Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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La superioridad de su ingenio y su destreza manual conferían cierta dignidad a los hombres, pero aquellos animales de tan gran tamaño exhibían una majestad propia, que provenía del hecho de haber encontrado maneras de protegerse y sobrevivir mientras no llegase la primavera, con su aire más cálido que fundía la nieve, a aquella zona de intenso frío invernal. A su modo, eran tan sabios como cualquier chamán, y Azazruk, al estudiarlos, confiaba en detectar sus secretos y beneficiarse de ellos.

Cuando acabó de estudiar a los animales y amplió su sabiduría con lo que había aprendido sobre los seres humanos, observó que quedaba aún otro mundo, el del espíritu, en el que nunca podrían penetrar ni los animales ni él. ¿Por qué llegaban desde Asia los fuertes vientos aullantes? ¿Por qué hacía siempre más frío hacia el norte que hacia el sur? ¿Quién alimentaba los glaciares, cuyos frentes llegaban casi sin fuerzas al mar o a la tierra seca? ¿Quién hacía nacer las flores amarillas en primavera y las rojas en otoño? ¿Y por qué nacían niños casi al mismo tiempo que morían los ancianos?

A lo largo de los primeros siete años de su jefatura se enfrentó con aquellos interrogantes; durante aquel tiempo ideó ciertas reglas. Cuando deseaba convocar a los espíritus y conversar con ellos, le eran de gran utilidad los guijarros brillantes que había recogido, las bagatelas atesoradas por su madre, las maderas y los huesos con poderes de presagio. Aprendía mucho en esos diálogos, pero siempre, en el fondo de su mente, permanecía la visión de aquel trozo de marfil dorado con forma de animal o de hombre, o quizá de un hombre sonriente sin cabeza. Comenzó a considerar que este mundo era un lugar divertido en el que ocurrían cosas ridículas; los hombres y las mujeres, aunque siguieran todas las reglas y evitasen todos los peligros, igualmente podían caer en alguna situación absurda, y sus vecinos y los mismos espíritus se reirían de ellos, sin ningún disimulo, a grandes carcajadas. El mundo era trágico: la muerte atacaba de forma arbitraria a los hombres buenos y a los animales fuertes; pero también era ridículo, hasta el punto de que, a veces, las cumbres de las montañas parecían doblarse de risa.

La risa se acabó el noveno año que Azazruk llevaba como chamán. Desde el mar llegó una enfermedad que asoló la aldea, y, cuando ya habían enterrado los cadáveres, hubo una invasión de atapascos desde el este. Los mamuts abandonaron la zona, seguidos por los bisontes, con lo que sobrevino el hambre; por eso, un día, cuando todo parecía conspirar contra el clan, Azazruk reunió a los mayores de la aldea, la mayoría de los cuales tenían más edad que él.

—Los espíritus nos avisan. Es hora de mudarnos —les habló, con franqueza.

—¿Adónde? —preguntó el jefe de los cazadores.

Antes de que Azazruk pudiera sugerir nada, los hombres adelantaron sus respuestas negativas:

—No podemos ir hacia el hogar de la Estrella Grande. Allí están los cazadores de ballenas.

—Tampoco podemos ir hacia donde sale el sol. Allí viven los hombres de los árboles.

—Estaría bien ir al país de las Bahías Amplias, pero la gente de allá es hostil y nos rechazará.

Las opciones lógicas quedaban descartadas. Parecía que en ninguna parte sería bien recibido aquel grupo desafortunado, tan reducido que no tenía ningún poder, pero entonces se escuchó la sugerencia de un hombre tímido, que difícilmente podría confundirse con un jefe:

—Podríamos volver al lugar de donde vinimos.

Se hizo un largo silencio, y los hombres consideraron la posibilidad de una retirada, aunque les resultaba muy difícil recordar la tierra abandonada por sus antepasados dos mil años atrás; la tribu conservaba relatos que hablaban de un viaje decisivo emprendido desde el oeste, pero ya ninguno de ellos se acordaba de cómo había sido la antigua patria, ni de los motivos que hicieron necesaria la partida de los antiguos.

—Vinimos de allá —dijo una anciana, señalando vagamente hacia Asia con la mano—; pero, ¿quién sabe?

Nadie sabía nada, de modo que no prosperó aquel primer enfoque del asunto; sin embargo, algunos días después, Azazruk vio a una muchacha que, con una concha, estaba cortándole el pelo a una amiga.

—¿Dónde has encontrado esa concha? —le preguntó.

Las niñas le dijeron que, según la tradición de su familia, en tiempos pasados trajeron esas conchas a la aldea unos hombres de aspecto extraño, que hablaban el mismo idioma que ellos, aunque con un curioso acento.

—¿Y de dónde venían?

Las niñas lo ignoraban, pero al día siguiente acompañaron a sus padres a la choza del chamán; allí, los mayores explicaron que ellos no habían conocido a los hombres de las conchas.

—Vinieron antes de nuestra época. Pero nuestra abuela nos dijo que llegaron desde aquella dirección.

Basándose en sus recuerdos, estuvieron de acuerdo en que los desconocidos habían llegado desde el sudoeste. Eran diferentes de la gente del pueblo, pero habían sido unos visitantes agradables, e incluso habían bailado. Todos aquéllos cuyos padres habían escuchado los antiguos relatos coincidían en que los hombres de las conchas habían bailado.

Sin llegar a ningún razonamiento sensato, solamente a partir de aquel dato accidental, Azazruk llegó a imaginar un viaje al lugar de donde provenían las conchas. Pensó mucho y llegó a la conclusión de que, dado que trasladarse a otro territorio no resultaba práctico y cada vez tenía resultados peores continuar en la zona donde se había establecido su gente, la única esperanza consistía en ir hacia tierras desconocidas, que podían ser habitables.

Antes de recomendar un viaje tan peligroso necesitaba la confirmación de los espíritus, por lo que pasó tres largos días en su choza, prácticamente inmóvil, con los fetiches esparcidos ante él, hasta que cayó en un estupor producido por el hambre, y los espíritus le hablaron en la oscuridad. Oía voces lejanas, a veces en lenguas que no comprendía, otras veces tan claras como el bramido de un alce en el frío de la mañana:

—Azazruk, tu pueblo pasa hambre. Los enemigos os atacan desde todas partes y no tenéis bastante poder para luchar. Tenéis que huir.

Todo eso estaba claro, y le pareció extraño que los espíritus repitiesen algo tan evidente; pero después reflexionó y rectificó un juicio tan duro. «Están avanzando paso a paso, como el hombre que se aventura con cuidado sobre el hielo reciente», pensó. Al cabo de un rato, los espíritus llegaron a la esencia de su mensaje.

—Azazruk, sería mejor que fuerais hacia la Estrella Grande, hasta el borde de la tierra cubierta de hielo. Allí tendríais que volver a cazar ballenas y morsas, a la manera antigua. Si tú eres valiente y dispones de hombres audaces, id hacia allá.

—Pero nuestro jefe no tiene suficientes guerreros —gritó Azazruk, dándose una palmada en la frente.

—Ya lo sabemos —fue la respuesta de los espíritus.

Completamente frustrado, Azazruk se preguntó por qué los espíritus le recomendaban ir hacia el norte, sabiendo que era un lugar tan peligroso; pero aún se puso más nervioso cuando escuchó lo que le dijeron a continuación:

—En el norte construiríais umiaks y saldríais a cazar las grandes ballenas. Perseguiríais a las morsas, que podrían mataros si os atrapaban. Cazaríais focas, y pescaríais a través del hielo, y viviríais como siempre vivió vuestro pueblo. En el norte haríais todo eso.

Eran palabras tan insensatas que Azazruk se sofocó. Se ahogó y cayó desmayado entre sus fetiches. Permaneció así mucho tiempo y, en sus sueños febriles, comprendió que, con aquellas órdenes imposibles, los espíritus le recordaban quién era y cómo había sido su vida durante incontables generaciones, y le explicaban que, a pesar de haber vivido durante dos mil años tierra adentro, él y su clan eran todavía habitantes de los mares helados, esos mares a los que no se atreverían a desafiar otros hombres menos fuertes. Era un esquimal, un hombre con una tradición extraordinaria, y ni siquiera el paso de las generaciones podía borrar aquel hecho esencial.

Al volver en sí, los mensajes insistentes de los espíritus habían logrado purificarle del miedo.

—Tiene que haber islas en el sudoeste —le hablaron, con calma—. De lo contrario, ¿de dónde habrían traído sus conchas aquellos forasteros?

—No comprendo —repuso Azazruk.

—Donde hay islas, hay mar; y, donde hay mar, hay conchas —contestaron los espíritus—. El patrimonio de un hombre se encuentra de muchas formas diferentes —fue lo último que dijeron.

El cuarto día, por la mañana, Azazruk compareció ante las personas que habían pasado la noche anterior delante de su choza, preocupados al escuchar los sonidos extraños que procedían del interior. Alto, flaco, limpio, ojeroso, le inflamaba una iluminación desconocida hasta entonces.

—Han hablado los espíritus. Iremos hacia allá —anunció, señalando al sudoeste.

Cuando volvió a la choza, donde la gente no podía verle, vaciló su resolución y le sobrecogió el temor por lo que podría ocurrir en un viaje semejante, en el trayecto emprendido hacia tierras extrañas, que tanto podían existir como no existir. Entonces vio que la figurita de marfil se estaba riendo, se burlaba de sus miedos y compartía con él, a su manera, desde fuera del tiempo, la sabiduría que había adquirido cuando formaba parte del colmillo de una morsa y mientras había permanecido, durante diecisiete mil años, en el fondo lodoso de un arroyo de hielo, viendo pasar todo un universo de peces muertos, mamuts heridos y hombres poco cuidadosos.

—Estarás contento, Azazruk. Verás siete mil crepúsculos y siete mil amaneceres.

—¿Encontraré un refugio para los míos?

—¿Importa eso?

Azazruk guardó de nuevo la figurilla en el saco, y entonces oyó las carcajadas del viento que llegaba desde la colina; el grito de entusiasmo de una ballena que emergía tras una larga cacería submarina, la alegría de un zorrino que perseguía jugando a un pájaro, y el sonido prodigioso del Universo, a quien poco importa que un hombre encuentre o no refugio, mientras disfrute con el placer despreocupado de la búsqueda. Azazruk guió durante diecinueve años a su pueblo errante a través del sudeste de Alaska, en un período especialmente glorioso para aquella parte del mundo. El reino animal estaba en su mejor momento y proporcionaba una gran abundancia de bestias nobles y bien adaptadas a aquella tierra extraordinaria. Las montañas eran entonces más altas, los glaciares más poderosos y los ríos tenían un caudal más tumultuoso. Era una tierra rica, y emitía notas prodigiosas en todas sus manifestaciones, tanto en invierno, que era tan frío que los animales tenían que pasarlo prudentemente enterrados, como en verano, cuando los valles quedaban cubiertos por una multitud de flores.

El territorio tenía en aquella época unas dimensiones enormes, y ningún hombre hubiera podido viajar de un extremo a otro, ni hubiera conseguido atravesar aquella gran cantidad de ríos helados y picos elevadísimos. El viajero podía ver, desde casi cualquier punto, las montañas coronadas de nieve; de noche, mientras dormía, podía escuchar a poca distancia el sonido de los leones poderosos y de los grandes lobos. Había unos osos muy interesantes, de color marrón, a los que les gustaba erguirse sobre las patas traseras como alardeando de su estatura, tan alta como la de los árboles. Más adelante se les llamó osos pardos, y eran los animales más desconcertantes de todos los que se acercaban a los campamentos de los viajeros. Si había comida disponible, se mostraban tan apacibles como las ovejas de las colinas más bajas; pero, si no conseguían su deseo o si una conducta inesperada les enfurecía, eran capaces de destrozar a un hombre con un solo zarpazo de sus tremendas garras.

Los osos eran inmensos por aquel entonces, alcanzaban casi cinco metros de altura, y las personas que no estaban acostumbradas se aterrorizaban al verlos, aunque Azazruk, que sabía conversar con los animales, los tenía por unos amigos grandes, torpes e imprevisibles. No les buscaba, pero, cuando aparecían en los alrededores del campamento, se sentaba tranquilamente en una roca junto a ellos, les hablaba y les preguntaba qué tal andaban las zarzamoras que crecían entre los abedules y qué se traían entre manos los poderosos bisontes. Los osazos, que hubieran podido partirle en dos, le escuchaban con atención y alguna vez se acercaban a él como si quisieran husmearlo; nunca le hacían daño, porque al olfatearlo sentían que no tenía miedo.

De una manera muy diferente, se comportaron con un joven cazador que atacó a un oso, que se hallaba junto al chamán, sin conocer el primero la relación especial que existía entre ellos. El oso se extrañó ante un comportamiento tan inesperado y rechazó al cazador; cuando el hombre le atacó por segunda vez, el oso le lanzó un zarpazo que casi lo decapitó, y entonces se marchó a paso lento. En aquella ocasión resultaron inútiles los ungüentos de hierbas del chamán, y el hombre murió antes de poder articular una palabra, sin que nadie volviera a ver al osazo en el campamento.

¿Por qué aquellos esquimales esperaron diecinueve años, antes de establecer un nuevo hogar? Para comenzar, no tenían prisa por alcanzar ninguna meta determinada, sino que iban a la deriva, y probaban suerte en lugares diferentes. Por otra parte, a veces se les interponían montañas o ríos que no se helaban en dos o tres veranos seguidos. Pero principalmente la culpa era del chamán, que, cada vez que llegaba a un lugar agradable, quería creer que era el más apropiado e intentaba mantener su decisión hasta que las condiciones se hacían demasiado adversas y tenían que mudarse de nuevo si querían sobrevivir.

Los miembros del clan siempre le dejaban decidir, porque eran conscientes de que necesitaban el apoyo total de los espíritus para emprender aquel traslado radical hacia territorios nuevos. Una de las veces, estaban muy bien instalados en la orilla de un gran lago rebosante de peces; los espíritus advirtieron al chamán que ya era el momento de continuar el viaje, pero deseaban quedarse allí y perdieron otros dos años recorriendo las costas del lago, hasta que, al llegar al extremo occidental, donde nacía un río que iba en busca del mar, empaquetaron obedientemente sus escasas pertenencias y continuaron el viaje.

Durante el año siguiente, cuando ya llevaban diecisiete de peregrinación, tuvieron que enfrentarse a problemas mucho más graves de lo habitual, pues, sin necesidad de una gran exploración, pudieron comprobar que el territorio nuevo en el que se adentraban era una península, cuyas costas más estrechas quedaban rodeadas por el océano. Los espíritus les animaron a probar suerte en ella, y, cuando volvieron a entrar en un estrecho contacto con el mar, tras una ausencia de dos mil años, comenzaron a notar grandes cambios, como si la memoria de su raza volviera a aflorar a la superficie, después de estar acallada durante mucho tiempo.

El aire salado y el rumor de las olas consiguieron que los nómadas se animaran con entusiasmo a comer marisco y a pescar en el mar, dos cosas que nunca habían hecho. Los artesanos comenzaron a construir barquitos bastante parecidos a los kayaks de sus antepasados, y rápidamente se abandonaban las embarcaciones que no se adaptaban bien a las olas, mientras que las que parecían más adecuadas para el mar, se mejoraban. De mil maneras, algunas muy sutiles, aquellos antiguos esquimales volvieron a adquirir las características de un pueblo marinero.

Adentrarse en un mundo tan diferente le producía a Azazruk el mismo miedo que a los demás, pero él tenía el apoyo leal de sus fetiches, los cuales, cuando los extendía en el suelo de su cabaña de pieles levantada junto al océano, siempre aprobaban la aventura; y quien más le animaba era la estatuilla de marfil.

—Creo que tú querías traernos al mar —le dijo una noche Azazruk, mientras resonaba en el exterior el sonido de un oleaje picado—. ¿Has vivido alguna vez aquí?

Por encima del ruido de la tempestad escuchó las risas de la estatuilla, y, los días siguientes, ya con el mar en calma, tuvo la seguridad que surgían risas ahogadas del saquito donde la guardaba.

Durante aquel año el clan continuó avanzando hacia el oeste, y exploraron la península como si el refugio que buscaban tuviera que encontrarse detrás de la siguiente colina, pero algunas veces veían en la distancia el humo de unas fogatas desconocidas, lo que significaba que todavía no estaban a salvo. Llegaron al extremo occidental de la península en aquel estado de incertidumbre, y allí se les planteó un problema de cuya respuesta iba a depender la historia de su pueblo durante los siguientes 12 000 años: ¿Tenían que establecerse en la península o era mejor continuar hasta las islas desconocidas?

Muy pocas veces se da la oportunidad de que un pueblo tenga que tomar una decisión tan importante y en un período tan limitado de tiempo; por supuesto, siempre se toman decisiones, pero normalmente se extienden a toda la sociedad a lo largo de un período mucho más prolongado, o bien resultan del hecho de que se produce una negativa a escoger. Iba a ocurrir algo parecido muchos milenios después, cuando los pueblos negros del África central tuvieron que decidir si se trasladaban hasta el sur y abandonaban los trópicos en favor de las tierras más frescas situadas frente a los océanos meridionales o cuando un grupo de pioneros ingleses tuvo que resolver la cuestión de si podrían vivir mejor al otro lado del Atlántico.

El clan de Azazruk vivió un momento parecido cuando, tras una dolorosa deliberación, decidió abandonar la península y probar fortuna en la cadena de islas que se extendía hacia el oeste. Fue una elección atrevida: de las doscientas personas que habían abandonado dieciocho años antes la relativa seguridad del lugar que ocupaban entonces, menos de la mitad habían sobrevivido a su llegada a las islas, aunque nacieron muchas más a lo largo del camino. En cierto modo, fue una suerte, porque significaba que quienes llevarían a cabo la decisión serían en su mayoría personas más jóvenes y mejor preparadas para adaptarse a lo desconocido.

Los que siguieron al chamán hasta la primera isla, a través del estrecho mar, formaban un grupo robusto, que, para vivir en la severidad de aquellos territorios, iba a necesitar a un tiempo resistencia física y valor moral. Formaban la cadena más de doce islas grandes entre las que podían escoger, Y un centenar de islotes, algunos tan pequeños como un pedrusco. Eran islas espectaculares: en muchas de ellas había montañas altas y en otras, grandes volcanes nevados durante casi todo el año; el pueblo de Azazruk las admiraba con respeto mientras recorría la cadena. Exploraron una isla grande, que más adelante se llamó Unimak, y después cruzaron el mar hasta Akutan, Unalaska y Umnak. Más tarde probaron en Seguam, Atka y la escarpada Adak, hasta que una mañana, mientras realizaban una incursión por el oeste, vieron en el horizonte una isla imponente, cuya entrada oriental quedaba protegida por una barrera de cinco montañas altas que se elevaban desde el mar. Azazruk sintió que aquella costa inhóspita les rechazaba.

—¡Continuad hasta la próxima! —gritó a los remeros de la primera embarcación.

Sin embargo, cuando la caravana pasaba junto al promontorio del norte, el chamán divisó frente a ellos una espléndida y amplia bahía, y, en la llanura central, vio alzarse un volcán de contornos perfectos y nevada belleza, que dormía apaciblemente desde hacía 10 000 años.

—Ésta será vuestra casa —susurraron entonces los espíritus—. Aquí viviréis peligros, pero también pasaréis por grandes alegrías —prometieron después para darles mayor seguridad.

Con esta garantía, Azazruk se encaminó hacia la costa. Pero se detuvo ante otro mensaje de los espíritus.

—Hay algo mejor pasado el promontorio.

Azazruk continuó explorando, hasta llegar a una bahía profunda, rodeada de montañas, y protegida de las tormentas del noroeste por una cadena de islas que la envolvían como una mano protectora. Había un estuario, una especie de fiordo flanqueado por acantilados, que se extendía por el lado oriental de la bahía.

—¡Esto es lo que nos habían prometido los espíritus! —gritó cuando alcanzaron el extremo, donde los nómadas de su clan instalaron su hogar.

Cuando los viajeros no llevaban siquiera una temporada en Lapak, presenciaron un día una erupción en una isla mucho más pequeña situada hacia el norte: un diminuto volcán que no alcanzaba ni treinta metros por encima del mar estalló en un despliegue deslumbrante de furioso humo, como si fuera una ballena rabiosa que lanzara llamas en vez de agua. Los recién llegados no podían oír el siseo de las chispas al caer en el mar, ni sabían que detrás de las nubes de vapor, en la lejana costa, alcanzaba el mar un río de lava que parecía interminable; sin embargo, sí que pudieron presenciar el espectáculo, y los espíritus aseguraron a Azazruk que lo habían organizado ellos en señal de bienvenida al nuevo territorio. Cuando estaba a punto de explotar, el joven volcán había chisporroteado; por eso los recién llegados lo llamaron Qugang, el Silbador.

Lapak tenía una abrupta forma rectangular, que, en su punto más ancho, de este a oeste, medía treinta y dos quilómetros, y diecisiete de norte a sur. La circunferencia exterior estaba rodeada por once montañas, algunas de las cuales superaban los seiscientos metros de altura, pero la costa de las dos bahías era habitable e incluso acogedora en algunos puntos. Nunca habían crecido árboles en la isla, pero la hierba brotaba verde y abundante por todas partes, y en cualquier sitio protegido del viento se alzaban los arbustos. Además de los dos volcanes y la protección de las montañas, se caracterizaba por tener gran cantidad de ensenadas; tal como habían predicho los espíritus, la isla estaba totalmente entregada al mar, y cualquier hombre que quisiera habitarla tendría que pasar su existencia obedeciendo a las olas y las tempestades, y vivir de su abundancia.

Al explorar su nuevo dominio, Azazruk reparó con alivio en los riachuelos que se entrecruzaban tierra adentro.

—Estos ríos nos traerán comida. Nuestro pueblo puede vivir en paz en esta isla.

Antes de la llegada de Azazruk y su clan, la isla no había estado habitada, aunque ocasionalmente las tormentas arrojaban a la playa algún cazador solitario en su kayak o a un grupo de hombres con su umiak. Una mañana, unos niños que jugaban en un valle abierto al mar encontraron los esqueletos de tres hombres, que al parecer habían muerto en una soledad espantosa. Pero nunca había tratado de establecerse allí un grupo de personas. Se suponía que antes de la llegada del clan tampoco había habido mujeres que pusieran el pie en Lapak.

Cierto día, un grupo de hombres que había ido a pescar a uno de los ríos que descendían por las laderas del volcán central se refugió, al alcanzarles la noche, en una cueva abierta en lo alto de un montículo, frente a la zona del mar de Bering delimitada por la cadena de islas. Cuando llegó la mañana vieron, atónitos, que la cueva estaba ocupada por una mujer increíblemente vieja.

—¡Milagro! —gritaron, mientras corrían en busca de su chamán—. ¡Hay una vieja escondida en una caverna!

Azazruk siguió a los hombres hasta la cueva y les pidió que aguardaran afuera, mientras él investigaba aquella extraña novedad; se adentró en la cueva y se encontró frente a las facciones marchitas y correosas de una vieja cuyo cuerpo momificado se mantenía todavía erguido, de modo que parecía viva y casi a punto de contarle las aventuras por las que había pasado durante los últimos milenios.

El chamán permaneció un largo rato junto a ella y trató de imaginar cómo había llegado a la isla, cuál había sido su vida y qué manos amorosas la colocaron en aquella posición protegida y reverencial. La mujer parecía deseosa de hablarle, de modo que él se inclinó hacia adelante, como para escucharla mejor, y pronunció para sí mismo unas palabras consoladoras, como si las dijese ella misma.

—Azazruk, has traído a los tuyos a casa. Ya no viajaréis más.

Al volver a su choza de la playa, extrajo sus piedras y sus huesos en busca de orientación; oyó cómo la voz tranquilizadora de la mujer dirigía sus decisiones, y gran parte de las cosas buenas que disfrutó su gente en la isla de Lapak se debió a los sabios consejos de la anciana.

¿Cómo iban a vivir los inmigrantes, si no había árboles ni suficiente espacio para el tipo de agricultura que conocían? Tendría que ser de la generosidad del mar, y es impresionante observar cómo se anticiparon los océanos a las necesidades de aquel pueblo atrevido, y cómo les proveyeron en abundancia. ¿Tenían hambre? Cada bahía, cada ensenada de la isla hervía llena de marisco, caracoles de mar, calamares y algas marinas de las más nutritivas. ¿Les apetecía algo más sustancioso? Podían pescar en las bahías utilizando un cordel de tripa de foca y un anzuelo de hueso de ballena, con los que casi siempre conseguían algo; y, si entre los desechos de la playa encontraban un palo alargado, podían encaramarse a una roca saliente y pescar en el mismo mar. ¿Necesitaban madera para construir una choza? Esperaban a la próxima tempestad y, en la playa, en el umbral de su casa, se encontraban con un gran montón de madera de deriva.

Los que se atrevían a abandonar la tierra y se aventuraban en el mismo océano, tenían a su disposición una riqueza inagotable. Solamente necesitaban cierta habilidad para construir un kayak individual, y coraje para confiar su vida a una embarcación extremadamente frágil, que la ola más pequeña podía estrellar contra una roca. Un hombre en su kayak podía alejarse tres kilómetros de la costa y pescar hermosos salmones, largos y lustrosos. A quince kilómetros encontraba halibuts y bacalaos, y, si prefería, como la mayoría, la carne más suculenta de los grandes animales marinos, podía cazar focas o aventurarse en el océano para batirse con las titánicas ballenas y las morsas poderosas.

No era muy difícil divisar una ballena, porque la disposición de las islas dejaba unos pocos puntos por los que podían pasar animales de ese tamaño, y Lapak se situaba entre dos de aquellos pasos.

Aunque regularmente veían ballenas que cruzaban muy cerca de los promontorios, era menos habitual cazarlas. Los valientes de la isla podían perseguirlas durante tres días y herirlas de gravedad, sin lograr traerlas a la costa. Lloraban mientras veían alejarse al leviatán, cuyas heridas le llevarían a morir en el mar, en algún lugar distante donde un grupo de forasteros, que no habrían desempeñado papel alguno en su captura, se alimentaría con él. Alguna mañana, también ocurría a veces que una mujer de Lapak que se había levantado temprano para recoger algas en la costa veía a poca distancia, flotando en el mar, un objeto que por su tamaño solamente podía ser una ballena; por un momento la tomaba por una ballena errante que se había aventurado cerca de la costa, pero, al cabo de un rato, al ver que no se movía, se entusiasmaba y corría gritando hacia sus hombres:

—¡Una ballena, una ballena!

Entonces, los hombres corrían a sus kayaks, remaban a toda prisa hacia el gigante muerto y sujetaban unas pieles de foca infladas al cadáver, para que se mantuviera a flote mientras lo empujaban lentamente hacia la costa. Cuando la descuartizaban, mientras las mujeres tocaban los tambores, encontraban las heridas fatales que le había infligido alguna otra tribu y, a veces, el extremo de algún arpón detrás de la oreja de la ballena. Y daban las gracias a los valientes desconocidos que habían luchado contra aquella ballena para que Lapak pudiera comer.

Pasó algún tiempo antes de que la gente de Azazruk descubriera la auténtica riqueza de la isla; un gran cazador, Shugnak, había construido el primer umiak para seis personas que hubo en la isla, y, una mañana, con el chamán acurrucado en el centro, la embarcación se adentró en la cadena de islotes que llegaba hasta el pequeño volcán. Los salientes rocosos eran peligrosos, y Azazruk advirtió a Shugnak.

—No pasemos tan cerca de las rocas.

El cazador, que era más joven y atrevido que el chamán, había visto moverse algo entre las algas que rodeaban las rocas, de modo que continuó avanzando; cuando el umiak entraba en la maraña de algas marinas, casualmente Azazruk vio pasar nadando a un animal, y, sobresaltado por su aspecto, lanzó un grito; ante las preguntas de sus compañeros, se limitó a señalar el prodigio que había entre las olas.

Fue así como los hombres de Lapak conocieron a la fabulosa nutria marina, un animal bastante parecido a una foca pequeña, de constitución similar y que nadaba más o menos del mismo modo. Aquélla medía aproximadamente un metro y medio, tenía una bonita forma alargada y, evidente mente, se sentía muy a gusto en el agua helada. Pero la exclamación de Azazruk y sus compañeros al ver al animal se debió a su cara, que parecía exactamente la de un viejo bigotudo que hubiera disfrutado de la vida y hubiera envejecido bien. Tenía la misma frente arrugada, los mismos ojos inyectados en sangre, la misma nariz, la misma sonrisa y, lo más extraño de todo, el mismo bigote fino y desaliñado. La leyenda de las sirenas se formó a través de relatos que exageraban el aspecto de aquel animal, cuyo rostro era extraordinariamente parecido al de un hombre, hasta el punto de que, alguna vez, más adelante, hubo cazadores a los que la visión de la nutria en el agua les sobresaltó tanto que por un momento se negaron a matarla por miedo a cometer un asesinato involuntario.

Azazruk supo intuitivamente, al inicio del encuentro con este animal asombroso, que se trataba de algo especial; tanto él como Shugnak, que viajaba en la popa del umiak, se convencieron después de que habían descubierto un animal rarísimo. Detrás de la primera nutria venía una madre flotando cómodamente panza arriba, como una bañista que tomara relajadamente el sol en la tranquilidad de una piscina, y, por encima de las olas, encaramada sobre su vientre, había una cría, igualmente cómoda, que contemplaba perezosamente el mundo. Aquella escena maternal maravilló Azazruk, el cual, aunque no tenía mujer ni hijos, amaba a los niños y respetaba los misterios de la maternidad.

—¡Mirad qué cuna! —les dijo a los remeros, cuando la amorosa pareja pasaba cerca de ellos.

Pero los cazadores estaban observando algo todavía más extraordinario, porque detrás de las dos primeras nutrias venía un ejemplar de más edad, que flotaba también sobre su lomo, y que estaba haciendo algo increíble. Sobre su ancha barriga, bien sujeta con los músculos del abdomen, llevaba apoyada una piedra grande, y, usando sus dos patas delanteras como si fueran manos, golpeaba una y otra vez contra ella almejas y otros moluscos, para retirar después la carne, que se metía en la boca sonriente.

—¿Es una piedra lo que lleva en el vientre? —preguntó Azazruk.

Los que iban en la proa de la embarcación gritaron que sí, y en aquel instante, Shugnak, el cual siempre quería arrojar su lanza contra cualquier cosa que se moviera, remó con destreza hasta que la popa del umiak se acercó a la nutria que tomaba tranquilamente el sol. Shugnak arrojó su lanza afilada, con gran habilidad, atravesó al animal que comía almejas despreocupadamente, y le arrastró hasta la embarcación.

En secreto, la desolló y dio la carne a sus mujeres para que la cocinaran, y, al cabo de varios meses, apareció con la piel curtida sobre los hombros. Todos quedaron maravillados por su suavidad, su belleza reluciente y por su espesor excepcional. En aquel momento comenzó la explotación de las pieles de nutria marina, y también la rivalidad entre Azazruk, el buen chamán, y Shugnak, el gran cazador.

Desde el principio, este último comprendió que las pieles de nutria marina iban a convertirse en un tesoro; aunque faltaban miles de años para que comenzase el comercio de pieles con lugares lejanos, en Lapak todos los adultos deseaban una piel de nutria, y hasta dos o tres. Podían conseguir tantas pieles de foca como quisieran para fabricar vestidos preciosos, pero los isleños ansiaban las de nutria, y Shugnak era el hombre que podía proporcionárselas.

Como se dio cuenta muy pronto de que no era muy productivo cazar nutrias en un umiak de seis personas, encargó a sus hombres, basándose en recuerdos tribales, la construcción de algo parecido a los antiguos kayaks. Cuando comprobó que eran adecuados para la navegación, enseñó a los marineros a cazar con él, en grupo. Recorrían el mar silenciosamente hasta que encontraban una familia de nutrias, que incluía algún macho gordo dedicado a romper almejas. En días de suerte lograban cazar hasta seis, y llegó un momento en que los isleños aprovechaban solamente la piel y desechaban la carne. Había comenzado una masacre despiadada de las nutrias.

—No es bueno matar a las nutrias —dijo Azazruk, que se vio obligado a intervenir.

Pero Shugnak, que en todo lo que no tuviera que ver con la caza era un hombre bueno y amable, se resistió.

—Necesitamos las pieles —objetó.

Evidentemente, nadie necesitaba en realidad aquellas pieles, porque abundaban las focas y la carne de las nutrias era demasiado dura para comer, pero a los que ya tenían prendas de nutria les gustaba lucirlas, y los que aún no tenían le pedían más a Shugnak.

—Las nutrias andan por ahí y no sirven para nada; no hacen más que nadar y romper las almejas que llevan en la barriga —dijo el cazador, cuyo punto de vista era la simplicidad misma.

—Los grandes espíritus han traído al mundo a los animales de la Tierra y a los del mar para que el hombre pueda vivir —contestó Azazruk, que tenía un conocimiento más profundo de las cosas.

Se obsesionó tanto con aquel concepto que trepó una mañana hasta la cueva de la anciana momificada y se sentó durante mucho rato en su presencia, como si la consultase.

—¿Es una tontería pensar que las nutrias marinas son mis hermanas? —preguntó.

Solamente le respondió el eco de su propia voz.

¿Es Posible que Shugnak tenga razón al cazarlas como lo hace?

Una vez más, silencio.

—Supongamos que los dos tenemos razón: Azazruk, porque ama a los animales Y Shugnak, porque los mata. —Hizo una pausa y añadió una pregunta que más adelante intrigaría a los filósofos—: ¿Cómo pueden ser verdad dos cosas tan diferentes entre sí?

Entonces encontró la respuesta en sí mismo, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, cuando un hombre o una mujer han consultado a un oráculo. Proyectó su propia voz hacia la momia, y escuchó su respuesta, que le ofrecía una cálida seguridad:

—Azazruk tiene que amar y Shugnak tiene que matar, y los dos tenéis razón.

Aunque la momia no dijo nada más, allí mismo, en el silencio de la cueva, Azazruk imaginó la frase que pensaba recitar a los isleños: «Vivimos de los animales, pero también vivimos con ellos». Muchos del clan le escucharon mientras él iba perfilando su intuición de lo que suponía eran los deseos de los espíritus, pero la mayoría continuó ambicionando las pieles de nutria, y éstos iniciaron una campaña de rumores contra el chamán, y dijeron que no quería que se mataran las nutrias porque se parecían a las personas, cuando todo el mundo sabía que no eran más que grandes peces cubiertos con pieles muy valiosas.

La comunidad quedó dividida, pues unos apoyaban al chamán mientras otros defendían al cazador, en un antagonismo similar a los muchos que se produjeron en miles de los pueblos primitivos de Asia y Alaska (los soñadores, contra los pragmáticos; los chamanes responsables del bienestar espiritual de su pueblo, contra los grandes cazadores encargados de alimentarlos), y la lucha continuó inevitablemente a lo largo de los milenios venideros, porque era un punto que creaba diferencias entre los hombres de buena voluntad.

En la isla de Lapak, el conflicto alcanzó su punto culminante una mañana de verano, cuando Shugnak se disponía a salir en su kayak individual en busca de nutrias.

—No necesitamos más nutrias —le detuvo el chamán en la playa—. Deja vivir a los pobres animales.

Él era un asceta y estaba dotado de una cualidad mística que lo diferenciaba de los demás hombres. Aunque habitualmente guardaba silencio, cuando él hablaba los otros tenían que escuchar.

—Shugnak era muy diferente: era un hombre fornido, de hombros anchos y de manos fuertes, pero lo que le caracterizaba como a un gran cazador era la expresión salvaje de su cara. Tenía la tez rojiza, en vez de amarillenta o parda, como la del isleño típico, y se distinguía por tres líneas marcadas paralelamente a los ojos. La primera era un trozo largo de hueso de ballena que llevaba ensartado en el cartílago de la nariz y que sobresalía más allá de las fosas nasales. La segunda era un adusto bigote negro y retorcido. La tercera, la más impresionante, la formaban un par de pequeños discos labiales, insertados a cada lado de la boca y que quedaban conectados por delante del mentón con los tres eslabones de una complicada cadena, tallada en marfil de morsa. Se vestía con las pieles de leones marinos cazados por él mismo; y ofrecía un aspecto formidable cuando se erguía, con el torso que se veía aún más ancho porque se prolongaba en sus brazos poderosos.

No pensaba permitir que el chamán interrumpiera su caza aquella mañana; cuando Azazruk lo intentó, le apartó suavemente a un lado. Azazruk se dio cuenta de que Shugnak podía derribarle con un simple empujón, pero no podía renunciar a su responsabilidad en bien de los animales y volvió a cerrarle el paso. El cazador se impacientó y, sin ánimo irreverente, puesto que apreciaba al chamán, cuando se ocupaba de sus propios asuntos, empujó a Azazruk con aspereza hasta que se cayó; después Shugnak continuó la marcha hacia su kayak, se alejó remando coléricamente y prosiguió su cacería.

El nerviosismo se extendió sobre la isla; cuando Shugnak volvió, Azazruk le estaba esperando, y se pasaron varios días discutiendo. El chamán suplicaba en favor de las nutrias, temiendo que las exterminaran, y Shugnak contraatacaba con tozudo realismo, argumentando que aquellos animales habían sido traídos a las aguas cercanas con la evidente intención de que pudieran aprovecharlos, como pensaba hacer él.

Después de largos años de jefatura espiritual, Azazruk perdió la compostura por primera vez y despotricó contra todos los cazadores y sus kayaks, hasta ponerse en ridículo; llegó a mostrarse tan ofensivo que la gente dejó de hacerle caso. Se dio cuenta entonces de que había representado el papel de tonto ante su pueblo, lo que le había alejado de ellos, y ahora no tenía más remedio que renunciar a su cargo. Una mañana, antes de que se despertaran los demás, recogió sus fetiches, abandonó la choza de la playa y caminó gravemente hasta las orillas de una bahía lejana, donde construyó una cabaña de barro. Le ocurrió como a mil chamanes anteriores a él: aprendió que el consejero espiritual de un pueblo tiene que mantenerse aparte de las disputas políticas y económicas.

Estaba ya viejo, cercano a los cincuenta, y aunque su gente reconocía aún el mérito de haberles conducido hasta aquella isla, no querían que se entrometiera más en sus asuntos; preferían un jefe más sensato, como Shugnak, que, si quería, podía aprender también a consultar y a apaciguar a los espíritus.

Azazruk pasó marginado sus últimos días, aislado en su choza. Podía sobrevivir recogiendo marisco, crustáceos y algas en la playa; al cabo de algunos días, Shugnak le ofreció generosamente un kayak, y Azazruk llegó a conseguir cierta habilidad remando, aunque no había practicado mucho hasta entonces. A menudo se aventuraba lejos de la playa, siempre hacia el norte, hacia aquellas aguas que eran la continua tentación de su pueblo, y allí, en lo profundo de las olas, conversaba con las focas y con las grandes ballenas que pasaban. De vez en cuando veía un grupo de morsas que seguía rumbo norte y las llamaba, y, a veces, en los días calurosos del verano, pasaba toda la noche, que duraba solamente unas horas, bajo la luz pálida de las estrellas, unido al vasto océano y en paz con el mar.

Sus momentos preferidos eran aquéllos en que se encontraba con alguna familia de nutrias marinas entre las algas: entonces observaba a la madre que Rotaba de espaldas, con su hijo en el seno; veía centellear los ojos de la cría, deslumbrada por el nuevo mundo que estaba descubriendo, y saludaba al alegre viejo bigotudo, que pasaba flotando con una piedra en la barriga y dos almejas en sus patas gordas.

Azazruk tenía una legión de animales amigos, desde los enormes mamuts a los astutos leones; pero los más apreciados de todos ellos eran las nutrias marinas, por ser especiales, e, incluso, al final de su vida, sin justificarlo racionalmente, concibió la idea de que las nutrias marinas eran quienes mejor representaban a los espíritus que le habían guiado durante toda su vida, honorable y productiva. «Eran ellas las que me llamaron, cuando vivíamos en las estepas áridas del este. Ellas venían por la noche, para recordarme que mi pueblo y yo pertenecíamos al océano». Una mañana, al regresar de un viaje nocturno por el océano que lo acogía como una madre, se sentó rodeado de sus fetiches, los desenvolvió para que pudieran respirar y hablar con él, y, entonces, agradablemente sorprendido, se dio cuenta de que la figurita de marfil sin cabeza que tanto le gustaba no era ningún hombre, sino una nutria marina recostada perezosamente sobre su espalda; en aquel instante descubrió la unidad del mundo, la comunión espiritual entre los mamuts, las ballenas, los pájaros y los hombres, y aquella sabiduría exaltó su alma.

No le encontraron hasta varios días después. Dos mujeres embarazadas emprendieron el largo camino hasta su choza para que las ayudara a tener unos hijos sanos; cuando le llamaron desde la puerta y no les respondió, supusieron que había salido otra vez al mar, pero entonces una de ellas divisó su kayak vacío en la playa y dedujo que el chamán todavía tenía que estar en la choza. Al entrar, las mujeres le encontraron sentado en el suelo, con el cuerpo desplomado sobre la colección de fetiches.

Más adelante se llamó Aleutianas a las islas adonde Azazruk había conducido a su clan; sus habitantes fueron conocidos con el nombre de aleutas (ahl-ay-uts) y formaron uno de los pueblos más extraños y complejos de la Tierra. Impulsados por el aislamiento, desarrollaron una forma muy especial de vida. Eran hombres y mujeres del mar, y de él dependía su subsistencia. En cada isla un solo grupo se bastaba a sí mismo, por lo que no fue necesario inventar la guerra durante aquellos tiempos remotos. Los aleutas se sentían seguros en un mundo regido por espíritus benévolos y disfrutaban de una vida satisfactoria. También conocían la tragedia, porque a veces les amenazaba la muerte por inanición, y, cuando en el mar del cual dependían se producía una tempestad súbita, casi todas las familias habían llegado a perder a un padre, un esposo o un hijo varón. No había árboles ni ninguno de los atractivos animales que habían conocido en el continente, tampoco tenían relación con los esquimales del norte ni con los atapascos del territorio central, pero en cambio vivían en un contacto estrecho con el espíritu del mar, con el misterio del pequeño volcán que bullía desde su costa, y con la animada vida de las ballenas, las morsas, las focas y las nutrias marinas.

Posteriormente, los estudiosos descubrieron que la cadena de islas se extendía hacia Asia formando casi un puente de tierra y concluyeron que seguramente lo había atravesado caminando una tribu de mongoles asiáticos, hasta llegar al grupo de islas más occidental, para colonizar después gradualmente las islas situadas más hacia el este. No sucedió de este modo. La colonización de las Aleutianas se produjo de este a oeste, a cargo de esquimales como Azazruk y su clan, los cuales, si se hubieran desviado hacia el norte después de atravesar el auténtico puente de tierra, hubieran llegado a ser idénticos a los esquimales del océano Ártico. Como se encaminaron hacia el sur, se convirtieron en aleutas.

Azazruk, que en las leyendas isleñas recibió el nombre de Gran Chamán, dejó dos herencias importantes. Los últimos años de su vida, ideó un sombrero aleuta que utilizaba en sus viajes por el océano, y que seguramente constituye el tocado más curioso del mundo. Era de madera tallada, aunque se podía hacer también con barbas de ballena, y subía por atrás en línea recta, hasta una altura considerable. Descendía después hacia adelante formando una curva amplia y se extendía con un ángulo gracioso por delante de los ojos, de modo que los ojos del marinero quedaban protegidos del resplandor del sol por una larga visera. Sólo por eso, por la belleza y el arte de su forma, ya hubiera sido especial; pero, además, en el punto de contacto entre la parte trasera y la larga pendiente frontal, Azazruk dispuso unas pocas plumas sutiles, los tallos de algunas flores secas o fragmentos decorados de barbas de ballena, que caían hacia adelante, por encima de la visera, en forma de arco. Este sombrero de madera era una obra de arte de proporciones perfectas.

Cuando un grupo de media docena de aleutas se disponía a cruzar el océano, cada uno en su kayak y tocado con un sombrero al estilo de Azazruk, con la visera adelantada y las plumas erguidas, formaban una escena memorable, que retrataron más adelante los artistas europeos que viajaban con los exploradores; de este modo, los sombreros se convirtieron en un símbolo del Ártico.

El chamán tuvo otra contribución más duradera. Cuando los niños nacidos en Lapak le importunaban para que les contase las interesantes leyendas de la tierra de la que provenían, él siempre hablaba de ella, de los glaciares y de la interesante colección de animales que en ella vivían, utilizando el término «Tierra Grande», porque había sido verdaderamente grande, y tener que abandonarla fue una triste derrota. Con el tiempo, aquellas palabras pasaron a representar la herencia perdida. La Tierra Grande se extendía hacia el este, más allá del archipiélago, y constituía un noble recuerdo.

La palabra aleuta que significaba Tierra Grande era Alaxsxaq, y, cuando los europeos llegaron a las islas Aleutianas, en su primera parada por aquella zona del Ártico, y preguntaron a la gente cómo se llamaban las tierras cercanas, ellos replicaron: «Alaxsxaq», que en la pronunciación europea quedó convertido en Alaska.

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