Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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Baranov, que había sido castigado y amenazado con ingresar en prisión en cuanto llegara a San Petersburgo (aunque el padre Vasili Voronov se había ofrecido a viajar hasta la capital, de su propio peculio, para defender a su amigo de los absurdos cargos presentados contra él), abandonó Sitka como prisionero a bordo de un barco militar ruso; el buque atravesó el Pacífico hasta Hawai, esas maravillosas islas que Baranov había estado a punto de obtener para el imperio Ruso, y luego descendió hasta llegar a Java, al difícil puerto de Batavia, uno de los puestos militares más calurosos y activos del Pacífico, donde se quedó encerrado a bordo, hasta que su frágil cuerpo se derrumbó, rindiéndose por fin.

Murió el 16 de abril de 1819, cerca del estrecho que separa Java de Sumatra; casi inmediatamente, los marineros le cargaron un lastre de hierro y arrojaron su cuerpo al océano, con su querida medalla colgada del cuello.

Tres hombres de admirable comportamiento se habían batido con el océano Pacífico y habían perecido en el intento. En 1741, Vitus Bering murió de escorbuto en una isla perdida en el mar, que recibió su nombre. En 1779, james Cook fue asesinado en una remota isla de Hawai. Y en 1819, Aleksandr Baranov murió de fiebre y agotamiento cerca del estrecho de la Sonda. Los tres habían amado ese gran océano; en parte lo habían conquistado, y, cuando él acabó con ellos, sus cadáveres se depositaron en sus vastas y acogedoras aguas.

Baranov no fue un gran hombre; a veces, como cuando esclavizó a los aleutas, ni siquiera se comportó como un hombre bueno. Pero sí que fue un hombre de honor, y siempre se venerará su memoria en la Alaska que él contribuyó a formar.

En 1829, diez años después de la muerte de Baranov, el antiguo barco de guerra Moscovia ancló en el estrecho de Sitka. Traía un pasajero que venía de San Petersburgo; era un joven de mirada viva, que regresaba a la isla tras haberse distinguido en los estudios universitarios. En esa misma época, Kyril Zhdanko, amigo de su padre, ocupaba provisionalmente el cargo de administrador general; era extraordinario que le hubieran nombrado, pues se trataba del primer criollo que accedía a un cargo de tanto poder.

El joven pasajero era Arkady Voronov, también criollo, hijo del sacerdote ruso y de la aleuta conversa Sofía Kuchovskaya. Tenía veintiocho años y venía a ocupar el puesto de subdirector de asuntos comerciales; mantenía una apasionada relación con cierta joven a la que había conocido en un viaje a Moscú. Por eso, después de saludar a sus padres con el afecto que siempre había caracterizado su trato, presentó sus respetos al administrador general Zhdanko y se retiró a su habitación, en la vivienda parroquial situada junto a la catedral de San Miguel, aquella pequeña iglesia de madera con una gran cúpula en forma de cebolla, de nombre tan pretencioso. Después de guardar el equipaje, escribió a su amada, que seguía en Moscú:

Mi querida Praskovia:

El viaje fue más tranquilo de lo que me habían asegurado. Cinco meses sin complicaciones, con una escala en El Cabo y otra en Hawai, donde yo esperaba reencontrarme con muchos amigos de los tiempos de Baranov. Lamentablemente, ahora son nuestros enemigos, por culpa de errores cometidos por otros, y temo que hemos perdido nuestra oportunidad de convertir esas islas en parte de nuestro imperio.

Sitka es tan bonita como la recordaba; no veo el día en que estés aquí, a mi lado, para disfrutar de la majestad de las islas, las montañas y el hermoso volcán. Por favor, te ruego que convenzas a tus padres de que el viaje no es tan largo ni tan peligroso, como tampoco lo es vivir aquí, en lo que se está convirtiendo en una importante ciudad.

Lo primero que he sacado del equipaje ha sido tu retrato, con su marco de marfil, y le he reservado un lugar de honor sobre mi mesa; ahora corro a las oficinas de la Compañía, a pedir información sobre Nueva Arkangel, a fin de que tus padres puedan comprobar que es una verdadera ciudad y no un mero puesto de avanzada, perdido en tierras salvajes. Antes de acostarme reanudaré la carta.

El joven Voronov, al salir de la catedral y subir la colina hasta el castillo, donde le aguardaba Zhdanko para explicarle sus obligaciones, vio a su alrededor los indicios de una población bulliciosa; aunque no era una gran ciudad, como se la había descrito a Praskovia, sí era una colonia próspera, cuya riqueza ya no dependía solamente de las pieles. A un lado, veía un alto molino de viento que hacía funcionar una rueda; en otro, veía fogatas humeantes en las que se fundía grasa de diversos animales marinos, para fabricar jabón. Había un pasaje donde se trenzaban sogas, una herrería donde se forjaban diversos aparatos, un calderero que se fabricaba él mismo los remaches, una fundición para hacer piezas de bronce y todo tipo de carpinteros y fabricantes de aparejos o de vidrio.

Lo que le sorprendió fue ver un pequeño taller para la construcción y reparación de relojes, además de otro donde se arreglaban las brújulas Y otros instrumentos de navegación. La población disponía de un sastre, tres costureras, dos médicos y tres sacerdotes. También había una escuela, un hospital, una casa de comidas, el orfanato que dirigía su madre y una biblioteca.

Se detuvo en una esquina donde se cruzaban la calle principal y otra que corría perpendicular a la bahía y preguntó a un hombre cargado de tablones:

—¿Aquí siempre hay tanto ajetreo?

—Tendría que ver cuando hace escala para comerciar un barco estadounidense —respondió el hombre.

Zhdanko en persona le informó sobre su nuevo destino:

—Me enorgullece tener como hombre de confianza al hijo de dos Personas que tan importantes han sido para mí. Tus padres son extraordinarios, Arkady, y confío en que no lo olvides. Pero me has pedido datos: la población total, dentro de la empalizada, es de novecientas ochenta y tres personas. Es decir, trescientos treinta y dos rusos, que tienen derecho a volver a la patria, y otros ciento treinta y seis entre sus mujeres e hijos. Luego tenemos ciento treinta y cinco criollos, que no tienen derecho de retorno. En el orfanato hay cuarenta y dos niños, un número impresionante, porque ocurren percances y los padres a veces evaden sus responsabilidades. Para terminar, dentro de las murallas hay trescientos treinta y ocho aleutas que nos ayudan en la caza de nutrias y focas. En total, son novecientos ochenta y tres habitantes.

—¿Siguen viviendo los tlingits fuera de la empalizada? —preguntó Arkady.

—Es mejor así —respondió secamente Zhdanko. Luego habló de la experiencia de los rusos con esa raza valiente y rebelde—: Los tlingits son diferentes. No se puede pacificar a un grupo de tlingits. Aman su tierra y siempre están dispuestos a luchar por ella.

—¿Cree usted que las murallas siguen siendo necesarias?

—Sin duda. Nunca se sabe cuándo esa gente de ahí fuera volverá a intentar expulsarnos de la isla. Observa los cañones que tenemos arriba.

Arkady miró hacia la cumbre de la colina y vio que tres de los cañones apuntaban a la bahía, para alejar a cualquier barco que pudiera colarse inesperadamente; pero nueve estaban dirigidos hacia la aldea que los tlingits habían levantado junto a las murallas.

Lo que le tranquilizó, más aún que los cañones, fue la energía con que rusos, criollos y aleutas afrontaban los problemas de la vida diaria. Unos pocos criollos instruidos, como él mismo, o de probada confianza, como Zhdanko, supervisaban los asuntos de la Compañía; había algún oficinista ruso, como el señor Malakov, que se encargaba de las cuentas, pero la mayoría de la gente estaba en la calle, dedicada a las actividades habituales en cualquier puerto marítimo próspero. Los criollos, por lo común, se ocupaban de las labores manuales; los aleutas, en su mayoría, zarpaban regularmente en sus kayaks.

La primera noche, Arkady no tuvo tiempo de terminar la carta, porque Zhdanko, el administrador general, y su mujer criolla le invitaron a la colina, donde se habían reunido dieciséis rusos acompañados de sus esposas (cada uno convencido de que sería capaz de gobernar la colonia mejor que el criollo) para dar la bienvenida a Voronov hijo, que se incorporaba a su nuevo cargo. Arkady quedó impresionado al contemplar el bonito edificio nuevo que ocupaba el lugar de la casa donde había vivido Baranov y que él alguna vez había visitado. Se había convertido en una mansión bastante imponente, con varios pisos, muebles importados y una vista mejor del estrecho, pues se habían talado los árboles que ocultaban el panorama.

—Todo el mundo lo llama el castillo de Baranov —explicó Zhdanko—. Porque nos parece que está habitado por su espíritu.

Fue una cena de gala: un matrimonio tocó a cuatro manos en los dos Pianos, y Malakov, el secretario principal, cantó una serie de solos para barítono, extraordinariamente buenos. Cantó primero una selección de arias de Mozart; después, un alegre popurrí de canciones populares rusas, que los demás invitados corearon; para acabar, interpretó una conmovedora versión del Stenka Razin, cuya impresionante melodía consiguió llevar la lejana Rusia a la memoria del público.

La siguiente noche, después de pasar la jornada inspeccionando la empalizada y vigilando el complicado pórtico por el que se permitía el acceso para comerciar a un número limitado de tlingits, Arkady tuvo tiempo de completar su carta:

He visitado el interior y el exterior de Nueva Arkangel y te suplico, Praskovia, que obtengas el permiso de tus padres para venir hasta aquí en el próximo barco, porque a este pueblo no le falta de nada. Tenemos un buen hospital, médicos con experiencia en Moscú y hasta un hombre que arregla la dentadura. Las casas son de madera, eso es cierto, pero la ciudad crece de año en año, tanto el administrador general como yo creemos que alcanzará dentro de poco los dos mil habitantes. Claro que, si se cuenta a los tlingits que viven fuera de las murallas, ya los ha alcanzado.

Tengo que añadir una cosa más, que te confieso con gran orgullo. Mi padre y mi madre son muy respetados en esta región de Rusia. La devoción de mi padre es famosa en todas las islas, los nativos le quieren porque se ha tomado el trabajo de aprender su idioma y porque respeta su modo de vida sin exigirles que se conviertan en cristianos. Si existe hoy un santo en esta tierra, ése es mi padre. En realidad, le llaman el santo viviente.

Y mi madre está a su altura. Tal como dije muy explícitamente a tus padres, es aleuta de nacimiento, pero me parece que ha llegado a ser mejor cristiana que mi padre mismo. Su rostro irradia bondad y su espíritu, santidad.

Como recordarás, me impresionó la importante tradición de tu familia, los Kostilevsky, y he repetido muchas veces que tienes derecho a estar orgullosa de tu estirpe; pero yo siento lo mismo respecto a mis padres, que han iniciado un nuevo linaje nobiliario en la América rusa.

Hay un dato de grandísima importancia, Praskovia. Cuando salgas de Moscú para venir aquí, no tienes que pensar que vas a exiliarte en el fin del mundo. Todos los días salen de aquí personas que regresan al continente. Irkutsk es una espléndida ciudad, donde mi familia ha ocupado cargos tanto en el gobierno como en la Iglesia. Hawai es un lugar precioso, con una gran variedad de flores. Y algunos viajeros vuelven a Europa pasando por América; se tarda mucho, si hay que bordear el Cabo, pero me han dicho que vale la pena.

Si conseguimos, tal como Baranov indicó a Zhdanko, establecer colonias importantes en el continente de América del Norte, tú y yo podríamos ser elementos relevantes en la nueva Rusia. El corazón me palpita de entusiasmo ante esta posibilidad.

Con todo mi amor, ARKADY.

Por un extraño giro de las cosas, esta carta precipitó la inesperada crisis final del matrimonio Voronov, porque los padres de Praskovia, en cuanto la recibieron, quedaron tan impresionados por el apasionado párrafo donde Arkady hablaba de los logros de su padre en Kodiak y en Sitka que el señor Kostilevsky la enseñó a las autoridades eclesiásticas de Moscú; éstas, a su vez, copiaron el párrafo, añadieron el referido a Sofía, la esposa del padre Vasili, y lo hicieron circular entre las autoridades de San Petersburgo. Allí se encontraba el comandante Vladimir Ermelov, a quien solicitaron su opinión sobre el sacerdote Voronov, de Nueva Arkangel.

—Es uno de los mejores —respondió Ermelov, entusiasmado.

El comandante Ermelov instruyó a los padres de la Iglesia, las personas que en aquel momento estaban residiendo en Moscú y que conocían personalmente los territorios orientales, y todos los consultados atestiguaron que Vasili Voronov, sacerdote blanco originario de la destacada familia de los Voronov, de Irkutsk, era uno de los clérigos más fervorosos con los que había contado en mucho tiempo la iglesia ortodoxa. En el debate que se formó se repitieron con frecuencia las afortunadas palabras de Arkady:

—Le llaman el santo viviente.

Por improbable que pudiera parecer entonces e increíble que parezca ahora, los dignatarios de la Iglesia, bajo el impulso del zar Nicolás I, que intentaba recuperar la fuerza espiritual de la religión ortodoxa rusa, decidieron que en San Petersburgo se necesitaba a un hombre devoto y apasionado, procedente de la frontera, todavía sin contaminar por la política eclesiástica y reconocido por su santidad. Debido a una compleja serie de motivos, centraron su atención en el padre Vasili Voronov, el taumaturgo de las islas; cuanto más investigaban sus referencias, más se convencían de que era la solución para sus problemas. Pero en cuanto anunciaron su decisión al zar, que la celebró, surgió un espinoso problema.

—Queda entendido, por supuesto —observó el arzobispo metropolitano—, que si el padre Vasili acepta nuestra invitación de venir a San Petersburgo para convertirse en mi sucesor, tendrá que renunciar al hábito blanco y adoptar el negro.

—No es un problema, santidad. Recuerde que, cuando se ordenó en Irkutsk, lo hizo como sacerdote negro.

—¿Y por qué cambió? ¿Para casarse?

—Sí; cuando ocupó su primer cargo en aquella gran isla que llaman Kodiak…

—Ahora me acuerdo. Me habló usted de eso la semana pasada, ¿verdad?

—Era un día muy ajetreado, Santidad. El padre Vasili Voronov se enamoró de una mujer aleuta, como recordará.

—Claro —el arzobispo caviló durante algunos instantes, intentando rememorar su propia juventud e imaginarse las lejanas fronteras, que le resultaban completamente desconocidas—. Esos aleutas… son paganos, ¿no es cierto?

—Esta mujer lo era, pero ha demostrado ser una persona extraordinaria. Es más cristiana que los cristianos, según dicen. Practica la caridad entre los niños.

—Eso siempre es una buena señal —opinó el metropolitano; pero entonces el que había sido durante tanto tiempo guardián espiritual de su Iglesia, indicó el verdadero problema—: Si esa mujer es tan piadosa como dice usted, y su marido tiene que renunciar al hábito blanco para tomar el negro, ¿no habrá protestas contra él y contra nosotros si su esposo la abandona a tan avanzada edad? ¿Cuántos años tiene ella?

Nadie lo sabía con exactitud, pero un sacerdote que había estado en Nueva Arkangel intentó calcularlo:

—Sabemos que el marido tiene sesenta y tres. Ella debe de tener cincuenta y tantos. La vi un par de veces y me pareció que era más o menos de esa edad. —Hizo una pausa, pero antes de que nadie pudiera decir algo más, comentó—: Es una mujer elegante, ¿saben? Es de poca estatura, pero no tiene nada de salvaje.

—¿Estaría dispuesto Voronov a divorciarse para volver a adoptar el hábito negro? —preguntó el metropolitano, que no quería desviar la discusión del asunto más importante.

—Por encabezar la iglesia de Cristo, un hombre estaría dispuesto a todo —respondió un anciano sacerdote.

El metropolitano le dijo mirándolo con aspereza:

—Aunque no lo creas, Hilarion, hay ciertas cosas que yo no habría estado dispuesto a hacer para conseguir el hábito. —Después preguntó a los demás—: Bueno, ¿adoptará el hábito negro?

—Creo que sí —dijo un clérigo que había trabajado en Irkutsk—. Le tentará servir a la causa del Señor. Y tampoco se puede dejar pasar a la ligera la oportunidad de hacer el bien.

—Si se refiere al poder, dígalo —le espetó el metropolitano.

—Pues bien, me refiero al poder —contestó secamente el clérigo.

—Y el tal Voronov, ¿va en busca del poder? —preguntó el anciano.

—Nunca lo ha buscado ni lo ha rechazado —afirmó con convicción uno de sus ayudantes más jóvenes—. Le aseguro que el hombre es un verdadero santo.

—Vaya, vaya —murmuró el metropolitano—. En una isla perdida de la que nunca había oído hablar, hay una familia con un santo y una santa. Es curioso. —Algunos quisieron convencerle de que era realmente así, pero entonces miró a sus consejeros y formuló la pregunta más difícil—: si le tentamos con nuestro deslumbrante galardón para que venga a San Petersburgo, ¿su mujer lo permitirá?

—Lo comprenderá, si a él le reclama la gloria —afirmó el sacerdote que la había conocido—. Su marido renunció a sus votos para casarse con ella. Estoy seguro de que si ahora pretendiera desposarse con la iglesia, su esposa le aconsejaría que hiciera lo mismo.

Con esta convicción, los dignatarios de San Petersburgo tomaron la extraordinaria decisión, celebrada por el zar, de ascender al cargo superior de la iglesia ortodoxa al piadoso sacerdote de la parroquia más alejada de la capital: el padre Vasili Voronov, de la catedral de San Miguel, de Nueva Arkangel. Pero el arzobispo metropolitano, satisfecho de que se hubiera elegido a un sucesor, aunque sin ningunas ganas de verle aparecer tan pronto por San Petersburgo, sugirió:

—Podemos designarlo este año obispo de Irkutsk, y arzobispo metropolitano el año próximo, cuando yo ya estaré demasiado viejo para continuar en el cargo.

Incluso los sacerdotes más interesados en que se nombrara de inmediato un nuevo dignatario, reconocieron que era preferible ascender paso a paso al padre Vasili; el zar quería pronto un hombre nuevo, pero también capituló ante la estrategia, aunque, a fin de protegerse, anunció públicamente que el ilustre dirigente de la iglesia ortodoxa se retiraría a principios del año siguiente.

Como consecuencia de estas maniobras extrañas y retorcidas, se anunció secretamente a Vasili Voronov que, si retomaba el hábito negro abandonado treinta y seis años antes, se le designaría obispo de Irkutsk, la ciudad de la que provenía su familia, con grandes posibilidades de ascender más adelante. El oficial de la Marina que le transmitió la interesante información añadió, tal como le había indicado el zar en persona:

—Claro que tal cosa requeriría un divorcio. Y si su esposa, que pertenece a una raza que Rusia se esfuerza en conquistar para la cristiandad, se opusiera… —Se encogió de hombros.

Al examinar los documentos confidenciales que confirmaban la extraordinaria propuesta, el padre Vasili experimentó dos reacciones que solamente pudo expresar para sus adentros: «Yo no soy digno de este honor, pero si la Iglesia, en su sabiduría, me reclama, ¿cómo voy a negarme?»; e, inmediatamente: «Pero ¿cuál será el papel de Sofía en todo esto?». Sin discutir el complicado problema siquiera con su hijo, salió de la catedral y caminó arriba y abajo, de una esquina a otra de la empalizada, pasando junto a los almacenes que había ayudado a construir y junto a las tiendas cuya instalación había promocionado Kyril Zhdanko, hasta llegar al otro lado de las murallas, al lugar donde se agrupaban los tlingits, y volvió a esa iglesia que nunca hubiera existido sin el duro trabajo que llevaron a cabo él y su mujer. Al recordar su nombre y su imagen, comprendió la crueldad de la elección que le proponían.

No pudo mencionar la cuestión ante ella en tres días; tenía un buen motivo para evitarlo, pues estaba seguro de que, si su esposa se enteraba de la oportunidad que tenía en Irkutsk y quizá más adelante en la capital, le animaría a cambiar de hábitos y aprovechar la oportunidad, aunque tal cosa significara abandonarla. Y él, por educación, no deseaba ponerla en situación de ser ella quien eligiera. Pensó decidir por sí mismo qué era lo correcto y exponer después su idea a Sofía, para pedirle que se opusiera, si consideraba que era su deber.

Convencido de que ninguno de los dos actuaría con egoísmo o precipitación, pasó la mayor parte del cuarto día dedicado a sus plegarias, que pronunciaba con la sencillez que siempre le había caracterizado:

—Padre Celestial, desde que era niño supe que deseaba pasar la vida a Tu servicio. He luchado humildemente por hacerlo; siendo joven, pronuncié mis votos sin siquiera pensar en una alternativa. Pero tres años después los revoqué para poder casarme con una muchacha nativa.

»Como bien sabes, ella me brindó una nueva perspectiva de lo que podían ser Tu Iglesia y su misión. Ella ha sido la santa; yo, el servidor, y no puedo hacer nada que la hiera. Pero ahora se me reclama para un servicio más elevado dentro de Tu Iglesia, y para aceptarlo es preciso que reconsidere mis votos y cause un grave perjuicio a mi esposa.

»¿Qué voy a hacer?

Aquella noche era la quinta vez que se iba a dormir preocupado Por su problema; como en las anteriores, dio vueltas y vueltas en la cama, inquieto y sin poder pegar ojo, pero hacia el alba cayó en un sueño profundo y reparador, del que no despertó hasta cerca de las diez. Su esposa, sabiendo que, desde la llegada del último barco ruso, Vasili había estado bajo cierta tensión nerviosa, le dejó dormir; cuando despertó, la encontró esperando, con un vaso de té y unas palabras amables:

—Has estado preocupado por algún difícil problema, Vasili, pero puedo ver en tu cara que Dios lo ha resuelto mientras dormías.

Él aceptó el té que su mujer le ofrecía, sacó los pies de la cama y, después de beber un largo trago, dijo con aire pensativo:

—El zar y la Iglesia quieren que vaya a Irkutsk como obispo y, a su debido tiempo, quizá me nombren para encabezar la Iglesia desde San Petersburgo. —Sin vacilar, pues hablaba con una gran fe, comenzó a añadir—: y eso significaría…

Pero fue su esposa quien acabó la frase:

—Significaría que tendrías que retomar el hábito negro.

—Así es —afirmó Vasili—. Y después de consultar con Dios, he decidido.

—Comenzaste tu carrera con el hábito negro, Vasili. ¿Tan grande sería el cambio que ahora te impide dormir?

—Pero significaría…

Los dos amantes, cada uno de los cuales había adaptado su vida a la del otro, saltando barreras que hubieran asustado a personas menos valientes, ahora que tenían que tomar sin ayuda de nadie una decisión, intercambiaron una mirada por encima del corto espacio que les separaba: ella, una mujercita aleuta, que no llegaba al metro y medio de estatura, de tez oscura y con un disco de hueso de ballena en el labio; él, un alto ruso en camisa de dormir, canoso, barbudo y preocupado. Durante un difícil momento ninguno supo qué decir, pero luego la mujer retiró el vaso, tomó a su marido de las manos y dijo, con la extraña y encantadora pronunciación del ruso que se debía a su origen aleuta y a la presencia del disco labial:

—Vasili, ahora tengo a Arkady aquí para protegerme, y tal vez pronto podrá ayudarme también su esposa; no tengo nada que temer, y nada de que quejarme. Haz lo que Dios te indique.

—Anoche, cuando sonaron en el castillo las campanadas de medianoche, comprendí que debía ir a Irkutsk —dijo él, con dulzura. Estrechó las manos de su mujer y añadió—: Y que Dios me perdone por el daño que te estoy haciendo.

Una vez hubieron tomado una decisión, ninguno de los Voronov quiso volver a considerarla ni someterla a dudas o censuras. Aquel memorable día, por la mañana, pidieron a su hijo que les acompañara al castillo, donde solicitaron entrevistarse con Zhdanko; se acomodaron los cuatro en los asientos del porche, desde donde se veían la bahía y las montañas, y el padre Vasili explicó fríamente:

—Me han elegido obispo de Irkutsk. Eso significa que tendré que volver a adoptar el hábito negro que llevé cuando joven. También significa que tengo que anular mi matrimonio con Sofía Kuchovskaya —hizo una pausa para permitir que la dramática noticia hiciera su efecto y estrechó las manos de Zhdanko y de Arkady—. Tengo que dejar a esta maravillosa mujer a vuestro cuidado —añadió; y ya no volvió a hablar en la media hora siguiente.

Los otros discutieron algunos problemas evidentes: quién iba a sustituir a Vasili en la catedral, dónde viviría Sofía y cuál sería la responsabilidad de Zhdanko y Arkady. En cuanto a éstos: ¿qué haría Zhdanko cuando terminara su período como administrador general interino? Incluso se preguntaron si la empalizada sería lo bastante fuerte para resistir un ataque de los tlingits, lo que era una constante amenaza. Ocuparse de estos asuntos prácticos era una forma de recordarse a sí mismos que en Nueva Arkangel la vida debía continuar, aunque la autoridad espiritual de la comunidad pasara a más altas obligaciones. Los tres conversadores escogieron entre las diferentes posibilidades que se les ofrecían, y lo hicieron con mucha sensatez, como si admitieran que el padre Vasili ya no formaba parte de sus vidas. Pero en cuanto el futuro de Sofía estuvo bastante claro, dentro de lo razonable, el padre Vasili no pudo controlarse más, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar. Estaba a punto de abandonar el paraíso que él mismo había contribuido a crear y cuyos valores espirituales había desarrollado y defendido. Había colaborado en la construcción de un mundo y ahora renunciaba a él.

Se había convertido en un anciano de pelo blanco, algo encorvado, de movimientos un poco lentos. Hablaba con mayor prudencia y tendía a pensar más en sus derrotas que en sus victorias. Conocía bien las locuras del mundo y, aunque estaba dispuesto a perdonar, lamentaba no haber tenido más tiempo para combatir los aspectos injustos de la vida. Para decirlo con sencillez, se sentía más cerca de Dios que nunca y creía estar preparado para llevar a cabo la misión divina, porque había aprendido a cumplirla desde cualquier puesto que le correspondiera ocupar.

El barco que había traído la noticia de su ascenso al obispado necesitaba Once días para concluir sus obligaciones en el estrecho de Sitka, y durante las últimas jornadas de esa estancia, el padre Vasili ultimó los detalles relacionados con su partida. Pero el último día, cuando todos sabían que el barco tenía que zarpar a las ocho de la mañana Siguiente, se encontró cara a cara con la necesidad de despedirse en pocas horas de su esposa, para siempre, lo que se tornó más doloroso al ponerse el sol, con las largas horas de la noche al acecho. Sentado con Sofía en la habitación principal de la modesta casa construida junto a la catedral, comenzó por decir:

—Ya no recuerdo cuándo te vi por primera vez. Sé que fue en Puerto Tres Santos y el chamán tuvo algo que ver —vaciló y soltó una risita al recordar su largo enfrentamiento con aquel hombre enloquecido—. Ahora lo comprendo: la única diferencia entre nosotros era que mis padres me habían dado a conocer a Dios y a Jesús, mientras que los suyos no tuvieron oportunidad de hacer lo mismo.

—Era muy obstinado —asintió su mujer—. Ojalá yo sepa defender mis creencias con tanto valor como él defendió las suyas.

Hablaron de la trágica manera en que habían muerto tantos aleutas durante la ocupación rusa, y Vasili dijo, sin faltar a la verdad:

—A veces pasan meses enteros, Sofía, sin que yo piense que eres una aleuta.

—Yo pienso en ello todos los días —replicó ella rápidamente—. Lloro la pérdida de nuestro mundo, y a veces, por la noche, veo a las mujeres abandonadas en Lapak, demasiado viejas y débiles para atreverse a salir en busca de la última ballena. Y se me parte el corazón.

Luego hablaron de los buenos tiempos: del nacimiento de Arkady y de la consagración de la catedral, lo que hizo reír a Vasili:

—Parece que ahora voy a tener una catedral de verdad, incluso lujosa; pero, cualquiera que sea su aspecto, no podrá ser una casa de Dios más sagrada que la que construimos tú y yo aquí, en Nueva Arkangel.

Al mencionar este nombre, se acordaron de Baranov, gracias a cuya fuerza de voluntad se había podido edificar la pequeña y próspera colonia.

—Él la consideraba la París del Este —recordó Vasili; y en la oscura habitación se hizo el silencio.

Un hombre piadoso se disponía a abandonar a su esposa, todavía más devota, para el resto de sus vidas, sin que ella le hubiera dado ningún motivo; y no había más que decir.

Cuando llegó a Nueva Arkangel Praskovia Kostilevskaia, hija de la destacada familia moscovita de los Kostilevsky, los hombres que estaban trabajando en el muelle se detuvieron para mirarla, porque en raras ocasiones se había visto en aquel pueblo de frontera una joven de una belleza y una elegancia tan llamativas. Era mucho más alta que las mujeres aleutas o criollas y su cutis era mucho más blanco, pues era de esas rusas que tienen una marcada proporción de sangre alemana; en su caso, sajona, lo cual explicaba sus ojos azules y su bonito pelo rubio muy claro. Tenía una sonrisa cálida, pero también unos ademanes inconfundiblemente aristocráticos, de alguien que sabe mostrarse amable con los superiores y altanera con los inferiores; en general, daba la impresión de ser una mujer inteligente y segura de sí misma.

—Él es criollo, no le durará mucho una mujer como ésa —dijeron los cínicos, cuando se supo que la joven venía desde tan lejos para casarse con Arkady Voronov.

La boda con Arkady tuvo que esperar tres semanas, para que Praskovia tuviera tiempo de cumplir con la Iglesia; durante esos días, la muchacha comenzó a tener sus dudas sobre Nueva Arkangel, al comprobar el mal tiempo propio de esa región de Alaska. Desde Japón llegaba una corriente cálida, a través del Pacífico Norte, que se acercaba mucho a la costa y provocaba la formación de unas nubes densas y húmedas que se quedaban prendidas de las montañas, ocultando su visión durante días enteros. Al cabo de diecinueve días de lluvia ininterrumpida, Praskovia perdió la paciencia y escribió a su familia; como solían hacer las rusas cultas, usaba una gran cantidad de expresiones francesas para describir sus emociones:

Chéres Maman et Soeur:

Llevo ya diecinueve días en esta isla lluviosa y no he visto más que bruma, niebla, nubes y la naturaleza en el aspecto más sombrío que puede presentar a un ser humano. Todo el mundo me asegura que, en cuanto salga de nuevo el sol, podré contemplar una magnífica serie de montañas a nuestro alrededor, con un precioso volcán hacia el oeste.

Como estoy dispuesta a creer que no todos aquí han de ser unos mentirosos, supongo que las montañas existen realmente; pero es preciso aceptarlo como artículo de fe, porque rara vez se ofrecen a los ojos del visitante. Una encantadora dama, intentando animarme, me aseguró ayer. «Rara vez pasa un mes entero sin que, por lo menos un día, se aparten las nubes»; con esta esperanza me acostaré esta noche, rezando para que mañana sea ese único día de cada treinta.

La compañía de Arkady resulta aún más agradable de lo que creíamos en Moscú, y yo estoy contentísima. Hemos adquirido una casita de madera cerca del castillo y, con imaginación e inventiva, la transformaremos en nuestro palacio secreto, porque desde fuera no parecerá gran cosa.

No estoy segura de si circuló por Moscú la interesante información sobre el padre de Arkady, pero le han designado obispo de Irkutsk, con todas las probabilidades de convertirse, antes de que termine el año, en el metropolitano de todas las Rusias. Conque vosotras veréis al padre en vuestra ciudad mientras yo estoy viviendo con el hijo aquí, en la mía.

Y ahora, la noticia mejor de todas. Han nombrado administrador adjunto a Arkady y le han encargado supervisar la cesión al administrador general definitivo del mando que ahora ostenta el interino, después de lo cual Arkady continuará como adjunto hasta que le llegue el momento de convertirse en jefe. Por ahora su madre vive con nosotros; es una mujer aleuta maravillosa, que no llega al metro y medio de estatura y lleva una especie de pendiente de marfil insertado en el borde del labio inferior. Sonríe como un ángel y no me permite hacer nada, pues me dice, hablando el ruso con gran corrección: «Pásalo bien con tu esposo ahora que sois jóvenes, que los años transcurren demasiado deprisa». Más adelante, en otra carta, os contaré qué le ocurrió a su matrimonio, aunque lo más seguro es que vosotras mismas os lo podéis imaginar.

Sofía Voronova, que prácticamente se había convertido en una viuda, al oír que su futura nuera se quejaba del clima de Sitka (prefería usar el nombre tlingit para su ciudad), temió que la aristocrática joven no resultara una buena esposa para su hijo, por lo que la observó atentamente mientras Praskovia se paseaba por la colonia. «Sabe lo que está haciendo. Y no tiene miedo», pensó al ver que Praskovia salía de las murallas para hablar con las tlingits del mercado. Pero esa anciana mujer aleuta había presenciado tantos acontecimientos dramáticos en la vida que, instintivamente, creía que Praskovia, que era muy bonita y provenía de una ciudad, acabaría creándole dificultades a su esposo; por eso esperaba la próxima boda con cierto temor.

Pero aquella brillante hija de la sociedad moscovita, como si hubiera adivinado las aprensiones de Sofía, fue a visitarla dos días antes de la ceremonia.

—Madre Voronova —le dijo—, ya sé que seguramente me encuentra extraña y no trataré de hacerla cambiar de idea. Pero también sé otra cosa: Arkady es un hombre excelente, y eso se debe a que quien le educó le enseñó buenos modales y la forma en que se debe tratar a una esposa. Como estoy segura de que fue usted, se lo agradezco. —Entonces Praskovia preguntó, ante la sorpresa de Sofía, que no había conocido en Sitka a otra rusa tan atrevida: ¿Cómo se llama esa cosa que lleva en el labio?

—Es un disco labial —respondió Sofía, admirando su franqueza.

—Muy bien, ahora dígame qué es un disco labial —preguntó con descaro su visitante.

La anciana se lo explicó, pero Praskovia no se quedó contenta.

—Supongo que ése tiene que ser muy especial. ¿Podría…? —No acabó de formular la petición.

Durante un largo momento Sofía la contempló, preguntándose: «Si se lo cuento, ¿lo comprenderá?». Finalmente, decidió que no importaba si la joven forastera lo comprendía o no; iba a convertirse en la esposa de Arkady, por lo que, cuanto más supiera de sus orígenes, mejor. En voz muy baja, comenzó a explicarle cómo era la vida en la isla de Lapak, cómo habían condenado a muerte a los suyos, y cómo su madre, su bisabuela y ella misma habían matado a la ballena:

—Una mujer de la aldea talló el disco con un hueso de la ballena que matamos y me lo dio cuando yo me fui de la isla. —Al comprobar que la historia estaba impresionando mucho a Praskovia, añadió—: Yo fui la única mujer de Lapak que consiguió escapar, y pienso llevar este disco labial hasta que muera, por amor a mi raza.

Praskovia se quedó mucho tiempo sentada en silencio, tapándose la cara con las manos, hasta que se levantó y salió sin pronunciar palabra; pero volvió al día siguiente y, con una risa alegre y juvenil, dijo a Sofía:

—En Rusia es costumbre que la novia se ponga algo que haya llevado su madre en su propia boda. Me gustaría poder llevar, solamente ese día, su disco labial.

Y las dos mujeres se abrazaron, convencidas de que nunca habría problemas entre ellas.

A partir de entonces, con la expresión «los Voronov», los habitantes de Nueva Arkangel se referían al joven administrador y a su atractiva esposa; casi se habían olvidado de los antiguos poseedores del nombre. Tampoco se mencionaba con mucha frecuencia a Baranov, y también Kyril Zhdanko desapareció de las conversaciones, en cuanto le sustituyó el administrador general definitivo enviado desde Rusia, un hombre que tenía un pequeño título nobiliario. Una nueva generación había accedido al poder y administraba lo que era ya una ciudad nueva; el último representante de la antigua estirpe desapareció con la muerte del estadounidense Tom Kane, el constructor de barcos, mientras que la llegada de un barco de vapor de San Francisco indicaba el comienzo de una nueva época en el mar.

Arkady Voronov, cuando llevaba poco tiempo encargándose de los asuntos de la Compañía, vio puestas a prueba sus dotes de mando: los tlingits de las islas del norte, bajo la dirección de un nuevo toyón, habían decidido que era un buen momento para intentar una vez más reconquistar la colina del Castillo, derribar la empalizada y devolver la colonia a sus primeros dueños. Lo planearon cuidadosamente, reunieron bastantes armas y, con el sigilo que les caracterizaba, comenzaron a infiltrarse en los territorios del sur, a un ritmo muy regular, de modo que pronto hubieron formado un ejército importante al este del pueblo, en los valles.

Como el heroico Kot-le-an había muerto, les encabezaba el viejo y experimentado guerrero Corazón de Cuervo, que contaba con el ferviente apoyo de su mujer, la implacable Kakina, y de su hijo de veinte años, que era conocido con el nombre de Orejas Grandes, porque le habían crecido de una manera espectacular. Los tres juntos constituían una potente unidad de combate; Kakina animaba a sus hombres a continuar y les proporcionaba comida y un lugar seguro cuando tenían que recuperarse de las heridas o planear el próximo ataque.

Corazón de Cuervo decidió apostar a sus mejores hombres cerca de las puertas de la empalizada, por donde tenían que entrar las mujeres tlingits con lo que llevaban al mercado. En el momento preciso, él, Orejas Grandes y otros seis hombres se abrirían paso por la fuerza a través del portón y lo arrancarían de sus goznes, lo que permitiría que un centenar de guerreros penetrara en la empalizada. Del éxito de la primera oleada dependería lo que ocurriese después, aunque todos, a fin de vencer a los rusos, estaban dispuestos a aceptar que al principio se produjeran grandes pérdidas.

A las seis de la mañana, los hombres que estaban escondidos entre las Píceas, al norte de la colina del Castillo, oyeron el toque de corneta matinal; a las ocho vieron que dos soldados rusos ordenaban a seis obreros aleutas que abrieran de par en par las puertas de mimbre. Entró una mujer tlingit, cargada con almejas. Llegó otra, con algas marinas. Cuando se adelantaba una tercera, que llevaba pescado, Corazón de Cuervo, su hijo y sus audaces compañeros se abalanzaron en el interior del recinto, mataron a un soldado ruso y obligaron a otro a escapar. Al cabo de unos minutos había comenzado la batalla por Nueva Arkangel, y los tlingits se habían adjudicado lo que en un principio parecía una victoria.

Pero Arkady Voronov, que llevaba el mando desde la colina, era uno de los jóvenes a los que no asusta tomar decisiones rápidas: en el momento en que vio desplomarse las puertas, se dio cuenta de la necesidad de acabar con la amenaza, por lo que, sin tener en cuenta las consecuencias que sufriría tanto su Propia gente como el enemigo, ordenó abrir fuego a sus cañoneros.

Dos balas de hierro cayeron con una potencia devastadora sobre la muchedumbre que luchaba frente a las puertas y mataron a quince de los atacantes tlingits y a siete criollos, cinco hombres y dos mujeres, que habían acudido allí para comerciar con los tlingits sometidos.

Corazón de Cuervo vio que algunos de sus mejores hombres caían bajo las balas de cañón; entró en cólera al principio, pero se dominó al comprender que iban a entrar en funcionamiento los nueve grandes cañones instalados en las murallas del castillo.

—¡Poneos a cubierto! —gritó a sus hombres.

Los tlingits permanecieron tres horas en el interior de las murallas y refugiándose en casas y portales, acabaron con todo cuanto pudieron alcanzar sin ponerse al alcance de los cañonazos. Fue una guerra cruel que, de no ser porque Voronov decidió tomar medidas drásticas, podría haberse prolongado hasta el anochecer.

—Presentadles batalla —dijo a sus hombres, corriendo de un parapeto a otro—. No dejéis que huyan a través de las puertas. Pero retiraros a todo correr en cuanto oigáis el toque de corneta, porque voy a disparar los cañones.

Dicho esto, corrió colina arriba hasta las murallas del castillo y apuntó seis de los cañones hacia el centro del combate: un lugar cercano a las puertas, donde los rusos y los tlingits se confundían en una intrincada multitud.

—¡Corneta! —gritó.

Los rusos abandonaron en seguida el lugar, todos menos un muchacho que tropezó y cayó entre los tlingits. Durante una fracción de segundo, Voronov pensó retrasar los disparos para dar al caído una posibilidad de escapar, pero finalmente, al ver a los tlingits arremolinados, gritó «¡Fuego!», y cayeron seis balas rebotadas sobre la confusa multitud, que mataron o dejaron lisiados a dos de cada tres tlingits.

El toque de corneta había alertado a Corazón de Cuervo, que se salvó de los disparos; pero, cuando corría hacia la muralla e intentaba dar un gran salto detrás de su hijo, Voronov ordenó a sus cañoneros que dispararan de nuevo: una bala enorme alcanzó al jefe tlingit en plena espalda, le rompió los huesos y le lanzó despedido contra la cerca que estaba a punto de escalar. Los postes le atravesaron la carne, los huesos y las destrozadas ropas, y durante un momento su cuerpo pendió lánguidamente, hasta que lo derribaron unos disparos de rifle que provenían de una casa cercana.

Así terminó el ataque de 1836 y, con él, las últimas esperanzas de los tlingits… durante aquella generación. Más de un tercio de los cuatrocientos sesenta y siete hombres de Corazón de Cuervo habían muerto dentro del recinto, incluido él. Las colinas verdes y cubiertas de píceas, que tan hermosas se veían bajo el sol o bajo la nieve, no volverían a ver a la raza tlingit.

Kakina, ahora viuda, condujo a su hijo hasta un nuevo refugio en una isla más apartada que Chichagof; una vez allí, el muchacho no olvidó aquella jornada y planeó dirigir una expedición de venganza, porque ningún tlingit como Kot-le-an o Corazón de Cuervo hubieran aceptado nunca la derrota. Y Orejas Grandes, que cavilaba tristemente en su isla, era un buen tlingit como ellos.

Sofía Voronova, la madre del joven comandante, contempló la batalla desde el castillo; al principio se sintió orgullosa por el valiente comportamiento de su hijo, pero cuando los enormes cañones, con la victoria asegurada, continuaron bombardeando casas que estaban bastante apartadas de las murallas «para dar una lección a los tlingits», comprendió que se trataba de una matanza de los pacíficos indios que habían decidido vivir al lado de los rusos.

—¡Basta! —exclamó, corriendo hacia los artilleros.

Su hijo y Praskovia se quedaron atónitos al oír los lamentos de Sofía, tan distintos a los gritos que ellos proferían en aquel momento de victoria. Apartaron la vista de las últimas salvas del bombardeo para volverse hacia ella, asombrados, y vieron que la mujer les miraba como si lo hiciera por primera vez. En aquel momento se elevó entre ellos una barrera tan alta como el monte Denali.

Tan pronto como callaron los cañones, Sofía volvió la espalda a su hijo y descendió la escalera para ocuparse de los heridos, de dentro y fuera de la empalizada; ayudó a los que habían perdido un brazo, un amigo o un hijo y entonces descubrió que no se identificaba con los rusos vencedores sino con los derrotados tlingits, como si supiera que eran éstos y no aquéllos quienes merecían su ayuda.

Los tlingits la convencieron de que el ataque de Corazón de Cuervo les había tomado por sorpresa, igual que a los rusos, y Sofía sintió una repentina tristeza por ese pueblo trastornado, que había renunciado a una vida de completa libertad por establecerse en una comunidad instalada al margen de lo que su marido llamaba la «civilización cristiana», con el único resultado de que les había atrapado una guerra en la que, sin tener arte ni parte, habían sido las víctimas principales. Recordó otras injusticias cometidas en su niñez y llegó a la conclusión de que era inevitable que ocurrieran ese tipo de cosas cuando chocaban modelos de vida diferentes; siguió yendo y viniendo entre los tlingits de fuera de las puertas y los rusos del interior, asegurando a unos y a otros que la vida podía continuar como en el pasado y que nadie tenía la culpa.

Convenció a pocas personas: su hijo le comentó que los rusos podían verse obligados a expulsar a todos los tlingits; los que vivían al otro lado de las puertas no le hicieron caso y la amenazaron con abandonar Nueva Arkangel Y unirse a los rebeldes para emprender otro ataque. Como Sofía se negó a aceptar su desilusión, recordó que en Kodiak había desempeñado un papel indispensable en el acercamiento entre rusos y aleutas e insistió en sus esfuerzos para reunir a los dos obstinados grupos en un conjunto coherente, hasta que poco a poco se impuso su visión del futuro.

—Di a los de fuera —le pidió su hijo, una mañana— que no deseamos que se vayan. Diles que mañana, cuando se abran las puertas, podrán traer sus mercancías, como siempre.

—Los necesitáis, ¿verdad? —sugirió Sofía.

—Sí —reconoció su hijo—, y ellos a nosotros.

Esa misma tarde Sofía fue en busca de los tlingits, que seguían mostrándose recelosos.

—Mañana se abrirán las puertas. Tenéis que traer comida y pescado, como siempre.

—¿Podemos confiar en ellos? —preguntó un hombre que había Perdido a un hijo en el combate.

—Es preciso —contestó Sofía.

Más tranquilos, se agruparon a su alrededor para interrogarla amablemente.

—¿Eras aleuta antes de que los rusos llegaran a tu isla? —preguntó uno.

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