Alaska

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IV. LOS EXPLORADORES

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Aunque Bering no reconocía el valor de lo que había conseguido Steller en el tiempo asignado, sí lo hizo la historia, ya que el científico había comprendido, durante las breves horas pasadas en la isla, la significación de América del Norte, la naturaleza de sus baluartes occidentales y la importancia que podía llegar a tener para Rusia. Su trabajo de aquel día constituye uno de los mejores ejemplos de cómo puede usarse la inteligencia humana dentro de unos límites restringidos.

Vitus Bering no fue el primer ruso que vio Alaska, pues, cuando su barco, el San Pedro, perdió contacto con el San Pablo, el capitán de éste, Alexei Chirikov, pasó casi tres días enteros buscando a su compañero perdido, hasta que anotó finalmente en su libro de bitácora:

A la quinta hora de la mañana hemos abandonado la búsqueda del San Pedro y, con el asentimiento de todos los oficiales del San Pablo, hemos continuado la marcha.

El joven capitán continuó metódicamente con su exploración, y, el 15 de julio de 1741, un día antes de que Bering divisara la cordillera de grandes montañas Chirikov avistó tierra unos 750 kilómetros más al sudeste. Mientras navegaba hacia el norte, a lo largo de la costa, pasó cerca de una hermosa isla que más adelante ocuparían los rusos, la isla Baranof, y de la preciosa bahía que albergaría a la capital, Sitka. Durante el trayecto, vieron un volcán nevado, casi perfecto, al que bautizó más adelante un explorador posterior y mucho más famoso: era el monte Edgecumbe; pero no se detuvieron a investigar aquella zona, una de las mejores de la región.

Sin embargo, un poco más al norte, el capitán Chirikov envió a otra isla una lancha, al mando del patrón de flota Dementiev, asistido por diez hombres armados. El bote se perdió de vista entre un nido de pequeñas islas y no volvió a saberse de él. Tras seis días de nerviosa inmovilidad causada por el mal tiempo, el capitán Chirikov embarcó a tres técnicos en un segundo bote (el contramaestre Savelev, el carpintero Polkovnikov y el calafateador Gorin) y les envió en busca del primer grupo.

—Yo también quiero ir —gritó en el último momento el marinero Fadieu, a quien se permitió acompañarlos.

Este bote desapareció también, con lo que los hombres del San Pablo tuvieron que tomar algunas arriesgadas decisiones. No tenían ningún bote pequeño con el que traer a bordo agua o alimentos, y, como sólo les quedaban cuarenta y cinco barriles de agua, se enfrentaban al desastre.

A primera hora de la tarde, los oficiales han adoptado la siguiente decisión, que hacen constar por escrito: continuar directamente hasta el puerto de Petropávlovsk, en la costa oriental de Kamchatka. Se ha ordenado a la tripulación que recoja el agua de lluvia y que se racione.

De este modo, la gran expedición propuesta por Vitus Bering avanzaba vacilante hacia un final improductivo. Ningún oficial había puesto el pie en Alaska propiamente dicha, las exploraciones científicas se habían suspendido, no se había trazado ningún mapa útil, y ya se habían perdido quince hombres. La aventura, que según Bering se podía emprender con diez mil rublos, habría consumido a fin de cuentas los dos millones pronosticados por los contables, y lo único, aparte de lo ya sabido, que habría llegado a demostrar era que Alaska sí existía, y Terra da Gama, no.

Entonces ocurrió lo peor. El barco de Bering, el San Pedro, se dirigió hacia el oeste tras su encuentro con las grandes montañas, siguiendo aproximadamente la grácil curva de las islas Aleutianas, pero la nave avanzaba muy lentamente y, contra el viento, apenas podía recorrer unos veinticinco kilómetros por día. De vez en cuando, los vigías avistaban una de las islas, y también eran visibles algunos de los volcanes que salpicaban la cadena, elevándose perfectos en el cielo, con sus picos cubiertos de nieve.

Poco podía consolar aquella belleza a los marineros, porque les atacó un brote especialmente virulento de escorbuto. Privados de alimentos frescos y con poca agua potable para acompañar la galleta que les quedaba, comenzaron a hinchárseles las piernas, y los ojos se les volvieron vidriosos, sufrían violentas punzadas de hambre y perdían el equilibrio al andar. La situación empeoraba día a día, hasta que las anotaciones del libro de bitácora se tornaron lúgubres y monótonas:

Tormenta espantosa y olas muy altas… durante todo el día, han barrido la cubierta las olas, desde ambos lados… tempestad muy violenta… veintiún hombres en la lista de enfermos… por voluntad de Dios, Alexei Kiselev ha muerto de escorbuto… veintinueve hombres en la lista de enfermos…

Durante los últimos días en que fue posible continuar con las actividades habituales, el San Pedro se aproximó a la costa de la isla de Lapak, allí donde, 12 000 años antes, el Gran Chamán Azazruk había conducido a sus emigrantes, encontraron a unos isleños que les proporcionaron agua y carne de foca, lo cual les ayudó a resistir durante el mes de septiembre.

Como la mayor parte de los oficiales de menor rango estaban ya incapacitados por el escorbuto, el esquife enviado a la costa Iba a cargo de Trofim Zhdanko, quien solicitó la asistencia del adjunto George Steller; fue una elección afortunada, pues, a los pocos minutos de estar en tierra, el alemán empezó a corretear de un lado para otro, arrancando hierbas.

—¡No es momento de tonterías! —protestó Zhdanko.

Pero Steller agitó un manojo de hierbas ante su cara y gritó alegremente:

—¡Trofim! ¡Esto es antiescorbútico! ¡Puede salvar a todos nuestros enfermos!

Con la ayuda de tres niños aleutas, continuó recogiendo unas hierbas de sabor ácido, que podían combatir el temible escorbuto. De haber tenido tiempo, quizá hubiera podido salvar a los miembros de la tripulación en los que la muerte ya había fijado su mirada.

Pero el hombre en quien aquella breve visita iba a ejercer una influencia más duradera era Trofim Zhdanko, quien se encontró, ya avanzado el día, con una choza excavada en el suelo, como las demás, pero con una fachada recubierta de piedras cuidadosamente dispuestas y con un techo sólido, formado por huesos de ballena y fuertes vigas de madera de deriva. Quiso conocer mejor al hombre que la había construido con tanto cuidado, cuando finalmente se adelantó vacilante un individuo asustado, con el pelo negro caído sobre los ojos y un gran hueso de morsa que le atravesaba el cartílago de la nariz. Zhdanko le entregó algunos de los objetos que le había dado el capitán Bering para entablar relaciones con los nativos.

—Toma: tabaco chino y un espejo de mano. Mírate. ¿Verdad que estás guapo, con ese hueso tan grande que llevas en la cara? Esta tela tan fina es Para tu esposa; estoy seguro de que estás casado, con esa bonita cara que tienes. Y un hacha, una pipa y más tabaco.

El aleuta que recibía aquellos generosos obsequios, de los que el capitán Bering había querido desprenderse antes de volver a Siberia, comprendió que le estaban haciendo regalos cuyo valor ya quedaba probado solamente con el prodigioso espejo, y decidió, siguiendo la costumbre de su pueblo, dar algo a cambio a aquel corpulento forastero, dos cabezas más alto que él. Pero, al contemplar la magnificencia de lo que Zhdanko le había entregado, sobre todo de aquel hacha de metal, se preguntó qué podía darle que no pareciera pobre. Y entonces se acordó de algo.

Indicó por señas a Zhdanko que le siguiera y bajó con él a un depósito subterráneo, de donde el aleuta sacó dos colmillos de ballena, dos pieles de foca y, de la oscuridad del fondo, la piel de una nutria marina, más larga y hermosa que las que Trofim había entregado al zar. Medía más de dos metros y era suave y blanda como un ramo de flores. Zhdanko no ocultó al aleuta que le parecía magnífica.

—¿Hay muchas de éstas por aquí? —preguntó, señalando el mar.

El hombre demostró que le comprendía, pues agitó los brazos en el aire para indicar abundancia. También indicó que su kayak, varado en la costa, era el mejor de la isla para cazar a las nutrias.

Mientras tanto, Steller había logrado recoger una gran brazada de hierbajos y estaba masticando algunos furiosamente; cuando el contramaestre hizo señas de que la lancha iba a partir, el científico llamó a Zhdanko y le ofreció un puñado de aquella hierba salvadora, cuyo ácido ascórbico contrarrestaría los ataques del escorbuto. Al ver la piel de nutria marina, le recordó a Trofim la conversación que habían mantenido, con la evidente esperanza de que Trofim se la regalara para aumentar su reducida colección. Pero el cosaco no quiso saber nada de eso.

—Qué isla tan maravillosa —manifestó, volviéndole la espalda—. ¿Cómo se llamará?

Entonces el alemán demostró su ingenio. Entregó a Zhdanko su brazada de hierbas, se encaró con el aleuta y, con un despliegue muy bien orquestado de movimientos de manos y de labios, le preguntó qué nombre daba su Pueblo a la isla.

—Lapak —contestó el hombre, al cabo de un rato.

Entonces Steller se inclinó para tocar la tierra, se volvió a levantar y abarcó con un gesto de los brazos la isla entera.

—¿Lapak? —preguntó, y el isleño hizo un gesto afirmativo.

Steller se volvió para contemplar la isla, y vio, hacia el norte, mar afuera, un pequeño cono de roca que surgía del agua; entonces volvió a inquirir con gestos si era un volcán, y el aleuta volvió a asentir.

—¿Explota? ¿Fuego? ¿Corre lava hacia el mar? ¿Silbidos?

Steller hizo todas aquellas preguntas, que se le contestaron. Le encantaba haber descubierto un volcán en activo e intentó averiguar su nombre, Pero aquel concepto tenía un grado de dificultad demasiado grande para el idioma que acababan de inventar esos hombres en sólo media hora; por eso no pudo saber que, a lo largo de los 12 000 años transcurridos desde que Azazruk viera por primera vez aquel volcán incipiente, que entonces se alzaba apenas treinta metros por encima de la superficie del mar, había entrado en erupción cientos de veces, y, alternativamente, se había elevado en el aire hasta gran altura y casi se había sumergido bajo las olas. En aquel momento alcanzaba una altitud intermedia, de unos 900 metros, y estaba coronado por una ligera cobertura de nieve. Su nombre, en el idioma aleuta, era Qugang, el Silbador.

—Me gustaría volver —le dijo a Steller Trofim Zhdanko, mientras observaba cómo el volcán se alzaba bellamente entre las olas.

—También a mí —replicó el alemán, recogiendo sus hierbas.

El elixir destilado por Steller resultó ser una cura casi perfecta para el escorbuto, porque proporcionaba todos los elementos nutritivos de los que carecía la dieta de galleta y manteca salada de cerdo, que llenaba la barriga pero empobrecía la sangre. Sin embargo, se produjo una de las habituales ironías de la vida en el mar: los mismos hombres cuya vida podía salvarse si bebían aquel brebaje de sabor horrible, se negaron a probarlo. Steller se lo bebió, al igual que Trofim, quien, finalmente, se había convencido de que el científico alemán sabía lo que hacía, y les imitaron también tres oficiales de menor rango, que de este modo salvaron la vida. Pero los otros continuaron negándose, y el mismo capitán Bering les apoyaba.

—Llevaos esta porquería —rugió—. ¿Queréis matarme?

Como Steller protestara amargamente contra la estupidez de rechazar la sustancia salvadora, algunos hombres susurraron:

—No será un condenado alemán el que me haga beber hierba.

A mediados de octubre, mucho después de la fecha en que el San Pedro hubiera debido estar sano y salvo en Petropávlovsk, los hombres que se movían con dificultad por el barco azotado por las tempestades estaban ya agonizando por los efectos fatales del escorbuto, y las anotaciones del libro de bitácora se volvieron patéticas:

Una galerna espantosa. Hoy he enfermado de escorbuto, pero no me cuento entre los enfermos.

Tengo tales dolores en las manos y los pies que apenas puedo cumplir mi guardia. Treinta y dos en la lista de enfermos.

Por voluntad de Dios, ha muerto el soldado Karp Peshenoi, de Yakutsk, y hemos arrojado su cuerpo al mar.

Ha muerto Ivan Petrov, el carpintero naval.

Ha fallecido el tambor Osip Chenstov, de la guarnición siberiana.

A las diez en punto ha muerto el trompeta Mikhail Totopstov. Ha entregado su vida el granadero Iván Nebaranov.

El 5 de noviembre de 1741, cuando el San Pedro se acercaba a una de las islas más pobres de los mares septentrionales, mucho más allá de las Aleutianas, el capitán Bering, atacado también de un grave escorbuto, reunió a sus oficiales para analizar objetivamente la trágica situación; abriendo la sesión, Zhdanko leyó el informe preparado por el médico, que estaba demasiado enfermo para participar:

—Tenemos pocos hombres para manejar este barco. Ya han muerto doce. Treinta y cuatro están tan débiles que pueden morir en cualquier momento. El número total de hombres en condiciones de trabajar con las sogas es de diez, siete de los cuales se mueven sólo con mucha dificultad. No tenemos comida fresca y queda muy poca agua.

Ante aquellos hechos indiscutibles, Bering no tenía otra opción y recomendó que su embarcación, en la cual había soñado lograr tantas cosas, fuera varada en aquel desolado lugar, donde intentarían construir un refugio para los marineros más enfermos, que quizá allí tendrían la oportunidad de sobrevivir al crudo invierno que ya se acercaba. Así se hizo, pero, de los primeros cuatro hombres enviados a tierra, tres murieron en el bote de rescate: el cañonero Dergachev, el marinero Emilianov y el soldado siberiano Popkov; el cuarto hombre, el marinero Trakanov, murió en el momento en que le desembarcaban.

A esto siguió un vendaval de tristes anotaciones: murió Stepanov, lo mismo que Ovtsin, Antipin, Esselberg; finalmente, una frase patética:

Debido a la enfermedad, no puedo continuar llevando regularmente el diario y me limito a tomar notas como ésta.

El 1 de diciembre de 1741, durante el día más negro del viaje, el capitán Bering buscó a su asistente y, con un arrebato de energía extraordinario para una persona tan anciana y tan enferma, se paseó por el campamento, animando a todo el mundo y asegurándoles que aquel invierno pasaría, como tantos otros períodos difíciles que habían compartido. Se negaba a admitir que la situación no era difícil, sino algo mucho peor, y cuando Zhdanko trató de explicarle el peligro en que se encontraban, el anciano se detuvo y miró a su asistente.

—No esperaba estas palabras de un ruso sano —dijo.

Al comprender que el capitán divagaba, Zhdanko le condujo amablemente hasta el lecho, pero no consiguió que el viejo león se acostara. Bering continuó moviéndose de un lado a otro y dando órdenes para el gobierno del campamento. Finalmente, se tambaleó, trató de asirse donde no había nada, Y cayó en brazos de Zhdanko.

Le llevaron inconsciente a la cama, de donde ya no se levantó. Durmió durante el segundo día, pero al tercero comenzó a preguntar detalles sobre todo lo que se estaba haciendo a bordo y volvió a desmayarse, lo que Zhdanko consideró una misericordia divina, porque el anciano luchador sufría grandes dolores. El 7 de diciembre, un día intensamente frío, quiso que le llevaran al barco, pero Zhdanko se negó. En los momentos de lucidez, Bering analizaba con inteligencia el trabajo que aún había que efectuar antes de conseguir el éxito de la expedición; él opinaba que lo más conveniente era atrincherarse allí para pasar el invierno, desarmar el San Pedro y construir con la madera una pequeña embarcación de dos palos, navegar con ella hasta Petropávlovsk cuando mejorara el tiempo, y armar allí un barco nuevo de estructura más resistente, con el que volver a explorar seriamente las atractivas tierras próximas a la gran agrupación de montañas que se extendía hasta el mar.

Mientras Bering soñaba, Zhdanko le animaba, y pasó la noche del 7 de diciembre durmiendo junto al extraordinario danés, a quien había llegado a querer y respetar. Hacia las cuatro de la madrugada, Bering se despertó con un montón de planes nuevos y aseguró a Zhdanko que las autoridades de San Petersburgo los aprobarían; cuando quiso explicárselos con detalle recurrió al idioma danés, pero ninguno de sus compatriotas había sobrevivido para interpretarle.

—Volved a dormir, querido capitán —dijo Zhdanko.

El anciano murió poco después de las cinco, en aquella isla barrida por las tormentas. Entonces los supervivientes se hicieron cargo de la situación, tal como Bering había esperado, y, a pesar de las ventiscas y de la mala comida, los cuarenta y seis valientes lograron inspeccionar la isla, establecieron una relación de todas sus posibilidades, y cumplieron exactamente lo que Bering había pensado: aprovechando los restos del antiguo San Pedro, construyeron otro pequeño San Pedro de diez metros de longitud, tres y medio de ancho y uno y medio de profundidad. En aquella embarcación frágil y atestada, los cuarenta y seis hombres navegaron durante los 550 kilómetros que les separaban de Petropávlovsk, donde desembarcaron el 27 de agosto de 1742, después de haber pasado unos agotadores nueve años y ciento sesenta y tres días desde su partida de San Petersburgo, el 18 de marzo de 1733.Cuando desembarcaron, supieron que el otro barco, el San Pablo, también había tenido dificultades. De los setenta y seis oficiales y marineros que habían zarpado en junio, cuatro meses después, en octubre, habían regresado solamente cincuenta y cuatro. Se enteraron de la triste desaparición, en las cercanías de una bella isla, de dos botes con quince marinos experimentados a bordo; y pudieron imaginar los sufrimientos de sus compañeros, cuando escucharon la información de un oficial de la zona:

—En el viaje de regreso a Petropávlovsk les atacó el escorbuto, y murieron muchos de ellos.

Lo peor que se dijo de Vitus Bering fue que había tenido mala suerte. Parecía que todo había conspirado contra él: sus barcos hacían agua, no llegaban a tiempo las provisiones que esperaba, o se perdían, o se las robaban. Muchos capitanes habían emprendido viajes mucho más largos, tanto en distancia como en tiempo, que el de ida y vuelta entre Kamchatka y Alaska realizado por Bering, pero el escorbuto no les había atacado con aquella violencia; él, en cambio, estaba marcado por un destino tan adverso que, en su travesía, relativamente breve, perdió a treinta y seis hombres en un barco y a veintidós en el otro. Y murió sin haber encontrado nunca a los europeos que buscaba.

Sin embargo, aquel danés menudo y valiente dejó un honroso legado, y una tradición marinera en la que se inspiró la flota de una gran nación. Navegó por los mares del norte con una energía que entusiasmaba a sus compañeros, y en los libros de bitácora de sus barcos no hay una sola anotación que indique mala voluntad contra el capitán o que refiera peleas entre los hombres bajo su mando.

Las mismas aguas que recorrió tan infructuosamente, conmemoran en dos lugares su valor. El agua helada que se extiende entre el océano Pacífico y el Ártico lleva su nombre: es el mar de Bering; y parece que el marino le prestó también su carácter. Es un mar severo, se congela hasta endurecerse, es difícil navegar por él cuando se llena de hielo, y castiga a quienes no han sabido calcular su poder. Pero, al mismo tiempo, bulle con una rica fauna, y recompensa generosamente a los buenos cazadores y pescadores. En repetidas ocasiones a lo largo de esta narración, que siempre lo tratará con respeto, volveremos a encontrarnos con este mar, el cual merece llevar el nombre de una personalidad tan firme como la de Bering. A finales del siguiente siglo, acudieron en tropel miles de personas a sus costas, y algunos hallaron en sus mágicas arenas la dorada riqueza de Creso.

Los rusos dieron también su nombre a la desolada isla en la que murió, que constituye la conmemoración más triste que se ha concedido nunca a un buen marino. También habrá siempre quien afirme que no fue tan buen marino, críticos que clamen: «Nunca un navegante tan bueno intentó tanto, lo llevó a cabo con tanta dificultad, y logró tan poco». Y a la historia le resulta difícil dirimir tal debate.

La exploración de Alaska corrió a cargo de dos tipos contrarios de hombres: unos eran decididos exploradores de sólida reputación, como Vitus Bering y los demás personajes históricos que conoceremos dentro de poco; y otros, eran aventureros tercos y anónimos, en busca de negocios, que muchas veces consiguieron mejores resultados que los profesionales que les habían precedido. En los primeros tiempos, esta segunda oleada de hombres estaba formada por pícaros, ladrones, asesinos y vulgares matones, nacidos en Siberia o que habían prestado servicio allí, y el lema de sus primeras incursiones en las islas Aleutianas era breve y claro: «El zar está lejos, en San Petersburgo, y Dios, tan alto en el cielo que no puede vernos. Pero nosotros estamos aquí, en la isla, de modo que hagamos lo que nos convenga».

Trofim Zhdanko, que había sobrevivido milagrosamente a la muerte por inanición durante el invierno pasado en la isla de Bering, se convirtió, por una extraña combinación de circunstancias, en uno de esos comerciantes aventureros. Había llegado al punto más oriental de Rusia, el puerto marítimo de Ojotsk, y suponía que desde allí le enviarían a su casa, pero durante una espera de seis meses fue comprendiendo que no tenía ningún deseo de regresar. «Tengo cuarenta y un años —se decía—, y mi zar ha muerto: ¿qué me queda, pues, en San Petersburgo? Mi familia también ha muerto: ¿qué me queda, entonces, en Ucrania?». Cuanto más consideraba sus limitadas perspectivas, más le atraía quedarse en el este, de modo que comenzó a interesarse por las posibilidades de conseguir un empleo público de cualquier tipo; pero, tras unas pocas averiguaciones, aprendió un hecho básico de la sociedad rusa: «Si hay un buen puesto en cualquiera de las provincias alejadas, como Siberia, se concede siempre a un funcionario nacido en la madre Rusia. Es inútil que los demás presenten una solicitud».

Como ucraniano afincado en Ojotsk, el mejor trabajo al que podía aspirar era el de peón en la construcción del nuevo puerto que se pensaba destinar al comercio con Japón, China y las Aleutianas; eso si alguna vez llegaba a emprenderse tal comercio, algo que parecía improbable puesto que los puertos de las dos primeras naciones estaban cerrados a los barcos rusos y en las Aleutianas no existía puerto alguno. Estaba deprimido y desconcertado, pues pensaba que, de regresar a San Petersburgo ahora que el gobierno estaba en otras manos, podría encontrarse en situaciones desagradables Pero, una mañana de junio del año 1743, cuando estaba holgazaneando al sol, le abordó un hombre moreno, de cuello muy corto y de rasgos mongoles, que evidentemente era un siberiano.

—Soy el caballero Poznikov, comerciante —le dijo—. Parecéis un hombre fuerte.

—He conocido hombres que podían superarme.

—¿Habéis navegado alguna vez?

—He estado en la otra costa —contestó Zhdanko, señalando hacia América.

El comerciante se sorprendió mucho, le tomó del brazo y le hizo girar en redondo para observarlo mejor.

—¿Estuvisteis con Bering?

—Yo le enterré. Era un gran hombre.

—Tenéis que venir conmigo. Voy a presentaros a mi esposa.

El comerciante le condujo a una elegante casa que daba al puerto, y allí conoció Zhdanko a madame Poznikova, una arrogante mujer que no era siberiana, desde luego.

—¿Por qué me presentas a este obrero? —preguntó con cierta aspereza a su marido.

—No es un obrero, cariño —respondió él, muy dócilmente—. Es un marinero.

—¿Por dónde ha navegado? —inquirió ella.

—Estuvo en América… con Bering.

Al escuchar aquel nombre, la mujer se acercó más a Trofim y, tal como había hecho su esposo en la calle, le hizo volverse para inspeccionarlo mejor, y le movió de un lado a otro la cabezota como si tuviera la impresión de haberle visto antes. Luego se encogió de hombros.

—¿Vos viajasteis con Bering? —preguntó, con cierto tono desdeñoso.

—En dos ocasiones. Era su asistente.

—¿Y visteis aquellas islas?

—Bajé a tierra dos veces y, como sabéis, pasamos allí un invierno entero.

—No lo sabía —reconoció ella.

Como le interesaba continuar con la conversación, invitó a Trofim a sentarse mientras iba en busca de una bebida hecha con los arándanos que abundaban en la zona. Antes de reanudar el interrogatorio, se aclaró la garganta.

—Decidme ahora, cosaco, ¿es cierto que hay pieles en aquellas islas?

—Por todas partes donde estuvimos.

—Sin embargo, los del primer barco que regresó, el del capitán Chirikov, me dijeron que no habían visto pieles. Porque ellos no desembarcaron; pero nosotros, sí.

La mujer se levantó bruscamente y empezó a pasearse por la habitación; se sentó después junto a su esposo y le puso una mano en la rodilla, como si le pidiera consejo o le rogara permanecer en silencio.

—Cosaco —preguntó entonces, muy lentamente—, ¿estaríais dispuesto a volver a las islas? Quiero decir, enviado por mi marido. Para traernos pieles.

Zhdanko aspiró profundamente, tratando de disimular el entusiasmo que experimentaba ante aquella ocasión de escapar a una existencia gris en la Rusia occidental.

—Bueno, si se puede…

—¿Qué queréis decir? —preguntó la mujer, ásperamente—. ¡Si ya lo habéis hecho! Tripulaciones, barcos… —continuó, descartando cualquier otra pregunta con un gesto de la mano—, para eso está Ojotsk. ¿Iríais? —preguntó finalmente, poniéndose bruscamente de pie frente a él.

—¡Sí! —contestó él, que no vio motivos para retrasar el entusiasmado asentimiento.

Durante la discusión que siguió sobre la organización de la expedición, fue la mujer quien estableció las reglas:

—Navegaréis hasta el nuevo puerto de Petropávlovsk; el viaje de 1500 kilómetros se puede hacer fácilmente en un sólido barco de Ojotsk, propiedad del gobierno. Allá estaréis a apenas 1000 o 1300 kilómetros de la primera isla, así que podréis construir vuestro propio barco y zarpar a principios de la primavera. Pasaréis todo el verano pescando y cazando, para volver en otoño, y cuando lleguéis aquí, Poznikov llevará vuestras pieles a Iakutsk…

—¿Por qué tan lejos? —preguntó Zhdanko.

—Es la capital de Siberia —le espetó ella—. En esta parte de Siberia, todo lo bueno proviene de Iakutsk. Yo misma soy de Iakutsk —continuó, con una exhibición de modestia—. Mi padre era el voivoda de allí.

Al decir estas palabras, ella y Trofim se señalaron de repente el uno al otro, y rompieron a reír.

—¿Cuál es el chiste? —preguntó Poznikov.

Ella, muerta de risa, tomó a Trofim de la muñeca y la sacudió con fuerza.

—¡Es cierto que viajó con Bering! ¡Yo le vi con él! ¿Cuántos años hace de aquello? —preguntó, apartándolo un poco para observarlo.

—Diecisiete —contestó Trofim—. Nos servisteis el té, y vuestro padre nos habló del tráfico de pieles con Mongolia. ¿Alguna vez regresasteis a aquel puesto comercial de la frontera? —preguntó, al cabo de un momento.

—Sí. Allí le conocí a él —señaló al marido que les escuchaba impasible, sin demostrar un gran cariño aunque sí un gran respeto por él—. Voy a contratar a este cosaco ahora mismo, Iván —exclamó, dando una palmada—; será nuestro capitán.

Iván Poznikov era un cincuentón curtido por los crueles vientos de Siberia, y todavía más por las duras prácticas que se había visto obligado a emplear en sus tratos con los chukchis, los kalmucks y los chinos. Era alto, menos que Zhdanko aunque más ancho de hombros, y tenía los brazos igual de fuertes; sus manos eran muy grandes y, en varias ocasiones en que tuvo que enfrentarse a un peligro mortal, había ceñido con sus largos dedos el cuello de su adversario y había continuado apretando hasta que el hombre había quedado inerte en sus manos y había muerto. Era igualmente brutal en los negocios, pero como su esposa le había insistido desde el principio de su desigual matrimonio, había permitido que ella se encargase de los asuntos de la familia.

La mañana en que conoció a los Poznikov, Trofim se preguntó cómo era posible que aquella dinámica mujer, la hija de un voivoda enviado desde la capital, hubiera aceptado casarse con un vulgar comerciante siberiano, Pero durante las semanas siguientes advirtió que la pareja controlaba el comercio de pieles de la zona este y recordó el interés que ella había demostrado en esta actividad, cuando era todavía la jovencita que conoció en Iakutsk. Al parecer, había considerado que Poznikov le daría la mejor oportunidad de conocer los misterios de la Siberia oriental, por lo que había renunciado a sus ambiciones sociales, le había aceptado como esposo y había multiplicado por seis el volumen de los negocios del comerciante. Era ella quien controlaba el comercio y tomaba la mayoría de las decisiones importantes.

—Me va mejor cuando le hago caso —confesaba Poznikov.

Un día, mientras los dos hombres intentaban perfeccionar sus proyectos para establecer una cadena de puestos comerciales en las Aleutianas, Poznikov hizo un comentario casual, que daba a entender que tal vez la proposición de matrimonio había partido de la madame, como la llamaban los dos:

—Estábamos en la frontera con Mongolia y yo, atónito por lo bien que ella conocía los precios de las pieles, le dije: «¡Sois maravillosa!». Para sorpresa mía, ella replicó: «Vos sois maravilloso, Poznikov, juntos formaríamos un equipo poderoso».

Ninguno de los dos hizo más comentarios. Cuando resultó evidente que iban a necesitar mucho más tiempo del previsto para organizar el primer viaje a las Aleutianas, fue madame Poznikova quien sugirió:

—Ha llegado el momento de llevar nuestras pieles a Kyakhta, en la frontera con Mongolia.

Propuso que Zhdanko contratara a seis guardias armados para que lo escoltaran durante los primeros ochocientos kilómetros, entre Ojotsk y Lena, que estaban llenos de bandidos. Empero, una vez arreglados los detalles, Trofim se enteró de que, además de al comerciante y a su esposa, tendría que proteger también al hijo de ambos, un jovencito de dieciséis años, descarado y de malos modales, que llevaba el muy inapropiado nombre de Irmokenti.

Ya durante las primeras horas pasadas en su compañía, Trofim descubrió que el hijo era arrogante, testarudo, brutal en el trato con sus inferiores y absolutamente malcriado por culpa de la madre. Irmokenti lo sabía todo y pretendía tomar todas las decisiones. Como era un muchacho corpulento, sus firmes opiniones tenían más peso del que hubieran tenido de otro modo, y además, experimentaba un placer especial en dar órdenes a Zhdanko, a quien consideraba poco más que un siervo. La distancia a Yakutsk era de 1300 kilómetros, y pronto se vio que aquel viaje con las pieles no resultaría muy agradable.

Ucrania:

¡De Irkutsk a Ilimsk, a Yakutsk, a Ojotsk! Nombres como ésos quién los va a pronunciar. ¡De Ojotsk a Yakutsk, a Ilimsk, a Irkutsk! Para un cosaco son coser y cantar.

—Qué canción tan estúpida —dijo Irmokenti—. ¡Basta ya!

Pero a los seis guardias les gustaban tanto los extraños nombres y el ritmo quebrado que pronto la columna entera, salvo el muchacho, estaba cantando: «De Ojotsk a Yakutsk a Irkutsk…», y los tediosos kilómetros se habían vuelto más soportables.

Cuando ya habían cubierto más de la mitad del trayecto hasta Yakutat, Trofim se sentía muy complacido con el avance de la marcha y con la amabilidad de los dos Poznikov mayores; por ello, una noche, mientras acampaban en la ladera yerma de una de las montañas de Siberia, llamó por señas al corpulento negociante de cuello corto y bigotes caídos.

—Traje conmigo una piel especial. Creo que es valiosa —murmuró, a la luz de la luna—. ¿Me haríais el favor de venderla cuando llevéis las vuestras a Mongolia?

—Con mucho gusto. ¿Dónde está?

Trofim sacó del interior de su voluminosa blusa aquella piel tan especial que había adquirido en la isla de Lapak. En cuanto Poznikov apreció su extraordinaria calidad, aun antes de acercarla a la luz, adivinó:

—Seguro que esto es nutria marina.

—En efecto —confirmó Trofim.

—No sabía que fueran tan grandes —silbó el comerciante.

—Por allá el mar está lleno.

Al cabo de un momento, Poznikov dispuso la vacilante luz de modo que iluminara la piel sin descubrir su existencia a los seis guardias, que Podían estar espiando, y Zhdanko tuvo ocasión de comprender por qué el siberiano cuellicorto había tenido tanto éxito, incluso antes de casarse con su eficiente mujer. El comerciante levantó las puntas una por una y comprobó su calidad frotándolas entre los dedos; estiró primero suavemente, para asegurarse de que el pelaje no estuviera pegado al cuero con cola, y, después, mientras Zhdanko no miraba, dio un fuerte tirón. Cuando se hubo asegurado de que la piel era auténtica, aunque de una clase que le resultaba desconocida, se la llevó a la cara y luego sopló para separar los pelos y apreciar las sutiles variaciones de color que se producían en toda su longitud. Súbitamente, con un gesto que sobresaltó a Trofim, presionó el pelaje con las dos manos y lo separó para dejar a la vista la piel del animal, a fin de comprobar su estado; y, para acabar, se levantó, se alejó de la lámpara de modo que sólo podía verle Zhdanko, levantó en el aire, por encima de su cabeza, la mano derecha con la que sujetaba un extremo de la magnífica piel, y la dejó caer para que ésta pudiera verse en toda su longitud. Entonces se acercó de nuevo a la luz, envolvió la piel, se sentó junto a Trofim y se la entregó.

madame tiene que ver esto —susurró.

Él y Trofim se deslizaron silenciosamente en el interior de la tienda de la señora.

—Hemos encontrado un tesoro —le explicó el marido.

Indicó a Trofim que enseñara la piel a su esposa y a Irmokenti. En cuanto la mujer la vio, trató de calcular su valor utilizando unos recursos muy diferentes a los de su marido. De pie, muy erguida y con la actitud de una princesa, aquella imponente mujer de treinta y cuatro años se cubrió los hombros con la piel, dio unos pasos, se volvió, dio algunos pasos más y se inclinó ante su hijo, como si él la hubiera invitado a bailar. Sólo entonces pronunció su opinión:

—Es una piel muy buena; vale una fortuna.

—¿Cuánto? —preguntó Trofim, titubeando.

Ella aventuró una cantidad en rublos que equivalía a más de setecientos dólares, y el cosaco exclamó:

—Allá, en el mar, las hay a cientos.

La mujer volvió a examinar la piel, la sopesó y se la llevó a la cara.

—Novecientos, quizá.

Por desgracia, Irmokenti les oyó, y a la mañana siguiente no pudo evitar presumir ante uno de los guardias siberianos:

—Tenemos un nuevo tipo de piel. Vale más de mil rublos.

Y el guardia lo fue contando a los demás guardias durante los días siguientes:

—En esos fardos que siempre están cerrados tienen cientos de pieles que valen mil quinientos rublos cada una.

Entonces los siberianos comenzaron a planear una conspiración. Cuando la pequeña caravana entraba en un cañón flanqueado por unas colinas bajas, uno de los siberianos silbó y, acto seguido, los seis se arrojaron contra los Poznikov y contra Zhdanko, su guardaespaldas personal. Como sabían que tenían que eliminarlo primero a él, se echaron sobre Trofim los tres guardias más corpulentos, armados con garrotes y cuchillos; pensaban que lograrían matarlo inmediatamente, pero él, con el instinto que había desarrollado a lo largo de muchos enfrentamientos similares, previó su ataque y consiguió desembarazarse de ellos haciendo acopio de su enorme fuerza.

Para asombro de los guardias, que al atacar a los tres Poznikov habían confiado en una fácil victoria, la familia resultó ser una manada de tigres siberianos, o algo peor. madame Poznikova empezó a gritar y a blandir a su alrededor un bastón, que empuñaba con furia y con tino. Su hijo no corrió a esconderse, como hubiera hecho cualquier jovencito asustado de dieciséis años, sino que asió a uno de los hombres por un brazo y le hizo girar hasta arrojarlo contra un árbol, y, cuando el canalla comenzó a tambalearse, Irmokenti saltó sobre él y le dejó inconsciente a fuerza de puñetazos. Pero fue Poznikov en persona quien demostró ser el más valiente, porque, después de librarse del hombre que le había atacado, tras estrangularlo con sus manos enormes, corrió en ayuda de Zhdanko, que aún se defendía de sus tres agresores.

Como uno de los hombres amenazaba el cuello de Trofim con una navaja larga y afilada, Poznikov, que había vencido a los otros dos, saltó sobre él aunque no logró quitarle el arma; desesperado, el hombre hundió profundamente el puñal en el vientre del comerciante, tiró de él hacia arriba y a un lado, y lo dejó clavado para que completara su obra. Poznikov comprendió que estaba herido de muerte, pues la navaja había atravesado fatalmente sus órganos vitales, y en una antigua lengua siberiana llamó a gritos a su esposa, que cesó de blandir su bastón y corrió a su lado.

Al ver lo ocurrido, se convenció, como él, de que la muerte era segura, y entonces tomó el mango del largo cuchillo y lo arrancó del vientre de su esposo, mirando nerviosamente a su alrededor. Vio al hombre a quien su hijo había dejado inconsciente, se arrojó sobre él y le hundió el puñal en la garganta. Se detuvo solamente para arrancarlo y se volvió hacia el bandido que su esposo había derribado, se inclinó sobre él con un grito salvaje y le asestó tres puñaladas en el corazón.

Los otros cuatro guardias, que observaban horrorizados lo que estaba haciendo aquella mujer enloquecida, intentaron huir, abandonando el supuesto botín de pieles de nutria, pero Irmokenti le hizo la zancadilla a uno, le sujetó cuando caía, pidió la navaja a su madre, que se la dio, y entonces apuñaló varias veces al hombre.

En el cañón yacían muertos los tres bandidos siberianos y el comerciante Poznikov, y, después de que Trofim e Irmokenti hubieron sepultado a éste bajo un montón de piedras, la madame, con solemnes palabras, describió lo ocurrido en la lucha:

—Irmokenti ha demostrado mucho coraje y me siento orgullosa de él. Y yo supe qué hacer con la navaja. Pero nos hubieran asesinado a todos si Zhdanko no hubiese logrado mantener a raya a los tres primeros… durante tanto tiempo y con tanto valor.

Inclinó la cabeza ante él e indicó a su hijo que hiciera lo mismo, como muestra de respeto ante su comportamiento de auténtico cosaco, pero el muchacho se negó a hacerlo, porque lloraba todavía la muerte de su padre.

Montaron guardia por si los tres guardias fugitivos intentaban volver con refuerzos para capturar la caravana y, mientras, los viajeros discutieron qué podían hacer para defenderse y proteger el valioso cargamento. Como ya habían cubierto más de la mitad del trayecto, estuvieron de acuerdo en que lo más prudente era continuar a lo largo de los trescientos kilómetros restantes para llegar al río Lena, y por la mañana, después de despedirse llorando de la tumba de Iván Poznikov, el comerciante guerrero, se pusieron en marcha dispuestos a cruzar uno de los territorios más solitarios del mundo: las estériles mesetas de la Siberia central, donde los días transcurrían en un vacío desolado, sin nada visible hasta el horizonte, y las noches en un terrorífico aullar del viento.

Fue en aquel inhóspito territorio donde Trofim llegó a apreciar a la extraordinaria familia de la que había pasado a formar parte. Iván Poznikov había sido intrépido en la vida y valeroso en la muerte. Marina, su viuda, una mujer especial, que sabía comerciar tan bien como cualquier hombre y que se había comportado de forma asombrosa cuando se volvió loca con el largo puñal. Al ver cómo se adaptaba a la pérdida de su esposo y a los rigores de la marcha, Zhdanko comprendió por qué Iván había dejado en sus manos el manejo del negocio. En los momentos más peligrosos del viaje, ella también se ofreció a montar guardia mientras los hombres dormían. Comía tan frugalmente como ellos. Avanzaba sin quejarse a lo largo de los dificultosos kilómetros, ayudaba a cuidar de los caballos, y sonreía cuando Trofim le dedicaba un cumplido:

—Sois un cosaco con faldas —le decía él.

El problema era su hijo Irmokenti, que durante el ataque a la caravana se había comportado muy bien y había luchado como un hombre que le triplicara la edad, pero que, a pesar de ello, continuaba siendo un muchacho desagradable y se había vuelto aún más arrogante por haber matado a un hombre. Sentía un odio visceral por Trofim, no le gustaba el protagonismo de su madre, y tendía a actuar de un modo irritante que provocaba la desconfianza de los adultos. Era eficiente, pero no sería nunca simpático.

—Tres asaltantes muertos, y el cosaco no ha matado siquiera a uno. Una mujer y un muchacho han salvado la caravana —le oyó quejarse Trofim.

madame Poznikova no quería ni oír hablar de aquello:

—Ya sabemos quién nos salvó aquella noche, quién mantuvo a raya a esos tres… Milagrosamente, en mi opinión.

Además, era Zhdanko quien les guiaba en su recorrido a través de aquellos peligrosos páramos. Él decidía dónde detenerse y se ofrecía para cubrir las guardias nocturnas. Vigilaba por si venían osos, iba delante cuando tenían que vadear un arroyo, y se comportaba siempre como un verdadero cosaco. Pese a aquella demostración constante de su capacidad, Irmokenti no lo consideraba más que un siervo; sin embargo, obedeció a Trofim durante el viaje, aunque pretendía librarse de él en cuanto terminara.

De esta forma tan disciplinada, los tres viajeros completaron catorce peligrosos días de viaje por sendas solitarias, hasta llegar a una colina desde la cual, exhaustos pero dispuestos a seguir avanzando, contemplaron un bellísimo panorama: el ancho y caudaloso río Lena. Allí descansaron.

—Después de vender las pieles, tendréis rublos en vez de mercancía —dijo Zhdanko, mirando el río—. Y entonces tendremos que preocupar nos para que lleguen sanos y salvos a Ojotsk.

—Esta vez contrataremos a guardias honrados —repuso secamente la madame.

En Yakutsk, la madame se enfrentó con otro problema: encontrar comerciantes honrados, dispuestos a llevar sus fardos en barcaza por el Lena hasta los grandes mercados de la frontera con Mongolia; recurrió finalmente a unos antiguos conocidos de su esposo y cerró con ellos un trato ventajoso. Antes de despedirse, llevó aparte a los comerciantes y les enseñó aquella piel tan especial que pensaba introducir en el mercado.

—Nutria marina. No hay nada igual en el mundo. Y yo puedo proporcionaros una cantidad segura.

Los hombres observaron las extraordinarias pieles y preguntaron por qué no era el marido quien llevaba algo tan valioso.

—Venía con nosotros, pero le asesinaron nuestros guardias dijo ella. —Y añadió—: Os ruego que me ayudéis a conseguir seis hombres en quienes pueda confiar, y que no vayan a matarme durante el trayecto de vuelta.

Ellos le enviaron algunos de sus propios hombres de confianza, y entonces le hicieron un encargo:

—Traednos todas las nutrias marinas que podáis cazar. Los comerciantes chinos se pelearán por estas pieles.

—Me veréis con frecuencia en Yakutsk —les garantizó ella, con una leve sonrisa.

En el camino de regreso discutió con Trofim y con su hijo cómo podrían explotar las islas Aleutianas. Cuando apenas llevaba un día en su casa de Ojotsk, una pequeña población que estaba convirtiéndose en una ciudad importante, llamó a Trofim para hablarle francamente:

—Sois un hombre excepcional, cosaco. Sois valiente y al mismo tiempo tenéis cerebro. Tenéis que quedaros conmigo, porque necesito vuestra ayuda para controlar las islas de las pieles.

—No tengo intenciones de casarme —dijo él.

—¿Quién ha hablado de matrimonio? Os necesito para mi negocio.

—Soy marino. No servimos para los negocios.

—Yo haré que sirváis. Poznikov, que en paz descanse —añadió la madame, suplicante—, había sido comerciante durante muchos años. No había conseguido nada, hasta que yo no le hice poderoso.

—Mí trabajo está en las islas.

—Vos y yo juntos, cosaco, podríamos ser los dueños de las islas y de todas las pieles que contienen. —Entonces le miró de cerca, cara a cara—: Pero ninguno de los dos puede hacerlo solo. Os necesito, cosaco —añadió, elevando la voz hasta convertirla en un chillido irritado.

—Iré a las islas —le contestó Trofim, que sabía cuál era su destino—. Y os traeré pieles. Y vos las venderéis —acabó, con la intención de no variar su decisión.

—Si os vais, llevaos a Irmokenti —pidió entonces la mujer, con mal disimulado disgusto—. Enseñadle a ser sabio y a tener dominio de sí mismo, porque necesita aprender las dos cosas.

—No me gusta. Me temo que el chico ya no tiene remedio, pero le llevaré conmigo —asintió el cosaco.

—Al diablo con la sabiduría y el dominio de sí mismo —contestó la madame, asiéndole el brazo—. Enseñadle solamente a ser un hombre honrado, como su padre y como vos. De lo contrario, mucho me temo que no llegará a serlo.

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