Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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Prosperaron como tales en el sector central de Alaska y se multiplicaron en Canadá. Una rama vigorosa habitó las bellas islas que forman el sur de Alaska; y, aunque a Varnak le hubiera parecido imposible, algunos de sus descendientes viajaron miles de años después hacia el sur, hasta Arizona, donde se convirtieron en los indios navajos.

Los investigadores han descubierto que el idioma de los navajos se parece tanto al atapasco como el portugués al español, y han decidido que no puede deberse al azar. Tiene que existir algún parentesco entre ambos grupos.

Estos atapascos nómadas no tenían ninguna relación con los esquimales, que son muy posteriores; tampoco podemos suponer que tuvieran la intención consciente de emigrar y extender su civilización hasta tierras despobladas. No eran como los pioneros ingleses, que cruzaron voluntariamente el Atlántico, con unas leyes provisionales adoptadas a bordo antes de desembarcar entre los indios. Es bastante probable que, mientras se diseminaban por América, los atapascos no tuvieran nunca la sensación de haber abandonado el hogar.

Por ejemplo, Varnak y su mujer, que eran ya mayores, seguramente prefirieron permanecer en el lugar donde se encontraban, entre los abedules, pero es posible que, algunos años después, uno de sus hijos, junto con su esposa, imaginara que sería mejor construir su cabaña algo más hacia el este, donde habría más mamuts disponibles, y se dirigiesen hacia allí. Es probable que no perdieran el contacto con sus padres, en el campamento de los abedules, y, a su vez, sus propios hijos decidirían buscar lugares más acogedores, pero también mantendrían relaciones con sus padres y quizá también con los viejos Varnak y Tevuk, los del bosque de abedules. De esta manera, si se disponen de 29 000 años para hacerlo, se puede poblar tranquilamente un continente entero, solamente con que cada generación se traslade algunos kilómetros. Se puede llegar desde Siberia hasta Arizona sin abandonar nunca la tierra natal.

Una mayor abundancia de caza, la afición a la aventura, el rechazo a antiguas costumbres opresivas: éstas eran las eternas razones que, aun en tiempos de paz, impulsaban a diseminarse a hombres y mujeres. Las primeras personas que comenzaron a poblar América del Norte y América del Sur, sin ser conscientes de lo que hacían, se movieron también por estas razones.

Durante el proceso, Alaska cobró una importancia crucial para zonas tales como Minnesota, Pensilvania, California y Texas, porque estaba en el camino que seguían las personas que poblaron esas zonas. Los descendientes de Varnak y Tevuk, herederos del valor que había caracterizado a la Anciana, erigieron nobles culturas en tierras que pocas veces conocerían el hielo y no guardarían ninguna memoria de Asia, y fueron ellos, así como los grupos que los seguirían a lo largo de los milenios posteriores, el gran regalo que Alaska hizo a América.

En el año 14 000 AEA, cuando la ruta terrestre quedaba temporalmente inundada debido a la fusión del casquete polar, en las zonas atestadas del extremo oriental de Siberia vivía uno de los pueblos más amables del mundo. Eran los esquimales, esos cazadores asiáticos, rechonchos y morenos, que usaban un flequillo recto sobre las cejas: Constituían una estirpe vigorosa, que tenía que aventurarse por el océano Ártico y las aguas contiguas para obtener el sustento mediante la caza de las grandes ballenas, las morsas de fuertes colmillos y las focas esquivas. En todo el mundo no había otros hombres que vivieran de una forma tan peligrosa o en un clima más inhóspito que estos esquimales; y, por aquellos años, el esquimal que trabajaba con más afán era un individuo robusto y patizambo llamado Ugruk, que pasaba por todo tipo de dificultades.

Tres años antes había tomado por esposa a la hija del hombre más importante de Pelek, su aldea, que se alzaba junto al mar; entonces le había desconcertado que una joven tan atractiva se interesara por él, que no podía ofrecerle prácticamente nada. No tenía un kayak propio para cazar focas ni participaba en ninguna de las canoas más largas llamadas umiaks con las que los hombres cazaban en grupo las ballenas que pasaban como cumbres flotantes junto al promontorio. No tenía propiedades, excepto un solo juego de pieles de foca para protegerse de los mares helados; y lo que jugaba más en contra suya era que sus padres ya no estaban para ayudarle a abrirse camino en el duro mundo de los esquimales. Para colmo, era bizco, con esa particular bizquera que pone tan nervioso al interlocutor. Si uno miraba a su ojo izquierdo, creyendo que estaba utilizando ése, él cambiaba de foco y uno se quedaba mirando a la nada, porque el ojo izquierdo se desviaba al azar. Y cuando uno se apresuraba a buscar el ojo derecho, él volvía a cambiar de foco y, una vez más uno se encontraba con la nada. No era fácil conversar con Ugruk.

Poco después del banquete de bodas se resolvió el misterio por el que Nuklit, la bonita hija del jefe, estaba dispuesta a casarse con semejante sujeto; Ugruk descubrió que su flamante esposa estaba embarazada. En los botes se murmuraba que el padre era un arponero joven y fornido, llamado Shaktulik, que ya tenía dos esposas y tres hijos. Ugruk no estaba en condiciones de protestar por el engaño, ni de protestar por ninguna otra cosa, en realidad, de modo que se mordió la lengua, admitió para sus adentros que era una suerte tener una esposa tan bonita como Nuklit, fuera como fuese, y juró ser uno de los mejores hombres a bordo de las diversas embarcaciones árticas que poseía su suegro.

El padre de Nuklit no quería a Ugruk en su tripulación, porque cada uno de los seis hombres del pesado bote tenía que ser un experto en la caza de ballenas, que era una actividad muy peligrosa. Cuatro remaban, uno se hacía cargo del timón y el último manejaba el arpón, en una formación que estaba cubierta desde hacía ya tiempo en el umiak del jefe. Él llevaba el timón, Shaktua se ocupaba del arpón, y a cargo de los remos había cuatro tipos fornidos, con nervios de granito. Eran hombres que habían demostrado sus méritos en muchas expediciones contra las ballenas y el padre de Nuklit no pensaba romper el equipo solamente para hacer un sitio a su yerno, que le merecía tan poca consideración.

Sin embargo, estaba dispuesto a prestarle a Ugruk su propio kayak, que no sería uno de los mejores, pero era una embarcación sólida, «ligera como una brisa de primavera entre los álamos temblones, impermeable como la piel de la foca», y no se hundiría por mucho que la atacaran las olas. Este kayak no respondía con rapidez a los golpes de remo, pero Ugruk se sentía agradecido, porque era muchísimo mejor que todo lo que él hubiera podido poseer por sus propios medios, ya que sus padres habían muerto, sin dejarle nada, al naufragar un pequeño bote que volcó una ballena.

A mediados del verano, cuando emigraban los grandes animales marinos, el suegro de Ugruk, con la ayuda de Shaktulik, echó al agua su umiak desde la costa pedregosa en la que se alzaba la aldea de Pelek. Antes de partir hacia su peligrosa excursión, indicaron a Ugruk, encogiéndose de hombros, que con el kayak podía sorprender a alguna foca que dormitase y, de este modo, aportar piel y carne a la despensa de la aldea. Solo en la playa, con el tosco kayak varado a cierta distancia, en dirección este, Ugruk entornó los ojos y contempló cómo partían, entre plegarias y gritos, los hombres más hábiles de la aldea, con intención de alcanzar una ballena.

Cuando desaparecieron, y las seis cabezas se habían convertido en seis puntos sobre el horizonte, Ugruk suspiró ante la mala suerte de haberse perdido la cacería, miró hacia la choza, por si Nuklit le estaba observando, y suspiró otra vez al comprobar que no era así. Entonces caminó tristemente hacia el kayak, inspeccionando sus toscas líneas.

—Con eso no se podría alcanzar ni a una foca herida —murmuró.

Era grande, tres veces más largo que un hombre, y estaba completamente cubierto por piel impermeable de foca que lo mantenía a flote en el mar más tempestuoso. Tenía una sola abertura, lo bastante grande para dar cabida a las caderas de un hombre; por arriba, la piel de foca se ajustaba perfectamente a la cintura del cazador, y estaba cosida al kayak con tendones de ballena, que cuando estaban secos eran fáciles de manejar y cuando se mojaban se volvían impermeables.

Después de meterse en la abertura, Ugruk rodeó su cintura con la parte superior de la piel, y la ató con cuidado para que no se filtrara una gota de agua, aunque el kayak volcase. Si eso ocurría, Ugruk sólo tendría que manejar con fuerza el remo para enderezar la embarcación. Claro que, si el hombre solitario atado al bote cometía la torpeza de enfrentarse a una morsa adulta, el animal podía perforar la cobertura con sus colmillos, arrojar al hombre al mar y ahogarlo, porque los esquimales no sabían nadar; además, se hundiría por el peso de las ropas empapadas.

Cuando desapareció a lo lejos el umiak cazador de ballenas, Ugruk probó su remo de álamo y se hizo a la mar, al este de Pelek. No confiaba mucho en hallar una foca y aún confiaba menos en saber manejarla, si encontraba una grande. Se limitaba a explorar; y, si por casualidad divisara una ballena en la distancia o alguna morsa holgazaneando, pensaba tomar nota de su rumbo e informar a los otros en cuanto regresaran, porque, si los esquimales sabían con certeza que en una zona determinada había una ballena o una morsa muy grande, podían seguir su rastro.

No había ninguna foca a la vista, lo cual no le desilusionó del todo, puesto que aún no tenía seguridad como cazador y antes de remar entre un grupo de focas prefería familiarizarse con las particularidades del kayak. Se contentó con remar hacia aquella tierra lejana que, a veces, en días despejados, se veía al otro lado del mar. Ningún habitante de Pelek había navegado nunca hasta la costa opuesta, pero todos conocían su existencia porque habían visto cómo brillaban bajo el sol de la tarde sus colinas bajas.

Cuando estaba ya bastante lejos de la costa, algunos kilómetros al sur de la posición que a aquellas horas debía de ocupar el umiak, a su derecha vio algo que le paralizó. Era una ballena negra expuesta en toda su longitud, que nadaba en la superficie del agua, impulsándose despreocupadamente con su cola enorme. Ugruk no había visto nunca una ballena tan grande en la playa, donde los hombres descuartizaban las presas. Claro que no podía considerarse un experto, pues, en los siete últimos años, los cazadores de Pelek sólo habían conseguido tres ballenas. Aquélla era enorme, sin lugar a dudas, y Ugruk se sintió obligado a avisar a sus compañeros, ya que él solo estaba indefenso contra la bestia. Para vencerla serían necesarios seis de los mejores hombres de Siberia.

Ahora bien, ¿cómo podría comunicarse con su suegro? A falta de otra alternativa, decidió acompañar a la ballena en su perezosa navegación hacia el norte, con la esperanza de que, tarde o temprano, su rumbo se cruzara con el del umiak.

Era una maniobra delicada, porque la ballena, si se sentía amenazada por un objeto extraño en las proximidades, con tres o cuatro golpes de su cola poderosa hundiría el kayak o lo partiría por la mitad, acabando al mismo tiempo con el hombre y con la frágil embarcación. Ugruk pasó aquella larga tarde tras la ballena, solo en su bote, tratando de hacerse invisible, y alegrándose cuando la ballena emitía un chorro de agua, pues entonces tenía la seguridad de que todavía estaba allí. La gran bestia desapareció después de lanzar dos gritos; entonces Ugruk empezó a sudar frío, porque su presa podía salir a la superficie en cualquier punto, incluso debajo del mismo kayak, o podía perderse para siempre al seguir un trayecto esforzado bajo el agua. Pero la ballena tenía que respirar y, después de una ausencia prolongada, el gran animal oscuro volvió a la superficie, lanzó un alto chorro de agua y continuó su perezoso viaje hacia el norte.

Más o menos una hora después de que el sol descendiera hacia el norte en su lento crepúsculo, Ugruk calculó que, si los hombres del umiak habían continuado en la dirección prevista, ahora se encontrarían, seguramente, bastante al nordeste respecto al rumbo de la ballena, de modo que jamás se cruzarían con ella. Por eso decidió remar furiosamente, cruzando el camino seguido por la ballena, con la esperanza de alcanzar a los seis cazadores.

A continuación tenía que decidir la mejor forma de situarse al este de la ballena, porque, por un lado, tenía que evitar incitarla a un ataque que acabaría con él y con el kayak, y, por el otro lado, tenía que procurar avanzar aprovechando al máximo el tiempo y la distancia. Recordó que, según la tradición, las ballenas eran cortas de vista y tenían un oído agudo, así que decidió avanzar de prisa y con el menor ruido posible, y cortar directamente el camino de la ballena, por delante de ella, tan lejos como se lo permitiera su habilidad con los remos.

La maniobra era peligrosa, pero aparte de en su propia seguridad tenía que pensar en muchas otras cosas. Desde su infancia le habían enseñado que la responsabilidad suprema de los varones, niños o adultos, consistía en traer una ballena a la playa, para que la aldea pudiera comérsela, además de utilizar sus enormes huesos para construir y emplear las valiosas barbas para tantas cosas a las que se podían aplicar por su flexibilidad y resistencia. La ocasión de cazar una ballena podía presentarse una vez en la vida, y él se encontraba en situación de hacerlo, puesto que, si conducía a los cazadores hasta la ballena y ellos la mataban, compartiría los honores por su tesón al seguir a través del mar abierto al gran animal.

En ese momento decisivo, cuando iba a cruzar justo frente a la boca de la ballena, se apoyaba en un hecho curioso: su malogrado padre, que le había dejado tan poco, le había proporcionado un talismán de poder y belleza extraordinarios. Era un pequeño disco blanco, de apenas dos dedos de diámetro. Estaba hecho con el marfil de una de las pocas morsas que su padre había cazado; tenía unos bonitos dibujos rúnicos tallados que representaban el océano helado y a los animales que vivían en él y lo compartían con los esquimales.

Ugruk había visto cómo su padre tallaba el disco y pulía los bordes para que ajustara debidamente; los dos habían comprendido desde el principio que el disco, una vez terminado, sería algo especial, así que no fue ninguna tontería la predicción de su padre: «Ugruk, esto te traerá buena suerte». El niño de nueve años no lo dudó, y ni siquiera hizo una mueca cuando su padre tomó un cuchillo afilado de hueso de ballena, le perforó el labio inferior y después rellenó la incisión con hierbas. A medida que la herida cicatrizaba, le fueron insertando unas cuñas de madera más grandes cada mes para ensancharla, hasta que en el labio inferior se fue formando una banda estrecha de piel que definía un agujero redondo.

Hacia la mitad del proceso se infectó el agujero, como ocurría con frecuencia en esos casos, y Ugruk tuvo que acostarse en el suelo de barro, temblando de fiebre. Durante tres dolorosos días y sus noches, su madre le aplicó hierbas en el labio y piedras calientes sobre los pies. Por fin remitió la fiebre, y el niño, que había recuperado la consciencia, advirtió con satisfacción que el agujero se había curado y alcanzaba el tamaño requerido.

—Un día que nunca iba a olvidar, llevaron a Ugruk a una cabaña siniestra en el margen de la aldea y le condujeron ceremoniosamente al interior de uno de los sitios más mugrientos y desordenados que había visto jamás. De un muro de barro pendía el esqueleto de un hombre, y de otro, el cráneo de una foca. En el suelo, desparramados, se veían unos saquitos sucios de cuero de foca, junto a una colección de pieles malolientes sobre las que dormía el ocupante. Era el chamán de Pelek, el santón que dominaba el océano con sus plegarias, el que conversaba con los espíritus que traían las ballenas al promontorio. Tenía un aspecto formidable cuando se irguió de entre las sombras para enfrentarse a Ugruk: era alto, ojeroso, con los ojos hundidos; huecos entre los dientes, y con el pelo sumamente largo y mugriento por la suciedad acumulada a lo largo de diez o doce años. Pronunciando unos sonidos incomprensibles, tomó el disco de marfil, contempló su elegancia sin disimular su sorpresa por el hecho de que un hombre tan pobre como el padre de Ugruk poseyera aquel tesoro y, por fin, tiró del labio inferior del niño y, con sus dedos sucios, presionó el disco para introducirlo en el agujero. El tejido endurecido por la cicatriz se ajustó dolorosamente, sujetando con firmeza el disco en la posición que ocuparía, mientras Ugruk viviese.

La inserción había sido dolorosa, tal como debía ocurrir para que el disco se mantuviera en su lugar; pero cuando aquel objeto tan bello estuvo colocado debidamente, todos (algunos, con envidia) pudieron ver que Ugruk, el muchacho bizco dueño de tan pocas cosas, poseería en adelante un tesoro: el disco labial más hermoso de la costa oriental de Siberia.

Mientras remaba a toda velocidad en su kayak, cruzando el camino de la ballena, Ugruk chupaba su labio inferior para que la presencia reconfortante del talismán le infundiera ánimos. Con la lengua tocaba el marfil, tallado por ambas caras; podía seguir el contorno de la mágica ballena dibujada, y estaba convencido de que su compañía le aseguraba buena suerte; estaba en lo cierto, porque, cuando pasó rápidamente, tan cerca de la ballena que ésta hubiera podido saltar hacia adelante y aplastarlos a él y al kayak con un solo movimiento de su gigantesca cola, la perezosa bestia mantuvo la cabeza bajo el agua y ni siquiera se molestó en mirar aquella nimiedad que se movía en el mar, tan cerca de ella.

Cuando el kayak había pasado de largo, sin sufrir daño alguno, la ballena levantó su cabeza enorme, arrojó grandes cantidades de agua, abrió la boca en una especie de bostezo indiferente, y Ugruk, que había mirado hacia atrás alertado por el ruido del agua, pudo ver la magnitud de la boca a la que había escapado y su tamaño le horrorizó. Durante su juventud había ayudado a descuartizar cuatro ballenas, dos de ellas de gran tamaño, pero ninguna tenía la cabeza o la boca tan grandes. La caverna se mantuvo abierta durante casi un minuto, como una cavidad oscura capaz de engullir un kayak entero; después se cerró, casi soñolienta, lanzando un chorro de agua vacilante. El enorme animal volvió a hundirse bajo la superficie del agua; y continuó nadando hacia donde Ugruk sospechaba que esperaban sus compañeros con el umiak. Él apretó la marcha, haciendo tintinear el amuleto contra sus dientes.

Ahora estaba al este de la ballena, seguía rumbo norte, y se había adentrado tanto en el mar que ya no podía ver ni los promontorios de la aldea ni la costa opuesta. Se encontraba solo en el vasto mar del norte, sin más apoyo que su disco labial y la esperanza de ayudar a su pueblo en la caza de aquella ballena.

Como era pleno verano, no temía que de repente la ballena se perdiese en la oscuridad, pues, mientras remaba, de vez en cuando miraba por encima del hombro a la bestia perseverante y, bajo la luz plateada del verano interminable, se aseguraba de que seguía viajando hacia el norte con él; sin embargo, cada vez que miraba a la ballena veía otra vez su boca monstruosa, aquella caverna negra que dejaba entrever el otro mundo, sobre el cual el chamán les alertaba a veces cuando entraba en trance. La experiencia de viajar hacia el norte, en medio del rumor grisáceo de la medianoche ártica, seguido por una ballena oscura, a través del profundo oleaje del mar, ponía a prueba el valor de un hombre, pero Ugruk estaba decidido a comportarse correctamente; sin embargo, sin la presencia tranquilizadora de su amuleto, se hubiera echado atrás.

Al amanecer, la ballena continuaba dirigiéndose al norte, y, antes de que el sol llegara mucho más arriba del horizonte, donde había estado durante la noche, a Ugruk le pareció que hacia el nordeste se veía algo parecido a un umiak, por lo que dejó de vigilar a la ballena y comenzó a remar frenéticamente hacia la supuesta embarcación. Había acertado, pues, en cierto momento, tanto él como el umiak quedaron en la cresta de sendas olas y entonces pudo ver a los seis remeros, que a su vez le divisaron a él. Agitó el remo en alto, hizo la señal que indicaba que se había localizado una ballena y luego les mostró su rumbo.

El umiak se dirigió hacia el oeste con asombrosa rapidez, con la intención de interceptar al leviatán, y no prestó ninguna atención a Ugruk, porque lo importante no era el mensajero sino la ballena. Ugruk lo entendió; se puso a remar para que el frágil kayak pudiese alcanzar el umiak justo cuando éste llegara junto a la ballena, y entonces se desarrolló un drama en tres partes: los hombres de la embarcación grande jadeaban de entusiasmo, la ballena les precedía majestuosa, ajena al peligro que le acechaba, y el solitario Ugruk remaba con furia, sin saber qué papel tendría en la reyerta inminente. A su alrededor, se extendía en todas direcciones la suave superficie del mar Ártico, en la que no se veían ni los icebergs de la primavera, ni pájaros, ni promontorios, golfos o bahías. En la vasta soledad septentrional, aquellos seres del norte se disponían a luchar.

Cuando el umiak llegó a las proximidades de la ballena, los hombres no pudieron apreciar el tamaño del monstruo, porque podían ver la cabeza y la cola, pero nunca el cuerpo en toda su longitud, lo que les hizo creer que se trataba de una ballena normal. Sin embargo, cuando estuvieron más cerca, la ballena emergió de repente, ignorando todavía su presencia, y, por motivos desconocidos, arqueó el cuerpo, que emergió completamente por encima del agua. Luego, giró de costado con una fuerza tremenda, como si intentara rascarse el lomo y, con un chapuzón gigantesco, volvió a sumergirse en el mar. Entonces los seis esquimales comprendieron que se enfrentaban a una ballena excepcional, que proporcionaría a su aldea la comida de varios meses, si lograban capturarla.

El suegro de Ugruk tenía que dar sólo unas pocas órdenes. Ya estaban preparadas las vejigas de foca infladas, con las que intentarían impedir el avance de la ballena, en el caso de que pudieran arponearla. Cada uno de los cuatro remeros tenía a mano las lanzas que iban a utilizar cuando se arrimaran a ella, y el alto y apuesto Shaktulik se erguía en la proa del umiak, con las rodillas apoyadas contra la borda del bote, y sostenía en sus fuertes manos el arpón, dispuesto a clavarlo en los órganos vitales de la ballena. Ugruk les seguía, mucho más atrás.

El arpón que Shaktulik sostenía con tanto cuidado era un arma poderosa, con el asta rematada por un trozo de sílex afilado, al que seguían unas púas en forma de anzuelo, talladas en marfil de morsa. Pero aquel arma letal no podía arrojarse con un movimiento de la mano, como si hubiese una lanza, porque no serviría de nada, pues no alcanzaría suficiente fuerza para perforar la gruesa piel de la ballena, protegida por la grasa; el milagro del sistema utilizado por los esquimales no era el arpón, sino el propulsor con que se impulsaba, que permitía ingeniosamente triplicar o cuadruplicar la potencia del asta erizada de púas.

El propulsor consistía en un trozo delgado de madera, de unos setenta y cinco centímetros de longitud, al que se daba forma cuidadosamente y que estaba pensado para aumentar considerablemente el alcance del brazo. El extremo posterior tenía una especie de ranura en la que encajaba el mango del arpón, y quedaba ajustado al codo flexionado del arponero. El arpón se apoyaba en la madera, que recorría el brazo y alcanzaba hasta más allá de la punta de los dedos. Cerca del extremo delantero había un apoyo para el dedo, que permitía mantener el control del arpón y del trozo de madera; a poca distancia, había un trozo más pulido en el cual el hombre, cuando iba a efectuar su lanzamiento, colocaba el pulgar y sujetaba con él el largo arpón. El arponero tomaba apoyo, extendía hacia atrás, hasta donde alcanzaba, el brazo derecho con el que sujetaba el propulsor y se aseguraba de que el extremo posterior del arpón encajara bien en la ranura. Entonces describía un ancho arco con el brazo, no de arriba a abajo, como se podría suponer, sino paralelo a la superficie del mar, y lanzaba la mano con rapidez hacia adelante hasta que, en el momento preciso, soltaba el arpón; como la palanca propulsora duplicaba la longitud de su brazo, cuando arrojaba contra la ballena el arma rematada de sílex, ésta alcanzaba tanta fuerza que podía atravesar el pellejo más grueso. Con este complicado método se podía manejar el arpón de forma muy parecida a la que, doce mil años después, utilizaría el pequeño David para lanzar una piedra contra el gran Goliat. A veces se necesitaban años de práctica para lograr algo de puntería, pero cuando conseguían dominarse a la vez los diferentes movimientos, aquel arpón honda se convertía en un arma mortífera.

Parece increíble que el hombre primitivo lograra inventar un instrumento tan curioso y complicado, pero así lo hicieron los cazadores de varios continentes, en versiones muy parecidas, aunque se les dio a todas el nombre del arma que descubrieron en México los europeos: el atlatl[3]. Aquellos hombres, que no sabían nada de ingeniería ni de dinámica, dedujeron de alguna manera que la eficacia de los arpones se triplicaría si, en vez de arrojarlos directamente, los cargaban en un atlatl y los lanzaban hacia adelante COMO si utilizaran una honda. Sobrecoge la fuerza intelectual de un descubrimiento tan complejo, pero no hay que olvidar que, durante 100 000 años, los hombres pasaron la mayor parte de su vida cazando animales para poder alimentarse; era su actividad más importante, así que no es tan sorprendente que, después de experimentar durante 20 000 o 30 000 años, descubrieran que el mejor modo de lanzar un arpón era describiendo un movimiento lateral, a la manera de las hondas, casi como haría un muchacho torpe al arrojar una pelota.

Aquel día, el jefe esquimal había calculado exactamente cómo acercarse al blanco: planeaba hacerlo desde atrás, a partir de la posición que ocupaban, algo a la derecha del animal, y lanzarse hacia adelante en un ángulo que permitiría a Shaktulik alcanzar un punto vital, justo detrás de la oreja derecha, y no impediría que los dos remeros situados a la izquierda arrojasen también sus lanzas, mientras el timonel, colocado un poco más atrás que los otros, en la popa, se dispusiera asimismo a usar la suya. Con esta maniobra, los cuatro esquimales situados en el lado izquierdo del umiak podrían herir al enorme animal; quizá no mortalmente, pero serían heridas bastante profundas, que lo debilitarían frente a los ataques siguientes y lo harían vulnerable hasta la victoria final. Comenzaba una batalla de meditada estrategia.

Cuando se acercó el umiak, la ballena se dio cuenta del peligro y tuvo una reacción automática que dejó atónitos a los hombres: giró sobre su centro y movió su enorme cola sin piedad. El jefe desvió la embarcación, pues sabía que el golpe podía destruir el umiak; pero, de este modo, Shaktulik, que sujetaba su arpón en la proa del barco, quedó desprotegido; y, al pasar, la mitad de la cola golpeó la cabeza y los hombros del arponero, que cayó al mar. De inmediato, con un golpe que sólo podía ser casual, la poderosa cola golpeó con fuerza la superficie del agua y aplastó al arponero, que se hundió inconsciente en el mar, donde pereció. La ballena había ganado la primera batalla.

El jefe, en cuanto comprendió el cambio de situación, actuó por instinto. Se alejó de la ballena, oteó el mar para encontrar a Ugruk y, cuando vio que el kayak estaba en el punto donde debía estar, dirigió el umiak hacia aquella dirección.

—¡A bordo! —gritó.

Ugruk estaba ansioso por participar en el combate, pero también sabía que la embarcación en la que navegaba era propiedad de su suegro.

—¿Y el kayak? —preguntó.

—Déjalo —respondió el jefe, sin vacilar.

Aunque todas las embarcaciones eran valiosas, y además aquélla le pertenecía, la captura de la ballena era de vital importancia, de modo que Ugruk se subió al umiak y abandonó el kayak a la deriva.

La tripulación sabía desde hacía mucho tiempo que, en caso de que Shaktulik o el jefe muriesen o se perdieran en el mar, el remero principal, el primero de la izquierda, asumiría el lugar vacante; así lo hizo éste, que dejó libre su propio puesto. Ugruk supuso, al principio, que él iba a ocuparlo, pero su suegro sabía que no era muy hábil y se apresuró a cambiar de sitio a los hombres, dejando vacío el asiento posterior izquierdo, donde Ugruk estaría bajo su supervisión directa. De este modo no podría causar mucho daño, y, con esta nueva distribución, casi sin pensar en el difunto Shaktulik, los esquimales reanudaron la persecución de la ballena.

El leviatán ya sabía que le atacaban y adoptó diversas estratagemas para protegerse, pero como no era un pez y necesitaba respirar aire, de vez en cuando tenía que salir a la superficie; entonces le atacaban las irritantes bestezuelas del barco. No tenían ningún éxito, pero insistían en hacerlo, porque sabían que, si la ballena se veía obligada a rechazar constantemente sus ataques, conseguirían que se fatigase y llegase al momento crítico en que, cansada de huir y extenuada por el asedio y arponeo constantes, sería vulnerable.

El desigual combate se libró durante todo el primer día, conscientes los hombres de que para acabar con ellos bastaba un solo movimiento de la magnífica cola, un abrir y cerrar de aquellas inmensas mandíbulas. Pero no tenían alternativa, ya que los esquimales, si no arrebataban su alimento al océano, Se morían de hambre y en ningún momento se les ocurrió abandonar la lucha. Aunque el sol descendía hacia el horizonte septentrional, indicando que había llegado la noche, si así podía llamársela, los hombres del umiak continuaron su persecución: los seis esquimalitos prosiguieron su cacería de la gran ballena a lo largo de todo el crepúsculo, de color de plata, que mostró su belleza majestuosa hasta convertirse en una aurora también plateada.

Hacia el mediodía de la segunda jornada, el jefe calculó que la ballena se estaba cansando y era el momento de intentar un ataque magistral: una vez más, situó el umiak detrás de la ballena, y otra vez avanzó con fuerza para que el nuevo arponero, él mismo y los dos remeros de la izquierda, pudiesen lanzar un disparo certero. Al iniciar la marcha asestó un puntapié a la espalda de Ugruk.

—Prepara tu lanza —gruñó, mostrando su desprecio por aquel yerno inepto que buscaba afanosamente el arma, tan poco familiar para él.

Cuando comenzó el ataque, Ugruk no había encontrado todavía la lanza, porque el ocupante anterior de su asiento, al trasladarse a proa, se la había llevado y no la había devuelto. No obstante, cuando atacaron a la ballena, que pasaba por el lado derecho del umiak, el hombre situado delante de Ugruk, y su suegro, a popa, manejaron sus lanzas hábilmente y le infligieron heridas serias; Ugruk no lo hizo, y el jefe, cuando se dio cuenta del descuido, comenzó a insultarle, mientras la ballena, que sangraba por el flanco derecho, se alejaba.

—¡Idiota! ¡Si hubieras usado tu lanza, no se habría resistido!

Durante todo el día, el jefe repitió tantas veces el comentario que todos los del umiak se convencieron de que la única culpa del segundo fracaso era de Ugruk y de su incapacidad para utilizar correctamente una lanza. Finalmente, la crítica se hizo tan grave que el bizco tuvo que defenderse:

—Yo no tenía lanza. No me dieron ninguna.

Los demás inspeccionaron el umiak y tuvieron que aceptarlo, aunque continuaron murmurando, porque deseaban achacar a otro sus propios errores:

—Si Ugruk hubiera sabido usar la lanza, esa ballena ya sería nuestra.

Durante la segunda noche, que constituyó una experiencia casi mística, vieron de vez en cuando a la ballena, que elevaba su cola gigantesca por encima del oleaje; el jefe repartió algo de comida y permitió que sus hombres bebieran pequeños sorbos de agua; pero, cuando vieron la escasez de las raciones que quedaban, todos comprendieron que tendrían que hacer un esfuerzo supremo durante el día siguiente. A primera hora de la mañana, el jefe volvió a situar el umiak en la posición preferida, un poco por detrás y al este de la ballena, y colocó hábilmente al arponero de proa en el punto que le permitiría hacer más daño; sin embargo, cuando el hombre asestó su golpe, la punta del arpón chocó con hueso y se desvió. El hombre sentado delante de Ugruk asestó otro buen golpe, profundo, aunque no fatal, y entonces llegó el turno de Ugruk. Notó que su suegro le daba una patada al levantarse, de modo que alargó el brazo que sujetaba la lanza prestada, apuntó perfectamente con ella y la clavó profundamente en la ballena, con todas sus fuerzas.

Sin embargo le faltaba experiencia, por lo que, en ese momento de triunfo, se olvidó de apoyar las rodillas y los pies contra la borda del umiak, y, para colmo, no soltó la lanza y cayó al agua.

Cuando se sumergía en el mar helado, atrapado entre el umiak y la ballena que pasaba, oyó las maldiciones de su suegro, pudo ver cómo éste arrojaba correctamente la lanza contra la ballena y cómo evitaba caerse mientras volvía a arrancarla con habilidad viril, para poder hundirla más a fondo en el siguiente intento.

A bordo del umiak se produjo una confusión, porque algunos gritaban:

—¡Tras la ballena, que está herida!

Mientras otros decían:

—¡Recojamos a Ugruk, que aún vive!

Tras una breve vacilación, el jefe decidió que la ballena no podía escapar, mientras que Ugruk no sabía nadar, por lo que era mejor ocuparse de este último. Cuando le subieron a bordo, con su disco labial chorreando agua salada, su suegro gruñó:

—Ya van dos veces que nos debes la ballena.

No era del todo cierto, porque la ballena no estaba tan herida como creían y avanzó rápidamente con las fuerzas que le quedaban, hasta que, al final del tercer día, los esquimales comprendieron que la habían perdido. Como estaban desesperados por haber estado a punto de capturar una ballena de campeonato, volvieron a culpar de la derrota a Ugruk, y otra vez le reprocharon que no hubiera podido arrojar una lanza a la ballena y que se hubiera caído; en el umiak lleno de rencor se formó una leyenda: si no se hubieran detenido para rescatar a Ugruk, no había duda de que hubieran conseguido capturar a aquella ballena.

—¡Claro! Es tan torpe que se cayó del umiak y nuestra ballena se escapó mientras nos deteníamos a rescatarle.

Él escuchaba las acusaciones, mordía el disco labial y pensaba: «Se olvidan de que fui yo quien les trajo la ballena». Y cuando su suegro emprendió un discurso lleno de razonamientos ridículos y comenzó a regañarle por haber perdido el kayak, Ugruk llegó a la conclusión de que el mundo se había vuelto loco: «Fue él quien me ordenó abandonarlo. Se lo pregunté dos veces, y las dos veces me lo ordenó».

En aquellos tristes momentos, los más amargos que un hombre pueda conocer, mientras los miembros de su comunidad se volvían contra él y le insultaban irracionalmente, culpándole por sus propios errores, Ugruk comprendió que era inútil tratar de defenderse de unas acusaciones tan irresponsables. Quedarse en silencio no le sirvió de alivio, porque los hombres del umiak se enfrentaban ahora al problema de volver a casa, en un viaje que podía durar tres días, sin alimentos y con muy poca agua. En el aprieto, renovaron sus ataques contra Ugruk, y un tripulante llegó a sugerir que le arrojaran por la borda para aplacar a los espíritus, ofendidos por su comportamiento.

—Basta ya —atajó el jefe, ceñudo, desde la popa del umiak, aunque continuó expresando su opinión desfavorable sobre el desdichado.

Entonces los hombres vieron por primera vez, en dirección este, la costa del país que se extendía en la orilla opuesta, y que bajo la luz del atardecer parecía un lugar atractivo y digno de atención. Advirtieron que no había montañas como las que ellos habían conocido en su lado del mar, en el oeste, sino que estaba formado por colinas ondulantes, sin árboles, pero igual de bonitas. No tenían manera de saber si el lugar estaba o no habitado y tampoco estaban seguros de poder encontrar comida, pero, como creían que habría agua, estuvieron todos de acuerdo en que el jefe encaminara el umiak allí, en busca de un lugar seguro para desembarcar.

Los hombres se acercaron a la costa con muchísima aprensión, porque no sabían qué podía ocurrir si en aquel lugar tan tentador vivían seres humanos; cuando rodearon un pequeño promontorio junto a una bahía, vieron, con el corazón palpitante, que acogía una aldea. Antes de que el jefe pudiera detener el avance del umiak, se vieron rodeados por siete veloces kayaks individuales, que habían zarpado rápidamente desde la playa. Los forasteros estaban armados y hubieran podido arrojar sus lanzas, pero el suegro de Ugruk levantó por encima de su cabeza las manos vacías y se las llevó después a la boca, imitando el gesto de beber.

Los forasteros comprendieron el ademán y se acercaron al umiak, para inspeccionarlo en busca de armas; al ver que Ugruk y otro hombre recogían las lanzas balleneras y las apartaban en un montón, permitieron que el umiak les siguiera hasta la costa, donde recibieron la calurosa bienvenida de un anciano, que evidentemente era su chamán.

Se quedaron tres días en Shishmaref, como se llamaría más adelante aquel lugar, comieron alimentos muy parecidos a los que tenían en su tierra natal y aprendieron palabras similares a las suyas. Aunque no les era fácil conversar con aquel pueblo de la costa oriental del mar de Bering, lograron hacerse entender. Los aldeanos, que eran esquimales, sin duda, explicaron que sus antepasados habían vivido durante muchas generaciones en la bahía; para construir sus casas empleaban los mismos huesos que la gente de Pelek, por lo que era evidente que dependían del mismo tipo de animales marinos. Se mostraron cordiales y, cuando se marcharon Ugruk y sus compañeros de tripulación, se despidieron con emoción sincera.

Gracias a aquella estancia en el este, los hombres del oeste lograron sobrevivir durante el viaje de regreso, pero el antiguo antagonismo contra Ugruk se consolidó en el largo trayecto de vuelta, hasta el punto de que, cuando desembarcaron en Pelek, reinaba una opinión general:

—Tanto Shaktulik como Ugruk se cayeron por la borda. Por culpa de los demonios malignos, perdimos al bueno y rescatamos al malo.

Una vez en tierra, difundieron esta idea, y fueron tan persuasivos que los que les habían esperado en las chozas llegaron a aceptarla y condenaron al ostracismo a Ugruk; para colmo, el hombre se encontró con un enemigo más poderoso que los tripulantes del umiak, pues el chamán, aquella mezcla de santón, sacerdote, mago y ladrón, comenzó a divulgar la teoría de que la causa de la muerte de Shaktulik había sido la forma insolente en que Ugruk había cruzado por delante de la ballena, puesto que la reconocida habilidad del arponero le hacía muy capaz de protegerse de los peligros habituales. Evidentemente, tenía que haber un hechizo adverso levantado contra él por alguna fuerza maligna, y, lógicamente, el responsable tenía que ser Ugruk.

Entonces el chamán sacudió sus rizos largos y grasientos y delató el motivo de su ataque: susurró a varios interlocutores que no era adecuado que un hombre tan miserable como Ugruk poseyera aquel disco labial con poderes mágicos, con una ballena tallada en una de sus caras y una morsa en la otra, y comenzó a desarrollar las tortuosas maniobras que le habían dado resultado en situaciones similares. Su objetivo inmediato, que no revelaba a nadie, ni siquiera a los espíritus, era apoderarse de aquel disco labial.

Lamentó ruidosamente la muerte del arponero Shaktulik, lloró en público la pérdida de tan noble joven y trató de procurarse la ayuda del suegro y de la esposa de Ugruk, Nuklit, la guapa hija del jefe. Pero se encontró con problemas, porque Nuklit, ante la sorpresa de todos, incluyendo a su padre, en lugar de situarse contra su irreflexivo esposo, lo defendió. La mujer señaló las diversas injusticias de los ataques lanzados contra él y llegó a convencer a su padre de que, en cierto modo, Ugruk había sido el héroe y no el villano de la expedición.

¿Qué razones tenía Nuklit? Sabía que su hija no era de Ugruk y que, cuando se casó con el bizco, a casi todo el mundo, incluido su padre, le pareció mal, pero ya llevaban cuatro años juntos, y en ese tiempo había podido comprobar que su esposo era un hombre de gran carácter. Era honrado. Trabajaba tanto como podía. Adoraba a la niña y la cuidaba como si fuera suya; además, mientras otros hombres mucho más ricos trataban con desprecio a sus esposas, Ugruk siempre había compartido con ella sus escasas posesiones.

Durante aquellos cuatro años, había comparado especialmente la conducta de Ugruk con la del padre de su hija, Shaktulik, y, cuanto más observaba el comportamiento del apuesto arponero, más respetaba a su poco atractivo marido. Shaktulik era arrogante, maltrataba a sus dos mujeres, ignoraba a sus hijos, y con diversas maldades había demostrado su vileza. Robaba las lanzas de los demás y se reía. Gozaba de las mujeres ajenas y las desafiaba a resistirse. Aunque su valentía era apreciada por todos, en los demás aspectos había sido un hombre malo; si los otros no querían admitirlo, ella sí. Por eso, cuando el chamán armó un gran alboroto por la muerte de Shaktulik, ella le observó, le escuchó y dedujo qué estaba tramando aquel hombre malvado.

Curiosamente, aunque estaba convencida de la bondad de Ugruk, no podía admitir que fuera inteligente y, por eso, en vez de hablar con su marido, comunicó sus temores a su padre:

—El chamán quiere expulsar de Pelek a Ugruk.

—¿Y por qué haría una cosa así?

—Porque quiere algo que pertenece a Ugruk.

—¿Qué puede querer? Ese tonto no tiene nada.

—Me tiene a mí.

Con gran instinto, Nuklit había descubierto el otro motivo del chamán para querer deshacerse de Ugruk. Ciertamente, ambicionaba su hermoso disco labial, pero era sólo para ampliar sus poderes chamánicos y para incrementar su dominio sobre el pueblo. Para sí mismo, un hombre que vivía aislado en una casucha al borde de la aldea, deseaba a Nuklit, con su hija y su relación privilegiada con el jefe. Nuklit le parecía una de aquellas mujeres, tan pocas en su opinión, que aportan una gracia especial a todo lo que hacen. Cuatro años antes se había preguntado, perplejo, por qué ella prefería casarse con Ugruk en vez de convertirse en la tercera esposa de Shaktulik, pero ahora comprendía que la elección demostraba un carácter y una fuerza especiales: ella quería ser la primera del linaje, y no ocupar el tercer puesto y el hombre se convenció de que, si ella tenía la oportunidad de convertirse en la mujer del chamán, colaboradora del hombre más poderoso de la comunidad, no dejaría escaparla.

Aquel hombre estrafalario se engañaba de mil maneras. El mundo ártico era peligroso, y la vida y la muerte podían depender del éxito en la cacería de una morsa; por ello, los esquimales necesitaban aplacar el espíritu del animal, y ¿quién podía hacerlo, si no el chamán? Era él quien podía alejar las peores ventiscas del invierno y quien podía atraer las lluvias que calmasen la sequía estival. Sólo él podía asegurar que una mujer sin hijos quedara embarazada o que su criatura fuera un varón. Con toda convicción, identificaba a los esquimales poseídos por los demonios y, a cambio de un buen precio, los exorcizaba justo antes de que el clan se levantara para castigar al aturdido portador del mal. Dos veces, en circunstancias extremas, había descubierto que la única esperanza de supervivencia del clan consistía en aplacar a los espíritus y, sin ningún escrúpulo, había identificado al responsable, a quien tuvieron que eliminar.

Ningún habitante de Pelek se hubiera atrevido a desafiar a aquel déspota, porque sabían que el mundo estaba gobernado por fuerzas extrañas, y el chamán era el único capaz de dominarlas o, cuando menos, de conquistarlas de manera que hicieran el mínimo daño. De ese modo, cumplía varias funciones útiles: cuando moría un esquimal, el chamán, mediante complicados rituales, conducía a su espíritu hasta su lugar de descanso, y aseguraba al clan que por la costa no quedarían fuerzas malignas que pudieran alejar las focas y las morsas. Era especialmente útil cuando los cazadores se hacían a la mar en sus umiaks, porque entonces sus encantamientos les daban fuerza y los protegían contra los espíritus malignos que pudiesen acarrear el desastre a la cacería, de por sí peligrosa. En lo más profundo de los inviernos más fríos, cuando toda vida parecía haber desaparecido de la Tierra, el clan renovaba sus esperanzas al verle aplacar a los espíritus para que se impusieran a los mares helados y trajeran de nuevo a Pelek las brisas cálidas de la Primavera. Ninguna comunidad podía sobrevivir sin un chamán poderoso. Por eso, incluso los que sufrían bajo sus manos reconocían la importancia esencial de los ministerios del chamán. A lo sumo, decían: «Lástima que no sea más amable».

El chamán de Pelek había comenzado a dominar a las otras personas de un modo pausado, casi accidental. Cuando era niño se dio cuenta de que era distinto, porque, a diferencia de los demás, él podía adivinar el futuro. También era sensible a la presencia de las fuerzas del bien y las fuerzas malignas.

Sobre todo, a temprana edad había descubierto que el mundo es un lugar misterioso, que las grandes ballenas van y vienen según unas reglas que ningún hombre, por sí solo, puede desentrañar, y que la muerte golpea de forma arbitraria. Como a todos, le preocupaban esos misterios, pero él, a diferencia de los otros hombres, se propuso dominarlos.

Para ello, recogió objetos que encerraban poderes y daban buena suerte, lo que estimulaba su intuición; por eso, ahora deseaba el poderoso amuleto de Ugruk. Cosió un saquito con brillantes pieles de castor, que llenó con piedras escogidas y fragmentos especiales de hueso. Aprendió a silbar como los pájaros. Desarrolló sus poderes de observación hasta que fue capaz de apreciar relaciones y situaciones que los demás no veían. Una vez seguro de que podía ser un buen chamán, se entrenó en el arte de hablar con voces diferentes y hasta de proyectar la voz de un sitio a otro; de este modo, las personas que venían a consultarle, atemorizadas y angustiadas, creían oír que los espíritus resolvían sus problemas.

Prestaba un buen servicio a su comunidad. En efecto, parecía que su única debilidad era su deseo insaciable de poder y más poder; y la primera persona de la comunidad que descubrió e identificó su flaqueza, había sido la joven Nuklit. Comenzó preocupándose por su esposo, desamparado ante el poderoso chamán, pero no tardó en preocuparse por sí misma. Cuando se dio cuenta del auténtico peligro, pidió a su padre que la acompañara a dar un paseo junto al mar, que comenzaba a cubrirse de hielo.

—¿No te das cuenta, padre? No se trata de Ugruk ni de mí. Lo que él busca, en realidad, es tu poder.

El jefe, cuyo cargo era de gran importancia en todas las comunidades esquimales, se rió de los temores de su hija:

—Los chamanes se encargan de los espíritus y los jefes, de la caza.

—Mientras sean cargos separados.

—El chamán en un umiak no serviría para nada, y, en un kayak, estaría indefenso.

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