Alaska

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IV. LOS EXPLORADORES

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Cualquier armador se hubiera horrorizado al ver la patética embarcación en la que pensaban zarpar hasta la isla de Attu, la más occidental de las Aleutianas, Trofim Zhdanko, Irmokenti Poznikov, que ya tenía dieciocho años, y otros once hombres de Petropávlovsk. Habían utilizado madera verde para la estructura principal y habían formado los costados con piel de foca, que era lo bastante gruesa en algunos puntos como para soportar impactos fuertes, y tan delgada en otros que cualquier arista de hielo la podría perforar. Como prácticamente no había clavos en Kamchatka, utilizaron los pocos que pudieron conseguir para clavar las piezas de madera más importantes, y en otras partes tuvieron que conformarse con correas de piel de morsa y de ballena.

—Esa cosa no la construyeron, la cosieron —gruñó, al ver el barco, un avezado marinero.

El producto terminado era algo así como un umiak de piel de foca, algo reforzado y lo bastante grande como para dar cabida a trece traficantes de pieles junto con sus equipos y, especialmente, con sus armas. De hecho, a bordo había tantas armas de fuego que el bote parecía un arsenal flotante, y sus propietarios tenían muchas ganas de usarlas. Pero resultaba bastante improbable que una embarcación tan endeble consiguiera llegar alguna vez a las Aleutianas, y aún más que regresara cargada con fardos de pieles. Pero Zhdanko estaba ansioso por probar suerte, y zarpó un día de primavera del año 1745, en busca de Alaska para el imperio ruso, y de riquezas para su variopinta tripulación.

Eran un grupo de hombres brutales, dispuestos a correr peligros y decididos a ganar fortunas con la explotación de las pieles. Esta avanzadilla de la expansión rusa hacia el este constituyó el modelo de la conducta que Rusia observó más adelante en su colonización de Alaska.

¿Qué clase de hombres eran? Había tres grupos bien definidos: auténticos rusos, que procedían de los dominios del zar en la Europa del noroeste, un territorio relativamente pequeño centrado en dos grandes ciudades: San Petersburgo y Moscú; aventureros llegados de otras zonas del imperio, sobre todo siberianos del este; y un curioso grupo, que recibía el difícil nombre de promyshlermiki, compuesto por delincuentes de poca monta que habían sido sentenciados a elegir entre la muerte o los trabajos forzados en las islas Aleutianas. Globalmente se les solía considerar rusos a todos.

Esos feos hombres recibieron la bendición de un viento suave que mantuvo henchida la vela improvisada, y después de veinte días de navegar con facilidad y con poca necesidad de remo, Zhdanko dijo:

—Quizá mañana. O pasado mañana.

Les animaba el creciente número de ballenas que iban viendo; y una mañana, temprano, Irmokenti pudo ver hacia el este, nadando entre las olas, la primera nutria marina.

—¡Trofim, ven! —gritó, pues continuaba tratando al cosaco como a un siervo—. ¿Es eso?

En aquel bote descubierto había poco espacio para moverse, pero Trofim se abrió paso hacia proa y forzó la vista en la luz matinal.

—No veo nada —dijo.

—¡Allí, allí! —gritó Irmokenti muy irritado, con impaciencia—. ESO que flota boca arriba.

Al mirar mejor, Trofim pudo ver uno de los espectáculos más extraños y hermosos de la naturaleza: una nutria hembra nadaba de espaldas, con una cría firmemente acomodada sobre el vientre; parecían las dos muy tranquilas y disfrutaban mirando las nubes que se movían por el cielo. Aunque Trofim todavía no estaba seguro de que fueran nutrias marinas, sabía que no eran focas, así que volvió a proa y condujo la embarcación en dirección a la flotante pareja.

La madre nutria, ignorante de lo que eran un barco o un hombre, continuó nadando perezosamente mientras los cazadores se aproximaban, y no intentó apartarse ni siquiera cuando Irmokenti levantó su arma y afinó la puntería. Se escuchó un fuerte estallido, la nutria sintió un dolor opresivo en el pecho y se hundió inmediatamente en las profundidades del mar de Bering; había muerto sin resultar de ninguna utilidad para nadie. Su cría, que había quedado a flote, recibió un fuerte golpe de remo y se hundió también hasta el fondo. Durante los años siguientes, de todas las nutrias marinas que llegaron a matar unos cazadores descuidados que muchas veces disparaban antes de tiempo, siete de cada diez se fueron al fondo sin que nadie aprovechara sus pieles. Aquel primer disparo de Irmokenti daba comienzo al exterminio.

Como había echado a perder lo que tanto Trofim como los otros aseguraban que era una auténtica nutria marina, el joven no estaba de buen humor aquella mañana; cuando, un poco más tarde, uno de los hombres lanzó el grito de «¡Tierra!», el chico no sintió ninguna alegría al ver la solitaria isla de Attu, que emergía de entre las nieblas que la cubrían.

Habían recalado en el extremo noroeste de la isla, y navegaron durante un día entero a lo largo de la costa septentrional, sin encontrar otra cosa que peligrosos acantilados y la visión sin vida de tierras que parecían estériles, sin árboles, sin siquiera un arbusto. Pasaron ante la embocadura de una bahía, pero las orillas eran tan escarpadas que hubiera sido una locura intentar desembarcar.

—Attu es una roca —comentó quejumbroso Irmokenti aquella noche, cuando se iba a dormir.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando rodeaban un pequeño promontorio en el cabo este de la isla, vieron ante ellos una amplia bahía, que tenía una agradable playa de arena y unos prados extensos. Desembarcaron con cautela y, como creían que la isla estaba deshabitada, se encaminaron tierra adentro. Cuando habían recorrido apenas un trecho, descubrieron el milagro de Attu. Dondequiera que iban se encontraban con un tesoro de flores de colores, en una gran variedad: margaritas, azaleas rojas, altramuces de muchos colores, orquídeas, cardos, además de dos tipos de flores que les asombraron especialmente: unos iris de color púrpura y unas orquídeas de color gris verdoso.

—¡Esto es un jardín! —exclamó Trofim.

—¡Mirad! —gimió de pronto Irmokenti, que le había dado la espalda.

Desde el fondo de la pradera se les acercaba una procesión de nativos, tocados con los sombreros característicos de la isla, con la gran visera que desde la parte anterior descendía recta por atrás, y con las flores o las plumas que pendían de la corona. Nunca habían visto antes a un hombre blanco, y ninguno de los invasores, salvo Zhdanko, había visto a un isleño, de modo que por ambas partes surgió una gran curiosidad.

—No son hostiles —aseguró Zhdanko a sus hombres—, mientras no se demuestre lo contrario.

Era muy difícil convencerles de ello, porque todos los isleños llevaban largos huesos ensartados en la nariz, y uno o dos discos tallados en el labio inferior, lo cual les confería un aspecto feroz.

—¡Disparad! —gritó Irmokenti, al verlos.

Trofim anuló la orden y se adelantó, llevando en las manos una colección de abalorios; cuando los isleños vieron tanta belleza centelleante se pusieron a murmurar entre ellos, hasta que uno acabó por adelantarse hacia Zhdanko, ofreciéndole una pieza de marfil tallado. Fue así como comenzó la verdadera explotación de las islas Aleutianas.

Los primeros contactos fueron cordiales. Los isleños constituían un grupo pacífico: eran hombres menudos y de oscuras facciones orientales que, por su aspecto, podrían haber llegado de Siberia un año atrás; iban descalzos, usaban ropas hechas con pieles de foca y se tatuaban la cara. Su idioma no se parecía a ninguno de los que habían oído alguna vez los hombres de la embarcación, pero con sus amplias sonrisas expresaban su bienvenida.

No obstante, ocurrieron dos cosas cuando Zhdanko y su tripulación llegaron a una de las chozas en las que vivían los isleños: era evidente que los hombres de Attu no querían que los forasteros se acercaran a sus mujeres y a sus hijos, y, cuando los siberianos entraron a la fuerza en una vivienda, sintieron repulsión por la oscuridad de la cueva subterránea en la que se encontraban, por el desorden y por el desagradable olor a pescado y a grasa de foca podrida. Entonces comenzaron las tensiones.

—¡No son humanos! —Gruñó desdeñosamente uno de los hombres de Zhdanko; y eso se convirtió en la opinión general.

Sin embargo, en varias de las treinta y tantas chozas los recién llegados descubrieron pequeños montones de pieles de foca, aunque no se les ocurría con quién podían estar comerciando los isleños, y en dos viviendas hallaron unas pieles ya curtidas de nutria marina. La larga búsqueda que había comenzado en Ojotsk para terminar en la audaz travesía del mar de Bering, en su inverosímil embarcación, parecía tener asegurado el éxito.

Zhdanko, que era un hombre ingenioso, no tuvo dificultades para explicar a los hombres de Attu que si les proporcionaban pieles de foca, él les daría a su vez lo que quisieran de las cosas que llevaban en el barco; un poco después les informó de que lo que querían en realidad los extranjeros, eran las pieles de nutria. Pero eso era otra cuestión, porque los isleños habían descubierto a lo largo de los siglos que la nutria marina era el animal más extraño del océano, y que no resultaba fácil cazarla. De todos modos, los comerciantes consiguieron convencer a los isleños de que tenían que salir con sus kayaks en busca de pieles, especialmente de nutria.

Entonces, un joven remero tomó la responsabilidad de enseñar a Irmokenti los ritos de la isla: se llamaba Ilchuk, era unos cinco años mayor que Irmokenti, y un hábil cazador que había sido uno de los artífices de la captura de la única ballena que los de Attu habían cazado en diez años; las hermanas de Ilchuk habían fabricado con las barbas de la ballena muchos objetos útiles y un par de cestos que, además de prácticos, eran también una obra de arte.

Cuando Trofim vio los cestos, además de otros objetos hechos de marfil o hueso de ballena, comenzó a modificar su opinión sobre los isleños de Attu. Finalmente, Ilchuk les invitó a él y a Irmokenti a su choza, y Trofim pudo comprobar que no todos vivían como animales. La choza estaba limpia y dispuesta de forma muy parecida a la de cualquier vivienda siberiana, exceptuando el hecho de que era subterránea en su mayor parte; pero tan pronto como comenzaron a soplar los vientos del invierno, Trofim comprendió por qué las construían así de bajas: de haber sido más altas, los vendavales se las hubieran llevado.

Las tensiones entre los dos grupos estallaron al llegar el sombrío invierno, porque los recién llegados, ansiosos de más pieles, querían que los isleños continuaran cazando sin tener en cuenta el clima; pero los hombres de Attu, que conocían la potencia de las tormentas invernales, sabían que era mejor permanecer en tierra hasta la primavera. El que más insistía era Irmokenti, que ya tenía diecinueve años y se mostraba cada vez más brutal en su relación con los demás. Como nunca olvidaba que era su familia la que había puesto en marcha la explotación de las pieles, le resultaba imposible aceptar a un intruso como Zhdanko, así que él mismo comenzó a encargarse de los fardos, que cada vez eran más, y de las operaciones que prometían aumentar su número. Trofim, veinticinco años mayor que aquel joven inexperto, renunció a dirigir las cacerías, pero decidió mantener el mando de todo lo demás.

En cuanto cesaban las tormentas (y a veces se producía una relativa calma que duraba dos o tres días seguidos), Irmokenti ordenaba a Ilchuk y a sus hombres que se aventurasen a salir al mar y, si no se mostraban dispuestos, vociferaba hasta dejar claro ante los de Attu que, de algún modo, a lo largo de un proceso cuyas etapas ya no podían recordar, los isleños habían llegado a ser esclavos de los forasteros. Esa sensación se intensificó cuando dos hombres de Irmokenti se apoderaron de unas mujeres jóvenes de la población, con unos resultados tan agradables que un tercer hombre se llevó bruscamente a una de las hermanas de Ilchuk.

Aunque se produjo cierto resentimiento, por costumbre en Attu los hombres y las mujeres adultos mantenían relaciones sin complicaciones, de modo que allí no estallaron las reacciones temperamentales que en otro lugar hubieran podido entrar en erupción; lo que realmente molestaba a los isleños era la continua insistencia de Irmokenti para que los hombres salieran al mar, cuando su instinto y su larga experiencia les aconsejaban permanecer en tierra. No podían dejar de oponerse a esa radical alteración de su sistema de vida, y cuando Irmokenti, un día de buen tiempo, exigió a Ilchuk y a cuatro de sus hombres que se hicieran a la mar, se produjo una momentánea reacción de rebeldía, que el joven atajó sacando su arma.

—Si no vais, disparo —ordenó por gestos a los hombres.

Salieron de mala gana, señalando el cielo como si dijeran: «¡Te lo advertimos!», y antes de que se perdieran de vista se desató un fuerte viento que llegaba desde Asia y traía consigo ráfagas de lluvia helada, paralelas al mar, que destruyeron dos de los kayaks y ahogaron a sus tripulantes. Ilchuk condujo los botes supervivientes a la playa, y allí comenzó a apostrofar a Irmokenti, el cual guardó silencio durante algunos minutos, hasta que, al sumarse a las recriminaciones los otros hombres de Attu, que le rodearon, perdió la compostura, levantó el arma y disparó contra uno de los que protestaban.

Al verle caer, Ilchuk comprendió que estaba fatalmente herido e intentó abalanzarse contra Irmokenti, pero dos de los siberianos le sujetaron, le arrojaron al suelo y comenzaron a patearle la cabeza.

Trofim, que estaba trabajando en la construcción de una casa con madera de deriva, se acercó corriendo al oír el disparo; gracias a su corpulencia y a su autoridad, puso orden en lo que, de otro modo, podía haber degenerado en un alzamiento y en la muerte de todos los invasores. Pero en adelante ya no continuaría ejerciendo tal autoridad sobre los hombres.

—¿Quién ha hecho esto? —gritó.

—He sido yo —contestó con descaro Irmokenti, que dio un paso al frente—. Me estaban atacando.

Los otros apoyaron su declaración y adelantaron el mentón en un gesto retador, y Zhdanko comprendió que la jefatura de la expedición había pasado a Irmokenti.

—Se ha declarado la guerra —dijo, casi mansamente—. Que cada uno asuma su propia defensa.

Pero fue el joven quien dio órdenes específicas:

—Traed el barco más cerca de nuestras chozas. Y los hombres dormiremos todos juntos, no con las nativas.

El hombre que había tomado como compañera de cama a la hermana de Ilchuk no hizo caso de esta última orden, y dos mañanas después, al levantarse la niebla invernal, encontraron su cadáver en la playa, con varias puñaladas.

La guerra se cargó de odio y resentimiento, de sombras oscuras y bruscas represalias. Como quedaban solamente doce hombres, incluido él mismo, Trofim trató de recobrar el mando haciendo las paces con los isleños, que eran más numerosos; de no haberlo frustrado un mal asunto, hubiera podido tener éxito. El sensato isleño Ilchuk, que lamentaba el triste deterioro de las relaciones, se acercó a Trofim en compañía de dos pescadores para acordar una especie de tregua; pero Irmokenti, que observaba de cerca la escena con cuatro de sus seguidores, permitió que se aproximaran y después hizo una señal, ante la cual los rusos apuntaron con sus armas y mataron a los tres negociadores. Al día siguiente, una de las muchachas isleñas acusó a Irmokenti de haber asesinado a su hermano en la emboscada; él le dio la razón, pues también la asesinó.

Trofim se esforzó en vano por impedir las matanzas, pero en una rápida sucesión cayeron otros seis isleños, tras lo cual se aceptó con sumisión que Attu había entrado en un orden nuevo. Cuando la primavera hizo posible una caza metódica de las nutrias marinas, Irmokenti y su grupo tenían ya tan rigurosamente organizada la vida en la isla que los kayaks salían regularmente y volvían con las pieles que reclamaban los comerciantes. Resulta difícil explicar cómo aquellos once hombres (cinco siberianos, tres delincuentes rusos, dos de otros lugares del imperio y el joven Irmokenti) lograron mantener bajo su mando a toda la población de la isla, pero así ocurrió. El asesinato era el elemento más convincente; ejecutaron fríamente a ocho, veinte o treinta personas, eligiendo el momento y el lugar que podían Provocar un efecto más intimidatorio, hasta que toda Attu supo que, si los Pescadores y cazadores se demoraban en cumplir los deseos de los forasteros, ellos matarían a alguien, por lo general al pescador que hubiese fallado, y, a veces, a algunos de sus amigos.

Todavía resulta más difícil explicar por qué Trofim Zhdanko permitió que Ocurriera todo aquello, aunque hay que tener en cuenta que cuando los hombres se hallan bajo presión, normalmente las decisiones que toman dependen de hechos que escapan a su control; lo determinante es el azar, no el pensamiento organizado, y cada uno de los sangrientos incidentes de Attu fortalecía el poder de Irmokenti y debilitaba el de Trofim. Él no participó en ninguna de las matanzas, porque era un cosaco adiestrado para matar por orden del Zar y había aprendido que el asesinato sólo se justificaba si con él se Conseguía rápidamente establecer la paz. En Attu, las masacres sin sentido de Irmokenti no permitían conseguir la paz, sino solamente más pieles, y por eso Trofim comprendió, a mediados del verano, que la única estrategia sensata en una situación tan crítica era abandonar la isla con las pieles acumuladas y poner proa hacia Petropávlovsk.

Su propuesta le permitió recuperar otra vez cierta posición de mando, porque muchos de sus compañeros de tripulación estaban ansiosos por salir de Attu; sin embargo, la casualidad se interpuso una vez más para negarle esta posición. A mediados de julio de 1746, cuando organizaba secretamente a los hombres para la huida, una isleña descubrió la estrategia e informó a sus hombres, que planearon matar a todos los forasteros antes de que llegaran al bote.

Ya con los fardos embarcados y los doce supervivientes a punto de zarpar, los isleños trataron de atacarles; pero Irmokenti estaba prevenido y, cuando hombres y mujeres corrieron gritando hacia el barco, ordenó a sus hombres que dispararan directamente sobre el grupo de personas y que recargaran sus armas para volver a disparar. Así se hizo, con fatal efectividad.

Cuando el grupo de invasores rusos, el primero que había pasado un invierno en las Aleutianas, regresó finalmente a la seguridad del mar de Bering, habían asesinado, contando desde el día de su desembarco, a sesenta y tres aleutas.

La travesía de regreso fue un relato de terror, porque en la frágil embarcación, sin cubierta y con una modesta vela fijada al endeble palo, tropezaron con vientos adversos que soplaban desde Asia y tuvieron que enfrentarse sucesivamente a diversas calamidades: la rotura del palo, un conato de hundimiento, la comida que se pudría, un marinero lunático que estuvo a punto de volverse loco y también a punto de morir a manos de Irmokenti, el cual no soportaba sus chillidos; y tormentas interminables que amenazaron durante días enteros con volcarles. Como Trofim era el único a bordo con experiencia en la navegación, recuperó el mando de aquel triste barco, que consiguió mantener a flote, gracias a su valentía, más que a su habilidad; incluso en cierto momento, cuando la supervivencia parecía imposible, él hubiera accedido a los consejos de algunos, que exclamaban:

—¡Arrojad los fardos por la borda para aligerar el barco!

—¡Que nadie los toque! —Se opuso entonces Irmokenti, con férrea decisión—. Mejor morir tratando de llegar a puerto con nuestras pieles que llegar vivos sin ellas.

Al amainar las tormentas, el barco continuó su renqueante marcha hacia la patria, con los fardos intactos, y de este modo se puso en marcha el intercambio de pieles con las Aleutianas.

Al desembarcar en Petropávlovsk, a Trofim y a Irmokenti les aguardaba una sorpresa: durante su ausencia, madame Poznikova había trasladado su cuartel general a aquel excelente puerto de nueva creación, y en un terreno elevado situado frente a la costa había construido una amplia casa de dos plantas, con un mirador en el piso alto.

—¿Por qué es tan grande la casa? —preguntó Trofim.

—Porque aquí viviremos los tres —respondió ella sin rodeos. A pesar de la sorpresa de Trofim, la mujer prosiguió—: Os estáis haciendo viejo, cosaco, y a mí los años no me hacen más joven.

Él cumplía cuarenta y cuatro aquel año, y ella, treinta y siete; aunque Trofim no se sentía viejo, la experiencia de perder el mando sobre sus hombres en la isla de Attu le había demostrado que ya no era aquel infatigable joven de Ucrania para quien el mundo era una interminable aventura.

Pidió algo de tiempo para reflexionar sobre la proposición y se dedicó a pasear por la playa, contemplando los botes varados e imaginando las islas hacia las cuales habrían navegado. En sus pensamientos, dos hechos se mantenían incuestionables: «madame Poznikova es una mujer excepcional. Y yo echo de menos aquellas islas y las tierras del este». Sería un honor tener como esposa a una mujer como la madame, y un placer trabajar con ella en la explotación de las pieles, pero antes de comprometerse sería necesario establecer un acuerdo sobre ciertas cosas, de modo que regresó a su nueva casa, llamó a la mujer a la sala, y sentado con la rigidez de un comerciante nervioso que pidiera un préstamo al banquero, le habló:

Madame, admiré a vuestro esposo y respeto lo que con él habéis logrado. Me honraría asociarme con vos en el comercio de las pieles. Pero no volveré nunca más a las Aleutianas sin un barco decente.

La mujer estalló en carcajadas, atónita ante aquella singular respuesta a su proposición de matrimonio.

—¡Venid a ver, cosaco! —exclamó con energía.

Condujo al hombre por la calle principal de Petropávlovsk, hasta un astillero oficial que no existía dos años antes, cuando él se había hecho a la mar.

—¡Mirad! —señaló, con orgullo—. Éste es el barco que he estado construyendo para vos.

—Es perfecto para la explotación de las Aleutianas —opinó él, al observar su solidez.

Después de la boda, la mujer obligó a su hijo Irmokenti a adoptar el apellido Zhdanko y a llamar «padre» a Trofim, pero el joven se negó:

—Ese maldito siervo no es mi padre.

Llegaba a encolerizarse cuando alguien le llamaba «el hijastro del cosaco». Su madre, avergonzada por semejante conducta, llamó un día a los dos hombres.

—Desde hoy en adelante, todos somos Zhdankos —les dijo—, y cada uno de nosotros comienza una nueva vida. Vosotros dos conquistaréis las islas una a una. Y después, haréis lo mismo con América.

Trofim protestó diciendo que aquello podía resultar más difícil de lo imaginado.

—Estamos destinados a avanzar hacia el este —manifestó ella—, siempre hacia el este. Mi padre abandonó San Petersburgo para irse a Irkutsk. Yo salí de allí para ir a Kamchatka. Y más allá nos esperan las pieles y el dinero.

Fue así como el cosaco ucraniano Trofim Zhdanko consiguió un barco que deseaba, una esposa a quien admiraba y un hijo a quien aborrecía.

Gracias al ejemplo de madame Zhdanko, la corte de San Petersburgo descubrió que se podían cosechar grandes beneficios con la explotación de las pieles aleutianas, y comenzó a promover más viajes a las islas, donde podían probar fortuna las compañías que estuvieran a cargo de hombres decididos. Eran grupos extraoficiales, formados principalmente por cosacos, sobre todo por aquellos que se habían entrenado en la dura disciplina de Siberia, y fueron los invasores más crueles que cayeron nunca sobre un pueblo primitivo. Estaban acostumbrados a aplicar una dura disciplina entre las tribus no civilizadas de la Rusia oriental, y en su trato con los amables y sencillos aleutas se comportaron aún más bárbaramente. Irmokenti Zhdanko había sentado un precedente brutal en su primer encuentro, en la isla de Attu, que se convirtió en norma a medida que los cosacos avanzaban hacia el este; y los intrusos idearon nuevas atrocidades al llegar a las islas más grandes, las que estaban situadas en el centro de la cadena.

Por supuesto, cuando intentó desembarcar en Attu el primer grupo que seguía a la llegada de Trofim e Irmokenti en su bote de piel de foca, los enfurecidos nativos, recordando lo que había ocurrido, bajaron en tromba a la playa y asesinaron a siete traficantes; después de este suceso, la tradición rusa conservó siempre la creencia de que los aleutas eran unos salvajes a los que sólo se podía dominar a tiros y latigazos. Pero cuando la segunda expedición arribó a Kiska, isla que seguía en tamaño a Attu, se encontró con nativos que no sabían nada del hombre blanco, y allí los cosacos instauraron un reinado del terror gracias al cual se consiguieron muchas pieles, pero todavía más muertes entre los aleutas.

En la siguiente isla de la cadena, la extensa Amchitka, los invasores sometieron rápida e implacablemente a los isleños. Los nativos tenían que aceptar sin rechistar que aquellos hombres se llevaran a sus mujeres. Se les obligaba a hacerse a la mar, hiciera el tiempo que hiciese, para cazar nutrias. Los nuevos métodos de caza que habían introducido los rusos despilfarraban los recursos, y más de la mitad de las nutrias que resultaban muertas, acababan hundiéndose, desaprovechadas, en el fondo del mar de Bering; sin embargo, las que lograban traer a la costa, alcanzaban precios cada vez más altos cuando las transportaban en caravana hasta la frontera con Mongolia, por lo que iba en aumento la presión para continuar la caza, y, como consecuencia, se multiplicaban las barbaridades.

El año 1761, madame Zhdanko, que ansiaba asistir antes de su muerte al dominio de los rusos sobre las islas Aleutianas y Alaska, sustituyó el viejo barco de Trofim por uno nuevo, construido con auténticos clavos, y envió en él a Irmokenti, el cual era ya un hombre maduro, de treinta y cuatro años, que se empeñaba implacablemente en volver a casa con el máximo de carga.

Para proteger la inversión que había hecho en el barco, sugirió que lo capitaneara Trofim, aunque éste ya tenía cincuenta y nueve años.

—Aparentas tener treinta años, cosaco, y este barco es muy costoso —le dijo ella—. Manténlo a salvo de las rocas.

No era un ruego superfluo, porque, al igual que ocurría con las nutrias, de cada cien navíos que los rusos construían en aquellas zonas, la mitad se hundía por defectos de construcción, y en cuanto a la mitad restante, normalmente estaba a cargo de capitanes tan ineptos que muchos de los barcos se estrellaban contra las rocas y los arrecifes.

Durante la década siguiente, los Zhdanko, padre e hijastro, pasaron por alto muchas islas menores con el fin de desembarcar directamente en Lapak, aquella atractiva isla custodiada por el volcán del que Trofim hablaba a menudo cuando relataba sus aventuras con el capitán Bering. Cuando el barco se acercó a la costa norte y Trofim vio aquella tierra inolvidable, la que había explorado con George Steller en el 1741, recordó a su tripulación la generosidad con que le habían tratado entonces, y dio órdenes severas:

—Esta vez, no hay que importunar a los isleños.

Gracias a esta advertencia humanitaria, durante las primeras semanas en tierra no ocurrió ninguna de las atrocidades que habían ultrajado las demás islas. Cuando Trofim buscó al nativo que le había dado las pieles de nutria, se enteró de que había muerto, pero uno de los traficantes de pieles había aprendido unas pocas palabras de aleuta en una misión anterior y pudo informarle que el hijo de aquel hombre, un tal Ingalik, había heredado los dos kayaks del anciano y también su posición como jefe del clan. Trofim fue a visitarlo, con la esperanza de trabar amistad con el joven y evitar así lo que había ocurrido en las otras islas, pero averiguó entonces, con gran consternación, que a todas partes había llegado noticia de la conducta de los rusos y que los habitantes de Lapak tenían mucho miedo por lo que podía sucederles.

Trofim intentó calmar al joven, y las relaciones con los nativos hubieran podido comenzar bien, de no haber sido por un rudo cosaco que venía entre los traficantes, un hombre de cabeza rasurada y grandes bigotes pelirrojos, llamado Zagoskin, que estaba tan obsesionado con las pieles de nutria que insistió para que los hombres de Lapak emprendieran inmediatamente la caza. El joven Ingalik intentó explicarle que en aquella temporada había pocas posibilidades de localizar a ningún animal, pero Zagoskin no le escuchó. Bajo su mando, un par de traficantes alinearon seis kayaks en la costa y ordenaron entonces que sus propietarios, sin saber todavía quiénes eran, se embarcaran y salieran a cazar nutrias marinas. Como nadie hizo caso de esa orden insensata, Zagoskin tomó un hacha, se lanzó sobre los kayaks, destrozó sus delicadas membranas e hizo trizas los frágiles armazones de madera que los sustentaban.

Era un acto de destrucción tan demencial que varios de los isleños, incapaces de comprender tal locura, empezaron a murmurar y avanzaron hacia el cosaco enfurecido, que continuaba descargando hachazos. Sin embargo, como Irmokenti no podía permitir el menor síntoma de rebelión, ordenó por señas a los hombres de Lapak que retrocedieran, hasta que comprobó que no pensaban obedecer y entonces abandonó sus intentos de disuadirlos. Levantó su arma, ordenó al resto de sus hombres que hicieran lo mismo, y, a un ademán de su mano izquierda, todos dispararon.

La primera descarga mató a ocho aleutas, y la segunda a otros tres; para entonces, Zagoskin había empezado a brincar como un loco entre los cadáveres y les asestaba golpes con el hacha. Se hizo un triste silencio sobre la playa, y comenzaron a sollozar algunas mujeres, con unos espantosos y agudos sollozos que colmaron el aire y atrajeron a Trofim al escenario de la carnicería. Aunque no había presenciado lo ocurrido y no sabía a quiénes culpar por la tragedia, estaba seguro de que los principales responsables eran su hijo y Zagoskin, pero no lograba comprender cómo había sucedido. Se sintió asqueado esta vez, pero no mucho tiempo después tuvo que soportar otras dos acciones tan viles que mancillaron el anteriormente honorable nombre de Zhdanko.

La primera ocurrió sólo dos meses después de la primera matanza de la playa. El malvado Zagoskin estimuló la tendencia natural de Irmokenti hacia las atrocidades, y, durante las semanas que siguieron a la primera serie de muertes, se produjeron varios incidentes aislados en el curso de los cuales Zagoskin o Irmokenti asesinaron a aleutas que se mostraban poco dispuestos a obedecerles.

A los dos canallas les encantaba participar en las estimulantes cacerías de nutrias, y ordenaron a los isleños que les construyeran un kayak de dos asientos, con el que podrían tomar parte en la caza. Zagoskin, que tenía más fuerza en los brazos, remaba en la popa, e Irmokenti hacía lo mismo en la proa. A lo largo de los 14 000 años transcurridos desde que Ugruk había tripulado su kayak persiguiendo a la gran ballena, los hombres del norte habían conseguido un tipo perfeccionado de remo que tenía una pala en cada extremo, de modo que el remero no necesitaba invertir la posición de las manos cada vez que quería cambiar de lado para remar. Y tanto Zagoskin como Irmokenti se convirtieron en unos expertos en el uso de este instrumento.

En realidad, en la cacería no se necesitaba su kayak, y ambos hombres se daban cuenta de que, algunas veces, resultaban más bien un estorbo que una ayuda, pero era tan interesante la persecución que insistían en participar. La cacería se realizaba del siguiente modo. Cuando algún aleuta de buena vista detectaba algo parecido a una nutria nadando hacia Qugang, el volcán silbador, hacía una seña y se dirigía velozmente hacia el lugar, mientras las otras embarcaciones se disponían formando un círculo alrededor del punto donde parecía encontrarse el animal. Entonces se hacía el silencio, no se movía ningún remo, y no pasaba mucho tiempo sin que la nutria, que no era un pez, tuviera que salir para tomar aire. Entonces todos se arrojaban sobre ella, el animal se sumergía y los botes formaban rápidamente otro círculo, en cuyo centro acabaría emergiendo la presa. Tras repetir esta maniobra siete u ocho veces la nutria, que cada vez se veía obligada a emerger en busca de aire en medio de los kayaks que la importunaban, se acercaba a la extenuación y, al final, acababa surgiendo medio muerta. Antes de que el animal se hundiera, con un veloz manotazo le daban un golpe en la cabeza, Y ataban la valiosa nutria a uno de los kayaks, con la cabeza destrozada pero la Piel intacta.

Zagoskin e Irmokenti se divertían intensamente cuando el círculo encerraba a una nutria madre que flotaba de espaldas con su cría sobre el vientre, moviéndose con ella como si la llevara de paseo. Irmokenti, a proa, obligaba a la madre a sumergirse. Pero la cría no podía permanecer bajo el agua tanto tiempo como su madre y ésta, en cuanto percibía que su criatura necesitaba aire, volvía a la superficie aun sabiendo que podía entrañar un peligro para sí misma. Cuando volvía a flotar, se convertía en el blanco de las canoas dispuestas en círculo, que se cerraban nuevamente sobre ella, impulsadas por los salvajes gritos de Irmokenti. Se sumergía otra vez, la cría volvía a boquear en busca de aire y ella emergía de nuevo, en medio de los amenazadores kayaks.

—¡Ya la tenemos! —gritaba Irmokenti.

Entonces, con un movimiento rápido, él y Zagoskin prácticamente se abalanzaban sobre la angustiada madre y la golpeaban hasta que la cría se desprendía de su abrazo protector. Cuando los perseguidores veían flotar a la pequeña nutria, Zagoskin le asestaba un garrotazo, la recogía con una red y la subía a su kayak. La madre, privada de su cría, comenzaba a nadar en su busca de un bote a otro, como enloquecida, y, cada vez que se acercaba a una de las embarcaciones, lamentándose como una madre humana, recibía los golpes de aquellos hombres regocijados con el espectáculo; nadaba entonces otra vez hacia el bote más cercano, sin dejar de suplicar, con un gemido agudo, para que le devolvieran a su criatura.

Acababa tan débil y aturdida por la infructuosa búsqueda que no se atrevía a sumergirse, y se mantenía en la superficie, con la cara casi humana vuelta hacia sus torturadores, sin dejar de buscar a su cría; permanecía así hasta que alguien como Irmokenti le daba un golpe en la cabeza que la dejaba inconsciente, la subía al kayak y la degollaba.

Un día, cuando volvían a la playa después de matar a dos animales de esta manera, algunos de los pescadores aleutas protestaron contra la matanza de la nutria madre y de su cría y, por señas, advirtieron a Irmokenti que, si él y Zagoskin continuaban con aquello, agotarían las nutrias que quedaban en los alrededores de la isla de Lapak.

—Y entonces —se quejaban— tendremos que adentrarnos mucho en el mar para conseguir las nutrias que queréis.

Irmokenti, molesto por la interrupción, no hizo caso de sus objeciones, pero Trofim, al enterarse de la discusión, dio la razón a los aleutas.

—¿No os dais cuenta de lo que va a acarrear en muy poco tiempo esa matanza de madres y de crías? No quedarán más nutrias para venderlas nosotros, ni para que ellos las usen como siempre han hecho.

—Ya es hora de que aprendan —replicó con insolencia Irmokenti, enfurecido ante la advertencia de su propio padrastro—, de que aprendamos todos. De ahora en adelante, tienen que limitarse a cazar nutrias marinas. Nada más. Quiero fardos enteros de esas pieles, no unos pocos puñados.

Zagoskin y él ignoraron el consejo de Zhdanko y emprendieron la dura rutina de enviar diariamente a los aleutas a cazar nutrias, y de disciplinarlos a fuerza de golpes, o privándoles de comida cuando no tenían éxito.

Mientras tanto, los dos jefes continuaron haciéndose a la mar y cazando más nutrias madres con sus crías, con la obligada ayuda de los demás; una tarde nublada, Irmokenti avistó una de aquellas parejas y gritó a los aleutas que le acompañaban:

—¡Por allí!

La cacería concluyó como era habitual, con la cría muerta y la madre nutria nadando, entre patéticas súplicas, hasta llegar casi a los brazos de un aleuta. Este hombre, que era un excelente cazador y mantenía una relación respetuosa con todos los seres vivos, no quiso responsabilizarse de esa muerte innecesaria puesto que en realidad no hacían falta alimentos ni pieles, y por eso ignoró los chillidos de Irmokenti, que le gritaba:

—¡Mátala!

El aleuta dejó escapar a la nutria y contempló asqueado a Zagoskin, que golpeaba el agua con su remo para descargar su frustración.

Cuando volvieron a la playa, Irmokenti corrió hacia el hombre que se había negado a matar a la nutria y le regañó por su desobediencia, cosa que indignó tanto al cazador que tiró su remo al suelo, y dio a entender así, de modo inconfundible, que no volvería a cazar nutrias, ni machos ni hembras, con los blancos, y que, desde aquel día en adelante, ni él ni sus amigos matarían a una madre con su cría. Irmokenti se enfureció ante aquel desafío de su autoridad, asió al isleño por el brazo, le obligó a darse la vuelta y le asestó tal puñetazo que el hombre cayó al suelo. Los demás isleños comenzaron a murmurar entre ellos, y pronto hubo señales de rebeldía general, que hicieron retroceder atemorizado a Zagoskin; entonces los aleutas, que equivocadamente habían creído que su opinión se tenía en cuenta, acudieron en tropel a Irmokenti para convencerle de que no continuara maltratándolos.

Su reacción fue radicalmente distinta a la que ellos esperaban: Irmokenti llamó en su ayuda a todos sus hombres, corrió en busca de su fusil y el de Zagoskin, y los rusos avanzaron en un apretado grupo hacia los asustados aleutas, los cuales retrocedieron, pues ya conocían la potencia de tales armas. Pero Irmokenti no quería que su exhibición de poder quedara como un simple alarde y, una vez consiguió intimidar a los isleños, pronunció la temible frase que se utilizó con tanta frecuencia en aquellos tiempos, cada vez que los europeos civilizados se encontraron con nativos sin civilizar:

—Es hora de darles una lección.

Con la ayuda de tres de los traficantes rusos, que se ofrecieron voluntarios, escogió al azar a doce cazadores aleutas y les obligó a ponerse en fila india, encabezados por el que había iniciado la protesta. Empujaron hacia adelante a cada uno de los aleutas hasta que quedaron todos estrechamente apretados contra el primero de la fila, y entonces Irmokenti gritó:

—Les vamos a enseñar cómo funciona un buen mosquete ruso.

—Cargó pesadamente su arma, se acercó al primero de la fila y apuntó cuidadosamente al corazón del primer rebelde. Pero en aquel momento llegó Trofim Zhdanko y contempló la vil acción que estaba a punto de producirse.

—¡Hijo! —gritó—. Por Dios, ¿qué estás haciendo?

La desafortunada elección de la palabra «hijo» enfureció a Irmokenti, que golpeó a Trofim en la cara con la culata del arma. Después, con una fría rabia, disparó, y ocho aleutas cayeron muertos, uno tras otro, mientras el noveno se desmayaba, porque la bala había chocado contra sus costillas. Los tres últimos permanecieron en pie, paralizados por el miedo.

Irmokenti había dado una lección a los aleutas, y gracias a ello consiguió instaurar en la isla de Lapak, que antes había sido un lugar muy agradable para vivir si a uno le gustaba el mar e ignoraba la existencia de los árboles en otros lugares del mundo, una dictadura tan absoluta que todos los hombres de la isla, tanto rusos como aleutas, tenían que trabajar a sus órdenes, y las mujeres, someterse a sus deseos. La isla de Lapak se convirtió en uno de los sitios más lúgubres de la Tierra, y el viejo y honrado cosaco Trofim Zhdanko permanecía aislado en su choza, sumido en la vergüenza, ¡impotente para oponerse al mal que había creado su hijastro!

Al acercarse el siglo XVIII a su fin, los gobiernos de varias naciones se enteraron de las riquezas disponibles en las aguas del norte, y de los vastos territorios que esperaban a ser descubiertos, explorados y colonizados. Los españoles avanzaron hacia el norte desde California y enviaron una flota de audaces exploradores entre los que se contaban Alejandro Malaspina y Juan de la Bodega, que efectuaron importantes descubrimientos, aunque como su gobierno no les apoyó para colonizar aquellas tierras, su único logro permanente fue bautizar algunos de los promontorios de la costa.

Los franceses destinaron en viaje de exploración a un hombre intrépido y de deslumbrante título, Jean François de Galaup, conde de La Pérouse, el cual escribió un relato de sus arriesgadas aventuras, pero dejó pocos conocimientos firmes sobre aquellos mares sembrados de islas, entre cuyos arrecifes tendrían que navegar los marinos del futuro.

El año 1778, los ingleses enviaron a aquellas aguas a un hombre delgado y nervioso, de ascendencia vulgar, que se convirtió en el marinero más importante de la época y en uno de los dos o tres mejores de todos los tiempos, gracias a su talento para la navegación, a su resuelta valentía y a su sentido común: era James Cook. Realizó dos viajes modélicos al sur del Pacífico, en el curso de los cuales definió, en cierto sentido, el mapa del océano, situó las islas donde correspondía, describió las costas de dos continentes (Australia y la Antártida), dio a conocer al mundo las bellezas de Tahití y, durante el trayecto, descubrió un remedio para el escorbuto.

Antes de Cook, un barco de guerra británico podía zarpar con cuatrocientos marineros desde Inglaterra, con la certeza de que antes del fin del viaje habrían muerto ciento ochenta, si es que el diezmo no alcanzaba, como ocurría a veces, la espantosa cifra de doscientos ochenta tripulantes. Cook era reacio a ser el capitán de un barco que más parecía un ataúd flotante, y decidió cambiar la situación, con su tranquila eficiencia, instituyendo unas pocas reglas sensatas.

—Se ha descubierto —explicó a la tripulación al inicio de su memorable tercer viaje— que el escorbuto se puede atajar si cada uno mantiene limpio su camarote. Si usa ropa seca tan a menudo como se pueda. Si se hace un turno de guardia por cada tres, de modo que quede tiempo para descansar. Y si todos los días se consume una ración de wort[5] y de rob.

Cuando los marineros preguntaron qué era eso, Cook dejó que los oficiales se lo explicaran.

—El wort es una bebida hecha con malta, vinagre, col fermentada, las verduras frescas que se puedan conseguir y algunas otras cosas. Huele mal, pero si se bebe como es debido, no se pilla el escorbuto.

—El rob —contó otro oficial— es una mezcla condensada de lima, naranja y zumo de limón.

—¿Qué significa «condensada»? —Nunca faltaba quien hacía esa pregunta.

—Es una palabra que el capitán Cook emplea constantemente —respondía el oficial.

—Pero, ¿qué significa? —insistía alguien.

—Significa: «Os lo tomáis» —gruñía el oficial—. Si lo hacéis así, os libraréis del escorbuto.

Los oficiales tenían razón. Un marinero que tomase su wort y su rob conseguía una milagrosa inmunidad frente al sombrío asesino del mar; la mitad de los ingredientes del wort, sobre todo la malta, eran ineficaces por separado, pero la col y en especial su jugo fermentado obraban milagros, y, en cuanto al rob, aunque el zumo de lima y el de naranja servían efectivamente de muy poco, el zumo de limón era un remedio específico. En cuanto a la condensación, a la que tanta importancia concedía Cook, no tenía ningún efecto, pero el procedimiento servía para espesar el jugo de limón y facilitar así su transporte y su administración.

Aquel hombre tranquilo, y jefe entregado, consiguió, gracias a su inquebrantable insistencia en la posibilidad de curación del escorbuto, la salvación de miles de vidas, y permitió además que los británicos construyesen la flota más poderosa del mundo. Por entonces, en los años en que Inglaterra estaba en guerra con sus colonias americanas en sitios como Massachusetts, Pensilvania y Virginia, el gobierno británico envió una vez más de viaje al gran explorador, con la intención de terminar con las especulaciones sobre el Pacífico Norte. Él, que había desvelado los misterios del Pacífico Sur, aceptó de buena gana el desafío de confirmar, de una vez por todas, si Asia estaba unida con América del Norte, si existía un pasaje noroccidental en la cima del mundo, si el océano Ártico estaba libre de hielo (pues un sabio científico había demostrado que, a menos que el hielo estuviera de alguna manera anclado a la tierra, no podía formarse en el mar abierto) y, sobre todo, cómo era la costa de la recién descubierta Alaska. Si lograba resolver aquellas intrigantes cuestiones, Gran Bretaña estaría en situación de reclamar para sí todo el norte de América, desde Quebec y Massachusetts en el este, hasta California y el futuro Oregón en el oeste.

Durante su famosa tercera exploración, que se prolongó, aunque con interrupciones, a lo largo de cuatro años (entre el 1776 y el 1779), Cook no se limitó a descubrir las islas de Hawai, sino que fue además el primer europeo que exploró debidamente la irregular costa de Alaska. Registró y bautizó el monte Edgecumbe, ese espléndido volcán de Sitka; exploró la zona en que se levantaría la futura ciudad de Anchorage; recorrió las islas Aleutianas para situarlas en el mapa en la posición correcta que ocupaban en relación con el continente; y navegó muy al norte, hasta el punto en que el frío océano Ártico le enfrentó con una muralla de cinco metros y medio de altura: el hielo que, según había demostrado anteriormente aquel científico, no podía existir.

Fue un viaje fantástico, un éxito en todos los sentidos; aunque no halló el fabuloso pasaje noroccidental que buscaban los marinos desde hacía casi trescientos años, es decir, desde que Colón había descubierto América, consiguió demostrar que el supuesto pasaje no se adentraba en el Pacífico en una zona de agua libre de hielo. Para demostrarlo, Cook navegó hacia el norte y tuvo que atravesar la muralla que constituían las islas Aleutianas, para lo cual buscó el paso situado al este de la isla de Lapak. Cuando dejó atrás la costa y miró hacia el oeste, vio elevarse en el mar de Bering el volcán Qugang, el Silbador, que ahora alcanzaba la altura de 330 metros por encima de la superficie del mar.

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