Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Kendra no podía comprender que una persona en su sano juicio malgastara tantos miles de dólares en comida para perros y pagara una inscripción de mil doscientos dólares para sufrir ese trato, sobre todo teniendo en cuenta que el primer premio era de sólo cincuenta mil dólares. Afanasi dijo:

—Yo participé cuando era más joven. La gloria de deslizarse hasta esa línea de llegada, ganes o pierdas, te dura toda la vida.

Naturalmente, los jóvenes de Los cuarenta y ocho de abajo que venían al norte para competir, en general sólo efectuaban una vez el horrible trayecto. Después volvían a casa, se casaban y retomaban su puesto en la empresa familiar. Pero al envejecer colgaban detrás del escritorio el certificado donde se probaba que, en 1978, habían competido en la Iditarod y llegado a la meta. Eso los diferenciaba de los atletas locales que hubieran ganado algún premio en competiciones menores.

El joven que ocupaba el cobertizo de Desolation, para brindar a sus perros la experiencia del verdadero Ártico, era en muchos sentidos el típico ejemplo de esos intrusos: graduado en la Universidad de Stanford, treinta años de edad, cinco de trabajo en la empresa paterna, divorciado de una dama de la alta sociedad que, al conocer su decisión de emigrar al Círculo Polar Ártico con trece perros, contó a sus amigos que él padecía un desequilibrio mental. Pero en ciertos aspectos era único. Para empezar, era Rick Venn, vástago de la poderosa familia que controlaba los intereses de Ross Raglan en Seattle. En segundo lugar, de todos los advenedizos sólo él tenía vínculos históricos con Alaska, y tercero, por ser el nieto de Malcolm Venn y Tammy Ting, tenía sangre tlingit y china; por lo tanto, era en parte nativo. Su tez era tan oscura y sus facciones tan asiáticas que habría podido pasar fácilmente por uno de los jóvenes de Alaska, mezcla de rusos y nativos.

También se distinguía de los otros en que, si bien su cabaña también era un caos, cuidaba de su aspecto personal tal como lo hubiera hecho en Seattle. Se afeitaba, se recortaba el pelo con tijeras y, una vez a la semana, lavaba una tina llena de ropa. Pero era como los otros en el afecto que mostraba a sus perros y en el cuidado amoroso con que los hacía trabajar: en la arena si no había nieve, en los montículos más profundos cuando la había. Polar era un perro esquimal de siete años, con un cruce de lobo algunas generaciones atrás y, en tiempos más recientes, de malamute. Había varios perros más grandes que él en el equipo, pero su inteligencia salía fuera de lo común y era, entre ellos, el líder indiscutible. Polar, perfectamente adaptado a su amo, obedecía de inmediato las órdenes de Rick. A los perros de trineo se los adiestra para girar a la derecha o a la izquierda según la voz de mando; hay cinco o seis palabras más que tienen su significado específico. Pero Polar tenía la notable habilidad de anticiparse a las intenciones de Rick, casi antes de que gritara la orden, y conducía diestramente a los otros perros en la dirección debida.

Aunque los perros formaban un buen equipo, no era raro que, mientras esperaban impacientes, dos de ellos se enfrentaran mostrándose los colmillos. Si alguien no los detenía de inmediato, la amenaza podía degenerar rápidamente en una lucha salvaje y sangrienta. Si Rick estaba presente era él quien interrumpía de inmediato la pelea, naturalmente. Pero en caso contrario, Polar daba un paso atrás, emitía un profundo gruñido y los perros se separaban.

También mordía a cualquier perro perezoso y era siempre él quien se lanzaba hacia delante con mayor energía, cuando Rick pedía más velocidad. Se trataba de un perro excepcional. Cuando llegó la nieve, para él fue un placer conducir a su equipo por trayectos de mil quinientos, dos mil y hasta tres mil metros por la tundra.

Como en Desolation no existían restaurantes para turistas, ninguna joven aventurera de Los cuarenta y ocho de abajo convivía con Rick. Pero cuando llevó su equipo a la aldea para hacer una exhibición sobre arena, entre la multitud reunida vio a Kendra Scott, cerca de Vladimir Afanasi. Reconoció en ella al tipo de mujer que valía la pena tratar y, después de la demostración, buscó a Afanasi para preguntarle quién era.

—La mejor maestra que hemos tenido en mucho tiempo. Viene de Utah.

—¿Mormona?

—Puede ser. Tal vez por eso quiso explorar el norte.

—¿Nos puede presentar?

—Creo que es inevitable.

Una tarde soleada, Afanasi llevó a Kendra al desordenado cobertizo. Ella se echó a reír en cuanto bajó del camión, pues un cartel pulcramente pintado proclamaba: PERRERAS DE KENSINGTON, como si se tratara de un costoso alojamiento para perros mimados. Cuando el propietario asomó la cabeza por la puerta para averiguar el origen de esa carcajada, Kendra vio a un joven apuesto y bien parecido, algo mayor que ella, vestido con un mono azul.

—¿Qué pasa?

—Me gusta tu letrero. ¿Esto es un alojamiento para perros?

—Sin duda. Hay trece.

Y Rick señaló el sitio donde ataba a sus perros esquimales y malamutes, cada uno a su propia estaca y con cadenas cortas, para que no se molestaran entre sí.

—¿Para la Iditarod?

—¿Has oído hablar de esa carrera?

—Hay que estar loco para intentarlo.

—Lo estoy —reconoció él.

Pero sólo cuando se adelantó a estrecharle la mano cayó Kendra en la cuenta de lo chiflado que estaba. En la pechera de su mono llevaba grabado ese tipo de lema que encanta a los universitarios quijotescos: ¡REUNAMOS A GONDWANA!

—¿Qué significa esto? —preguntó ella.

El joven explicó que había cursado la licenciatura de geología en Stanford, donde ése era el grito de guerra.

—Pero ¿dónde queda ese lugar?

—Es un continente que se rompió en pedazos hace doscientos cincuenta millones de años. Creo que el Polo Sur formaba parte de él.

—Puedes enrolarme en tu cruzada.

En los días siguientes, cuanto más oía hablar Kendra sobre los rigores de la Iditarod, más le interesaban los procedimientos por los que Rick adiestraba a sus perros. Cuando llegó la nieve, comenzó a pasar los sábados y domingos en el cobertizo, para darle algún aspecto de respetabilidad. Pero evitaba cualquier relación romántica, pues aún se consideraba vagamente comprometida con Jeb Keeler. Por cierto, cuando el joven abogado visitó Desolation por sus negocios con Afanasi, prácticamente se instaló en el apartamento de Kendra, donde se quedaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Rick, al observarlo, preguntó si estaban comprometidos. Ella respondió:

—Cuando se está tan lejos de casa es difícil decidirse.

Cuanto menos una vez por semana, si la nieve era adecuada, Rick la llevaba a dar un largo paseo de adiestramiento en su trineo. Era una magnífica experiencia sentarse allí, envuelta en mantas, y recorrer quince kilómetros hacia los lagos helados. Rick corría detrás y, de vez en cuando, subía a la parte posterior de los largos patines, gritando indicaciones a Polar y alentando ocasionalmente a los otros perros.

—Comprendo que la carrera fascine a los hombres —dijo Kendra un día, mientras descansaban a medio camino.

—No sólo a los hombres. —Rick le recordó que, últimamente, mujeres de más edad que ella habían ganado la carrera.

—¿Las mil cien millas? Deben de ser amazonas.

Y él la corrigió:

—Para esta carrera no se necesitan músculos, sino cerebro y resistencia.

El cerebro hacía falta porque cada participante debía ponerse de acuerdo con un piloto para que dejara caer desde el avión grandes bultos de salmón seco u otros tipos de alimento a lo largo del camino, tanto para los perros hambrientos como para su conductor, y la planificación de ese aprovisionamiento requería a la vez buen criterio y dinero. Más de un novato gastaba sus ahorros de todo el año, más el dinero que le enviaba su familia, sólo para cubrir los gastos de la Iditarod.

—¿De dónde salió ese nombre? —preguntó Kendra un día.

—Es el de un antiguo campamento minero —dijo Rick—. Por allí pasaba una senda; ahora nuestra carrera la usa cada año.

En las primeras semanas del invierno, Kendra vivió casi en un mundo de sueños. Ordenaba el cobertizo, trabajaba con los perros, y disfrutaba de largos viajes de adiestramiento en el fin de semana. Comenzó a pensar que esa gloriosa experiencia sería eterna: la interminable tundra blanca, con sus fuertes ventiscas, y la maravillosa seguridad de que Rick sabía lo que estaba haciendo. La posibilidad de que se enamoraran aún no había surgido, pues él aún estaba afectado por el naufragio de su primer matrimonio y ella se consideraba más o menos comprometida con Jeb Keeler. Pero ambos sentían, cada vez más, que después de la Iditarod sería ineludible tomar ciertas decisiones, aunque por el momento se mantuvieran así.

En una de esas excursiones por la nieve hacia el sur, ella se vio obligada a recordar hasta qué punto los esquimales inupiats del Ártico vivían al borde del desastre. Mientras recorrían la costa, a varios kilómetros de Desolation, Rick divisó una vivienda de estilo antiguo, con paredes de madera y pesado techo de hierba. Sin pensar que podía ser una intromisión, dio una orden a Polar, que inmediatamente dirigió el equipo hacia la choza. Cuando el trineo se detuvo ante la puerta, Kendra notó con espanto que era la casa de su destacada alumna, Amy Ekseavik, que allí había sido criada y allí vivía ahora, ayudando a su madre viuda. La jovencita apareció en el oscuro umbral, mirando furiosamente a los perros por debajo del espeso flequillo, y entonces vio a su maestra envuelta en mantas.

Fue un reencuentro glacial, pues Amy había perdido hasta la leve humanidad que se había permitido adquirir bajo el cuidado de Kendra. Mantuvo a los visitantes a distancia y, cuando ellos pidieron ver a su madre, se apartó sin decir nada.

Por la viuda, Kendra supo que se había establecido un acuerdo por el cual la madre, supuestamente, daba enseñanza a la niña en su propia casa. Así se cumplía con la ley del estado, aunque hubiera buenas escuelas en la zona. Pero resultaba obvio que la Rama finalmente encendida en esa criatura milagrosa, durante el año escolar anterior, se había apagado o vacilaba tanto que pronto se extinguiría.

Angustiada por haberse entrometido en la vida de Amy y en sus problemas sin solución, Kendra se despidió torpemente de la niña y volvió hacia el norte, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando se detuvieron a descansar dijo a Rick:

—Se me parte el corazón. Es demasiado horrible.

Y se derrumbó contra la chaqueta de su compañero, sollozando. Cuando él quiso saber de qué se trataba, le contó la gélida llegada de Amy a la escuela, el año anterior, y su gradual deshielo, hasta convertirse en una de las niñas más brillantes y prometedoras que Kendra conociera en su vida.

—Tal vez hayamos hecho algo espantoso, Rick, al pasar por aquí y recordarle mundos perdidos. —Los temores de Kendra estaban justificados. Tres días después llegó a Desolation la noticia de que Amy Ekseavik, de quince años y con un futuro brillante, había salido de la cabaña mientras su madre dormía, dejando el cuaderno de tareas abierto en la mesa, para suicidarse con la escopeta de su padre.

Ese primer año de Kendra al norte del Círculo Polar Ártico estuvo lleno de sorpresas por las costumbres locales, hasta alcanzar mesetas de las que se congratulaba: «Ahora entiendo Alaska», seguidas por explosiones que la obligaban a confesarse: «En realidad, no sé nada». Pero ninguna de las grandes revelaciones la dejó tan estupefacta como la llegada a Desolation de una mujer alta y decidida, que vivía con su familia en una cabaña de troncos, unos trescientos kilómetros al este, en uno de los rincones más desolados del territorio, donde tenía un albergue para cazadores, se podían pescar peces espectaculares y cazar piezas de caza mayor.

Venía acompañada de su hijo y traía una proposición notable:

—Desde que mi hijo era niño le doy clases en casa, concursos por correspondencia que me envían desde Estados Unidos. Aunque es algo temprano, creo que debería presentarse a los exámenes oficiales, pues estoy convencida de que tiene talento para ir a la universidad.

Luego presentó a su hijo: Stephen Colquitt, de un metro ochenta y dos centímetros, tímido, pero cuyos ojos volaban de un lado a otro como los de un halcón, absorbiéndolo todo.

—He venido a preguntarle… —explicó la mujer al director Hooker, nerviosa—. Tenemos buenos informes de la señorita Scott; dicen que es una buena profesora de matemáticas. Y queremos saber si estaría dispuesta a preparar a Stephen en álgebra.

Hooker se sintió incómodo.

—Eso sería muy irregular… tal vez imposible. No podemos inscribirle en nuestra escuela si no vive en nuestro distrito.

—¡Oh, no tenemos intención de inscribirle aquí! Lo que queremos son clases particulares. —Antes de que el director pudiera responder, añadió—: Estamos dispuestos a pagar las clases.

—Yo no cobraría nada —dijo Kendra—. Será un placer desempolvar mi álgebra.

—Y la trigonometría —agregó Stephen.

—Echaremos un vistazo a eso también.

Las semanas siguientes fueron tan productivas que Stephen, con su galope triunfal por el álgebra, la geometría y la trigonometría, la alejó un poco de los remordimientos por la muerte de Amy. Una noche, Kendra dijo a Afanasi y a Hooker:

—Es increíble lo que ha logrado esta señora con esos cursos por correspondencia. Cuando Stephen presente los exámenes oficiales tendremos que hacernos a un lado, porque va a reventar el sistema.

Kasm Hooker quedó impresionado en un sentido muy diferente:

—El padre jugaba un poco al baloncesto en el colegio y tienen una cancha reglamentaria junto al río. Las jugadas que conoce este chico no os las podéis ni imaginar.

En los partidos amistosos que celebraba la aldea cuando no había escuelas visitantes, se acordó que Hooker jugaría con Colquitt uno a uno. En el primer partido el muchacho dejó atónitos a todos desplegando una gran habilidad para pasar la pelota sin que tocara el suelo; pero lo que provocó gritos de elogio fue su diestro uso del doble salto. Parecía que iba a tirar, engañando así a Hooker, que saltaba para bloquearle el tiro; entonces él retenía la pelota y la arrojaba en el momento en que Hooker descendía, fuera de posición.

—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó el jadeante director, durante una pausa.

—Papá tiene una antena parabólica y yo solía observar a Earl.

Cuando llegaron las notas obtenidas por Steve en los exámenes oficiales, todo el mundo pudo comprobar lo que la señora Colquitt sabía desde un principio:

—Este muchacho puede ir a cualquier universidad —dijo Hooker, habituado a notas que no llegaban a los cuatrocientos puntos. Entonces envió cartas de recomendación a diversas instituciones, añadiendo también una nota del entrenador de Fairbanks:

En los tiempos en que Creighton tenía un equipo, tanto yo como Kasm Hooker, de Desolation, jugábamos bastante bien al baloncesto; por eso puedo asegurar que este jovencito de dieciséis años, con una estatura de un metro ochenta y dos, que no dejará de aumentar, está en condiciones de jugar en cualquier equipo importante. Ha tenido que practicar solo, sin posibilidades de jugar con un equipo. Si se le da esa oportunidad, será otro Johnson.

En la primavera, Harry Rostkowsky trajo cartas de nueve grandes universidades y colegios mayores que ofrecían a Stephen Colquitt becas; otras seis lo querían para sus equipos de baloncesto. Su madre y Kendra clasificaron los ofrecimientos y se decidieron por Virginia, lo cual satisfizo también a Hooker y a Steve.

La noche en que terminaron de llenar los formularios de ingreso, Kendra no pudo dormir. Estaba tratando de imaginar cómo había podido esa mujer producir semejante genio, viviendo en una cabaña remota y sin una sola ventaja, salvo cursos por correspondencia y la televisión por vía satélite. «Al parecer no se necesitan escuelas de ochenta y cuatro millones de dólares. Claro que eso ayuda».

Pero al reírse de esa conclusión, Kendra se echó súbitamente a temblar, abrumada por un terrible malestar espiritual.

Vestida sólo con su camisón, salió de su apartamento para llamar furiosamente a la puerta de Kasm Hooker. Después de un largo silencio, pues eran casi las dos de la mañana, la señora Hooker abrió la puerta, exclamando:

—¡Por Dios, hija! ¿Qué pasa?

Al verla entrar, temblando como por efectos de alguna fiebre misteriosa, el matrimonio comprendió que la maestra no podía dominarse.

—¡Siéntate, Kendra! Ponte esta bata. Ahora cuéntanos: ¿qué demonios ocurre?

Sólo después de beber un poco de chocolate caliente, preparado por la señora Hooker, Kendra recobró en parte la compostura:

—Estuve pensando en Stephen y en su buena suerte.

—Eso no es un motivo para llorar —observó Kasm—. Martha y yo lo estuvimos festejando. —Y añadió, casi hosco—: Pero eso fue hace tres horas.

—También yo. Pero mientras me felicitaba… y también a él… pensé en Amy… muerta en el lodo.

Y rompió en sollozos convulsivos. Los Hooker, habituados a lidiar con una catástrofe al menos una vez al año, la dejaron llorar. Al cabo de un rato ella levantó la vista, patéticamente, y preguntó:

—¿Por qué un muchacho blanco, con una madre decidida, puede alcanzar las estrellas, cuando una niña igualmente brillante, pero hija de una esquimal, fracasa? —Miró acusadoramente a Hooker—. Hasta usted envió cartas para ayudarle. En cambio nadie movió un dedo para ayudar a Amy.

—Tú fuiste muy buena con ella, Kendra —aseguró la señora Hooker—. Kasm me lo dijo.

—Parece tan injusto… Tan horrible, en lo social y en lo moral…

Kasm encendió una pipa y dijo, golpeándose los dientes con la boquilla:

—Si usted permite que las tragedias escolares la afecten tanto, Kendra, tal vez debería pensar en abandonar la enseñanza. Lo digo sinceramente.

—¿Usted no las toma en serio?

—En serio, sí. Trágicamente, no. Tampoco permito que afecten mi vida interior. —Antes de que Kendra pudiera protestar por esa falta de humanidad, el director se sentó junto a ella, mientras su esposa traía otra taza de chocolate, y le tomó una mano—. A partir de la escuela secundaria, jamás he estudiado ni enseñado en un lugar en el que no haya muerto un chico, varón o mujer, por suicidio o por algún accidente terrible.

—¿Y qué hacía usted?

—Enterrarlos, consolar a los padres y continuar con mi trabajo. Porque esas cosas no se pueden evitar. Sólo es posible adaptarse.

—Me niego a adaptarme a tamaña injusticia.

—En ese caso, Kendra, tiene razón mi esposo. Si permites que la vida de tus alumnos te afecte hasta ese extremo, tal vez te convenga dejar la enseñanza. Si continúas, te destruirá.

Kendra reaccionó a ese sabio consejo, nacido de años de experiencia docente, con un renovado ataque de temblores, tan convulsivos que la señora Hooker se sentó para tomarle la otra mano:

—¿Qué edad tienes, Kendra?

—Veintiocho.

—Es muy importante que te cases. Afanasi me contó que ese joven abogado, ese tal Keeler, te tiene muchísima estima. Y veo que también te ronda el hombre de los perros, el que vive al norte de la aldea. Cásate con uno de ellos mientras tengas la oportunidad. Si te quedas en Alaska para convertirte en una maestra solterona, que se aflije por todos los desastres de los esquimales, se te partirá el corazón.

Pero Kendra parecía no escuchar.

—Para los jóvenes esquimales todo parece muy injusto.

—Para todos los jóvenes, siempre. Hace años, cuando yo enseñaba en Colorado, el problema eran los coches veloces y la marihuana.

—Y un punto muy importante —añadió la señora Hooker—: a los esquimales no les gusta que las maestras de buen corazón, como tú, se interesen demasiado por sus problemas familiares. En realidad, les desagrada. La muerte es algo que ocurre, que siempre ha ocurrido, y ellos no quieren que nadie ande metiendo las narices y llorando en público.

Los Hookers acompañaron a Kendra a su cuarto. Por la mañana, la señora le llevó otro poco de chocolate caliente.

En marzo, toda Desolation centró su interés en la potente radio de onda corta que poseía Vladimir Afanasi, pues de hora en hora transmitía las novedades de la Iditarod. Con buen clima, para variar, los sesenta y siete equipos partieron de Anchorage, para recorrer un trayecto que ese año cubría mil ochocientos treinta kilómetros, con veintisiete paradas opcionales donde podían obtener alimentos para perros y conductores. Rick había comprado enormes cantidades de salmón seco para sus perros; Kendra preparó para él un gran montón de galletas de chocolate, llenas de pacanas, sabrosas y alimenticias. A Rick también le gustaban los higos secos, pues podía chupar las semillas cuando desaparecía la pulpa. En cada punto establecido, los equipos debían descansar durante veinticuatro horas seguidas y había veterinarios que examinaban a los animales. En los últimos años dos mujeres habían resultado ganadoras (la segunda, con el asombroso tiempo de once días y quince horas); en los campamentos todos se preguntaban si esa vez sería un hombre el que pudiera reclamar el trofeo y el primer premio de cincuenta mil dólares.

Rick, uno de los veintiséis que probaban suerte por primera vez, sabía que no tenía posibilidades de ganar contra los hábiles expertos que habían participado muchas veces desde el comienzo de la competición, en 1973, pero reveló a Kendra que esperaba terminar entre los nueve primeros y en no más de quince días.

Durante la primera semana de carrera pareció ocurrir de todo. Los alces, impulsados hacia el sur por las ventiscas, cruzaron la ruta marcada; alterados por los perros, mataron a coces a seis animales, cuyos conductores tuvieron que abandonar. Una tempestad intensamente fría llegó desde el norte, en contra de lo que era habitual, haciendo que otros siete participantes se retiraran de la carrera. La misma tormenta impidió que diez o doce aviones entregaran el salmón seco a los puntos de aprovisionamiento, a lo largo de la ruta. Privados así de combustible, se podría decir, algunos competidores se vieron obligados a abandonar. En Ruby, un participante de Nome ganó dos mil dólares por ser el primero en cruzar la meta que marcaba la mitad del recorrido, pero Rick vio que ya habían abandonado dieciocho corredores, con equipos tan buenos como el suyo.

En Desolation, Afanasi, Hooker y Kendra montaron una guardia de veinticuatro horas junto a la radio. Vladimir la manejaba en las horas de clase; los maestros se turnaban por la noche. Así recogieron suficientes noticias fragmentadas como para saber que Rick aún estaba entre los competidores, aunque no pudieron determinar qué puesto ocupaba. Por fin, el decimotercer día, un hombre de la aldea irrumpió en el aula donde Kendra estaba enseñando álgebra a sus alumnos.

—¡Cuándo partieron de Unalakleet, Venn iba tercero!

Poco después Afanasi corrió a la escuela con la confirmación:

—Por Dios, ningún novato tiene derecho a ocupar el tercer lugar.

Pero Kendra dijo:

—Polar bien puede ser el mejor perro guía de toda la carrera.

Y con la ardiente aprobación del señor Hooker, dieron por terminadas las clases del día para reunirse junto a la radio, donde escucharon fragmentariamente el relato de uno de los incidentes más dramáticos en la historia de las Iditarod. Afanasi explicó la situación a Kendra:

—Esto no es como una carrera olímpica, en la que todos los participantes van en grupo. En la Iditarod están diseminados. El hombre de Nome que va adelante lleva casi medio día de ventaja; nadie lo alcanzará. El del puesto dieciséis puede estar un día y medio más atrás. En cuanto al último, quizá una semana entera.

Hooker interrumpió:

—Pero esta vez, al parecer, todos van agrupados.

Y tenía razón.

Una mujer, que nunca había pasado del decimocuarto puesto, ocupaba el segundo lugar. Pero mientras azuzaba a sus perros por el hielo de Norton Sound, un alce que se acercaba a la costa cayó presa del pánico, corrió hasta enredarse con los perros y, al liberarse, pateó a la mujer en el estómago y las piernas, hiriéndola de gravedad. Rick, que iba en el tercer lugar, bastante más al sur y ya a salvo en el tramo de hielo que llevaba hasta la línea de llegada, vio lo que ocurría. Otros cinco participantes lo vieron también, pero se apresuraron para ocupar los nueve primeros puestos, tan codiciados. Rick, en cambio, se desvió a un lado y, exigiendo a Polar la máxima velocidad, llegó a tiempo para ahuyentar al enfurecido alce y poner en su trineo a la mujer herida.

Con la muerte de dos de sus perros, ella no tenía ninguna posibilidad de continuar compitiendo, pero se vio capaz de llegar hasta el final por sus propios medios, de modo que le dio las gracias a Rick por su ayuda y le abrazó, diciéndole:

—Continúa. Tú sigues compitiendo.

Pero él no podía dejarla así, con los perros muertos aún enganchados y necesitada de atención, de modo que abandonó la carrera por unas dos horas, para retirar a los perros muertos y atender las heridas de la conductora. Luego la dejó partir hacia Nome.

Nunca recuperó el tiempo perdido por ese gesto caballeresco. A medida que los otros corredores pasaban a toda velocidad, comprendió que había perdido toda posibilidad de ocupar el tercer puesto y, probablemente, de terminar entre los nueve primeros. Efectivamente, acabó decimotercero, pero fue vitoreado al cruzar la línea, pues la mujer había contado lo ocurrido a un periodista apostado en el trayecto. Un borracho que salió de su bar hizo la observación más atinada:

—Nunca pensé que llegaría el momento en que vitoreara a un hijo de puta de Ross Raglan, pero éste vale la pena.

Y esa noche, Rick, por su noble acción, fue el héroe de la ciudad.

El ganador, un recio veterano de Kotzebue, había terminado en catorce días, nueve horas, tres minutos y veintitrés segundos, pero la carrera sólo terminó una semana después, cuando el último de los cuarenta y seis conductores restantes llegó a duras penas para recibir la honrosa lámpara roja, símbolo de la luz que solía brillar en el último coche de los trenes, para indicar que habían pasado todos los vagones. Era un estudiante de la Universidad de Iowa; había tardado veintiún días y dieciocho horas en concluir esa penosa carrera, pero estaba casi tan orgulloso de su lámpara roja como el ganador de sus cincuenta mil dólares.

Cuando Rick volvió a Desolation, con Polar y los otros doce perros, se lo recibió como a un héroe.

Muchos aldeanos se agolparon en las perreras de Kensington para prestar tributo al equipo que se había conducido tan honrosamente en la Iditarod. Su caballerosidad había sido tema de varios artículos en los periódicos de Seattle y Nueva York. La revista Time publicó su fotografía con el epígrafe: «Ganar no lo es todo». Esa publicidad provocó una larga carta de su abuelo, Malcolm Venn, presidente de Ross Raglan, Seattle. Era la primera vez que Rick tenía noticias suyas en más de dos años.

Esa tarde, después de que todos se fueron, mostró la carta a Kendra. A ella le gustó por su estilo viril y por el obvio orgullo que el anciano sentía por su aventurero nieto.

Cuando viajaste al norte te dije que imitaras a tu bisabuelo. No tengas miedo de intentar algo. Y si comienzas, termina a lo grande. Seguimos tu avance por las noticias sueltas que transmitía la televisión local y festejamos la perspectiva de que terminaras quinto y hasta tercero, pero estamos mucho más orgullosos de tu decimotercer puesto.

—Yo no recibo cartas como ésa de mis padres —dijo ella, sin autocompasión.

Y al mirarle, con el certificado de la Iditarod colgado en la pared, detrás de él, le vio bajo una luz mucho más clara. Le admiraba por el modo en que manejaba a sus perros, con amor y severidad, inyectándoles un feroz y leal impulso para competir. Disfrutaba de su humor irreverente y apreciaba el retrato que entreveía en la carta del abuelo: una familia estrechamente unida, en una larga tradición de respeto mutuo. Sobre todo, veía en él a un hombre más fuerte y más consolidado que Jeb Keeler. Algo de esos pensamientos debió de brillarle en los ojos, pues cuando estaba por salir del cobertizo para volver a la Residencia él la detuvo, preguntando en voz baja:

—¿No es hora de que te quedes?

Y ella susurró:

—Sí. —Pues había hallado a un hombre al que podía amar.

Al día siguiente, por la tarde, en su propio alojamiento, Kendra hizo lo que cualquier persona honorable se habría sentido obligada a hacer: escribió una sincera carta a Jeb Keeler, agradeciéndole su valiosa amistad y explicándole que se había enamorado de otro: «Parece que ha desaparecido cualquier posibilidad de que nos casemos y lo siento muchísimo. Lo discutiremos en tu próxima visita a Desolation, pues ansío conservarte como amigo».

Después de cerrar el sobre dijo en voz alta, con la confianza que muchas mujeres han expresado en circunstancias semejantes:

—Bueno, esto ha terminado.

En esos días, justamente, estaban ocurriendo en Washington cosas que alterarían la vida de varias personas de la aldea; la más dramáticamente afectada sería Kendra. La secuencia se inició cuando el gobierno de Estados Unidos despertó tardíamente al hecho de que la Rusia soviética, Canadá y hasta Noruega estaban avanzando rápidamente en la adquisición de conocimientos sobre el Ártico. Con un esfuerzo algo frenético por ponerse a su altura, el presidente había nombrado una prestigiosa comisión sobre asuntos árticos, que reunió a un consorcio de universidades estadounidenses, a fin de patrocinar y supervisar una minuciosa investigación. No sólo debían descubrir el modo de sobrevivir en ese clima, sino también cómo utilizar el Ártico, tanto en la paz como en la guerra. Una vez tomada la decisión y provistos los fondos, ese equipo de hombres y mujeres brillantes decidió que uno de los primeros pasos a tomar era proseguir los estudios iniciados años antes en T-3, la isla de hielo flotante. En cuanto eso quedó acordado, los eruditos a cargo del asunto empezaron a buscar a gente del Ártico que tuviera experiencia práctica en T-3, y eso los puso directamente en el regazo de Vladimir Afanasi, esquimal universitario que, cuando era joven, había tenido a su cargo durante tres años el mantenimiento y las operaciones de T-3.

La llamada telefónica provenía de la Casa Blanca; era el asesor científico del presidente:

—¿Habla Vladimir Afanasi? ¿El que trabajó en T-3?… ¿Qué edad tiene usted ahora, señor Afanasi?… ¿Puede todavía trabajar en climas muy fríos?… ¿Y estaría dispuesto a reactivar T-3?… Ahora mismo… Claro, sabemos que T-3 desapareció hace tiempo, pero su sucesora… tal vez la llamemos T-7. Creo que es la siguiente… ¿Estaría usted dispuesto?… Eso me alegra mucho, señor Afanasi. No se imagina cómo ha sido elogiado por los hombres asociados con este proyecto. A propósito: ¿es usted ciudadano estadounidense?

—¿Esto es un secreto de Estado o algo así?

—¡Señor Afanasi! Si lo fuera yo no estaría usando una línea telefónica común. Nosotros sabemos lo que están haciendo los soviéticos y ellos saben lo que hacemos nosotros… o lo que estamos a punto de hacer. Bienvenido al grupo. Ya tendrá noticias nuestras.

Tres días después, una comisión de tres grandes especialistas en el Ártico (uno de Dartmouth, otro de Michigan y el tercero, de la Universidad de Fairbanks) se reunieron con Afanasi en Desolation. Durante tres días trabajaron intensamente en la reactivación de un puesto de investigación en lo que llamaban T-7. Había extendidos mapas del Ártico por todas partes. Se pusieron al día viejas listas del material requerido en T-3, se redactaron acuerdos formales y, al terminar esas reuniones, Afanasi, que era el de más edad entre los presentes, dijo:

—Quiero el derecho de contratar a mi propio asistente.

—Si es alguien calificado, sí. Y si pasa los exámenes de seguridad.

—No habrá problemas. Es alguien muy versado en asuntos árticos. Graduado en Stanford con excelentes notas. Y lo más importante: está disponible.

—¿Vive por aquí?

—En las afueras de la ciudad. Voy a presentarlo.

Los cuatro hombres fueron a las Perreras de Kensington, donde los saludó el ladrido agitado de trece hermosos perros, que ellos admiraron por un momento.

Encontraron a Rick Venn tendido en la cama, leyendo uno de los grandes libros sobre la Antártida: El peor viaje del mundo, de Apsley Cherry-Garrard. El hecho de que un hombre de su edad conociera ese clásico hizo que se ganara el corazón de los tres eruditos.

—¿Conoce usted la tragedia de Scott? —preguntó el hombre de Dartmouth.

Y Rick dijo:

—Un poco. Los relatos de Amundsen, algunos de los estudios recientes…

—¿Usted es de Scott o de Amundsen? —preguntó el científico de Michigan, recordando las enconadas animosidades que habían atormentado a los dos exploradores del polo.

—Estrictamente de Amundsen. Él era un profesional, y Scott, un romántico.

—No tenemos nada que hacer con este joven —decidió el hombre de Michigan—. Está completamente echado a perder.

—Un momento —dijo Venn, poniéndose los pantalones—. Si yo quisiera escribir un poema sobre la Antártida, elegiría a Scott, por supuesto.

El de Michigan se echó a reír:

—No es lo ideal, pero sí aceptable. Continuemos.

Fue Afanasi quien habló. Rick quedó impresionado por el respeto con que esos eruditos trataban al viejo esquimal:

—En Barrow, Rick, teníamos un Laboratorio de Investigaciones Árticas, dirigido por la Marina. Hizo grandes cosas, pero el gobierno lo cerró. Para ahorrar dinero. Los rusos se nos han adelantado mucho en los conocimientos sobre el Ártico. Para alcanzarlos vamos a reactivar las investigaciones que realizábamos en T-3.

—Leí que se derritió hace tiempo.

—Eso mismo dije yo cuando abordaron el tema. Se trata de una isla nueva. La llaman T-7. Quieren que yo sea una especie de factótum. Y yo quiero que tú me acompañes y seas mi mano derecha.

—¿Por cuánto tiempo? ¿Dos años, tres?

—¿Quién sabe?

Rick Venn se quedó mudo. Eso era lo que todos los jóvenes capaces soñaban al graduarse: hallarse en el corazón de alguna gran iniciativa en su especialidad, rodeado de los grandes intelectos de las generaciones precedentes, para aplicar todo lo aprendido en los años de esfuerzos y proyectar lo aprendido hacia delante. Era la esperanza de los jóvenes médicos, geólogos, críticos literarios o geógrafos. Y rara vez se presentaba una oportunidad como la de T-7.

—Será un orgullo trabajar con ustedes —dijo por fin.

—¿Qué hará con sus perros? —preguntó el de Dartmouth.

—Llorar un poco, despedirme de cada uno con un beso y entregárselos a otra persona. —El joven los miró desde dentro—. Me llevaron al décimo tercer puesto en la Iditarod, ¿saben?

—Se dijo que habría podido terminar tercero —comentó el de Michigan.

—¿Usted se enteró? ¿Tercero? Quién sabe… —De pronto apartó la vista de los perros—. ¿Esto es secreto?

—No.

—¿Y ya está en marcha?, ¿me están ofreciendo trabajo?

Afanasi miró a los otros tres; el presidente de la comisión, el de Dartmouth, alargó la mano:

—Así es.

En el viaje de regreso a Barrow, en el Cessna de Rostkowsky, el profesor de Dartmouth dijo:

—¿Se dieron cuenta de que ninguno de los dos habló de honorarios?

Y el de Michigan respondió:

—Este mundo es de ellos. Aman el norte y son parte de él. Hemos tenido una gran suerte al encontrarlos.

Esa tarde, sobre los mapas dejados por la comisión, Rick describió su nuevo trabajo a Kendra, que experimentó una punzada de aprensión al enterarse. El único hombre al que amaba iba a partir en una misión de duración indefinida:

—Desde hace cincuenta o sesenta mil años, y probablemente mucho más, en este extremo septentrional de Canadá llamado isla Ellesmere, hay inmensos glaciares, de los que ocasionalmente se desprenden témpanos tan monstruosos que no se los puede llamar témpanos. Son islas de hielo, que pueden medir hasta ochocientos kilómetros cuadrados y cuarenta y cinco metros de grosor.

—Eso es increíble.

—Es lo que dice todo el mundo al enterarse. Pero existen y navegan durante varios años por el Océano Glacial Ártico, en la dirección de las manillas del reloj, hasta que llegan al Atlántico. En 1912, una de ellas hundió al Titanic.

Le mostró el recorrido de la famosa T-3, que había navegado al norte de Alaska durante muchos años.

—¿Por qué no se quedó en su sitio? —preguntó ella.

—Porque flotaba en un océano. Al parecer, nadie comprende que al decir «Ártico» hablamos de un océano; al decir «Antártico» de un continente. —Luego le reveló el dato más notable—: Las islas son tan grandes y tan planas que es bastante fácil trazar en ellas una pista aérea, durante el tiempo que sea necesaria. Se puede aterrizar hasta con un 747 en una isla de hielo, como hacen los rusos.

—¿Ellos tienen algunas de esas islas flotantes? ¿Y nosotros, otras?

—En realidad, no. Oficialmente, no. Pero funciona así. Al menos, funcionaba. —Entonces pasó a los motivos por los que Estados Unidos había decidido reactivar un puesto de investigación en una isla de hielo—. Rusia está mucho más adelantada que nosotros en su capacidad de aprovechar el Ártico. Ellos siempre han tenido hombres en las islas de hielo. Nosotros hicimos un intento y abandonamos. Lo cierto es que prácticamente les hemos puesto el Ártico en las manos.

—¿Y los tres hombres que vinieron en avión? —En Desolation, hasta los niños se enteraban si llegaba una carta importante—. ¿Van a ponerlo otra vez en marcha?

—Sí, y quieren que Vladimir supervise las operaciones.

—¿Y él quiere que tú le ayudes?

—Sí.

—¿Y has aceptado?

—Sí.

Ella habría querido gritar, desesperada: «¿Y nuestras relaciones?». Pero comprendió intuitivamente que, para perder a un hombre fuerte como Rick Venn, la manera segura era atarlo con lágrimas o sujetarlo con obligaciones; él se liberaría de las ataduras y saldría volando. Kendra sospechaba también que el joven aún no estaba preparado para un compromiso definitivo, de modo que enfocó su problema de forma indirecta:

—¿Qué harás con los perros?

—Tenía la esperanza de que tú los cuidaras hasta hallar a alguien que los quiera.

—¿Quieres que los venda?

—Si puedes. Si no, regálalos. Pero sólo a alguien que los haga correr. —Miró a los perros que tan bien le habían servido—. Son campeones. Merecen competir. Lo llevan en la sangre.

Esas palabras tuvieron para Kendra un significado especial. Vio a Rick como un campeón destinado a competir. Y la isla de hielo era un desafío adecuado. Pero el hecho de que lo comprendiera no hacía que se sintiera menos sola, como todas las mujeres que han dejado pasar a un buen hombre para probar suerte con otro mejor, perdiéndolos a ambos en la apuesta.

—Y yo debo quedarme aquí, año tras año, cuidando de tus perros.

Aquello no marchaba como ella había querido, pero fueron los ojos de Rick los que se llenaron de lágrimas, no los suyos.

—¡Querida! Me he buscado a una mujer de verdad. Volveré.

—¿Y estás seguro de que yo esperaré dos años o lo que sea? ¿Cómo sabes que, si Jeb viene a llamar a mi puerta, no diré: «Al diablo con todo, me caso con él»?

—Estoy seguro de que no —replicó él, simplemente.

Y repitiendo su promesa de volver para casarse con ella, cerró el cobertizo donde habían sido tan felices, entregó sus perros y voló con Afanasi a Barrow. Después viajó seiscientos kilómetros hacia el norte, sobre el Océano Glacial Ártico, hasta una isla de hielo flotante, de diecisiete kilómetros de longitud y cinco de anchura, que esperaba una tardía experimentación.

Aparte de esa comisión estadounidense, había otros expertos interesados en el Pacífico Norte. Dos de los mejor informados vivían en pequeñas aldeas asiáticas, donde pasaban sus días y muchas de sus noches dedicados a estudios que de algún modo afectarían a Alaska, si no inmediatamente, sí a medio plazo, pues esos dos hombres apreciaban mejor que ningún estadounidense la posición de ese territorio como piedra fundamental del gran arco que encierra el Pacífico Norte.

Los dos hombres (el uno japonés, el otro ruso) no se conocían entre sí y cada uno ignoraba la existencia del otro. Pero ambos tenían en la pared de su estudio un gran mapa donde se veían todas las naciones que rodeaban el Pacífico: desde Chile, en el extremo sudeste, pasando por México y Estados Unidos al este, Siberia y Japón por el oeste, y descendiendo por el sudoeste hasta Indonesia, Australia y Nueva Zelanda. Era un territorio colosal, más aún teniendo en cuenta la proliferación de puntos rojos y negros que sembraban la circunferencia de ese vasto océano. En realidad, el mapa daba la impresión de que cien abejas habían picado sitios como Colombia, Kamchatka y las Filipinas, levantando feas ronchas rojas. Eran los grupos de volcanes, apagados y activos, que encerraban el Pacífico en un anillo de fuego. Eran las altas montañas explosivas, con nombres tan poéticos como El Misto, Cotopaxi, Popocatepetl, Monte Shasta, Fujiyama, Krakatoa, Vulcan y Ruapehu, que delataban el violento carácter de esas zonas.

Los puntos negros, mucho más numerosos, indicaban los sitios en que, en tiempos históricos, la tierra había sido sacudida por desvastadores terremotos; gruesas cruces negras señalaban los temblores que nivelaron sectores de la ciudad de México en 1885, de San Francisco en 1906, de Anchorage en 1914, de Tokio en 1923, de Nueva Zelanda en 1931. Bastaba echar un vistazo a esos mapas para revelar el constante ataque de la lava y los temblores de tierra a lo largo del Pacífico, registro de la fuerza tremenda e implacable de las placas errantes.

Así, cuando la placa de Nazca se retiró bajo la placa continental, los bordes se fragmentaron y partes de la ciudad de México se derrumbaron. Cuando la placa del Pacífico rozó la placa de Norteamérica se produjo el incendio de San Francisco, y cuando el lado opuesto de la placa del Pacífico se retiró bajo la placa Asiática, los edificios de Tokio cayeron hechos trizas. Cuando la parte norte de la placa del Pacífico se abrió paso por debajo del poco profundo mar de Bering, emergió de modo colosal la cadena de volcanes más concentrada del mundo, mientras la familia de terremotos más incesante de la Tierra sacudía el continente y, si se iniciaban debajo del mar, enviaban grandes tsunamis que se extendían por todo el Pacífico.

Alaska, que ocupaba la corona de ese llameante anillo, tenía una posición de preeminencia, no sólo geográfica, como vínculo entre Asia y América del Norte, sino también económica y militar. En esos últimos años del siglo, al experto japonés le interesaba primordialmente lo económico; al ruso, lo militar.

En una hermosa aldea de montaña, a unos treinta kilómetros de Tokio, en el pequeño río Tama, continuaba sus estudios Kenji Oda, el hábil montañero que había rescatado a Kimiko Takabuki de su caída en la grieta. Tamagata, aldea de graciosas casas de madera y piedra al estilo japonés tradicional, había sido escogida por la poderosa familia Oda como centro de sus operaciones de investigación. La familia tenía muchos intereses comerciales, pero Kenji, el mayor y el más capacitado de los varones de la tercera generación, se había concentrado en las propiedades de pulpa de madera. Para perfeccionar sus conocimientos en esa especialidad internacional, se familiarizó con los bosques de Noruega, Finlandia y el estado de Washington, en Estados Unidos. Mientras se ocupaba de esos intereses papeleros en Washington, escaló el monte Rainier en pleno invierno, con un equipo de aficionados estadounidenses.

Tenía ahora treinta y nueve años; disfrutaba de su retiro en Tamagata, que le proporcionaba un ambiente tranquilo en el que reflexionar a distancia sobre el equilibrio de esos mercados internacionales; además, desde allí tenía fácil acceso a los vuelos internacionales que partían de Tokio casi cada hora, hacia todas las partes del imperio familiar: las fábricas de Sao Paulo, los hoteles recién adquiridos en Amsterdam, los bosques de Noruega y Finlandia. Pero cuanto más estudiaba los problemas que existían mundialmente con el papel y el limitado acceso de Japón a las grandes selvas, veía con más claridad que los bosques de Alaska, casi infinitos, debían convertirse en blanco principal para quien estuviera interesado en la fabricación y distribución de ese elemento.

—Por muchas razones prácticas —dijo a su grupo de estudio—, las selvas de Alaska están más cerca de Japón que de los centros principales de Estados Unidos. Un fabricante del este estadounidense puede conseguir con más facilidad pulpa de madera en las Carolinas, en Canadá o Finlandia que en Alaska. Nuestros grandes barcos pueden andar en los puertos alaskanos, cargar pulpa y volver a través del Pacífico Norte, hacia nuestras plantas de rayón y papel, aquí en Japón, con mucho menos gasto del que tendrían los estadounidenses si transportaran esa misma pulpa en camiones o por tren.

Un representante de la Compañía Naviera Oda señaló que la distancia marítima entre Japón y Sitka era bastante mayor de lo que Kenji indicaba. Este último rió entre dientes:

—Usted tiene buena vista. Pero si llevamos a cabo esto no iremos a Sitka. He echado el ojo a una isla bastante grande, al norte de Kodiak, a este lado de la bahía.

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