Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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—Pero, ¿y si dominara a los que tripulan el umiak?

Nuklit no consiguió convencer a su padre, que pensaba solamente en conseguir más comida antes de que llegara el invierno, y además le vio muy poco durante las semanas siguientes, porque él y sus hombres iban a menudo a alta mar, donde ya se estaba formando hielo; para alivio de los dos, logró traer a casa varias focas gordas y una morsa pequeña. El chamán bendijo la caza y explicó al pueblo que el éxito de la cacería se debía a que, esta vez, Ugruk se había quedado en tierra.

El invierno fue difícil. Como no habían conseguido una ballena, en la aldea de Pelek faltaban muchas cosas necesarias; además, cuando se instaló la larga noche, se formó hielo sólido a lo largo de la costa, hasta bastante adentro en el mar. Pelek se levantaba en el extremo oriental de la península Chukchi, algo al sur del Círculo Ártico; en aquella latitud, el sol se asomaba brevemente incluso en pleno invierno, aunque era una esfera fría y vacilante que daba poco calor.

Como si le asustase aventurarse tan al norte, el sol desaparecía al cabo de dos horas escasas, y durante otras veintidós horas volvía la oscuridad helada.

El frío producía un efecto espectacular en el mar: el océano, además de congelarse, se agitaba y fracturaba, y cambiaba hasta el punto de que en su superficie se alzaban fantasmagóricamente grandes bloques de hielo, más altos que las píceas del sur, erguidos como estructuras que hubiese arrojado un gigante malévolo impresionaba el efecto de aquella superficie mellada y rota, que no podía recorrerse en trineo durante mucha distancia, sin tener que rodear una de las enormes torres de hielo.

Entre los grandes bloques quedaban zonas amplias donde el mar se había congelado formando una superficie plana, y allí se dirigían los hombres y las Mujeres a pescar con sus cañas; con unas varas resistentes, que se transmitían de generación en generación, rompían el hielo y abrían paso hasta el agua, formando unos huecos en los que dejaban caer los anzuelos de marfil de sus cañas, con las que pescaban su comida para el invierno. Resultaba muy duro excavar los agujeros, y había que pasar un frío intenso durante horas y horas, mientras esperaban que picase un pez; pero los de Pelek tenían que elegir entre soportar esa tarea, o pasar hambre.

Los esquimales imitaban la prudencia de los siberianos que les habían precedido y, durante las largas horas de oscuridad, dormían mucho para conservar las fuerzas; sin embargo, algunas veces, algún grupo de hombres se aventuraba por el hielo hasta donde había agua, y allí intentaba atrapar una o dos focas, para compensar con las propiedades nutritivas de su grasa las carencias de la dieta habitual. Cuando conseguían una presa, inmediatamente la abrían en canal, se comían el hígado y después acarreaban a través del hielo las tajadas de carne y de grasa, hasta la aldea; a medida que se acercaban a Pelek, iban dando gritos para comunicar la noticia de su éxito. Entonces las mujeres y los niños corrían a la playa y se adentraban en el hielo, para ayudarles a arrastrar hasta casa la carne tan esperada; y, durante dos días enteros, los de Pelek gozaban del banquete.

No obstante, la mayor parte del tiempo, en aquellos inviernos difíciles, los esquimales de Pelek no se alejaban de las chozas, iban retirando la nieve que amenazaba enterrarlos y permanecían acurrucados junto a las débiles fogatas. Los esquimales de aquella parte del norte no vivían en iglús; esas ingeniosas viviendas de hielo, a veces tan bellas con sus espléndidas cúpulas, llegaron más adelante y se construyeron solamente en regiones situadas miles de kilómetros al este. Hace 14 000 años, los esquimales vivían en chozas excavadas en el suelo, con unas estructuras superiores hechas de madera, huesos de ballena y pieles de foca, muy parecidas a las que 15 000 años antes, en tiempos de Varnak, usaban los siberianos.

Los miedos y las supersticiones nacían en la oscuridad del invierno, y cuando mejor funcionaba la brujería del chamán era en aquella situación de inactividad forzada y nerviosa. Si una mujer embarazada tenía un parto difícil, él sabía quién era el culpable y lo identificaba sin vacilar. Que viviera o muriera no dependía de él sino del consenso de la comunidad, pero él podía influir en la decisión adoptada. Se quedaba solo en la cabaña que tenía en los límites de Pelek, lejos del mar, al que rehuía, y se sentaba entre sus guijarros Y sus encantamientos, sus trozos de hueso y sus preciosos marfiles, sus ramitas de álamo que por casualidad habían crecido adoptando formas premonitorias; allí tramaba sus hechizos.

Aquel invierno intentó embrujar primero a Ugruk; tenía motivos serios para hacerlo, porque Ugruk, con sus modales suaves y su bizquera, era el tipo de hombre que podía llegar a ser chamán. Y también podía moverlo a ello el amuleto que llevaba en el labio. Lo mejor era obligarle a abandonar la aldea. Era una táctica inteligente, porque, además, si Ugruk huía, era Poco probable que su atractiva esposa le acompañase. Se quedaría en el pueblo, sin duda, y el chamán podría apoderarse de la fuerza de Nuklit, y entonces su padre sería vulnerable ante él.

Doce mil años antes del nacimiento de Cristo y once mil años antes de la refinada cultura ateniense, los hombres y mujeres de Pelek comprendían plenamente los motivos que impulsan la conducta humana. Valoraban la relación que los ligaba a la tierra, al mar y a los animales que los habitan. Nadie comprendía aquellas fuerzas mejor que el chamán, a no ser aquella extraña joven que le obsesionaba, Nuklit.

—Ugruk —susurró ella, en la oscuridad de la choza—, creo que si nos quedamos otro año en la aldea, él nos hará la vida imposible.

—Me odia. Está poniendo a todos los hombres contra mí.

—No, en realidad odia a ése —replicó Nuklit, mientras señalaba al lugar donde dormía su padre.

Nuklit aseguró a su marido que, aunque él era el primero en la lista del chamán y ella la segunda, no eran más que objetivos secundarios, mediante los cuales el hechicero intentaba alcanzar lo que realmente le importaba.

—¿Qué es lo que intenta?

—Destruir a mi padre, y quedarse con su poder.

Cuando Ugruk, guiado por su esposa, comenzó a desenmarañar la trama, comprendió que ella tenía razón y comenzó a desarrollar una rabia silenciosa. Pero se hallaba indefenso para idear algún modo de defender a Nuklit y a sí mismo de los primeros asaltos del chamán; tampoco podía proteger a su suegro contra el ataque principal del brujo. El chamán tenía una importancia esencial en la aldea; cualquier cosa que le perjudicara ponía en peligro a toda la comunidad. Por lo tanto, Ugruk estaba paralizado.

Más tarde, su furia inicial se convirtió en una especie de dolor sordo, en un desasosiego que nunca abandonaba su mente y que produjo en él una reacción curiosa. El bizco comenzó a recoger, en la nieve que rodeaba la choza de su suegro, huesos de ballena y remos de madera arrastrados por el mar durante el verano anterior. También adquirió pieles de foca y tendones de animales y, mientras reunía furtivamente aquellos objetos, fue elaborando un plan. Recordaba el hospitalario grupo de chozas de la orilla oriental del mar, donde se recobraron él y sus compañeros de caza cuando ya no les quedaban provisiones, y siempre pensaba: «Allí estaríamos mejor».

Cuando hubo reunido subrepticiamente suficientes elementos y pudo estudiar seriamente cómo utilizarlos, tuvo que confiarse a Nuklit y a su padre; entonces expuso una idea revolucionaria:

—¿Por qué no construimos un kayak con tres aberturas? Los hombres irían en la popa y en la proa, remando. Nuklit y la niña estarían en el medio.

El suegro rechazó inmediatamente aquella idea absurda.

—Los kayaks tienen una sola abertura. Si quieres tres, te construyes un umiak abierto.

Pero Ugruk, aunque parecía tonto, comprendía que las convenciones tenían menos importancia que la necesidad.

—En alta mar, si un umiak se hunde, la gente se ahoga. Pero a un kayak bien cosido, se le da la vuelta y sale a flote: entonces sobreviven todos. —Como su suegro continuaba insistiendo en el umiak, Ugruk manifestó, con una fuerza asombrosa—: Sólo un kayak puede salvarnos.

El padre tuvo que Cambiar el tema de discusión, para salvar su orgullo:

—¿Dónde iríamos si tuviésemos ese kayak?

—Hacia allá —respondió Ugruk, sin vacilar.

En aquel momento trascendental, mientras Ugruk señalaba con su índice izquierdo hacia el este, por encima del mar helado, él y su familia tomaron la decisión de abandonar la aldea para siempre.

Ugruk comenzó a construir un kayak; cuando la noticia llegó a oídos del chamán, el hombre, con sus melenas y sus harapos malolientes por la suciedad y el uso continuado, se arrodilló entre sus objetos mágicos, comenzó a urdir hechizos y formuló preguntas inquisitivas por toda la comunidad:

—¿Por qué está construyendo un kayak? ¿Qué males está tramando Ugruk el bizco?

—El tonto de mi yerno perdió mi estupendo kayak el verano pasado, cuando perseguíamos aquella ballena —respondió descaradamente el jefe, al oír aquella insinuación—. Le he obligado a darme uno nuevo.

El jefe se comprometía con esta mentira. Él también estaba dispuesto a abandonar Pelek para siempre y probar suerte al otro lado del mar, aunque sabía que allí ya no gobernaría. Tendría que renunciar a la serena gloria de dirigir las decisiones de su pueblo. En la pesca de las ballenas, habría otros hombres en la popa del umiak; y hombres mejores, más jóvenes y fuertes, cazarían morsas y trocearían la carne en la matanza. El jefe era más consciente que su hija o su yerno de lo mucho que dejaba si escapaban, pero también sabía que, si el chamán se volvía contra él, ya no tendría ningún poder.

Cuando el mago se dio cuenta de que el nuevo kayak, cuyo armazón ya podía verse sobre la nieve, iba a tener tres aberturas, comprendió que pensaban escapar de su dominio todas las personas contra las que maquinaba su plan; y, a finales del invierno, justo antes de que se fundiera el hielo en alta mar y pudieran usarse de nuevo los kayaks y los umiaks, decidió pasar a la acción contra los aspirantes a fugitivos: se adelantó audazmente para marcar su autoridad.

—Los kayaks nunca han tenido tres aberturas; los espíritus rechazan una adulteración así. ¿Por qué lo han hecho? El jefe piensa huir de Pelek y, sin su habilidad para la caza, pasaremos hambre.

Al escuchar aquellas palabras, todos sabían que el chamán intentaba sentenciar al jefe a una existencia cruel: tendría que quedarse en la aldea y dirigir la caza, pero también tendría que ceder vergonzosamente su jefatura al chamán. Sería un hombre libre durante las cacerías, pero en todo lo demás sería un prisionero bajo sospecha.

Solamente la fe absoluta que aquellos esquimales sentían por su chamán Podía hacer posible un castigo tan diabólico; ante él, el único recurso que Podían encontrar el jefe o sus hijos era huir. Por eso se apresuraron a construir el kayak, y, a mediados de la primavera, cuando se fundieron las nieves y el mar empezó a dar muestras de librarse de su cubierta helada, Ugruk y el jefe trabajaron afanosamente para completar la embarcación.

Mientras tanto, Nuklit, que había sido en cierto sentido la instigadora de la marcha, recogía todos aquellos objetos necesarios que, durante la travesía cargarían a su lado ella y su hija. Al darse cuenta de que la carga tendría que ser patéticamente reducida, mientras se veían obligados a abandonar tantas cosas, sintió pena, pero no disminuyó su decisión.

De haber tenido alguna duda o de haber estado descontenta con su esposo, Nuklit habría tenido bastantes excusas para abandonar el proyecto durante aquella primavera, porque el chamán comenzó a poner en práctica su plan para deshacerse de Ugruk y marginar a su padre. Cuando ya casi había desaparecido el hielo del mar y comenzaban a brotar las flores, un día el chamán se presentó en la cabaña del jefe, acompañado por tres hombres jóvenes que cargaban con un kayak usado, de una sola abertura; echó la cabeza hacia atrás como si hablase con los espíritus y gritó con una voz áspera:

—¡Ugruk! Tú, que con tus actos malvados dejaste que la gran ballena escapase, tú, que traes desgracias a Pelek: los espíritus que nos guían y los hombres de esta aldea han decidido que tienes que abandonarnos.

Los vecinos, que habían salido de las chozas cercanas y se habían congregado allí, ahogaron una exclamación al oír aquella dura condena, y hasta el jefe, que tantas veces y tan capazmente había dirigido a su pueblo, tuvo miedo de hablar. Pero, en medio del silencio temeroso que se formó, Nuklit se plantó junto a su esposo y abrazó a su hija de cuatro años: hizo saber, con aquel simple gesto, que, si Ugruk era expulsado, ella le acompañaría.

El chamán pretendía que Ugruk se marchara inmediatamente, pero su plan se vio frustrado por aquel cambio inesperado, y los visitantes se retiraron algo confundidos, llevándose el kayak. Sin embargo, a pesar del momentáneo contratiempo, el chamán no renunció a la idea de reorganizar la aldea y hacerse con una mujer, de modo que, aquella noche, en medio de la oscuridad, se escurrieron hasta la casa del jefe algunos jóvenes a los que no se identificó y destrozaron casi completamente el nuevo kayak de tres plazas.

Por la mañana temprano, Nuklit, que había salido en busca de leña, fue la primera en descubrir aquel acto vandálico, pero no se asustó al ver lo que el chamán había causado. Como su choza, aparentemente, estaba condenada por los espíritus que custodiaban la aldea, era consciente de que podía haber gente espiándola, así que prosiguió su camino hacia la playa, en busca de la madera que el mar hubiera arrojado tras el deshielo, y volvió a casa en cuanto hubo reunido una brazada. Despertó a los hombres, y les advirtió de que no se lamentaran públicamente cuando viesen qué había ocurrido con el kayak.

Ugruk y su suegro salieron en silencio a inspeccionar los daños, y el primero decidió que las partes rotas del armazón se podían cambiar y la piel desgarrada se podía reparar. Tres días después, los dos hombres habían vuelto a reconstruir el kayak, pero esta vez lo introdujeron a medias en la cabaña; Ugruk dormiría sentado en el agujero que quedaba fuera de la vivienda y apoyaría la cabeza sobre los brazos, cruzados por encima del borde de la abertura.

Los esquimales, tanto los de aquel período como los de épocas posteriores, eran un pueblo pacífico que no cometía asesinatos; por ello, aunque el chamán podía declarar la guerra contra los dos hombres, no podía matar ni ordenar que los matasen. Nadie lo habría tolerado. Sin embargo, su condición de chamán le daba derecho a alertar a su pueblo contra las personas que pudieran acarrear desgracias a la aldea; eso hizo, con vehemencia y con eficacia.

Comentó que la bizquera de Ugruk demostraba su maldad y, cuando gritó: «¿Qué otro motivo podrían tener los espíritus para desviar la mirada de un hombre?», su auditorio se divirtió mucho porque el chamán mismo bizqueó durante un momento, con lo que su cara se volvió aún más fea. Se dudaba mucho de no incluir en sus parrafadas una sola palabra contra el Jefe, al que alababa efusivamente por su habilidad en la dirección de los umiaks; de hecho, intentaba introducir una cuña entre los dos hombres, y lo habría conseguido, si no hubiese cometido un error crucial.

Una tarde se acercó a Nuklit, que recogía las primeras flores del año, movido por su deseo cada vez mayor de conquistarla; le cautivaron la belleza morena de la mujer y su forma armoniosa de moverse aquí y allá por la pradera, en busca de los brotes de la primavera, y, contra toda prudencia, se abalanzó torpemente sobre ella e intentó abrazarla. Como Nuklit, de muchacha, había estado con varios jóvenes de gran atractivo e incluso había sido durante algunos meses la mujer del apuesto Shaktulik, sabía cómo eran los hombres y nunca, ni con el mayor esfuerzo de la imaginación, hubiera imaginado a aquel chamán repulsivo como su pareja. Por otra parte, en Ugruk había descubierto al tipo de compañero que cualquier mujer querría conservar, a pesar de sus evidentes defectos. Era delicado, pero valiente; amable con los demás, pero resuelto cuando tomaba una decisión. Había demostrado su valentía al desafiar al chamán y había demostrado su habilidad al construir el kayak nuevo, y Nuklit, ya en la plena madurez de los veintiún años, se sabía afortunada por haberle conocido.

Por su parte, el chamán, sucio, con su pelo grasiento y sus harapos malolientes, tenía muy pocos atractivos, al margen de su relación privilegiada con los espíritus y su capacidad de hacer que trabajasen en su provecho.

Cuando Nuklit sintió que él la agarraba, se dio cuenta de que también podía desafiar aquellos poderes.

—Vete, asqueroso —le dijo, mientras le empujaba con fuerza.

Entonces, asqueada, cometió una falta de prudencia: se rió de él, algo que el hombre no podía tolerar. El chamán retrocedió, tambaleándose, y juró destruir a aquella mujer y a todos sus compañeros, incluyendo a la niña inocente. La aldea de Pelek no volvería a saber de aquellos seres malvados.

Una vez en su choza situada al margen del pueblo, donde vivía en comunión con las fuerzas que gobernaban el Universo, lleno de ira fue ideando un plan tras otro para castigar a la mujer que le había desdeñado. Pensó en venenos, puñales y naufragios, hasta que finalmente cedieron sus pasiones más salvajes y decidió que, al día siguiente, al amanecer, convocaría a los aldeanos y pronunciaría un anatema absoluto contra el jefe, su hija, el esposo y la niña. Pensaba recitar una lista de todas las maldades que habían cometido para acarrear la desgracia a la aldea y provocar la enemistad de los espíritus. Quería infundir gran violencia a sus acusaciones, de modo que el público, Finalmente, en su frenesí olvidara la aversión de los esquimales por el asesinato y decidiera matar a aquellas cuatro personas a fin de evitar el castigo de los espíritus.

Sin embargo, al amanecer, cuando comenzó a convocar a los aldeanos para llevarlos hasta la choza del jefe, donde pensaba efectuar sus denuncias se encontró con que la mayoría estaban ya reunidos en la playa. Se abrió paso entre ellos a codazos y vio que todos miraban hacia el mar; en el horizonte, tan lejos que no les alcanzaría ni el umiak más veloz, tres siluetas encajadas en las tres aberturas de un kayak de estilo nuevo, se dirigían rumbo al mundo desconocido del lado opuesto.

En su frágil kayak, los atrevidos emigrantes iban a necesitar tres días enteros para cruzar desde Asia hasta América del Norte, porque el agua estaba picada en alta mar y todavía quedaban algunos icebergs a la deriva, en dirección al sur; pero en aquel amanecer luminoso todo parecía posible, y navegaban hacia el este con una alegría en el corazón que nadie que no estuviera tan relacionado con el mar hubiera podido comprender. Cuando ya no se veía la costa de Asia y delante suyo no había nada, continuaron la marcha, con el sol cayendo de pleno sobre sus caras. Se encontraban solos en alta mar, sin saber con certeza qué podría ocurrirles durante los días siguientes; contenían el aliento cuando el kayak se precipitaba por la pendiente de una ola poderosa y, cuando se encaramaba en la siguiente cresta, lanzaban una exclamación de placer. Estaban unidos a las focas que jugaban bajo la llovizna, y eran parientes de las morsas que iban al norte a aparearse. Cuando vieron una ballena que lanzaba su chorro en la distancia, el jefe gritó:

—No te muevas de ahí, que volveremos por ti más tarde.

Como consecuencia de la precipitada marcha de Pelek, se habían producido dos situaciones de una gravedad tal que daban sentido a toda una vida. Nuklit había vuelto pálida de espanto de su enfrentamiento con el chamán y, cuando su padre le preguntó qué había ocurrido, se limitó a responder:

—Tenemos que irnos cuando se haga oscuro.

—¡No podemos! —gritó Ugruk.

—Es preciso —fue la única respuesta de la mujer.

No dijo más, no explicó que había rechazado al chamán y se había reído de él, ni confesó tampoco que no podían continuar ocupando la choza, sobre la cual ella había atraído tanto peligro. Los hombres comprendieron que se había rebasado algún límite y se limitaron a preguntar:

—¿Tiene que ser esta noche?

Al principio, Nuklit asintió con un gesto, pero comprendió que tenía que dar una respuesta convincente, de modo que no pudiesen rebatirla.

—Nos iremos tan pronto como se duerman en la aldea. Si no, vamos a morir.

La segunda ocasión en que tuvieron que tomar una decisión comprometida se produjo cuando los obligados emigrantes llegaron a la playa; el suegro y el yerno transportaban el kayak en silencio, y la madre y la hija llevaban el ajuar que habían reunido. Los hombres echaron al agua la embarcación y acomodaron a Nuklit en el espacio central, donde iba a llevar a la niña durante la huida; y después el jefe se dirigió con toda naturalidad hacia el asiento trasero, el puesto de mando del kayak, porque suponía que iba a ser él el capitán de la expedición. Sin embargo, Ugruk se interpuso antes de que pudiera ocupar su sitio.

—Yo llevaré el timón —dijo Ugruk en voz baja a su suegro, que tuvo que cederle el mando.

Cuando ya estaban lejos de la playa y a salvo de las represalias del chamán, los cuatro esquimales del frágil kayak establecieron las reglas por las que iban a regirse durante los tres días siguientes. A popa, Ugruk marcaba un ritmo lento y regular: doscientos golpes de remo a la derecha, seguidos de un gruñido: «¡Cambio!», luego, doscientos golpes de remo a la izquierda. En el asiento de proa, el jefe remaba con todas sus fuerzas, como si el avance dependiese solamente de él; principalmente era él quien impulsaba la canoa hacia adelante. Nuklit, en el asiento central, les daba de vez en cuando agua de beber y algún pedazo de grasa de foca que iban masticando mientras remaban.

Alguna vez, la niña intentaba subirse al borde de la abertura, para aliviar el peso que su madre tenía que soportar, pero Nuklit la atraía de nuevo hacia sí y la mantenía en su regazo por mucho que le pesara.

—Si el kayak vuelca mientras tú estás afuera —le advertía—, ¿cómo quieres que te salvemos?

Por la noche continuó el viaje, porque tanto Ugruk como su suegro eran conscientes de la importancia de seguir avanzando en medio de la plateada oscuridad y se habían impuesto un ritmo lento y continuo, que mantenía la proa del bote apuntada hacia el este incluso después de la puesta del sol, que en aquellos días del principio del verano tardaba en producirse. Pero nadie puede remar sin pausa, y, por eso, cuando salió el sol, los hombres se turnaron para dormir un poco, el jefe primero y después Ugruk; para dormir guardaban con cuidado el remo, tan valioso, en el interior de la embarcación, junto a una pierna, lo que les permitía recuperarlo con rapidez.

Durante los dos primeros días, Nuklit no durmió, aunque intentaba que su hija sí lo hiciera, y se sentía más madre que nunca cuando la niña apoyaba sobre ella la cabecita soñolienta, porque ella, Nuklit, era la única que podía proteger a su hija de la muerte en aquel mar infinito. Al mismo tiempo experimentaba otras dos sensaciones casi igual de intensas. Durante la arriesgada travesía, apoyaba el pie izquierdo contra la piel de foca que contenía el agua, para asegurarse de que seguía allí, y apoyaba el derecho contra el remo de repuesto, que sería tan necesario si uno de los hombres perdía el suyo por accidente. Se veía a sí misma alargando la mano para alcanzar el remo y dárselo a su marido o a su padre. En la vasta soledad del mar, estaba segura de que, de ocurrir un incidente así, el remo lo perdería su padre y no Ugruk.

La mañana del tercer día, ya no podía mantenerse despierta, y hubo un momento en que se adormeció y cayó en la cuenta de que había dejado a su hija sin protección.

—¡Padre, encárgate tú un rato de la niña! —le pidió entonces a su padre.

—Tráela aquí —intervino Ugruk, cuando su mujer iba a llevar a la niña hacia proa.

Mientras se dormía, Nuklit pensó, con lágrimas en los ojos: «No es hija suya, pero la lleva en el corazón».

Durante la tarde del tercer día alcanzaron a ver el territorio oriental, lo que movió a los hombres a remar con más energía, pero se hizo de noche antes de que llegaran a la costa, y cuando salieron las estrellas, que les parecieron más brillantes porque las iluminaba la esperanza además de su propia luz, los cuatro silenciosos inmigrantes avanzaron con determinación, con Nuklit abrazada de nuevo a su hija, y apoyando todavía los pies contra la seguridad que le ofrecían el agua y el remo de repuesto.

Un poco después de medianoche, se oscurecieron las estrellas, se levantó viento y, en un cambio brusco del tiempo, tal como solía ocurrir en la región, se descargó súbitamente sobre ellos una tormenta; el kayak comenzó a girar y a dar tumbos en la oscuridad, mientras se precipitaba en los hondos abismos del mar y se elevaba hasta alturas terroríficas.

Los dos hombres tenían que remar furiosamente para impedir que volcase la frágil embarcación; cuando los brazos les dolían tanto que no se sentían capaces de soportarlo más, Ugruk gritaba «¡Cambio!» por encima del aullido del viento; entonces, en un ritmo perfecto, cambiaban de lado y mantenían el movimiento hacia adelante.

Al sentir que el kayak se deslizaba de un lado a otro, Nuklit estrechaba con más fuerza a su hija, que no lloraba ni daba muestras de miedo; aunque la pequeña estaba aterrorizada por la oscuridad y la violencia del mar, su única señal de preocupación era la fuerza con que se aferraba al brazo de su madre.

Entonces surgió una ola gigantesca de la oscuridad, y el jefe gritó:

—¡Volcamos!

El kayak volcó y se inclinó profundamente hacia el lado izquierdo hasta hundirse por completo bajo la gran ola. Hacía mil años se había decidido que el remero, en caso de que volcara un kayak, tenía que intentar, con un fuerte golpe de remo y con una torsión de su cuerpo, que la embarcación continuara girando en la dirección que siguiera al zozobrar; sumergidos en el agua oscura y helada, los dos hombres obedecieron las antiguas instrucciones: lucharon con los remos y empujaron con todo su peso para que el kayak siguiera girando. Automáticamente, Nuklit hizo lo mismo, tal como había aprendido desde su nacimiento, e incluso la niña comprendió que la salvación dependía únicamente de que el kayak continuara girando: se aferró a su madre con más fuerza que nunca y, de este modo, ella también ayudó a mantener la rotación.

Cuando el kayak estaba completamente sumergido, con los pasajeros cabeza abajo en aquellas aguas estigias, se puso de manifiesto el prodigio de su construcción: la piel de foca, cuidadosamente ajustada, mantuvo el agua por fuera y el aire en el interior; y, gracias a esto, la ligera embarcación continuó girando, batalló contra el poder terrorífico de la tempestad, y acabó por enderezarse. Cuando los viajeros se enjugaron el agua de los ojos vieron, al este, las primeras señales del nuevo día; vieron también que estaban aproximándose a tierra, y al ceder las olas y al regresar la calma al mar, los hombres remaron serenamente, mientras Nuklit estrechaba a su hija, a quien había protegido de las profundidades.

Desembarcaron antes del mediodía, ignorando si la aldea que habían visitado en aquella ocasión estaba situada hacia el norte o hacia el sur, aunque estaban bastante seguros de encontrarla. Cuando los dos hombres izaron el kayak a tierra, Nuklit los detuvo un momento y sacó del kayak el remo de repuesto. De pie entre los dos hombres, irguió el remo en el aire claro de la mañana.

—No ha hecho falta —les dijo—. Los dos sabíais qué teníais que hacer. Entonces los abrazó: primero al padre, como muestra de profundo respeto por todo lo que había hecho en la antigua patria y por lo que haría en la nueva; después, a su valiente esposo, por el amor que le profesaba.

Así llegaron a Alaska aquellos esquimales morenos y de cara redonda.

Hace 12 000 años, según una cronología que confirman los restos encontrados por arqueólogos (el armazón de piedra de algunas casas y hasta restos de aldeas, ocultos durante mucho tiempo), en distintos puntos situados cerca del extremo alaskano del puente de tierra, existía un grupo de esquimales diferente a otros grupos de esa raza tan especial. No está clara la causa de las diferencias; hablaban el mismo idioma que los otros esquimales, habían logrado adaptarse igualmente a la vida en los climas más fríos y, en ciertos aspectos, eran aún más capaces de sacar provecho de los animales de aquellas tierras y de los mares cercanos.

Eran algo más pequeños que los demás esquimales, y de piel más oscura, como si provinieran de otra zona de Siberia o incluso de un territorio situado más al oeste, en el centro de Asia; pero ya llevaban bastante tiempo en los territorios cercanos al extremo occidental del puente de tierra y habían adquirido los rasgos básicos de los esquimales de aquel lugar. Sin embargo, cuando cruzaron hacia Alaska, se instalaron aparte, y despertaron la suspicacia y hasta la enemistad de sus vecinos.

No era extraño que se produjera tal antagonismo entre grupos diferentes; cuando Varnak y sus antiguos compañeros llegaron a Alaska, pasaron a ser conocidos como atapascos y, tal como veremos, ellos y sus descendientes poblaron la mayor parte del territorio. Más tarde, cuando llegaron los esquimales de Ugruk y pretendieron hacer valer sus derechos sobre la costa, los atapascos les recibieron con hostilidad, pues estaban instalados allí desde hacía mucho y monopolizaban las mejores zonas, entre los glaciares; y se convirtió en norma que los esquimales se mantuvieran en la costa, donde podían mantener su antiguo estilo marinero de vida, en tanto que los atapascos se quedaban en las tierras más productivas del interior, donde subsistían como cazadores. Pasaban décadas sin que un grupo se adentrara en el territorio del otro, pero, cuando al fin entraban en contacto, solían producirse disturbios, riñas e incluso muertes, normalmente con la victoria de los atapascos, que eran más fuertes. Después de todo, habían ocupado aquellas tierras miles de años antes de que llegaran los esquimales.

Aunque no se trataba del tradicional y universal antagonismo entre los habitantes de la montaña y los de la costa, se le parecía bastante; al grupo de Ugruk ya le resultaba difícil defenderse de los atapascos, que eran más agresivos. Pero aquella tercera oleada de recién llegados, más pequeños y apacibles, parecía incapaz de protegerse de nadie. Cuando surgieron dudas sobre la posibilidad de continuar establecidos en aquella zona, una de las mejores de Alaska, los doscientos miembros del clan comenzaron a plantearse el futuro.

Por desgracia, precisamente en aquel momento desafortunado, el sabio que tanto reverenciaban, un anciano de treinta y siete años, comenzó a encontrarse tan mal que ya no podía dirigirles, y todo quedó un poco a la deriva, pues las decisiones importantes se postergaron o se abandonaron. Por ejemplo, en su emigración obligada, el grupo se había establecido temporalmente en una zona muy atractiva situada al sur de la península, que, durante los milenios en que el crecimiento de los océanos había llegado a sumergir el puente de tierra, había constituido el extremo occidental de Alaska. En aquella época, el puente estaba a la vista y no había océano en quinientos quilómetros a la redonda; en cambio, existía un recurso natural, de riqueza abundante y variada, que permitió la subsistencia del grupo.

Hace unos 12 000 años, por motivos que quizá nunca llegaremos a explicarnos, en Alaska y en el resto de la Tierra proliferó la vida animal a un ritmo desconocido hasta entonces. Había una variedad extraordinaria de especies animales, el número de ejemplares era casi excesivo y, cosa aún más inexplicable, su tamaño era muchísimo mayor que el de sus descendientes. Los castores eran inmensos. Los bisontes parecían monumentos peludos. Los alces se elevaban como torres, sus cornamentas eran grandes como algunos árboles; y los desgarbados bueyes almizcleros alcanzaban un tamaño impresionante. Los animales grandes eran característicos de aquel período, y los hombres tenían suerte de vivir entre ellos, porque, si abatían a un solo ejemplar, tenían carne asegurada para muchos meses.

Los mamuts, que eran con mucho los animales de mayor tamaño y de aspecto más majestuoso, abundaban como en la época de Varnak el Cazador. A lo largo de los 15 000 años transcurridos desde que Varnak había perseguido sin éxito a Matriarca, los mamuts habían aumentado tanto en tamaño como en número, y, en la zona que ocupaba en aquel momento el grupo de esquimales, había tal cantidad de aquellas bestias enormes que cualquier niño criado en el extremo oriental del puente de tierra estaba habituado a ellas. Aunque no las viese cada día, ni siquiera cada mes, sabía que estaban allí, junto a los grandes osos y a los leones astutos.

Azazruk era uno de aquellos muchachos; tenía diecisiete años, era alto para su edad y todos sus rasgos eran asiáticos. Su pelo era de un negro más oscuro que el de sus compañeros; su piel, de un color más pardo; y sus brazos, de mayor longitud. No cabía duda de que sus antepasados descendían de los mongoles de Asia. Era hijo del anciano moribundo, y el padre había albergado la esperanza de que el niño asumiera en su madurez el cargo que él había ejercido, pero año tras año se hacía más evidente que no iba a ser así; él nunca reprochaba esa incapacidad a su hijo, aunque no conseguía disimular su desengaño.

Pese a sus esperanzas, el anciano no conseguía determinar un aspecto en que su hijo pudiera contribuir a la vida del clan. No sabía cazar, no podía fabricar con trozos de sílex afiladas puntas de flecha, y no demostraba ninguna aptitud de mando en las batallas que a veces emprendían contra sus enemigos. Cuando quería, podía hablar con una voz fuerte, de modo que podría haber dirigido las deliberaciones del grupo; pero normalmente prefería hablar con mucha suavidad, hasta el punto de que a veces casi parecía afeminado. Sin embargo, era un muchacho bueno, como reconocían tanto su padre como toda la comunidad. La cuestión era, de hecho, de qué le serviría su bondad en caso de crisis.

Su padre, que era un sabio, sabía que muy pocos hombres, aunque lleven una vida normal, se libran de los grandes momentos de prueba. Los jefes natos como él se enfrentaban continuamente con esas situaciones, y las decisiones que había que tomar en el rastreo de un animal, en la construcción de una choza o en la elección del próximo rumbo que seguiría el clan, eran sometidas al juicio de sus pares. Los privilegios de la jefatura quedaban justificados por esta carga que se les imponía. Pero también había observado que el hombre común, el que no tenía ninguna cualidad de mando, tenía que enfrentarse a su vez a momentos de equilibrio inestable. En esos momentos, cualquier hombre tenía que actuar con rapidez, sin pararse a deliberar meticulosamente ni a emprender un cálculo cauteloso de las posibilidades. De repente, el mamut que estaban cazando se daba la vuelta y alguien tenía que enfrentarse a él. O bien volcaba un kayak en el agua turbulenta del río, y el remero, como era habitual, impulsaba el movimiento de giro para tratar de enderezarlo; pero entonces se encontraba con una piedra y ¿qué ocurría? O un hombre que intentaba siempre evitar antipatías se encontraba de pronto ante un provocador. Las mujeres tampoco estaban exentas de tener que tomar decisiones rápidas: en un parto, el niño salía de nalgas, y, en ese caso, ¿qué hacían las mujeres de más edad?; o a una niña tardaba en llegarle su primera menstruación, y ¿cómo se resolvía eso?

En la fortaleza de hielo de Alaska la vida ofrecía desafíos continuos a los seres humanos, de modo que Azazruk, a sus diecisiete años, ya debería haber desarrollado su personalidad; no era así, sin embargo, y su padre moribundo no lograba adivinar cuál iba a ser el futuro de su hijo.

Un día de primavera, la fatalidad quiso que los atapascos del norte realizaran una incursión contra el clan, justo cuando el anciano agonizaba. Su hijo se encontraba con él y no con los guerreros que trataban, bastante inútilmente, de proteger sus tierras. Al sentir acercarse la muerte, el padre le susurró:

—Azazruk, tienes que conducir a nuestro pueblo a un hogar seguro.

Antes de que el joven pudiera responder, o siquiera comunicar a su padre que había escuchado su petición, la muerte acabó con las aprensiones del anciano.

Aunque no fue un combate duro, sino una mera continuación del hostigamiento que ejercían los atapascos contra los esquimales, estuvieran éstos donde estuviesen, el clan se sintió confundido porque coincidió con la muerte de quien había sido su jefe durante mucho tiempo, y los hombres, sentados frente a las chozas, se preguntaron desconcertados qué hacer. Nadie, y mucho menos los guerreros, se dirigió a Azazruk en busca de dirección o de consejo. Le dejaron solo, enfrentado al misterio de la muerte. Azazruk salió de la aldea mientras cavilaba sobre las últimas palabras de su padre, y caminó hasta llegar a un arroyo que descendía desde el glaciar situado al este.

Mientras intentaba desenredar los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza, miró por casualidad el torrente y se dio cuenta de que estaba casi blanco porque arrastraba miles de trocitos de piedra desprendidos de las rocas situadas frente al glaciar; se quedó un rato maravillado por aquella blancura y se preguntó si representaría algún tipo de presagio. Meditaba sobre esa posibilidad, hasta que vio que del barro negro de la orilla sobresalía un extraño objeto, dorado y reluciente; al agacharse para rescatarlo del cieno, vio que se trataba de un trocito de marfil, del tamaño de dos dedos. Tal vez se había desprendido del colmillo de algún mamut o quizá provenía de la antigua cacería de una morsa, pero tenía algo que, incluso en aquel primer momento, cuando Azazruk lo sostenía, le daba una cualidad especial: por casualidad, o por obra de algún artista muerto hacía ya mucho, el marfil representaba un ser vivo, tal vez un hombre, tal vez un animal. No tenía cabeza, pero sí se veía un torso, un par de piernas cortas y una mano o una garra claramente dibujada. Bajo la luz que ya escaseaba, Azazruk hizo girar el objeto, cuya realidad le dejó estupefacto: era marfil, no cabía duda, pero al mismo tiempo era algo vivo, y la posesión de la pieza provocó una sensación de respeto religioso en el joven, un ánimo de desafío y decisión. No podía creer que fuera casual el hallazgo de aquella pequeña criatura viviente, justo el día de la muerte de su padre, mientras en su clan reinaba la confusión. Comprendió que los espíritus enviaban aquel presagio a alguien destinado a cumplir una tarea importante, y, en aquel instante de descubrimiento, decidió guardar el secreto. La estatuilla era pequeña y podía llevarla oculta entre los pliegues de su vestido de pieles de ciervo, donde pensaba guardarla hasta que los espíritus que la habían enviado le revelaran sus intenciones.

Cuando se disponía a abandonar el arroyo, cuyas aguas turbulentas seguían tan blancas como la leche del buey almizclero, le detuvo un coro de voces, y supo que el sonido provenía de los espíritus responsables de la suerte de su clan, los que le habían enviado la figurilla de marfil.

—Tú serás el chamán —le anunciaron las voces, en un susurro de hermosa armonía que no podía oír nadie más que él.

Entonces dejaron de cantar. Cualquier otro esquimal hubiera estallado de júbilo al escuchar un mensaje como aquél, que significaba autoridad y una relación permanente con los espíritus que controlaban la vida, pero Azazruk sólo sintió consternación. Desde su infancia, había visto cómo su sabio padre se enfrentaba a los diversos chamanes que habían entablado vínculos con el clan; el jefe les respetaba por sus poderes, además de reconocer el hecho de que él y su pueblo necesitaban la guía de los chamanes en los asuntos espirituales, pero no podía aceptar que constantemente se entrometieran en sus prerrogativas cotidianas.

—No te acerques a los chamanes —advirtió a su hijo—. En todo lo que tenga que ver con los espíritus, obedece sus instrucciones; pero, en todo lo demás, ignóralos.

Al anciano le molestaban especialmente las costumbres desaseadas de los chamanes, las pieles sucias y las cabelleras grasientas que lucían mientras oficiaban sus misterios y pronunciaban sus dictámenes.

—Para ser sabio no hay por qué apestar —decía.

Y el niño había podido comprobar en numerosas ocasiones que la afirmación de su padre era justa. Cierta vez, cuando Azazruk tenía diez años, un esmirriado esquimal del norte se unió al clan, proclamó con arrogancia que era chamán y se Ofreció a ocupar el puesto de un sabio que acababa de morir.

Como el chamán fallecido había sido algo mejor que lo habitual, la ineficacia del milagrero advenedizo pronto quedó en evidencia. No atraía mamuts ni osos a las zonas de caza, ni hijos varones a los lechos de las parturientas. El espíritu general de la aldea no aumentó ni mejoró, y el padre de Azazruk se basó en el ejemplo desafortunado de aquel hombre incapaz para condenar a todos los chamanes:

—Mi madre me explicó la importancia esencial de los chamanes, y yo sigo estando de acuerdo con ella —decía—. ¿Sin su protección, cómo podríamos vivir con unos espíritus que son capaces de atacarnos? Ahora bien, me gustaría que los chamanes se quedaran a vivir en el bosque de píceas y nos protegiesen desde allí.

Azazruk estaba de pie junto al arroyo, con la figurilla de marfil escondida contra su vientre, y en aquel momento comenzó a sospechar que los espíritus le habían enviado el tesoro para confirmar la decisión de que él, Azazruk, estaba destinado a ser el chamán que necesitaban los suyos. Lo que aquello implicaba le estremeció, y trató de descartar la idea, porque el cargo entrañaba una responsabilidad demasiado grave; incluso se le ocurrió volver a echar al arroyo al indeseable emisario, pero, cuando lo intentó, la pequeña criatura de marfil, aun sin cara, pareció sonreírle. Y la sonrisa invisible era tan cálida y cordial que Azazruk, aunque estaba preocupado por la muerte de su padre y por aquellos extraños sucesos, se rió entre dientes, luego soltó una carcajada y acabó dando saltos, en medio de una alegría loca. Entonces se dio cuenta de que estaba llamado (o quizá era una orden que tenía que cumplir) a servir como chamán de su clan; en aquel momento, cuando Azazruk aceptaba espiritualmente su obligación, los espíritus le demostraron su aprobación por medio de un milagro.

De entre los álamos temblones que bordeaban el arroyo mágico, surgió un mamut solitario, que parecía inmenso entre las sombras del atardecer, aunque no era de tamaño excepcional; no se detuvo ni se alejó cuando vio a Azazruk, sino que siguió avanzando, inconsciente del peligro que acarreaba. Cuando llegó a una distancia de apenas cuatro veces su cuerpo, se detuvo, miró a Azazruk y permaneció quieto en aquel lugar, con las patas enormes apenas hundidas en la blandura del suelo, y se quedó allí, royendo hojas de sauce y de álamo temblón, como si el esquimal no existiera.

Azazruk se retiró poco a POCO, paso a paso, hasta estar bien lejos de los árboles y el arroyo. Como en un trance místico, volvió solemnemente a la aldea, donde las mujeres estaban preparando a su padre para el entierro, y, cuando se le acercaron varios hombres, impresionados por su grave actitud, él les habló en un tono severo.

—Os he traído un mamut —anunció; y comenzó entonces la cacería.

Cuatro días después, los hombres, animados por la seguridad que Azazruk infundía en ellos, lograron perseguir al gran animal hasta matarlo; entonces, en la aldea la gente comprendió que, al morir el padre, el espíritu del buen hombre había pasado al cuerpo del hijo, quien había predicho que, después de recibir las primeras heridas de lanza, el mamut vagabundo se marcharía hacia el este durante dos días y que, después, al cabo de otros dos días, regresaría en busca de un territorio conocido donde morir. Efectivamente, el animal regresó a muy poca distancia del punto donde lo había encontrado Azazruk, de modo que, a su muerte, el cuerpo quedó casi en el lugar donde lo iban a consumir.

—Azazruk tiene poderes sobre los animales —dijeron los hombres y las mujeres, mientras descuartizaban al mamut para atracarse con su carne, tan sabrosa.

Eso parecía, porque, dos semanas después, cuando dos leonas atacaron a uno de los aldeanos y le hirieron gravemente en el cuello, todos creyeron que se moriría, pues las garras de los leones eran muy venenosas y sus heridas mortales. Sin embargo, Azazruk corrió hasta el herido, alejó a las leonas e inmediatamente comenzó a curar la herida sangrante con un preparado de musgo y hojas recogidas en el bosque, y los hombres se quedaron atónitos cuando vieron que el herido estuvo pronto en pie, caminaba y podía mover el cuello como si no le hubiera ocurrido nada.

Cuando asumió la jefatura espiritual, Azazruk introdujo dos innovaciones que consolidaron su poder y gracias a las cuales su pueblo le aceptó mejor que a cualquier otro chamán del que se tuviera memoria. Con una gran fuerza moral, se negó radicalmente a aceptar ninguna responsabilidad sobre las tareas militares, de gobierno o de la caza; en diversas ocasiones observó que eso eran prerrogativas del jefe, un hombre de veintidós años, de probada audacia, que Azazruk tenía en gran respeto. Era un hombre valiente, conocía bien las costumbres de los animales y nunca le ordenaba a nadie hacer algo que él mismo no estuviera dispuesto a hacer primero. Bajo su jefatura, el clan estaría tan bien protegido como antes, si no mejor.

En segundo término, Azazruk estableció unas prácticas que nunca se habían llevado a cabo entre su gente. No veía la necesidad de que el chamán viviera apartado de los demás ni, desde luego, de que fuera desordenado y sucio. Continuó ocupando la choza de su padre, y guardaba sus pantalones de caribú y su manto de piel de foca en aquel edificio excavado en parte bajo tierra y en parte alzado en una construcción de piedra y madera. Siempre estaba disponible para las personas con problemas; sobre todo, se dedicaba a los niños, a fin de encaminarlos en la dirección debida. Les asignaba tareas específicas: quería que las niñas supieran trabajar las pieles de animales y los huesos de los mamuts y los renos, y obligaba a los varones a aprender a cazar y a construir los utensilios empleados en las cacerías. También quería que la tribu contara con un buen tallador de sílex, con una persona que supiera manejar el fuego y con alguien diestro en el rastreo de los animales.

Azazruk pensaba que la mayoría de sus poderes provenían de su comprensión de los animales y, cuando caminaba por las tierras extendidas entre los glaciares, estaba atento a los seres que compartían con él aquel paraíso. No importaba el tamaño. Sabía dónde se escondían los pequeños carcayús[4] y cómo acechaban los tejones a sus presas. Entendía la conducta de los zorros y los trucos de las ratas y los demás animalitos que anidaban bajo el suelo. A veces, cuando él mismo cazaba o ayudaba a los otros cazadores, durante un momento se sentía como el lobo que acecha a un rebaño; su mayor placer, sin embargo, eran siempre los animales grandes: los mamuts, los grandes alces, los bueyes almizcleros, los tremendos bisontes y los leones poderosos.

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