Alaska

Alaska


IV. LOS EXPLORADORES

Página 23 de 123

La primera demostración de la habilidad con que los esquimales sacaban provecho del océano congelado se produjo cuando uno de los más jóvenes y fuertes, llamado Sopilak (según Atkins creía entender), volvió de una cacería con la noticia de que habían avistado un gigantesco oso polar en el hielo, a algunos kilómetros de la costa. En un abrir y cerrar de ojos, los esquimales se prepararon para una larga persecución, pero aguardaron hasta que sus mujeres proporcionaron al capitán Pym, a quien reconocían como Jefe, al marinero Atkins, que había inspirado una inmediata simpatía, y al ceñudo arponero Kane, las ropas adecuadas para protegerse del hielo, la nieve y el viento. Vestidos con las gruesas pieles de los esquimales, los tres estadounidenses echaron a andar sobre el hielo yermo, cuyas confusas formas dificultaban sus movimientos. El trayecto no se parecía en nada a un paseo por encima del hielo de Nueva Inglaterra, cuando en invierno se congelaban los estanques o algún río plácido; era un hielo primitivo, que había nacido en las profundidades de un océano de agua salada, se había elevado hasta el cielo empujado por súbitas presiones, y se había quebrado a causa de fuerzas que provenían de todas partes; era un hielo torturado, esculpido locamente, que surgía en formas llenas de aristas y en ondulaciones interminablemente largas, como si se elevara desde las profundidades. No se parecía a nada de lo que ellos hubieran visto o imaginado hasta entonces; era el hielo del Ártico, que estallaba, que crujía por la noche, cuando se movía y se retorcía, que encerraba una violenta capacidad de destrucción y, lo peor de todo, que se extendía eternamente, como una constante amenaza en el gris resplandor.

Los hombres de Punta Desolación se adentraron en el hielo para cazar su oso polar, pero no encontraron nada después de buscar durante un día entero; y, como en aquellos primeros días de octubre se hacía muy rápidamente de noche, los aldeanos advirtieron a los marineros que probablemente se iban a ver obligados a pasar la noche en el hielo, sin poder estar seguros de hallar alguna vez al oso. Pero, justo antes de que se hiciera oscuro, Sopilak volvió dando grandes pasos con sus raquetas para la nieve.

—¡Allí delante! ¡Falta poco!

Los cazadores se acercaron a su presa, pero el oso era astuto y, antes de que el grupo consiguiera ver al animal, que era el primero de su especie que un estadounidense veía en aquellas aguas, se hizo de noche, y los cazadores se desplegaron formando un amplio círculo, para poder seguir al oso si éste decidía huir en la oscuridad.

Atkins, que se mantenía cerca de Sopilak, y al parecer estaba aprendiendo muchas palabras esquimales, se paseó por entre sus compañeros y les advirtió:

—Nos avisan que el animal es peligroso. Está todo tan blanco, que se aparece como un fantasma. Si se os acerca, no corráis, porque no habría posibilidad de escapar. Luchad a pie firme y gritad para llamar a los otros.

—Parece arriesgado —repuso Kane.

—Creo que intentaban decirme que, cuando siguen el rastro de un oso Polar, suelen perder a uno o dos hombres.

—No seré yo —replicó Kane.

Atkins propuso que, durante la inminente lucha, los tres estadounidenses se mantuvieran juntos:

—Nosotros tenemos armas. Es mejor que estemos listos para usarlas.

Los estadounidenses y casi todos los esquimales durmieron mal aquella noche; pero Sopilak no durmió en absoluto, porque había cazado osos Polares antes, con su padre, y una vez había visto cómo un gran animal blanco, que si se alzaba sobre sus patas traseras era más alto que dos hombres juntos, machacaba a un cazador de Desolation con un solo golpe fulminante de su zarpa. Después había arrojado al hombre contra el hielo y le había hecho trizas con sus cuatro garras. Tanto el hombre como su ropa quedaron reducidos a tiras, y no pudieron atrapar al oso.

En otras cacerías, algunas encabezadas por el mismo Sopilak, habían rastreado durante días enteros a aquellas bestias monstruosas, más hermosas que un sueño de blancas tormentas de nieve, hasta que, gracias a su sabiduría y su valentía, habían conseguido hacerse con ellas.

—Di a tus hombres que no me pierdan de vista —indicó Sopilak a Atkins hacia el amanecer.

El marinero trató de explicarle que los estadounidenses tenían armas, lo que les proporcionaría una ventaja considerable si se materializaba la lucha, pero Sopilak no le entendió, por mucho que Atkins levantara los brazos y gritara «¡Zas, zas!». El esquimal sólo sabía que los forasteros no tenían garrotes ni lanzas, y temía por ellos.

Cuando se levantó una pálida y fría luz plateada, uno de los rastreadores les indicó por señas desde donde se encontraba, mucho más al norte, que había visto al oso polar, y ninguno de los tres estadounidenses olvidaría jamás los momentos que experimentaron después. Rodearon un enorme bloque de hielo que se alzaba muy por encima de la superficie congelada del mar y vieron frente a ellos a una de las criaturas más majestuosas del mundo, un animal tan grandioso como los mastodontes y los mamuts que en otros tiempos se habían adentrado en Alaska, no muy lejos de allí. Era enorme y de una blancura tan absoluta que se confundía con la nieve, era ágil, tenía unos graciosos movimientos tambaleantes, y, en cuanto comenzaba a moverse, su belleza sobrecogedora y la torpe energía que exhibía dejaban en suspenso el corazón humano. Constituía un ejemplo supremo de majestuosidad animal, y parecía formar una unidad con el hielo y con el firmamento helado. Cuando el día se iluminó, comenzó a caer una tenue nevada, que reforzó la apariencia onírica de la cacería que habían emprendido ya los hombres de Sopilak.

El oso polar, único en su especie por su color, su tamaño y su velocidad, podía escapar fácilmente de un solo hombre, y además era capaz de zambullirse de cabeza en las pocas aberturas del hielo en las que corría libremente el agua, para nadar vigorosamente hasta el otro lado, trepar con asombrosa facilidad al hielo nuevo y correr por otras zonas heladas donde los hombres no podían perseguirlo, porque les era imposible cruzar el agua. Pero no podía huir de la insistencia de seis hombres, sobre todo si con sus lanzas, sus garrotes y sus gritos salvajes le impedían alcanzar el mar abierto. Aquella larga jornada de lucha resultó más o menos igualada: los hombres consiguieron acosarlo y mantenerlo lejos del mar abierto; y el oso logró escapar de la persecución, y nadar algún breve trecho hasta alcanzar otros sitios. Pero, al final, los hombres, gracias a su insistencia y a que podían prever los movimientos del oso, conseguían mantenerse siempre cerca de él y le acosaban hasta hacerle perder el aliento, de modo que continuaba la lucha.

Sin embargo, cuando comenzó a declinar el día, que era breve en otoño en aquella latitud, los hombres comprendieron que corrían el riesgo de perder al oso durante la larga noche, si no le atacaban pronto. Entonces, dos de los esquimales, Sopilak y un compañero, empezaron a actuar con más audacia y, con un par de avances coordinados, corrieron hacia el oso, le aturdieron, y Sopilak le alcanzó con su lanza en la pata trasera izquierda. Al ver que el animal estaba herido, otros dos hombres corrieron desde atrás, consiguieron evitar uno de sus mortíferos manotazos cuando el oso se volvió hacia ellos, y le asestaron otro golpe en la misma pata.

El oso estaba ahora seriamente herido, y lo sabía, por lo que retrocedió hasta que topó con el lomo contra un gran bloque de hielo que le protegía la retaguardia y obligaba a los hombres a atacarle desde el frente, con lo que podría verles tan pronto comenzaran a acercársele; resultaba formidable en aquella postura: un imponente gigante blanco, con una pata ensangrentada, pero dueño de unas zarpas capaces de arrancar las entrañas de un hombre.

En aquel momento se igualó la batalla; el esquimal que había atacado primero sabía que corría el riesgo de que el oso le destripara, pero, como ninguno de los cazadores de Sopilak se ofreció para efectuar un asedio que podía ser definitivo, el jefe comprendió que le correspondía hacerlo a él. Logró alcanzar al oso en la pata derecha, hasta entonces indemne, pero al intentar escapar cayó bajo la mirada feroz del oso, y un potente zarpazo le arrojó despatarrado sobre el hielo, expuesto a la venganza del animal.

En tal apuro, dos esquimales se precipitaron valerosamente para inmovilizar al oso, sin prestar atención a la suerte que había corrido Sopilak; pero tardaron tanto que el animal tuvo tiempo de saltar hacia el enemigo caído, y lo hubiera aplastado y hecho trizas, de no haber descargado en aquel momento sus rifles el capitán Pym y el arponero Kane, ante el asombro del gran monstruo blanco. Con dos balas en el cuerpo, una experiencia desconocida por él hasta entonces, el oso se detuvo jadeante, tras lo cual Atkins disparó su arma e incrustó una bala en la cabeza del animal, que le hizo perder el dominio y caer, impotente, sobre el cuerpo tendido del jefe de los cazadores.

Ésta fue la muerte del espléndido oso, el animal del mar congelado, el magnífico gigante cuya piel llegaba a ser más blanca que la nieve sobre la que se movía. Cuando los siete esquimales vieron que estaba realmente muerto, hicieron algo que asombró a los tres estadounidenses: comenzaron a danzar con aire solemne, con las lágrimas corriéndoles por la cara, el hombre que sostenía al herido Sopilak para que también él pudiera participar empezó a entonar un cántico de cinco mil años de antigüedad, y, mientras se hacía de noche, los hombres de Desolation lloraron y bailaron en homenaje al gran animal blanco que acababan de matar. Al contemplar la escena, el marinero Atkins comprendió inmediatamente su significado y, respondiendo a alguna antigua fuerza que habían adorado sus antepasados, dejó caer el arma que había tenido un papel esencial en la matanza del oso y se incorporó a la danza; Sopilak le tomó de la mano y le dio la bienvenida al círculo, y Atkins retomó el ritmo y cantó con los demás, porque también él honraba al espléndido oso blanco, aquella criatura del norte que había sido tan majestuosa en vida y tan valiente al morir.

Sopilak tenía una hermana de quince años llamada Kiinak, que durante los días que siguieron a la cacería del oso polar, trabajó junto con su madre y las otras mujeres de Desolation descuartizando al animal y aprovechando los valiosos huesos, los tendones y la magnífica piel blanca. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que el joven marinero del Evening Star permanecía cerca de ella y la observaba. Utilizando las palabras del idioma esquimal que iba aprendiendo con gran celeridad, Atkins consiguió explicar a Sopilak y a su madre que, ya que era uno de los cocineros del barco estadounidense, le interesaba aprender cómo preparaban los esquimales la carne de los osos, las morsas y las focas que cazaban durante el invierno, y ellos aceptaron su explicación.

Pero los esquimales que habían participado en la famosa cacería del oso sabían también que Sopilak se había salvado gracias al valor de Atkins y de su jefe, Noah Pym, y, cuando relataron aquellos momentos culminantes, el heroísmo del joven se conoció en toda la aldea; por eso, la presencia de Atkins en los trabajos de descuartizamiento, y ante Kiinak, se aceptó de buen grado.

—El joven me salvó la vida —contaba Sopilak a los aldeanos, y, cada vez que lo decía, Kiinak sonreía.

Era una muchacha alegre, de casi metro y medio de estatura, ancha de cara y de hombros y cuya sonrisa seducía a cuantos la contemplaban. Pero su característica más singular era la espesa y negrísima melena, que cortaba con un flequillo largo que le tapaba las cejas y que sacudía de un lado a otro cada vez que se reía, lo que hacía muy a menudo, divertida ante las tonterías del mundo: la vanidad de su hermano cuando mataba una morsa o capturaba una foca, las poses de alguna joven que trataba de llamar la atención de Sopilak, y hasta los lloriqueos de un niño que intentaba imponer su voluntad a su madre. Cuando hablaba, solía apartarse el pelo de los ojos con un amplio y displicente ademán de la mano izquierda, y parecía entonces un golfillo; las mujeres mayores sabían muy bien que aquella niña, Kiinak, daría bastantes quebraderos de cabeza a los jóvenes de la aldea, cuando le llegara el momento de escoger marido.

John Atkins, desde la primera vez que la vio en la choza que ella compartía con Sopilak y su joven esposa, había advertido otro detalle encantador: a diferencia de muchas mujeres esquimales, Kiinak no llevaba grandes tatuajes en la cara, aparte de dos finas líneas azules que bajaban en sentido paralelo desde el labio inferior hasta el borde del mentón y conferían a su rostro, grande y cuadrado, un toque de delicadeza, porque las líneas parecían participar en su cálida sonrisa, que se volvía aún más generosa.

Después de que los esquimales acabaron de descuartizar el oso, en el mismo lugar donde lo habían matado, y llevaron a la playa cientos de kilos de sabrosa carne que pensaban preparar de diversos modos, Atkins comenzó a pasar mucho tiempo cerca de la choza de Sopilak, aunque ya no tenía ninguna excusa para hacerlo, y, al poco tiempo, las mujeres chismosas de Desolation comenzaron a prever interesantes acontecimientos. Sin embargo, se daba una de esas curiosas contradicciones típicas de muchas sociedades humanas: aunque las mujeres mayores eran unas románticas que disfrutaban observando cómo las más jóvenes atraían y hacían perder la cabeza a los muchachos y pasaban muchas horas discutiendo quién se acostaba con quién y qué clase de escándalo iba a ocurrir, al mismo tiempo eran también unas estrictas moralistas, responsables de la continuidad de la tradición de la aldea.

A lo largo de muchos siglos, habían descubierto que la sociedad esquimal funcionaba mejor si las muchachas postergaban el momento de tener hijos hasta que se unían a algún hombre que les proporcionaba la seguridad de que sería capaz de alimentar a los niños. Se permitía, e incluso se alentaba, que las jóvenes coqueteasen un poco con todo el mundo, y, en algunos casos, también que se acostaran con tal o cual joven atractivo; por ejemplo, dos tías aceptarían que esto lo hiciera una sobrina feúcha, con aspecto de que nunca iba a pescar a un hombre, pero si esa misma sobrina tenía un hijo antes de haber conseguido un marido, sus tías la iban a criticar, y llegarían a expulsarla de la choza. Como dijo una anciana muy sabia, que había asistido atenta al noviazgo del marinero Atkins y la hermana de Sopilak:

—Siempre es mejor que las cosas sigan su orden.

Pronto quedó resuelto el aspecto romántico de las reflexiones que se hacían las mujeres, porque cuando se acabó la matanza del oso, Atkins regresó a su larga choza, distante casi un kilómetro, aunque sólo permaneció allí dos días y volvió después a Desolation con sus raquetas de nieve, ansioso por volver a ver a su novia esquimal. Llegó a mediodía, y llevó consigo cuatro raciones de galleta, que regaló a Sopilak, su joven esposa, Kiinak y su anciana madre. Ellos probaron la extraña comida fuera de la vivienda, para disfrutar de las últimas horas que quedaban de luz, antes de que el invierno lo cubriera todo con una oscuridad helada.

—¿Era esto de lo que nos hablabas? ¿Es esto lo que comen los blancos? —preguntaron a Atkins. Y añadieron, sin asomo de desprecio, cuando él asintió—: La grasa de foca es mucho mejor. Engorda, y así uno puede conservar el calor durante el invierno.

—Pronto lo averiguaremos, porque casi se nos ha acabado la galleta —rió Atkins.

En el curso de la semana siguiente, los esquimales comenzaron a ofrecer a los marineros aislados carne de foca, que acabó por gustarles, y grasa del mismo animal, gracias a la cual ellos conseguían sobrevivir en el Ártico, pero que los blancos no se atrevían a comer. Una tarde, después de llevar carne al barco, acompañado por Sopilak, que había cazado una foca, John Atkins regresó a Punta Desolación y se quedó a vivir en la choza de Sopilak, compartiendo allí un lecho de piel de foca con la risueña Kiinak.

Los últimos días de noviembre trajeron la oscuridad total al barco bloqueado en el hielo, y los veintiún estadounidenses que habitaban en la choza alargada (puesto que Atkins ya no estaba con ellos) establecieron una rutina que les permitiera soportar el espantoso aislamiento. Lo más importante era que, todos los días, cuando calculaban que eran las doce, el capitán Pym se acercaba al tosco reloj del barco, en compañía del primer oficial Corey, y le daba cuerda ceremoniosamente, lo que les permitía conocer con seguridad la hora de Greenwich, y por lo tanto calcular dónde se encontraban con relación a Londres. El principio era sencillo, como explicaba siempre el capitán Pym a los marineros nuevos que se embarcaban:

—Si el reloj indica que son las cinco de la tarde en el meridiano principal de Londres, y nuestra medición del sol señala que aquí es mediodía justo, es obvio que estamos cinco horas al oeste de Londres. Como cada hora representa 15 grados de longitud, sabemos con certeza que estamos a 75 grados oeste, lo cual nos sitúa en el Atlántico, algunos kilómetros al oeste de Norfolk, Virginia.

Unos pocos años más tarde, los capitanes errantes como Pym contarían con uno de los nuevos cronómetros que estaban perfeccionando los geniales relojeros ingleses, que les permitirían calcular con exactitud la longitud; sin embargo, por el momento, con los toscos relojes disponibles, sólo podían calcularla de forma aproximada. La latitud, por supuesto, podía determinarse con asombrosa precisión desde hacía 3000 años: a la luz del día se tomaba la altura del sol, justo a mediodía; y, por la noche, se calculaba la de la estrella polar. Cada jornada, cuando terminaba de dar cuerda al reloj, Pym anotaba: «159 grados de longitud oeste, 70 grados, 33 minutos de latitud norte». Ningún otro explorador había llegado tan al norte en aquellas aguas.

El capitán Pym, con las rudimentarias tablas que los marinos como él llevaban consigo, calculaba que en aquellas latitudes el sol abandonaría el cielo alrededor del 15 de noviembre, y hasta finales de enero no mostraría siquiera un rayo.

—¿Significa eso que no habrá nada de luz durante setenta días? —preguntó estupefacto el arponero Kane, a lo que Pym asintió.

Pero el día 15 de noviembre, el sol fue algo visible todavía durante algunos minutos, a baja altura en el cielo.

—Mañana desaparecerá —oyó Pym que Kane les decía a los demás.

El día 16 aún permanecía allí. Sin embargo, dos días después, apenas pudo verse durante dos minutos el borde del sol, que finalmente desapareció; entonces los marineros dejaron en suspenso su mente y sus emociones, y entraron en una especie de hibernación como la de muchos otros animales del Ártico.

Sin embargo, les sorprendió descubrir que, incluso tan al norte, cada mediodía aparecía una especie de resplandor mágico que iluminaba aquel mundo helado durante unos pocos y extraordinarios minutos, aunque no con auténtica luz diurna, sino con algo más precioso: una maravillosa aura plateada, que les recordaba que no sería eterna la pérdida del sol. Por supuesto, cuando se borraba aquel resplandor de la atmósfera, resultaban aún más opresivas las siguientes veintidós horas de absoluta oscuridad, y aún más devastador el intenso frío. Pero, justo cuando parecía que las cosas habían llegado a su peor momento, se presentaba la aurora boreal, que inundaba el cielo nocturno con unos colores que nunca antes habían imaginado aquellos hombres de Nueva Inglaterra. El marinero Atkins, en una de sus ocasionales visitas a la choza alargada, les informó:

—Los esquimales dicen que los de Allá Arriba están de fiesta, y cazan osos en el cielo. Ésas son las luces de los cazadores.

Pero cuando la temperatura llegó a ser, según los cálculos del capitán Pym, inferior a los 45 grados bajo cero (pues incluso el aceite se congeló), los hombres no hicieron más caso de aquellas luces y permanecieron acurrucados junto a la fogata que habían encendido con madera de deriva.

Pym, que era un capitán prudente, insistía en que sus hombres se levantaran a la hora que sería la del alba si hubiera salido el sol, y en que comieran a las horas establecidas lo que pudieran recoger. Pidió al señor Corey que montara una guardia durante las veinticuatro horas del día, sobre todo frente a Punta Desolación.

—En el Pacífico, hay muchos barcos que han sido atacados por nativos que parecían cordiales —le advirtió.

Asignó a cada uno una tarea para que todos se encontraran siempre ocupados y fue ideando, semana tras semana, diversas maneras de que la choza alargada fuera más habitable; además, todas las tardes, después del almuerzo, caminaba durante dos horas por el hielo junto con Corey y Kane, para comprobar el estado del Evening Star. Inspeccionaban las tablas de la cubierta para ver si la presión del hielo había conseguido romper el sólido casco del barco, pero siempre comprobaban, aliviados, que gracias a la adecuada inclinación de los flancos, el hielo no había podido empujar sobre ningún punto firme. Cuando avanzaba, con una fuerza tan tremenda que hubiera destrozado una embarcación construida con menos esmero, topaba solamente con los costados curvos del Evening Star y, al presionar contra ellos, no hacía sino levantar suavemente el barco, hasta que la quilla acabó situada medio metro por encima del nivel que tendría la superficie del agua, si no estuviera congelada. El barco había sido levantado en el aire, y se quedó así, como el navío mágico de un sueño oscuro y gris.

—Todavía aguanta —informaba todas las tardes el capitán Pym, al regresar de sus inspecciones.

Pero llegaba entonces el momento solemne de lo que según el horario hubiera debido ser el crepúsculo; entonces, en la negrura de la noche perpetua, Noah Pym reunía a sus marineros y, a la luz de una lámpara de aceite de ballena, conducía los oficios nocturnos.

—Dios nuestro, os damos las gracias por mantener un día más a salvo a nuestro barco. Os agradecemos los minutos de luz del mediodía. Os agradecemos los alimentos que nos trae Vuestro mar. Y os rogamos que cuidéis de nuestras esposas, nuestros hijos y nuestros padres que dejamos en Boston. Estamos en Vuestras manos y, en la oscuridad de la noche, dejamos a Vuestro cargo nuestros cuerpos y nuestras almas inmortales.

Después de pronunciar una plegaria como ésta, aunque con alguna variación, puesto que normalmente se solicitaba la atención del Señor por los problemas cotidianos, el capitán entregaba la Biblia que le acompañaba en todos sus viajes a los marineros que sabían leer y les rogaba que recitaran por turnos un pasaje elegido a su gusto; entonces, en aquella choza junto al océano Ártico, las sublimes palabras del Libro resonaban con un sentido especial, cuando los marineros leían los conocidos versículos que habían aprendido de niños en su lejana Nueva Inglaterra. Una noche en que era el turno de lectura de Tom Kane, aquel hombre por lo general tan violento seleccionó de los Hechos de los Apóstoles una serie de versículos que parecían referirse directamente a su situación de aislamiento y a su encuentro con los esquimales:

Pero al poco tiempo cayó contra la nave un viento tempestuoso… Arrebatada la nave, y no pudiendo resistir al torbellino, éramos llevados a merced de los vientos. Arrojados con ímpetu hacia una isleta,… pudimos con gran dificultad recoger el esquife… Mas llegada la noche del día catorce, navegando nosotros… los marineros, a eso de la media noche, barruntaban hallarse a vista de tierra… Entonces, temiendo cayésemos en algún escollo, echaron por la popa cuatro áncoras, aguardando con impaciencia el día…

Siendo ya día claro, no reconocían qué tierra era la que descubrían: echaban, sí, de ver cierta ensenada que tenía playa, donde pensaban arrimar la nave, si pudiesen… Mas tropezando en una lengua de tierra que tenía mar por ambos lados,… así se verificó que todas las personas salieron salvas a tierra.

Salvados del naufragio… los bárbaros… nos trataron con mucha humanidad. Porque encendida una hoguera, nos refocilaban a todos contra la lluvia y el frío.

El capitán Pym no olvidaba nunca que seguía siendo el párroco de una iglesia de Boston, y se sentía el responsable, en un sentido muy literal, del bienestar moral de sus marineros, lo cual solía llevarle a situaciones difíciles. Por ejemplo, cuando su ballenero anclaba en algún puerto isleño y sus hombres se desmandaban con las atractivas muchachas, que habían llegado hasta ellos deslizándose en sus barcas sobre el agua, con sus cabelleras adornadas de flores. Como no era demasiado mojigato, no hacía caso mientras sus hombres se divertían, aunque luego, cuando les tenía de nuevo en el mar, en las plegarias vespertinas les recordaba sus eternos deberes. No ignoraba tampoco que sus hombres organizarían escándalos cuando llegaran a puertos como el de Cantón, pero se decía: «No te entrometas. Que sean los chinos quienes les rompan la cabeza».

Sin embargo, en cuanto había por medio cuestiones de matrimonio, o del equivalente local, su magnanimidad terminaba; por ello, cuando comprobó la intensidad de las relaciones entre el marinero Atkins y la hermana de Sopilak, comprendió que no podía pasar por alto las implicaciones morales resultantes, de modo que, una mañana de diciembre en que no había ninguna cacería de focas, se calzó las raquetas para la nieve que él mismo había fabricado y se dirigió a Punta Desolación en busca de la choza que ocupaba Sopilak. Una vez allí, quiso entrevistarse con Atkins y con la muchacha que vivía con él, aunque quisieron intervenir otras tres personas, a quienes el asunto interesaba también: Sopilak, su madre y Nikaluk, su joven esposa. Sentados todos en círculo en el suelo, el capitán Pym inició su análisis de los eternos problemas referidos a los hombres y las mujeres:

—Atkins, Dios no ve con buenos ojos que un joven viva con una muchacha sin el vínculo matrimonial… por el perjuicio posterior que puede sufrir esa joven cuando el barco se haga a la mar y ella quede abandonada.

Entonces se produjo una extraña situación, porque el joven Atkins, que era el intérprete del grupo, tenía que repetir en idioma esquimal el reproche que su capitán le había endilgado; pero se sintió obligado a traducirlo con sinceridad, intimidado por la peculiar relación que Noah Pym, uno de los mejores capitanes de Nueva Inglaterra, mantenía con sus hombres.

—Sí —le interrumpió con vehemencia la madre de Sopilak—, está muy bien hacer… —lo indicó con un ademán inconfundible—; pero abandonar a un niño, sin un hombre para alimentarlo, eso no está nada bien.

Durante casi dos horas, las seis personas reunidas cerca del poderoso océano, cuyos bloques congelados crujían y bramaban mientras ellos hablaban, discutieron un problema que había desconcertado a los hombres y a las mujeres desde el tiempo en que se inventaron las palabras y surgió la familia, destinada a la alimentación y la crianza de las nuevas generaciones. Eran contradicciones intemporales, pues las obligaciones no habían cambiado a lo largo de 50 000 años, y las soluciones estaban tan claras entonces como 14 000 años antes, en la época en que Ugruk había buscado refugio en aquella zona, debido a los problemas familiares que tenía en la costa opuesta.

La discusión, con tantos participantes y conducida de manera tan incómoda, llegó a su culminación cuando se supo que John Atkins, un buen protestante, soltero, que procedía de una pequeña población de las afueras de Boston, estaba profundamente enamorado de Kiinak, la muchacha esquimal, y ella, a su vez, estaba tan perdida de amor por él que esperaba un hijo suyo para el próximo verano.

No hizo falta traducir esta última información, pues, cuando Kiinak señaló hacia su vientre, que ya aumentaba de tamaño, su madre se levantó de un salto y corrió a la puerta.

—Esta indecente va a tener un hijo y no tiene un hombre —comenzó a gritar en la oscuridad—. ¡Ay, ay! ¿Qué está pasando en el mundo?

Sus gritos atrajeron a otras tres mujeres chismosas de su edad, y entonces la choza de Sopilak se llenó de recriminaciones, ruido y críticas contra la muchacha y su amante; una vez se calmó el alboroto, el capitán Pym descubrió con perplejidad que, mientras le parecía muy inmoral que Atkins hubiera dejado embarazada a aquella bonita joven de quince años, los pasos que habían seguido hasta llegar al infortunado acontecimiento se podían considerar aceptables.

En el colmo de aquella confusión moral, Pym reparó por primera vez en que la esposa de Sopilak le sonreía con indulgencia, como diciendo: «Tú y yo estamos por encima de todas estas tonterías»; y enrojeció, incómodo, al cobrar conciencia de que entre los dos se había formado una especie de complicidad. Nikaluk era alta para ser esquimal, más delgada que la mayoría, y todavía no llevaba tatuajes en su cara ovalada. Tenía el pelo negro como el azabache y cortado en línea recta a la altura de las cejas, pero carecía del aire travieso de Kiinak, quien, en aquellos momentos, se había acercado a Atkins como para protegerle de las mujeres acusadoras que le gritaban.

Ir a la siguiente página

Report Page