Alaska

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IV. LOS EXPLORADORES

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Según descubrió su asistente, Vitus Bering era un hombre de principios firmes. Respetaba el trabajo bien hecho, estaba dispuesto a elogiar a sus hombres cuando se desempeñaban bien y se exigía a sí mismo idéntico esfuerzo. No era un hombre de libros, lo cual tranquilizó a Zhdanko, que había tenido problemas con el alfabeto, pero otorgaba gran importancia a los mapas y los estudiaba habitualmente. No era demasiado religioso, aunque rezaba. Sin ser un glotón, apreciaba una comida decente y una bebida reconfortante. Por encima de todo, era un jefe respetuoso con sus hombres, y, como siempre tenía presente que era un danés con autoridad sobre rusos, trataba de no ser nunca arrogante, aunque dejaba en claro que el mando era suyo. Sin embargo, tenía una debilidad que inquietaba al cosaco, el cual tenía un modo muy distinto de dirigir a sus subordinados: Bering, en cualquier momento crítico, hacía lo que los oficiales rusos: reunir a sus subordinados para consultar con ellos la situación que debían enfrentar. Ellos tenían que elaborar sus recomendaciones y presentarlas por escrito, a fin de que el jefe no se viera obligado a asumir toda la responsabilidad si las cosas salían mal. Lo que inquietaba a Zhdanko era que Bering tenía realmente en cuenta las opiniones de sus colaboradores y se guiaba con frecuencia por ellas.

—Yo les preguntaría qué opinan —gruñía Zhdanko—, y después quemaría el documento firmado.

Sin embargo, a pesar de aquel defecto, el corpulento cosaco respetaba a su capitán y juró servirle bien.

Por su parte, Bering veía en Zhdanko a un hombre resuelto y valeroso, que había sido capaz, cuando la crisis de Yakutsk, de arriesgar su vida para matar a su superior, al ver que la conducta irracional de éste ponía en peligro la situación de Rusia en Siberia. El mismo zar Pedro le había confesado a Bering, al informarle sobre Trofim:

—El hombre a quien mató se lo tenía merecido. Zhdanko me ahorró el trabajo.

—En ese caso —preguntó Bering—, ¿por qué le trajisteis encadenado a la capital?

—Tenía que tranquilizarse —contestó Pedro. Y después añadió, riendo—: Y yo tenía proyectado desde siempre utilizarle más adelante para un proyecto importante. El vuestro.

Bering reconocía la enorme fuerza de aquel cosaco, tanto en lo físico como en lo moral, y encontraba un motivo especial para tenerle simpatía, pues, como se decía a sí mismo: «Ha navegado por el río Lena. E intentó explorar los mares del norte». También observó que su asistente tenía un apetito pantagruélico, se enojaba con rapidez, perdonaba con igual prontitud, y tendía siempre a elegir el modo más difícil de hacer las cosas, si representaba un desafío. Al principio del viaje decidió que no pediría consejo a Zhdanko, aunque sí confiaría en su ayuda durante los momentos difíciles. En Solikamsk tuvo oportunidad de poner a prueba sus teorías sobre el cosaco.

Solikamsk era una de esas estaciones de paso poco importantes, donde los viajeros se paran solamente por algo de comida grasienta, para ellos, y por algo de carísima avena, para sus caballos. Había solamente dieciséis toscas chozas y un posadero malhumorado al que llamaban Pavlutsky, que empezó a quejarse en cuanto los hombres y las carretas de Bering cayeron sobre él:

—Nunca ha habido tanta gente aquí. ¿Cómo queréis que yo…?

Bering intentó explicar que la nueva emperatriz le había ordenado personalmente aquella empresa.

—Os lo habrá ordenado a vos, no a mí —se quejó Pavlutsky.

Tenía razón en su protesta. El pobre hombre, acostumbrado a que sólo de vez en cuando llegara algún correo solitario de la ruta entre Vologda y Tobolsk, estaba abrumado por aquella afluencia inesperada.

—No puedo hacer nada —avisó.

—Claro que sí —intervino Zhdanko—. Puedes quedarte aquí sentado y no abrir la boca.

Dicho esto, levantó en brazos al posadero y lo dejó caer sobre un taburete. Tras amenazar al hombre con romperle la cabeza si pronunciaba una sola palabra más, el corpulento cosaco empezó a dar órdenes a sus propios hombres y a los de Pavlutsky, para que sacaran toda la comida que hubiese, y reuniesen todo el forraje posible para los caballos. Como en la posada no había más que una parte de lo que precisaban, ordenó a sus hombres que registrasen las chozas cercanas y trajeran, además de provisiones, mujeres para preparar la comida y hombres para ocuparse de los animales.

En media hora, Zhdanko había movilizado a casi todos los habitantes de Solikamsk, y entre el crepúsculo y la medianoche, los aldeanos corrieron frenéticamente arriba y abajo para satisfacer los deseos de los viajeros. A la una de la mañana, cuando habían vaciado sus dos barriles de cerveza, Pavlutsky se acercó humildemente a Bering.

—¿Quién pagará todo esto? —preguntó.

Bering señaló a Zhdanko, quien rodeó con un brazo los hombros del posadero.

—La zarina —le aseguró—. Os voy a dar una factura que pagará la zarina.

Yzhdanko escribió, a la vacilante luz de una lamparilla de aceite: «El capitán de flota Vitus Bering consumió 33 comidas y 47 caballos. Páguese al proveedor Iván Pavlutsky, de Solikamsk».

—Estoy seguro de que os lo pagará —afirmó, mientras entregaba el documento al desconcertado posadero, quien confió que así fuese.

Viajaron en troikas, a través de campos helados, desde Solikamsk hasta la importante parada de Tóbolsk, pero más hacia el este había mucha nieve y se vieron forzados a detenerse allí durante casi nueve semanas, que Zhdanko aprovechó para recorrer la zona y reclutar más soldados, desoyendo las protestas de los comandantes locales. Por su parte, Bering ordenó a un monje y al comisario de una pequeña aldea que se incorporaran también a la expedición, de modo que el grupo contaba con sesenta y siete hombres y cuarenta y siete carretas en el momento de partir de Tóbolsk rumbo al norte.

Al abandonar aquella ciudad, donde habían disfrutado de cierta comodidad, llevaban exactamente cien días de viaje y habían cubierto la considerable distancia de 22,500 kilómetros en lo peor del invierno, pero a partir de allí se acababan los caminos para el correo, que estaban bien atendidos, y ellos se vieron obligados a viajar a lo largo de los ríos, a través de tierras yermas y a la sombra de adustas colinas. Pasaron de la cómoda troika, con sus cálidas pieles, a los carros, a los caballos después, y, finalmente, a las raquetas con las que se calzaban los pies para andar pesadamente a través de la nieve amontonada.

A principios del verano de 1725, solamente habían recorrido 330 kilómetros (Tobolsk, Surgut, Narim), pero al final fueron a parar a una zona fluvial por donde pudieron viajar rápidamente en balsa. Un día llegaron a la lúgubre fortaleza fronteriza de Marakovska, donde Bering pronunció una plegaria por el gran misionero Filofei el arzobispo, quien, pocos años antes, había convertido del paganismo al cristianismo a los habitantes de la zona.

—Acercar las almas humanas al conocimiento de Jesucristo es una obra noble —dijo el danés a su asistente.

—¿Cómo vamos a cruzar las montañas hasta el río Yeniséi con nuestros hombres y con todo este equipaje? —le contestó Zhdanko, que tenía otros problemas.

Lo consiguieron con grandes esfuerzos, y las siguientes semanas avanzaron fácilmente, porque se extendía ante ellos una serie de ríos que pudieron recorrer navegando hasta el pueblo de Llimsk, a orillas del Lena, aquel gran río cuya lejana parte alta había explorado Zhdanko en otros tiempos. Pero les esperaba otro invierno abrumador y tuvieron que abandonar sus intentos de continuar hacia el este. En unas chozas miserables, alimentándose mal, sobrevivieron al sombrío invierno de 1725 y 1726, y alistaron a otros treinta herreros y carpinteros. Ahora eran noventa y siete en total, y, si alguna vez se cumplía la remota posibilidad de que llegasen al Pacífico, siquiera con una parte de los materiales que llevaban, estarían en condiciones de construir barcos. Ninguno de ellos, exceptuando a Bering, había visto nunca un auténtico barco, y, desde luego, no habían construido ninguno. Zhdanko había navegado solamente en embarcaciones improvisadas, pero, tal como dijo un carpintero llamado Liya, cuando le reclutaron: «Alguien capaz de construir un bote para el Lena, puede construir un barco para como quiera que se llame el océano que haya por allí».

Vitus Bering rara vez se dejaba arredrar por las circunstancias que escapaban a su control y, cuando se vio encerrado en aquella miserable prisión aislada por la nieve, demostró a Zhdanko y a sus oficiales hasta dónde podía llegar su terquedad. Puesto que no podía avanzar hacia el norte ni hacia el este, dijo:

—Veamos qué hay al sur.

Cuando investigó, le informaron de que el actual voivoda de la importante ciudad de Irkutsk, distante casi quinientos kilómetros, había prestado servicio en Yakutsk, la ciudad hacia la que se encaminaban, aquélla cuyo gobernador había matado Zhdanko.

—¿Qué clase de hombre era ese Izmailov? —preguntó Bering a su asistente.

—¡Le conozco bien! —respondió Trofim con entusiasmo—. ¡Uno de los mejores!

Sin más información, los dos hombres emprendieron un arduo viaje en busca de cualquier otro dato que el voivoda pudiera darles sobre Siberia.

Fue inútil viajar hacia el sur, porque, tan pronto como Zhdanko vio al voivoda, comprendió que no era el Izmailov que él conocía. En realidad, el actual gobernador nunca había asomado la nariz por las tierras situadas al este de Iakutsk y no podía prestarles ninguna ayuda para los viajes por aquella zona. Pero el gobernador era un tipo enérgico y deseoso de ser útil.

—Me enviaron aquí desde San Petersburgo hace tres años —les dijo Grigory Voronov, a vuestro servicio.

Al saber que Zhdanko había explorado una vez el territorio del este Y había llegado hasta la aldea siberiana de Ojotsk, le interrogó extensamente sobre la situación de aquellos territorios orientales, que se encontraban bajo su autoridad. Pero también se mostró interesado por los descubrimientos que Bering podría efectuar:

—Os envidio por la oportunidad que tenéis de navegar en esos mares árticos.

Después de conversar los tres durante una hora, Voronov llamó a un criado:

—Dile a la señorita Marina que estos caballeros agradecerían una taza de té y un platillo de dulces.

Poco después, entró en el cuarto una bonita muchacha de dieciséis años, de ojos brillantes, huesos grandes, hombros anchos y una forma de moverse que proclamaba: «Ahora mando yo».

—¿Quiénes son estos hombres, padre? —preguntó.

—Exploradores de la zarina. —El gobernador se volvió a Bering—: Con respecto al comercio de pieles, tengo noticias buenas y malas. En Kyakhta, en la frontera con Mongolia, los comerciantes chinos nos están comprando pieles a precios extraordinarios. En vuestro viaje deberíais adquirir todas las que os sea posible.

—¿No es peligroso visitar la frontera? —preguntó Bering, a quien habían dicho que las relaciones entre rusos y chinos eran tensas.

Fue Marina quien respondió, con una voz trémula de entusiasmo:

—Yo he estado allí en dos ocasiones. ¡Qué hombres tan extraños! Tienen algo de rusos, algo de mongoles y la mayor parte de chinos. ¡Y qué bullicio, el del mercado!

Las malas noticias del voivoda se referían a la ruta terrestre que conducía a Yakutsk:

—Mis agentes me dicen que sigue siendo la peor de Siberia. Sólo los más valientes se atreven a recorrerla.

—Yo fui tres veces —replicó serenamente Zhdanko. Y se apresuró a añadir, con una sonrisa—: En el viaje se pasa un frío espantoso, os lo aseguro.

—A mí me encantaría hacer un viaje así —exclamó Marina.

Cuando los visitantes se retiraron para preparar el viaje hacia el norte, Bering comentó:

—Esa jovencita parece dispuesta a ir a cualquier parte.

Después de regresar a Ilimsk, Vitus Bering y su compañía avanzaron con dificultad a través de casi quinientos kilómetros de tortuoso territorio, y se detuvieron a orillas del río Lena, todavía congelado, hasta que la primavera desheló por fin los valles y los arroyos y pudieron navegar en balsa, a lo largo de unos 1500 kilómetros, para alcanzar Yakutsk, el puesto más oriental. Allí, Trofim, con gran entusiasmo, mostró a Bering la parte del poderoso Lena que él había recorrido en dos ocasiones, y el capitán danés respetó todavía más a su vigoroso asistente, cuando vio la impresionante masa de agua, que en cierto sentido era ya el océano Ártico.

—Me muero por navegar en ese río —dijo Bering, con profunda emoción—, pero tengo órdenes de ir hacia el este.

—Pero, si nuestro viaje prospera —repuso Zhdanko, con un sentimiento similar—, ¿acaso no veremos el Lena desde el otro extremo?

—Me gustaría ver esas cien bocas de las que me habéis hablado —respondió Bering.

Necesitaron todo el verano y parte del otoño de 1726 para cubrir el recorrido de 1200 kilómetros entre Yakutsk Y Ojotsk, aquel puerto inhóspito Y solitario en el gran mar del mismo nombre, y llegaron a comprender claramente el sentido de la temible palabra: «Siberia». Se extendían hasta el horizonte vastos páramos en los que no había ninguna señal de habitantes.

Se interponían colinas y montañas, y se encontraban con arroyos turbulentos que tenían que vadear. Los lobos seguían a cualquier grupo humano, a la espera de un accidente que les proporcionara una víctima indefensa. Llegaban desde el norte intempestivas tormentas de nieve, alternadas con ráfagas de calor inesperadas procedentes del sur. Nadie podía planear un recorrido con la esperanza de cubrirlo en el tiempo previsto, y era una locura planificar nada con vistas a una semana o a un mes.

Cuando uno se encontraba en las mesetas solitarias de aquel territorio desértico con un viajero que venía en dirección contraria, podían darse dos casos: que fuera un hombre que no hablase en ningún idioma conocido y no pudiera ofrecer ninguna información; o que fuese un asesino fugado de alguna temible prisión, invisible desde el camino. Era ésa la Siberia que aterrorizaba a los malhechores y los antimonárquicos de la Rusia occidental, puesto que, si los condenaban a aquella monotonía absoluta, eso equivalía habitualmente a la muerte. Y, por aquellos años, lo peor de todo el territorio era la región que tenía que cruzar el capitán de flota Bering, el cual, a finales del otoño, cuando no había llegado al puesto oriental ni siquiera la mitad de su equipaje, comenzaba a pensar que jamás llegaría a ser un verdadero capitán de flota, pues aquella flota parecía condenada a no existir.

Aquel año resultaba enormemente difícil ir y volver entre las dos poblaciones, y muchas veces los porteadores se dejaban caer al suelo, totalmente extenuados, en cuanto llegaban a Ojotsk con sus pesadas cargas. Bering tuvo que efectuar aquel arduo viaje a caballo, pues no era posible atravesar las montañas ni las planicies cubiertas de barro con carretas ni con trineos, y hasta los trineos de carga se atascaban en la nieve. Zhdanko permaneció al principio en el extremo occidental del recorrido, custodiando las provisiones, hasta que, finalmente, en un arrebato de energía, emprendió dos viajes de ida y vuelta.

Cuando consiguió traer los últimos maderos, enflaquecido por el agotamiento, supuso que podría descansar por fin, ya que no creía poder Completar otro viaje; sin embargo, tan pronto comenzaron las nieves del invierno, Bering se enteró de que un reducido grupo de sus hombres se encontraba todavía inmovilizado en las tierras yermas, pero no tuvo necesidad de pedir a su guardia que los rescatara, porque Zhdanko se ofreció voluntariamente.

—Yo iré a buscarlos —afirmó.

Regresó, acompañado de unos pocos hombres como él, a aquellos caminos cubiertos de nieve, en busca de las provisiones vitales, y, afortunadamente, consiguió su propósito, porque en el grupo de trineos que rescató estaban muchas de las herramientas necesarias para construir los barcos.

Si se contaban los desvíos y los retrocesos, Bering y sus hombres habían recorrido más de 8000 kilómetros desde San Petersburgo, y ya iban a entrar en el tercer invierno de su viaje. Pero las peores dificultades no empezaron hasta entonces, cuando tuvieron que construir dos barcos sin contar con experiencia ni con materiales apropiados. Decidieron que lo conseguirían más rápidamente si en vez de trabajar en el pueblo de Ojotsk se iban más lejos, al otro lado del mar, a la península de Kamchatka, que todavía no estaba colonizada.

Después de tomar esa primera decisión, tenían que pasar a la siguiente cuestión, que era algo complicada: si construían rápidamente un barco provisional con el cual zarpaban de Ojotsk, desembarcarían en la costa occidental de la península, pero la exploración tenía que partir desde la costa oriental. ¿En qué orilla era preciso construir los barcos definitivos? Cuando Bering, siguiendo su costumbre, lo consultó con sus subordinados, pronto surgieron dos opiniones claras. Todos los europeos o los que se habían preparado en Europa recomendaban desembarcar en la costa oeste, atravesar las altas montañas de la península y construir en la costa oriental, y afirmaban: «Desde allí podréis navegar sin obstáculos hacia la meta». Pero los rusos (sobre todo Trofim Zhdanko, que conocía las aguas del norte) argumentaban que lo único sensato era construir los buques en la costa occidental, la más próxima, y después navegar con ellos alrededor del extremo sur de Kamchatka para continuar rumbo norte, hacia el auténtico objetivo.

La recomendación de Zhdanko era muy sensata, porque eso permitía que Bering evitase el agotador transporte del equipo de construcción a través de la cordillera central de Kamchatka, cuyas montañas llegaban a alcanzar los 4500 metros; sin embargo, tenía un importante punto débil: como, por entonces, nadie sabía hasta dónde se extendía la península por el sur, si Bering seguía el consejo de su asistente, se arriesgaban a pasar un año inútilmente en su intento de llegar al cabo sur, dondequiera que estuviese. En realidad, estaba a unos 220 kilómetros del lugar donde se iban a construir los barcos, y hubieran podido alcanzarlo en cinco o seis días de cómoda navegación; pero los mapas de la época no se basaban en ningún dato comprobado, y los que se arriesgaban a opinar situaban el cabo cientos de kilómetros al sur.

Bering, contra la enérgica protesta de Zhdanko, decidió desembarcar en un lugar solitario y ventoso de la costa oeste, un asentamiento de catorce míseras chozas llamado Bolsheretsk. A finales del verano, el indómito danés, que ya tenía cuarenta y siete años, comenzó allí una operación que sorprendió a sus hombres e infundió el asombro en la imaginación de los marinos y los exploradores que más adelante supieron de ella. Decidió que no podía Permitirse el lujo de perder un cuarto invierno sin hacer nada y ordenó transportar todo el equipo, incluida la madera que se usaría para los barcos, en trineos tirados por perros, cruzando toda la península y por encima de las montañas, que estarían cubiertas de nieve. Lo hizo para poder construir en la costa oriental y embarcarse directamente hacia el norte cuando terminara el invierno. Cuando vio partir a los primeros hombres, extremadamente cargados, Zhdanko se estremeció al imaginar lo que les esperaba más adelante; cuando cerró la marcha con la parte más valiosa del equipo, según lo planeado, apretó los dientes y dijo a sus hombres:

—Allí delante, en las montañas, hay unas tormentas de nieve infernales. Cuando estalle una purga, como las llaman, que cada cual cave su hoyo.

Él y su grupo alcanzaron las montañas más altas en el mes de febrero, cuando la temperatura descendió a 45 grados bajo cero, y, aunque a esas temperaturas no suele soplar el viento, llegó rugiendo una temible purga desde el norte de Asia, que descargó nieve y aguanieve como si disparara balas. Zhdanko nunca se había visto atrapado por una tormenta semejante, pero las conocía de oídas.

—¡Cavad! —ordenó a sus hombres.

Excavaron furiosamente tres, cuatro, hasta seis metros de nieve a sotavento de unas grandes rocas, y se refugiaron en aquellos agujeros, alrededor de los cuales se iba amontonando la nieve.

Zhdanko tuvo que cavar más de cinco metros antes de tocar base sólida, y, como tenía miedo de morirse si quedaba cubierto a esa profundidad, se iba empujando constantemente hacia arriba por entre la nieve que caía mientras arreciaba la tormenta, hasta que ésta amainó al amanecer, cuando consiguió salir por fin y buscó a sus compañeros. Una vez desenterrados, fuera ya de sus madrigueras, dos de los hombres comenzaron a insistir en regresar al punto de partida, y los otros les hubieran apoyado, de no ser porque Zhdanko, con aquel orgullo feroz que motivaba casi todas sus acciones, derribó sobre la nieve, de un puñetazo, a uno de ellos. Al verle caer, saltó sobre él como un gato montés, empezó a aporrearle en la cabeza con sus fuertes manos, y, cuando estaba a punto de matar a aquel hombre indefenso, uno de los que no había dicho nada intercedió, serenamente:

—¡No, Trofim!

El hombretón se echó atrás, avergonzado de sí mismo, más por haberse excedido de aquel modo que por haber castigado al hombre. Alargó una mano, arrepentido, para ayudarle a levantarse.

—Ya has trabajado bastante por hoy —le dijo, jocosamente—. Vete a la retaguardia. Pero no trates de escaparte para regresar —añadió después—. No lo conseguirías.

Aquel viaje realizado en pleno invierno a través de la península fue uno de los más infernales en la historia de la exploración, pero Bering consiguió mantener agrupados a sus hombres hasta llegar a la costa oriental, donde inmediatamente les ordenó retirar la nieve, a fin de poder iniciar la construcción del barco. Para el improvisado astillero habían elegido un sitio desolado, que resultó ser el mejor escenario que tuvo Vitus Bering en toda su vida de aventurero. Parecía construir él mismo el buque, porque siempre se presentaba en cualquier punto peligroso, cuando le necesitaban. Trabajaba dieciocho horas al día, aprovechando los largos crepúsculos de la primavera, y, cuando parecía incomprensible algún aspecto de los proyectos decididos en San Petersburgo, él lo descifraba o bien creaba en el acto sus propias reglas. Tenía una increíble capacidad de improvisación.

Durante el trayecto se había perdido la brea para calafatear, pero no servía de nada culpar a nadie. En algún punto de los 9600 kilómetros recorridos desde la capital (quizá en uno de los botes improvisados con los que surcaron un río sin nombre, o en el espantoso trayecto al este de Yakutsk, o durante las dos grandes ventiscas sufridas en los pasos montañosos de Kamchatka), se había perdido la brea, y el San Gabriel, como decidieron llamar al barco, no podía zarpar si no lo calafateaban, pues por las costuras abiertas de sus flancos entraría agua suficiente para hundirlo en veinte minutos. Bering pasó casi todo el día estudiando el problema.

—Talad esos alerces —ordenó por fin.

Cuando consiguió un gran montón de troncos, hizo que los cortaran a lo largo y destiló de la corteza una especie de sustancia pegajosa que, mezclada con abundante hierba, servía para calafatear, lo que permitió proseguir con la construcción del barco. Pero fue otra invención suya la que le hizo popular entre sus hombres.

—Nadie debe hacerse a la mar en un barco sin licores para las noches frías —les dijo.

Ordenó que recogieran hierbas, pastos y raíces, hasta que tuvo un buen surtido, con el que inició un proceso de fermentación que, tras vanos intentos fallidos, produjo finalmente una bebida fuerte que él llamó aguardiente, y de la cual se proveyeron sus hombres en gran cantidad. Con una intención más práctica, pidió a otros hombres que hirvieran agua de mar para obtener nuevas provisiones de sal, e indicó a Zhdanko que pescara todo lo posible, a fin de preparar un aceite de pescado que reemplazaría a la mantequilla. Secaron los pescados más grandes para sustituir a la carne, de la que carecían, y utilizaron hierbas fuertes entretejidas para fabricar unas sogas que podían servirles en caso de emergencia. Aquel hombre tan tozudo construyó, en solamente noventa y ocho días (desde el 4 de abril hasta el 10 de julio), un barco para alta mar, con el que emprendieron uno de los viajes de exploración más importantes del mundo, y se hizo a la mar tras descansar apenas cuatro días. Entonces se produjo uno de los misterios propios de la vida en el mar: aquel ser atrevido, que había desafiado tantos peligros y llevaba ya tres años y medio en la gesta, navegó rumbo al norte sólo durante treinta y tres días, para dar la vuelta al ver que se acercaba otro invierno, y regresar a la base de Kamchatka, adonde llegó tras viajar únicamente cincuenta y un días en total, contando la ida y la vuelta, aunque en el San Gabriel había provisiones para un año, y medicamentos para cuarenta hombres.

De nuevo en tierra, como estaban a punto de iniciarse las grandes nevadas, los hombres se acurrucaron en unas cabañas improvisadas y pasaron el invierno de 1728 y 1729 sin hacer nada útil. Bering interrogó a un grupo de chukchis, quienes le dijeron que, con frecuencia, en días despejados, se veía una costa misteriosa al otro lado del mar, pero, como continuó haciendo tan mal tiempo, no llegó a ver aquella tierra.

Cuando la primavera trajo el buen tiempo, botó nuevamente el San Gabriel, navegó audazmente durante tres días hacia el este y, después, descorazonado, regresó a Ojotsk. Esta vez, irónicamente, se dirigió hacia el sur, tal como le había sugerido Trofim Zhdanko dos años antes, y rodeó con facilidad el extremo sur de Kamchatka. Si hubiera seguido aquella ruta desde un principio habría dispuesto de meses enteros para navegar por el norte del Pacífico, y se habría ahorrado la espantosa travesía de la península bajo las tormentas de nieve.

Era el momento de volver a casa. Como ya conocía lo bueno y lo malo del sistema siberiano de carreteras y ríos, llegó rápidamente a San Petersburgo, en siete meses y cuatro días. Sus heroicos viajes le habían mantenido ausente durante más de cinco años; pero explorando el mar había pasado apenas tres meses; y la mitad de ese tiempo, en trayectos de regreso.

Ahora bien, puesto que no había recibido instrucciones precisas, no se puede decir que el viaje hubiera sido un fracaso. Por supuesto, Bering no logró confirmar la convicción de Pedro de que Asia y América del Norte no estaban unidas, y tampoco navegó lo suficiente para encontrar colonias españolas o inglesas. Sin embargo, espoleó el interés de los rusos y los europeos por el Pacífico Norte, y dio los primeros pasos para convertir aquella zona desolada en una parte del imperio ruso.

Vitus Bering, el danés testarudo, antes de que pasaran dos meses tras su regreso a la capital, desoyendo las críticas y los reproches que resonaban en sus oídos y lo acusaban de no haber navegado hacia el oeste para alcanzar el río Kolimá, ni hacia el este para demostrar que Asia no estaba unida a América del Norte, tuvo la temeridad de proponer al gobierno ruso una segunda expedición a Kamchatka, la cual, en vez de emplear un centenar de hombres, como en la primera oportunidad, se desarrollaría en una escala que requeriría más de tres mil. Adjuntó a su propuesta un presupuesto detallado que demostraba que podría lograrlo con diez mil rublos.

Lo impresionante de su conducta durante aquella negociación era que Bering se negaba amablemente a admitir que había fracasado la primera vez; y, cuando sus críticos le atacaban por sus supuestos fallos, les sonreía con indulgencia y señalaba:

—Pero yo hice todo lo que me ordenó el zar.

—No encontrasteis a ningún europeo —le decían ellos.

—Porque no había ninguno —replicaba, y continuaba insistiendo al gobierno para que lo enviaran otra vez.

Pero la suma de diez mil rublos no se podía gastar a la ligera y, además, como el mismo Bering admitía, la expedición que tenía pensada podría requerir hasta doce mil, por lo que los funcionarios del gobierno comenzaron a valorar cuidadosamente su competencia. Al entrevistar a sus principales asistentes se encontraron con el cosaco Trofim Zhdanko, quien manifestó que no había observado nada malo en la conducta de Bering durante la primera expedición y que, por no tener familia ni negocios urgentes en el oeste de Rusia, estaba dispuesto a partir otra vez hacia el este.

—Bering es un buen comandante —aseguró a los expertos—. Yo estaba a cargo de las tropas y puedo asegurar que sus hombres trabajaban y estaban contentos, cosa nada fácil de conseguir. Sí, me sentiría orgulloso de trabajar otra vez con él.

—Pero, ¿qué hay del hecho de que no llegara lo bastante al norte para demostrar que los dos continentes no están en contacto? —le preguntaron.

La respuesta del cosaco les sorprendió:

—Cierta vez, el zar Pedro me dijo…

—¿Queréis decir que el zar os consultó? —le interrumpieron, boquiabiertos.

—En efecto. Vino a verme la noche en que iban a ahorcarme.

En ese punto, los interrogadores pusieron fin a la entrevista, para averiguar si el zar Pedro había acudido realmente a una cárcel de los muelles para charlar a medianoche con un cosaco prisionero llamado Trofim Zhdanko. Como el carcelero Mitrofan confirmó que era cierto que el zar había ido con ese propósito, volvieron apresuradamente a entrevistar a Zhdanko.

—Pedro el Grande, que Dios le tenga en su gloria —comenzó solemnemente Zhdanko—, en el año 1723 ya estaba pensando en la expedición, y seguramente le contó más adelante a Bering lo mismo que discutió conmigo aquella noche. Ya sabía que Rusia y América no estaban en contacto, pero le interesaba saber más cosas sobre América.

—¿Por qué?

—Porque era el zar. Porque era conveniente que él lo supiera.

Los investigadores acorralaron durante toda la mañana al cosaco, pero únicamente llegaron a saber que Vitus Bering no había fracasado en ninguno de los encargos del zar, salvo en la búsqueda de europeos, y que Zhdanko estaba ansioso por volver a navegar con él.

—Pero tiene cincuenta años —adujo uno de los científicos.

—Y es capaz de trabajar como un hombre de veinte —replicó Trofim.

—Decidme —inquirió bruscamente el jefe de la comisión investigadora—, ¿confiaríais diez mil rublos a Vitus Bering?

—Le confié mi vida y volvería a hacerlo —respondió sinceramente Zhdanko.

Aquel interrogatorio y otros parecidos se llevaron a cabo en el 1730, cuando Trofim tenía veintiocho años, y, durante los años siguientes, se debatió vivamente si la expedición debería llevarse a cabo exclusivamente por mar, lo que resultaría más rápido y más barato, o bien por mar y por tierra, lo que permitiría al gobierno de San Petersburgo obtener más datos sobre Siberia. Se tardó dos años en tomar una decisión, y Bering no pudo abandonar San Petersburgo, por tierra, hasta el 1733, a sus cincuenta y tres años.

Junto con Zhdanko, pasó otros dos crudos inviernos inmovilizado por la nieve en la Rusia central y, una vez más, se detuvo en Ojotsk; entonces comenzaron sus verdaderos problemas, porque los contables de San Petersburgo presentaron al erario ruso un informe devastador:

—Este Vitus Bering, quien nos aseguró que su expedición costaría 10 000 rublos, 12 000 a lo sumo, ha gastado ya más de 300 000 sin pasar de Yakutat. Tampoco ha puesto un pie a bordo de sus dos barcos. No podría, puesto que aún no los ha construido. —Y los aprensivos contables añadían una inteligente predicción—: De este modo, un absurdo experimento presupuestado en 10 000 rublos puede llegar a costar dos millones.

En un sordo e inútil acceso de ira, las autoridades redujeron la paga de Bering a la mitad, y le negaron el ascenso a almirante que había solicitado. Él no se quejó Y, cuando llevaban cuatro años de retraso, se limitó a ajustarse el cinturón, luchó por mantener el buen ánimo de su equipo, y prosiguió la construcción de sus naves. En el 1740, siete años después de abandonar la capital, consiguió botar el San Pedro, que estaría bajo su mando, y el San Pablo, que capitanearía su joven y eficiente colaborador Alexei Chirikov. El 4 de septiembre de aquel mismo año zarpó con los dos barcos, rumbo a su importante viaje de exploración de los mares septentrionales y de las tierras que los rodeaban.

Navegaron valientemente por el mar de Ojotsk, rodearon el extremo sur de Kamchatka y desembarcaron en la ciudad portuaria de Petropávlovsk, recientemente establecida, que cobraría gran importancia a lo largo del siglo y medio siguientes. La ciudad se levantaba en el extremo de una bahía singular, que quedaba protegida por todos sus lados y se abría hacia el sur, lejos de las tormentas. Los barcos anclados quedaban salvaguardados por unos largos brazos de tierra, y en la costa se alineaban cómodas casas para los oficiales y barracones para la tripulación. Aún no vivían civiles, pero constituía una espléndida instalación marítima que con el tiempo llegaría a ser un lugar importante. Bering y Zhdanko se establecieron allí para pasar el octavo invierno de su empresa, que se había prolongado desde el 1734 hasta el 1741.

Uno de los hombres que ocupaban las casas construidas sobre la costa era un naturalista alemán de treinta y dos años, con un talento fuera de lo común; se llamaba Georg Steller y había llegado junto con los astrónomos, los intérpretes y los demás científicos que conferían el necesario prestigio intelectual a la expedición, cosa que él podía realizar mejor que nadie. Ansioso por aprender, había estudiado en cuatro universidades alemanas, las de Wittenberg, Leipzig, Jena y Halle, de las que salió decidido a ampliar los conocimientos de la Humanidad; por eso se dedicó a estudiar durante el viaje por tierra todo el material disponible sobre la geografía, la astronomía y la vida natural de Rusia, desde el mar Báltico hasta el océano Pacífico, y, al término de aquel viaje tedioso e interrumpido por largos retrasos, estaba ansioso por zarpar para visitar islas desconocidas y pisar las costas inexploradas de América del Norte.

—Con suerte, podré descubrir un centenar de nuevos animales, árboles, flores y hierbas —le confió a Zhdanko, en su imbatible entusiasmo.

—Yo creía que toda la hierba era igual.

—¡Claro que no!

Y el entusiasta alemán, chapurreando el ruso, le describió a Zhdanko veinte o veinticinco variedades de hierba, cuándo florecían, qué animales las comían y la utilidad que podrían tener para el hombre si se sabían cultivar.

Para desviar la conversación de un tema que le interesaba muy poco, Zhdanko comentó:

—A veces habláis de los pájaros y de los peces como si fueran animales.

—¡Es que lo son, Trofim, lo son! —Y siguió otra conferencia que se prolongó durante casi toda la mañana.

—Para mí, un pájaro es un pájaro, y una vaca es una vaca —interrumpió el otro al cabo de un rato.

—¡Y así debería ser, Trofim! —Aplaudió Steller, casi gritando de gozo—. Y para vos, el águila es un pájaro. Y el halibut es un pez. Pero los científicos saben que todas esas bestias, incluido el hombre, son animales.

—Yo no soy un pez, soy un hombre —gritó Zhdanko, irguiendo la espalda.

Steller reaccionó como si el hombretón fuera un alumno brillante de la clase preparatoria, y se inclinó hacia adelante para preguntarle amablemente:

—Pues bien, maestro Trofim: una gallina, ¿qué es? Según cómo, parece un pájaro, pero anda por el suelo.

—Si tiene plumas, es un pájaro.

—Pero también tiene sangre. Y se reproduce sexualmente. De modo que, para los científicos, es un animal.

—¿Qué animales nuevos os proponéis encontrar?

—Qué pregunta tan tonta, Trofim. ¿Cómo puedo saber qué voy a encontrar si todavía no lo he encontrado? —dijo, riéndose de sí mismo. Y añadió—: Pero he oído hablar de un animal singular, la nutria marina.

—Una vez tuve dos pieles de nutria marina.

Steller estaba ansioso por saber todo lo posible sobre aquel animal legendario, de modo que Trofim le relató cuanto recordaba sobre sus dos pieles de nutria, y le contó cómo se las regaló al zar, bendita fuera su alma, y lo espléndidas que quedaron en las vestiduras de Pedro. Steller se inclinó hacia atrás, observó al cosaco y le dijo, admirado:

—Deberíais dedicaros a la ciencia, Trofim. Os fijasteis en todo. Es muy interesante. —Entonces asumió de nuevo su papel de maestro—. Veamos: ¿cómo llamaríais a la nutria marina? Ya sabéis que nada como un pez. Pero es evidente que no es un pez, eso también lo sabéis.

—Si nada, es un pez.

—Pero si yo os empujara ahora mismo por la borda, vos también nadaríais. ¿Os convierte eso en un pez?

—Como no sé nadar, sigo siendo un hombre.

Las dos naves continuaban amarradas en el puerto de Petropávlovsk, pues unos frustrantes accidentes retrasaron su marcha. Para aprovechar el verano a fondo, hubieran debido hacerse a la mar antes de mediados de abril; habían planeado zarpar el primero de mayo, pero hacia finales de aquel mes los obreros todavía estaban haciendo reparaciones y cambios. Además, se supo que estaba completamente estropeada la provisión que tenían de galleta, el principal alimento de los marineros, por lo que la partida tuvo que demorarse otro invierno más. Puesto que tenían que esperar hasta conseguir suficientes provisiones, se convocó una reunión de emergencia, y la plana mayor propuso y confirmó un plan de acción.

Entonces intervino la ciencia, que tanto alababa el alemán Steller, y la aventura se complicó aún más. Hacía más de un siglo, algún sabio había concebido la idea, inspirada en rumores, de que había un vasto territorio entre Asia y América del Norte. Según la leyenda, lo había descubierto el año 1589 el indómito navegante portugués Dom Joáo da Gama, y se suponía que contenía grandes riquezas. Se le dio el nombre de Terra da Gama, y, como podía aportar grandes beneficios al primer país que se apoderara de ella, los rusos tenían la esperanza de que Bering descubriera la isla, trazara sus mapas, permitiera que Steller la explorase en busca de minerales, y ocultara el hecho a las demás naciones.

Pero, como las naves no podrían abandonar el puerto antes de junio Y la temporada de navegación sería corta, era evidente que tendrían que dedicar la mayor parte de los días buenos a la búsqueda de Terra da Gama, y reservar solamente unos pocos para la búsqueda de América; aun así, el 4 de mayo de 1741, los sabios de aquella expedición, que eran muchos, coincidieron en que su obligación principal era encontrar Terra da Gama, y ratificaron con sus firmas la decisión: el comandante Vitus Bering, el capitán Alexei Chirikov, el astrónomo Louis De Lisle de la Croyére, y siete nombres más. El 4 de junio de 1741, cuando ya llevaban un retraso fatal, iniciaron su inútil búsqueda de una tierra inexistente, bautizada con el nombre de un portugués legendario que no había navegado nunca a ninguna parte, por la sencilla razón de que él tampoco había existido nunca.

Cuando se convencieron de que Terra da Gama no existía ni había existido nunca, los barcos se dirigieron hacia el este, pero tuvieron la mala fortuna de que un vendaval los separase, y, aunque los dos capitanes actuaron correctamente durante una búsqueda frenética que duró dos días, los dos barcos nunca volvieron a verse. El San Pablo de Chirikov no había naufragado sino que continuaba navegando, pero el San Pedro de Bering ya no podía alcanzarlo. Después de navegar inútilmente en una y otra dirección, Bering recuperó el rumbo este, y los barcos rusos se dirigieron hacia América del Norte, manteniendo una formación en tándem.

¿Habría que culpar al capitán de flota Bering (por usar el título que se le había concedido temporalmente al iniciarse la desdichada expedición) por la separación de sus dos barcos? No. Antes de hacerse a la mar, había dado instrucciones detalladísimas para no perder el contacto, y él, cuando menos, siguió sus reglas. Pero le acosaba la mala suerte, como había ocurrido en muchas ocasiones durante su larga exploración de los mares orientales; las tormentas separaron sus barcos y las densas neblinas imposibilitaron su reencuentro. Fue culpa de la mala suerte, no de la ineficacia, y el hecho de que ambos barcos consiguieran llegar a las costas de América del Norte demuestra que las órdenes de Bering fueron claras y que fueron obedecidas.

Pero el 6 de julio cambió la suerte de Bering, pues a las doce y media del mediodía cesó de lloviznar y surgió entre las nieblas que se disipaban un conjunto de las montañas nevadas más altas de América. Se alzaban en el ángulo de lo que sería después la frontera entre Alaska y Canadá, su blanco esplendor alcanzaba los 5000, los 5500 y hasta los 5700 metros en el cielo azul, y había además una veintena de picos menores agrupados. Era un espectáculo magnífico que justificaba todo el viaje, y entusiasmó a los rusos con su promesa de lo que podría ocurrir si conseguían alguna vez la soberanía de aquella tierra majestuosa. Cuando se hizo visible la montaña que Bering llamó San Elías, con sus más de 5400 metros de altura, fue un momento sobrecogedor. Los europeos habían descubierto Alaska.

Pero los mares que custodiaban aquella tierra prodigiosa del Ártico no solían facilitar una investigación prolongada, y, pocas horas después, el libro de bitácora del San Pedro decía: «Nubes pasajeras, aire denso, imposible orientarse porque la costa está oculta tras unas densas nubes». Al día siguiente, temprano, decía: «Nubes densas, lluvia», y más tarde, la anotación habitual para cualquier barco que intentara navegar por aquellas aguas: «Nubes densas, lluvia».

Al tercer día, cuando hubiera debido empezar la exploración de la tierra recién descubierta, el libro de bitácora indicaba: «Viento, niebla, lluvia. Aunque la tierra no está lejos, debido a la densa niebla y a la lluvia no podemos verla». Por eso, Bering, que descubrió Alaska para Europa, nunca pisó el continente; sin embargo, cuatro días después de avistar el monte San Elías, llegó a una isla estrecha y larga a la que también llamó San Elías, porque era el santo de la fecha. Los rusos posteriores la rebautizaron con el nombre de isla Kayak, por su forma.

Entonces ocurrió uno de los increíbles fracasos de las expediciones de Bering. El capitán, a quien preocupaba fundamentalmente la seguridad de su barco y la necesidad de regresar a Petropávlovsk, decidió realizar solamente una somera inspección de la isla; pero el adjunto Steller, que era quizá el intelecto más brillante de aquellos viajes, protestó casi hasta el límite de la insubordinación, porque su vida durante la última década había estado dedicada exclusivamente a aquel instante supremo en que pisaría una tierra nueva, y armó un alboroto tan infantil que Bering le permitió a regañadientes que efectuase una breve visita a la costa. Cuando abandonó la nave, un trompeta hizo sonar un toque sardónico, como si saludara a algún gran hombre, y los marineros se rieron burlonamente. Steller se llevó consigo como único ayudante a Trofim Zhdanko, a quien había convencido de la importancia de la ciencia. Desembarcaron, y ambos iniciaron un nervioso recorrido para recoger rocas, observar los árboles y escuchar a los pájaros. Trataban de estudiarlo todo al mismo tiempo, porque sabían que en cualquier momento zarparía el San Pedro; y, cuando llevaban solamente siete u ocho horas de recolección, una señal del barco indicó a Zhdanko que estaba a punto de levar anclas.

—¡Herr Doktor Steller, tenéis que daros prisa!

—Pero es que acabo de empezar.

—El barco está haciendo señales.

—Pues que las haga.

—Señales nerviosas, Herr Doktor.

—¡Yo sí que estoy nervioso! Tenía motivos para estarlo, pues durante largos años de estudio se había preparado en Alemania para una oportunidad semejante, había recorrido Rusia durante ocho años antes de llegar a Kamchatka, y llevaba últimamente varias semanas en el mar; pero, ahora que por fin desembarcaban en el continente americano, o por lo menos en una de sus islas, a menos de cinco kilómetros de la costa, no le concedían siquiera un día para llevar a cabo su trabajo. Era algo demencial, desconsiderado y absurdo, como le dijo a Zhdanko, pero el cosaco, que en cierto modo era un oficial del barco, sabía obedecer órdenes, y el capitán de flota Bering indicaba con sus señales que la embarcación tenía que regresar inmediatamente, junto con Steller.

En realidad, lo que Bering había dicho era:

—Haced señales a Steller de que si no sube inmediatamente a bordo nos haremos a la mar sin él.

Tenía que pensar en su barco, y, aunque podría haber concedido fácilmente al científico alemán dos o tres días en tierra, era un danés nervioso que no olvidaba el acuerdo firmado antes de zarpar: «Pase lo que pase, el San Pedro y el San Pablo regresarán a Petropávlovsk antes del último día de septiembre de 1741».

—Adjunto Steller —dijo severamente Zhdanko, acercándose al sudoroso científico, que tenía los brazos cargados con diversas muestras—, vuelvo a la embarcación, y vos venís conmigo.

Y, a empujones, se llevó a rastras de la isla al alemán, que protestaba. Esa noche se anotaron en el libro de bitácora los siguientes comentarios:

El esquife ha vuelto con agua, y sus tripulantes informan que han encontrado restos de una hoguera, huellas humanas y un zorro a la carrera. El adjunto Steller ha traído hierbas.

Más tarde, cuando Bering se disponía a emprender el regreso, envió de nuevo a la isla San Elías a Zhdanko y a unos pocos miembros de la tripulación, con una misión que simbolizaba su interés personal en realizar un buen trabajo para los patronos rusos; pero, en esta ocasión, no permitió que Steller desembarcara, pues le habían informado de la negativa del alemán a suspender su recolección al final de la primera visita a la isla.

Los hombres que han vuelto en el esquife han anunciado el descubrimiento de una choza subterránea, parecida a un sótano, pero sin gente. Han encontrado en la choza pescado seco, arcos y flechas. El capitán comandante ha ordenado a Trofim Zhdanko que lleve a aquella choza varios objetos pertenecientes al gobierno: doce metros de tela verde, dos cuchillos, tabaco chino y pipas.

De este modo, generosa y silenciosamente, se inició el lucrativo comercio que pronto iba a mantener Rusia con los nativos de Alaska. George Steller hizo un resumen más áspero de la jornada: «He pasado diez años preparándome para una tarea de bastante importancia, y se me han concedido diez horas para llevarla a cabo».

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