Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

A la sombra del espléndido volcán que resguardaba el estrecho de Sitka, el Gran Toyón agonizaba. Había gobernado durante treinta años la multitud de islas montañosas que componían sus dominios y había impuesto el orden entre los indios tlingits, obstinados y a veces rebeldes, que se mostraban reacios a someterse a nadie. Los tlingits formaban un grupo belicoso, en nada parecido a los esquimales del norte, más tranquilos, ni a los apacibles aleutas de la cadena de islas. Les gustaba la guerra; en cuanto tenían la oportunidad, convertían a sus enemigos en esclavos, y no temían a ningún hombre. Por eso, a la muerte del Gran Toyón, cuando quedó vacante el puesto de mando que se había ganado con tanta sagacidad, los tlingits pensaron que antes de que se proclamara y estableciera un nuevo toyón, habría un período de desórdenes, guerras y muertes violentas.

Cuando el corpulento esclavo conocido por el nombre de Corazón de Cuervo se enteró de que su amo agonizaba, el pánico se apoderó de él, al comprender que las mismas cualidades que le habían convertido en el esclavo favorito del toyón (su valentía en el combate y la diligencia con que acudía a defender a su señor) iban a condenarle a muerte, ya que entre los tlingits existía la costumbre, cada vez que moría un toyón, de matar casi en el mismo momento a tres de sus mejores esclavos, para que estuviera bien atendido en el mundo de más allá de las montañas. Y puesto que Corazón de Cuervo era, según la opinión general, el mejor de los esclavos del toyón, recibiría el honor de ser el primero en apoyar el cuello sobre el tronco usado en el ritual, para que cuatro hombres apretaran un tronco más pequeño contra su garganta hasta dejarlo sin vida, estrangulándolo sin estropearle el cuerpo, que le sería útil en el otro mundo.

Por primera vez aquel hombretón tenía miedo. La historia de su vida era la de una lucha constante contra las adversidades, porque había sido uno de los principales defensores del valle donde habitaba su clan, contra los enemigos que habían tratado de invadirles desde tierras más altas, situadas al este. Cobró fama de paladín, de quien dependían la seguridad y la libertad de los tlingits del valle; e incluso los tlingits de la isla de Sitka, que eran más numerosos y estaban encabezados por el Gran Toyón, cuando les invadieron, tras llegar en sus canoas y arrasarlo todo a su paso, tuvieron que detenerse al topar con Corazón de Cuervo y nueve camaradas, y los veinticuatro invasores tuvieron que luchar duramente cuatro días enteros antes de vencerles. Tres de los compañeros de Corazón de Cuervo murieron en la batalla, y él también habría figurado entre las bajas, de no haber ordenado el toyón en persona:

—¡Reservadme a ése!

Los atacantes arrojaron hábilmente unas redes sobre Corazón de Cuervo, le inmovilizaron y le llevaron a rastras ante el jefe vencedor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el jefe.

—Seet-yeil-teix —respondió él secamente, con tres palabras tlingits que significaban «corazón del cuervo de la pícea».

El toyón sonrió al oír que el singular cautivo era del clan del Cuervo, pues él, por su parte, pertenecía al del Águila, lo que implicaba una competencia natural con los cuervos, aunque tenía que reconocer que los guerreros de ese clan podían ser excepcionalmente astutos y temibles.

—¿Cómo obtuviste el nombre? —preguntó el toyón.

—Intentaba saltar de una roca a otra y me caí al arroyo —contestó su prisionero—. Estaba empapado, y furioso, pero lo intenté otra vez y me volví a caer. Lleno de rabia, lo volví a intentar. En aquel momento, un cuervo que trataba de arrancar algo de una rama de pícea, resbaló, se cayó para atrás y lo intentó otra vez. Y mi padre gritó: «Tú eres el cuervo».

—La tercera vez, ¿lograste saltar?

—No; y el cuervo también fracasó. De mayor, conseguí saltar, pero conservé el nombre.

Su extraordinaria tenacidad le había convertido en alguien muy valioso cuando su tribu tenía que enfrentarse a tareas fuera de lo común; como a menudo tenía éxito, se atrevía a emprender cualquier cosa, ya fuera la guerra con otros clanes, la construcción de una casa o su decoración, al acabarla, con los característicos tótemes. Fue precisamente su audacia la causa de que le capturaran, pues cuando el ejército del Gran Toyón atacó a su clan, Corazón de Cuervo se hizo cargo de la defensa y se adelantó tanto a sus compañeros que fue fácil rodearle.

Cuando el toyón estaba a punto de exhalar el último suspiro, lo que convertiría en inevitable la muerte de Corazón de Cuervo, el cautivo llevó a cabo su maniobra más osada. Se escabulló de la gran casa de madera en la que había vivido el toyón desde el momento en que había llegado al poder, cruzó con cautela el lugar señalado por seis altos tótemes y se alejó hacia los espesos bosques que crecían más al sur. Intentó adentrarse en lo más profundo del bosque, pero no pudo, porque se acercaban ruidosamente dieciséis asistentes al velatorio. Con un brinco ágil, se ocultó tras una gran pícea y les oyó pasar, entre lamentos por la inminente muerte de su jefe; en cuanto desaparecieron, saltó de nuevo al sendero y se precipitó hacia el abrigo protector de los altos árboles y los claros sombreados que éstos amparaban. Una vez se encontró seguro entre las píceas, echó a correr con furia demoníaca, porque, según su plan, cuando el viejo muriera él tendría que estar tan lejos como le fuera posible.

«Si no me encuentran cuando el toyón muera, no podrán matarme. Claro que, si más adelante consiguen capturarme, me matarán por haber huido. Pero de esa forma tengo una oportunidad: si consigo subir a bordo de un barco, puedo decirles que había ido a comerciar, y no tendrán más remedio que creerme», razonaba. No era un plan insensato ni estaba falto de fundamento, porque Corazón de Cuervo era uno de los tlingits que habían aprendido los rudimentos del inglés y podían tratar de negocios con los estadounidenses, cuyos barcos se detenían con cierta frecuencia en el estrecho de Sitka.

Por eso, mientras corría, invocó en silencio a los barcos a los que recordaba haber llevado carne de ciervo y agua dulce, cuando los estadounidenses habían llegado en busca de pieles: «White Dove, paloma blanca, ven volando. J. B. Kenton, ayúdame. Evening Star, lucero de la tarde, brilla para indicarme el camino».

Pero entonces descendió la niebla que daba fama a Sitka, como si fuera un edredón grueso y gris, suspendido a poca altura por encima de la tierra y de la superficie de la bahía. En poco tiempo se volvió impenetrable, con lo que Corazón de Cuervo perdió cualquier posibilidad de abordar un barco mercante que le salvara la vida; durante tres días llenos de angustia permaneció Oculto entre las píceas, en la orilla de la bahía, aguardando a que la niebla se levantara.

El tercer día, al anochecer, mortificado por el hambre, oyó un ruido sordo que le alertó. Parecía un cañonazo como los que disparaban los marineros para deducir, a partir del eco, la distancia aproximada que les separaba de los peligros que acechaban en las rocas de la costa; pero no se repitió, como hubiera sucedido si se hubiera tratado de una de estas pruebas. Por otra parte, podía haber ocurrido que un solo cañonazo hubiera surtido efecto, y Corazón de Cuervo, reconfortado por esta esperanza, se quedó dormido al socaire de una pícea caída.

Al amanecer, le despertó el estridente graznido de un cuervo; era la mejor señal que podía recibir del otro mundo, pues los tlingits, desde siempre, se dividían en dos grupos familiares: el clan del Águila y el del Cuervo, y todos los seres humanos de la Tierra pertenecían a uno o a otro. Por supuesto, Corazón de Cuervo pertenecía al clan del Cuervo, lo que significaba que tenía que defender a su grupo en las competiciones que enfrentaban a los dos clanes o en disputas más serias, por el alzamiento de tótems en el terreno comunitario de la aldea o por la pesca. Como cuervo, sólo podía casarse con un águila, según lo estipulado miles de años atrás para conservar la pureza de la raza, pero los hijos de un hombre cuervo y de una mujer águila se consideraban águilas y, como tales, se consagraban a la subsistencia de ese clan.

Entre los tlingits existía una creencia que él suscribía: Si bien los águilas solían ser más fuertes, los cuervos eran, con mucho, los más prudentes, ingeniosos y astutos cuando se trataba de aprovechar los recursos de la naturaleza o de vencer a los adversarios sin recurrir a la lucha. Era cosa sabida que la Humanidad había recibido el agua, el fuego y los animales con los que se alimentaba gracias a la sagacidad del Primer Cuervo, que logró engañar a los antiguos custodios de estos bienes.

—Todas las cosas buenas estaban fuera de nuestro alcance —le había explicado el hermano de su madre—, y vivíamos en la oscuridad, pasando frío y hambre, hasta que el Primer Cuervo, que se dio cuenta de nuestros pesares, engañó a los demás para que nos dejaran compartir esas cosas buenas.

Al oír que el cuervo graznaba con las primeras luces del alba, comprendió que era la señal de que en la bahía podría rescatarle algún barco y corrió a la orilla del agua con la esperanza de ver el navío que quizá había disparado el cañonazo la noche anterior, si es que había sido eso aquel ruido. Sin embargo, cuando miró hacia la niebla no pudo ver nada y, desilusionado, creyó sentir el tronco apretado contra su cuello. Desconsolado y hambriento, se recostó contra una pícea y miró fijamente hacia la bahía invisible, todavía envuelta en la oscuridad; en tal aprieto, viéndose muy cerca de la muerte, volvió a suplicar en silencio que se presentaran los barcos estadounidenses: «Nathanael Parker, ayúdame. Lared Harper, acércate a salvarme la vida».

Silencio; luego, el ruido del hierro contra la madera y la llegada de una imprevista brisa que despejó un poco la niebla; después, misteriosamente, como si una mano poderosa descorriera un telón, la revelación de la silueta de un barco, seguida por su rápida inmersión en la cambiante bruma. Pero ¡allí estaba el barco! En su desesperación, Corazón de Cuervo pasó por alto el peligro que corría si dejaba que sus perseguidores descubrieran su posición, corrió a la playa y se adentró en el agua hasta las rodillas, gritando en inglés:

—¡Barco! ¡Barco! ¡Pieles!

Si algo podía atraer a los estadounidenses a la costa (suponiendo que el barco viniera de los Estados Unidos), era la perspectiva de contar con pieles de nutria; pero no hubo respuesta. El tlingit se adentró más en el mar, aunque no sabía nadar, y gritó otra vez:

—¡Americanos, por favor! ¡Pieles de nutria!

Tampoco esta vez hubo respuesta; pero entonces sopló una ráfaga de viento más fuerte que despejó la niebla, y allí, apenas a doscientos metros de distancia, milagrosamente a salvo entre las diez o doce islas boscosas que resguardaban el estrecho de Sitka, estaba el Evening Star, un barco mercante de Boston, con el que Corazón de Cuervo había comerciado en otros tiempos.

—¡Capitán Corey! —gritó, corriendo entre las olas con los brazos en alto.

Armó tal alboroto que alguien le vio desde el bergantín. Un oficial le enfocó con un catalejo y anunció al puente:

—¡Un nativo nos hace señas, señor!

Bajaron un bote y cuatro marineros remaron inseguros hacia la orilla. Cuando Corazón de Cuervo, lleno de alegría porque le rescataban, se adentró más en el agua para recibirles, se encontró con dos rifles que le apuntaban directamente al pecho.

—¡Quieto o disparamos! —ordenaron secamente los marineros.

Miles Corey, el capitán del barco mercante Evening Star, un hombre de cincuenta y tres años y curtido en sus viajes por el Pacífico, sabía de muchos capitanes que habían perdido los barcos y jamás corría ningún riesgo. Antes de abandonar el Evening Star en el esquife, los marineros recibieron una advertencia:

—Hay un solo indio, pero podría haber cincuenta más acechando entre los árboles.

—¡Quieto o disparamos! —repitieron los hombres.

Corazón de Cuervo se quedó paralizado, sumergido en el agua hasta la cintura.

—¡Por Dios, si es Corazón de Cuervo! —gritó uno de los hombres. Y le alargó el remo, para que pudiera subir al bote aquel tlingit con quien ya antes habían tenido tratos.

El capitán Corey y el primer oficial Kane ofrecieron un festivo recibimiento a su viejo amigo, y le escucharon atentamente cuando les explicó la situación que le había obligado a adentrarse solo en el bosque.

—¿Quieres decir —preguntó el capitán— que te hubieran matado? ¿Sólo porque se ha muerto el viejo?

—Tú dices yo cuatro días en barco, ¿eh? —les suplicó Corazón de Cuervo, en su imperfecto inglés—. Tú dices niebla demasiado, ¿eh? Cuatro días.

—¿Por qué son tan importantes esos cuatro días? —preguntó Kane.

Corazón de Cuervo se dirigió a él para explicárselo. Los dos hombres eran más o menos igual de corpulentos, los dos igual de musculosos y temerarios, Y por esa razón el antiguo arponero se interesaba por el tlingit.

—Yo tener que morir tres días atrás —explicó—. Si yo huir, ellos atrapar, ahora muerto. Pero si yo en barco, negocios… —Alzó las manos como si las liberase de ataduras, indicando que con esta excusa tal vez pudiera salvarse.

La omnipresente niebla de Sitka había descendido una vez más sobre el Evening Star y era ya tan densa que hasta los extremos de los dos mástiles resultaban invisibles desde cubierta.

—Seguramente la bruma se mantendrá durante dos días más. Estás a salvo aseguraron Corey y Kane al esclavo en peligro.

Para celebrarlo, sacaron una botella de un estupendo ron jamaicano y brindaron allí mismo, en el estrecho de Sitka, protegidos por el volcán y por el círculo invisible de montañas. Cuando Corazón de Cuervo sintió en la garganta el calor del exquisito líquido oscuro, se relajó y contó a los estadounidenses que había ayudado a conseguir muchas pieles para ellos; sus salvadores se mostraron muy complacidos con la información y, a su vez, le enseñaron las mercancías que traían desde Boston para que los tlingits se enriquecieran.

—Esto son toneles de ron —dijo el capitán Corey, señalando los dieciocho barriles que guardaban en la bodega—. Y ¿qué crees que es eso?

Corazón de Cuervo, con su arete de cobre atravesado en el cartílago de la nariz, examinó doce cajones rectangulares de madera.

—Mí no sabe —dijo.

Entonces Corey ordenó a un marinero que arrancara los clavos (y que los guardara) de una de las tapas; allí, envueltos en trapos empapados en aceite, había nueve preciosos rifles, debajo de los cuales, también en hileras de nueve, había otros veintisiete. Las doce cajas, que los armeros de Boston habían empaquetado con gran cuidado, contenían cuatrocientas treinta y dos escopetas de la mejor calidad, y detrás había barriletes con suficiente Pólvora para dos años, además de reservas de plomo y moldes para fabricar balas.

Corazón de Cuervo, convencido de que sus perseguidores, si recibían tal Poder de sus manos, no se atreverían a ordenar su ejecución, sonrió, estrechó la mano del capitán y le agradeció efusivamente los extraordinarios bienes que los bostonianos traían para los tlingits: el ron y las armas.

Los tlingits, una rama secundaria de los poderosos atapascos que poblaban el interior de Alaska, el norte de Canadá y gran parte del oeste de los Estados Unidos, eran un grupo de unos doce mil indios de características muy diferenciadas, que habían emigrado hacia el sur, a lo que más adelante sería Canadá, y después habían regresado al norte, otra vez a Alaska, con un idioma y unas costumbres propias. Se dividían en varios clanes, instalados en el litoral sur de Alaska y, especialmente, en las grandes islas situadas frente a la costa; la mayor parte se había establecido en la isla de Sitka, en la excelente tierra que bordeaba el estrecho del mismo nombre.

Los paisanos del difunto toyón habían elegido para establecerse un destacado promontorio del estrecho que ascendía hasta una pequeña colina, la cual ofrecía una gran vista. Era un lugar excelente: en el este, estaba rodeado por doce o catorce abruptas montañas que formaban un semicírculo protector, y, en el oeste, se erguía como una torre el majestuoso cono del volcán. Sin embargo, tal como había descubierto el ruso Baranov al contemplar por primera vez el estrecho, unos años antes, una de sus características más atractivas era la profusión de islas, algunas tan pequeñas como una mesilla de té y otras de tamaño considerable, que salpicaban la superficie del agua y dispersaban el agitado oleaje que, de otro modo, hubiera llegado rugiendo desde el Pacífico.

Cuando por fin se levantó la niebla, el capitán Corey se abrió paso con decisión con su Evening Star por entre las islas, hasta llegar a unos cientos de metros del pie de la colina, y disparó un cañón para informara los indios de que estaba dispuesto a comprarles pieles; pero cuando se disponían a realizar el intercambio, los estadounidenses se encontraron en un aprieto. Desde que el capitán Cook había sido víctima de una emboscada en las islas de Hawai, los capitanes y las tripulaciones se quedaban en sus barcos y pedían a los nativos que subieran a bordo con sus mercancías, mientras algunos marineros montaban guardia, armados con rifles. Sin embargo, como en Sitka los tlingits estaban ocupados con el entierro del Gran Toyón, los estadounidenses no siguieron la costumbre, sino que botaron una chalupa y, con Corazón de Cuervo encaramado en la proa, remaron hasta la playa.

Al principio, los afligidos tlingits les hicieron señas de que se alejara, pero los encargados de la ceremonia vieron al esclavo Corazón de Cuervo de pie entre los visitantes y declararon que llevaban buscándole los últimos cinco días, porque era uno de los tres esclavos que había que sacrificar para que el toyón dispusiera de sirvientes en el otro mundo. El capitán Corey y el primer oficial Kane se dieron cuenta de que los tlingits pretendían arrebatarles a Corazón de Cuervo para darle muerte y afirmaron que no estaban dispuestos a permitirlo; pero sólo había cuatro marineros en el bote Y, como no iban armados, pensaron que, si trataban de oponerse seriamente, los tlingits les vencerían. Entonces, abrumados por la vergüenza de abandonar a un buen hombre que les había confiado la vida, no opusieron resistencia alguna cuando algunos de los ancianos prendieron a Corazón de Cuervo y le llevaron a rastras hasta el tronco ceremonial.

En aquel momento intervino un hombre que más adelante alcanzó relevancia en la historia de los tlingits: —era un joven y valiente jefe de tribu llamado Kot-le-an, un individuo alto y nervioso de unos treinta años, vestido con una camisa y unos pantalones hechos con pieles escogidas y envuelto en una decorada chaqueta blanca de piel de ciervo. Llevaba en el cuello una cadena de conchas y en la cabeza, el característico sombrero de los tlingits, una especie de embudo invertido, del que brotaban seis vistosas plumas. Igual que Corazón de Cuervo, lucía un fino aro de cobre en la nariz, pero su cara rolliza se distinguía por un bigote negro caído y una perilla bien recortada. Por su estatura, su delgadez y su porte, tenía un aspecto muy diferente al de los demás indios; y su voz, su decisión y su osadía delataban la fuerza moral que le había convertido en un célebre jefe militar y en el principal colaborador del toyón. En sus viajes anteriores, los seis estadounidenses no habían visto a Kot-le-an, que se encontraba ausente, en alguna incursión de castigo contra vecinos rebeldes; de todos modos, aunque hubiera estado en el pueblo poco le hubieran conocido, pues Kot-le-an consideraba el comercio in digno de él. Era un guerrero, y como tal se adelantó para impedir la ejecución de Corazón de Cuervo. Con palabras que los estadounidenses no en tendieron y que nadie les tradujo, pues hasta entonces había sido el prisionero quien prestaba tal servicio, el joven cacique expresó una decisión que resultó profética:

—Uno de estos días, tendremos que defender nuestras tierras de americanos como éstos o de los rusos de Baranov, que cada vez tienen más poder en Kodiak. Soy vuestro jefe guerrero y voy a necesitar hombres como Corazón de Cuervo; no puedo permitir que os lo llevéis.

—Pero el Gran Toyón también le necesita —protestaron algunos de los ancianos—. Sería inmoral enviar…

Kot-le-an, que detestaba la retórica y las discusiones largas, respondió a los ancianos con una inclinación de cabeza y, sin prestarles más atención, asió a Corazón de Cuervo de la mano para apartarle de los estadounidenses y de los encargados del funeral.

—A éste le necesito para cuando comience la lucha —con esta brusca contestación, salvó la vida del corpulento tlingit.

Entonces, los norteamericanos observaron horrorizados cómo dos esclavos adolescentes eran arrastrados colina abajo, hasta la playa, y cómo les sumergían la cabeza en el agua hasta ahogarles. Los tlingits llevaron cuesta arriba los cuerpos intactos de los dos muchachos, que depositaron ceremoniosamente junto al cadáver del Gran Toyón; después de esto, cuatro indios muy corpulentos prendieron al esclavo elegido para sustituir a Corazón de Cuervo, le acostaron sobre el tronco de madera usado para el sacrificio y le pusieron sobre el cuello un trozo más fino de madera de deriva, que apretaron hasta que el cuerpo ya no se agitó más. Con tristeza, como si lloraran la pérdida de un amigo, los tlingits dispusieron el tercer cadáver junto a los pies del toyón e indicaron por señas a los indios presentes que podía llevarse a cabo la sepultura del jefe.

Cuando acabó la ceremonia fúnebre, se realizó el trueque de las Pieles recolectadas por los tlingits; Corazón de Cuervo actuó como mediador en el intercambio de diez de los dieciocho barriles de ron por pieles de foca. No había a la vista ninguna piel de nutria marina, de las que estaban tan solicitadas en China, Rusia y California; al parecer, el Evening Star tendría que zarpar llevándose las armas que ansiaban los tlingits. Sin embargo, en el momento en que el capitán Corey iba a dar la orden de levar anclas, corazón de Cuervo y Kot-le-an se acercaron al barco en un pequeño bote de madera, construido recientemente a imitación de los barcos americanos, y, cuando estuvieron a bordo del Evening Star, Corazón de Cuervo enseñó las doce cajas de armas al joven cacique que le había salvado la vida.

—Aquí están las armas que necesitas —le dijo, en idioma tlingit.

Inmediatamente, Kot-le-an observó la caja que un poco antes habían destapado para mostrar las armas a Corazón de Cuervo y apartó las tablas sueltas para ver los cañones de un elegante color azul oscuro y las lustrosas culatas de color marrón. Las armas eran bonitas, al margen de su finalidad práctica; pero, además, eran objetos de gran importancia, puesto que gracias a ellos los tlingits podrían defenderse de futuros invasores.

—Los quiero todos —anunció Kot-le-an.

—Sólo los cambiaremos por nutrias marinas —objetó el capitán Corey, cuando alguien interpretó las palabras del jefe tlingit.

Al escuchar la traducción, Kot-le-an no pudo dominar su rabia y dio una patada en el suelo con su mocasín.

—Diles que tenemos hombres suficientes para apoderarnos de los rifles —gritó.

Pero antes de que Corazón de Cuervo pudiera hablar, Corey asió a Kot-le-an por el brazo y le hizo darse la vuelta para señalarle los cuatro cañones de babor, que apuntaban directamente a las casas de la colina, y los cuatro de estribor, que se podían cambiar de posición.

—Y dile —gruñó— que también tenemos uno a proa y otro a popa, diez en total.

No hacía falta traducción, porque Kot-le-an sabía lo que eran los cañones. Un año antes, un buque inglés que había entrado en conflicto con los tlingits del continente perdió a un marinero en una riña, y en revancha, los ingleses bombardearon la aldea culpable hasta que sólo quedó en pie una casa; Kot-le-an sabía que los balleneros estadounidenses eran aún más rápidos cuando se tomaban una venganza. Por eso cedió ante la fuerza superior del capitán Corey e indicó a Corazón de Cuervo:

—Dile que dentro de cinco días tendremos muchas pieles de nutria.

Corey celebró la información como si Kot-le-an fuera el embajador de una potencia soberana, y los tlingits se retiraron.

—Esperaremos cinco días —les aseguró el primer oficial Kane, cuando se iban.

Durante la hora siguiente, los estadounidenses vieron zarpar muchas barquitas desde el estrecho de Sitka, rumbo a otros pueblos más apartados; las vieron regresar a lo largo de los días que siguieron, más hundidas en el agua de lo que estaban al partir.

—Nos traen pieles —aseguró Korey a sus hombres; pero justo cuando se disponía a abandonar el barco ordenó a Kane—: Cuando Kot-le-an esté mirando, apunta la mitad de nuestros cañones hacia la colina y la otra mitad, hacia la costa, hacia donde esté él; y que la tripulación esté preparada.

Le-an, al ver tales preparativos, comprendió que no tendrían éxito si emprendían un ataque por sorpresa desde su bando; sin embargo, sabía también que los estadounidenses, que habían venido desde muy lejos, desde Boston, no podían regresar con las bodegas vacías. Necesitaban las pieles tanto como él necesitaba los rifles, por lo que, tomando la decisión más práctica, el trueque se llevó a cabo.

Tan pronto como Corey desembarcó y vio la gran cantidad de pieles que los tlingits, bajo coacción, habían conseguido reunir, se dio cuenta de que las nutrias marinas, aunque se habían extinguido en las Aleutianas, en las Pribilof y en Kodiak, continuaban nadando sin problemas en aquellas aguas del sur; inspeccionó atentamente la mercancía durante dos horas y decidió que, aunque entregara las doce cajas de rifles, su barco obtendría grandes beneficios. De modo que cerró el trato.

—Di a Kot-le-an que le daré todos los rifles —propuso—. Ya los ha visto, son cuatrocientos treinta y dos. Pero quiero todas estas pieles, y este tanto más.

Separó casi un tercio de las pieles para indicar que ésa era la cantidad solicitada; luego se apartó, para que Kot-le-an tuviera tiempo de considerar la nueva condición.

Al joven cacique, que era un guerrero, no le gustaba demasiado comerciar y estaba más acostumbrado a mandar, pero, como abrigaba grandes temores sobre el futuro, pensó que necesitaría todas las armas del Evening Star, por eso, con un gesto que asombró a Corey, dio algunas órdenes en voz baja a sus hombres, que se acercaron a un bote varado en la playa y destaparon otro montón de pieles que había allí escondido, bastante mayor que la cantidad reclamada por el capitán. Sin disimular su desprecio, Kot-le-an comenzó a dar patadas a las pieles arrojándolas hacia el montón que ya pertenecía a Corey y, cuando ya había añadido unas doce piezas, gruñó a Corazón de Cuervo:

—Dile que puede quedarse con todas.

Después de almacenar en el Evening Star la valiosa carga, que superaba varias veces el coste de las armas, Kot-le-an y Corey se miraron cara a cara, y el tlingit, ceremoniosamente, tal como había visto hacer a los capitanes ingleses, tendió la mano derecha para que Corey se la estrechara. Al estadounidense le sorprendió el gesto y, como había quedado muy complacido con los resultados del intercambio, dijo de improviso a Corazón de Cuervo:

—Dile a Kot-le-an que, como nos ha dado más pieles, le daremos más Plomo y más pólvora —y ordenó a sus marineros que trajeran una cantidad considerable de plomo y medio barril de pólvora.

Se cerró el trato, satisfactorio para ambas partes, y, dos días después, el Evening Star zarpó de Sitka cargado con una fortuna en pieles de nutria, que en Cantón alcanzarían el doble del precio previsto por Corey; entonces se confirmó que Kot-le-an, al aceptar un intercambio tan desventajoso, había actuado con prudencia. Entró en la bahía una pequeña escuadra de barcos rusos y kayaks aleutas, que pasó descaradamente bajo la colina donde se concentraban los tlingits locales y avanzó doce kilómetros hacia el norte, hasta un lugar que parecía completamente resguardado por montañas, donde comenzó a descargar el material necesario para la construcción de un gran fuerte.

La escuadra encabezada por el administrador general Aleksandr Baranov no era pequeña, puesto que estaba formada por cien rusos, algunos acompañados de sus esposas, y por novecientos aleutas; habían llegado a Sitka con el propósito declarado de establecer allí la capital de la América rusa y con la intención de partir desde ese punto para colonizar el norte de California. El 8 de julio de 1799, Baranov condujo a su gente a tierra, y su asistente Kyril Zhdanko plantó una bandera rusa en el terreno margoso que había junto a un río de plácida corriente. Luego, Baranov rogó al padre Vasili Voronov, quien le acompañaba como mentor espiritual de la nueva capital, que diera gracias a Dios porque, aunque habían pasado por graves dificultades en el largo viaje por mar desde Kodiak (habían fallecido muchísimos aleutas por haber comido pescado en malas condiciones, y cientos de ellos habían muerto ahogados), todos los rusos habían llegado sanos y salvos, y eso era lo importante. Después de las plegarias, el rechoncho impulsor del imperialismo ruso se puso en pie, se quitó el sombrero, se enjugó el sudor de la calva y proclamó:

—Ahora que se acerca a su fin el viejo siglo, cuando está por comenzar otro nuevo y brillante, cargado de promesas, dediquemos todas nuestras fuerzas a la construcción de una noble ciudad, capital de la grandeza que alcanzará en el futuro la América rusa.

Después de esto, en voz muy alta, bautizó al futuro fuerte con el nombre de «Reducto de San Miguel»; la edad de oro de Sitka acababa de comenzar.

Cuando Kot-le-an y su asistente Corazón de Cuervo vieron pasar la escuadra rusa junto a la colina que ocupaban en la parte sur de la bahía, su primer impulso fue reunir a todas las tropas tlingits y llevar a cabo las maniobras necesarias para ahuyentar a los invasores e impedir que desembarcaran, sin esperar a conocer sus intenciones: Pero, tan pronto como Kot-le-an se disponía a llevar a la práctica el plan, comenzó una singular relación que en adelante tuvo gran importancia en la vida de Corazón de Cuervo.

—Dime qué tengo que hacer —dijo Corazón de Cuervo a Kot-le-an; con estas palabras, expresaba su disposición a ejecutar cualquier orden que su jefe le diera, en cualquier momento, sin reparar en el peligro. Y añadió—: Yo ya estoy muerto. Tengo el tronco sobre el cuello. Sólo respiro porque tú lo quieres.

—Así sea —respondió el joven cacique—. Lo que tienes que hacer primero es comprobar la posición y el poder de los rusos.

Corazón de Cuervo recorrió sigilosamente doce kilómetros a través de los bosques, hasta llegar al reducto de San Miguel; allí instaló su puesto de observación, desde donde observó cuidadosamente el potencial ruso: tres barcos, menos sólidos que el Evening Star, pero con una tripulación muchísimo mayor que la del barco estadounidense. Había un millar de hombres, aunque solamente uno de cada diez eran rusos. ¿Qué podían ser los demás? Corazón de Cuervo les observó atentamente y dedujo que no podían ser tlingits ni pertenecer a ningún clan de esa raza, porque eran más bajos y más morenos. Llevaban huesecillos atravesados en la nariz y algunos iban tocados con unos extraños sombreros inclinados. Pudo apreciar dos de sus cualidades: «Saben construir barcos y manejan los remos mucho mejor que cualquiera de nosotros». Supuso que los hombrecitos resultarían imbatibles en un combate naval y que los rusos, si ochocientos o novecientos de aquellos guerreros les apoyaban, vencerían rápidamente a los tlingits.

«Son koniags», decidió. En los últimos años, por las islas había corrido el rumor de que los hombres de Kodiak eran muy buenos guerreros y que era preferible evitarles, pero Corazón de Cuervo, antes de informar a Kot-le-an quería estar seguro de los hechos; por eso, una noche sin luna, se acercó al lugar donde se habían excavado los contornos del fuerte y aguardó en la oscuridad hasta que vio salir a uno de los obreros.

Dio un salto, puso una de sus manazas sobre la cara del hombre, le arrastró hasta los árboles y allí le amordazó con un puñado de hojas de pícea y le ató con correas fabricadas con tendones. Se quedó sentado sobre él y, cuando se hizo de día, se lo cargó sobre los hombros como si fuera un fardo de pieles y regresó con él a la colina de Sitka. Algunos de sus paisanos sabían hablar los idiomas del mar de Bering y pudieron identificar al obrero como un aleuta; al interrogarle, averiguaron que había nacido en la isla de Lapak, desde donde le habían llevado a Kodiak como esclavo. El hombre explicó también que, en el fuerte, todos los que no eran rusos eran aleutas.

—¿A los tuyos, les gusta trabajar aquí? —le preguntaron.

—Es mejor que ir a las islas de las Focas —replicó él.

Kot-le-an y Corazón de Cuervo continuaron investigando hasta convencerse de que los hombres eran realmente aleutas y decidieron que, si emprendían un ataque con toda su tropa, tenían bastantes posibilidades de expulsar a los rusos.

—Si todos fueran de Kodiak, podríamos tener dificultades, pero sabemos que a los aleutas podemos vencerles en la batalla —opinó Kot-le-an.

No obstante, no se produjo ningún ataque, porque, para el asombro de Kot-le-an, el nuevo toyón, sin haber consultado el asunto con los guerreros de la tribu, instituyó un tratado de paz con los rusos y además les vendió el terreno donde estaban construyendo el fuerte.

Kot-le-an, enfurecido por aquella absoluta capitulación, que acertadamente consideró una amenaza mortal a las aspiraciones de los tlingits, reunió a todos los disconformes con lo que era una invitación a la interferencia rusa en sus antiguas costumbres, y les lanzó una arenga:

—Si los rusos asientan su fuerte en la bahía, los tlingits estaremos perdidos. Sé cómo son, por lo que se cuenta de ellos. Ya no se irán y, antes de que nos demos cuenta, reclamarán la colina y esta parte de la bahía. Querrán quedarse con esa isla, con el volcán, con nuestros baños termales y con la otra costa. Las nutrias serán suyas y ya no nos pertenecerán; y por cada barco estadounidense que venga a comerciar con nosotros y nos traiga las cosas que necesitamos vendrán seis de los rusos, y no precisamente para comerciar. Llegarán armados, dispuestos a robarnos todo lo que tenemos.

»No me gusta el destino que nos espera si les dejamos quedarse sin protestar. Nuestros tótemes se derrumbarán. Nuestras canoas desaparecerán de la bahía. Dejaremos de ser los dueños de nuestras tierras, porque los rusos nos asfixiarán, en todas partes y en todo lo que pretendamos. Siento que la mano fatal de los rusos nos aprieta, igual que el tronco aprieta la garganta del esclavo condenado.

»Oigo cómo nuestros hijos ya no hablan nuestro idioma, sino el suyo; y ya siento cómo se acerca a nosotros su chamán, que echará a perder nuestras almas las cuales vagarán eternamente por los bosques, sin dejar nunca más de gemir. Veo cambios en las islas, el mar ya sin vida y los cielos enojados. Veo que nos impondrán órdenes extrañas, nuevos mandamientos, modos de vida totalmente distintos. Y, por encima de todo, veo la muerte de los tlingits, la muerte de todo aquello por lo que hemos luchado a lo largo de los años.

Como sus palabras eran muy convincentes y anunciaban claramente un futuro que muchos de los presentes comenzaban a temer, Kot-le-an podría haber reclutado a cientos de hombres dispuestos a eliminar a los rusos y a sus aliados aleutas; pero el jefe de los invasores, el pequeño Baranov, que previó la marejada, se lo impidió. Un día de agosto, cuando el verano empezaba a esfumarse, el astuto ruso, que no dejaba de preocuparse por la seguridad de sus flancos, subió a bordo del mayor de sus barcos y pidió a los marineros que le llevaran por la bahía hasta la aldea tlingit; cuando se acercaba al embarcadero, mientras los marineros le llevaban a tierra por entre las olas, el sol surgió con todo su fulgor, y Baranov ascendió por primera vez la colina en uno de los días más hermosos que podían darse en aquella zona de Alaska.

«Es un presagio», se dijo, como si adivinara que iba a pasar los mejores años de su vida precisamente en lo alto de aquella colina; al llegar a la cima, mientras el nuevo toyón se acercaba a recibirle, Baranov se detuvo, miró en todas direcciones y contempló, como en una revelación, la increíble majestuosidad del lugar.

Al oeste se extendía el océano Pacífico, visible hasta más allá del centenar de islas, el camino de regreso a Kodiak, a las distantes Aleutianas y a Kamchatka y las estribaciones de Rusia. Hacia el sur se elevaba un escuadrón de montañas que se sucedían hasta el fin del horizonte: verdes, luego azules, después de un brumoso gris y, finalmente, casi blancas en la lejanía. En el este, bastante cerca, se erguía el orgullo de Sitka: las montañas que parecían surgir del mar, grandes e imponentes, pero también amables con sus verdes galas. Eran montañas de infinita variedad y cambiantes colores, de una altura sorprendente para estar tan cerca del mar. Y más al norte, donde Baranov había empezado a construir, contempló el espléndido estrecho sembrado de islas y rodeado a su vez de montañas, algunas afiladas como agujas talladas en hueso de ballena; otras grandes, redondeadas y acogedoras.

La rica variedad del paisaje que se divisaba desde la colina le maravilló hasta tal punto que casi lanzó un grito; pero su experiencia como comerciante ruso le advirtió que sería mejor no revelar su sorpresa, para que los anfitriones tlingits no adivinaran el interés que le despertaba aquel paraíso. Bajó la cabeza y, con los brazos cruzados sobre el vientre, en un gesto característico suyo, se limitó a decir:

—Grande y poderoso Toyón, en agradecimiento por tus muchas bondades al ayudarnos a instalar nuestro fortín en la bahía que te pertenece, te Ofrezco unos humildes presentes.

Hizo señas a los marineros que le acompañaban de que desenvolvieran unos fardos en los cuales había abalorios, objetos de latón, telas y botellas. Una vez distribuido todo, pidió a sus hombres la piéce de résistance (lo dijo en francés), y ellos sacaron un anticuado mosquete, algo oxidado, que Baranov entregó ceremoniosamente al toyón, mientras solicitaba a uno de los marineros que trajera pólvora y una bala y que hiciera además una demostración de cómo se disparaba aquella vieja arma.

Cuando el marinero lo tuvo todo dispuesto, Baranov enseñó al toyón a manejar el mosquete, aplicar el dedo índice al gatillo y disparar la bala. Se produjo un destello de fuego al quemarse el exceso de pólvora, un débil estallido en el extremo del arma y el leve susurro de las hojas cuando el proyectil cayó sin hacer daño entre el follaje, al pie de la colina. El toyón, que nunca había disparado un arma, quedó entusiasmado, pero Kot-le-an y Corazón de Cuervo sonrieron con indulgencia, pues tenían ocultos casi quinientos rifles nuevos de la mejor calidad.

Sin embargo, al parecer quien salió ganando fue el astuto Baranov, pues, en respuesta a aquellos impresionantes regalos, ofrecidos con tan buena voluntad, recibió en préstamo a quince tlingits para que le acompañaran al fuerte y supervisaran a los aleutas en la tarea de pescar y secar la multitud de salmones que habían comenzado a remontar el riachuelo que corría al norte del reducto. Kot-le-an, furioso por la facilidad con que su toyón se había rendido ante los halagos de los extranjeros, consiguió una sola ventaja con la situación: infiltró a su hombre, Corazón de Cuervo, en el grupo de trabajadores cedidos temporalmente. De este modo, Baranov regresó al fuerte acompañado por los expertos en salmones, así como por un espía dotado de una extraordinaria capacidad de observación y deducción.

Una vez en el fuerte, Corazón de Cuervo se comportó como los demás tlingits; se sumergía hasta las rodillas en la desembocadura del río y hundía un gánguil de mimbre entre la gran cantidad de salmones, largos y gordos, que regresaban a su arroyo natal para desovar y dar origen a la nueva generación. Abandonaban el agua salada como si fueran mirmillones, un pez detrás de otro, cincuenta o sesenta hileras de un lado a otro del río, de manera que en unos pocos días pasaban miles de peces por un punto determinado de la desembocadura, impulsados sólo por la urgencia de volver a las dulces aguas donde habían nacido algunos años antes, para depositar allí los huevos que permitirían la renovación de la especie.

Hasta un ciego con una red desgarrada hubiera podido pescar salmones en aquel enclave. Cuando Corazón de Cuervo y sus compañeros tuvieron ya varios miles en la playa, enseñaron a los rusos a distinguir las hembras cargadas de huevas, a sacar las vísceras al pescado y a prepararlo para Ponerlo a secar al sol.

—Este invierno nadie pasará hambre —comentó Baranov a los rusos, al contemplar los increíbles montones de comida.

Al anochecer, después del trabajo, cuando los tlingits descansaban, Corazón de Cuervo dedicaba su tiempo a memorizar los detalles del fuerte en construcción. Vio que el promontorio estaba dividido en dos mitades. Una parte interior, consistente en un blocao que, gracias al emplazamiento de los cañones y a las troneras para disparar los rifles, se podía defender violentamente; y la otra mitad, una serie de pequeños edificios en el exterior del fortín principal, sin mayor defensa. Dedujo que, en caso de ataque, se abandonarían estos cobertizos y graneros, puesto que los defensores se retirarían al interior de la fortaleza, en cuya parte trasera, lejos de la Playa, había un enorme patio cuadrado, con muros de sesenta centímetros de espesor. No iba a ser fácil invadir y tomar el fuerte.

Pero cuanto más inspeccionaba el reducto, con mayor Claridad se daba cuenta de que podría tener éxito un ataque decidido que tomara primero los edificios exteriores, sin destruirlos, y sitiara después el fortín (si había manera de penetrar en el gran patio trasero fortificado), pues entonces los asaltantes podrían lanzar dentelladas al reducto central, protegidos por los mismos edificios construidos por los rusos; y con el tiempo, éstos tendrían que rendirse. Era posible conquistar el reducto de San Miguel, si el jefe de los asaltantes era un hombre como Kot-le-an, y si le ayudaba alguien tan osado como Corazón de Cuervo.

A fines de septiembre, cuando acabó la temporada del salmón, se envió a los tlingits de regreso a su colina; se sobreentendía que el año siguiente ya no serían necesarios, puesto que tanto los rusos como los aleutas habían conseguido dominar la tarea de pescar y conservar el valioso pescado. Catorce tlingits abandonaron el reducto sin más recuerdos que los de una estancia moderadamente agradable; pero Corazón de Cuervo partió con un plan completamente desarrollado para apoderarse del fuerte y, en cuanto se reunió con Kot-le-an, los dos prepararon esquemas de las instalaciones rusas y de los procedimientos con que podrían destruirlas.

Los impetuosos jóvenes no pudieron poner en práctica el plan en lo que quedaba del 1799, porque se lo impidieron las vacilaciones del toyón, abrumado por el poderío ruso, y la astuta dirección de Aleksandr Baranov, que preveía y frustraba todas las maniobras de los tlingits. Cada vez que los indios de la colina parecían inquietos, él, con asombrosa generosidad, les ofrecía tratos comerciales que les desconcertaban; y cierta vez, cuando algunos centenares de tlingits amenazaron con una verdadera rebelión, el pequeño ruso avanzó audazmente entre ellos y les aconsejó que entraran en razón.

—Es valiente —opinaron los tlingits; y, de este modo, Baranov, con sus astutas maniobras, consiguió anular la influencia de Kot-le-an y Corazón de Cuervo, quienes, a pesar de todo, continuaron considerándole su enemigo principal.

El verano de 1800, al cumplirse el primer año desde la llegada de los rusos al reducto de San Miguel, Corazón de Cuervo, gracias a su espionaje, advirtió que la fortaleza había quedado, antes de lo previsto, impecablemente terminada. Baranov, para sorpresa general, cargó uno de sus barcos con las pieles de las aguas de Sitka, desplegó las velas y zarpó hacia Kodiak, donde le esperaban su esposa Ana y su hijo Antipatr, en la gran casa de troncos que hacía las funciones de sede del gobierno de la América rusa. Baranov se fue a Kodiak con el propósito de cargar allí las provisiones enviadas desde la Rusia continental, pero al desembarcar recibió una triste noticia:

—No ha llegado ningún barco desde hace cuatro años. Estamos pasando hambre.

Entonces, Baranov dejó de preocuparse por la avanzada de Sitka, para centrarse en el problema que le dominó durante todo el tiempo que pasó viviendo en Alaska: «¿Cómo puedo aumentar el poder de la colonia, si la patria me ignora y me abandona?».

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