Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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—Continúo siéndolo. —Sofía se rió, llenando de alegría el atardecer.

—Pero en esos tiempos ¿no formabas parte de su Iglesia?

Ella respondió que no.

—Pero ahora estás con ellos, ¿no? —preguntó una mujer curiosa.

Sofía les explicó que había estado casada con el hombre alto y barbudo que predicaba en la catedral.

—¿Tu nueva religión es…? —Quisieron saber entonces varios de ellos, pero no supieron cómo terminar la pregunta.

—¿Hay un dios, como ellos dicen? —soltó por fin un hombre.

Esa noche Sofía pasó largo rato con los tlingits, hablándoles de la belleza que había encontrado en el cristianismo, de su mensaje de amor, que se dirigía también a los niños, del papel benéfico desempeñado por la Virgen Santa y de la promesa divina sobre la vida eterna. Les hablaba con un convencimiento tan natural que por primera vez, en aquellos momentos de desgracia, algunos tlingits consideraron que había una religión más benévola y digna de respeto que aquélla a la que ellos habían pertenecido hasta entonces. Sofía les describió el cristianismo con gran poder de persuasión, pues aunque hacia el final de su vida esa religión la había tratado mal y le había arrebatado al marido, quedaba todavía el esplendor de los años intermedios, que parecían tener más importancia.

Sin embargo, si bien contribuyó a que los desorientados tlingits encontraran un equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, ella misma no consiguió alcanzarlo. Por la noche, en la oscuridad de su habitación, sentía una intensa nostalgia por el pueblo al que había pertenecido durante su niñez. A veces su mente divagaba y creía estar otra vez en la isla de Lapak o en el kayak, con su madre y su bisabuela, cazando a la ballena; su añoranza del pasado se volvió constante, por lo que una mañana atravesó las puertas de la empalizada para hablar con dos tlingits que había conocido durante los días que siguieron a la batalla.

—¿Podríais llevarme a los baños termales? —preguntó, señalando hacia el sur, hacia aquel agradable lugar donde habían estado tantas veces su marido y ella, acompañados por Baranov y Zhdanko, para descansar y recuperar fuerzas.

—Ya te llevarán los rusos —protestaron los hombres, que temían que un comportamiento desacostumbrado por su parte fuera interpretado como una nueva agresión.

—No, quiero ir con los míos. —Sofía descartó así sus temores.

Con estas palabras, tomó la última decisión importante de su vida. Ella no era rusa, no formaba parte de su sociedad; era lo que había sido siempre: una muchacha aleuta muy valiente, una indígena como los tlingits, pariente de los jefes Kot-le-an y Corazón de Cuervo. En su visita al manantial que había pertenecido a los indios desde hacía mil años, quería que la acompañaran los valerosos tlingits de las islas cercanas a la costa.

—Cuando nos hayamos marchado —ordenó a algunas mujeres, con la intención de proteger a los hombres que la llevarían al sur—, id hacia las puertas, preguntad por Voronov y decidle: «Tu madre se ha ido al manantial. Está bien y volverá al anochecer; y si no, por la mañana».

Seguidamente, se puso en camino hacia una de las regiones más bellas de Sitka. Se abrieron paso entre la gran cantidad de islas, dejando al oeste el gran volcán, y atravesaron difíciles estrechos, con las montañas al este, protegiéndoles, y con el tranquilo océano Pacífico sonriéndoles, al otro lado de los islotes. Aquel día, la travesía resultó tan bonita como la primera vez que había ido a los baños con su marido y con Baranov, y Sofía se sorprendió pensando: «Ojalá no acabara nunca». Después sintió un deseo más inquietante. «Cuando lleguemos, me gustaría que Vasili, Baranov y Zhdanko me estuvieran esperando». Sumida en tales pensamientos, agachó la cabeza, sin prestar atención al círculo de montañas que le daban la bienvenida.

—No me quedaré mucho tiempo —aseguró a los dos tlingits, cuando la dejaron en la playa; y añadió, esperanzada—: Estoy muy cansada, ¿saben?; tal vez las aguas termales me ayuden.

Subió lentamente la suave cuesta hasta el lugar donde surgían de la tierra las aguas sulfurosas y calientes; al entrar en la baja construcción de madera que había levantado el infatigable Baranov, se quitó la ropa y se sumergió con impaciencia en el agua tranquilizadora; al principio la encontró demasiado caliente, pero al cabo de un rato se acostumbró a la elevada temperatura y disfrutó del alivio que le procuraba.

Después de permanecer durante algún tiempo tendida, con el agua hasta el cuello, de modo que sentía tan cerca como era posible los terapéuticos efluvios del manantial, entró en un mundo onírico en el que sonó una voz fantasmal que susurraba su verdadero nombre:

—¡Cidaq!

Abrió los ojos, asombrada, y miró a su alrededor, pero no había nadie más en el baño; se adormeció otra vez, y de nuevo llegó la misteriosa voz desde el techo abovedado:

—¡Cidaq!

Entonces se despertó y se echó agua a la cara; se rió entre dientes, recordando el día en que Baranov y su marido la habían llevado a la choza levantada bajo el árbol grande de Puerto Tres Santos, a fin de convencerla de que el astuto chamán Lunasaq conseguía hacer hablar a su momia por medio de ventriloquía. «Era un truco, Sofía —le había explicado el regordete Baranov—. Yo no sé hacerlo muy bien, porque no tengo práctica. Pero mírame los labios»; y ella se había quedado atónita al ver cómo Baranov mantenía los labios casi cerrados aunque seguían brotando las palabras, que parecían surgir de una raíz que él no dejaba de golpear con un palo.

¡Cómo se habían reído ese día!; los dos hombres intentaron no burlarse de Sofía por haber creído en los espíritus, y a ella le produjo una gran alegría entrar en la hermandad de su nueva religión. Ahora se reía también, al pensar en lo equivocada que estaba. Al cabo de un rato, hundida casi hasta la boca en el agua caliente, volvió a divagar; deseosa de conversar otra vez con la anciana de Lapak, comenzó a hablar, como en una alucinación hipnótica, ahora con sus propias palabras, ahora con las de la momia:

—¿Te has enterado de que me han quitado al marido?

—¿El joven Voronov?

—Ya no es tan joven. Es el metropolitano de todas las Rusias, nada menos —añadió con orgullo.

—Pero se ha ido. Y Lunasaq se ha ido. Aunque tú has vivido bien en Kodiak y en Sitka, ¿verdad? —La momia no empleó los modernos nombres rusos, sino los antiguos.

—Sí, pero al principio no era feliz, porque pensaba que os había perdido a ti y a Lunasaq.

—¿Tiene eso alguna importancia? ¿No crees que también él y yo estuvimos tristes, al haberte perdido durante un tiempo?

—Mi nueva religión no me hace sentir desgraciada.

—¿Y quién ha dicho que te sientas así?

—Acabas de decir que estuvisteis tristes por haberme perdido.

—Al perderte como amiga. ¿Qué más da cómo reces? Lo que importaba de verdad hace muchísimo tiempo, y lo que nunca dejará de tener importancia… —La voz de la anciana se extendió por toda la bóveda—: es vivir en esta tierra como una recién casada con su esposo. Reconocer a las ballenas como hermanas. Alegrarse al ver retozar una nutria marina con su cría. Encontrar un refugio para las tormentas y un lugar donde disfrutar del sol. Y tratar a los niños con respeto y cariño, pues con el pasar de los años se convierten en nosotros mismos.

—He tratado de hacer todo eso —dijo Cidaq.

—Lo has intentado, niña —aceptó la vieja, igual que lo intenté yo, y también tu bisabuela. Y ahora estás muy cansada de tanto intentarlo, ¿no es cierto?

—Sí —confesó Cidaq.

—¿Tiene eso alguna importancia? —preguntó dulcemente la anciana, antes de desaparecer.

En el silencio que siguió, Cidaq se tendió, dejando que el agua saliera cada vez más caliente y sulfurosa, clavó la vista en el techo y pensó: «La religión de la momia tiene que ver con la tierra, el mar y las tormentas, y es necesaria para vivir bien. La religión de Voronov hablaba de los cielos, las estrellas y las luces del norte, y también es necesaria».

Las paredes del baño se cubrieron con imágenes de sus dos vidas: el gran maremoto que había echado por tierra la iglesia de Vasili aunque había dejado en pie la solitaria pícea del chamán; las sombras que cubrían el crucifijo de Vasili al atardecer; la primera ballena que había aterrorizado a las mujeres al pasar por su lado y que aun ahora le parecía enorme; el grupo de niños que había quedado a su cargo después del maremoto; Baranov, con la peluca torcida; la alegría con la que había llegado Praskovia Kostilevskaia, de una noble familia moscovita, para casarse con Arkady en la lejana Nueva Arkangel, y, por encima de todo, el majestuoso volcán blanco, irguiendo en el crepúsculo su perfecta forma cónica.

Comprendió que había sido un privilegio pertenecer por igual a los dos mundos; además, aunque al rechazar las costumbres rusas los había perdido a ambos, conservaba lo mejor de cada uno, por lo que estaba agradecida. El calor iba en aumento y las imágenes se convirtieron en un calidoscopio de los años transcurridos entre 1775 y 1837; la voz había dejado de oírse, porque su última pregunta lo resumía todo: «¿Tiene eso alguna importancia?».

—¡Sí que importa! —decidió Cidaq—. Importa muchísimo. Pero no hay que tomarlo demasiado en serio.

—¿Le habrá ocurrido algo a la vieja? —comentó uno de los remeros tlingits, cuando llevaban más de dos horas esperándola en la playa.

Insistió para que su compañero subiera con él la colina, para poder explicar la verdad si es que algo había ido mal. Cuando llegaron a los baños encontraron a Sofía flotando boca abajo en la superficie del agua.

—Ya sabía yo que esto nos traería problemas —comenzó a quejarse el más precavido.

La envolvieron en sus vestidos, la llevaron cuesta abajo, la cargaron en el centro de la canoa y comenzaron a remar para volver a casa. Al acercarse al embarcadero, al pie del castillo, hicieron señales con los remos; las personas que estaban en tierra vieron a los dos hombres a proa y a popa y a la antigua esposa del sacerdote erguida en el asiento del centro, pero se dieron cuenta de que estaba muerta en cuanto la canoa se acercó a la playa.

—¡Voronov! —gritaron entonces algunos hombres, echando a correr hacia el castillo.

En los años posteriores a la muerte de Sofía Voronova, la próspera ciudad de Nueva Arkangel descubrió, al igual que tantos otros pueblos en el pasado, que su destino dependía de acontecimientos ocurridos en lugares muy lejanos y que escapaban a su control. En 1848 se descubrió oro en California; en 1853 estalló la guerra de Crimea, que enfrentó a Turquía, Francia e Inglaterra, por un lado, con Rusia, por el otro, y en 1861 se inició en los Estados Unidos una atroz guerra civil entre el Norte y el Sur.

El oro de California atrajo la atención de personas de todas partes, hizo que se reuniera una variopinta multitud en San Francisco y trastornó las alianzas políticas existentes en todo el Pacífico oriental. En Nueva Arkangel tuvo consecuencias totalmente inesperadas porque el administrador general envió a su asistente a Hawai y California, en un viaje de reconocimiento, para averiguar cómo afectaría a los intereses de Rusia la afluencia de estadounidenses hacia el oeste. Arkady dejó a sus hijos al cuidado de dos niñeras aleutas y rogó a su mujer que le acompañara; en Honolulú, bajo las palmeras, oyeron por primera vez un rumor que les sorprendió. Un capitán inglés, recién llegado de un viaje a Singapur, Australia y Tahití, preguntó al desgaire, como si todos los rusos estuvieran enterados del asunto:

—Dígame, ¿qué hará un hombre como usted si se llega a pactar?

—¿De qué pacto habla? —preguntó Voronov, a quien interesaba cualquier insinuación de que las negociaciones entre Gran Bretaña y Rusia pudieran obtener algún resultado.

—Me refiero a si Rusia da luz verde y decide vender Alaska a los yanquis.

Arkady se inclinó hacia atrás, sorprendido, y miró consternado a su mujer.

—¡Pero si no hemos oído hablar de esa venta!

—Nosotros sí, más de una vez, cuando llegábamos a puerto —dijo el inglés.

—¿Eran ingleses quienes hablaban? —preguntó atinadamente Voronov.

—No había nada en firme, ¿sabe?; pero los que hablaban del tema eran de distintos países.

—¿Alguno era ruso? —insistió Voronov.

—Claro que sí —respondió el hombre sin rodeos—. Generalmente eran los rusos quienes sacaban el asunto a colación.

—No es mi intención presumir —dijo serenamente Voronov, reclinándose—, pero desde hace varios años soy administrador adjunto en Nueva Arkangel. Mi padre era una autoridad en las islas antes de que le ascendieran, y le puedo asegurar que ninguno de nosotros tiene intención de ceder un territorio que se está convirtiendo en una joya de la corona rusa.

—Dicen que Sitka es un lugar precioso —comentó rápidamente el inglés.

En Honolulú nadie volvió a mencionar una posible venta de las colonias rusas en América; después de lograr un acuerdo para que se enviara regularmente a Nueva Arkangel fruta y carne de Hawai, los Voronov se trasladaron a San Francisco, y cuando llevaban tres noches anclados en la magnífica bahía abierta detrás de los promontorios, un capitán ruso se hizo llevar a remo hasta el barco de Arkady y, tras un intercambio de saludos, le pidió detalles sobre una eventual venta de Alaska a los Estados Unidos.

—No hay nada de eso —aseguró Voronov al hombre, que se mostraba preocupado; pero en seguida rectificó—: Al menos en Alaska, y creo que nosotros seríamos los primeros en enterarnos.

No se volvió a hablar del asunto. Al día siguiente, Voronov desembarcó para visitar por su cuenta la floreciente ciudad y, mientras sudaba por el calor en una taberna del puerto donde se reunían los marineros, oyó decir a uno de los taberneros:

—Lo que se necesita en este sitio es que alguien nos traiga hielo de las montañas.

—No se forma hielo aprovechable —explicó uno que tenía experiencia en las tierras altas—. Nieva, sí, pero hielo no se forma.

—Pues debería formarse —replicó el sudoroso tabernero. Y las palabras que añadió tuvieron como consecuencia un incremento del prestigio de Voronov en la colonia rusa—: Alguien tendría que traer hielo desde el norte.

Esa noche, de nuevo en el barco, Arkady dijo a su esposa:

—Esta tarde he oído una idea extrañísima.

—¿Qué vamos a vender realmente Alaska?

—No, eso es asunto acabado. Pero en la taberna hacía mucho calor y estábamos sudando, y un hombre dijo: «Alguien tendría que traer hielo hasta aquí».

Praskovia, que se abanicaba con una palma traída de Honolulú, miró detenidamente a su marido durante un momento y exclamó entusiasmada:

—¡Se podría hacer, Arkady! Tenemos barcos, y ¡bien sabe Dios si tenemos hielo!

A principios de octubre, tan pronto volvieron a Nueva Arkangel, fueron en seguida a un gran lago que había en el interior de las murallas y, después de bastantes preguntas, se enteraron de que a fines de noviembre se formaba una capa muy gruesa de hielo, que duraba hasta bien entrado marzo.

—¿Hasta qué altura del verano se mantendría congelado, si estuviera bien protegido? —preguntó Arkady a los hombres que le asesoraban.

—Mire. —Y Voronov vio que en las montañas que rodeaban el estrecho, en cuevas a las que no daba el sol e incluso en barrancos en los cuales habían quedado montones aprisionados, había grandes cantidades de nieve, la cual se había mantenido a lo largo de un verano caluroso—. Bien envuelto para que no le toque el aire y guardado en un granero donde no llegue el sol, aquí conservamos el hielo hasta julio.

—¿Se podría hacer lo mismo en un barco?

—Mejor aún. Sería más fácil protegerlo del viento y el sol.

Voronov pasó tres días discutiendo apasionadamente su insensato proyecto con todos los expertos que pudo encontrar; el cuarto día ordenó al capitán de un barco que se dirigía a San Francisco:

—Dígales que este año, el 15 de diciembre, les enviaré un barco cargado con el mejor hielo que habrán visto nunca. Busque un comprador.

Aquel año llegó pronto el frío, y cuando se formó una gruesa capa de hielo sobre el lago, Voronov y unos hábiles obreros aleutas inventaron un sistema para cortar rectángulos perfectos de hielo, de cantos rectos, que medían ciento veinte centímetros de largo por sesenta de ancho y tenían un grosor de veinte centímetros. Lo que hicieron fue construir un formón tirado por caballos: no cortaba directamente, sino que constaba de una reja en el lado izquierdo que servía solamente para trazar hileras rectas, y de una afilada punta metálica en el derecho, que tallaba una larga línea continua en el hielo.

Hecho esto, se le daba la vuelta al formón, de modo que el marcador pasara de nuevo sobre la línea ya grabada, mientras que la punta metálica hacía un corte paralelo a una distancia de sesenta centímetros del primero. Luego se colocaba el artefacto de manera que pudiera cortar el hielo a través de las dos líneas marcadas, con lo cual se conseguía perfilar el rectángulo.

Hecho esto, avanzaban en pareja a lo largo de los rectángulos algunos hombres cargados con grandes troncos de pícea, los dejaban caer pesadamente sobre el hielo y desprendían unos bonitos bloques de color verde azulado, que llevaban a toda prisa al puerto para almacenarlos en el barco que aguardaba. Después de llenar la bodega, sin dejar ninguna abertura por la que pudiera entrar el aire y alcanzar los apretados bloques, se cubría el hielo con gruesas esteras y se colocaban encima ramas de pícea: así se formaban huecos en donde quedaría atrapado el aire que se filtrara desde cubierta. De este modo, por apenas treinta y dos dólares la tonelada, se enviaba a San Francisco el impecable hielo de Nueva Arkangel.

Tres semanas antes de la fecha prevista, el primer cargamento de hielo enviado Por Voronov zarpó hacia el sur, donde se vendió al asombroso precio de setenta y cinco dólares por tonelada. Arkady acababa de poner en marcha un negocio que, cuando menos durante los meses más fríos, prometía resultar más lucrativo que el de las pieles. Con los beneficios obtenidos, el joven y activo administrador adjunto puso en marcha una política de construcciones gracias a la cual Nueva Arkangel se convirtió, con diferencia, en la ciudad más importante del Pacífico Norte. Reforzó la empalizada, reformó la catedral de su padre, introdujo mejoras en la asistencia a los barcos en el puerto y levantó un aluvión de edificios nuevos: almacenes, un observatorio astronómico, otra biblioteca, una iglesia luterana con órgano incluido y, en el piso superior del castillo, que se había ampliado bastante, un teatro donde podían representar comedias o dar conciertos de canto y orquesta las tripulaciones de los barcos que hacían escala en el puerto.

En la época en que se terminaron las obras, Nueva Arkangel había alcanzado una población de casi dos mil personas, sin contar los novecientos tlingits que seguían viviendo apiñados fuera de las murallas; tal como comentó Voronov durante una cena ofrecida en el castillo a los prohombres locales:

—Sería ridículo que alguien hablara de vender este sitio a nadie.

Pero en 1856 la guerra de Crimea se convirtió en una gran carga para la economía rusa y amenazó gravemente su seguridad en Europa, por lo que las más altas instancias del gobierno consideraron seriamente la conveniencia de que el imperio se deshiciera de sus posesiones orientales. Si bien en Nueva Arkangel, Arkady Voronov podía esgrimir razones muy sólidas que aconsejaban conservar unos territorios con tantas posibilidades como Kodiak y Nueva Arkangel, en San Petersburgo estaba el antiguo azote de Baranov, Vladimir Ermelov, convertido en almirante de encumbrado y poco merecido prestigio, quien, en documentos oficiales sobre la cuestión, contradecía ásperamente los razonamientos de Arkady:

Aunque nuestra actual situación en Crimea no fuera tan peligrosa, y aun si fueran más estables y previsibles las circunstancias en América del Norte, sería aconsejable que Su Majestad Imperial se deshiciera de la pesadilla que suponen nuestros territorios orientales. Si fuera posible, habría que vender todo el territorio llamado Alaska en la vulgar lengua vernácula, o malvenderlo en caso necesario. Cuatro hechos básicos obligan a tomar esta solución práctica.

En primer lugar, Alaska está a una distancia increíble de la verdadera Rusia; se tardan meses desde Ojotsk, y varias semanas llenas de peligro, desde Petropávlovsk. Es imposible comunicarse por tierra, incluso desde una a otra región de Alaska, y es arriesgado, caro y lento hacerlo por barco. Si se envía un mensajero desde San Petersburgo a un lugar como Nueva Arkangel, puede transcurrir un año antes de que vuelva con la respuesta, sin que haya ninguna posibilidad de acelerar el proceso.

En segundo lugar: Al acabarse el tráfico de pieles de nutria, dada la práctica extinción de estos animales, no hay modo Posible de obtener beneficios económicos en Alaska. El único recurso natural son los árboles, pero los de la cercana Finlandia son mucho mejores. Alaska no dispone de reservas de metales, actualmente no se lleva a cabo ningún tipo de comercio y los nativos no están capacitados para fabricar nada con lo que se pueda comerciar en el futuro. Será siempre una posesión deficitaria, por lo que deshacerse de ella permitiría ahorrar dinero.

En tercer lugar: América del Norte pasa por una situación caótica. El futuro de los Estados Unidos, así como el de los territorios canadienses, es precario, y cabe esperar que México lleve a cabo algún tipo de acción bélica para recuperar los territorios que le robaron. En cuanto a nosotros, permanecer en Alaska significa que nos encontraremos, con toda seguridad, con dificultades en varios frentes.

En cuarto lugar: (He dejado para el final el motivo más importante): aun cuando los Estados Unidos muestran indicios de disgregarse, sus ciudadanos también parecen muy decididos a apoderarse de todo el norte de América, desde el Polo Norte hasta Panamá, y si nosotros nos quedamos con las posesiones de esa zona que los estadounidenses han escogido para ellos, tarde o temprano entraremos en conflicto con esta floreciente potencia. Aunque los Estados Unidos aún no se han percatado de ello, sus súbditos más previsores han empezado a soñar con Alaska, y ese deseo se extenderá los próximos años.

Aconsejo encarecidamente que Rusia se deshaga lo más pronto posible de esas condenadas colonias.

Es posible que una copia del informe llegara clandestinamente a manos del presidente James Buchanan, que había sido secretario de Estado y había actuado como embajador en Rusia en 1831, época en la que adquirió un sincero afecto por ese país. De cualquier modo, al acercarse a su fin la guerra de Crimea, varias autoridades estadounidenses se enteraron de que Rusia estudiaba la posibilidad de vender Alaska a los Estados Unidos.

En aquella época la historia mundial vivió una interesante evolución, a la que se llegó prácticamente por casualidad. En los montañosos campos de batalla de Crimea luchaban los soldados de varias naciones europeas, aliadas contra Rusia, que les plantaba cara sin ayuda. Rusia perdía una y otra batalla, pues sus enemigos eran más numerosos y estaban mejor dirigidos, pero contaba con un fiel partidario y aliado en los centros de la opinión pública mundial: los Estados Unidos. En todos los momentos críticos, los estadounidenses tomaron abiertamente el partido de Rusia, aunque nunca explicaron sus motivos. Intentaron evitar que se formara una coalición todavía más poderosa contra el zar. Enviaron varias cartas en las que declaraban su apoyo moral y no hicieron nada que comprometiera a Rusia en relación con la posible venta de Alaska. De todas las naciones que intervinieron directa o indirectamente en la guerra de Crimea, las dos que formaron una alianza más estrecha fueron Rusia y los Estados Unidos.

Por lo tanto, no resultaba extraño que, después de la guerra, los rusos partidarios de ceder lo que juzgaban una carga excesiva consideraran favorablemente a los Estados Unidos y, en la época en que se estudió seriamente la posibilidad de una venta, en Rusia nadie criticó a los Estados Unidos como posible comprador; si la situación hubiera sido normal, es bastante probable que el presidente Buchanan hubiera efectuado la compra entre 1857, año en que comenzó su mandato, y 1861, año en que terminó el mismo y se inició la guerra de secesión.

Aquella guerra atroz, que afectó a un territorio muy grande y tuvo unos efectos devastadores porque se interrumpió el comercio y se perdieron muchas vidas, impidió llevar a cabo ninguna empresa en el extranjero, como era la adquisición de una región desconocida del mundo. La guerra se prolongaba; no había dinero disponible para nada más, y durante un turbulento período de dos años pareció que la Unión acabaría destrozada sin que quedara nadie con autoridad para negociar la compra con Rusia.

Pero entonces se dio otro momento de aquella extraña evolución a la que nos referíamos: cuando el destino de la Unión parecía más precario que nunca y varias naciones europeas se mostraban ansiosas por lanzarse sobre sus restos, Rusia envió su flota a aguas americanas, con la promesa implícita de colaborar en la defensa del Norte contra cualquier incursión de las potencias europeas, especialmente de Gran Bretaña y Francia. Una escuadra rusa entró en el puerto de Nueva York, y otra, en San Francisco; aguardaron allí, en silencio, sin hacer ninguna ostentación de su presencia, esperando ancladas, simplemente. Para el Norte, en 1863, estos buques significaron lo mismo que habían significado para los rusos en 1856 las cartas de apoyo de los estadounidenses; no se trataba de una colaboración militar efectiva, sino de algo que quizá tenía el mismo valor: la seguridad de no estar solo en los días funestos.

En la primavera de 1865, al terminar la guerra, las dos naciones que se habían apoyado mutuamente en esos momentos de crisis estaban dispuestas a efectuar la transacción discutida durante tantos años, y es significativo que cada una creyera estar haciendo un favor a la otra. Los Estados Unidos pensaban que Rusia buscaba comprador porque necesitaba vender; Rusia tenía la impresión de que en Washington todo el mundo ansiaba apoderarse de Alaska. ¡Qué equivocados estaban los dos aliados!

Durante la guerra de secesión estadounidense y la guerra de Crimea, Arkady Voronov, ya un hombre maduro, y Praskovia, su elegante esposa, continuaron viviendo y trabajando en Nueva Arkangel como si el futuro de esa región de Rusia estuviera grabado en mármol. Restauraron el castillo Y se instalaron en una de las alas nuevas; intensificaron el comercio con países del Pacífico central y occidental, como Hawai y China, e introdujeron mejoras en prácticamente todos los aspectos de la vida colonial.

Había sido idea de Praskovia enviar a estudiar a San Petersburgo a los jóvenes criollos con más posibilidades, y ya habían empezado a regresar algunos, convertidos en médicos, maestros o funcionarios. Inspirándose en las obras de su piadoso suegro, Praskovia solicitó a los monasterios de toda Rusia que cedieran los valiosos iconos, estatuas y brocados que ahora adornaban la catedral y la convertían en una de las más ricas, desde el punto de vista artístico, al este de Moscú.

San Petersburgo, como si pretendiera aumentar el atractivo de Alaska, envió como gobernador a un gallardo joven, el príncipe Dmitri Maksutov, CUYO título se remontaba a los tiempos en que invadieron Rusia los tártaros del Asia central, a quienes los rusos deben las facciones asiáticas que les diferencian de otros europeos. Era un hombre apuesto y de talento, que cuando pertenecía al ejército del zar se había casado con una atractiva mujer cuyo padre enseñaba matemáticas en la Academia de Marina. Esta elegante señora había muerto prematuramente después de darle tres hijos, de modo que el príncipe llegó a Alaska con su encantadora segunda esposa, una joven llamada María, que conocía bien la situación de Alaska porque era la hija del gobernador general de Irkutsk. Se reveló como una princesa perfecta para aquel puesto fronterizo, como una mujer amable que se interesaba por todo, y formó una corte en la que permitió participar a sus convecinos.

El primer día que pasaron en la nueva casa, el príncipe Dmitri explicó sus proyectos a María:

—Pasaremos aquí diez o quince años. Convertiremos este lugar en una auténtica capital. Después volveremos a San Petersburgo, para recibir otro título y un ascenso importante.

Cuando llevaban muy poco tiempo instalados, el matrimonio comprendió que, para alcanzar lo que ambicionaban, tenían que contar con un colaborador local de confianza; no tardaron mucho en localizar a la persona más capacitada para prestarles este apoyo.

—Ese tal Voronov —dijo el príncipe a su esposa—, es excepcional.

—¿No es criollo?

—Sí, pero a su padre lo escogió el zar Nicolás en persona para nombrarlo arzobispo metropolitano.

—¿Y la madre? ¿No era nativa?

—Una santa, según dicen. Tienes que averiguar cosas sobre ella.

Todas las personas a quienes interrogó la princesa dijeron que Sofía Voronova había sido una auténtica santa, y la joven se convirtió en la más ferviente partidaria de Arkady. Ella misma invitó a su casa a los Voronov y charló con Praskovia mientras los maridos iniciaban una importante conversación. Hablaron ante una mesa cubierta de mapas, y ya los primeros comentarios del príncipe demostraron que estaba decidido a dar a las líneas de los mapas una realidad que hasta entonces no tenían.

—Voronov, cada vez que oigo la expresión que usted ha empleado en los últimos informes, siento incluso malestar físico.

—¿Qué expresión, Excelencia? —preguntó Voronov, con desarmante naturalidad, porque su edad y su intachable reputación le permitían mantener el aplomo ante el nuevo comandante.

—«La isla imperial de Rusia en el oriente».

—Le pido disculpas, pero creo que no comprendo sus objeciones. ¡Una isla, una isla! Si en San Petersburgo nos toman por un grupo de islas, no nos darán importancia. Sin embargo, Alaska —señaló con un gesto de la mano hacia el continente desconocido— es un vasto territorio, quizá tan extenso como toda Siberia. —Dio una fuerte palmada sobre uno de los mapas y dijo—: Voronov, quiero que usted explore este territorio, para informar a San Petersburgo de lo que poseemos realmente.

—Excelencia, ya he estado donde señala —repuso Voronov, que apartó del mapa la mano del príncipe e indicó la inhóspita región en la que, en el futuro, se alzaría la capital de Juneau—. Es igual que Nueva Arkangel: una costa escarpada y, más allá, nada más que montañas, adentrándose en lo que debe de ser el Canadá.

—Aquí se levantó una ciudad bastante buena —Maksutov señaló con impaciencia el lugar donde se alzaba el castillo—. ¿Por qué no se puede hacer lo mismo allá?

—Detrás de nuestra ciudad, Excelencia, se extiende una bella zona de bosques. —Voronov mostró la diferencia con su delgado índice—. Pero aquel territorio no es más que una vasta extensión de hielo, una región eternamente congelada, de la que surgen continuamente glaciares que fluyen hasta el mar.

El príncipe Maksutov sintió Por un momento, en la comodidad de su castillo, la dureza de la región que le correspondía gobernar, pues, aunque en algunos libros ingleses y alemanes había contemplado grabados que mostraban la fuerza destructiva de los glaciares, nunca había sospechado que hubiera ninguno tan enorme a ciento cincuenta kilómetros del lugar donde estaba sentado. En cualquier caso, saberlo no le hizo cambiar de idea, ya que no era su dignidad de príncipe lo que le había permitido avanzar en la carrera política, sino su tozudez. Renunciando a su proyecto de erigir una ciudad nueva en el continente, apartó audazmente la mano para señalar hacia el norte, donde algún entusiasta cartógrafo ruso (basándose en datos parciales contenidos en los documentos que enviaban a San Petersburgo capitanes de barco, comerciantes de pieles y misioneros) había trazado lo que pensaba que podía ser el curso del gran y misterioso río Yukón. El príncipe y Voronov observaron la impresionante extensión de ciento cincuenta kilómetros de costa donde el Yukón se convertía en una maraña de bocas, algunas de las cuales no llegaban a alcanzar el mar. A cualquier viajero sin experiencia le sería imposible localizar la ruta correcta, tanto desde el río como desde el mar, y enviar a alguien, por muy inteligente o atrevido que fuera, a esa peligrosa espesura de ríos, estrechos y pantanos, significaba condenarlo a debatirse por la región cuando menos durante un año; pero Maksutov era un hombre obstinado.

—Voronov, quiero que remonte el Yukón. Esboce mapas. Hable con los habitantes, si los hay. Explíquenos qué tenemos por allí.

Arkady, que había heredado de sus antepasados ortodoxos el valor y un sentido de la responsabilidad ante los deberes de su cargo, respondió a su superior:

—Comprendo que necesita saber qué pasa por aquí —extendió la mano y señaló en el mapa una amplia región helada—, pero no sé si habría que adentrarse desde la desembocadura del Yukón. Mejor dicho, desde sus bocas.

—¿De qué otro modo, pues? —preguntó Maksutov.

—Su Excelencia —Voronov eludió la cuestión—, piense en lo que puede ocurrir si me introduzco en esa maraña de bocas… Además, ¿quién me asegura que podré localizar la ruta correcta? —Ante la mirada atenta del príncipe, Voronov siguió con el dedo la inmensa curva que describe el Yukón hacia el sur, en el último tramo de su curso hacia el mar—: Uno podría pasarse un año entero avanzando por un laberinto así.

—Es cierto —reconoció Maksutov; pero entonces se dio una palmada en el puño, que sonó como un disparo—: ¡Qué demonios!, Voronov, sé que algunos sacerdotes han remontado el Yukón hasta un asentamiento misionero llamado…

No pudo acordarse del nombre del lugar, aunque sí recordó haber oído que un sacerdote de los que estaban aquellos días en la catedral para presentar sus informes a los superiores, había realizado exactamente la misma travesía que él acababa de proponer a Voronov, por lo que envió a un mensajero aleuta en busca del hombre.

—Estoy dispuesto a ir —aseguró Voronov al príncipe, mientras aguardaban—. Quiero ver el Yukón. Pero prefiero llegar como es debido.

—Eso es lo que le he propuesto —repuso Maksutov.

El sacerdote, un hombre desaliñado, increíblemente flaco, de barba descuidada, ojos legañosos y edad indefinida (igual podía tener cuarenta y siete que sesenta y siete años), se presentó ante los dos funcionarios y acto seguido comenzó a proferir insistentes disculpas, sin que los dos administradores pudieran adivinar por qué.

—¿Cómo se llama? —preguntó secamente el príncipe, intentando atajar tal verbosidad.

—Soy el padre Fyodor Afanasi —respondió el nervioso sacerdote.

—¿Es cierto que ha remontado el río Yukón?

—Durante nueve años.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y seis. —Esta sencilla declaración permitió a los que le interrogaban descubrir algo muy importante sobre ese vasto río: allí los jóvenes envejecían.

—Así que conoce bien la zona —inquirió el príncipe, en un tono de voz más amable.

—Remonté a pie cientos de kilómetros —respondió el sacerdote.

—¡No me diga! No puede haber caminado por el Yukón: es un río.

—Pero está congelado la mayor parte del año.

—¿La mayor parte del año? —preguntó el nuevo gobernador.

—Desde septiembre hasta julio, digamos —asintió el padre Fyodor.

—¿Hasta dónde remontó el río?

—A lo largo de setecientos cincuenta kilómetros. Hasta Nulato. Es lo más lejos que han llegado las tropas rusas. —Vaciló antes de añadir una mala noticia—: De hecho, es sólo el comienzo de nuestro territorio, ¿sabe? Nulato está sólo un corto trecho río arriba.

—¿Cómo se podría llegar a Nulato? —preguntó Voronov, tras un silbido de asombro.

Lo que ocurrió a continuación les sorprendió, tanto a él como al príncipe, pues el sacerdote, después de pedir permiso humildemente, revolvió los mapas hasta encontrar uno que abarcaba gran parte del Pacífico oriental.

—Lo mejor es navegar desde Nueva Arkangel hasta San Francisco…

Era algo tan absurdo que sus dos oyentes protestaron:

—Pero nosotros queremos ir al norte, al Yukón, por aquí. —Y Señalaron en el mapa que el estrecho de Sitka quedaba al sudeste del río.

—Por supuesto —repuso el padre Fyodor—, pero no hay barcos que sigan esa ruta. Es preciso ir a San Francisco, lo cual requiere unos veintiocho días, y cruzar el mar hasta Petropávlovsk.

—Es que no queremos ir a Siberia —vociferó el príncipe—, sino al Yukón.

Es el único modo de llegar al Yukón. La etapa dura aproximadamente un mes.

Voronov, que iba anotando en un papelito los tiempos indicados, observó que ya llevaba dos meses en el mar y aún le faltaban un océano y un continente para alcanzar su objetivo.

—Desde Petropávlovsk —continuó en tono monótono el sacerdote—, cruza usted el mar hasta Saint Michael, ese pequeño puerto tormentoso; serán unos diez días.

—Pero no está nada cerca del Yukón —protestó Voronov.

—Ya lo sé —dijo el sacerdote, haciendo una mueca—. Una vez pasé ahí dos meses inmovilizado.

—¿Por qué?

—Los barcos grandes no pueden entrar en el Yukón. Hay que esperar en Saint Michael que una canoa de piel le lleve a uno a través de la bahía, hasta el río. —Marcó en el mapa la peligrosa ruta y añadió—: Las canoas suelen naufragar durante la travesía.

—Y ahora, después de tres meses, ¿hemos llegado al río? —preguntó Voronov, con la boca seca.

—Ya estamos. Y con un poco de suerte y dos meses de remo y pértiga, se puede llegar a Nulato antes de que el Yukón se congele.

—¿En qué mes estamos? —preguntó Voronov.

—Todo tiene que planearse de acuerdo con el Yukón —explicó el sacerdote—. Está libre de hielo durante muy poco tiempo. Zarpando de Nueva Arkangel a finales de marzo, debería llegar a Saint Michael a finales de junio, justo en la época del deshielo. De ese modo estaría en Nulato bastante antes de que el río comience a congelarse.

—¿Eso significa que tengo que pasar todo el invierno en Nulato? ¿Hasta que el hielo desaparezca?

—Eso es.

Cuando Voronov calculó el tiempo que le tomaría ir y volver de Nueva Arkangel a Nulato, tanto él como el príncipe Maksutov se dieron cuenta de que, solamente para ir de una a otra base de Alaska, tendría que estar ausente por lo menos durante un año y medio. Los dos se horrorizaron.

—Cierta vez seguí una ruta muy diferente —el padre Fyodor ofreció un leve rayo de esperanza.

—¡Me gustaría oírlo! —exclamó Voronov, y el sacerdote volvió a sus mapas.

—La primera etapa es la misma: San Francisco, Petropávlovsk, Saint Michael. Pero entonces, en vez de ir en balsa hacia el sur, hasta el Yukón, se dirige uno hacia el norte, hasta un pueblecito llamado Unalakleet.

En el mapa, el lugar parecía un callejón sin salida: no conducía a ningún río ni a ningún camino importante, y estaba a más de cien kilómetros del Yukón, que a esa altura se desviaba hacia el norte; pero el padre Fyodor les tranquilizó, al asegurarles:

—Hay un sendero que cruza las montañas, a bastante altura en algunos tramos, y aproximadamente por esta zona va a parar al Yukón.

—¿Pero cómo voy a recorrer el sendero? —preguntó Voronov.

—A pie —respondió el sacerdote.

—¿Y cuando llegue al Yukón?

—Iría en grupo, por supuesto. Tiene que hacerlo así, para que no le maten los indios.

—¿Son como los tlingits? —preguntó Voronov.

—Peores. —Con sus largos dedos, el sacerdote señaló algunas instalaciones rusas que los esquimales o los atapascos habían incendiado, o en las que habían provocado una matanza—: En la mayoría, hicieron las dos cosas. Aquí, en Saint Michael, hubo muchos muertos. En Nulato, a donde quiere ir, tres incendios y tres asesinatos. En esta aldea cercana a la desembocadura del Yukón, dos incendios y seis asesinatos.

—¿Cuantos días hay desde Saint Michael hasta Nulato, siguiendo la ruta por tierra que propone? —preguntó Voronov, tras un carraspeo.

El sacerdote, que había cubierto el trayecto en ambas direcciones, trató de recordar su propia experiencia:

—Una vez —calculó—, salí de Saint Michael el primero de julio (es una buena época, si no se tienen en cuenta los mosquitos) y llegué a Nulato el cuatro de agosto. —Voronov protestó, pero el padre Fyodor continuó—: Ahora bien, si a usted no le importara tomar un trineo tirado por perros, no le haría falta quedarse nueve meses en Nulato. Podría alquilar un trineo de ésos que tanto les gusta usar a los indios, e ir a parar justo en medio del Yukón congelado, atravesarlo hacia Unalakleet y continuar hasta Saint Michael.

En ese momento, el príncipe Maksutov, cada vez más preocupado por las dificultades que presentaba la exploración de sus dominios, intervino expeditivamente:

—Supongamos, Arkady, que envío uno de nuestros barcos directamente a Petropávlovsk, sin pasar por San Francisco, y que una vez allí se requisa un barco más pequeño para la travesía hasta Unalakleet. Atraviesas las montañas en un trineo tirado por perros, haces una breve visita de inspección a Nulato y vuelves por el Yukón congelado, mientras el barco te espera junto a la desembocadura. ¿Cuánto tiempo sería necesario?

Voronov volvió a sumar, permitiéndose el mínimo retraso en cada una de las etapas, y declaró con cierta satisfacción:

—Suponiendo que no nos retrasáramos ni una sola vez, unos ciento cincuenta días. Teniendo en cuenta los contratiempos habituales, doscientos.

Sin embargo, el padre Fyodor echó por tierra tales planes:

—Por supuesto, cuando llegue al mar lo encontrará tan congelado como el río.

—¿Hasta cuándo? —preguntó Voronov.

—Durante el mismo período de tiempo —respondió el sacerdote—. El hielo no se deshace hasta julio… o cuando menos hasta mediados de junio.

Los dos administradores refunfuñaron. Pero el príncipe Maksutov más decidido que nunca a obtener informes sobre sus dominios, dijo a Voronov:

—Haremos lo que permita el hielo. Prepare el equipaje.

Tras una reverencia, Arkady se volvió para salir, pero se detuvo repentinamente y propuso algo bastante razonable:

—Usted conoce la zona, padre Fyodor. ¿Querría acompañarme para indicarme el camino?

—Me encantaría volver a ver a mi gente. Pasé nueve años con ellos, ¿saben? —respondió el sacerdote, entusiasmado; y sonrió al príncipe, como si el Yukón fuera una especie de isla de Capri, un soleado lugar de Veraneo.

De modo que se planeó el viaje, y el príncipe Maksutov, cumpliendo con sus promesas, envió a Petropávlovsk un barco bastante bueno con una carta para el comandante destinado allí, con el ruego de que se facilitara a Voronov una rápida travesía por el mar de Bering hasta Saint Michael. Sin embargo, cuando llegó el momento de la partida, Maksutov y Voronov se encontraron con un problema inesperado: Praskovia Voronova comunicó su intención de ir a Nulato con su marido. Se armó un gran revuelo, pues si bien a Arkady le agradaba la idea de viajar con su inteligente y decidida esposa, el príncipe Maksutov se oponía enérgicamente:

—¡El Yukón no es lugar para las damas!

Así quedaron las cosas, hasta que un consejo imprevisto permitió resolver la situación: el padre Fyodor, al enterarse de la discusión, declaró, alzando la voz más de lo acostumbrado:

—¿Una mujer en el Yukón? ¡Estupendo! La tropa estará encantada, y yo también.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Maksutov—. ¿Por qué?

—Es en nombre de Dios precisamente que hago esta propuesta —contestó el sacerdote—. Estaría bien que nuestras atapascas vieran cómo viven las cristianas. Y qué aspecto tienen —añadió, sonrojándose.

De modo que se decidió que Praskovia participara en la expedición.

El trayecto (de Nueva Arkangel a Petropávlovsk, Saint Michael y Unalakleet) cubría dos continentes y varias culturas diferentes. Los viajeros se encontraron con enormes glaciares, una docena de volcanes, ballenas y morsas, frailecillos y golondrinas de mar, hasta que llegaron a una costa pelada Y árida, donde el padre Fyodor pasó tres días llenos de incertidumbre, intentando localizar un grupo de nativos para que transportaran su equipaje cuando ellos atravesaran las montañas que les conducirían al Yukón. Mientras recorrían ese territorio estéril aunque atractivo, jalonado por pequeñas montañas, los Voronov descubrieron la sobrecogedora inmensidad del interior de Alaska, así como la agresividad de sus mosquitos, que algunas veces se arrojaban sobre los viajeros como si fueran una bandada de gaviotas que cayera sobre un pescado.

—¿Qué se puede hacer con estos horribles bichos? —preguntó Praskovia, desesperada.

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