Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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Puesto que Baranov estaba inmovilizado en Kodiak, en el nuevo emplazamiento de Sitka no podía esperarse ninguna ayuda proveniente de esa región; por ello, en el verano de 1801, Kot-le-an y Corazón de Cuervo sospecharon que los rusos habían perdido ya mucho poder y les iba a ser difícil defenderse. Mientras los tlingits iniciaban los preparativos para un ataque, el barco mercante bostoniano Evening Star, que venía de regreso de Cantón, hizo escala en el estrecho, pero, aunque en todas las visitas anteriores había anclado cerca de la colina para negociar con los tlingits, en esta ocasión pasó de largo, como si hubiera decidido que ahora lo importante era el fuerte ruso. Muy indignado, Kot-le-an soportó la afrenta de verse obligado a remar en un bote tras el barco mercante, como si estuviera hambriento de sus favores, y de aguardar en el estrecho hasta que los estadounidenses hubieran acordado detalles con los rusos.

—Me han convertido en un extranjero en mi propia casa —se quejó amargamente el joven cacique ante Corazón de Cuervo, quien aprovechó las ventajas de la forzada ociosidad para explicar a su jefe los pasos que habría que seguir cuando atacaran el reducto. De que el ataque iba a producirse, ninguno de los dos tenía duda alguna.

Pero no lo llevaron a cabo en 1801, porque los cuatrocientos cincuenta rusos que habían quedado a cargo del lugar recuperaron fuerzas con las provisiones que les llevó el Evening Star y, en tales circunstancias, un asalto hubiera resultado imprudente. Sin embargo, cuando se marchaba de la bahía, el Evening Star se detuvo ante la población tlingit; allí, el capitán Corey y el primer oficial Kane demostraron que seguían siendo amigos de los indios, Pues les enseñaron, en un rincón de la bodega, donde habían permanecido ocultas de las miradas de los rusos, las mercancías que tanto ansiaban los tlingits: toneles de ron y cajas planas con más rifles, que estaban fabricados en Inglaterra pero habían sido enviados por barco a China.

—Hemos reservado lo mejor para el final —aseguró Corey a los indios.

Igual que en anteriores ocasiones, Corazón de Cuervo recorrió los pueblecitos del litoral, para recolectar la cosecha de pieles de nutria marina, que seguía produciéndose en sorprendente cantidad. Cuando hubo concluido el trueque, Corey y Kane se reunieron con Kot-le-an en la colina y compartieron una botella de ron, de la cual los estadounidenses bebieron muy poco, aunque sirvieron generosamente a los tlingits.

—¿No sería mejor unirlos dos asentamientos, y que los rusos y los tlingits trabajaran juntos? —comentó el capitán.

—¿Acaso en Boston —preguntó Kot-le-an, con sorprendente agudeza— trabajáis juntos, vosotros y vuestros tlingits?

—No. No sería posible.

—Pues aquí tampoco es posible.

Corey, al recordar que había vendido una gran cantidad de armas a los belicosos tlingits, miró a su primer oficial e hizo un gesto tan leve que sólo Kane pudo verlo, encogiéndose de hombros como si dijera: «Lo que ocurra es asunto suyo, no nuestro»; esa tarde acabó de hacer las cuentas del cargamento de aceite de ballena y pieles de nutria, levó anclas y se dirigió hacia Boston, donde no había estado en los últimos seis años.

—Esperaremos —dijo Kot-le-an a Corazón de Cuervo, cuando se marchó el capitán Corey—. Si quieres construirte una casa junto al arroyo de salmones que está al sur, puedes hacerlo.

La propuesta, que Kot-le-an había declarado con tanta indiferencia, marcó un punto decisivo en la vida del esclavo, porque implícitamente significaba que quedaba liberado de su servidumbre. Cuando a un tlingit se le permitía construir su propia casa, eso significaba que también tenía derecho a tomar una esposa que le acompañara en la vivienda; desde hacía algún tiempo, Corazón de Cuervo miraba con creciente interés a una muchacha tlingit que llevaba el bonito nombre de Kakina, un apelativo, cuyo significado se desconocía, que había sido el de su bisabuela. Además de una expresión dulce y franca que manifestaba su serenidad espiritual, tenía también un porte digno que expresaba: «Voy a hacer muchas cosas, a mi manera». Era la hija de un buen pescador y tenía dieciséis años; por alguna afortunada razón, se había librado tanto de los tatuajes como de la inserción de un disco en el labio inferior. En los primeros años del nuevo siglo, representaba el tipo de joven pudorosa pero segura de sí misma que, en esa época de cambios, podía aspirar a casarse con algún exiliado ruso, para formar con él un puente entre el pasado y el presente, entre los tlingits y los rusos.

Pero ya de niña presintió la imposibilidad de que tal cosa ocurriera, porque era orgullosamente fiel a las costumbres de su raza y le parecía que, entre la aldea tlingit y el fuerte ruso, había una distancia espiritual imposible de franquear dignamente, a menos que la mujer tlingit renunciara a su identidad, y estaba segura de negarse a ello. Los últimos meses, sus padres habían comenzado a preguntarse qué sería de su hija, como si fueran ellos los responsables de su salvación y no la misma Kakina. Les complacía que varios jóvenes, tanto tlingits como rusos, no ocultaran el intenso interés que sentían por ella; además, durante la última visita del Evening Star descubrieron que el primer oficial Kane había tratado repetidas veces de acostarse con ella; pero la muchacha había rechazado tanto a Kane como a los muchachos de Sitka: tenía buenas razones para hacerlo, ya que, cuando sólo tenía catorce años, había decidido que el esclavo Corazón de Cuervo era el mozo más atractivo de la región. Durante los años posteriores, Kakina pudo apreciar su tenaz valentía, su lealtad hacia Kot-le-an, el talento que demostraba al negociar con los estadounidenses y, sobre todo, su apostura; en el rostro del esclavo descubrió la misma majestuosa serenidad que había visto en su propio rostro, cuando le prestaron uno de los espejos mágicos traídos por el capitán Corey.

Por consiguiente, aquel apacible verano de 1801 Corazón de Cuervo se enfrentó con tres tareas, cuya realización requería toda su energía: conquistar a Kakina como esposa, construir una casa en la orilla del arroyo de los salmones, bajo las grandes píceas, y tallar un tótem como los que adornaban su aldea natal, en el sur, antes de que le capturaran y convirtieran en esclavo.

Las diversas tribus de tlingits eran de naturaleza tan diferente que apenas parecían miembros de la misma familia. Los tlingits de Yakutat, hacia el norte, eran prácticamente salvajes: todo su interés se centraba en la guerra, las invasiones y la matanza de prisioneros. Los del clan de la colina que dominaba el estrecho de Sitka, como Kot-le-an, eran guerreros si era necesario defender su territorio, pero también lo suficientemente tranquilos como para apreciar los beneficios de la paz, siempre que pudieran obtenerla sin renunciar a sus principios. Los del sur, de donde Corazón de Cuervo era originario, vivían junto a las fronteras del pueblo haida, una rama diferenciada de los atapascos que tenía un idioma propio; habían tomado de ellos la artística costumbre de tallar, para instalarlos en todas las aldeas y en los hogares importantes, postes totémicos de madera de cedro rojo, altos, imponentes y llenos de color, donde se registraban los acontecimientos principales de la aldea o de la casa. El pueblo de Kot-le-an no acostumbraba a tallar tótemes y los yakutats los quemaban en cuanto invadían una aldea; pero Corazón de Cuervo, obligado a vivir en tierra extraña, no podía sentirse a gusto en una casa que no contara con la protección de un tótem.

Con la energía que le caracterizaba, Corazón de Cuervo se aplicó simultáneamente a los tres cometidos. Pidió a Kot-le-an que le acompañara y se fue resueltamente a la cabaña de pescadores donde vivía Kakina.

—¿Me concederías el honor de tomar a tu hija por esposa? —preguntó solemnemente al padre de Kakina.

—Puedes confiar en este hombre —aseguró Kot-le-an al padre, antes de que él pudiera dar una respuesta.

—Pero es un esclavo —protestó el pescador.

—Ya no. El honor no lo permite —replicó Kot-le-an. Y, de este modo, se acordó el matrimonio.

Aquella misma tarde, en la orilla del arroyo de los salmones, un kilómetro y medio al este de la colina y en lo más profundo de un magnífico bosque de píceas, Corazón de Cuervo y Kakina comenzaron a talar los árboles con los que iban a construir su hogar; al anochecer, cuando ya habían trazado los contornos de la casa, llevaron a rastras hasta la orilla un tronco de cedro, que Corazón de Cuervo pensaba utilizar para tallar un tótem. Al día siguiente, con la ayuda de Kot-le-an en persona y de tres de sus colaboradores, subieron el tronco sobre unos soportes que permitirían mantenerlo separado del suelo mientras Corazón de Cuervo se dedicaba a esculpir, una tarea que iba a ocupar todo su tiempo libre durante casi un año.

Cuando trabajaba en el tronco, talló solamente la cara que se vería desde el frente e incluyó una selección propia de las hermosas imágenes que resumían la historia espiritual de su pueblo: los pájaros, los peces, los grandes osos, los barcos que surcaban las aguas, los espíritus que gobernaban la vida.

Pero no las dispuso al azar, sino que, respetando los mismos principios que habían guiado a Praxíteles y a Miguel Ángel al crear sus esculturas, siguió los modelos que marcaba la tradición para relacionar las formas y los colores, y lo hizo de forma magistral. A medida que surgía el tótem, dejaba de ser únicamente un poste con dibujos que se iba a plantar delante de una casa, y se convertía en una obra de arte refinada y vital, magnífica cuando estuvo acabada. Corazón de Cuervo y Kakina quedaron muy complacidos en el momento en que todo estaba ya listo para levantarlo en el lugar elegido, y se sintieron honrados cuando el toyón, Kot-le-an y el chamán se acercaron para rendir homenaje y bendecir el tótem que ya se erguía en el aire, como señal de que en aquella casa vivía una familia tlingit que se tomaba la vida en serio.

Corazón de Cuervo se había casado, su casa estaba casi terminada y había instalado un vistoso tótem; un día de junio de 1802, mientras trabajaba, Kot-le-an y dos de sus hombres corrieron al arroyo de los salmones con interesantes noticias:

—Los rusos están más débiles que nunca. Es el momento de acabar con ellos.

Se encomendó a Corazón de Cuervo que continuara espiando, y desde un matorral, al este del reducto de San Miguel, consiguió descubrir varios hechos de importancia: Baranov, su peligroso adversario, no estaba; su ayudante de confianza, Kyril Zhdanko, también estaba ausente; como eran muchos los aleutas que habían regresado a Kodiak, la guarnición total del fuerte parecía reducida a unos cincuenta rusos, y apenas doscientos aleutas, número que hacía posible derrotarlos. Además, aunque ahora había en la playa más edificios pequeños y desprotegidos, no se había reforzado la parte principal del fortín ni la plaza cercada.

—Seguiremos el mismo plan que habíamos decidido —dijo Corazón de Cuervo, cuando informó a Kot-le-an y a sus ayudantes—. Atacamos desde la bahía, con los barcos, y desde el bosque, por tierra. Tomamos los edificios pequeños en la primera acometida, nos atrincheramos y luego invadimos el reducto.

—¿Es fácil, lo primero? —preguntó Kot-le-an, y Corazón de Cuervo asintió.

—¿Y lo segundo? —preguntó de nuevo Kot-le-an.

—Muy difícil —contestó Corazón de Cuervo, con franqueza.

A fines de junio, una noche, cuando el sol acababa de ponerse (aunque ya eran las once), un grupo de embarcaciones tlingits salió de la parte sur del estrecho; mientras la silenciosa flotilla avanzaba hacia el norte, coordinando sus movimientos con los de los guerreros que cruzaban el bosque, el fuerte se recortó en el fulgor plateado de la noche estival de Alaska, a la que nunca llega la oscuridad. Las dos fuerzas convergieron en silencio y, a las cuatro de la mañana, coincidiendo con el regreso del sol, cayeron sobre el campamento ruso, ocuparon inmediatamente los edificios que no tenían protección e invadieron el patio cercado; después, siguiendo las tácticas que dos años antes había ideado el espía Corazón de Cuervo, atacaron los Puntos vulnerables, se abrieron paso en el interior de la fortaleza, prendieron fuego a las construcciones rusas y degollaron a los defensores cuando intentaban huir de las llamas. Murieron tanto rusos como aleutas; sólo se salvaron los afortunados que estaban ausentes, pescando o cazando pieles.

—¡Que sirva de advertencia a los rusos! —gritó Kot-le-an, el instigador de la matanza, que se plantó entre los cadáveres cuando ésta se había consumado—. ¡No pueden venir a robar las tierras de los tlingits!

Después de quemar los barcos y los botes rusos, los victoriosos tlingits regresaron triunfalmente hasta su colina, como conquistadores del estrecho de Sitka y defensores de los derechos de su raza.

Kot-le-an, aunque estaba sorprendido por la facilidad con que habían vencido a los rusos, no imaginó ni por un momento que un hombre decidido como Baranov dejara pasar semejante humillación sin hacer nada. No podía prever la reacción de los rusos ni el momento en que se produciría, pero estaba seguro de que iban a actuar, por lo que tomó precauciones desacostumbradas. Se acercó resueltamente al lugar donde Corazón de Cuervo y su mujer continuaban construyendo la nueva casa y anunció, sin rodeos:

—Éste es el mejor emplazamiento de la isla. Nuestro fuerte tiene que estar aquí.

Corazón de Cuervo quiso protestar por la invasión, porque se había esforzado mucho para construir la parte de la casa que estaba terminada y para tallar el tótem, pero Kakina le interrumpió e intervino con una seguridad que sorprendió a su marido:

—No podremos descansar hasta haber expulsado a los rusos de nuestra tierra, Kot-le-an. Quédate con nuestra casa.

Kakina se puso a trabajar con los tlingits que llegaron para convertir su casa en un cuartel militar. Más adelante, ella misma sugirió cercar toda la zona con una empalizada alta, gruesa y erizada de lanzas y también colaboró en la construcción de la valla.

El fuerte terminado (una serie de edificios pequeños y sólidos, protegidos por una empalizada) quedaba cerca del arroyo de los salmones, por el este, y a poca distancia del estrecho, por el sur. Hacia el este, lo resguardaba un denso bosque, cuyos árboles más viejos, al morir, habían caído de manera que los troncos, entrecruzados, formaban una espesura impenetrable.

—No podemos defender la colina —explicó Kot-le-an a sus paisanos, cuando se terminó la construcción—, porque los barcos rusos podrían apostarse en el estrecho y bombardearnos con los cañones. Sin embargo, en el lugar donde está el nuevo fuerte, no podrán acercarse lo bastante para perjudicarnos.

—¿Cuándo nos trasladamos? —preguntaron algunas mujeres.

—Sólo en caso de que vengan los rusos… —respondió el toyón—, si es necesario.

Corazón de Cuervo, al oír la declaración del toyón, que se podía tomar por una fanfarronería, pensó: «Kot-le-an tiene razón. Un hombre como Baranov regresará. Tiene que hacerlo».

De este modo, los sueños de Corazón de Cuervo y Kakina se esfumaron entre los planes de guerra. Habían construido una casa, pero servía de cuartel militar; el tótem estaba en su sitio, pero se erguía delante de la versión tlingit de un reducto ruso, y no delante de un hogar.

—¿Podemos defenderlo contra los rusos? —preguntó Kakina.

—Lo hemos construido muy sólido —respondió ambiguamente su marido—. Ya lo ves.

—Pero los rusos, ¿no podrían atacarlo y abrirse paso en el interior, como vosotros hicisteis con ellos?

—Ya se verá, uno de estos días —contestó Corazón de Cuervo.

Se inició entonces un tiempo de espera, pasiva y nerviosa. Por fin, en septiembre de 1804, en el estrecho de Sitka comenzaron a aparecer barcos rusos cargados de combatientes: primero, el Neva, que venía desde San Petersburgo; luego, el Jermak, el Catalina y el Alejandro. También se juntaron trescientos cincuenta kayaks de dos plazas en el golfo que separaba Sitka de Kodiak, en el extremo de un peligroso pasaje. A fines del mismo mes, controlaban el estrecho ciento cincuenta rusos y más de ochocientos aleutas todos fuertemente armados y ansiosos de vengar la destrucción del reducto de San Miguel, ocurrida dos años antes. Los rusos daban por sentado que tendrían que tomar por asalto la colina que ocupaban anteriormente los tlingits, por lo que Baranov, la noche del 28 de septiembre, llevó sus naves hasta el pie de la colina, con la intención de bombardearla por la mañana.

Sin embargo, al día siguiente, al amanecer, cuando los rusos comenzaron a subir la colina detrás del valiente Baranov, dispuesto a presentar batalla, descubrieron con sorpresa que el fuerte estaba vacío; todos los tlingits habían huido a la gran fortaleza nueva, un kilómetro y medio más al este, donde el tótem custodiaba la entrada principal y cuyos muros medían cincuenta centímetros de espesor. Baranov, tras anunciar que se había cobrado un triunfo, indicó a las tropas que acudieran al fuerte abandonado y subió siete cañones, que se dispusieron de manera que controlaban todos los accesos.

—No sé dónde están los tlingits, pero ya nunca volverán a ocupar esta colina —dijo Baranov a sus hombres; y, durante el resto de su vida, hizo cumplir esta decisión.

Los tlingits, que estaban a salvo en la nueva fortaleza y seguros de poder defenderla contra cualquier amenaza de los rusos, se echaron a reír al enterarse de que Baranov había atacado un fuerte desierto; sin embargo, se mostraron más preocupados ante los informes de los espías:

—Han empezado a embarcar más soldados en los cuatro barcos de guerra anclados al pie de la colina.

La noticia no asustó a Kot-le-an, aunque sí le llevó a preguntarse cuánto daño podrían hacer los cañones de esas cuatro naves; por eso envió a Corazón de Cuervo para que parlamentara con Baranov, a fin de establecer unas condiciones que permitieran a ambos grupos compartir la hermosa bahía, con todas sus riquezas.

Acompañado por un joven guerrero y con una bandera blanca en lo alto de un palo largo, Corazón de Cuervo recorrió el camino que cruzaba el bosque, con la intención de exponer ante los rusos los términos propuestos por Kot-le-an; pero, al llegar al fuerte, se llevó la desagradable sorpresa de que le despidieran bruscamente, con palabras desdeñosas:

—Nuestro capitán no trata con subordinados. Si tu jefe quiere hablar con nosotros, que se presente él en persona.

Corazón de Cuervo, humillado y lleno de rabia, volvió hecho una furia y advirtió a Kot-le-an que no tenía sentido continuar con las negociaciones, pero el joven cacique, durante su ausencia, se había afirmado en la convicción de que era preferible un reparto pacífico que una guerra declarada. Por la mañana, Corazón de Cuervo, acompañado por un emisario especial, regresó a la colina, esta vez por mar y en una canoa ceremonial. Mientras el antiguo esclavo llevaba la canoa hasta un desembarcadero, el emisario comenzó a entonar un florido mensaje de paz:

—Poderosos rusos: nosotros, los poderosos tlingits, deseamos vuestra amistad. Vosotros invadisteis nuestra tierra para construir vuestro reducto, nosotros hemos devuelto vuestro reducto a nuestra tierra. Estamos a la par, pie con pie, mano con mano, por eso, respetemos la paz.

Al decir esto, el emisario se dejó caer de la canoa y, con el agua hasta la nariz, dirigió una mirada suplicante a los centinelas rusos, que silbaron para llamar a los oficiales. Dos hombres jóvenes descendieron los peldaños que remontaban la colina y, al ver al emisario flotante, se echaron a reír. Después reconocieron a Corazón de Cuervo y le espetaron otra vez las mismas palabras despectivas:

—Si tu jefe tiene un mensaje que darnos, que venga en persona.

Iban a retirarse cuando Corazón de Cuervo desplegó ante ellos una de las pieles de nutria más grandes y sedosas que se habían encontrado nunca en aquella zona.

—¡Éste es nuestro regalo para el gran Baranov! —gritó, en inglés.

Como el presente era muy atractivo, los oficiales llevaron al tlingit hasta el fuerte por los escalones de piedra; allí, Baranov aceptó graciosamente las pieles y, a cambio, le entregó un traje de paño, completo.

—Queremos la paz, gran Baranov —dijo, en tlingit, el antiguo esclavo, convertido en un hombre muy digno.

Entonces, el ruso expuso sus condiciones:

—Dos rehenes se quedarán conmigo. Tenéis que acatar nuestra autoridad sobre la colina y el territorio circundante que yo designe para nuestro cuartel. Y tenéis que quedaros en la zona, en paz, y comerciar con nosotros.

—¿Queréis toda esta tierra? —preguntó Corazón de Cuervo, después de haber pedido dos veces al ruso que repitiera las exigencias.

Baranov asintió.

—¿Y pretendéis que obedezcamos vuestras órdenes?

El ruso volvió a asentir, ante lo cual Corazón de Cuervo se irguió en toda su estatura y replicó:

—Hablo en nombre de nuestro jefe, Kot-le-an, y de nuestro toyón. Jamás aceptaremos semejantes condiciones.

Baranov ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirar inquisitivamente al capitán del Neva, Lisiansky, quien asintió. Entonces dijo, con aparente indiferencia:

—Di a Kot-le-an que comenzaremos el ataque mañana al amanecer.

Corazón de Cuervo regresó a la canoa, donde le esperaba el emisario, y los dos tlingits vieron que los soldados rusos y cientos de combatientes aleutas habían empezado a correr hacia los cuatro barcos y hacia los kayaks.

El 1 de octubre de 1804, las cuatro naves de guerra estaban listas Para recorrer el breve trecho hasta el fuerte tlingit y comenzar el bombardeo. Pero una calma exasperante se apoderó del estrecho; el gran barco Neva, del que dependían en gran parte los rusos, no podía moverse. Sin embargo, estaba al mando del capitán Urey Lisiansky, luchador resuelto e ingenioso, quien consiguió superar la situación al alinear más de cien kayaks que, por medio de sogas atadas a las popas, jalaron lentamente del pesado navío hasta ponerlo en su sitio.

—Están decididos a luchar —susurró Kot-le-an a Corazón de Cuervo, al contemplar el hercúleo esfuerzo; y ordenó prepararse duramente.

La eficiencia del capitán Lisiansky quedó algo deslucida, porque Baranov, un hombre obeso de cincuenta y siete años, se creía un genio militar capaz de llevar a la batalla a un ejército compuesto por la mitad de los efectivos. Él, a quien sus hombres habían dado el mote de «el Comodoro», estaba convencido de que su experiencia en las batallas siberianas y en las pequeñas escaramuzas de las islas le convertía en un estratega; daba órdenes a gritos, como si fuera un veterano curtido en el combate. Sin embargo, aunque algunos le tomaban por un payaso, su valentía y su deseo de venganza contra los tlingits por haber destruido el reducto infundían ánimos en sus hombres, que estaban dispuestos a seguirle adonde fuera necesario.

Pero antes de arrastrar a sus hombres a la batalla definitiva, Baranov, que recordaba las historias de guerra que había leído, se consideró obligado por el honor a ofrecer a su enemigo una última oportunidad de rendirse, por lo que envió a tres rusos bajo una bandera blanca.

Al acercarse al fuerte tlingit, el que iba al mando gritó:

—Ya conocéis nuestras condiciones. Dadnos tierras y rehenes. Y permaneced aquí, pacíficamente, para comerciar.

En el interior del fuerte sonó una risotada; después, una descarga que hizo crujir los árboles por encima de las cabezas de los negociadores. Los hombres temieron que el siguiente disparo les apuntara y huyeron al Neva, donde contaron a Baranov cómo les habían recibido. El ruso no se enojó, aunque dijo a las personas que le rodeaban:

—Ahora vamos a tomar el fuerte.

Entonces, tal como se había decidido, el capitán Lisiansky envió cuatro botes fuertemente armados para que destruyeran todas las canoas tlingits varadas en la playa. La batalla había comenzado.

Baranov, vestido con una armadura de madera y cuero y enarbolando una espada, avanzó por el agua hasta la playa, a la vanguardia de sus hombres, decidido a tomar por asalto las murallas y exigir la rendición. Con el apoyo de tres pequeños cañones portátiles, se detuvo a escuchar los ruidos del interior de la fortaleza, pero no pudo oír nada.

—La han abandonado, tal como hicieron con la colina —gritó, y con el temerario heroísmo de un campesino, condujo a sus hombres directamente hacia las murallas.

Pero en cuanto estuvieron al alcance de los mosquetes, los muros estallaron con el fuego disparado por cientos de buenos rifles bostonianos; el efecto sobre los invasores fue desastroso, porque la inesperada descarga alcanzó a muchos de ellos en plena cara.

Los rusos se batieron desordenadamente en retirada; entonces, los tlingits irrumpieron desde el portón central, custodiado por el tótem, y cayeron sobre la desalineada formación, matando e hiriendo a los hombres sin necesidad de esquivar ningún contraataque. Si el capitán Lisiansky no hubiera corrido en auxilio de Baranov, se habría producido una matanza general. El primer asalto, que sin duda habían ganado los tlingits, resultó una funesta derrota para el comodoro Baranov.

Una vez a bordo del Neva, Baranov mostró a sus oficiales una grave herida en el brazo izquierdo; le acostaron y le dejaron bajo el cuidado de un médico, y entonces Lisiansky hizo un resumen de la derrota:

—Ha habido tres muertos entre mis hombres y catorce rusos heridos, además de muchísimos aleutas, que huyeron como conejos al primer disparo. Pero algo hemos ganado: Baranov está herido de bastante gravedad, por lo que no podrá continuar. Ahora vamos a organizar el asedio y a hacer pedazos ese fuerte.

Pero antes de que se iniciara el cañoneo, contemplaron un atroz augurio de que la batalla sería a muerte, como el anterior ataque al reducto de San Miguel: aparecieron en la playa, casi al alcance del fuego enemigo, seis guerreros tlingits que llevaban unas lanzas en alto, en las que habían ensartado el cadáver de uno de los rusos. A un silbido del jefe, los tlingits impulsaron con brusquedad las seis lanzas hacia arriba y las Clavaron profundamente en el cuerpo, hasta que las puntas metálicas asomaron por el otro lado, rojas de sangre. A una segunda señal, arrojaron las armas hacia adelante, dejando que el cuerpo cayera al agua de la bahía.

Minutos después se inició el cañoneo, y cuando se supo en cubierta que un cuarto ruso había muerto a causa de las heridas, el fuego se intensificó. El bombardeo continuó durante dos días, y el regimiento a cargo de Lisiansky efectuó una salida durante la cual mataron a todos los tlingits que encontraron en las inmediaciones del fuerte; pero entonces se dieron cuenta de que la gran empalizada construida por Kot-le-an y Corazón de Cuervo era muy gruesa y resistiría incluso las balas de cañón mayores.

—Si tratamos de derribar la cerca, no lo conseguiremos —dijo Lisiansky a sus hombres.

Baranov, en cuanto le informaron, consultó la situación con su capitán e hizo que elevaran los cañones; entonces comenzaron a llover balas en el interior del fuerte, balas de tal tamaño y disparadas con tal frecuencia que hacían inevitable la destrucción del reducto.

—No podrán aguantarlo mucho tiempo —aseguró Lisiansky a Baranov, mientras veía caer las balas sin apenas un fallo; y el gordo comerciante sonrió con gravedad.

Los Primeros días del sitio hubo gran júbilo dentro del fuerte, porque los defensores tlingits se cobraron tres victorias importantes: su empalizada resultó Impermeable al fuego ruso; rebatieron el primer ataque por tierra, con grandes pérdidas para el enemigo, y, sin sufrir represalias, consiguieron burlarse de los rusos en la playa, cuando arrojaron el cadáver empalado al mar.

—¡Podemos con ellos! —gritaba Kot-le-an, en los primeros momentos de victoria.

Sin embargo, cuando el cañoneo empezó seriamente y los rusos dispararon por encima de las murallas, cambió radicalmente el curso de la guerra. En el interior de la estacada había unas quince construcciones independientes, agrupadas alrededor de la casa que habían comenzado a edificar Corazón de Cuervo y Kakina; las balas rusas, con una suerte endemoniada empezaron a caer sobre los edificios de madera, destrozándolos y matando, o hiriendo gravemente a los ocupantes. Los niños chillaban en medio de la destrucción; en unos espantosos momentos, cayeron tres proyectiles seguidos sobre la casa de Corazón de Cuervo, saltaron chispas y comenzó un incendio que rápidamente arrasó toda la vivienda. Corazón de Cuervo, al contemplar las violentas llamaradas, tuvo la premonición de que estaba viendo la muerte de todo cuanto veneraban los tlingits, porque aquella casa había sido un símbolo de su liberación y de su ingreso en la tribu más poderosa de aquella raza.

Sin embargo, como no podía permitir que Kakina ni Kot-le-an se dieran cuenta de sus aprensiones, caminó entre los defensores del fuerte para infundirles palabras de aliento:

—Ya pararán. Se irán cuando comprendan que no pueden conquistarnos.

Pero el tercer día de bombardeo, mientras pronunciaba estas palabras, le interrumpió un alarido de Kakina; pensó que había alcanzado a su mujer uno de los proyectiles y corrió hacia donde la había visto por última vez; al llegar, la encontró de pie, boquiabierta y mirando hacia arriba. Sin poder hablar, Kakina señaló el cielo, y entonces Corazón de Cuervo vio lo que había provocado su grito: un disparo del Neva había destrozado la mitad superior del tótem, con el bonito cuervo tallado, y había dejado un tronco roto, que seguía siendo alto, aunque estaba decapitado para siempre. Al recordar el cuidadoso trabajo de talla que había realizado en el poste, que recogía las leyendas de su pueblo y representaba a los espíritus, Corazón de Cuervo se sintió muy afligido; pero no quiso expresar la inquietud que le inspiraba la pérdida de una más de las manifestaciones de una forma de vida que él había amado y había intentado defender. Y el bombardeo no cesaba.

El sexto día, al oscurecer, Kot-le-an se acercó a Corazón de Cuervo con un mensaje inesperado:

—Amigo mío, confío en ti; toma la bandera blanca y ve a verles.

—¿A pedir qué?

—La paz.

—¿Bajo qué condiciones?

—Las que ellos propongan.

Durante algunos minutos, mientras Kot-le-an reunía un grupo de seis hombres para que acompañaran a su mensajero, Corazón de Cuervo se detuvo entre las ruinas y le pareció que el suelo se tambaleaba bajo sus Pies. Era el final de un sueño, la desaparición de un mundo, y le habían elegido precisamente a él, para efectuar la rendición; pero antes de dar la señal de sumisión, todo su cuerpo se rebeló: los ojos se negaban a ver; los pies, a Moverse; la mente, a aceptar la insoportable tarea; entonces gritó a la nada:

—¡No puedo!

No le convenció Kot-le-an, sino Kakina:

—Tienes que hacerlo. Mira. —Kakina señaló las casas destruidas, las hileras de cadáveres sin sepultar, las señales universales de la destrucción—. Tienes que ir —susurró.

Atónito al oír que su voluntariosa mujer pronunciaba tales palabras de derrota, Corazón de Cuervo se volvió para mirarla fijamente; entonces vio en ella una sonrisa lúgubre.

—Esta vez hemos perdido. Salvemos lo que se pueda. La próxima vez, cuando bajen la guardia, les aplastaremos.

Cuando su marido se dirigió a la puerta, dispuesto a salir con los mensajeros de la capitulación, Kakina caminó a su lado hasta la playa; allí, Corazón de Cuervo llamó en inglés a los rusos, que interrumpieron el bombardeo al ver una bandera blanca:

—Tú ganas, Baranov. Hablemos.

La respuesta, en ruso, llegó a través de una bocina de latón:

—Id a dormir. Basta de bombardeo. Iremos por la mañana.

Ante estas palabras, que señalaban el final del asedio y el fracaso de las esperanzas que tenían los tlingits de recobrar Sitka, Kakina lanzó un agudo gemido; los rusos que lo escucharon creyeron que era un lamento por las ilusiones perdidas, aunque se hubieran extrañado mucho de haber podido comprender las palabras de la mujer:

—¡Ay de mí!, las olas han abandonado nuestra playa y sólo quedan las rocas. Pero nosotros resistiremos, como las rocas, y en años venideros regresaremos, como las olas, para ahogar a los rusos.

Los marineros enemigos que estaban escuchando en la creciente oscuridad pudieron oír cómo las voces de los tlingits, una tras otra, se iban uniendo al aparente lamento, hasta que la playa se llenó con lo que ellos tomaron por una expresión de dolor, aunque era una declaración de venganza, instigada por Kakina.

Corazón de Cuervo y su contingente regresaron al fuerte, donde les recibió el silencio. Había cesado el cañoneo, pero también habían acabado las maniobras de los tlingits. De pie, en grupos desordenados, discutían qué hacer, y Corazón de Cuervo, que iba de una a otra reunión, no encontró más que consternación y la ausencia de cualquier tipo de plan sobre las acciones que habría que seguir ahora, después de la rendición; sin embargo, cerca de la medianoche, Kot-le-an y el toyón asumieron el mando y expusieron directrices breves y crueles:

—Cruzaremos las montañas y abandonaremos esta isla para siempre.

Mientras estas palabras fatídicas recorrían entre susurros todo el fuerte, iba quedando claro su siniestro significado: cruzar la isla de Sitka, por la parte que fuera, era una empresa desmesurada, teniendo en cuenta que las montañas eran muy escarpadas y no había senderos. Pero los tlingits habían decidido huir y, durante las cuatro horas posteriores a la medianoche, en el fuerte destruido se produjo un huracán de actividad.

Los únicos que realmente habían vivido en aquel hermoso enclave, entre el arroyo de los salmones y la bahía, habían sido Corazón de Cuervo y Kakina; sólo ellos tenían recuerdos que deseaban llevar consigo (él, un fragmento del tótem; ella, un plato roto de madera), pero todos los que se disponían a huir conservaban en la memoria la espléndida colina que dominaba la bahía, y todos tenían el corazón triste.

Al acercarse el alba, se organizaron dos grupos de refugiados y se les asignaron cometidos especiales, muy dolorosos: los hombres escogidos recorrieron el fuerte para matar a todos los perros, sobre todo a los que se habían encariñado con alguna familia en particular, porque sería imposible llevarlos en el viaje que se disponían a emprender los tlingits; hubo momentos de dolor cuando sacrificaron a algún animal que había brincado de alegría al oír la voz querida de un niño, pero muy pronto olvidaron esta tristeza, porque un grupo parecido, compuesto por mujeres y dirigido por Kakina, se abría paso entre la multitud reunida y mataba a todos los niños pequeños.

El 7 de octubre, en las primeras horas de la mañana, al levantarse la bruma y surgir el brillante sol de otoño, los marineros del Neva y de otros tres barcos formaron fila en la playa e iniciaron una marcha triunfal, encabezados por el comodoro Baranov, para aceptar la rendición de los tlingits, pero al acercarse al fuerte no vieron a nadie ni oyeron ningún sonido; se aproximaron un poco más, con indecisión, y en aquel momento saltó al aire el graznido de unos cuervos.

—Se están comiendo a los muertos —murmuró un marinero supersticioso.

Baranov se asomó para mirar a través de los portones hundidos, que algún cañonazo había medio derribado, y contempló la desolación, la confusión de perros muertos y de pequeños cadáveres humanos. Fue un espantoso momento de victoria, y el horror se acentuó al aparecer súbitamente dos mujeres, que salieron de las ruinas de una casa; eran demasiado ancianas para viajar y cuidaban a un niño de seis años cojo de una pierna.

—¿Adónde han ido? —inquirió Baranov a las mujeres, que señalaron hacia el norte.

—¿A través de las montañas? —preguntó el intérprete.

—Sí —respondieron ellas.

Mientras ellos hablaban, Kot-le-an, Corazón de Cuervo y el toyón, que había perdido el reino, conducían a su pueblo a través de territorios escarpados, cubiertos de grandes píceas, con troncos altos y rectos como líneas dibujadas en la arena. Era un trayecto muy difícil, por lo que aquel día solamente pudieron cubrir algunos kilómetros; tendrían que pasar varias semanas llenas de penurias antes de alcanzar los límites septentrionales de la isla de Sitka. Entonces sería necesario detenerse para construir canoas con las que cruzar el estrecho de Peril, después de lo cual habría que buscar algún refugio en la inhóspita isla de Chichagof, un lugar infinitamente más cruel e implacable que Sitka.

Pero los tlingits se empeñaron en conseguirlo y, finalmente, llegaron a la costa norte de la isla. Al otro lado del estrecho, vieron las montañas de su nueva patria, y entonces algunos lloraron, porque sabían que el cambio no era bueno. Sin embargo, Corazón de Cuervo, que en otro momento de su agitada vida se había visto privado de todo, comentó a Kakina:

—Me parece que allí vamos a poder construir un hogar. —Mientras hablaba, saltó un pez en el estrecho de Peril, y él dijo a su mujer—: Buena señal.

Los quince años siguientes entre el 1804 y el 1818, resultaron extraordinariamente productivos 1 y confirmaron la reputación de Aleksandr Baranov como padre y principal impulsor del frágil imperio ruso en América del Norte. Cuando comenzó aquel estallido de vitalidad, él ya tenía cincuenta y siete años, pero demostró el entusiasmo de un muchacho que caza su primer ciervo, la sabiduría de un Pericles dedicado a la construcción de una ciudad nueva, y la paciencia de un Job isleño.

Resultó ser un constructor infatigable; después de que ardiera hasta la última astilla del fuerte tlingit, hasta el último fragmento del tótem, Baranov apremió a sus hombres para que se Pusieran a trabajar en lo alto de la colina, donde él mismo levantó una modesta cabaña desde la cual podía divisar el estrecho, el volcán y las montañas circundantes. En vida suya, la cabaña se rehizo para convertirla en una casa más señorial, de muchas habitaciones; después de su muerte, llegó a ser una mansión grandiosa, de tres pisos y con diversos departamentos, incluido un teatro. Aunque él no llegó a verla ni a vivir en ella, la llamaron el Castillo de Baranov, y la América rusa se gobernó desde allí.

Al pie de la colina delimitó una zona amplia, dentro de la cual había un gran lago, y la cercó con una alta empalizada; sería la ciudad rusa. Entonces ocurrió algo curioso: aunque Baranov bautizó la colonia con el nombre de Nueva Arkangel, los marinos de todas las procedencias, los tlingits y los aleutas que vivían en el mismo lugar continuaron llamándola Sitka, que se convirtió en el nombre definitivo. De este modo, la bella ciudad disponía de dos nombres que se podían utilizar indistintamente; sin embargo, en ella se acataba una sola regla importante: «No se permite la presencia de tlingits dentro de la empalizada».

Aunque proclamó esta ley, Baranov seguía trazando planes para el día en que volvieran los indios, dispuestos a colaborar con él en la ampliación de Nueva Arkangel; cuando se despejó una enorme zona adjunta a la empalizada, explicó a los habitantes de la ciudad:

—Dejaremos esto para cuando comiencen a venir otra vez los tlingits. Son gente sensata. Comprenderán que los necesitamos. Comprenderán que, si comparten con nosotros este lugar, vivirán mejor que escondidos en la espesura, allá donde estén ahora.

Después de tomar la crucial decisión: «Los rusos, dentro de las murallas, los tlingits, afuera», Baranov dedicó sus energías a la construcción de la capital. Con la ayuda de Kyril Zhdanko, y en muy poco tiempo, lo que sorprendió a los obreros, levantó grandes cuarteles para los soldados; una escuela que, como el orfanato de Kodiak, pagó de su propio y reducido salario; una biblioteca; un salón de reuniones para acontecimientos sociales, un precioso rincón donde instaló un piano importado de San Petersburgo, para los bailes que organizaba, y un escenario para las obritas de un solo acto que representaban, a instancias suyas, sus subordinados, junto con sus esposas. Había también diez o doce edificios imprescindibles: cobertizos para poner a punto los barcos que anclaran en Nueva Arkangel, talleres donde pudieran repararse los instrumentos de navegación y los cañones.

Una vez aseguradas las cosas esenciales para la vida cotidiana, se dirigió al padre Vasili:

—Ahora que ya tenemos un buen punto de partida, padre, vamos a construiros una iglesia.

Con todavía más entusiasmo del que hasta entonces había desplegado, emprendió la construcción de la catedral de San Miguel, que le agradaba llamar «nuestra catedral». Era de madera, construida a partir de un barco abandonado, y alcanzaba mayor altura que los edificios anteriores; cuando estuvieron terminados los pisos bajos, Baranov en persona supervisó la instalación de un modelo algo modificado de cúpula en forma de cebolla. El día de la solemne consagración, mientras el coro cantaba en ruso, pudo decir a los feligreses, sin faltar a la verdad:

—Ahora que tenemos una buena catedral, Nueva Arkangel se convierte para siempre en una ciudad rusa y en el centro de nuestras esperanzas.

Algunas semanas después del acto de consagración, Baranov se alegró enormemente porque se confirmaron sus ilusiones; uno de sus colaboradores subió a toda prisa la colina, gritando:

—¡Excelencia! ¡Mirad!

Corrió al parapeto que rodeaba su cabaña y vio a unos cuantos indios que miraban indecisos hacia la empalizada, a la espera de que les dieran permiso para construir algunas casas en el espacio que Baranov les había reservado.

Aunque la llegada de los antiguos enemigos había desconcertado a los rusos de guardia, no ocurrió lo mismo con Baranov; les estaba esperando, y por eso corrió colina abajo, lanzando órdenes a gritos:

—¡Traed comida! ¡Esas mantas viejas! ¡Un martillo y clavos!

Se presentó ante los tlingits con los brazos regordetes cargados de regalos y les obligó a aceptar los presentes.

—Volvemos, mejor aquí —dijo un anciano que sabía hablar ruso, y Baranov tuvo que contener las lágrimas.

Sin embargo, ese momento de exaltación pasó pronto, porque Baranov no tardó en experimentar diversos fracasos que ensombrecieron los últimos años de su vida; él mismo provocó las complicaciones, puesto que, como consiguió que Nueva Arkangel fuera cada vez más importante, el gobierno ruso comenzó a enviar cada vez más barcos militares para defender la isla, lo que implicaba, inevitablemente, que se presentaran Oficiales de la Marina rusa, con sus uniformes y sus galones, para inspeccionar «lo que está haciendo por aquí Baranov, el comerciante». Tal como le habían advertido en Irkutsk, hacía muchos años, en la famosa entrevista que puso a prueba su capacidad para administrar las propiedades de la Compañía, «no hay nada más despectivo en la faz de la Tierra que un oficial de la Marina rusa».

El oficial a quien el zar Alejandro I, el año 1810, encargó que recorriera el Pacífico en el barco de guerra Moscovia con el objeto de importunar a los funcionarios de Kodiak y de Nueva Arkangel (especialmente a estos últimos) era un auténtico petimetre. El presuntuoso teniente Vladimir Ermelov, de veinticinco años, parecía una caricatura del joven aristócrata ruso, eternamente dispuesto a batirse en duelo si creía que se había ofendido su honor; era alto, delgado, bigotudo, de rostro aguileño, de comportamiento violento, y pensaba que los reclutas, los criados, la mayoría de las mujeres y la totalidad de los comerciantes, además de despreciables, no eran dignos de que les tratasen con amabilidad. Demostraba valentía en el combate, era bastante buen marino y estaba siempre listo para defender sus acciones a espada o pistola; era el terror de los barcos que había capitaneado y, cuando bajaba a tierra vestido con su uniforme blanco, se convertía en un deslumbrante centro de atención.

El teniente Ermelov era el vástago de una familia noble de la que provenían algunos de los consejeros más tercos e inútiles que habían tenido los gobernantes rusos. Estaba casado con la nieta de un auténtico gran duque, lo que confería a su mujer una evidente aureola de aristocracia; cuando ella le acompañaba en sus viajes, marido y mujer estaban convencidos de que ella era una especie de representante personal del zar. Si Ermelov, cuando estaba solo, era temible, con el apoyo de su arrogante esposa resultaba, tal como dijo un suboficial al padre Vasili, sin que nadie protestara: «prácticamente inaguantable, maldita sea…».

Cuando Ermelov zarpó de San Petersburgo como capitán del Moscovia, no sabía casi nada sobre Aleksandr Baranov, que tantas fatigas pasaba en las posesiones rusas más orientales; pero durante el largo viaje, que le llevó alrededor del mundo, ancló en muchos puertos y conversó con capitanes rusos, ingleses o estadounidenses que se habían detenido en Kodiak o en Sitka. Empezó a escuchar extrañas historias sobre aquel hombre excepcional, quien, al parecer, había alcanzado por casualidad un cargo de cierta importancia en las Aleutianas, «esas condenadas islas peleteras, siempre cubiertas de niebla, aunque quizá sea en Kodiak, que no es mucho mejor»; cuanto más escuchaba, más le desconcertaba que el gobierno imperial hubiera puesto a un individuo así a cargo de una zona que iba cobrando cada vez mayor importancia.

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