Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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—Princeton, Chicago, Stanford. Y tengo buenos informes de Smith. —Luego añadió—: Sois muy emprendedores, chicos. Es un placer conoceros.

Pero luego encaminó suavemente la charla hacia la situación de los tres esquimales. Una vez que esos jóvenes, de piel oscura y rasgos asiáticos, se sintieron a gusto, ella descargó su dinamita:

—Cuando Paul me mostraba el equipamiento de la escuela, el primer día, me señaló que todo lo moderno y costoso es usado casi exclusivamente por los estudiantes blancos de Los cuarenta y ocho de abajo, mientras que lo menos complejo, como la carpintería y las herramientas para reparar motores, son monopolio de los esquimales. ¿Qué me decís de eso?

—Es verdad —dijo la muchachita esquimal—, pero nosotros tenemos problemas distintos de los de ellos.

—¿En qué sentido?

—Ellos tendrán que ganarse la vida en Los cuarenta y ocho de abajo. Nosotros, en Alaska.

—No estáis obligados a quedaros en Alaska.

—Pero es lo que deseamos —dijo la niña.

Y recibió un sorprendente apoyo del muchacho reticente:

—Yo no sueño con ir a Seattle. Ni siquiera con ir a Anchorage. Sueño con trabajar aquí, en Barrow, aun cuando se acabe el dinero del petróleo.

Movida por la compasión hacia esos jóvenes, Kendra se apresuró a decir:

—Pero ¿no comprendéis que, para llegar a algo en Barrow, para alcanzar algo importante, necesitáis una educación universitaria? ¿No os dais cuenta de que todos los empleos bien pagados son para la gente educada de Los cuarenta y ocho de abajo, o para los esquimales que han recibido instrucción?

El obstinado muchacho esquimal replicó:

—Lo haremos al modo esquimal.

—¿Qué harás en Barrow? —preguntó ella en tono casi belicoso.

Dos años más tarde, ya casada y vagando en una isla de hielo, ochocientos kilómetros al norte de Barrow, en el corazón del Océano Glacial Ártico, recordaría cada palabra de su asombrosa respuesta:

—El mundo cobrará interés por el Océano Glacial Ártico. Tiene que ser así: Rusia, Canadá, Norteamérica… Y yo quiero estar aquí, en el centro.

—Qué interesante respuesta, Iván. ¿Cómo llegaste a esa conclusión tan profunda?

—Basta mirar un mapa.

Y ella pensó, con los ojos llenos de lágrimas: «¡Querido, maravilloso muchacho! Pero sin la educación que desprecias no llegarás a nada».

A fines de mayo, cuando el mar de Chukotsk aún estaba helado en un buen trecho alrededor de la costa, aunque la nieve empezaba a desaparecer de la tundra, llegaron noticias de la solitaria choza donde vivían los padres de Amy Ekseavik.

Un cazador llegó a Desolation con este horrible informe:

—El viejo se bebió algún tipo de matarratas, se emborrachó a morir y trató de asesinar a su esposa porque le chiflaba. Falló. Entonces se plantó la escopeta contra el paladar y se voló la cabeza.

Afanasi y Jeb Keeler organizaron una partida de rescate, que encontró a la madre de Amy levemente herida. Una pariente que vivía más al sur había viajado para hacerse cargo de la situación, y ambas mujeres insistieron en que Amy debía dejar la escuela para atender la choza. Cuando Kendra se enteró de esa ridícula sugerencia estalló:

—¡Esa niña no saldrá de mi aula. Lo prohíbo!

Afanasi le explicó que, si Amy era necesaria en su casa, cosa obvia, tendría que irse, pues así lo exigía la costumbre esquimal.

—¡Esa niña es muy inteligente! —exclamó Kendra—. Puede llegar muy lejos. He escrito a la Universidad de Washington y me han respondido con mucho interés. Están dispuestos a recibirla a los dieciséis años, si es tan inteligente como yo aseguro. —Se le quebró la voz en un gemido—. ¡Señor Afanasi! No condene a Amy a una vida de tinieblas.

Sus ruegos fueron inútiles. Amy hacía falta en su casa y eso prevalecía sobre cualquier otra consideración.

El día en que esa niña debía volver a su casa, Kendra recorrió con ella tres kilómetros por la tundra, donde no crecía ningún árbol y sólo asomaban flores diminutas. Al separarse la abrazó, luchando por contener las lágrimas:

—Sé que tienes una mente notable, Amy. Ya lo has visto tú misma en la escuela. Mira, te digo la verdad: estás mucho más adelantada que yo a tu edad. Puedes llegar adonde quieras. Por el amor de Dios, lee los libros que te he dado. Haz algo con tu vida. Haz algo.

—¿Qué? —preguntó la muchachita sin demasiado interés.

—Nunca se sabe, Amy. Pero si valoramos nuestra vida siempre surge algo. Fíjate en mí. ¿Cómo diablos vine a parar a Desolation? ¿Adónde irás tú? ¿Quién sabe? Pero no dejes de avanzar. Oh, Amy.

En esos últimos momentos habría querido decirle mil cosas importantes, pero sólo pudo inclinarse para besar aquella cara redonda y morena, gesto que Amy aceptó sin emoción.

Las dos semanas siguientes fueron intensamente frías. No parecía primavera, sino pleno invierno, y Kendra se sentía tan desolada como el paisaje barrido por la tempestad. Comprendía que, pese a toda la eficiencia con que ella y Kasm Hooker manejaran la escuela y alentaran a sus estudiantes, las duras realidades de la vida esquimal establecían los límites. Una noche invitó a Afanasi y a Keeler a su apartamento, para que analizaran esas cuestiones con ella y Hooker.

Comenzó planeando un problema que la deprimía:

—Señor Afanasi ¿por qué usted es el único esquimal de Desolation que tiene una visión global de la situación… y hasta podríamos hablar de una visión global de Alaska?

—Tuve un abuelo que me enseñó lo que debía hacer; mi padre y mi tío me enseñaron lo que no se debía.

—¿Cómo podemos Kasm y yo producir gente joven dotada de su visión y su capacidad?

—Sucede por casualidad, creo. Con Amy Ekseavik había una posibilidad. Con Jonathan Borodin… bueno, él debería ser exactamente como yo: capaz de manejarse en el mundo de los blancos, sustento de su aldea esquimal. Pero no dimos en el blanco. Ahora sólo sabe conducir su motonieve.

—Dice que quiere ser chamán… al estilo antiguo, aunque constructivo.

Afanasi escuchó esa noticia con mucho interés.

—Bueno, no es una idea descabellada, en absoluto. Llevo algún tiempo pensando que, con las presiones de la vida moderna, la televisión, las motonieves, el bullicio, tal vez haya lugar para el renacimiento del chamanismo tal como mi abuelo lo conoció.

Se levantó para pasearse por el apartamento, mordisqueó un poco de comida y volvió a sentarse junto a Kendra.

—Hace cien años, cuando Healy y su Bear llegaron con Sheldon Jackson, los chamanes que ellos encontraron eran gente deplorable. Los informes de Jackson dieron mala fama a la institución, pero los chamanes con los que mi abuelo trabajaba eran muy diferentes. —Se levantó para pasearse otra vez, y concluyó—: Tal vez el chico de Borodin, que tiene un talento ilimitado, como viste en la escuela, Kasm… Voy a hablar con él.

Esa conversación no se produjo jamás. Tres días después, con nieve aún profunda, Jonathan Borodin tomó su escopeta, su SnowGo-7 y diez litros de gasolina, para alejarse tierra adentro en busca de un par de caribúes, la buena carne que su abuelo tanto deseaba; remolcando tras de sí un trineo en el que cargaría las presas, tomó rápidamente un curso este, hacia un sitio donde abundaban los lagos y los ríos. En una zona que había visitado con frecuencia, cazó dos grandes caribúes y los troceó allí mismo. Luego cargó la abundante carne fresca en el trineo y los cuernos en la parte trasera de su motonieve.

En el trayecto de regreso se encontró con una tremenda tempestad que llegaba desde el sur, trayendo más nieve y azotando la acumulada en el valle. El ataque de la ventisca le asustó por un momento, pues los cazadores de Desolation temían a las tormentas que venían del sur. Si se mantenía con la misma violencia podía causarle problemas, pero el muchacho tenía la seguridad de que, cuando amainara, podría continuar hacia el oeste, hasta llegar a Desolation. Ni siquiera se le ocurrió la idea de abandonar el trineo para llegar a su casa lo antes posible: «Si mato un caribú, lo llevo a casa», pensó.

Pero cuando descendía una pendiente moderada, con el fuerte viento del mar azotándole la cara, comprendió que los cincuenta y cinco kilómetros restantes serían muy arduos. «No hay por qué preocuparse. Tengo mucha gasolina». Y entonces, al ascender el lado occidental de la cuesta, el motor comenzó a fallar; en la cresta misma de la colina, donde el viento era más feroz, se detuvo por completo.

Una vez más, el muchacho no se asustó; en sus diversos viajes había llegado a dominar la máquina y supuso que podría repararla. No fue así. Alguna nueva avería, mucho más grave que las anteriores, había inmovilizado a su SnowGo. Bajo el azote del vendaval fracasó una y otra vez en identificar y reparar la avería del motor. Cuando el gris del atardecer se fundió en una blancura total, comprendió que corría peligro de morir congelado.

Esa noche, sólo su abuelo notó que Jonathan no había regresado. Pensó que el muchacho se habría refugiado detrás de alguna colina, pero como a mediodía aún no había señales de él, el anciano comenzó a preocuparse. Sin embargo, no avisó a nadie, pues su estilo de vida le mantenía aparte de los otros. Así pasó una segunda noche, con el joven todavía ausente.

Al día siguiente, temprano por la mañana, el viejo se presentó en la improvisada oficina de Afanasi, temblando de miedo, y dio la horrorosa noticia:

—Jonathan salió. Hace dos días. Caribú. No vuelve.

Afanasi, precipitándose a la acción, telefoneó al aeropuerto de Barrow para que Harry Rostkowsky sobrevolara la zona al sur y al este de Desolation, buscando una SnowGo con un muchacho acampando cerca. El área en cuestión estaba al sur de Barrow, y Rostkowsky se comunicó tres veces por radio con el aeropuerto, para informar de que no había hallado nada; Barrow transmitió eso a Afanasi por teléfono. Pero en una pasada posterior Rosty detectó la máquina averiada y un cuerpo inerte acurrucado junto a ella.

—Rostkowsky llamando a Barrow. Informen a Afanasi, en Desolation: SnowGo localizada sobre un barranco, en dirección este. Cuerpo a poca distancia, probablemente congelado.

Inmediatamente se organizó una partida de cuatro hombres y dos vehículos para nieve. Afanasi conducía uno; en el otro iba un rastreador esquimal de mucha fama. Rostkowsky, a bordo de su Cessna, los vio salir de la ciudad y les indicó el rumbo que debían tomar. Después de casi dos horas, pues viajaban con lentitud y precaución, hallaron la SnowGo de Jonathan Borodin, sus diez litros de gasolina, los dos caribúes troceados y su cadáver congelado.

Cuando Kendra divisó el luctuoso cortejo que se acercaba a la aldea desde el este, supo de inmediato lo que había ocurrido, pues todos los habitantes de Desolation estaban enterados de la posible tragedia. No por eso le resultó más fácil aceptar la muerte de ese joven excelente. Corrió hacia el cadáver que traían, todavía en su postura acurrucada.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Qué terrible desperdicio!

Y ésa fue la elegía que resonó por toda la población.

Sólo al terminar el ciclo escolar sintió Kendra todo el impacto de las tragedias que habían oscurecido la primavera, época en que habría debido resurgir la esperanza. Pasó dos semanas holgazaneando en la escuela solitaria, preparando su pedido de provisiones para el año venidero y adquiriendo dos mil dólares de exquisiteces innecesarias con las que entretener a los alumnos y sus padres. Por fin, Afanasi, que parecía cuidar de todos en su aldea, se acercó a ella con una orden:

—Es hora de que usted salga de aquí. Vaya a Fairbanks, a Juneau, a Seattle. Tenemos fondos para que los maestros viajen. Aquí tiene un pasaje a Anchorage, con una extensión hacia cualquier sitio razonable al que desee ir. ¿A Utah, a visitar a sus padres? Eso estaría bien.

—Por el momento no me interesa visitarlos —dijo ella, con firmeza.

Pero aceptó los pasajes: uno hasta Anchorage, el otro abierto, y viajó al sur con un equipaje mínimo, pues su hogar estaba ahora en Cabo Desolación y no le gustaba irse. Durante el viaje se observó con frialdad, como si tuviera un espejo ante la cara: «Tengo veintiséis años, nunca me he casado, y ese artículo que publicó la investigadora de Denver lo decía con mucha claridad: después de los veintitrés años, las mujeres instruidas tienen cada vez menos posibilidades de casarse. Pero yo quiero vivir en Alaska, amo la frontera, me apasiona el desafío del Ártico… Oh, Dios, qué confundida estoy».

De una cosa estaba segura, y eso tenía que ver con la naturaleza de la vida misma. Entre el zumbar de los motores a reacción, continuó hablando para sus adentros, como si fuera tema de análisis para un observador objetivo: «Amo a la gente. Amy Ekseavik es parte de mi vida. Jonathan Borodin… Oh, Dios, ¿por qué no insistí en hablar con él? Y no quiero vivir sola. No puedo enfrentarme a los años interminables. Con la noche ártica no tengo problemas, pues después de todo, pasa. Pero la soledad del espíritu no pasa jamás».

Muy lentamente, reconociendo su confusión, sacó de su portafolio un trozo de papel en el que había anotado una dirección de Anchorage. Ya en el aeropuerto llamó a un taxi, como si temiera cambiar de intención, y puso el papel en la mano del conductor:

—¿Puede usted llevarme a esta dirección?

—Si no pudiera me despedirían —replicó el hombre—. Es el edificio de apartamentos más grande de la ciudad.

Con plena conciencia de estar haciendo algo muy peligroso, ella tomó el ascensor hasta el quinto piso y llamó a la puerta, esperando ver a Jeb Keeler allí. Así era, y ella le abrazó susurrando:

—Sin alguien a quien amar me sentía perdida en una tormenta de nieve.

Y él dijo que comprendía.

Esa noche, tendida a su lado, Kendra le confesó:

—Lo de Amy y Jonathan me rompió el corazón. Venimos a enseñar y son los niños quienes nos enseñan.

—Lo mismo ocurre con nosotros, los abogados —dijo Jeb—. Es más lo que aprendemos que la ayuda que prestamos.

Kendra se quedó con él durante cinco días. Después le dijo:

—Afanasi sospechaba que vendría a verte. Creo que por eso me dio el pasaje a Anchorage. Dice que eres un hombre de confianza. Le pregunté si decía lo mismo de todos los abogados y se echó a reír: «De Poley Markham, no. Le tengo aprecio, pero no confío en él, por supuesto».

Y Jeb dijo:

—En eso se equivoca. Poley es diferente, pero he descubierto que es honrado. ¡Nunca toca un céntimo que no sea suyo!

La conversación se volcó hacia el futuro. Ella dijo que quizás deberían pensar en casarse al terminar el siguiente período escolar, siempre que Jeb quisiera todavía especializarse en la ley de Alaska, sobre todo al norte del Círculo Polar Ártico; quedaba entendido que ella seguiría enseñando en Desolation o tal vez en Barrow. Jeb le aseguró que, con su influencia y la de Poley, podía conseguirle un puesto en Barrow.

—Pensémoslo —pidió ella, al despedirse con un beso—. Una buena maestra, con un equipo tan caro, tendría que producir algunos esquimales estupendos.

En el aeropuerto, mientras esperaba el avión hacia el norte, observó perezosamente la llegada de un avión de Tokio, del que bajaron los pasajeros que se quedarían en Anchorage. Entre ellos distinguió a cinco japoneses de aspecto atlético, tres hombres y dos mujeres jóvenes, que también llegarían a tener un interés muy profundo por Alaska, aunque de tipo muy diferente.

Le llamaban Sensei. Todos los japoneses adictos al montañismo, que eran una multitud, lo llamaban Takabuki-sensei, apelativo honorífico que se podría traducir, más o menos, como «reverenciado y bienamado profesor Takabuki». Tenía cuarenta y un años y ocupaba oficialmente el cargo de profesor de filosofía moral en la Universidad Waseda, de Tokio, pero las autoridades universitarias y el gobierno japonés habían hecho arreglos para que él pudiera salir de expedición con tanta frecuencia como lo permitieran los fondos y la organización de un grupo equilibrado y fiable.

Ese gran montañista del Japón, hombre menudo, fibroso, normalmente bien afeitado, era familiar para los lectores de diarios y revistas, por las fotografías donde se le veía con una gran barba, de pie en la ventosa y nevada cumbre de alguna gran montaña. Como Japón estaba relativamente cerca de las grandes montañas del Asia, en sus tiempos de joven aprendiz había escalado tanto el Nanga Parbat como el K-2. En años posteriores encabezó dos asaltos al Everest: uno, abortado a ocho mil metros por la muerte de dos miembros y el otro, triunfal. Él y dos de sus miembros llegaron al techo del mundo, a ocho mil ochocientos cuarenta y ocho metros sobre el nivel del mar. Este último ascenso se había realizado sin el menor accidente.

Alentados por sus éxitos, los aficionados japoneses habían reunido fondos para que él encabezara expediciones menores al Aconcagua de la Argentina, al Kilimanjaro de Tanzania, al Matterhorn, en la frontera entre Italia y Suiza, dos al pico San Elías, de Alaska, y una al Tyree, en la Antártida. Hasta sus competidores alemanes estaban de acuerdo en que Takabuki-sensei era un montañista completo. Dijo un periódico de ese país, especializado en alpinismo: «Es capaz de lograr todo aquello que se proponga y tiene dos características sobresalientes. Aun en la adversidad sonríe, para mantener alto el ánimo de sus compañeros, y los trae de regreso con vida. Las dos muertes que acabaron con su intento de 1974 en el Everest se produjeron a seiscientos metros por debajo de donde él estaba escalando, ya cerca de la cumbre. Dos miembros de su equipo, sin cuerdas, se movieron sin tomar las debidas precauciones y se precipitaron a la muerte».

Pese a todos sus triunfos recientes, le carcomía otro desafío. Con el tiempo, su obsesión creció tanto que le parecía ver a su alrededor la montaña aún no conquistada, por dondequiera que iba, llenándole la mente. «Se puede —se repetía—. El ascenso no es difícil. Yo podría haberlo hecho cuando era niño. En realidad, es sólo una caminata, pero para hacerla se requiere una mezcla de fuerza bruta e infinita delicadeza». Solía detenerse en ese punto de sus cavilaciones y, con los pies plantados en el suelo y la vista perdida en el espacio, se interrogaba: «Si es tan sencillo, ¿por qué son tantos los que encuentran la muerte en esa condenada montaña?».

En ese estado mental se encontraba el 3 de enero, fecha en que él y su socio Kenji Oda debían reunirse con los líderes del montañismo del Japón, sobre todo con los industriales que habían financiado sus anteriores expediciones. Las celebraciones japonesas del Año Nuevo (las más alocadas del mundo, pues se consume aún más alcohol que en los festejos del Hogmanay escocés) habían dejado a esos caballeros con una buena resaca y ojos turbios, pero después de bromear amistosamente comparando borracheras se mostraron tan dispuestos a trabajar como podían estarlo en un día así.

—¿Cuántos cree usted que habrá en su equipo?

—Cinco. Tres hombres y dos mujeres.

—Muy pocos, en comparación con los equipos que le acompañaron al Everest.

—El sistema de escalada será totalmente distinto.

—¿En qué sentido?

—Menos campamentos, equipo mucho más ligero.

—Pero ¿por qué le fascina Denali, Sensei? —El que preguntaba se apresuró a añadir—: Porque le fascina, y punto.

La expresión de Takabuki se endureció. Con los puños apretados, reveló aquello que le atormentaba:

—Comparada con las grandes montañas del mundo, el Everest y el Nanga Parbat por su altura, el Matterhorn o el Eiger por sus rocas, el Denali de Alaska es insignificante.

—En ese caso, ¿por qué permite usted que le obsesione?

—Porque es un desafío. Sobre todo para un japonés.

—Pero si usted ha dicho que es fácil.

—Lo es, a no ser por tres cosas. Está cerca del Círculo Polar Ártico, a menos de doscientas cincuenta millas…

—¿En kilómetros?

—En Alaska usan las millas. El Everest está unas dos mil quinientas millas más al sur, y esa diferencia de latitud hace que Denali parezca unos cuantos centenares de metros más alta de lo que es en realidad.

—¿Por qué? —preguntó un bien lubricado industrial.

Y Takabuki dijo:

—En latitudes mayores el aire es más escaso, tal como en las alturas más elevadas. El Everest, muy alto y más húmedo. El Denali, no tan alto, pero de aire muy escaso en toda su altura. —Seguro de haber justificado su respeto por el Denali, pasó al segundo punto—. Es cierto que el Denali no presenta casi dificultades con las rocas. Y en eso consiste el problema para nosotros, los japoneses y los alemanes. Como estamos habituados a las rocas escarpadas y a las grandes alturas, correteamos hasta la cumbre y chillamos, jubilosos: «¡Ya ven ustedes que no era nada!». Y luego, en el regreso, la euforia nos hace descuidados; entonces caemos al abismo o nos perdemos en una avalancha, sin que nadie vuelva a vernos. —Se interrumpió para mirar fijamente a sus interrogadores—. Ni siquiera aparecen los cadáveres.

Después de una pausa añadió, penosamente:

—El Denali es el cementerio de los escaladores alemanes y japoneses que descienden llenos de regocijo. —Y pidió a Kenji Oda, que había estudiado con él en Waseda, que mostrara a la comisión el mapa y el gráfico preparados. Exhibía la luctuosa cifra de alemanes arrogantes y japoneses distraídos.

—He aquí un equipo de cuatro alemanes; estupendo ascenso y tiempo récord, según creo. Más adelante dijeron que no habían tenido ninguna dificultad… los dos miembros que no murieron en el descenso. —Señaló a otro grupo de cinco alemanes—. Un equipo magistral. Yo practiqué alpinismo con tres de ellos. Eran capaces de escalar cualquier cara rocosa. Otros dos muertos.

Señaló otro grupo de siete que había perdido dos miembros y el último, que de cinco habían regresado tres.

—¿Cómo es posible que una montaña relativamente fácil, como el Denali, mate a tantos montañeros experimentados? —preguntó un fabricante que había escalado con Takabuki-sensei en años anteriores.

Y el decano de los montañistas añadió el tercer dato significativo sobre esa alta, bella y terrible montaña:

—Porque te llama como las sirenas de Ulises, pero cuando estás allí arriba, en la cima, triunfante, es capaz de desatar tempestades de magnitud infernal. Vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora, temperaturas de cuarenta grados bajo cero, con sensaciones térmicas inferiores a ochenta. Y cuando ataca una tormenta, el que no se entierra en una cueva de nieve, como los animales, perece. —Los presentes no dijeron nada. Por fin, el hombre que había escalado con el Sensei observó:

—Pero usted dijo que los japoneses fueron descuidados. Si te ataca una tormenta así, no parece que se pueda hablar de descuido.

Entonces Takabuki se puso casi solemne, como si fuera el sepulturero de alguna población rural:

—Tiene usted razón, Okobi-san. Los nuestros se entierran y se protegen de la tormenta, pero cuando ésta acaba descienden retozando por las cuestas, no tienen cuidado de mantener las sogas tensas y caen al abismo.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó un hombre.

—No lo sé: lo supongo. Sólo conocemos las horribles cifras. Muéstreles, Oda-san.

Se exhibió otro resumen escalofriante.

—¡Miren este registro! Once japoneses muertos sin que se recobrara un solo cuerpo. Desaparecieron. ¿En una grieta, por aquí? ¿En algún abismo? No lo sabemos. Se esforzaron, triunfaron y desaparecieron. Y el Denali se niega a decirnos cómo los venció.

En ese punto se interrumpió, apretando los puños con reprimida cólera. Sólo Kenji Oda, que miraba a ese hombre adorado, conocía el desagradable dato que Takabuki estaba a punto de revelar:

—Caballeros: los japoneses hemos tenido un desempeño muy pobre en el Denali. Al subir somos imbatibles; al descender… —Le tembló la voz. Después de dominarla dijo con amargura, señalando el risco donde habían desaparecido sus antecesores—. ¡Vean ustedes cómo llaman a este lugar! ¡Acérquense a mirar!

Los hombres vieron entonces que ciertos estadounidenses cínicos habían dado un nombre odioso al barranco donde caían tantos japoneses. Como la mayoría de los presentes comprendían el inglés escrito, aunque no lo hablaran, Takabuki no lo tradujo, pero dos miembros preguntaron:

—¿Qué significa esa palabra?

—El Expreso de Oriente —respondió él hoscamente—. El lugar donde los japoneses nos perdemos velozmente de vista.

Allí estaba el nombre burlón, destacándose en un mapa más o menos oficial. Cuando se reanudó la discusión, el profesor dijo, sereno:

—A mí me corresponde, a mí y a Oda, conducir una expedición japonesa para demostrar lo que somos capaces de hacer, qué disciplina nos imponemos. Hemos sido hasta ahora tan descuidados, tan temerarios, individualistas y desdeñosos del riesgo, que los habitantes de esa zona, los verdaderos montañeros… ¿Saben ustedes cómo nos llaman, cuando nos presentamos en Talkeetna para subir a los aviones que nos llevarán a la montaña? Los Kamikazes. Pues bien, esta expedición no será un ataque banzai. ¿Cuento con el permiso de ustedes, y con el presupuesto necesario?

Antes de que se diera una respuesta, el presidente planteó un problema que desconcertaba a los montañeros de muchas naciones:

—Los mapas llaman McKinley a esa montaña. Ustedes, los escaladores, la llaman Denali. No lo comprendo.

—Es muy simple —explicó Takabuki—. Siempre se ha llamado Denali. Los verdaderos alaskanos y los escaladores no la conocen de otro modo. Es un nombre indio, muy antiguo, que significa La Alta.

—¿Y de dónde sale McKinley?

—En 1896, según creo… —El Sensei buscó la confirmación de Oda, que asintió—. El Partido Demócrata postuló para la presidencia a un político sin mayor importancia, creo que de Kansas, llamado McKinley. En el plano nacional no lo conocía nadie; en el local, no se tenía gran opinión de él. El partido necesitaba un gran acontecimiento para otorgarle preponderancia; entonces algún político tuvo la idea de dar su nombre a la gran montaña. Muy popular,… entre los demócratas.

Los miembros de la comisión se echaron a reír. Uno dijo:

—Ese tipo de cosas ocurre también aquí, en Japón. ¿Por qué no le ponen el verdadero nombre?

Durante la discusión siguiente, Kenji Oda, que había estudiado en Norteamérica, dijo en voz baja al presidente:

—Yo no sería capaz de contradecir al Sensei en público. Tampoco en privado, en realidad. Pero McKinley era del Partido Republicano, los conservadores de allá. No demasiado malo, en realidad. Y tampoco era de Kansas, sino de Ohio.

—¿Seguirá dando nombre a la montaña?

—Todos los que tienen sentido común están tratando de cambiarlo.

La temporada para escalar el Denali estaba rigurosamente definida: antes del 1 de mayo la nieve, las tormentas y el frío eran demasiado intensos; desde mediados de julio, el calor ablandaba tanto la nieve que se producían atronadoras avalanchas y se derrumbaban los puentes sobre las grietas. Por lo tanto fue a principios de junio cuando Takabuki-sensei y los cuatro miembros de la expedición cubrieron en avión la breve distancia entre Tokio y Anchorage, donde se presentaron en la tienda del peletero Jack Kim, que servía como coordinador para todos los escaladores japoneses. Era un coreano de sonrisa simpática y profundo conocimiento de los asuntos de Alaska, que conocía la reputación de Takabuki. Tras una breve discusión, cargó al grupo y a su escaso equipo de montaña en una gran rubia y los llevó a Talkeetna, doscientos dieciocho kilómetros hacia el norte.

Algunos kilómetros al sur de la pequeña ciudad, el joven que iba al volante se desvió hacia un lado de la carretera, pisó el freno y exclamó:

—¡Allí está!

De la llanura casi horizontal se elevaban las tres grandes montañas de la cordillera de Alaska: Foraker a la izquierda, Denali en el centro y Silverthrone a la derecha; después, el notable cubo negro llamado Mooses Tooth. Formaban un majestuoso desfile contra el cielo azul, una línea de montañas que habría llamado la atención en cualquier lugar; pero allí, en una planicie tan baja, no muy por encima del nivel del mar, se elevaban enormes, coronadas de blanco, acogedoras y también llenas de una sutil amenaza.

—Cada montaña del mundo es diferente —dijo Takabuki-sensei a su equipo—. Y cada una es preciosa, a su modo.

—¿Qué tiene ésta de diferente? —preguntó una de las mujeres.

Y él dijo:

—El terreno circundante es muy común, muy bajo; las montañas, elevadísimas y muy próximas entre sí. Son como conspiradoras, allá donde sopla el viento, y están tramando tormentas para nosotros.

En Talkeetna, como tantos equipos japoneses precedentes, buscaron a LeRoy Flatch, que ahora se ocupaba de llevar a los escaladores hasta una elevación de dos mil ciento sesenta metros, en la bifurcación sudeste del glaciar Kahiltria. Una vez retirados los asientos posteriores de su Cessna-85, podía acomodar allí, según decía, «a tres estadounidenses rechonchos o a cinco japoneses delgados». Con ayuda de sus ruedas retráctiles y sus patines, había depositado a muchos escaladores nipones en el punto de partida de la gran aventura; generalmente regresaba por ellos diecinueve o veinte días después.

Claro que, si debían sepultarse en cuevas de nieve durante alguna tormenta monumental, él aguardaba a que los guardabosques le hicieran llegar un mensaje por radio e iba a buscarlos después de veintisiete, hasta treinta días. Era la cuerda salvadora que los llevaba a la montaña y los sacaba de ella.

Flatch les aseguró que estaba dispuesto y que los informes meteorológicos anunciaban buen tiempo para los días siguientes. Entonces el equipo de Takabuki se retiró a la cabaña reservada a los escaladores visitantes. Todos sacaron cada uno de los objetos del voluminoso equipo para una última verificación y escucharon con atención las instrucciones del Sensei:

—Esta expedición tiene un solo propósito: restaurar el honor de Japón. Y hay un solo modo de lograrlo: poner tres hombres en la cumbre de esa montaña y regresar los cinco sanos y salvos. A nosotros nos corresponde borrar el oprobio de esa frase insolente: el Expreso de Oriente.

»Ahora, las reglas. Acarrearemos alto y dormiremos bajo. Eso significa que hemos de escalar con diligencia durante todo el día para llevar nuestro equipo montaña arriba, pero por la noche retrocederemos, a fin de aclimatarnos gradualmente y de un modo ordenado. A los cinco días acamparemos a tres mil trescientos metros. Rodearemos con mucho cuidado Windy Corner y continuaremos hacia los dos últimos campamentos: a cuatro mil quinientos metros y a cinco mil.

»Esquíes hasta los tres mil trescientos, crampones para el resto. Tres irán atados conmigo y dos, con Oda-san. Nada de cuerdas flojas. En la última parada construiremos una base sólida que se pueda convertir en una cueva de nieve, si se desata una tormenta. Desde allí, los tres hombres ascenderemos hasta la cumbre, ida y vuelta en un solo día, mientras las dos mujeres se encargan del equipo y las provisiones en el campamento. Quedarán sólo novecientos metros que cubrir, muy empinados. Escalamos ligeros de peso y volvemos de prisa.

»Ahora bien —y aquí su voz se redujo a un susurro—: una vez alcanzada la cima, la parte fácil, comienza nuestra verdadera misión: regresar a esta cabaña los cinco, sanos y salvos, sin haber llamado a los guardabosques ni a los aviones para que nos rescaten. Y sin desapariciones. Quiero que todos ustedes observen este mapa.

Entonces desplegó el ofensivo mapa delante de ellos. Cada uno de los cuatro escaladores leyó en inglés el nombre insultante: «Expreso de Oriente», y cada uno juró para sus adentros que, en esa ocasión, no habría japoneses que cayeran por esas empinadas laderas hasta perderse en la nada final.

El equipo de Takabuki había sido formado inteligentemente. Por supuesto, él era uno de los primeros escaladores del mundo, con experiencia en casi todo lo que pudiera ocurrir en una montaña. Su resistencia era extraordinaria; pese a ser un hombre delgado, que no llegaba a pesar setenta y dos kilos, podía trepar por los montes más altos del mundo llevando, no sólo un equipo que habría hecho tambalear a cualquiera, sino también una mochila sagazmente preparada, que pesaba unos veintisiete kilos. Takabuki-sensei estaba decidido a escalar el Denali y luego a descenderlo.

Igualmente decidido estaba Kenji Oda, que había sido su comandante de base en su segundo intento en el Everest, el que tuvo éxito.-Yamada, el tercero, no había Participado en expediciones previas, pero era un atleta estupendo, famoso por su resistencia en diversos deportes de resistencia. De las dos mujeres, sólo Sachiko tenía alguna experiencia como escaladora; Kimiko, la hija de Takabuki, había rogado a su padre que le permitiera participar de esa expedición, a lo que él consintió en el último momento.

—Las mujeres se encargarán de cocinar y de atender el campamento —había dicho el Sensei, al concluir sus instrucciones—. Los hombres establecerán el campamento y cargarán lo más pesado.

Las cinco personas y todo el equipo fueron llevados hasta el punto de partida, en el glaciar Kahiltria, por LeRoy Flatch, que los transportó fácilmente en dos vuelos con su Cessna, provisto de patines para la nieve. Pasaron la primera tarde a dos mil ciento sesenta metros, en la faz del glaciar nevado, poniendo en orden el equipo. Cuando estaban enzarzados en ese trabajo, el Sensei dijo:

—Llevemos arriba la primera carga.

Los tres hombres se vistieron, calzaron los esquíes y, con las enormes cargas a la espalda, partieron a buen paso por la primera parte del ascenso, mientras las dos mujeres terminaban de armar el campamento. Noventa minutos después estaban de regreso, mojados por el sudor y dispuestos al descanso. Por excelente que fuera su estado físico, la altura los había obligado a respirar a mayor ritmo y no les desagradó que las mujeres prepararan la cena.

Durante los días siguientes, con paciencia, acarrearon sus mochilas hacia arriba, perdiendo en peso sólo aquello que comían. Después de muy cuidadosos preparativos, como si se encaminaran hacia la cima del Everest, llegaron a la marca de los tres mil trescientos metros, donde dejaron la primera parte del equipo: los esquíes. A la mañana siguiente, mientras se disponían a ponerse los pesados crampones de acero, tuvieron en cuenta una regla sagrada del montañismo: «Mantener la cabeza despejada y los pies calientes». El escalador que faltaba a una de esas dos normas podía tener graves dificultades. Por eso Takabuki supervisó personalmente el calzado de su equipo. Sobre los pies desnudos, a los que se había permitido respirar durante toda la noche, cada miembro se ponía un par de calcetines de trama fina, sumamente caros, hechos de un poliéster sedoso que absorbía el sudor, alejándolo del cuerpo. Sobre ellos iba otro par de calcetines muy finos; luego, un tercero, de punto grueso y trama abierta, para proporcionar abrigo y protección. A continuación se calzaba una de las zapatillas más ligeras y flexibles que se puedan imaginar, en parte fabricada con un metal exótico, y en parte con lona hecha de una fibra nueva. Ése era el secreto de los escaladores japoneses: un calzado flexible, sumamente fuerte y adaptable, que envolvía el pie como un guante, preparándolo para recibir la pesadísima bota plástica que se ponía sobre él, para que proporcionara una buena protección y también una especie de aire acondicionado.

Cualquier observador desinformado, al ver que el pie quedaba encerrado en cinco capas de tejido, metal y materiales de la era espacial, habría supuesto que lo siguiente eran los crampones metálicos. Pero eso era prematuro, pues sobre la bota coreana iba una polaina gruesa, flexible y aislante, para que la nieve no pudiera penetrar dentro ni subir por la pernera del pantalón. Sólo con esto atado en su sitio era posible atarse los crampones. Hecho eso, el escalador tenía en los pies alrededor de cuatrocientos dólares de equipo, tan efectivo que podía llegar a la cumbre y descender sin peligro de congelamiento, pero tan pesado que se requería una fortaleza nada común para levantar una pierna tras otra, abriendo asideros en la empinada cuesta de hielo, aun sin cargar una mochila de treinta kilos.

Ese año no habría una sola persona en el equipo de Takabuki que padeciera de congelamiento; los médicos de Denali no tendrían que amputar un solo dedo de esos pies.

El ascenso marchaba bien. Los tres hombres avanzaron audazmente a lo largo del «Expreso de Oriente» y por la última cuesta hasta la cima, donde cada uno fotografió a los otros dos, entre la nieve y el hielo. Por fin, el Sensei instaló su cámara en ángulo, sobre un montón de nieve, preparó el disparador automático y tomó una fotografía de los tres, en la que se le veía enarbolando orgullosamente el estandarte del Club Alpino de la Universidad de Waseda en la cima del mundo, a seis mil noventa y seis metros de altura.

En el crítico descenso las cosas continuaban bien. Cuando llegaron al campamento establecido a cinco mil metros, a eso del mediodía, estudiaron la posibilidad de iniciar inmediatamente el descenso. Pero a Takabuki no le gustaba el aspecto de las nubes que se estaban agolpando por el oeste y dijo:

—Sería mejor que sacáramos las dos palas.

Cuando se desató esa ventisca de verano (pues en el Denali las ventiscas podían atacar cualquier día del año) los cinco japoneses estaban abrigados en su cueva de nieve, donde permanecieron acurrucados durante tres días tempestuosos.

Hubo un solo incidente desafortunado. Kimiko salió con intenciones de alejarse sólo unos pasos para orinar, pero su padre, al verla, gritó de un modo que ella jamás le había oído:

—¡Kimiko! ¡La soga!

Oda-san alargó una mano y la sujetó por la pierna. Una vez que estuvo a salvo dentro de la cueva, Takabuki dijo serenamente:

—Es así como se muere: saliendo sin cuerdas.

Después de disculparse por su error, Kimiko dijo:

—De cualquier modo, necesito salir.

Se ató con una cuerda, que Oda-san sujetó a una pica para hielo clavada dentro de la cueva, y no corrió peligro.

Al amainar la tormenta descendieron a un plano inferior y comenzaron a establecer el último campamento. Pero Takabuki-sensei, sabiendo que los escaladores cansados cometen errores mortales, probó personalmente la nieve hasta asegurarse de que estaba firme; sólo entonces permitió que se extendiera la fuerte tela impermeable sobre la cual se armarían las tiendas. Siguiendo la inflexible regla del profesor: «¡Nada de fogatas en la tienda grande!», pues muchos equipos perdían las tiendas, las provisiones y hasta la vida en esos incendios, el grupo levantó una simple tienda para cocinar a poca distancia, y a ella fue Kimiko para preparar las raciones calientes. Al cabo de algunos momentos Sachiko fue a ayudarla, pero volvió casi de inmediato, gritando:

—¡Ha desaparecido!

Los veinte segundos siguientes fueron un ejercicio de férrea disciplina, pues Takabuki se plantó suavemente ante la salida, con los brazos extendidos para evitar que cualquiera saliera corriendo: si algo se había llevado a su hija, eso mismo podía tragarse a quien se precipitara tras ella.

—Según las reglas —dijo en voz baja, sin dejar de bloquear el paso. Kenji Oda reaccionó en cuestión de segundos y se envolvió instintivamente el cuerpo con una soga, atando nudos poderosos y extraños; luego tomó una pica para hielo y entregó el otro extremo de la cuerda a Sachiko y Yamada. Por fin, apartando al Sensei, salió cautelosamente para ver qué había ocurrido, seguro de que sus dos compañeros mantendrían la cuerda tensa, a fin de que él no los arrastrara a la muerte si caía en alguna grieta profunda.

Miró dentro de la tienda-cocina y creyó comprobar que Kimiko no había caído, por algún descabellado accidente, a través de la gruesa tela de nylon que servía de base. Pero al explorar la zona a la izquierda de la entrada ahogó una exclamación y volvió a la tienda grande, muy pálido:

—Se ha hundido en una grieta.

Nadie cayó en el pánico. El Sensei se arrastró hasta la tienda-cocina y, hurgando con su hachuela, vio el misterioso agujero por el que Kimiko había caído a una profundidad desconocida. Oda, que continuaba actuando rápida y efectivamente, en una serie de movimientos ininterrumpidos, depositó el mango de madera de su pica en el borde del agujero; de ese modo, cuando su soga se clavara en el borde, el mango impediría que se hundiera en la nieve, provocando quizás una pequeña avalancha que pudiera envolver a la persona caída. Dónde estaba Kimiko y en qué estado, nadie podía adivinarlo.

Sin un momento de vacilación, Oda se introdujo en la apertura por donde Kimiko se había hundido y se fue descolgando diestramente, formando un ocho con la soga para frenar la caída, hasta adentrarse profundamente en la grieta.

Era un agujero monstruoso, de varios metros de profundidad y sin fondo discernible, pero por voluntad de las fuerzas que lo habían tallado, sus lados no eran parejos, sino que formaban una serie de salientes melladas que podían detener un cuerpo en caída. Pero Kimiko no estaba a la vista, aun cuando Oda encendió su linterna para observar las terribles formaciones de hielo.

De pronto oyó un gemido; en una cornisa, nueve o diez metros más abajo, vio la silueta de Kimiko en la penumbra. Con señales de cuerda ideadas muchos años antes, hizo saber a los otros que por fin la tenía a la vista. Sin vacilar un solo instante, descendió más y más. Cuando estaba a un par de metros de ella notó que la violenta caída, además de dejarla inconsciente, la había introducido como una cuña en un sitio reducido, del que no tenía manera de salir.

—¡Kimiko! —llamó, acercándose. No hubo respuesta. Entonces, mientras esperaba a que le llegara la cuerda para el rescate, estudió el modo de atársela para lograr la máxima efectividad. Pero antes de empezar se la ató alrededor del cuerpo con firmeza; de ese modo, si ocurría algo en los minutos siguientes, al menos impediría que la muchacha muriera.

Sólo entonces tomó la segunda cuerda y, con una desconcertante serie de nudos ideados para ese tipo de emergencias, la ató formando una hamaca de la que no podría caer. Pero cuando trató de liberarla descubrió que no podía, pues la muchacha estaba aprisionada en aquel rincón. Tal vez un fuerte tirón desde arriba la desprendiera. Lo pidió por señas y, cuando los tres de arriba tiraron de la segunda soga, después de haber asegurado la primera, Oda vio con alivio que Kimiko salía de su prisión.

En cuanto la joven estuvo libre, ordenó por una seña que dejaran de tirar. Allí, en las heladas penumbras de la grieta, por la que descendía la luz del atardecer, le pellizcó la cara y le apretó los hombros para devolverle la conciencia. La segunda parte de su terapia fue peor, pues el hombro derecho estaba dislocado por la caída y la presión fue tan grande que la muchacha revivió y, al verse sujetada por Oda, sollozó de dolor.

Por entonces, Alaska tenía una población de cuatrocientos sesenta mil ochocientas treinta y siete personas; por lo tanto, había unos setenta y cinco mil jóvenes en edad de enamorarse o pensar en el matrimonio. De hecho, ese año se celebraron seis mil cuatrocientos veintidós matrimonios, pero ninguno se forjó en un aprieto tan extraordinario como el que unió a Kenji Oda y Kimiko Takabuki, colgados a quince metros de profundidad en una grieta, en las heladas laderas del Denali. Mientras ella se estiraba para besarle, ambos vieron que, de no haberse estrellado contra la cornisa que le dislocó el hombro, ella habría continuado descendiendo hasta una profundidad insondable.

Por esa vez, el «Expreso de Oriente» no se cobró ninguna víctima entre los japoneses.

Cuando Kendra Scott regresó a Desolation, después de su inesperada visita a Jeb Keeler, supo vagamente que un forastero se había instalado en un cobertizo abandonado, al norte de la aldea. Según rumores, allí vivía pobremente, con trece perros esquimales y malamutes bien adiestrados.

Los rumores eran correctos. Era uno más de esa inagotable raza de jóvenes estadounidenses, graduados en buenas universidades y preparados para hacerse cargo de la empresa familiar, que renunciaban después de cuatro o cinco años aburridos, abandonando un puesto excelente y quizás una esposa igualmente envidiable, para probar suerte en las carreras de trineos que se celebran en los páramos de Alaska. Se los encuentra en las afueras de Fairbanks, Talkeetna y Nome, trabajando como esclavos en los muelles, durante el verano, para ganar los enormes salarios que gastan durante el invierno, alimentando a quince o dieciséis perros. Generalmente dejan de afeitarse; a veces ganan algún dinero organizando excursiones en trineo para los turistas. Con frecuencia hay también universitarias deseosas de experimentar la vida en el Ártico, que trabajan como camareras y se instalan con ellos por un tiempo, corto o largo.

El sueño de esos hombres, que se cuentan por veintenas, es participar en la Iditarod; no para ganarla, por supuesto, basta con llegar al final de esa competición, con justicia considerada la más difícil del mundo. En lo peor del invierno ártico, con ventiscas aullando desde Siberia y temperaturas inferiores a los cuarenta grados bajo cero, unos sesenta intrépidos parten de Anchorage con sus trineos y sus perros, para cubrir una penosa distancia hasta Nome, oficialmente establecida en 1049 millas: mil millas mas en el cuadragésimo noveno estado; en realidad, varía entre mil cien y mil doscientas millas (mil setecientos sesenta a mil ochocientos veinte kilómetros), por un territorio increíblemente arduo.

—Es como correr de la ciudad de Nueva York hasta Sioux Falls, en Dakota del Sur, si todavía no hubiera carreteras —explicó Afanasi a Kendra—. Pese a lo que muchos piensan, el conductor no suele viajar sobre los patines de su trineo, sino que corre detrás cuatro veces de cada cinco.

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