Alaska

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II. LA FORTALEZA DE HIELO

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Él, que era más fuerte y disponía de unos grandes colmillos cruzados, impuso rápidamente su autoridad y contraatacó con dureza; la golpeó con tanta fuerza que le rompió el colmillo derecho más o menos por la mitad. Con sólo colmillo y medio, Matriarca se convirtió en una mamut envejecida para el resto de su vida.

Desequilibrada y con un aspecto más torpe que el de sus hermanas, cruzaba la estepa con el colmillo quebrado y, para compensar la diferencia de peso, inclinaba su cabeza enorme hacia la derecha, como si mirara de soslayo con sus ojuelos bizcos algo que los demás no podían ver.

Nunca había sido un animal hermoso, ni siquiera gracioso. No tenía la figura admirable de sus antepasados los elefantes, y formaba una especie de triángulo ambulante con el vértice situado en su alta cabeza, la base a lo largo de la línea en que sus patas tocaban el suelo, una vertical que bajaba por la cara y la trompa y una pendiente muy característica, que descendía larga y fea por entre los cuartos delanteros y el trasero achaparrado. Para acabar de darle un aspecto casi informe, tenía todo el cuerpo cubierto de un pelo largo y enmarañado. Además de un triángulo andante, era un felpudo ambulante y, como se había roto su colmillo derecho, había perdido incluso la dignidad que podían prestarle sus colmillos grandes y gráciles.

Ciertamente, no tenía gracia, pero tenía la nobleza derivada de su amor apasionado por cualquier mamut joven que cayera bajo su protección, pues ese animal inmenso y torpe hacía honor al concepto de la maternidad animal.

En aquellos años en que la glaciación se encontraba en su apogeo, el territorio que Matriarca tenía a su disposición para alimentar a su familia era algo más hospitalario que el que habían conocido los mastodontes. Seguía formado por cuatro zonas: el desierto ártico del norte, la tundra perpetuamente helada, una estepa rica en pastos y una franja con bastantes árboles como para denominarla tierra boscosa e incluso selva. La estepa, sin embargo, había aumentado tanto de tamaño que los mamuts que vagaban por ella encontraban suficiente comida con la combinación de las hierbas comestibles y los nutritivos sauces enanos.

De hecho, aquella zona más amplia resultaba especialmente hospitalaria para aquellas bestias enormes y pesadas, hasta el punto de que los científicos, cuando posteriormente trataron de reconstruir cómo se vivía en Alaska hace 28 000 años, le dieron el descriptivo nombre de «Estepa del Mamut»; no podían haber encontrado una denominación mejor, porque aquella zona atrapada en el interior de la fortaleza de hielo era precisamente eso, la gran estepa nutricia gracias a la cual los mamuts de lomo inclinado podían existir en gran número. Durante esos siglos fueron siempre ellos, junto con los caribús y los antílopes, los principales ocupantes de la estepa que recibe su nombre.

Matriarca se movía por la estepa como si ésta hubiera sido creada para su uso exclusivo. Era suya, aunque reconocía que, durante algunas semanas de cada verano, necesitaba la asistencia de los grandes machos que, por lo demás, se limitaban a pastar en sus propias zonas. También sabía que dependía de ella la supervivencia de los mamuts tras el nacimiento de las crías, por lo que le correspondía elegir los lugares donde se alimentarían y, cuando la familia tenía que abandonar un territorio a punto de agotarse, en busca de otros más ricos en comida, era ella quien daba la señal.

Un rebaño pequeño de mamuts como el que ella encabezaba podía recorrer más de seiscientos kilómetros en el curso de un año, de modo que llegó a conocer grandes extensiones de la estepa; durante los peregrinajes que ella dirigía observó dos fenómenos misteriosos, que no resolvió aunque acabó por acostumbrarse a ellos. La estepa, en sus zonas más ricas, disponía de una variedad de árboles comestibles cuyos antecesores seguramente habían conocido los desaparecidos mastodontes: alerces, sauces enanos, abedules y alisos; sin embargo, en los últimos tiempos, en ciertos lugares en los que había agua y se hallaban protegidos de los vendavales, había comenzado a aparecer un árbol de una especie nueva, muy vistoso aunque venenoso.

No perdía nunca las hojas, largas y en forma de aguja, por lo que resultaba especialmente tentador, pero los mamuts lo evitaban incluso durante la época de escasez de comida, en invierno, porque si engullían sus atractivas agujas enfermaban e incluso podían llegar a morir.

Era una pícea, el mayor de los árboles, y su aroma característico atraía y repelía simultáneamente a los mamuts. Matriarca estaba desconcertada: ella no se atrevía a comer las agujas, pero había observado que sus compañeros de bosque, los puercoespines, devoraban gustosamente las hojas ponzoñosas y se preguntaba a menudo por qué. No había observado que, antes de comerse las agujas, los puercoespines trepaban a buena altura por el árbol.

La pícea, que se protegía con tanta astucia como los animales que la rodeaban, había ideado una sagaz estratagema defensiva. En sus cargadas ramas inferiores, que un mamut hambriento podría arrasar en una sola mañana, concentraba un aceite volátil que daba muy mal sabor a las hojas. Pero las ramas superiores, que los mamuts no podían alcanzar ni siquiera con sus largas trompas, seguían siendo comestibles.

La pícea ofrecía un segundo acertijo en los escasos sitios donde crecía. Durante aquellos largos veranos en que el aire se enrarecía y las hierbas y los arbustos se resecaban, en el cielo aparecía de vez en cuando un destello seguido por un gran estruendo, como si un millar de árboles hubiera caído en el mismo instante. Muchas veces comenzaba de pronto, misteriosamente y sin motivo, un incendio en los pastos. O bien alguna pícea muy alta se quebraba, como desgarrada por un colmillo gigantesco, entre la corteza surgía una voluta de humo, luego se formaba una llamita y al cabo de poco ardía todo el bosque y se incendiaba la estepa cubierta de hierba.

Matriarca había sobrevivido a seis incendios similares, y los mamuts habían aprendido que en esos momentos tenían que dirigirse al río más cercano y hundirse en él hasta los ojos, respirando con la trompa por encima del agua. Por este motivo, los animales que encabezaban un rebaño, como Matriarca, trataban siempre de saber dónde se hallaba el agua más cercana y, como sabían por experiencia que si el fuego llegaba a rodearlos no tenían escapatoria, se retiraban a aquel refugio en cuanto estallaba un incendio en la estepa. A lo largo de los siglos, había habido algunos machos que se habían abierto paso audazmente a través del aro fatal: su experiencia había enseñado a los mamuts la estrategia para sobrevivir.

A finales de un verano, cuando la tierra estaba especialmente seca y había dardos de luz y ruidos y chasquidos en el aire, Matriarca vio que cerca de un grupo numeroso de píceas se había iniciado ya un incendio. Como sabía que los árboles no tardarían en estallar en tremendas llamaradas que atraparían a todos los seres vivos, encaminó rápidamente a los suyos hacia un río; pero el fuego se extendió con gran celeridad y atacó a los árboles antes de que ella pudiera apartarse. Oía sobre ella el estallido del aceite de los árboles, que despedía chispas sobre las agujas secas del suelo. Las copas de los árboles y la alfombra de hojas ardieron pronto, y los mamuts se enfrentaron a la muerte.

Matriarca, envuelta en el molesto humo acre, tuvo que decidir en medio del aprieto si era mejor retroceder con su rebaño y salir de entre los árboles, o bien continuar hacia adelante, siguiendo una línea recta en dirección al río. Aunque no sabemos si razonó: «Si retrocedo, el incendio de los pastos no tardará en atraparnos», tomó la decisión correcta. Barritó para que pudieran oírla todos y se lanzó contra una muralla de fuego, la atravesó y encontró un camino despejado hasta el río, donde sus compañeros se arrojaron al agua salvadora mientras el incendio de los bosques rugía a su alrededor.

Pero ésta es la paradoja: aunque el incendio había sido pavoroso, Matriarca había aprendido que el fuego era uno de los mejores amigos de los mamuts y no tenía que abandonar aquella zona devastada, sino que debía enseñar a sus vástagos cómo aprovechar la situación. En cuanto se redujeron las llamas, que antes de apagarse por completo consumirían aún varias hectáreas, condujo a sus pupilos al mismo sitio donde habían estado a punto de perder la vida, y allí les enseñó cómo usar las trompas para arrancar trozos de corteza de las píceas quemadas. El fuego había acabado con los aceites venenosos y había purificado la pícea, que, ahora, además de comestible, era un bocado exquisito, de modo que los mamuts hambrientos se dieron un atracón. La corteza estaba tostada, a su gusto.

Después de extinguirse completamente el incendio, Matriarca mantuvo a su rebaño cerca de las zonas arrasadas, porque los mamuts habían aprendido que tras aquellas conflagraciones las raíces de algunas plantas cuya parte visible se había quemado aceleraban la producción de miles de brotes nuevos, que resultaban el mejor alimento que podían encontrar. Había otra razón más importante: el suelo quedaba abonado por las cenizas producidas en los grandes incendios y se volvía más fino y nutritivo, por lo que los árboles nuevos crecían con un vigor excepcional. En la Estepa del Mamut, donde había tanto árboles como hierba, una de las mejores cosas que podía acaecer era que periódicamente se produjera un gran incendio, porque como consecuencia prosperaban la hierba, los arbustos, los árboles y los animales.

Resultaba extraño que Matriarca y sus descendientes recuperaran fuerzas gracias a algo tan peligroso como un incendio, al que ella había escapado a duras penas muchas veces. El animal no trataba de resolver el acertijo, sin embargo, solamente se protegía durante el peligro y disfrutaba con la recompensa.

Matriarca no tenía ninguna intención de imitar a los mamuts que en esa época decidieron regresar al territorio asiático que habían conocido en sus primeros años. La Alaska que ella conocía tan bien era un lugar acogedor que había hecho suyo. Le parecía inconcebible abandonarlo.

Pero al cumplir cincuenta años empezaron a ocurrir algunos cambios que enviaron unos estremecimientos a su cerebro diminuto, como vagas advertencias; el instinto le prevenía de que esos cambios eran irreversibles, y eran también un aviso de que al cabo de poco tiempo tendría que alejarse y dejar atrás a su familia, para ir en busca de algún lugar tranquilo donde morir. Claro que no tenía ninguna noción de la muerte ni podía comprender el hecho de que la vida terminaba, y tampoco se trataba de la premonición de que algún día tendría que abandonar a su familia y las estepas en las que tan cómoda se encontraba. Pero los mamuts se morían, y para morir seguían un rito ancestral que les ordenaba apartarse, como si con ese simbolismo devolvieran la estepa familiar, sus ríos y sus sauces, a sus descendientes.

¿A qué se debía la nueva conciencia? Matriarca, como los demás mamuts, tenía desde su nacimiento una dentición compleja que durante su larga vida la dotó con doce enormes piezas planas y compuestas en cada mandíbula. En la boca del mamut no aparecían al mismo tiempo esos veinticuatro dientes monstruosos, pero esto no representaba ningún problema, porque eran tan grandes que un par de ellos bastaban para masticar. Podía llegar a tener hasta tres pares de esos enormes dientes y, en tales casos, el mamut tenía una capacidad masticadora muy desarrollada. Pero esa dentición no duraba mucho tiempo, porque con los años los dientes se iban desplazando sin remedio hacia la parte delantera de la mandíbula, hasta caerse de la boca, y, cuando al mamut le quedaba solamente el último par de dientes, presentía que sus días estaban contados, porque al caer este último par se volvería imposible la vida cotidiana en la estepa.

Matriarca tenía de momento cuatro grandes pares, pero notaba que se le movían hacia adelante y era consciente de que se le acababa el tiempo.

Cuando comenzó la época de celo, empezaron a llegar machos desde muy lejos, pero el viejo mamut que había quebrado el colmillo derecho de Matriarca era todavía un luchador poderoso y logró defender su derecho a las hijas, como en años anteriores. No volvía todos los años a esta familia, aunque sí lo hizo en diversas ocasiones, en busca de una zona conocida más que de un grupo particular de hembras.

Aquel año cortejó poco a las hijas de Matriarca; sin embargo, ejerció una gran influencia sobre el hijo mayor de la más joven, un macho joven y robusto, que aún no era bastante maduro para independizarse, pues al observar la vigorosa actuación del viejo macho, el jovencito experimentó una vaga agitación. Una mañana, mientras el viejo cortejaba a una hembra joven que no pertenecía a la familia de Matriarca, el pequeño se abalanzó inesperadamente y sin premeditación sobre ella, lo que enfureció al viejo macho, que castigó sin piedad al joven insolente, golpeándolo con sus cuernos cruzados y extremadamente largos.

Al verlo, Matriarca, no muy enterada de lo que había provocado el arrebato, atacó una vez más al viejo, pero esta vez él la rechazó con facilidad y la apartó para continuar con el cortejo de la hembra extranjera. Una vez cumplido su deber, abandonó el rebaño y desapareció como siempre en las lomas bajas al pie del glaciar. Durante diez meses no volverían a verle, pero dejaba tras él a seis hembras preñadas y a un joven macho desconcertado, que al cabo de un año podría cortejar él mismo a las hembras. Sin embargo, mucho antes de que eso pudiera ocurrir, el macho joven se alejó hacia un bosque de álamos temblones, situado cerca del río grande, donde le aguardaba uno de los últimos tigres sable de Alaska, apostado en la horcadura de un alerce; en cuanto el mamut quedó a su alcance, el felino saltó sobre él y le hundió en el cuello sus temibles dientes en forma de cimitarra.

El primer ataque fue mortal y dejó al mamut sin posibilidades de defenderse, pero, en su agonía, el animal emitió uno de aquellos potentes bramidos que resonaban por toda la estepa. Matriarca lo oyó y, como el joven mamut seguía estando bajo su responsabilidad, aunque tenía ya edad de abandonar la familia, la abuela, sin vacilar, tan rápidamente como le permitía su torpe cuerpo peludo, se puso a galopar en dirección al tigre sable, que acechaba agazapado junto a su presa muerta.

Instintivamente se dio cuenta, nada más verlo, de que el tigre era el enemigo más peligroso de la estepa y podía matarla, pero estaba tan furiosa que no tomó ninguna precaución. Había atacado a uno de los pequeños mamuts que ella cuidaba y solamente podía responder de una forma: si era posible, tenía que aniquilar al agresor y, si no, daría la vida en el intento. Emitiendo un fuerte grito de ira, se lanzó desmañadamente hacia el tigre sable, que la esquivó fácilmente. Ante la sorpresa del felino, ella se volvió con una determinación frenética, hasta que le obligó a abandonar el cadáver y lo arrinconó contra el tronco de un robusto alerce. Al ver al tigre en aquella posición, Matriarca se impulsó con todo el peso de su cuerpo, con la intención de atravesar al animal con sus colmillos o de inmovilizarlo, de la forma que fuese.

En esa ocasión, su colmillo derecho quebrado, grande y romo, no le fue un inconveniente sino una ventaja, porque, además de atravesar al tigre sable, logró aplastarlo contra el árbol; notó cómo se hundía el colmillo en el costillar del felino y, sin pensar en lo que éste podría haberle hecho, continuó empujando.

El colmillo roto hirió al tigre sable y le fracturó las costillas izquierdas, a pesar de lo cual éste no perdió el control y se apartó por si ella volvía a atacarlo. Antes de que el tigre pudiera recuperar fuerzas y contraatacarla, Matriarca lo derribó con el colmillo intacto y lo hizo caer al suelo, al pie del árbol. Entonces levantó una pata inmensa y se la plantó en el pecho, muy rápidamente, sin que el tigre pudiera preverlo ni evitarlo.

Entre bramidos, pisoteó al poderoso felino una y otra vez, le hundió el resto de costillas y llegó a romperle uno de aquellos magníficos colmillos afilados y largos. Enloqueció de furia cuando vio cómo brotaba sangre de una de las heridas, y gritó más aún cuando vio tendido sobre la hierba el cuerpo inerte del joven macho, su nieto. Continuó pateando salvajemente al tigre sable, hasta aplastarlo, y, una vez más calmada, se quedó gimoteando entre los dos cadáveres.

Tampoco en este caso comprendía claramente el significado de la muerte, pero cuando se cernía sobre un animal estrechamente relacionado con la manada, los mamuts y sus descendientes sentían una gran perplejidad. Sin duda alguna, el macho joven estaba muerto; de una forma vaga, Matriarca comprendió que se habían perdido las extraordinarias posibilidades del joven. Los próximos veranos no cortejaría a las hembras, no lucharía para establecer su autoridad contra los machos más viejos, ni engendraría sucesores con las hijas y las nietas de Matriarca. Se había roto una cadena, y, durante más de un día, veló el cadáver, como si confiara devolverlo a la vida. Pero al terminar el segundo día abandonó los cuerpos, sin haber mirado al tigre sable en todo aquel tiempo. El nieto era quien le importaba, y estaba muerto.

La muerte ocurrió entrado el verano, cuando la descomposición se iniciaba inmediatamente y los cuervos y los animales de rapiña acechaban el cadáver, de modo que aquel cuerpo no estaba destinado a permanecer congelado en barro para ilustrar a los científicos muchos miles de años después. Sin embargo, en los últimos días del otoño se produjo otro fallecimiento que tuvo consecuencias muy diferentes.

Cuando abandonó el grupo el macho viejo que había roto el colmillo de Matriarca y contribuido en cierta forma a la muerte de su joven nieto, su aspecto era fuerte y prometía sobrevivir durante muchas más épocas de celo. Pero la última había exigido demasiado de sus fuerzas. Había cortejado más hembras de lo habitual y había tenido que defenderlas ante cuatro o cinco machos jóvenes que consideraban que les había llegado el turno de asumir el mando. Pasó el verano entero combatiendo y procreando, comió Poco, y entrado el otoño empezó a disminuir su vitalidad.

Lo primero que notó fue un mareo mientras remontaba una de las orillas del río grande. La había subido en diversas ocasiones, pero esa vez vaciló y estuvo a punto de caer contra la ladera cenagosa que le impedía avanzar. Más tarde se le cayó el primero de los cuatro dientes que le quedaban y, además, empezó a notar que dos de los otros se debilitaban. Otro síntoma aún más grave era que la inminencia del invierno lo dejaba indiferente, y no empezó, como hacía habitualmente, a comer en abundancia con la intención de crearse unas reservas de grasa para los días fríos, cuando cayera la nieve. No escuchaba la orden inapelable: «¡Come, que pronto llegarán las tormentas de nieve!», y de este modo ponía su vida en peligro.

El primer día que nevó, cuando soplaba desde Asia un viento flagelante y caían a ras de tierra carámbanos de hielo, Matriarca y los cinco miembros de su familia vieron a lo lejos al viejo macho, en el lugar que más adelante se llamaría el Yacimiento del Abedul, pero no le prestaron mucha atención, aunque él mantenía la cabeza gacha y apoyaba en el suelo los grandes colmillos. No les preocupaba su seguridad, porque era su problema y él sabría cómo solucionarlo.

Unos días después volvieron a verlo y, al observar que no se había movido para buscar comida o refugio, Matriarca, fiel a su papel de madre abnegada, quiso acercarse a él para ver si estaba en condiciones de defenderse. Sin embargo, al ver que ella venía a interrumpir su satisfactoria soledad, el macho se alejó; no se marchó deprisa como en los viejos tiempos, se fue pesadamente, emitiendo ruidos de protesta ante su presencia. Matriarca no insistió, porque sabía que los machos viejos preferían que les dejaran en paz, y le vio por última vez mientras caminaba hacia el río.

Dos días después, en medio de una espesa nevada, mientras Matriarca conducía a su familia hacia los grupos de álamos temblones que les refugiaban durante los largos inviernos, la nieta más joven, un animal inquisitivo y curioso, exploraba a solas la orilla del río y divisó entonces al viejo macho que había pasado con ellos gran parte del verano, el cual se debatía sin poder liberarse en una hendidura fangosa en la que había caído. La joven alertó a los demás con un grito agudo, y Matriarca y su familia echaron a correr hacia el lugar del accidente.

Cuando llegaron, el viejo macho, empantanado, estaba en una situación desesperada, y Matriarca y los suyos no pudieron ayudarle. El frío y la nieve arreciaban, mientras ellos contemplaban impotentes cómo forcejeaba en vano el cansado mamut y barritaba pidiendo ayuda, hasta que sucumbió a la atracción irresistible del lodo y al frío glacial. Antes de que cayera la noche había quedado estancado, completamente congelado en su tumba de cieno, de la que sólo asomaba la parte superior de su cabezota, y, por la mañana, incluso ésta había quedado enterrada bajo la nieve. Permaneció allí durante los 28 000 años siguientes, erguido milagrosamente, como un guardián espiritual del Yacimiento del Abedul.

Matriarca se quedó dos días junto a la tumba, en obediencia a los impulsos que regían desde siempre a la casta del mamut, pero, finalmente, intrigada todavía ante el hecho de la muerte, acabó por olvidarlo y se reunió con su familia para conducirla al lugar donde pasarían el largo invierno, una de las mejores zonas de la Alaska central. Era un enclave situado en el extremo occidental del valle, regado por dos arroyos: uno pequeño que quedaba rápidamente congelado y otro mucho más caudaloso por el que la mayor parte del invierno corría agua clara. En ese lugar que les protegía de los peores vientos, ella, sus hijas y sus nietos permanecerían casi todo el tiempo inmóviles para mantener el calor corporal y digerir lentamente la poca comida que encontraran.

Una vez más le resultaba útil el colmillo roto, porque con el extremo áspero y romo podía desgarrar la corteza de los abedules, a los que no les quedaban hojas, y podía usarlo también para apartar la nieve descubriendo los pastos y las hierbas que ocultaba. No era consciente de encontrarse atrapada en una vasta fortaleza de hielo, porque no deseaba trasladarse hacia el este, en dirección al futuro Canadá, ni hacia el sur, a California. La prisión gélida tenía unas dimensiones enormes, por lo que no se sentía acorralada en absoluto, pero, cuando empezó a ablandarse la tierra congelada y los sauces echaron brotes vacilantes, sin poder explicar por qué, sintió que las áreas donde ella se había refugiado y había dominado durante tantos años se habían visto afectadas por un gran cambio. Cualquiera que fuese la manera en que captó el mensaje, quizá gracias a su agudo sentido del olfato, o tal vez porque oyó unos ruidos hasta entonces desconocidos, Matriarca supo que la vida en la Estepa del Mamut había cambiado, para empeorar.

Esta percepción se intensificó con la pérdida de uno de los dientes que le quedaban, y, además, un atardecer, mientras caminaba hacia el oeste con su familia, sus ojos débiles vieron algo que la confundió. Pudo observar que, en la orilla del río que iba bordeando, se alzaba una construcción distinta a todo lo que había visto hasta entonces. Parecía un nido de pájaros puesto en el suelo, aunque era muchísimo más grande. Salían de él unos animales que caminaban sobre dos patas, parecidos a las aves acuáticas que pululaban por la costa, pero mucho más grandes, y uno de ellos comenzó a emitir ruidos en cuanto vio a los mamuts. Del inmenso nido salieron otros en tropel, y, a juzgar por los extraños sonidos que emitían, Matriarca comprendió que su presencia estaba provocando un gran entusiasmo.

Algunas de las bestias, que eran mucho más pequeñas que ella o incluso que el menor de sus nietos, empezaron entonces a correr hacia ella a tal velocidad que Matriarca comprendió que ella y su rebaño se encontraban ante un peligro nuevo. Por instinto, se apartó, empezó a moverse de prisa y acabó corriendo, barritando como una loca.

Pronto descubrió que no podía moverse como quería, porque, allí donde se dirigiesen ella y sus pupilos, surgía de la oscuridad uno de aquellos animales y les impedía escapar. Cuando amaneció, la confusión era mayor, pues aquellos seres seguían insistentemente los pasos de Matriarca, que intentaba conducir a su familia, como lobos que rastrearan a un caribú herido. Al llegar la primera noche no habían cesado de perseguirlos, y aterrorizaron aún más a los mamuts, pues encendieron fuego en la tundra, y los animales creyeron con pánico que la hierba, seca por el calor del verano, ardería en un incendio incontrolado, aunque no ocurrió así. Matriarca miraba con perplejidad a sus vástagos y, a pesar de que no podía dar forma a la idea: «Tienen fuego, pero no es un incendio», experimentó el desconcierto que esa idea le hubiera producido.

Al día siguiente, las extrañas novedades continuaron persiguiendo a Matriarca y sus mamuts hasta que, finalmente, cuando los animales se encontraban exhaustos, los recién llegados consiguieron aislar a la nieta menor.

Una vez que el joven animal quedó separado del grupo, se le acercaron los perseguidores; en las patas delanteras, las que no usaban para caminar, llevaban ramas de árbol con piedras atadas, con las que comenzaron a golpear a la mamut acorralada y la hirieron hasta que barritó para pedir ayuda.

Matriarca, que iba por delante de sus hijas, oyó el grito y volvió sobre sus pasos, pero cuando intentó ayudar a su nieta algunos de aquellos animales se apartaron del grupo y la golpearon en la cabeza con las ramas, hasta que tuvo que retirarse. Entonces los gritos de su cría se volvieron tan patéticos que Matriarca tembló de ira, lanzó un potente bramido, se arrojó contra los atacantes, no se detuvo y continuó hasta el lugar en que la mamut amenazada luchaba por defenderse. Matriarca se abalanzó sobre los animales con un gran rugido y les golpeó con su colmillo quebrado hasta obligarlos a retroceder.

Vencedora, pensaba conducir a un lugar seguro a la nieta asustada, pero en aquel momento uno de aquellos extraños seres lanzó el sonido: «¡Varnak!», y otro, un poquito Más alto y pesado que los demás, saltó hacia la mamut acorralada, se dejó caer entre sus peligrosas patas y empujó hacia arriba lo que llevaba en la mano, hundiéndole en las entrañas un arma afilada.

Aunque Matriarca vio que la nieta no estaba herida de muerte, cuando los mamuts intentaron escapar a sus torturadores y se alejaron ruidosamente, resultó obvio que la cría no podría mantener el paso. El rebaño aminoró la marcha, mientras Matriarca ayudaba a su nieta, y de este modo pudieron huir las enormes bestias.

Ante el horror del grupo, las figuritas de dos patas todavía les seguían y se acercaban cada vez más, hasta que, el tercer día, en un momento de descuido en que Matriarca conducía a los demás a un lugar seguro, las bestias rodearon a la nieta herida. Matriarca retrocedió para defenderla, decidida a aplastar de una vez por todas a aquellos intrusos, pero mientras trataba de alcanzar y golpear con su colmillo roto a los atacantes, como había hecho con el tigre sable, se adelantó audazmente de entre los árboles uno que la obligó a retroceder, armado sólo con un largo trozo de madera y otra vara más corta con fuego en el extremo. Aunque el trozo largo de madera tenía en la punta unas piedras afiladas, Matriarca le habría hecho frente, pero contra el fuego, que el animal acercaba directamente a su cara, no podía hacer nada. Por mucho que lo intentara, no podía esquivar aquella brasa ardiente. Tuvo que retroceder impotente, con los ojos irritados por el humo y el fuego, mientras mataban a su nieta.

Las bestias bailaron saltando alrededor del mamut abatido, dando unos fuertes gritos, parecidos a los aullidos triunfales de los lobos cuando logran derribar a la presa herida; luego empezaron a descuartizarla.

Por la noche, Matriarca y el resto de su familia volvieron a ver desde lejos el fuego que ardía misteriosamente sin arrasar la estepa; éste fue el trágico y desconcertante encuentro entre los mamuts, que habían estado seguros en su fortaleza de hielo durante tanto tiempo, y el hombre.

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