Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Una vez asegurada la ballena, hombres armados de varas largas, provistas de hojas afiladas en la punta, se adelantaron para trocearla, pero vacilaron hasta que Afanasi, el esquimal sin par, guía y protector del distrito, hizo el primer corte ceremonial. Al hundir su cuchillo en la cola, no era ya un nativo que había ido a la universidad y dirigía con éxito una rentable corporación aldeana: era un esquimal, con el pelo gris cepillado hacia delante hasta las cejas y las manos enrojecidas por la sangre de la ballena.

Se elevaron gritos para celebrar su victoria. Los otros hombres corrieron a trocear la carne. Los jovencitos se adelantaron a la carrera para recibir sus raciones de

muktuk[14], la deliciosa cuña de fibrosa piel con la suculenta grasa interior. Y cuando la luz del día asomó en aquel lugar, la gente se regocijó por haber demostrado, una vez más, su capacidad de cazar un cachalote. Kasm Hooker, considerando que era hora de acompañar a la joven maestra hasta la Residencia, dijo con cierta sorpresa:

—¡Kendra! ¡Estás llorando!

Y ella respondió:

—Me enorgullece formar parte de esto.

Pero disfrutó aun más de algo que ocurrió mucho después, a mediados de julio. Los aldeanos retiraron de los congeladores trozos de aquella carne; los cuatro

umiaks de la aldea fueron llevados a la costa y erguidos sobre los costados, para que sirvieran de protección contra los recios vientos que soplaban desde el mar de Chukotsk. Así servirían como puntos de reunión para los diversos grupos en los que se dividían históricamente los aldeanos. El señor Hooker fue honrosamente invitado a la sombra del

umiak de Afanasi; Kendra, al de la familia de Jonathan Borodin. La maestra se sintió complacida al ver que llamaban a Jonathan para que recibiera un trozo de carne ceremonial, señal de respeto por haber predicho cuándo pasarían las ballenas.

—¿Cómo lo sabías? —le preguntó Kendra, cuando el muchacho volvió a su lado.

—Me lo dijo él —respondió el muchacho.

Por primera vez, Kendra contempló el rostro de un anciano que pasaba con un tosco bastón, hecho con un trozo de madera flotante, arrastrado a la costa por alguna tempestad siberiana. Ese hombre era el abuelo de Jonathan y estaba convencido de que eran sus hechizos los que habían traído a las ballenas hasta Desolation. Ella observó que la miraba con disgusto. El joven no hizo intento alguno de presentarla y el anciano, en silencio, se alejó de la celebración.

Fue una tarde de gala, una explosión del espíritu esquimal, con sus comidas, sus cantos y una danza silenciosa, a veces inmóvil. En lo mejor de la celebración, cada

umiak envió a una joven para que participara en el gran acontecimiento del día. Los hombres de la aldea se reunieron alrededor de una enorme manta circular, hecha con varias pieles de morsa cosidas, y la tensaron. En el centro, se instaló una de las muchachas competidoras; a una señal, con movimientos rítmicos que aflojaban y tensaban alternativamente la manta, los hombres comenzaron a arrojar a la muchacha a buena altura. Durante quince mil años se había hecho lo mismo en la costa de Desolation, y aún daba escalofríos ver a seres humanos volar como los pájaros. Pero ese día tuvo algo especial, pues al terminar la competición Jonathan Borodin empujó a Kendra Scott hacia la manta y todos gritaron animándola a probar. Con un coraje que no conocía, la maestra se dejó llevar hacia la manta, aunque fue un gran alivio que Afanasi advirtiera a los hombres:

—No muy alto.

De pie en medio de las pieles, sintió su inestabilidad y se preguntó si podría mantener el equilibrio. Pero una vez que se iniciaron los movimientos hacia arriba y hacia abajo se sintió milagrosamente elevada por el ritmo de la manta. De pronto se vio a cuatro metros del suelo, toda brazos y piernas. Perdida la compostura, descendió hecha un bollo.

—¡Puedo hacerlo mejor! —exclamó al incorporarse.

Y en el segundo intento lo consiguió. «Ahora soy una esquimal», se dijo, mientras la retiraban de la manta. «Soy parte de este mar, de esta cacería, de esta tundra».

Pocos días después de esa celebración, cuando en su mente resonaban aún los ecos de la imponente captura, Kendra pudo echar un vistazo al lado feo de la subsistencia. Uno de sus estudiantes entró a la carrera en el aula, con la excitante noticia:

—¡Señorita Scott!, corra a la costa. ¡Las olas trajeron una raza nueva!

Antes de que ella pudiera preguntarle de qué se trataba, el jovencito la condujo a la costa, donde la horrible cosa allí expuesta la asqueó tanto que estuvo a punto de vomitar.

—¿Qué es eso?

—La raza nueva.

—¿Qué quieres decir?

—Una morsa sin cabeza.

Al estudiar aquella masa empapada, Kendra, vio que el niño tenía razón. Era el cadáver de una morsa, pero no tenía cabeza; hinchada como estaba, parecía no haberla tenido nunca.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó.

—La ley dice que usted, por ser blanca, no puede cazar una morsa. Pero yo, por ser un esquimal que se alimenta con carne de morsa, puedo.

—La carne de esta morsa no ha alimentado a nadie.

—Siempre es así con la nueva raza. Los esquimales las matan como en los viejos tiempos. Pero ahora sólo les cortan la cabeza. Por el marfil. Y dejan que el resto se pudra.

—¡Qué lamentable! —A medida que iba conociendo más detalles de la caza contemporánea, el cadáver que se pudría en la costa se tornaba aun más repulsivo—. ¿Y eso ocurre con frecuencia?

—Muchas veces. —El muchachito dio un puntapié a la desperdiciada carne del enorme cadáver—. Las matan sólo por el marfil.

Con el correr de los meses, Kendra encontró en las costas de la península muchos restos de animales hinchados, los mismos que habían sido majestuosos dueños de los témpanos. En tiempos antiguos, esa carne había alimentado a veintenas de personas; en la actualidad no alimentaban a nadie. Y ese feo procedimiento era defendido por ingenuos sentimentales que exclamaban: «Las morsas deben ser preservadas para los esquimales, que las utilizan para subsistir». Pero en realidad, las grandes bestias eran utilizadas para llenar tiendas de recuerdos para los turistas de Los cuarenta y ocho de abajo.

Cuando Kendra llamó la atención de Afanasi sobre esa detestable aplicación de la ley, pudo comprobar otra vez lo excelente que era ese hombre. Estaba dispuesto a admitir la anomalía de esa situación:

—Los esquimales nos refugiamos en la palabra «subsistencia» de maneras contradictorias, que giran alrededor de la palabra «antiguo». Queremos que el gobierno respete nuestros antiguos derechos sobre las ballenas, las morsas y los osos polares, así como nuestros derechos sobre vastas zonas en las que cazábamos en tiempos pasados. Y exigimos consideraciones especiales con respecto a la tierra.

—Usted es uno de los grandes defensores de esos derechos —dijo Kendra, llena de admiración.

—En efecto. Son la salvación de los esquimales. Pero también aprecio la tontería de esos reclamos. Mis antiguos cazadores quieren utilizar radios para rastrear a las ballenas y

motonieves para llegar hasta el agua. Y motores fuera de borda para alcanzarlas. Y arpones explosivos para matar. Y los mejores aparejos que se puedan comprar para izarlas a tierra firme. Y cuando se dan un festín con la carne, quieren Coca Cola y Pepsi Cola para acompañarla.

—Pero ¿podrían ustedes volver a las verdaderas costumbres antiguas, aunque lo desearan?

—No. Y si el año próximo la NASA idea alguna triquiñuela para detectar las ballenas por medio de láseres reflejados en la luna, los esquimales consagraremos ese artefacto como si fuera una parte de nuestras reverenciadas costumbres antiguas. —Afanasi se echó a reír—. ¿Acaso en Utah es diferente? Ustedes, los mormones, ¿no acabaron por aceptar a los negros como parte de la raza humana sólo cuando los necesitaron para un equipo de fútbol?

—Yo no soy mormona, y a veces pienso que usted no es esquimal.

—Se equivoca otra vez. Yo soy el nuevo esquimal. Y con la ayuda de maestros como usted, pronto habrá miles como yo.

En ese difícil período en que era oficialmente primavera pero las violentas tempestades seguían atormentando la tundra, todas las escuelas esparcidas en la vasta Vertiente Norte tuvieron tres días de fiesta, a fin de que sus maestros pudieran reunirse en Barrow para un seminario que comenzaría el miércoles y terminaría el domingo: Kendra estaba más ansiosa que nadie por inspeccionar la famosa escuela secundaria de esa ciudad, que había costado ochenta y cuatro millones de dólares. Estaba acordado que Harry Rostkowsky recogiera en su avión a Vladimir Afanasi, Kasm Hooker y Kendra Scott, pero otro miembro de la junta dijo que tenía interés en asistir a las sesiones. Se produjo entonces una situación curiosa: Jonathan Borodin, el futuro chamán, se adelantó con la sugerencia de que, como él planeaba viajar a Barrow con su

motonieve, Kendra podía recorrer con él esos sesenta kilómetros, distancia relativamente corta y segura. Con la misma audacia que la había llevado a intentar el salto en la manta, ella aceptó la propuesta.

—Siempre he querido ver la tundra —dijo a Afanasi y a Hooker, que la prevenían contra el viaje—. Y Jonathan es un experto con su

SnowGo.

—La

SnowGo es la gran asesina de los muchachos presumidos que creen saber conducirla —advirtió Hooker.

Pese a todo, el miércoles por la mañana, cuando una extraña luz solar bañaba la costa del mar, los dos aventureros se pusieron en marcha. Kendra, su bolso y ocho litros de gasolina para casos de emergencia iban detrás de Jonathan. Como la máquina podía cubrir más de sesenta kilómetros por hora a máxima velocidad, ambos calculaban llegar a Barrow mucho antes de que Rosty partiera en su avión para recoger a los demás. Y como el rendimiento era de treinta kilómetros por litro, no había ningún peligro de quedarse sin combustible en una zona tan triste y desolada; en todo el trayecto no había señales de la presencia del hombre.

Kendra disfrutó del viaje. El hecho de hacerlo con Jonathan no presentaba problemas, pues el muchacho era seis años menor; entre ambos existía una especie de relación madre-hijo. El muchacho había compartido con ella muchas ideas y ocurrencias que no habría revelado a nadie más.

Sin embargo, hacia la mitad del trayecto ella notó que Jonathan se había desviado del rumbo hacia el norte, dirección a Barrow para ir hacia el oeste, rumbo al mar de Chukotsk aún congelado. Algo perpleja, la maestra le dio un golpecito en el hombro.

—No es por aquí, Jonathan.

Sin volverse para responder, él gritó:

—Voy a mostrarle algo, creame.

Después de cubrir un trecho por la orilla del inquietante mar, se detuvo ante un monumento que se elevaba en la desnuda tundra. Kendra, sin apearse, leyó el solemne mensaje:

Will Rogers y Wiley Post embajadores estadounidenses de buena voluntad terminaron aquí el vuelo de la vida. 15 de agosto de 1935.

—¿Se estrellaron aquí? —preguntó ella, sorprendida.

—Fue mi abuelo quien corrió a Barrow para dar la noticia.

—¿Sabes quién era Will Rogers?

—Alguien importante, supongo, porque armaron mucha bulla.

Su actitud era tan insolente que ella exclamó, con una intensidad que él no le había visto adoptar jamás:

—¡Por favor, Jonathan! Eran hombres buenos. Lograron grandes cosas. Como podrías hacerlo tú, si estudiaras. ¿No te das cuenta de las oportunidades que estás malgastando?

—¿Por ejemplo, qué?

—Casi cualquier cosa.

Kendra hablaba como los primeros maestros, aquéllos que habían enseñado a los antepasados de los esquimales, cuarenta mil años antes, a hacer mejores arpones y a utilizarlos más productivamente. Como Jonathan demostró la indiferencia habitual, bajó la voz y dijo, en tono suplicante:

—Cuando lleguemos a Barrow verás a esquimales que son líderes de su pueblo. Estúdialos, porque algún día alguien como tú tendrá que ocupar ese lugar.

Tras dejarle ceñudo y silencioso junto al vehículo, ella bajó a la costa y recogió un puñado de piedras lavadas por el mar, que dispuso en torno al monumento, como homenaje a un hombre al que su padre reverenciaba.

La mayor revelación, en ese viaje a Barrow, no fue el paseo en la

SnowGo ni el solitario cenotafio junto al mar, sino lo que ocurrió al llegar a la famosa escuela secundaria de Barrow. Desde fuera, la escuela tenía un aspecto bastante vulgar, el que en Utah o Colorado cabría esperar de una comunidad venida a menos: baja, de distribución irregular y sin estilo arquitectónico visible. Kendra se sintió desilusionada, pero al entrar en el edificio la sorprendió la cantidad de material escolar con que contaba; nunca había visto nada que pudiera compararse con tanto lujo.

Naturalmente, en la escuela no había clases, pero se había designado a varios alumnos del último año para que sirvieran de guías a los maestros visitantes. Como Kendra fue la primera en llegar, quedó bajo la tutela de un joven que era el delegado de su clase. Ataviado con un elegante traje de lana, se presentó como hijo de un ingeniero de Los cuarenta y ocho de abajo, que manejaba las instalaciones de radar; la llevó primero a una amplia sección de la escuela dedicada a la electrónica.

—Como usted puede ver, tenemos aquí un equipo completo de transmisión de radio y televisión, muy apreciado por los estudiantes. —Luego le mostró la serie de ordenadores—. Aquí los alumnos aprendemos a programar y a utilizar ordenadores.

Había impresionantes talleres donde se desarmaban y volvían a armar artefactos domésticos y motores de automóvil. El taller de carpintería estaba mejor equipado que el de un carpintero profesional.

—Algunos dicen que los estudiantes vamos a construir aquí mismo una casa por año, para venderla fuera. Lo podríamos hacer.

El salón de economía doméstica era una delicia; contaba con todo lo que los alumnos podrían llegar a utilizar en el futuro, si se empleaban en los hoteles y restaurantes de Anchorage o Fairbanks.

—¿Hay alguien que estudie con libros en esta escuela? —preguntó Kendra.

Y el muchacho dijo:

—Claro que sí. Yo, por ejemplo, y casi todos mis compañeros.

La condujo a las aulas académicas, la espaciosa biblioteca y los laboratorios, que habrían sido el orgullo de cualquier colegio.

—Bueno, los instrumentos de aprendizaje están aquí —comentó ella—, pero ¿alguien aprende?

El joven era un intelectual destinado a llegar lejos. Sus padres eran universitarios, que habían inculcado a sus tres hijos el amor por el estudio; pero además el muchacho tenía una mente aguda para las realidades políticas de cualquier situación; probablemente por eso le habían elegido delegado.

—Usted parece interesada, señorita Scott, y apreciará lo que voy a decirle. Supongamos que usted coge todo el equipo que le he mostrado y lo clasifica: desde lo más moderno a lo más viejo. Si vuelve aquí la semana próxima, descubrirá que todos los aparatos realmente avanzados, como la televisión, la radio, los ordenadores más refinados, están en manos de los blancos como yo, de Los cuarenta y ocho de abajo, cuyos padres trabajan aquí para el gobierno. En cambio, lo más anticuado y barato, como el taller de motores y la carpintería, lo utilizan los esquimales.

Kendra se detuvo en el pasillo para mirar de frente a su guía:

—Qué cosas tan horribles dices.

Y él replicó, sin parpadear.

—Qué cosas tan horribles debo decir.

No obstante, así era: esa fantástica escuela, con grandes gastos, estaba preparando a los alumnos blancos para que ocuparan un sitio en Harvard y otras universidades importantes, mientras disciplinaba a sus discípulos esquimales, exceptuando al niño superdotado que se liberaba de las restricciones aldeanas, para que se desempeñaran como camareras, botones y mecánicos.

Tomó asiento en un banco del pasillo, ante la biblioteca, y pidió a su guía que la acompañara; él lo hizo de buena gana, pues le interesaban los problemas que preocupaban a la maestra.

—Dudo que en otros sitios sea diferente, mirándolo bien —musitó Kendra—. En Utah y Colorado había muy pocos mexicanos o indios manejando los ordenadores. Y cuando estuve en Alemania me contaron que se clasificaba a los alumnos a la edad de doce años en tres grupos, según el tipo de programas que podían seguir, determinando así el resto de sus vidas. Dicen que en Francia o en Japón se hace lo mismo. Los chicos brillantes, como tú, a tomar las decisiones; los chicos promedio, para el trabajo aburrido; los que no alcanzan el promedio serán los peones que mantienen el sistema en marcha. —Reflexionó un instante—. Supongo que lo mismo ocurría en el antiguo Egipto… y en todas partes. —Luego le tocó el brazo, preguntando sin rodeos—: ¿Alguna vez te has avergonzado de estudiar aquí?

Y él respondió, sin vacilación ni vergüenza:

—En absoluto. El dinero brota del suelo sin cesar. Me parece estupendo que hayan tenido agallas para gastarlo en algo como esto.

En los días siguientes Kendra vio al joven con frecuencia. Por insistencia de él reanudaron esa seria conversación. Por fin, el sábado por la tarde, el joven preguntó:

—¿No podría venir a conversar con algunos de mis compañeros?

—Sí, si puedo traer a un joven esquimal, más o menos de tu edad.

—Encantado.

Fueron siete los que se reunieron en la cafetería de la escuela, donde los estudiantes habían preparado un pequeño refrigerio. Antes de presentar a Kendra, el presidente preguntó:

—¿Dónde está su esquimal, señorita Scott?

Y ella dijo en tono inexpresivo:

—Holgazaneando con su

SnowGo.

Y se inició la sesión.

De los siete estudiantes locales, cuatro eran blancos, hijos de especialistas importados de Los cuarenta y ocho de abajo, pero los tres más interesados eran esquimales: dos, alumnos del último curso, dotados de una notable percepción, y un niño del primer año, cuya renuencia a expresarse no indicaba falta de agudeza para seguir la discusión. Se inició cuando los estudiantes blancos pidieron a Kendra su opinión sobre las universidades a las que podían solicitar ingreso, como si ése fuera el principal problema al que se enfrentaban, y agradecieron la información que les brindó. Una niña hizo una pregunta inteligente:

—Considerando que mi ciudad de origen es Barrow, Alaska, ¿qué universidad de primer orden puede querer a alguien como yo para demostrar su diversidad geográfica?

Y Kendra respondió sin vacilar:

—Las mejores. Están desesperadas por tener alumnos como tú.

—¿Por ejemplo? —preguntó la muchacha, casi con insolencia.

—Princeton, Chicago, Stanford. Y tengo buenos informes de Smith. —Luego añadió—: Sois muy emprendedores, chicos. Es un placer conoceros.

Pero luego encaminó suavemente la charla hacia la situación de los tres esquimales. Una vez que esos jóvenes, de piel oscura y rasgos asiáticos, se sintieron a gusto, ella descargó su dinamita:

—Cuando Paul me mostraba el equipamiento de la escuela, el primer día, me señaló que todo lo moderno y costoso es usado casi exclusivamente por los estudiantes blancos de Los cuarenta y ocho de abajo, mientras que lo menos complejo, como la carpintería y las herramientas para reparar motores, son monopolio de los esquimales. ¿Qué me decís de eso?

—Es verdad —dijo la muchachita esquimal—, pero nosotros tenemos problemas distintos de los de ellos.

—¿En qué sentido?

—Ellos tendrán que ganarse la vida en Los cuarenta y ocho de abajo. Nosotros, en Alaska.

—No estáis obligados a quedaros en Alaska.

—Pero es lo que deseamos —dijo la niña.

Y recibió un sorprendente apoyo del muchacho reticente:

—Yo no sueño con ir a Seattle. Ni siquiera con ir a Anchorage. Sueño con trabajar aquí, en Barrow, aun cuando se acabe el dinero del petróleo.

Movida por la compasión hacia esos jóvenes, Kendra se apresuró a decir:

—Pero ¿no comprendéis que, para llegar a algo en Barrow, para alcanzar algo importante, necesitáis una educación universitaria? ¿No os dais cuenta de que todos los empleos bien pagados son para la gente educada de Los cuarenta y ocho de abajo, o para los esquimales que han recibido instrucción?

El obstinado muchacho esquimal replicó:

—Lo haremos al modo esquimal.

—¿Qué harás en Barrow? —preguntó ella en tono casi belicoso.

Dos años más tarde, ya casada y vagando en una isla de hielo, ochocientos kilómetros al norte de Barrow, en el corazón del Océano Glacial Ártico, recordaría cada palabra de su asombrosa respuesta:

—El mundo cobrará interés por el Océano Glacial Ártico. Tiene que ser así: Rusia, Canadá, Norteamérica… Y yo quiero estar aquí, en el centro.

—Qué interesante respuesta, Iván. ¿Cómo llegaste a esa conclusión tan profunda?

—Basta mirar un mapa.

Y ella pensó, con los ojos llenos de lágrimas: «¡Querido, maravilloso muchacho! Pero sin la educación que desprecias no llegarás a nada».

A fines de mayo, cuando el mar de Chukotsk aún estaba helado en un buen trecho alrededor de la costa, aunque la nieve empezaba a desaparecer de la tundra, llegaron noticias de la solitaria choza donde vivían los padres de Amy Ekseavik. Un cazador llegó a Desolation con este horrible informe:

—El viejo se bebió algún tipo de matarratas, se emborrachó a morir y trató de asesinar a su esposa porque le chiflaba. Falló. Entonces se plantó la escopeta contra el paladar y se voló la cabeza.

Afanasi y Jeb Keeler organizaron una partida de rescate, que encontró a la madre de Amy levemente herida. Una pariente que vivía más al sur había viajado para hacerse cargo de la situación, y ambas mujeres insistieron en que Amy debía dejar la escuela para atender la choza. Cuando Kendra se enteró de esa ridícula sugerencia estalló:

—¡Esa niña no saldrá de mi aula. Lo prohíbo!

Afanasi le explicó que, si Amy era necesaria en su casa, cosa obvia, tendría que irse, pues así lo exigía la costumbre esquimal.

—¡Esa niña es muy inteligente! —exclamó Kendra—. Puede llegar muy lejos. He escrito a la Universidad de Washington y me han respondido con mucho interés. Están dispuestos a recibirla a los dieciséis años, si es tan inteligente como yo aseguro. —Se le quebró la voz en un gemido—. ¡Señor Afanasi! No condene a Amy a una vida de tinieblas.

Sus ruegos fueron inútiles. Amy hacía falta en su casa y eso prevalecía sobre cualquier otra consideración.

El día en que esa niña debía volver a su casa, Kendra recorrió con ella tres kilómetros por la tundra, donde no crecía ningún árbol y sólo asomaban flores diminutas. Al separarse la abrazó, luchando por contener las lágrimas:

—Sé que tienes una mente notable, Amy. Ya lo has visto tú misma en la escuela. Mira, te digo la verdad: estás mucho más adelantada que yo a tu edad. Puedes llegar adonde quieras. Por el amor de Dios, lee los libros que te he dado. Haz algo con tu vida. Haz algo.

—¿Qué? —preguntó la muchachita sin demasiado interés.

—Nunca se sabe, Amy. Pero si valoramos nuestra vida siempre surge algo. Fíjate en mí. ¿Cómo diablos vine a parar a Desolation? ¿Adónde irás tú? ¿Quién sabe? Pero no dejes de avanzar. Oh, Amy.

En esos últimos momentos habría querido decirle mil cosas importantes, pero sólo pudo inclinarse para besar aquella cara redonda y morena, gesto que Amy aceptó sin emoción.

Las dos semanas siguientes fueron intensamente frías. No parecía primavera, sino pleno invierno, y Kendra se sentía tan desolada como el paisaje barrido por la tempestad. Comprendía que, pese a toda la eficiencia con que ella y Kasm Hooker manejaran la escuela y alentaran a sus estudiantes, las duras realidades de la vida esquimal establecían los límites. Una noche invitó a Afanasi y a Keeler a su apartamento, para que analizaran esas cuestiones con ella y Hooker.

Comenzó planeando un problema que la deprimía:

—Señor Afanasi ¿por qué usted es el único esquimal de Desolation que tiene una visión global de la situación… y hasta podríamos hablar de una visión global de Alaska?

—Tuve un abuelo que me enseñó lo que debía hacer; mi padre y mi tío me enseñaron lo que no se debía.

—¿Cómo podemos Kasm y yo producir gente joven dotada de su visión y su capacidad?

—Sucede por casualidad, creo. Con Amy Ekseavik había una posibilidad. Con Jonathan Borodin… bueno, él debería ser exactamente como yo: capaz de manejarse en el mundo de los blancos, sustento de su aldea esquimal. Pero no dimos en el blanco. Ahora sólo sabe conducir su

motonieve.

—Dice que quiere ser chamán… al estilo antiguo, aunque constructivo.

Afanasi escuchó esa noticia con mucho interés.

—Bueno, no es una idea descabellada, en absoluto. Llevo algún tiempo pensando que, con las presiones de la vida moderna, la televisión, las

motonieves, el bullicio, tal vez haya lugar para el renacimiento del chamanismo tal como mi abuelo lo conoció.

Se levantó para pasearse por el apartamento, mordisqueó un poco de comida y volvió a sentarse junto a Kendra.

—Hace cien años, cuando Healy y su Bear llegaron con Sheldon Jackson, los chamanes que ellos encontraron eran gente deplorable. Los informes de Jackson dieron mala fama a la institución, pero los chamanes con los que mi abuelo trabajaba eran muy diferentes. —Se levantó para pasearse otra vez, y concluyó—: Tal vez el chico de Borodin, que tiene un talento ilimitado, como viste en la escuela, Kasm… Voy a hablar con él.

Esa conversación no se produjo jamás. Tres días después, con nieve aún profunda, Jonathan Borodin tomó su escopeta, su

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