alcanzaron el extremo, donde los nómadas de su clan instalaron su hogar.

Cuando los viajeros no llevaban siquiera una temporada en Lapak, presenciaron un día una erupción en una isla mucho más pequeña situada hacia el norte: un diminuto volcán que no alcanzaba ni treinta metros por encima del mar estalló en un despliegue deslumbrante de furioso humo, como si fuera una ballena rabiosa que lanzara llamas en vez de agua. Los recién llegados no podían oír el siseo de las chispas al caer en el mar, ni sabían que detrás de las nubes de vapor, en la lejana costa, alcanzaba el mar un río de lava que parecía interminable; sin embargo, sí que pudieron presenciar el espectáculo, y los espíritus aseguraron a Azazruk que lo habían organizado ellos en señal de bienvenida al nuevo territorio. Cuando estaba a punto de explotar, el joven volcán había chisporroteado; por eso los recién llegados lo llamaron Qugang, el Silbador.

Lapak tenía una abrupta forma rectangular, que, en su punto más ancho, de este a oeste, medía treinta y dos quilómetros, y diecisiete de norte a sur. La circunferencia exterior estaba rodeada por once montañas, algunas de las cuales superaban los seiscientos metros de altura, pero la costa de las dos bahías era habitable e incluso acogedora en algunos puntos. Nunca habían crecido árboles en la isla, pero la hierba brotaba verde y abundante por todas partes, y en cualquier sitio protegido del viento se alzaban los arbustos. Además de los dos volcanes y la protección de las montañas, se caracterizaba por tener gran cantidad de ensenadas; tal como habían predicho los espíritus, la isla estaba totalmente entregada al mar, y cualquier hombre que quisiera habitarla tendría que pasar su existencia obedeciendo a las olas y las tempestades, y vivir de su abundancia.

Al explorar su nuevo dominio, Azazruk reparó con alivio en los riachuelos que se entrecruzaban tierra adentro.

—Estos ríos nos traerán comida. Nuestro pueblo puede vivir en paz en esta isla.

Antes de la llegada de Azazruk y su clan, la isla no había estado habitada, aunque ocasionalmente las tormentas arrojaban a la playa algún cazador solitario en su kayak o a un grupo de hombres con su

umiak. Una mañana, unos niños que jugaban en un valle abierto al mar encontraron los esqueletos de tres hombres, que al parecer habían muerto en una soledad espantosa. Pero nunca había tratado de establecerse allí un grupo de personas. Se suponía que antes de la llegada del clan tampoco había habido mujeres que pusieran el pie en Lapak.

Cierto día, un grupo de hombres que había ido a pescar a uno de los ríos que descendían por las laderas del volcán central se refugió, al alcanzarles la noche, en una cueva abierta en lo alto de un montículo, frente a la zona del mar de Bering delimitada por la cadena de islas. Cuando llegó la mañana vieron, atónitos, que la cueva estaba ocupada por una mujer increíblemente vieja.

—¡Milagro! —gritaron, mientras corrían en busca de su chamán—. ¡Hay una vieja escondida en una caverna!

Azazruk siguió a los hombres hasta la cueva y les pidió que aguardaran afuera, mientras él investigaba aquella extraña novedad; se adentró en la cueva y se encontró frente a las facciones marchitas y correosas de una vieja cuyo cuerpo momificado se mantenía todavía erguido, de modo que parecía viva y casi a punto de contarle las aventuras por las que había pasado durante los últimos milenios.

El chamán permaneció un largo rato junto a ella y trató de imaginar cómo había llegado a la isla, cuál había sido su vida y qué manos amorosas la colocaron en aquella posición protegida y reverencial. La mujer parecía deseosa de hablarle, de modo que él se inclinó hacia adelante, como para escucharla mejor, y pronunció para sí mismo unas palabras consoladoras, como si las dijese ella misma.

—Azazruk, has traído a los tuyos a casa. Ya no viajaréis más.

Al volver a su choza de la playa, extrajo sus piedras y sus huesos en busca de orientación; oyó cómo la voz tranquilizadora de la mujer dirigía sus decisiones, y gran parte de las cosas buenas que disfrutó su gente en la isla de Lapak se debió a los sabios consejos de la anciana.

¿Cómo iban a vivir los inmigrantes, si no había árboles ni suficiente espacio para el tipo de agricultura que conocían? Tendría que ser de la generosidad del mar, y es impresionante observar cómo se anticiparon los océanos a las necesidades de aquel pueblo atrevido, y cómo les proveyeron en abundancia. ¿Tenían hambre? Cada bahía, cada ensenada de la isla hervía llena de marisco, caracoles de mar, calamares y algas marinas de las más nutritivas. ¿Les apetecía algo más sustancioso? Podían pescar en las bahías utilizando un cordel de tripa de foca y un anzuelo de hueso de ballena, con los que casi siempre conseguían algo; y, si entre los desechos de la playa encontraban un palo alargado, podían encaramarse a una roca saliente y pescar en el mismo mar. ¿Necesitaban madera para construir una choza? Esperaban a la próxima tempestad y, en la playa, en el umbral de su casa, se encontraban con un gran montón de madera de deriva.

Los que se atrevían a abandonar la tierra y se aventuraban en el mismo océano, tenían a su disposición una riqueza inagotable. Solamente necesitaban cierta habilidad para construir un kayak individual, y coraje para confiar su vida a una embarcación extremadamente frágil, que la ola más pequeña podía estrellar contra una roca. Un hombre en su kayak podía alejarse tres kilómetros de la costa y pescar hermosos salmones, largos y lustrosos. A quince kilómetros encontraba halibuts y bacalaos, y, si prefería, como la mayoría, la carne más suculenta de los grandes animales marinos, podía cazar focas o aventurarse en el océano para batirse con las titánicas ballenas y las morsas poderosas.

No era muy difícil divisar una ballena, porque la disposición de las islas dejaba unos pocos puntos por los que podían pasar animales de ese tamaño, y Lapak se situaba entre dos de aquellos pasos. Aunque regularmente veían ballenas que cruzaban muy cerca de los promontorios, era menos habitual cazarlas. Los valientes de la isla podían perseguirlas durante tres días y herirlas de gravedad, sin lograr traerlas a la costa. Lloraban mientras veían alejarse al leviatán, cuyas heridas le llevarían a morir en el mar, en algún lugar distante donde un grupo de forasteros, que no habrían desempeñado papel alguno en su captura, se alimentaría con él. Alguna mañana, también ocurría a veces que una mujer de Lapak que se había levantado temprano para recoger algas en la costa veía a poca distancia, flotando en el mar, un objeto que por su tamaño solamente podía ser una ballena; por un momento la tomaba por una ballena errante que se había aventurado cerca de la costa, pero, al cabo de un rato, al ver que no se movía, se entusiasmaba y corría gritando hacia sus hombres:

—¡Una ballena, una ballena!

Entonces, los hombres corrían a sus kayaks, remaban a toda prisa hacia el gigante muerto y sujetaban unas pieles de foca infladas al cadáver, para que se mantuviera a flote mientras lo empujaban lentamente hacia la costa. Cuando la descuartizaban, mientras las mujeres tocaban los tambores, encontraban las heridas fatales que le había infligido alguna otra tribu y, a veces, el extremo de algún arpón detrás de la oreja de la ballena. Y daban las gracias a los valientes desconocidos que habían luchado contra aquella ballena para que Lapak pudiera comer.

Pasó algún tiempo antes de que la gente de Azazruk descubriera la auténtica riqueza de la isla; un gran cazador, Shugnak, había construido el primer

umiak para seis personas que hubo en la isla, y, una mañana, con el chamán acurrucado en el centro, la embarcación se adentró en la cadena de islotes que llegaba hasta el pequeño volcán. Los salientes rocosos eran peligrosos, y Azazruk advirtió a Shugnak.

—No pasemos tan cerca de las rocas.

El cazador, que era más joven y atrevido que el chamán, había visto moverse algo entre las algas que rodeaban las rocas, de modo que continuó avanzando; cuando el

umiak entraba en la maraña de algas marinas, casualmente Azazruk vio pasar nadando a un animal, y, sobresaltado por su aspecto, lanzó un grito; ante las preguntas de sus compañeros, se limitó a señalar el prodigio que había entre las olas.

Fue así como los hombres de Lapak conocieron a la fabulosa nutria marina, un animal bastante parecido a una foca pequeña, de constitución similar y que nadaba más o menos del mismo modo. Aquélla medía aproximadamente un metro y medio, tenía una bonita forma alargada y, evidente mente, se sentía muy a gusto en el agua helada. Pero la exclamación de Azazruk y sus compañeros al ver al animal se debió a su cara, que parecía exactamente la de un viejo bigotudo que hubiera disfrutado de la vida y hubiera envejecido bien. Tenía la misma frente arrugada, los mismos ojos inyectados en sangre, la misma nariz, la misma sonrisa y, lo más extraño de todo, el mismo bigote fino y desaliñado. La leyenda de las sirenas se formó a través de relatos que exageraban el aspecto de aquel animal, cuyo rostro era extraordinariamente parecido al de un hombre, hasta el punto de que, alguna vez, más adelante, hubo cazadores a los que la visión de la nutria en el agua les sobresaltó tanto que por un momento se negaron a matarla por miedo a cometer un asesinato involuntario.

Azazruk supo intuitivamente, al inicio del encuentro con este animal asombroso, que se trataba de algo especial; tanto él como Shugnak, que viajaba en la popa del

umiak, se convencieron después de que habían descubierto un animal rarísimo. Detrás de la primera nutria venía una madre flotando cómodamente panza arriba, como una bañista que tomara relajadamente el sol en la tranquilidad de una piscina, y, por encima de las olas, encaramada sobre su vientre, había una cría, igualmente cómoda, que contemplaba perezosamente el mundo. Aquella escena maternal maravilló Azazruk, el cual, aunque no tenía mujer ni hijos, amaba a los niños y respetaba los misterios de la maternidad.

—¡Mirad qué cuna! —les dijo a los remeros, cuando la amorosa pareja pasaba cerca de ellos.

Pero los cazadores estaban observando algo todavía más extraordinario, porque detrás de las dos primeras nutrias venía un ejemplar de más edad, que flotaba también sobre su lomo, y que estaba haciendo algo increíble. Sobre su ancha barriga, bien sujeta con los músculos del abdomen, llevaba apoyada una piedra grande, y, usando sus dos patas delanteras como si fueran manos, golpeaba una y otra vez contra ella almejas y otros moluscos, para retirar después la carne, que se metía en la boca sonriente.

—¿Es una piedra lo que lleva en el vientre? —preguntó Azazruk.

Los que iban en la proa de la embarcación gritaron que sí, y en aquel instante, Shugnak, el cual siempre quería arrojar su lanza contra cualquier cosa que se moviera, remó con destreza hasta que la popa del

umiak se acercó a la nutria que tomaba tranquilamente el sol. Shugnak arrojó su lanza afilada, con gran habilidad, atravesó al animal que comía almejas despreocupadamente, y le arrastró hasta la embarcación.

En secreto, la desolló y dio la carne a sus mujeres para que la cocinaran, y, al cabo de varios meses, apareció con la piel curtida sobre los hombros. Todos quedaron maravillados por su suavidad, su belleza reluciente y por su espesor excepcional. En aquel momento comenzó la explotación de las pieles de nutria marina, y también la rivalidad entre Azazruk, el buen chamán, y Shugnak, el gran cazador.

Desde el principio, este último comprendió que las pieles de nutria marina iban a convertirse en un tesoro; aunque faltaban miles de años para que comenzase el comercio de pieles con lugares lejanos, en Lapak todos los adultos deseaban una piel de nutria, y hasta dos o tres. Podían conseguir tantas pieles de foca como quisieran para fabricar vestidos preciosos, pero los isleños ansiaban las de nutria, y Shugnak era el hombre que podía proporcionárselas.

Como se dio cuenta muy pronto de que no era muy productivo cazar nutrias en un

umiak de seis personas, encargó a sus hombres, basándose en recuerdos tribales, la construcción de algo parecido a los antiguos kayaks. Cuando comprobó que eran adecuados para la navegación, enseñó a los marineros a cazar con él, en grupo. Recorrían el mar silenciosamente hasta que encontraban una familia de nutrias, que incluía algún macho gordo dedicado a romper almejas. En días de suerte lograban cazar hasta seis, y llegó un momento en que los isleños aprovechaban solamente la piel y desechaban la carne. Había comenzado una masacre despiadada de las nutrias.

—No es bueno matar a las nutrias —dijo Azazruk, que se vio obligado a intervenir.

Pero Shugnak, que en todo lo que no tuviera que ver con la caza era un hombre bueno y amable, se resistió.

—Necesitamos las pieles —objetó.

Evidentemente, nadie necesitaba en realidad aquellas pieles, porque abundaban las focas y la carne de las nutrias era demasiado dura para comer, pero a los que ya tenían prendas de nutria les gustaba lucirlas, y los que aún no tenían le pedían más a Shugnak.

—Las nutrias andan por ahí y no sirven para nada; no hacen más que nadar y romper las almejas que llevan en la barriga —dijo el cazador, cuyo punto de vista era la simplicidad misma.

—Los grandes espíritus han traído al mundo a los animales de la Tierra y a los del mar para que el hombre pueda vivir —contestó Azazruk, que tenía un conocimiento más profundo de las cosas.

Se obsesionó tanto con aquel concepto que trepó una mañana hasta la cueva de la anciana momificada y se sentó durante mucho rato en su presencia, como si la consultase.

—¿Es una tontería pensar que las nutrias marinas son mis hermanas? —preguntó.

Solamente le respondió el eco de su propia voz.

¿Es Posible que Shugnak tenga razón al cazarlas como lo hace?

Una vez más, silencio.

—Supongamos que los dos tenemos razón: Azazruk, porque ama a los animales Y Shugnak, porque los mata. —Hizo una pausa y añadió una pregunta que más adelante intrigaría a los filósofos—: ¿Cómo pueden ser verdad dos cosas tan diferentes entre sí?

Entonces encontró la respuesta en sí mismo, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, cuando un hombre o una mujer han consultado a un oráculo. Proyectó su propia voz hacia la momia, y escuchó su respuesta, que le ofrecía una cálida seguridad:

—Azazruk tiene que amar y Shugnak tiene que matar, y los dos tenéis razón.

Aunque la momia no dijo nada más, allí mismo, en el silencio de la cueva, Azazruk imaginó la frase que pensaba recitar a los isleños: «Vivimos de los animales, pero también vivimos con ellos». Muchos del clan le escucharon mientras él iba perfilando su intuición de lo que suponía eran los deseos de los espíritus, pero la mayoría continuó ambicionando las pieles de nutria, y éstos iniciaron una campaña de rumores contra el chamán, y dijeron que no quería que se mataran las nutrias porque se parecían a las personas, cuando todo el mundo sabía que no eran más que grandes peces cubiertos con pieles muy valiosas.

La comunidad quedó dividida, pues unos apoyaban al chamán mientras otros defendían al cazador, en un antagonismo similar a los muchos que se produjeron en miles de los pueblos primitivos de Asia y Alaska (los soñadores, contra los pragmáticos; los chamanes responsables del bienestar espiritual de su pueblo, contra los grandes cazadores encargados de alimentarlos), y la lucha continuó inevitablemente a lo largo de los milenios venideros, porque era un punto que creaba diferencias entre los hombres de buena voluntad.

En la isla de Lapak, el conflicto alcanzó su punto culminante una mañana de verano, cuando Shugnak se disponía a salir en su kayak individual en busca de nutrias.

—No necesitamos más nutrias —le detuvo el chamán en la playa—. Deja vivir a los pobres animales.

Él era un asceta y estaba dotado de una cualidad mística que lo diferenciaba de los demás hombres. Aunque habitualmente guardaba silencio, cuando él hablaba los otros tenían que escuchar.

—Shugnak era muy diferente: era un hombre fornido, de hombros anchos y de manos fuertes, pero lo que le caracterizaba como a un gran cazador era la expresión salvaje de su cara. Tenía la tez rojiza, en vez de amarillenta o parda, como la del isleño típico, y se distinguía por tres líneas marcadas paralelamente a los ojos. La primera era un trozo largo de hueso de ballena que llevaba ensartado en el cartílago de la nariz y que sobresalía más allá de las fosas nasales. La segunda era un adusto bigote negro y retorcido. La tercera, la más impresionante, la formaban un par de pequeños discos labiales, insertados a cada lado de la boca y que quedaban conectados por delante del mentón con los tres eslabones de una complicada cadena, tallada en marfil de morsa. Se vestía con las pieles de leones marinos cazados por él mismo; y ofrecía un aspecto formidable cuando se erguía, con el torso que se veía aún más ancho porque se prolongaba en sus brazos poderosos.

No pensaba permitir que el chamán interrumpiera su caza aquella mañana; cuando Azazruk lo intentó, le apartó suavemente a un lado. Azazruk se dio cuenta de que Shugnak podía derribarle con un simple empujón, pero no podía renunciar a su responsabilidad en bien de los animales y volvió a cerrarle el paso. El cazador se impacientó y, sin ánimo irreverente, puesto que apreciaba al chamán, cuando se ocupaba de sus propios asuntos, empujó a Azazruk con aspereza hasta que se cayó; después Shugnak continuó la marcha hacia su kayak, se alejó remando coléricamente y prosiguió su cacería.

El nerviosismo se extendió sobre la isla; cuando Shugnak volvió, Azazruk le estaba esperando, y se pasaron varios días discutiendo. El chamán suplicaba en favor de las nutrias, temiendo que las exterminaran, y Shugnak contraatacaba con tozudo realismo, argumentando que aquellos animales habían sido traídos a las aguas cercanas con la evidente intención de que pudieran aprovecharlos, como pensaba hacer él.

Después de largos años de jefatura espiritual, Azazruk perdió la compostura por primera vez y despotricó contra todos los cazadores y sus kayaks, hasta ponerse en ridículo; llegó a mostrarse tan ofensivo que la gente dejó de hacerle caso. Se dio cuenta entonces de que había representado el papel de tonto ante su pueblo, lo que le había alejado de ellos, y ahora no tenía más remedio que renunciar a su cargo. Una mañana, antes de que se despertaran los demás, recogió sus fetiches, abandonó la choza de la playa y caminó gravemente hasta las orillas de una bahía lejana, donde construyó una cabaña de barro. Le ocurrió como a mil chamanes anteriores a él: aprendió que el consejero espiritual de un pueblo tiene que mantenerse aparte de las disputas políticas y económicas.

Estaba ya viejo, cercano a los cincuenta, y aunque su gente reconocía aún el mérito de haberles conducido hasta aquella isla, no querían que se entrometiera más en sus asuntos; preferían un jefe más sensato, como Shugnak, que, si quería, podía aprender también a consultar y a apaciguar a los espíritus.

Azazruk pasó marginado sus últimos días, aislado en su choza. Podía sobrevivir recogiendo marisco, crustáceos y algas en la playa; al cabo de algunos días, Shugnak le ofreció generosamente un kayak, y Azazruk llegó a conseguir cierta habilidad remando, aunque no había practicado mucho hasta entonces. A menudo se aventuraba lejos de la playa, siempre hacia el norte, hacia aquellas aguas que eran la continua tentación de su pueblo, y allí, en lo profundo de las olas, conversaba con las focas y con las grandes ballenas que pasaban. De vez en cuando veía un grupo de morsas que seguía rumbo norte y las llamaba, y, a veces, en los días calurosos del verano, pasaba toda la noche, que duraba solamente unas horas, bajo la luz pálida de las estrellas, unido al vasto océano y en paz con el mar.

Sus momentos preferidos eran aquéllos en que se encontraba con alguna familia de nutrias marinas entre las algas: entonces observaba a la madre que Rotaba de espaldas, con su hijo en el seno; veía centellear los ojos de la cría, deslumbrada por el nuevo mundo que estaba descubriendo, y saludaba al alegre viejo bigotudo, que pasaba flotando con una piedra en la barriga y dos almejas en sus patas gordas.

Azazruk tenía una legión de animales amigos, desde los enormes mamuts a los astutos leones; pero los más apreciados de todos ellos eran las nutrias marinas, por ser especiales, e, incluso, al final de su vida, sin justificarlo racionalmente, concibió la idea de que las nutrias marinas eran quienes mejor representaban a los espíritus que le habían guiado durante toda su vida, honorable y productiva. «Eran ellas las que me llamaron, cuando vivíamos en las estepas áridas del este. Ellas venían por la noche, para recordarme que mi pueblo y yo pertenecíamos al océano». Una mañana, al regresar de un viaje nocturno por el océano que lo acogía como una madre, se sentó rodeado de sus fetiches, los desenvolvió para que pudieran respirar y hablar con él, y, entonces, agradablemente sorprendido, se dio cuenta de que la figurita de marfil sin cabeza que tanto le gustaba no era ningún hombre, sino una nutria marina recostada perezosamente sobre su espalda; en aquel instante descubrió la unidad del mundo, la comunión espiritual entre los mamuts, las ballenas, los pájaros y los hombres, y aquella sabiduría exaltó su alma.

No le encontraron hasta varios días después. Dos mujeres embarazadas emprendieron el largo camino hasta su choza para que las ayudara a tener unos hijos sanos; cuando le llamaron desde la puerta y no les respondió, supusieron que había salido otra vez al mar, pero entonces una de ellas divisó su kayak vacío en la playa y dedujo que el chamán todavía tenía que estar en la choza. Al entrar, las mujeres le encontraron sentado en el suelo, con el cuerpo desplomado sobre la colección de fetiches.

Más adelante se llamó Aleutianas a las islas adonde Azazruk había conducido a su clan; sus habitantes fueron conocidos con el nombre de

aleutas (ahl-ay-uts) y formaron uno de los pueblos más extraños y complejos de la Tierra. Impulsados por el aislamiento, desarrollaron una forma muy especial de vida. Eran hombres y mujeres del mar, y de él dependía su subsistencia. En cada isla un solo grupo se bastaba a sí mismo, por lo que no fue necesario inventar la guerra durante aquellos tiempos remotos. Los

aleutas se sentían seguros en un mundo regido por espíritus benévolos y disfrutaban de una vida satisfactoria. También conocían la tragedia, porque a veces les amenazaba la muerte por inanición, y, cuando en el mar del cual dependían se producía una tempestad súbita, casi todas las familias habían llegado a perder a un padre, un esposo o un hijo varón. No había árboles ni ninguno de los atractivos animales que habían conocido en el continente, tampoco tenían relación con los esquimales del norte ni con los

atapascos del territorio central, pero en cambio vivían en un contacto estrecho con el espíritu del mar, con el misterio del pequeño volcán que bullía desde su costa, y con la animada vida de las ballenas, las morsas, las focas y las nutrias marinas.

Posteriormente, los estudiosos descubrieron que la cadena de islas se extendía hacia Asia formando casi un puente de tierra y concluyeron que seguramente lo había atravesado caminando una tribu de mongoles asiáticos, hasta llegar al grupo de islas más occidental, para colonizar después gradualmente las islas situadas más hacia el este. No sucedió de este modo. La colonización de las Aleutianas se produjo de este a oeste, a cargo de esquimales como Azazruk y su clan, los cuales, si se hubieran desviado hacia el norte después de atravesar el auténtico puente de tierra, hubieran llegado a ser idénticos a los esquimales del océano Ártico. Como se encaminaron hacia el sur, se convirtieron en

aleutas.

Azazruk, que en las leyendas isleñas recibió el nombre de Gran Chamán, dejó dos herencias importantes. Los últimos años de su vida, ideó un sombrero

aleuta que utilizaba en sus viajes por el océano, y que seguramente constituye el tocado más curioso del mundo. Era de madera tallada, aunque se podía hacer también con barbas de ballena, y subía por atrás en línea recta, hasta una altura considerable. Descendía después hacia adelante formando una curva amplia y se extendía con un ángulo gracioso por delante de los ojos, de modo que los ojos del marinero quedaban protegidos del resplandor del sol por una larga visera. Sólo por eso, por la belleza y el arte de su forma, ya hubiera sido especial; pero, además, en el punto de contacto entre la parte trasera y la larga pendiente frontal, Azazruk dispuso unas pocas plumas sutiles, los tallos de algunas flores secas o fragmentos decorados de barbas de ballena, que caían hacia adelante, por encima de la visera, en forma de arco. Este sombrero de madera era una obra de arte de proporciones perfectas.

Cuando un grupo de media docena de

aleutas se disponía a cruzar el océano, cada uno en su kayak y tocado con un sombrero al estilo de Azazruk, con la visera adelantada y las plumas erguidas, formaban una escena memorable, que retrataron más adelante los artistas europeos que viajaban con los exploradores; de este modo, los sombreros se convirtieron en un símbolo del Ártico.

El chamán tuvo otra contribución más duradera. Cuando los niños nacidos en Lapak le importunaban para que les contase las interesantes leyendas de la tierra de la que provenían, él siempre hablaba de ella, de los glaciares y de la interesante colección de animales que en ella vivían, utilizando el término «Tierra Grande», porque había sido verdaderamente grande, y tener que abandonarla fue una triste derrota. Con el tiempo, aquellas palabras pasaron a representar la herencia perdida. La Tierra Grande se extendía hacia el este, más allá del archipiélago, y constituía un noble recuerdo.

La palabra

aleuta que significaba Tierra Grande era Alaxsxaq, y, cuando los europeos llegaron a las islas Aleutianas, en su primera parada por aquella zona del Ártico, y preguntaron a la gente cómo se llamaban las tierras cercanas, ellos replicaron: «Alaxsxaq», que en la pronunciación europea quedó convertido en Alaska.

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