Alaska

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I. FORMACIONES ROCOSAS EN COLISIÓN

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I. FORMACIONES ROCOSAS EN COLISIÓN

Hace unos mil millones de años, mucho antes de que los continentes se separaran y formasen los antiguos océanos, antes incluso de definirse sus contornos, en el extremo noroccidental de lo que más adelante sería América del Norte, sobresalía una pequeña protuberancia. No había en ella ni montañas elevadas ni costas adustas, pero estaba firmemente arraigada en una base de roca sólida y así seguiría, adherida para siempre a la América del Norte primitiva.

Su posición, que se mantenía fija en relación con la masa continental mayor, no permaneció mucho tiempo en el extremo noroccidental ya que, como demuestran las investigaciones realizadas a mediados del siglo X) los accidentes de la superficie terrestre reposan sobre grandes placas subterráneas que se mueven sin pausa, ocupan a veces una posición y a veces otra, y con frecuencia colisionan unas con otras. En aquellos tiempos remotos, la futura América del Norte giraba y se desplazaba a un ritmo marcado: a veces, el saliente se encontraba en el este; otras, en el norte; o, incluso, en el sur lejano. Durante un largo período funcionó como un Polo Norte provisional del planeta. Pero más adelante se desplazó hasta cerca del ecuador y disfrutó de un clima tropical.

En realidad se trataba de un fragmento adherido a una masa de tierra que vagaba sin sentido, aunque mantenía una relación constante con lo que serían algunos de los futuros continentes, como Europa y, especialmente, Asia, con la que llegaría a estar estrechamente unida. No obstante, la observación del movimiento seguido por este pequeño saliente rocoso adherido a la masa mayor no hubiera permitido prever su posición actual.

En el futuro, este persistente fragmento se convertiría en la raíz de Alaska, pero hasta mucho después de este primer período formativo no fue nada más que el núcleo ancestral al que se irían incorporando posteriormente partes más importantes de Alaska.

Hace unos quinientos millones de años, durante una de esas interminables vueltas y revueltas, el núcleo se situó durante un tiempo en la posición aproximada que Alaska ocupa ahora, es decir, cerca del Polo Norte; sería interesante intentar imaginar cómo era en esa etapa. La superficie de la tierra, que se hallaba en un período de calma tras sufrir durante milenios cambios violentos, no alcanzaba gran altura en relación con la de los mares circundantes, los cuales aún no se habían separado para formar los océanos actuales. El relieve era bajo, sin montañas altas, y el pequeño promontorio que era entonces Alaska carecía de vegetación, dado que todavía no se habían desarrollado los árboles ni los helechos. En esas latitudes, en invierno, se producía un fenómeno característico, incluso hoy en día, del norte de Alaska: nevaba muy poco. A su alrededor el mar estaba casi siempre congelado y generaba tan pocas precipitaciones que en la zona no podían producirse las grandes ventiscas que azotaban otras partes de lo que entonces era el mundo; y el viento aullante arrastraba de un lado a otro la escasa nieve que caía, para depositarla suavemente en algunas zonas mientras en otras quedaba la tierra al descubierto.

Entonces, como ahora, en invierno la noche se prolongaba. Durante seis meses el sol aparecía a muy baja altura en el cielo, si es que llegaba a aparecer, mientras que durante los seis meses de verano, de deslumbrante calor, el sol se ponía sólo durante breves períodos. Con una humedad relativa menor que la actual, la variación de temperatura resultaba extrema: pasaba de los 49 grados en verano, a los 89 grados bajo cero en invierno. Como consecuencia de ello, las plantas (que no se parecían en nada a las que ahora nos son familiares) para crecer debían adaptarse a una fluctuación tan intensa: los musgos prehistóricos, los arbustos bajos de raíces profundas, poca estructura superior y hojas casi inexistentes, y los helechos que lograban adaptarse al frío, se aferraban a la tierra escasa con sus raíces hundidas en las grietas abiertas en la roca.

Por esa zona no vagaba ningún animal parecido a los actuales, porque los grandes dinosaurios pertenecían aún a un futuro lejano, y en cuanto a los mastodontes y los mamuts, que posteriormente serían los reyes del lugar, habían de pasar milenios antes de que se iniciase su evolución. Sin embargo, sí había comenzado ya la vida como tal y, en la mitad sur del pequeño promontorio, ciertas formas primitivas de vida abandonaban el mar para probar suerte en la tierra.

En ese tiempo indefinido y remoto, la pequeña Alaska estaba en suspenso, sin saber con certeza hacia dónde se desplazaría el continente madre, cómo sería su clima ni cuál su destino. No era nada más que potencia. Podía convertirse en multitud de cosas diferentes; podía adherirse a uno cualquiera de tres continentes distintos y, cuando su núcleo original creciera, podría desarrollar posibilidades extraordinarias.

Más adelante erigiría grandes montañas, las más altas de América del Norte. Acumularía glaciares inmensos, sin igual en todo el mundo. Antes de la llegada del hombre, albergaría durante algunas generaciones a los animales más majestuosos. Y cuando por fin sirviera de anfitriona a unos seres humanos errantes, llegados desde algún lugar lejano, quizá de Asia, se convertiría en la residencia de algunos de los pueblos más apasionantes de la Tierra: los atapascos, los tlingits y, mucho después, los esquimales y los aleutas.

La primera cuestión que se plantea es cómo ese pequeño núcleo original pudo acumular la gran cantidad de fragmentos de tierra rocosa que, con el tiempo, se unirían hasta formar la Alaska que hoy conocemos. El núcleo, como una araña que aguarda para atrapar la mosca al vuelo, se mantenía pasivo, pero aceptaba cuanta formación rocosa (esos conglomerados de rocas, de tamaño considerable y movimiento aventurero) se pusiera a su alcance. ¿Cuál era el origen de esas formaciones? ¿Cómo podían desplazarse unos bloques tan grandes? Cuando se movían, ¿por qué se dirigían hacia el norte, rumbo a Alaska? ¿Y qué pasó cuando chocaron con el núcleo original y sus estribaciones?

La explicación constituye una historia de sutil complejidad, por el maravilloso movimiento seguido por las formaciones rocosas, pero también de gran violencia por los cataclismos que genera la colisión de una formación en movimiento contra algo fijo. La Tierra nos ofrece, con este período de la historia de Alaska, uno de sus relatos más instructivos.

Los accidentes de la superficie terrestre, incluyendo los océanos, descansan sobre unas siete u ocho grandes placas subterráneas identificables (una de las cuales, evidentemente, es Asia y otra, Australia), además de una serie de placas menores, claramente definidas; el lugar que ocupan y la relación que guardan entre sí los continentes y los océanos depende del movimiento pausado, casi imperceptible, de estas placas subterráneas.

¿Cuál puede ser la velocidad de una placa? La distancia actual entre California y Tokio es de 9285 kilómetros. Si la placa de América del Norte avanzara sin pausa hacia Japón a la velocidad infinitesimal de 75 milímetros por año, San Francisco toparía con Tokio al cabo de 650 millones de años, solamente. Si el movimiento de la placa fuera de 30 centímetros por año, podría recorrer esa distancia en unos 27 millones de años, lo que no es mucho en términos de tiempo geológico.

Por lo tanto, el movimiento de una formación rocosa desde un punto cualquiera de Asia, del océano Pacífico o de América del Norte en dirección a la incipiente costa de Alaska no presentaba una dificultad insuperable. Con el tiempo, si las placas respectivas avanzaban suficientemente, podía ocurrir cualquier cosa… y así fue.

En una zona lejana y desolada al sur del océano Pacífico emergió hace tiempo una masa de tierra tachonada de islas, desaparecida ya, que actualmente conocemos con el nombre de Wrangelia; de haber permanecido en su sitio, podría haberse convertido en un archipiélago como los de Tahití o Samoa. Sin embargo, por razones desconocidas se fragmentó en dos mitades que avanzaron en dirección norte junto con una parte de la placa del Pacífico, hasta que la mitad oriental terminó en Idaho, a lo largo del río Snake, y la occidental llegó a formar parte de la península de Alaska. Podemos afirmarlo con seguridad, pues los científicos, que han comparado minuciosamente la estructura de los dos segmentos, han comprobado que todos los estratos de la formación rocosa que acabó en Idaho coinciden exactamente con los del que se desvió hasta Alaska. Los estratos rocosos se depositaron al mismo tiempo, siguieron la misma secuencia y muestran idéntico grosor relativo y orientación magnética. La coincidencia es absoluta y queda confirmada por multitud de estratos concordantes.

Es probable que a lo largo de milenios quedaran adheridas al núcleo de Alaska otras formaciones rocosas similares. Quizá un bloque enorme de tierra rocosa, del tamaño de Kentucky, se deslizase inexorablemente hacia el norte, desde un punto indeterminado, y colisionara con lo que allí hubiera. Acto seguido, se producía una hendidura en los bordes de ambos bloques, se alzaban súbitamente montañas nuevas, el paisaje cambiaba radicalmente y el territorio de Alaska aumentaba de forma significativa.

Podría suceder que, alguna vez, colisionaran a cierta distancia de Alaska dos formaciones rocosas de menor tamaño, que quedaran unidas y formaran durante milenios una isla situada en algún lugar del Pacífico, se desplazaran después imperceptiblemente junto con su placa en dirección a Alaska, y la alcanzaran un día tan suavemente que ni siquiera los pájaros de la isla percibieran el contacto; pero la antigua isla continuaría avanzando inexorablemente, pulverizando los obstáculos, hasta arrollar la costa de Alaska o hundirse bajo ella, y un observador ocasional no podría detectar dónde o cómo se habría efectuado la incorporación de este nuevo territorio al antiguo.

Es evidente que, tras el empuje de nueve o diez formaciones rocosas contra el núcleo primitivo, ningún punto de su estructura original seguiría en contacto con el océano, pues las nuevas tierras rodearían todas las partes anteriormente expuestas al mar. Se estaba creando una de las mayores penínsulas de la tierra, una inmensa probóscide extendida hacia el continente asiático, que también se hallaba en proceso de formación. Hace unos setenta millones de años, esta península incipiente comenzó a adquirir una forma vagamente parecida a la de la Alaska que conocemos, pero poco después adquirió una peculiaridad que hoy en día no nos resulta tan familiar.

Al parecer, emergió del mar un puente de tierra que conectaba Alaska con Asia, o a la inversa, y que era tan ancho y estable que mantuvo permanentemente en contacto a ambos continentes. La novedad no tuvo grandes consecuencias, pues en la Tierra en aquel momento había pocos animales y todavía ningún ser humano que pudieran beneficiarse de aquel puente surgido misteriosamente, aunque por lo visto unos pocos dinosaurios se aventuraron a cruzarlo desde Asia.

Con el tiempo el puente de tierra desapareció bajo el mar, por lo que Asia y Alaska quedaron separadas; Alaska continuó en libertad para aceptar todas las formaciones rocosas que se le aproximaran, hasta llegar a doblar o triplicar su tamaño.

Ahora estamos en condiciones de observar cómo se formó el relieve de Alaska. Parece ser que, antes de la anexión de las últimas formaciones rocosas, cuando ya estaba casi definida la mitad septentrional del contorno definitivo, la placa del Pacífico colisionó con la placa continental sobre la que descansaba la Alaska primitiva; la fuerza del impacto fue tan intensa y de efectos tan marcados que emergió en dirección este-oeste una enorme cadena montañosa, más tarde conocida como cordillera de Brooks. En la zona sin nieve ni vegetación situada al norte de la cadena, mucho más allá del Círculo Ártico, surgió una multitud de pequeños lagos, tan numerosos que nunca nadie los contó.

Al principio esta cordillera, que estaba compuesta misteriosamente por bloques superpuestos de piedra caliza, alcanzaba gran altura; pero con el tiempo la erosión del viento, los hielos, las roturas y la lluvia estival rebajó a 2000 o 2500 metros los picos más altos, convirtiéndolos en los muñones de montañas que habían alcanzado en otros tiempos el doble de esa altura. A pesar de todo, siguieron formando una respetable cordillera, esencia de la auténtica Alaska.

Había amplios valles que se desplegaban más hacia el sur, iluminados por el sol en invierno y en verano, en los que a veces hacía un frío intenso, pero que la mayor parte del año disfrutaban de una temperatura agradable. En esa zona sí nevaba, vivían animales y todo estaba dispuesto para la llegada del hombre, que no se produjo hasta muchos milenios después.

En un período muy posterior, Alaska comenzó a recibir una nueva serie de formaciones rocosas de orígenes muy diversos, que completaron su contorno principal; llegaban con una fuerza tan tremenda que no tardó en alzarse una nueva cadena montañosa, paralela a la cordillera de Brooks pero situada unos 500 kilómetros al sur. Era la cordillera de Alaska, una majestuosa sucesión de picos escarpados menos antiguos que los de la Brooks, y no erosionados todavía. Estos picos jóvenes, muy elevados, de contorno afilado y gran envergadura, hieren la atmósfera gélida a alturas de 3500, 4000 y 6000 metros. La gloria de Alaska, el monte Denali, supera los 6000 metros y es una de las montañas más impresionantes de las Américas.

La vieja cordillera de Brooks y la joven Alaska cruzan la región como dos espinas dorsales gemelas y ofrecen una espesura de cimas poderosas, algunas de las cuales todavía no han sido pisadas por el hombre. Vista desde el aire, Alaska parece a veces formada solamente por cumbres, miles de cumbres, muchas de las cuales ni siquiera tienen nombre, en tan diversa y nevada profusión que bien podría llamarse a Alaska «la tierra de las montañas».

Y cada una de ellas se formó cuando algún segmento de la placa del Pacífico arrasó en su camino a la placa norteamericana, se hundió por el borde y provocó una conmoción tan tremenda y un movimiento de fuerzas tan grande que a consecuencia de ello surgieron las grandes montañas. Quien contempla las gloriosas montañas de Alaska puede ver la prueba de la potencia con que la placa del Pacífico va avanzando lentamente hacia el norte y el este; si visita Yakutat, puede observar cómo la placa empuja a Alaska al ritmo fijo de cinco centímetros por año. Como veremos más adelante, esta presión provoca grandes terremotos en la zona; y, no muy lejos, el monte San Elías, de 5640 metros, es más alto cada año.

En otra región de Alaska se revela aún más claramente la actividad de la gran placa del Pacífico. Al principio, en la zona occidental de lo que después sería la tierra firme de Alaska no había más que aguas turbulentas, pues en ese punto entraban en contacto el mar de Bering con el océano Pacífico, y en las olas oscuras que señalaban el encuentro vivían aves acuáticas que sobrevolaban el agua en busca de pescado, junto con focas, morsas y uno de los animales más simpáticos de la naturaleza: la preciosa nutria marina, con su cara redonda y bigotuda como la de un viejo burlón. También nadaba en esas aguas el pez que, con el correr del tiempo, daría fama a Alaska: el salmón, de cuya vida apasionante hablaremos en otro capítulo.

Las colisiones entre las placas dieron lugar a una magnífica cadena de islas, las Aleutianas, y también a dos de los fenómenos más espectaculares de la naturaleza que se manifiestan en la zona: los terremotos y los volcanes.

De los diez terremotos más intensos que ocurren en una época determinada en toda la superficie del planeta, tres o cuatro se producen en las Aleutianas o cerca de ellas; algunos de los más destructivos son los que se originan en el seno del océano, a gran profundidad, porque provocan unos tremendos deslizamientos de tierras que desplazan millones de toneladas de suelo submarino. Como consecuencia se forman unas olas inmensas bajo el agua, que se manifiestan como maremotos gigantescos, llamados también tsunamis, recorren todo el Océano Pacífico a velocidades que pueden superar los 800 kilómetros por hora.

Por consiguiente, un terremoto submarino acaecido en las islas Aleutianas supone un peligro en potencia para las islas de Hawai, dado que, seis o siete horas después de producirse en Alaska, el tsunami resultante puede alcanzar Hawai con una fuerza devastadora. El tsunami se expande silenciosamente, sin provocar olas más altas de un metro en la superficie del agua, transmite radialmente su energía, y continúa su curso, si no encuentra obstáculos a su paso, hasta que se disipa. Ahora bien, si topa con una isla, esas pequeñas olas no más altas de un metro aumentan de tamaño con lentitud pero implacablemente, hasta que la tierra queda cubierta por casi dos metros de agua. La inundación, por sí sola, no resulta muy peligrosa; pero cuando el agua acumulada se precipita de nuevo en el mar puede provocar muertes y graves destrozos.

En las islas Aleutianas se producen incontables terremotos, miles en un siglo, la mayoría de los cuales, afortunadamente, son poco importantes y, si bien muchos de los terremotos submarinos pueden originar tsunamis, muy rara vez alcanzan una magnitud amenazante para Hawai; sin embargo, tal como veremos, con frecuencia provocan maremotos locales de gran potencia destructora.

Las fuerzas tectónicas que están en el origen de la actividad sísmica son también responsables de los volcanes, y, por esta razón, las islas Aleutianas, con su cuarentena de volcanes situados a lo largo de la cadena, son una de las zonas volcánicas más activas del mundo. Rara es la isla que no tiene su cráter, y, además, hay unos pocos que no aparecen en una isla determinada, sino como puntos solitarios en medio del mar. A algunos les falta poco para convertirse en islas; durante cientos de años humean por encima de la superficie del mar, durante otro medio siglo se aplacan y, de pronto, sus cabezas sulfurosas asoman sobre las olas y por la noche arrojan llamaradas.

Debido a la gran actividad volcánica que convierte a las Aleutianas en una especie de caldera borboteante, Alaska ocupa, si no el puesto preeminente, al menos un lugar de honor en el Cinturón de Fuego, esa ininterrumpida cadena de volcanes que recorre el océano Pacífico siguiendo la línea en que la placa del Pacífico entra en contacto violentamente con otras placas.

Los volcanes empiezan en Tierra del Fuego, en el extremo austral de América del Sur, ascienden por la orilla occidental del continente (Cotopaxi, Lascar, Misti), continúan después por México (Popocatepetl, Ixtaccihuatl, Orizaba, Paracutín) y a lo largo de los estados estadounidenses del Pacífico (Lassen, Hood, Saint Helens, Rainier) y a lo largo de los estados estadounidenses del Pacífico (Lassen, Hood, Saint Helens, Rainier) y alcanzan por fin las Aleutianas, donde hay tantos que sus nombres, muchos de los cuales recuerdan a marineros rusos, generalmente son desconocidos.

El Cinturón de Fuego se prolonga espectacularmente a lo largo de la costa este de Asia: hay abundantes volcanes en Kamchatka; Japón tiene el monte Fuji y algunos otros; en Indonesia encontramos un impresionante despliegue, y en Nueva Zelanda, finalmente, están los hermosos volcanes Ruapehu y Tongariro.

En medio del Océano Pacífico, como si subrayaran la capacidad que tiene la zona de gestar una actividad violenta, se elevan los dos magníficos volcanes hawaianos: el Mauna Loa y el Mauna Kea. Sumando la altura de la plataforma desde la que se levantan, situada muy por encima de la superficie oceánica, figuran entre las montañas más elevadas de la Tierra y, desde luego, entre los volcanes de mayor altitud.

Entre los muchos volcanes que forman el cinturón, las docenas que se distribuyen densamente a lo largo de la cadena aleutiana resultan especialmente fascinantes para un investigador; de hecho, las islas Aleutianas deberían reservarse como un parque internacional, en el que el mundo pudiera observar la majestad de los volcanes y el poder de la acción de las placas.

Desde el punto de vista de la geología, ¿cuál es el futuro de Alaska? Como veremos más adelante, hay razones para pensar que dentro de cierto tiempo, quizá en un plazo de 20 000 años, Alaska volverá a estar unida a Asia por el antiguo puente de tierra y perderá, por otra parte, el contacto terrestre con el resto de los Estados Unidos.

Y, como la actividad de las grandes placas subterráneas nunca cesa, es probable también que lleguen a Alaska nuevas formaciones rocosas, aunque su entrada en escena no se producirá, si es que se produce, hasta dentro de varios millones de años. En el futuro, ocurrirá otro hecho que causará revuelo, si por entonces viven personas para contarlo.

Actualmente, la ciudad de Los Ángeles se encuentra a unos 3800 kilómetros al sur de Alaska central; dado que el movimiento incesante de la falla de San Andrés la empuja lentamente en dirección norte, con el correr del tiempo la ciudad está destinada a convertirse en parte de Alaska. El desplazamiento se produce normalmente a razón de cinco centímetros por año; esto permite calcular que Los Ángeles llegará a la altura de Anchorage dentro de unos 76 millones de años, es decir, aproximadamente en el tiempo que necesitaron otras formaciones rocosas del sur para situarse junto al núcleo primitivo.

Por otra parte, hay que tener en cuenta dos características cuando se habla de Alaska: su gran belleza y su implacable hostilidad. El complejo mosaico de formaciones rocosas ha producido montañas muy altas, junto con volcanes y glaciares incomparables. Sin embargo, al principio sus pobladores encontraron una tierra inhóspita. Los animales y los seres humanos que llegaban a aquella zona tenían que adaptarse al frío intenso, a las grandes distancias y a la escasez de alimentos; en consecuencia, los hombres y las mujeres supervivientes tendrían que ser de una raza especial: aventureros y heroicos, dispuestos a enfrentarse a los fuertes vientos, a las noches interminables, a los inviernos gélidos y a la incesante y dura búsqueda de comida. Su vida se desarrollaría, tanto por necesidad como por el placer del desafío, en una estrecha intimidad con la tierra implacable.

Aunque Alaska sería siempre un estímulo para un escogido grupo de hombres y mujeres audaces, también rechazaría a los que no desearan la lucha o se negaran a obedecer sus duras reglas, los cuales, si lograban retroceder antes de que aquella tierra intensamente fría los aniquilase, se verían obligados a huir de ella.

Alaska nunca estuvo poblada por un gran número de personas, pues, en todas las épocas, no habría nunca más que unos miles de habitantes que desafiasen los rigores de la tundra helada en la Vertiente Norte; pocas personas lograron adaptarse a la extremada variación del clima en los grandes valles encerrados entre las dos cordilleras; y no se formaron grandes aglomeraciones ni siquiera en los enclaves más habitables ni en las islas del sur, porque con mucho menos esfuerzo la gente podía disfrutar de un clima más benigno en California.

Sin embargo, Alaska ha tenido siempre gran importancia, pues se encuentra en la intersección de las rutas que unen América del Norte con Asia; el dominio de esta encrucijada le ha dado unas posibilidades que sólo han llegado a comprender las mentes más brillantes de la región. Nunca ha faltado algún ruso consciente del valor único de Alaska, algún estadounidense que ha reconocido su importancia, y de estos visionarios ha dependido siempre la historia de esta tierra extraña y admirable.

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