Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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—Como el dinero se gana con facilidad, resulta más barato comprar una nueva que hacer reparar la vieja. Las desarman y sacan repuestos de una máquina para reparar otra.

Cuando las costureras ataviaron a Kendra con su nuevo atuendo invernal, cubriéndole la cara con el borde de la capucha y disimulando los contornos de su cuerpo con el voluminoso ropaje, la maestra se convirtió en una esquimal más, redonda, anadeante y bien protegida. Empezó a transpirar, pero las mujeres le aseguraron:

—En diciembre no hará tanto calor. —Y volvieron a señalar en dirección al mar—. Los vientos de Siberia. Ya verás.

Una de ellas añadió solemnemente:

—Ahora te llamas Kunik. Es «copo de nieve». Ella, yo, todos te llamamos Kunik.

Y la nueva maestra, llamada ahora Kunik, continuó su campaña para entender las costumbres esquimales y hacerse aceptar en la comunidad.

El primer día de clase, Kendra recibió unas cuanta sorpresas: algunas, agradables; otras, no. Cuando entró en la cavernosa aula, con capacidad para cuarenta y cinco estudiantes, encontró en su escritorio un ramillete, hecho con algas marinas y una especie de brezo que crecía en la tundra. Nunca había recibido flores que encerraran tanta emoción. Quedó sin aliento, tratando de adivinar a quién se debía ese gesto de amistad, pero no pudo llegar a adivinarlo.

Después de que sonara un cencerro que pendía del techo de la escuela, dieciséis estudiantes entraron en el edificio. Trece giraron hacia la izquierda, donde el señor Hooker dictaba las clases de primaria; sólo tres, una niña y dos varones, fueron hacia el sector de Kendra. Con ellos sentados en la primera fila, el cuarto parecía decididamente desierto, y la maestra comprendió que a ella le tocaba llenarlo de actividad. El aula era ella, no los libros ni la enorme estructura que había costado la mitad de nueve millones de dólares. Sólo ella podía dar vitalidad a ese sitio inanimado. Y decidió hacerlo así. Esos jovencitos de cara redonda, pelo oscuro, ojos negros y obvia ansiedad, estaban dispuestos a ayudarla a dar vida a esa caverna, pero aunque la maestra había llegado a apreciar a cada uno de ellos durante el verano, sólo al verlos en la escuela notó lo exageradamente asiático de su aspecto.

Eran esquimales. Y se sintió orgullosa de ser su maestra.

En muchas escuelas esquimales era costumbre que el maestro se dirigiera a sus alumnos reunidos llamándoles «chicos», palabra que transmitía una buena familiaridad. Desde el comienzo, Kendra la utilizó con frecuencia. Cuando quería infundir una sensación de camaradería, decía a su clase:

—Bueno, chicos, veamos los problemas de matemáticas.

Pero cuando le parecía necesario restablecer la disciplina, pasaba a:

—Bueno, chicos, basta de bulla.

Entonces ellos sabían que hablaba en serio y volvían al orden.

Sus alumnos le inspiraban un gran cariño. Después de unas cuantas preguntas y respuestas de prueba, llegó a la conclusión de que tenía tres discípulos superiores al promedio. Pero antes de que pudiera comenzar realmente la clase se produjo una interrupción que modificó todo el día, y de hecho, todo el año.

Vladimir Afanasi entró en la sala llevando de la mano a una asustada niña esquimal de catorce años. Antes de indicarle el asiento que debería ocupar a la aterrorizada pequeña, llevó a Kendra al porche para decirle:

—Se llama Amy Ekseavik. Sus padres son los parias de nuestra aldea. Pasan seis meses al año pescando río arriba. Viven en una casucha, lejos. Amy ha ido a la escuela, a lo sumo, siete u ocho semanas al año.

—¿Y por qué se permite semejante cosa?

—No se permite. Informé de ello a la policía de Barrow. La niña debe asistir a la escuela, así que sus padres la trajeron para que pase el invierno con la señora Pelowook.

Afanasi volvió al aula y se acercó a la niña, diciendo:

—Éstos son tus compañeros, Amy. Y ella es tu maestra, la señorita Scott.

Dicho esto, besó a la trémula jovencita e indicó a Kendra que a ella le tocaba hacerse cargo.

Pero la maestra no lo oyó, pues ante la aparición de Amy había recibido una abrumadora impresión: «¡Es la niñita de la revista!». El parecido entre la pequeña de seis o siete años y esa muchachita de catorce era tan grande que Kendra se llevó el índice izquierdo a la boca y se lo mordió. Era un milagro, nada menos, que una réplica de aquella fotografía, por la cual la maestra había llegado a ese sitio remoto, hubiera entrado en su aula. Y también era una orden: se la había enviado allí para que sirviera a esa criatura.

—Examínela —dijo Afanasi a punto de salir—. Sabe leer y escribir un poco, pero ha pasado mucho tiempo fuera de la escuela, aparte de las pocas semanas que asistió el año pasado.

Con eso desapareció. Kendra, demasiado sorprendida para reaccionar de inmediato, dejó a la nueva alumna de pie, pero entonces se levantó la otra niña de la clase, se acercó a Amy y la condujo a una silla, que uno de los varones trajo al círculo. Con ese gesto considerado se daba la bienvenida a la extraña que había crecido aislada en las márgenes del mundo.

En su tercer día de trabajo, Kendra encontró en uno de sus cajones un panfleto con datos sobre el distrito escolar de la Vertiente Norte, del que su escuela formaba parte. Tenía una extensión de 219 530 kilómetros cuadrados, con una población total de siete mil seiscientas personas. Como ya experimentaba cierto orgullo por lo que llamaba «mi pradera del norte», esperó a que terminaran las clases del día y visitó al señor Hooker, para pedirle su calculadora portátil.

—La escuela tiene que proporcionarle una —dijo el director, casi gruñendo. Y rebuscó en su escritorio hasta hallar la que le estaba destinada—. Debo de tener por aquí otras cosas que son para usted. Ya las buscaré.

Ese regalo la sorprendió, pero cuanto mejor conocía esa notable escuela más la impresionaba su generosidad. Cada alumno recibía gratuitamente un cepillo de dientes, dentífrico, lápices, bolígrafo, cuaderno, todo el material de lectura, una merienda, una comida caliente y atención médica completa. Los maestros también participaban de la bonanza: hospitalización totalmente gratuita, un seguro de vida por el doble del salario anual, alojamiento, calefacción y electricidad gratuitos y el famoso Plan de Ahorro, que Afanasi explicó así:

—La invitamos a depositar en nuestras manos el seis por ciento de su sueldo. En su caso equivale a dos mil seiscientos cuarenta dólares anuales. Nosotros añadimos el cincuenta por ciento y, sobre el total, le pagamos un once por ciento anual. No queremos que nuestros maestros pasen hambre.

Para probar su calculadora, Kendra se dedicó a ese tipo de juegos tontos que encantan a los académicos: «¿Qué estado tiene aproximadamente el tamaño de nuestro distrito escolar? ¿Cuántos de los estados más pequeños tendrían que unirse para igualar nuestra superficie?». Utilizando los datos proporcionados por la escuela, descubrió con intenso placer que el estado de tamaño más aproximado era el suyo, Utah. El hecho de trabajar en un distrito escolar más grande que todo Utah la dejó estupefacta.

Luego procedió a hacer un segundo cálculo. Descubrió que la Vertiente Norte era más grande que los diez estados menores sumados, comenzando por Rhode Island y terminando con Virginia Occidental. Pero antes de jactarse se preguntó: «Sí, pero, ¿y la población?». La población total de esos diez estados superaba los veintiséis millones de personas, mientras que la Vertiente Norte no llegaba a las ocho mil. Sólo entonces captó la desmesurada extensión de esa zona de Alaska y lo desierta que estaba.

La regordeta Amy Ekseavik, la nueva alumna, estaba resultando ser una personita difícil. En las dos primeras semanas rechazó cualquier intento de quebrar su reserva; su adusta actitud repelía a estudiantes y maestra por igual. Como era la única que vivía lejos de la aldea, nunca había tenido amigos. El concepto de congeniar con otros o confiar en ellos le era extraño; desconfiaba mucho de sus compañeros y, como sus padres la habían tratado siempre con dureza, no podía concebir que la señorita Scott fuera muy diferente. Por lo tanto, la atmósfera del aula era tensa.

A esas alturas, Kendra consultó con el director y descubrió que, en lo relativo a los asuntos escolares, el señor Hooker era un veterano cauto, que enfocaba cualquier problema desde un peculiar punto de vista: «¿Cómo puede perjudicarme esto? Y si puede causar dificultades ¿cómo desactivarlo?». Con esa estrategia dominante, no le hizo muy feliz enterarse de que la nueva maestra tenía problemas con la alumna nueva, pues tenía motivos para creer que Amy Ekseavik, por algún motivo, despertaba un interés especial en Vladimir Afanasi, miembro de la junta escolar de la Vertiente Norte; por lo tanto, había que manejarla con cuidado.

—¿Dice usted que es intratable?

Kendra solía sorprenderse ante el vocabulario del señor Hooker. Aunque el hombre había cursado magisterio en Greeley, Colorado, una de las mejores escuelas en su especialidad, en realidad era torpe, aunque con posibilidades latentes, y decidió revelarle sus aprensiones.

—Amy es una criatura salvaje, Kasm. ¿Es posible que en su casa la castigaran?

—Ni remotamente. Afanasi no siente simpatía por sus padres, pero dice que no son brutos. Los esquimales nunca maltratan a sus hijos.

—En ese caso, tal vez sea así porque fue criada en un ambiente solitario.

—Es posible. O quizá por ser la menor de la clase. Tal vez estuviera más a gusto si volviera a la escuela primaria. Yo he sabido ablandar a niños como ella.

Automáticamente, con una energía que no habría empleado de sospechar el efecto que podía causar, Kendra exclamó:

—Oh, no. Está donde debe estar. Sus compañeros la ayudarán. Y yo haré todo lo posible por que se sienta a gusto. —De pronto cayó en la cuenta de que estaba tocando una zona sensible y rectificó, diciendo—: Por ayudarla a aprender.

El director Hooker sonrió de una manera tan comprensiva que sorprendió a Kendra:

—No se identifique demasiado con ella, señorita Scott.

—Llámeme Kendra, por favor… si quiere que yo le llame Kasm.

—De acuerdo. ¿Conque desea conservarla? Pero la niña ¿aprende algo?

—Es muy inteligente, Kasm. Muestra gran capacidad de aprendizaje.

—Siga con ella, pues. Felicítela cuando se porte bien y no tema regañarla cuando falle.

En esos fantasmales días del otoño, mientras el sol se hundía más y más en el cielo, como para advertir a la gente de Desolation que pronto se iría, dejando caer la noche, Kendra se esforzó en quebrar la reserva de esa niña huraña, casi salvaje, que le había sido encomendada. La fortalecía en esa difícil tarea la portada del National Geographic que había clavado sobre su escritorio, en el apartamento, y la decisión con que esa otra Amy de seis años avanzaba en medio de la ventisca: «Una criatura criada así tiene que ser recia al llegar a los catorce años. Mi Amy es tal como ésta ha de ser en la actualidad. Y a mí me corresponde mostrarle cuánto mejor puede ser a los veinte».

Así continuaba el difícil proceso educativo que todos los animales jóvenes deben soportar, si quieren convertirse en osos o águilas de primera. Kendra aplicaba constantemente amor y presiones; la dura Amy resistía con todas sus fuerzas. Los otros tres alumnos, niños de crianza normal que habían perdido sus peculiaridades individuales en el contacto con otros niños tan tozudos como ellos, progresaban rápidamente bajo la guía de Kendra. Por tanto, la escuela secundaria de Desolation funcionaba a un ritmo más que satisfactorio.

En una cena organizada por la iglesia, que marcó por casualidad el fin del otoño y el principio de la larga noche invernal, varios padres dijeron a Kendra:

—No oímos más que elogios de usted. Fue Dios el que nos la envió.

Pero la familia que alojaba a Amy Ekseavik le comentó:

—Ella nunca menciona la escuela. ¿Le va bien?

Y Kendra respondió con franqueza:

—Parece estar adaptándose.

En septiembre, octubre y a principios de noviembre, los habitantes de Desolation hacían frecuentes e inquietantes referencias a «la llegada del invierno». Kendra supuso que se referían a los problemas de la noche perpetua, pero en uno de los primeros días de noviembre descubrió el verdadero significado. Puesto que el frío se acentuaba (la temperatura había descendido a diecinueve grados bajo cero y una nieve ligera cubría la tierra) ella había comenzado a usar su atuendo esquimal y se sentía muy cómoda con él. Pero esa mañana, al salir apresuradamente de la Residencia para ir a la escuela, la golpeó un viento de fuerza tan cruel que ahogó una exclamación y arrugó la cara. Cuando llegaron sus alumnos, envueltos en ropas protectoras, le preguntaron:

—¿Qué le parece el invierno de verdad?

El termómetro señalaba cuarenta grados bajo cero, pero el viento aullante llegaba desde los páramos de Siberia con tanta potencia que la radio de Barrow situó la sensación térmica en «sesenta y ocho grados bajo cero y continúa descendiendo». Era un frío que Kendra no había imaginado nunca, por no hablar de experimentarlo:

—Eh, chicos. ¿Cuánto tiempo dura esto?

Y ellos la tranquilizaron:

—No muchos días.

Estaban en lo cierto. Al cabo de tres espantosos días, el viento cedió. Kendra descubrió entonces que una temperatura de treinta grados bajo cero sin viento era bastante soportable. En esos momentos, en lo profundo de un verdadero invierno ártico, cuando la gente debía unirse para sobrevivir, descubrió en Kasm Hooker a un excelente educador y en Vladimir Afanasi, a un estupendo ciudadano: el gimnasio, que había requerido más de la mitad del presupuesto de la escuela, se convirtió en el punto de reunión de la comunidad. El día de Acción de Gracias y en Navidad hubo celebraciones a las que acudieron todos los aldeanos, salvo los padres de Amy Ekseavik. Trajeron carne helada de ballena, pescado y maravillosos guisos de pato, ganso o caribú. Pero la actividad principal eran los partidos de baloncesto. A veces, Kendra pensaba que el alma de Punta Desolación, al menos en invierno, residía en los partidos que atraían a casi todos los miembros de la comunidad. Pero ella nunca había visto jugar de ese modo, pues la secundaria de Desolation tenía sólo dos varones y, aunque eran bastante buenos jugadores, se necesitaban por lo menos tres más para formar un equipo de cinco.

El problema se resolvía de este modo: cualquier equipo que jugara en Desolation aceptaba la participación de dos muchachos ya graduados y del señor Hooker como quinto miembro, bajo la condición de que no tiraría al aro ni «marcaría» al mejor jugador del equipo contrario. Pero ¿contra quién podía jugar Desolation? La secundaria de Barrow contaba con una brigada completa de quince, pero no ocurría lo mismo con las otras seis pequeñas escuelas de la Vertiente Norte. Lo que la escuela hacía era un tributo a la imaginación de Vladimir Afanasi, el cual explicó así la situación a Kendra:

—Como disponemos de bastante dinero, pagamos los gastos de traslado a otras escuelas para que vengan en avión y jueguen con nosotros una serie de tres partidos amistosos; a veces, sólo dos. La aldea enloquece. Para nuestros muchachos es una gran experiencia. Y los jugadores del equipo contrario tienen la oportunidad de conocer el norte de Alaska. Todo el mundo se beneficia.

El primer equipo importado bajo esas condiciones era el de Ruby, una pequeña ciudad del río Yukón. Llegaron ocho jugadores, acompañados por el entrenador y el director de la escuela. Durante varios días en que el sol no apareció, Desolation sólo pensó en el baloncesto. Como no había diferencia entre la noche y el día, se convocaban los partidos para las cinco de la tarde. Y era algo digno de verse, pues el equipo de Desolation estaba compuesto por los dos estudiantes de Kendra, el graduado Jonathan Borodin (el dueño de la motonieve), otro mozo que se había fichado dos años antes y el señor Hooker, con su metro ochenta y dos y sus setenta y un kilos de peso. Salían a la pista con bonitas chaquetas, que habían costado noventa y siete dólares cada una, y jerseys azul celeste que proclamaban con brillantes letras doradas: AURORA BOREAL. Como tres de los jugadores eran visiblemente bajos, Jonathan Borodin tenía una estatura promedio y el señor Hooker llegaba a las estrellas, formaban una verdadera mezcla. Pero una vez que sonaba el silbato y el árbitro Afanasi lanzaba el balón, se iniciaba un partido lleno de ataques y cambios salvajes.

Kendra se asombró ante la habilidad de sus dos discípulos. Borodin seguía siendo el jugador estrella, como en sus tiempos de estudiante, pero al Promediar el partido la puntuación era: Ruby 28, Desolation 21. Claro que si se hubiera permitido al señor Hooker tirar a la canasta o «marcar» al mejor jugador del equipo contrario, el resultado habría sido diferente. De cualquier modo, Kendra se sintió orgullosa de su equipo y lo animó vigorosamente.

Esa noche, el equipo de Desolation perdió por 39-49, pero la noche siguiente acertó tiro tras tiro y ganó por un margen cómodo: 44-36. Al día siguiente, antes de que llegara el avión contratado para llevar a los jugadores de Ruby de regreso al Yukón, seiscientos sesenta kilómetros más al sur, los dos equipos compartieron un abundante desayuno a base de sucedáneo de huevos revueltos, embutidos de carnes diversas y panecillos proporcionados por la señora Hooker. Todos estaban de acuerdo en que la visita de Ruby había sido todo un éxito; uno de los jugadores visitantes agradeció la hospitalidad con un discurso formal:

—Sigo creyendo que el sol asomará cuando nos vayamos.

Y uno de los muchachos de Kendra, que se había destacado en el segundo partido, le respondió:

—Ven en junio y verás que tienes razón.

Entonces Kendra experimentó toda la maravilla de la vida al norte del Ártico durante el invierno, en esas interminables semanas de noche prolongada, quebrada apenas por unas pocas horas de resplandor plateado a mediodía. A veces, cuando el sol mordisqueaba el borde de las nubes que pendían sobre el río Yukón, mucho más al sur, Kendra miraba por la ventana de su aula y veía figuras difuminadas, imposibles de identificar, moviéndose lentamente por la aldea. Entonces pensaba: «Estoy sumida en un mundo de sueños y nada de esto es real». Pero entonces comenzaban las veintidós horas de completa oscuridad y ella se decía: «Esto es el Ártico real. Esto es lo que vine a buscar». Y disfrutaba de la oscuridad, como si sólo ella, entre todos los graduados de Brigham Young, hubiera tenido el coraje necesario para esa aventura.

Por eso estaba predispuesta a disfrutar de la experiencia. Cada vez que las mujeres de la aldea organizaban algún tipo de festival, ella las ayudaba a decorar el gimnasio y a servir el refrigerio, hasta que todos llegaron a tomarla por un miembro más de la comunidad. Lo que sus alumnos decían de ella era tranquilizador, exceptuando a la huraña Amy Ekseavik, que no la mencionaba en absoluto.

A finales de diciembre, Kendra inspeccionó su despensa y encontró esas provisiones que había añadido a su pedido en el último momento, con intención de utilizarlas como premio para sus alumnos. Recurrió a ellas, sobre todo a las pacanas, el karo y los quinotos[13] en almíbar, y solicitó ayuda a dos mujeres que tenían a sus hijos en la escuela para hacer enormes cantidades de tortas de pacana, cadenas de embutidos de lata, galletas decoradas con frutas escarchadas y muchos litros de batido agridulce, preparado con un concentrado de frutas.

Cuando todo estuvo listo, Kendra invitó a todos los niños de la escuela, con sus padres, y a la pareja con la que Amy vivía. No se hizo nada por impedir la entrada a los vecinos curiosos, que se acercaban para averiguar qué estaba pasando en el gimnasio. Entre los intrusos estaba Vladimir Afanasi, que felicitó a Kendra por la fiesta y por la cordialidad con que introdujo los quinotos entre las mujeres de la aldea. Para los niños, lo mejor fueron las tortas de pacana. Al terminar el festín, hasta Amy Ekseavik admitió a regañadientes:

—Estaban muy buenos.

Kendra observó que el señor Afanasi se apartaba para conversar con algunos hombres de la aldea, acompañado por un forastero. Con la primera mirada que echó a ese hombre blanco, que al parecer provenía de Los cuarenta y ocho de abajo, la invadió una impresión que no olvidaría jamás: se trataba de alguien importante y no estaba en Desolation por casualidad, sino para cumplir con algún gran designio. Era joven y de estatura mediana; iba bien acicalado y tenía una sonrisa encantadora. Aunque no la miraba, su pelo rubio se destacaba tanto entre los esquimales que ella no podía dejar de echarle alguna mirada. Cuando se produjo una pausa en los entretenimientos preparados por los estudiantes, Kendra se acercó a Afanasi como al desgaire. Al verla llegar, él fue en su busca como si adivinara sus intenciones y, tomándola de la mano, la llevó directamente hacia el joven desconocido:

—Permítame presentarle a mi asesor legal, señorita Scott. Jeb Keeler.

—Bienvenido a nuestra fiesta escolar, señor Keeler. ¿Asesor?

—Estudió en Dartmouth y Yale —explicó Afanasi—. Es una persona de importancia vital para nuestra comunidad.

—¿Así que usted trabaja aquí? —preguntó ella.

Aprovechando la oportunidad, Afanasi describió la original relación que el joven Keeler mantenía con la aldea y sus habitantes. Kendra, impresionada, preguntó:

—¿Tiene casa aquí?

—Me hospedo en la del señor Afanasi —replicó Jeb—. Es muy cómodo, porque es con él con el que debo realizar casi todo mi trabajo.

Ella se entretuvo con aquellos hombres varios minutos más de lo necesario. Por fin, consciente de su intromisión, se disculpó torpemente, dejando entrever la favorable impresión que le había causado el joven abogado. Pero eso no fue motivo de bochorno, pues él experimentaba lo mismo. Cierta vez había dicho a Poley Markham, su mentor: «Me despedí con un beso de las bellas universitarias». Y era cierto. Ni en Juneau ni en Anchorage, donde trataba con mucha gente por su profesión, había conocido a ninguna mujer que le interesara. Encontrar en Desolation a una joven tan atractiva y capaz como Kendra no era algo que se pudiera pasar por alto.

Al terminar la reunión, se las compuso para acercarse a Kendra, que se despedía de las aldeanas. Cuando se hubo retirado el último de los invitados, le preguntó:

—¿Le apetece venir a desayunar mañana conmigo? En casa de Vladimir, por supuesto, pero cocinamos muy bien.

—Me gustaría —dijo ella, con una sonrisa irresistible. Pero como usted sabe, el señor Afanasi es mi jefe y debo estar en el aula a las ocho.

—Pasaré por usted a las seis.

—¿Por qué tan temprano?

—Porque tengo muchas preguntas que me gustaría hacerle.

Y ella aceptó. A la mañana siguiente se levantó antes de las cinco. Cuando llamaron a la puerta, a las seis menos cuarto, ya esperaba con impaciencia. Allí estaba Jeb Keeler, para acompañarla a casa de Afanasi. Mientras caminaban por la oscuridad, tomados del brazo, tuvo la sensación de que él estaba igualmente ansioso de conversar con ella y eso le agradó enormemente. Era su primera cita de verdad, algo planeado con entusiasmo por ambas partes, y la gratificaba de algún modo inexplicable que se produjera tan al norte del Círculo Polar Ártico.

—Después del desayuno, Afanasi tuvo el buen tino de aducir una reunión por asuntos de la aldea y salió rápidamente.

—¿Ha venido usted por cuestiones legales? —preguntó Kendra.

Jeb explicó entonces sus relaciones con Poley Markham y los servicios que ambos habían prestado a la empresa de Desolation. Luego la condujo por los entresijos de la Ley de Concesiones, en la que ya era experto. Cuando Afanasi volvió ella pudo preguntarle:

—¿Cuál cree usted que será el resultado en 1991, cuando los esquimales adquieran pleno derecho sobre sus tierras?

—Conque han estado conversando de cosas elevadas, ¿eh? —Vladimir se sirvió un poco de café y dedicó la hora siguiente a discutir con ellos los desconcertantes problemas a los que se enfrentaba su pueblo—. Me alegra el estado de nuestra unidad local. Con el sobrio asesoramiento de Poley Markham al principio y de Jeb ahora, hemos podido protegernos. No hemos perdido dinero ni ganamos mucho, pero retenemos constructivamente nuestra tierra. En cuanto a las grandes corporaciones… son ellas las que me preocupan. Las buenas prosperan; las pobres corren peligro de zozobrar. Y si eso ocurre, cuando llegue 1991 estarán deseosas de vender todo a los comerciantes de Seattle.

—¿Podría ocurrir eso? —preguntó Kendra.

Y Jeb intervino:

—Los lobos ya rondan la fogata. Esperan a que llegue 1991 y la oportunidad de apoderarse de las mejores tierras de Alaska. Una vez que eso ocurra, los nativos no podrán recuperarlas jamás. Todo un modo de vida se irá al demonio.

Mientras analizaban esa triste perspectiva, Kendra vio con claridad la estrategia de Jeb y sintió respeto por él:

—Creo que un cincuenta por ciento de las grandes corporaciones están condenadas. Técnicamente ya están en bancarrota o a punto de estarlo. Calculo que esas tierras ya están perdidas, a menos que intervenga el gobierno federal con alguna operación de rescate. Pero también creo que muchas corporaciones aldeanas se pueden salvar, protegiendo sus tierras a largo plazo, y eso es lo que trato de lograr con las que me emplean.

Entonces Afanasi se mostró casi poético en su defensa del vínculo tradicional de los esquimales con su tierra:

—Mi país no es sólo esta tundra vacía, medida en las hectáreas del hombre blanco. Mi país es el océano abierto, congelado en el invierno, camino para las morsas, las focas y los cachalotes en la primavera y en verano. Tierra segura y suficiente para las casas de mi aldea, océano libre suficiente para asegurar la cosecha del mar, del que siempre hemos dependido. —Y chasqueó los dedos—. Vamos, señorita Scott, que son las ocho menos cuarto. ¡Ya debería estar en clase! —Y acompañó a Kendra y a Jeb hasta la escuela.

El trabajo de Jeb Keeler con los líderes de la corporación le obligó a permanecer nueve días en Desolation. Cada velada que pasó con Kendra aumentó su interés; descubrió en ella a una joven inteligente y despierta, con aficiones similares a las suyas y ese tipo de humor tímido que aprecian los hombres como él. Buscaba una mujer que fuera casi su igual en capacidad mental, pero no demasiado agresiva. Estimaba, sobre todo, sus actitudes maduras para con los esquimales, el pueblo que él había tomado bajo su protección.

—Al principio, al ver esas caras oscuras y hoscas, yo pensaba: «Odian a todo el mundo». Luego descubrí que sólo estaban tomándose el tiempo necesario para evaluarme. Una vez que pasé el examen, florecieron como melocotoneros en la primavera.

Él estuvo de acuerdo en que llevaba tiempo interpretar la aparente reticencia de los esquimales. Kendra quiso entonces presentarle a sus cuatro alumnos, de modo que Jeb concertó su trabajo con Afanasi de modo tal que le permitiera pasar la tarde en la escuela. Allí causó una gran impresión a los tres estudiantes de Desolation, pero ninguna en Amy Ekseavik, que le miraba airadamente, como si fuera un enemigo.

Jeb sintió tal desafío que, al terminar sus relatos sobre las cacerías de caribúes en el norte de Canadá y sus temporadas de esquí en Dartmouth, se despidió cordialmente de los tres jovencitos locales, pero pidió a Amy que no se fuera. Ella bajó la cabeza y le miró por entre su flequillo oscuro, aceptando a regañadientes.

—En clase no has dicho nada —comenzó él—, pero noté que tenías muchas preguntas que hacer. Las tuyas, seguramente, habrían sido más interesantes que las otras. Dime: ¿que deseabas saber?

Con la barbilla contra el pecho y el pelo cubriéndole los ojos, ella murmuró:

—¿Todos los hombres como usted tienen el pelo blanco?

—No es blanco. Nosotros lo llamamos rubio. Más o menos como el de la señorita Scott.

—En las revistas veo muchas mujeres con pelo como el suyo. Hombres, nunca.

—Pero los rubios somos muchos, Amy.

—¿Por qué ha venido aquí? ¿Para qué?

—Traigo papeles del gobierno, que está en Juneau y en Washington. ¿Sabes algo de Washington, la gran capital?

—Claro.

La contundencia de su respuesta le alentó a formularle varias preguntas, calculadas para medirla información acumulada por una niña de catorce años. Tanto él como Kendra se sorprendieron ante la profundidad y la amplitud de sus conocimientos. Por fin probó con la aritmética y ella volvió a sorprenderle con su destreza.

—Eres una de las jovencitas más brillantes que he conocido, Amy. Ves muchas cosas de las que nunca hablas, ¿verdad?

Obviamente complacida, pero también profundamente azorada por esa intromisión en sus secretos, ella acabó por levantar un poco la cara; miró de frente a Jeb y le dedicó una de las sonrisas más amplias que él había recibido jamás. Desde ese momento en adelante, Jeb y Amy fueron socios. Aunque la maestra no había podido ablandar a esa niña helada, Jeb sacó a relucir todo el calor oculto que anidaba en ese pecho tenso. Cuanto más revelaba Amy de sí misma y de sus extraordinarias dotes para la percepción y el conocimiento, más comprendían Kendra y Jeb que acababan de descubrir a un ser humano en retoño, capaz de lograr casi todo aquello a lo que aplicara su privilegiada mente.

—Tenemos que organizar las cosas para que pueda estudiar en la universidad —dijo Jeb.

Y Kendra estuvo de acuerdo:

—Ya está prácticamente lista. Sin duda la Universidad de Washington ha de tener becas para niñas como ella.

Esa noche, la última que Jeb pasaría en Desolation, pasearon un rato en la oscuridad, con el termómetro marcando treinta y cuatro grados bajo cero. El frío, con poca humedad, era más vigorizante que destructivo; casi era posible disfrutarlo.

—No hay muchos amantes estadounidenses que paseen con treinta y cuatro grados bajo cero —comentó Jeb.

Ella se apartó.

—¿Desde cuándo somos amantes?

—Podríamos serlo esta noche.

Cuando llegaron a la Residencia él quiso pasar, pero ella le rechazó:

—No, Jeb. —Y luego explicó su negativa añadiendo—: Por la mañana lo sabría toda la aldea.

—¡Ajá! —apuntó él—. Si estuviéramos en un sitio neutral, como Anchorage, no te negarías.

El silencio de Kendra reveló que ésa era su actitud, exactamente.

—Le abrazó con ardor y se entretuvo en el umbral, para que él pudiera responder una y otra vez. Jeb era, en todo sentido, el hombre más deseable que ella había conocido: un abogado que respetaba profundamente la ley, amigo de los esquimales y, tal como había demostrado con su diestro manejo de Amy Ekseavik, un adulto capaz de proyectarse en el mundo de los niños. Kendra estaba enamorada de Jeb. En otras circunstancias, con la intimidad asegurada, habría estado dispuesta a demostrárselo, pero como compartía la Residencia con su director y los ojos penetrantes de los aldeanos, tenía que reprimirse.

—Eres lo más precioso que ha entrado en mi vida en veinte años, Jeb. Por favor, te lo ruego, mantengamos el contacto.

—Si tú piensas así y yo también, ¿por qué no me dejas entrar?

—Aquí no es posible —objetó ella, sin mucha firmeza.

—Pero si vinieras a Anchorage, ¿podría ser?

Y ella respondió:

—No me atosigues.

Cosa que él interpretó correctamente como: «Es probable».

Una serie de acontecimientos protagonizados por Vladimir Afanasi, que parecía decidido a demostrar que Alaska era a un tiempo extraña y única le permitieron distraerse. El primer día de enero, Afanasi se enteró de que los pagos por los yacimientos petrolíferos de Prudhoe Bay serían mucho más altos de lo que su junta había calculado; entonces anunció en asamblea pública:

—¡Bien! Eso nos deja las manos libres.

Esa misma tarde pidió a Harry Rostkowsky que le llevara a Barrow, donde tomó el avión de Prudhoe a Anchorage. Allí se alojó en el hotel del aeropuerto, y visitó a los gerentes locales de las diez o doce aerolíneas internacionales que cruzaban sobre el Polo Norte hacia Europa. Al final descubrió que el mejor precio para su proyecto lo ofrecía Lufthansa, pues la firma no quería que otra línea aérea se llevara un negocio a Alemania.

Con un contrato asegurado, como mínimo, por los pasajes de ida y vuelta que necesitaba, volvió apresuradamente a Desolation y, en una gran asamblea convocada en el gimnasio, reveló sus planes:

—Ciudadanos de Desolation: gracias a una cuidadosa supervisión y a la buena suerte de contar con maestros como Kasm Hooker y Kendra Scott, tenemos en nuestra aldea una de las mejores escuelas Molly Hootch de Alaska. —La multitud aplaudió, mientras el señor Hooker saludaba. Pero resulta difícil mantener la moral alta y aprender en los meses invernales que se avecinan.

Allí se interrumpió para permitir una discusión generalizada de esa irrefutable verdad. Era muy difícil manejar una escuela, aunque fuera tan pequeña, cuando no había luz solar.

—¿Y qué solución propones? —preguntó un pescador.

Afanasi evitó la respuesta directa:

—Nunca he querido que tengamos en Desolation una escuela parroquial.

—¿Qué significa «parroquial»? —preguntó un hombre.

—Católica —respondió una mujer.

Y Afanasi corrigió:

—Puede significar católica, es cierto, pero en otro sentido es también algo limitado, de miras estrechas.

Mientras él hacía una pausa para permitir que todos comprendieran, Kendra pensó: «¿Adónde quiere llegar?». Y miró a su director en busca de alguna clave, pero éste se encogió de hombros, pues estaba igualmente a oscuras.

—Queremos que nuestros alumnos entiendan cómo es el mundo al sur del Círculo Polar Ártico, ¿no? ¿No es por eso que llevamos nuestros equipos de baloncesto a sitios como Juneau y Sitka, y hacemos que nuestros bailarines y atletas compitan en Fairbanks? Bueno, esta vez vamos a ampliar sus horizontes de un modo que no hemos intentado antes. Dentro de diez días, casi todos nuestros estudiantes, dos de nuestros maestros, tres miembros de la junta y tres madres, que actuarán como acompañantes, volarán a Anchorage en un avión contratado y abordarán un avión de Lufthansa para viajar a Francfort, Alemania, donde estudiaremos la historia de Europa central; después visitaremos otras seis ciudades alemanas para ver cómo es una gran nación europea.

Hubo exclamaciones, gritos de júbilo, gran entusiasmo entre los escolares y luego, una sobria pregunta:

—¿Quién va a pagar todo eso?

Y la sonora respuesta de Afanasi:

—La junta escolar. Nuestro presupuesto lo permite. —Luego recapituló—: ¿Pagaremos por lo que he dicho: doce estudiantes? Los cinco más pequeños se quedarán aquí, con la señora Hooker. Dos maestros. Tres miembros de la junta. Tres madres. Eso equivale a veinte personas. Si alguno de los otros quiere pagarse el pasaje, que será muy barato, podemos aceptar a cinco más.

Como los salarios de Prudhoe habían sido desorbitados en los últimos años, cinco voluntarios gritaron sus nombres. Kendra notó que entre ellos estaba Jonathan Borodin, el muchacho de diecinueve años que poseía la motonieve. Antes de levantarse la asamblea se acordaron todos los detalles del viaje a Alemania; Kendra y el señor Hooker recopilaron listas de datos vitales para que el señor Afanasi llevara a la oficina federal de Fairbanks, por la mañana, a fin de tramitar los pasaportes, y se hicieron apresuradamente los arreglos en los trajes de los muchachos y en los vestidos de las niñas.

En sus clases, el señor Hooker y la señorita Scott abandonaron todas las materias para impartir lecciones resumidas sobre geografía, historia y música de Alemania. Una madre tenía viejos ejemplares del National Geographic que trataban sobre Alemania. Otra, grabaciones de la Quinta sinfonía de Beethoven y selecciones de Fausto. Los niños dibujaron mapas de Alemania y la pequeña Amy Ekseavik sorprendió a todos trazando un buen mapa de Alaska, en el centro del cual puso a Alemania del Este y del Oeste, en la misma escala, para mostrar su insignificancia en comparación con la Vertiente Norte y el valle del Yukón. Amy no quiso decir a sus compañeros por qué había hecho eso, pero al terminar la clase susurró a Kendra:

—Quiero ir, aunque no sea gran cosa.

—En eso te equivocas, Amy. Durante dos mil años esa parte de Europa —la mano derecha de la maestra cubrió casi por completo la Alemania de Amy— ha dominado esta parte del mundo. No siempre es el tamaño lo que cuenta. —Y siguiendo un impulso, asió las manos de la niña—. Eres joven, Amy. Podrías llegar muy lejos. El señor Keeler dijo: «Podría ser lo que quisiera. Cualquier cosa».

—Usted está enamorada del señor Keeler, ¿verdad?

—Estoy enamorada de Alaska y de todo lo que representa. Me apasiona la maravillosa capacidad que tienes dentro de ti. Cuando vayas a Alemania, Amy, mira, sopesa y escucha. Y por el amor de Dios, aprende algo.

Soltó las manos de Amy y dio un paso atrás. Desde la puerta del aula, la niña se volvió a mirarla, recordando y evaluando todo lo que le había dicho.

La expedición a Alemania fue un éxito sin precedentes. Cada uno de los aviones despegó a la hora convenida. Los agentes publicitarios de Lufthansa llenaron los periódicos europeos de artículos y fotografías de los estudiantes esquimales. Museos, zoológicos, castillos y centros industriales organizaron giras especiales para los visitantes; un periódico especializado en economía publicó un largo análisis de la estructura financiera de la Vertiente Norte y su bienestar debido al petróleo. El periodista calculaba que esa loable iniciativa escolar había costado a Desolation no menos de ciento veintisiete mil dólares, todo pagado con los fondos de los derechos petrolíferos. Afanasi introdujo una corrección:

—Sólo veinte de nosotros viajamos con los gastos pagados por la junta escolar, gasto que fue unánimemente aprobado por los ciudadanos. Los otros seis pagaron sus propios pasajes, pues querían compartir la experiencia.

Sus cifras eran correctas. Había veinte miembros oficiales en el grupo, más los cinco que se habían ofrecido aquella primera noche en el gimnasio y un viajero inesperado, que pidió incorporarse al grupo cuando éste llegó a Anchorage. Jeb Keeler, abogado de la Corporación Desolation y de la junta escolar, se había sentido en la obligación de acompañar a Afanasi como asesor; tampoco negaba, para sus adentros, que la idea de pasar unos días en Europa con Kendra influía en sus planes. Ella quedó halagada por esa prueba de sincero interés; en la expedición no hubo dos personas que disfrutaran como ellos ese viaje por Alemania. En realidad, el placer mutuo era tan obvio que una de las madres acompañantes dijo a las otras dos:

—No es a los niños a quienes deberíamos estar vigilando.

Pero todos aprobaban esas relaciones. Entre los estudiantes de más edad se especulaba con la posibilidad de que el señor Keeler se escabullera hasta el dormitorio de la señorita Scott, en los diversos hoteles en que se alojaban.

Uno de los temas que Kendra discutía con Keeler habría sorprendido a sus alumnos:

—Sé que esto puede parecerte una traición de la confianza entre cliente y abogado, Jeb, pero necesito saberlo. Por el modo en que Afanasi despilfarra el dinero, como en este viaje, ¿no estará robando a la corporación?

Jeb ahogó una exclamación y sujetó a Kendra por los hombros.

—¡Qué pregunta sucia! Afanasi es el hombre más honrado de cuantos conozco. Se cortaría el brazo derecho antes que robar un céntimo. —Y la sacudió, bramando—: De eso doy fe ante el mundo entero.

Ella no se dejó apabullar por tan enérgica defensa.

—¿Y de dónde saca tanto dinero?

Jeb golpeó la mesa con un puño:

—¡Maldita sea! Aunque en los cuarenta y ocho de abajo no quieran creerlo, en Prudhoe Bay el dinero corre como agua. La junta escolar de Afanasi tiene dinero. Yo tengo dinero. Mi socio Poley Markham tiene dinero. Y todo legal, verificable por los recibos. Ahora acepta los hechos: aquí en el norte, el dinero es muy común.

Quien observaba con muchísimo interés el cortejo, a veces tempestuoso, era Amy Ekseavik. Su apego a Jeb Keeler se había intensificado al observar su cortés conducta en Alemania y sentía ya cierto derecho de propietaria sobre la señorita Scott, pues ella había sido la primera en detectar que la maestra estaba enamorada del simpático abogado. En varios paseos que Jeb y Kendra hicieron solos, invitaron a Amy a que les acompañara; la niña los sorprendía constantemente con su dominio de todo lo alemán.

—Amy —exclamó Kendra un día, en la Pinacoteca de Munich—, estás hablando alemán como si lo hubieras estudiado.

—Lo estudié —respondió la niña.

Y les mostró el libro barato de frases útiles que se había aprendido prácticamente de memoria. Esa noche, después de un interludio romántico que acercó mucho a los amantes a declarar abiertamente sus planes, Kendra dijo:

—Si alguna vez nos casamos, quiero que adoptemos a Amy.

Y Jeb se mostró de acuerdo:

—Haremos que estudie en Dartmouth.

La expedición tuvo dos sorpresas deliciosas: el embajador estadounidense invitó a los esquimales a una comida formal en Bonn; luego organizó un paseo en trineos por la campiña cercana, con una parada en una posada rústica, donde había músicos vestidos con trajes típicos que tocaron viejas canciones tradicionales y bailaron con los esquimales.

A medida que pasaban los plateados días del invierno alemán y los visitantes recordaban con frecuencia la triste oscuridad del terruño, Kendra tomó conciencia de algo que antes no había notado: Jonathan Borodin era un joven de sorprendente capacidad. Durante los primeros seis meses de su estancia en la aldea no le había inspirado simpatía; para ella era sólo un muchacho bastante descarado, que no trabajaba y tenía un vehículo para nieve muy ruidoso, cuyos ecos parecían perturbar su clase cada vez que ella trataba de dar una explicación importante. Al observarle durante el viaje, notó que cuidaba a los niños menores como si fuera su tío y comprendió que el muchacho tenía posibilidades. Le preocupaba tanto el hecho de que no hubiera continuado sus estudios que, en el autobús a Berlín Este, se sentó junto a él para preguntarle:

—¿Porqué abandonaste la universidad, Jonathan?

Él replicó en tono hosco:

—Echaba de menos la vida de la aldea.

—¿El humo y las bromas? —preguntó ella, sin dar a sus palabras ningún doble sentido.

—Es nuestro modo de vivir.

Ella se mordió los labios, sabiendo que lo perdería si se burlaba de esa visión, patéticamente limitada.

—Pero te he estado observando, Jonathan, y veo que tienes muchas cualidades.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó él, entre el recelo y el deseo de oír más.

—Eres un excelente administrador. Si estudiaras, podrías trabajar en cualquier parte: en Anchorage, en Seattle o en Washington, como asistente de algún congresista. —Ante la sorpresa del muchacho, añadió—: Lo digo en serio. Tienes un talento especial, pero se marchitará si no lo desarrollas.

Jonathan le dio una respuesta arrogante, que muchos esquimales jóvenes habrían podido darle en esos días embriagadores:

—Puedo conseguir empleo en Prudhoe Bay cuando se me antoje. Ganaría cuatro veces más que usted como maestra.

Ella se puso rígida, pues no aceptaba ese tipo de contestaciones.

—¿Y quién habla de dinero? Yo estoy hablando de todo tu futuro. Si vas a Prudhoe Bay, trabajarás allí tres o cuatro años, malgastando tus sueldos. ¿Y qué harás el resto de tu vida? Piénsalo, Jonathan.

Se levantó bastante disgustada, para ocupar otro asiento.

El joven demostró tener carácter: cuando volvieron a Berlín Oeste fue en busca de la maestra y le preguntó si podía sentarse a su lado en el restaurante.

—Por supuesto —dijo ella. Y quedó atónita al enterarse de que Jonathan ocupaba un rango más o menos especial en Desolation:

—Mi abuelo… Usted no le conoce y piensa que el señor Afanasi es el gran hombre de la aldea. En la corporación, sí, en la junta escolar, también. Pero el verdadero gran hombre es mi abuelo.

Y se dispuso a compartir con ella los notables dones de su abuelo y el poder que ejercía sobre acontecimientos tales como el nacimiento de un niño o la caza de una ballena. Por fin ella dejó los cubiertos y le miró fijamente, mientras preguntaba:

—¿Quieres decir que tu abuelo es chamán, Jonathan?

Había oído esa palabra varias veces desde su llegada a Alaska y estaba bien enterada de los extraordinarios poderes que los chamanes habían ejercido en otros tiempos, pero no soñaba que en la actualidad pudiera existir un chamán real y viviente. Desolation tenía un pastor presbiteriano, el undécimo desde el día en que el capitán Mike Healy, del Bear, pusiera al doctor Sheldon Jackson en la costa, con la madera necesaria para construir una misión e instalar en ella al convertido Dmitri Afanasi. En la aldea todos eran presbiterianos y lo habían sido siempre. Resultaba asombroso pensar que un chamán de los antiguos tiempos coexistiera con la iglesia, conduciendo una forma subterránea de religión a la que los aldeanos se adherían subrepticiamente. Era pagano. Imposible. Y excitante.

Cuando el grupo regresó a Munich, la Junta de Turismo Alemana, encantada por la favorable acogida que estaban recibiendo los esquimales, proporcionó entradas para la ópera a los cuatro estudiantes de secundaria, los dos maestros y los adultos acompañantes.

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