Alaska

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IV. LOS EXPLORADORES

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La situación se resolvió cuando súbitamente Atkins se levantó y anunció en el idioma esquimal que deseaba casarse con Kiinak y que ella, según le había asegurado, también deseaba casarse con él. Entonces las cuatro mujeres mayores se pusieron a bailar de alegría y abrazaron al marinero diciéndole que era muy buen hombre, mientras el capitán Pym se sentía horrorizado ante las inesperadas consecuencias de su visita a Punta Desolación. Pero Nikaluk, que continuaba sonriendo con aire condescendiente desde el fondo de la choza, no hizo nada por calmar la confusión, ni le dio ninguna señal a Pym de que reprobase el escándalo que habían producido él y Atkins.

Cuando ya se acercaba el fin de aquella agitada mañana, Pym indicó a los reunidos que Atkins debería regresar con él a la choza grande para discutir la situación; aunque las ancianas temían que aquello fuera una treta para impedir la boda prometida, estuvieron de acuerdo con Sopilak, el jefe de la aldea, en que tenían que permitirlo, de modo que el marinero Atkins, tras estrechar efusivamente las manos de su joven amante, se calzó con solemnidad los esquíes que le había fabricado Sopilak y siguió al capitán hasta su cabaña.

Allí Pym reunió a la tripulación, les informó de lo ocurrido en la aldea y aguardó sus asombradas reacciones; pero, justo cuando el arponero Kane iba a comentar algo, el capitán le interrumpió:

—Creo, señor Corey, que hemos olvidado dar cuerda al reloj.

Los dos cumplieron gravemente con el ritual y Pym volvió a establecer su posición a orillas del océano Ártico: «Ciento cincuenta y nueve grados de longitud oeste…».

Se celebró una reunión para discutir la posibilidad de que John Atkins tuviera que casarse con la muchacha esquimal, y la primera solución que se expresó fue enormemente práctica:

—Si está embarazada, busquemos a algún esquimal que se case con ella. Podemos darle un hacha. Por un hacha hacen cualquier cosa.

Antes de que el capitán Pym pudiera oponerse a algo tan inmoral, varios marineros opinaron que para un buen cristiano, para un hombre de la civilizada Boston, sería imposible volver a casa con una salvaje que nunca había oído hablar de jesús; pero, cuando iba a imponerse aquel criterio, un comentario sorprendente alteró el curso entero de la conversación:

—Conozco a la chica —gruñó el corpulento Tom Kane—, y será muchísimo mejor esposa que esa zorra que me espera en Boston.

Algunos marineros que no tenían aún una opinión formada y estaban mirando al capitán Pym cuando Kane pronunció esas duras palabras, vieron cómo el capitán palidecía, asombrado.

—En este barco no fomentamos ese tipo de comentarios, señor Kane —repuso Pym, severamente.

—Ahora no estamos a bordo del barco. Podemos expresarnos con libertad.

—Señor Corey —dijo entonces el capitán Pym, en voz muy baja—, ¿nos acompañáis, al arponero Kane y a mí, en nuestra inspección del Evening Star? Vos también vendréis, marinero Atkins.

Los cuatro hombres avanzaron a través del hielo, y, una vez a bordo del barco, el capitán Pym inició el examen diario, como si no ocurriera nada malo. Observaron que el hielo, que continuaba presionando desde el océano, había empujado los flancos curvos de la nave y la había levantado más en el aire en vez de aplastarla contra la costa; el casco continuaba firme, el calafateo se mantenía, y, cuando se produjera el deshielo, la nave volvería a sumergirse en el mar, lista para viajar hasta Hawai.

—Me ha dolido profundamente vuestro insolente comentario, señor Kane —dijo Pym con cierta tristeza, cuando terminó la inspección. Y añadió, antes de que el hombre pudiera disculparse—: Conocemos los problemas que tenéis en Boston, y simpatizamos con vos. Ahora bien, ¿qué tenemos que hacer con Atkins?

—Lo que ha dicho Tompkin es cierto —interrumpió Corey—. Es una salvaje.

—A su modo, es tan civilizada como vos o como yo —le corrigió Pym—. Su hermano caza osos, focas y morsas con tanta habilidad como vos y yo pescamos ballenas.

—Jamás podríais llevarla a Boston —continuó Corey, a quien la adecuada comparación no había acallado, dirigiéndose esta vez a Atkins—. En Boston nadie aceptaría a una salvaje de piel oscura como ella.

Entonces, Atkins dejó atónitos a los tres hombres, pues contestó con expresión inocente, como si aquella intromisión en sus asuntos no le molestara en absoluto:

—No iríamos a Boston. Abandonaríamos el barco en Hawai. Me gustó lo que vi allá. Siempre que nos dierais vuestro permiso, señor —añadió, con un ademán deferente hacia el capitán, antes de que los hombres pudieran reaccionar.

En la oscura bodega del ballenero, rodeados por los toneles del valioso aceite, el capitán Pym analizó aquella sorprendente noticia. Como si hubiera descendido sobre el barco la ayuda divina, al mismo tiempo podía calmar su conciencia de cristiano, contribuir a la salvación del alma de una muchacha esquimal, y librarse de las consecuencias dejando a la joven pareja en Hawai. Un marino, en muy pocas ocasiones a lo largo de su vida se encuentra con la oportunidad de hacer tantas cosas sensatas al mismo tiempo, consiguiendo que se cumpla el deber de todos los implicados.

—Tenéis mi autorización —dijo, mientras el hielo presionaba contra la nave, haciendo crujir los maderos.

De regreso a la choza grande, informó a la tripulación de que, en su papel de capitán legalmente autorizado para ello, celebraría el matrimonio del marinero Atkins y la señorita esquimal, pero comentó también que la boda sólo tendría validez si se realizaba a bordo de la nave, que era el único lugar donde él podía cumplir aquella función. Luego se dirigió esquiando hasta la aldea para transmitirles el mismo mensaje; cuando la futura novia, que ya hablaba un poco de inglés, comprendió claramente que iba a haber una celebración a la que toda la aldea estaba invitada, echó a correr por entre las cabañas.

—¡Venid todos! —gritaba.

Después besó calurosamente al capitán Pym, tal como Atkins le había enseñado. Su descaro sorprendió a Pym, que se ruborizó intensamente, y entonces vio cómo la joven Nikaluk sonreía de nuevo.

Aquella boda a bordo del ruidoso Evening Star fue uno de los episodios más amables en la larga historia de las relaciones entre blancos y esquimales.

Los marineros de Boston decoraron la nave con los adornos que consiguieron fabricar, que no fueron muchos: alguna talla en hueso de ballena, una muñeca de piel de foca y un espectacular bloque de hielo tallado a martillo y cincel por un carpintero, que representaba un oso polar erguido sobre sus patas traseras. Cuando los esquimales vieron que se trataba de decorar el barco vacío, se mostraron mucho más imaginativos que los marineros y llegaron a través del hielo con tallas de marfil, cosas hechas con un colmillo entero de morsa, y maravillosos objetos tejidos o construidos con barbas de ballena; al compararlos con lo que habían hecho los estadounidenses, el capitán Pym preguntó al primer oficial Corey:

—¿Qué os parece, quiénes son los civilizados?

—Todo junto, lo que han traído no valdría nada en Boston —argumentó con vehemencia el irlandés, aunque tenía sus dudas.

El capitán Pym celebró un oficio solemne, siguiendo las últimas páginas impresas de su Biblia, y citó al azar un párrafo de los Proverbios que aumentó la significación de la ceremonia.

Tres cosas me son difíciles de entender, o más bien, cuatro; las cuales ignoro totalmente: El rastro del águila en la atmósfera, el rastro de la culebra sobre la peña, el rastro de la nave en alta mar, y el proceder del hombre en la mocedad.

—En este viaje hemos visto águilas en la atmósfera y serpientes sobre la tierra. Fue realmente misterioso el modo en que nuestro barco se salvó del hielo en el mar, y, ¿quién de nosotros puede comprender la pasión que ha llevado a que nuestro hombre John Atkins tome como esposa a Kiinak, esta encantadora muchacha?

La ceremonia causó profunda impresión en los esquimales, quienes, aunque no comprendían su importancia religiosa, como observaban que Pym la llevaba a cabo con tan profunda seriedad se daban cuenta de que debía tratarse de un auténtico matrimonio. Al terminar, las mujeres mayores que acompañaban a Kiinak comenzaron a entonar unas palabras rituales reservadas para tales ocasiones, y, en la oscuridad del Evening Star, las dos culturas se encontraron, durante algunos momentos preciosos, en una armonía que no se repetiría demasiado a lo largo de los años venideros y que nunca se iba a superar.

De entre todas las personas que participaron en la celebración y en el limitado banquete que la siguió, la única que se dio cuenta de un detalle que más adelante iba a cobrar gran importancia fue la novia embarazada, Kiinak, quien, mientras contemplaba a las mujeres de la fiesta, se fijó en su cuñada.

—¡Mira a Nikaluk! —le susurró a su flamante esposo—. Está enamorada de tu capitán.

A medida que se acercaba el final del largo y oscuro invierno, cuando el sol regresaba a los cielos, al principio como una sombra plateada que apenas asomaba el borde en el horizonte durante unos pocos minutos para huir luego estremecido, Nikaluk se sentía incapaz de ocultar el intenso afecto que le inspiraba aquel hombre extraño, tan diferente de su marido, el gran cazador Sopilak. Era fiel a su marido y respetaba su habilidad para dirigir a los aldeanos y proporcionarles comida, pero también veía que el capitán Pym era un hombre de sentimientos profundos y de gran responsabilidad, que estaba en contacto con los espíritus que gobernaban la tierra y el mar. Había observado que sus hombres le respetaban y que era él quien tomaba las decisiones y decía las palabras importantes. Pero, además de admirar sus cualidades, su presencia hacía que ella se estremeciera de emoción, como si supiera que él traía a aquella aldea solitaria, en el borde de un océano cercado por el hielo, un mensaje de otro mundo, que, aunque no podía siquiera imaginarlo, sí lograba adivinarlo por intuición; un mensaje dotado de gran poder y de bondad. Conocía a dos hombres de aquel mundo: Atkins, que amaba a la hermana de su esposo, y el capitán Pym, que gobernaba en el barco y era, a su modo, tan buen hombre como su marido.

Pero también se sentía cautivada por la imagen de Pym y por la posibilidad de acostarse con él, como había hecho tan fácilmente Atkins con Kiinak, y con tan agradables resultados. Llevada por tales impulsos, empezó a frecuentar los lugares donde solía hallarse Pym y se convirtió en el objeto de los chismes de la aldea; hasta los marineros de la choza alargada se dieron cuenta de que el capitán, un hombre casado que se tomaba muy en serio la Biblia y que tenía tres hijas en Boston, había despertado el amor de una esquimal, casada a su vez.

Pym era un hombre austero que se tomaba la vida muy en serio, y se debatía en una turbulenta confusión moral: a veces se negaba a reconocer que Nikaluk estaba enamorada de él, y, más adelante, cuando se atrevió a confesarse a sí mismo que podrían existir complicaciones, no asumió ninguna responsabilidad sobre ellas. De cualquier modo, no hacía el menor gesto hacia Nikaluk y ni siquiera la miraba, pues estaba absorbido por un problema que consideraba mucho más importante.

—¿Cuándo es posible que se funda el hielo? —preguntó el Día de Año Nuevo a sus oficiales.

Uno de ellos, que había leído algunos de los libros que los europeos habían escrito sobre Groenlandia, calculaba que el hielo no empezaría a fundirse hasta mayo, pero, cuando Atkins se lo preguntó a los parientes de su esposa, ellos le dijeron una fecha que le consternó, pues equivalía a principios de julio; era probablemente la fecha correcta, como se confirmó cuando Pym en persona lo consultó con Sopilak.

Hasta entonces, los hombres del Evening Star no habían conocido la desesperación, pues, en otoño, cuando se encontraron atrapados por el hielo, habían aceptado su encarcelamiento suponiendo que duraría hasta finales de marzo, la época en que, en Nueva Inglaterra, la primavera conseguía deshelar los estanques. Al comienzo del invierno casi estaban ansiosos por comprobar si tendrían suficientes fuerzas para soportar sus históricas ráfagas de viento, y se habían sentido orgullosos al comprobar que sí. Pero, ahora que empezaba otro año y sabían que para el verano faltaban todavía más de seis Meses, la idea les resultó intolerable, y comenzaron a surgir desavenencias entre ellos.

Algunos querían trasladar su alojamiento al barco, pero los esquimales se lo desaconsejaron rotundamente:

—Cuando el hielo se funde pasan cosas muy raras. Es quizá la Peor temporada —les advirtieron.

El capitán Pym ordenó entonces permanecer en tierra, y cada día ponía más cuidado en sus inspecciones. Trataba con consideración a los hombres que ocasionaban problemas, pero les aseguraba que, si bien comprendía su nerviosismo, no podía tolerar la más leve muestra de insubordinación. Por todo ello, le complacía que los esquimales organizaran cacerías durante las cuales se alejaban por el hielo, que aún no presentaba señales de fundirse, porque entonces los más atrevidos de sus hombres podían acompañarles y compartir con ellos los peligros. En cierta ocasión, él mismo había ido hasta cierta larga línea de agua abierta que atraía a los leones marinos del norte, y había participado en la arriesgada tarea de matar a dos de ellos y arrastrarlos por encima del hielo, hasta la aldea.

—Si nos mantenemos ocupados —decía a sus hombres, del mismo modo en que se lo decía a sí mismo— llegará el día en que nos veremos libres.

Al acercarse el día que el capitán Pym calculaba como el 24 de enero, dio ánimos a su tripulación diciéndoles que el sol, que se escondía todavía bajo el horizonte, no tardaría en regresar al hemisferio norte, con tanta rapidez que pronto el resplandor del mediodía se haría más largo y más intenso.

—Sí, el sol se dirige hacia el norte, y continuará haciéndolo hasta quedar justo por encima del círculo Ártico —explicó a aquellos marineros que no sabían nada de astronomía—. Entonces habrá luz solar durante veinticuatro horas.

—Pues decidle que se dé prisa —murmuró uno de los marineros.

—Como ocurre con todas las cosas ordenadas por Dios —replicó Pym—, como la siembra del maíz y el regreso de los gansos, el sol tiene que cumplir las fechas que Él le ha dado. —Añadió una curiosa información—: Los antiguos druidas, que no conocían a Dios, expresaban con plegarias y cánticos su júbilo por la conducta responsable del sol; y, puesto que los esquimales también son un pueblo primitivo, supongo que harán lo mismo.

Sin embargo, lo que ocurrió en Punta Desolación no se lo esperaba, porque el 23 de enero el sol dio señales inconfundibles de que iba a mostrar su rostro durante el mediodía siguiente, y entonces los habitantes de la aldea se volvieron locos.

—¡Vuelve el sol! —gritaban los niños.

Sacaron tambores y tamboriles, hechos con piel de foca tensada sobre un armazón de madera de deriva, aunque, al parecer, la atención y el gozo de todo el mundo estaban centrados en una enorme manta tejida hacía años con unos preciosos cordeles hechos de piel, entretejidos hasta formar una tela resistente. La manta estaba coloreada con tinturas recogidas en la costa durante el verano y con las exudaciones de focas y morsas.

Aquella tarde, Sopilak y otros dos hombres vestidos con atuendo ceremonial se acercaron a la choza alargada con sus esquís, solemnemente, para anunciar la celebración del día siguiente, que se llevaría a cabo en pleno mediodía, cuando reapareciera el sol, y a la que estaban invitados los marineros; éstos se inclinaron en una severa reverencia, como había hecho el capitán al oficiar la boda en el barco. El primer oficial Corey prometió, hablando en nombre de la tripulación, que estarían presentes.

—Veamos qué se traen entre manos estos salvajes —comentó, con cierto cinismo aunque sin maldad, cuando los esquimales se hubieron ido.

El 24 de enero, media hora antes del mediodía, él y el capitán Pym se pusieron al frente de toda la tripulación, y emprendieron el camino sobre la nieve helada, hasta Punta Desolación.

Bajo la plateada oscuridad, se encontraron con una multitud solemne, un grupo de personas que habían vivido durante muchos meses sin luz solar. Los esquimales miraban con un nerviosismo controlado hacia el este, hacia el punto por donde el sol había reaparecido todos los años pasados, como un disco vacilante que traía consigo el rejuvenecimiento del mundo. Cuando parpadearon un momento los primeros y débiles rayos, y el cielo se inundó de una luz gris, los hombres empezaron a susurrar, y acabaron gritando con un júbilo incontenible cuando se produjeron los chispazos de fuego que anunciaban la verdadera aurora. Los que observaban el espectáculo desde la oscuridad de sus chozas sonreían, y hasta los marineros sintieron una súbita alegría cuando se hizo evidente que el sol iba a aparecer, porque habían sufrido todavía más que los esquimales durante aquel extraño y oscuro invierno; cuando los aldeanos contemplaban sobrecogidos el sol que se asomaba por encima del borde del mundo para ver cómo habían soportado su ausencia aquellas zonas heladas, una mujer empezó a cantar.

—¡Dios mío! —gritó uno de los marineros de Pym—. ¡Temía que nunca iba a volver!

Entonces, durante los breves momentos de aquel día glorioso en que regresó la esperanza y los hombres comprobaron que el mundo iba a continuar tal como siempre, por lo menos durante un año más, la gente empezó a dar gritos de alegría, a cantar y a abrazarse, y los marineros, calzados con sus pesadas botas, bailaron con viejas enfundadas en abrigos, que ya habían perdido las esperanzas de volver a bailar con un joven. Y algunos lloraron.

Entonces sucedieron cosas que los marineros no habrían podido imaginar, y que quizá no habían ocurrido nunca antes en Punta Desolación y eran solamente acciones no premeditadas que encerraban la esencia del glorioso momento en que la vida comenzaba de nuevo. En la playa, donde sobresalían los grandes bloques de hielo como el telón de fondo de algún drama representado por los dioses del norte, comenzó a bailar un grupo de niñas de ocho o nueve años, y sus piececitos encerrados en unos enormes mocasines forrados de piel se movían con tanta gracia, mientras sus cuerpos envueltos en pieles se inclinaban en extrañas direcciones, que los marineros enmudecieron pensando en sus hijas o en sus hermanas pequeñas, a las que no veían desde hacía años.

La danza de las niñas seguía y seguía: eran espíritus mágicos que presentaban sus respetos al mar congelado, pisando la nieve con elegancia, marcando los pasos que desde hacía diez mil años se utilizaban para honrar aquel día y aquella costa. Todos los estadounidenses que estuvieron presentes conservaron en su memoria aquel momento, y dos marineros corpulentos, sobrecogidos por la súbita belleza del espectáculo, aunque permanecieron atrás, remedaron torpemente los movimientos de las niñas; y las viejas aplaudieron, pues recordaban los lejanos años en que ellas habían saludado el retorno del sol con bailes similares.

Pero, entre quienes observaban a las niñas, nadie reaccionó como el capitán Pym. Mientras seguía aquellos pasos naturales y contemplaba el júbilo de las sonrisas que las niñas ofrecían al sol, pensaba en SUS tres hijas, y acudieron a sus labios comparaciones sin precedentes: «Mis hijas nunca en su vida han mostrado tanta alegría. En nuestro hogar se bailaba POCO». Se le llenaron los ojos de lágrimas, como un símbolo de su confusión, Y continuó mirando la danza, en la que no se atrevió a participar como sus marineros, pero cuyo significado comprendió bien.

Cuando todavía era visible el sol durante su breve visita de saludo, aumentó el entusiasmo entre las chozas, donde los esquimales se afanaban en algo que el capitán Pym no alcanzaba a ver; al cabo de unos momentos, todos los aldeanos rompieron en vítores cuando Sopilak y sus compañeros de cacería, todos hombres maduros, se adelantaron con la gran manta que el capitán había visto antes y cuya finalidad no había adivinado. Avanzaron, entre risas y gestos nerviosos, hasta el lugar donde habían bailado las niñas, sin que ninguno de los estadounidenses imaginara todavía por qué una simple manta causaba tanta conmoción. Cuando la desplegaron, Pym vio que estaba tejida en forma circular y tenía un borde reforzado que sujetaron con fuerza casi todos los hombres de la aldea. A una señal de Sopilak, tiraron simultáneamente hacia afuera, y la manta tomó la forma de un enorme tambor, que súbitamente se aflojaba y volvía a tensarse con la misma rapidez. Con la diestra sincronización marcada por Sopilak, los esquimales pulsaban la manta como una membrana viviente, ahora floja, ahora tensa.

Cuando los hombres indicaron que podían manejar la manta con seguridad, Sopilak hizo una pausa, se volvió hacia la multitud y señaló a una muchacha bastante bonita, de unos quince o dieciséis años, que llevaba el pelo trenzado, un gran disco tallado en el labio inferior y unos prominentes tatuajes en la cara. La muchacha, que mostraba su orgullo por haber sido escogida, se adelantó de un salto, flexionó las rodillas y dejó que dos hombres la tomaran en brazos y la arrojaron en el aire, hacia la manta tensa para recibirla. Entre los vítores de las mujeres, la muchacha agitó la mano para asegurarles que las dejaría en buen lugar, y los hombres de Sopilak empezaron a estirar la manta, elevando a la joven cada vez más en el aire; pero ella, tal como había prometido a las mujeres, conservaba diestramente el equilibrio y se mantenía de pie.

Súbitamente, los hombres tensaron con furia la manta, empujando to dos hacia afuera al mismo tiempo, y la muchacha fue impulsada a bastante altura, quizás hasta tres metros y medio, y pareció quedar por un momento suspendida en el aire, antes de caer de nuevo y todavía en pie sobre la manta.

Los nativos aplaudieron, y algunos marineros gritaron, pero la muchacha, sorprendida por lo alto que había sido arrojada esta primera vez y sabiendo que le esperaba mucho más, mordió el borde superior del disco labrado Y Se preparó para el próximo vuelo.

Esta vez se alzó hasta una altura considerable, pero aún mantuvo el equilibrio; sin embargo, en el último impulso subió tanto que su cuerpo envuelto en gruesas ropas, bajo la acción de la gravedad y de un movimiento de giro, cayó de manera informe, y ella se moría de risa mientras los hombres la ayudaban a bajar de la manta.

—Nadie ha llegado más alto que yo, pero eso fue el año pasado —explicó Kiinak a su esposo, tomándolo de la mano.

—Eso fue el año pasado —repitió él, preocupado por su embarazo.

Sin embargo, después de que otras dos coquetas muchachas se elevaron volando hacia el cielo, Sopilak dejó su puesto junto a la manta y se acercó a su hermana.

—Para que el niño sea fuerte —le dijo, mientras la tomaba gravemente de la mano y la acompañaba hasta la manta.

—¡Espera! —gritó Atkins, aterrorizado ante la perspectiva de que su grávida esposa volara por los aires y aterrizara sobre la manta tensada, con un golpe seco; pero Kiinak le indicó que no se moviera, con un gesto de su mano derecha. Nervioso como nunca antes lo había estado, Atkins vio cómo subían a su mujer a la manta, y cómo el hermano recuperaba su puesto en el círculo de los hombres que la sujetaban.

Suavemente, como si estuvieran con un niño recién nacido, los hombres iniciaron el ritmo de la manta, entonando una canción, y a un gesto de Sopilak le impartieron una suave tensión que elevó ligeramente en el aire a la muchacha embarazada, a quien recogieron expertamente cuando descendió, sin haber sufrido ningún golpe durante el breve vuelo.

—Es para que el niño sea valiente —susurró Kiinak a su esposo cuando se reunió con él.

Una mujer muy anciana, que había volado hasta los cielos en su juventud, recibió de nuevo el mismo honor, pero el salto resultó esta vez demasiado modesto para su gusto.

—¡Más alto! —gritó.

—Tú lo has pedido —le advirtió Sopilak.

Sus hombres ejercieron suficiente presión y lanzaron a la anciana por los aires, donde consiguió milagrosamente dominar sus pies y aterrizó erguida. Los marineros la vitorearon.

Entonces los nativos hicieron lo mismo, porque Sopilak se acercó solemnemente a su mujer y la invitó a subir a la manta, cosa que ella hizo sin ayuda. Durante algunos años, entre los dieciséis y los diecinueve, Nikaluk había sido la campeona de la aldea; volaba con una gracia y a una altura que ninguna otra muchacha podía igualar, pues no dependía solamente de los hombres hasta dónde se elevaría una joven, sino que las muchachas contribuían con una flexión de sus rodillas y un impulso de sus piernas, y en esto Nikaluk era más audaz que la mayoría, como si estuviera ansiosa por respirar el aire de las alturas.

Se inició el ritmo. La manta palpitó. El entusiasmo se intensificó cuando Nikaluk se preparaba para el primer salto, y los marineros se inclinaron para verlo mejor, pues Atkins les había dicho:

—Es la campeona. Ninguna salta más alto.

Sin embargo, tanto ella como los hombres que manejaban la manta sabían que en los tres o cuatro primeros intentos no se elevaría mucho, porque todos tenían que poner a prueba sus fuerzas y calcular el momento justo en que había que tensar la manta con la máxima potencia, sincronizándola con la flexión de las rodillas de la mujer.

Incluso en los cuatro primeros saltos, que no eran más que una tentativa, se hizo evidente la gracia excepcional de aquella joven tan ágil, y los marineros dejaron de charlar para poder contemplar la elegante manera en que ella movía los brazos, las piernas, el torso y la cabeza durante el ascenso; pero quien quedó más impresionado por la belleza del movimiento fue el capitán Pym, que, mientras ella flotaba en el aire, la observaba fijamente como si la viera por primera vez.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó asombrado, cuando de pronto ella, sin ningún aviso, se impulsó hasta el cielo a gran velocidad y hasta mucha altura.

Nikaluk había quedado inmóvil, suspendida a más de seis metros por encima de su cabeza, con cada parte de su cuerpo dispuesta con gran cuidado, como si fuera una famosa bailarina de un

ballet de París, como un ser de suma gracia y belleza. Inició el descenso lentamente, con mayor velocidad después, en una postura que parecía condenarla a aterrizar torpemente, pero recuperó el control en el último instante y cayó de pie en medio de la manta, sin sonreír a nadie y preparada para agacharse y emprender el vuelo siguiente, que todavía tenía que ser más alto.

Coordinando su acción con mudas señales de su esposo, Nikaluk flexionó las rodillas, tomó aliento y saltó en el aire como un pájaro en busca de nuevas altitudes; en tanto ella se elevaba por los aires, el capitán Pym advirtió un extraño aspecto de su vuelo:'«Esas grandes botas de piel que lleva puestas, esas ropas gruesas, parece que la vuelvan más grácil en lugar de entorpecerla, y aumentan la impresión que ejerce su dominio», pensó. Era una joven que sabía volar maravillosamente, y, en aquel momento, no habría en toda la Tierra más de diez o doce mujeres, de cualquier raza, que pudieran igualarla, y ninguna, desde luego, capaz de superarla. Con el sol a punto de despedirse, cuando se encontraba a gran altura en el aire, ella alcanzó la cumbre de su arte, y era consciente de ello.

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