Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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—Nada —respondió el sacerdote—. Dentro de seis semanas habrán desaparecido. Si estuviéramos en septiembre no nos molestarían en absoluto.

Cuando llevaban varios días recorriendo el sendero, uno de los indígenas, que hablaba ruso, dijo:

—Mañana quizá veremos el Yukón.

Los Voronov se levantaron temprano para echar un primer vistazo a ese amplio río, cuyo nombre fascinaba a los geógrafos y a los que investigaban la naturaleza de la tierra.

—Tiene un nombre mágico —comentó Arkady al sacerdote, mientras desayunaban algo de salmón ahumado.

—Tiene un nombre cruel —le corrigió el padre Fyodor—. Ese río no te deja nunca recorrerlo sin problemas.

A Voronov no podían desanimarle las explicaciones de otra persona, de modo que, después del desayuno, se adelantó con Praskovia, y, tras una dura ascensión, llegaron a un punto desde el cual se veía el amplio valle abierto a sus pies. Como se había despejado la niebla que de vez en cuando lo ocultaba, Arkady y Praskovia pudieron contemplar tranquilamente el enorme y caudaloso río, que era mucho más ancho de lo que se imaginaban, y de un color mucho más claro, debido a la impresionante cantidad de arena y sedimentos que acarreaba desde las lejanas montañas.

—¡Qué grande es! —exclamó Arkady, cuando el padre Fyodor llegó jadeando a la atalaya.

—Cuando se desborda —explicó tranquilamente el sacerdote al encontrarse de nuevo con su viejo amigo, con su castigo—, lo he visto llegar desde esa colina hasta aquí. Y al final de la primavera, cuando comienza a deshacerse el hielo, por el centro del río se ven bajar trozos tan grandes como una casa, y ¡pobre de lo que se interponga en su camino!

Cuando ya había pasado de largo el resto del grupo, los Voronov siguieron en la colina, imaginando cómo sería el río mil quinientos kilómetros más arriba, donde estaban los primeros asentamientos del Canadá, esa nación misteriosa que nunca vieron los rusos. El Yukón les cautivó, les impresionó su fuerza turbulenta, y quedaron fascinados por su incesante fluir: era el mensajero de las regiones heladas, el símbolo de Alaska.

—Vamos —invitó el padre Fyodor—. Ya se cansarán del Yukón antes de que lo dejemos.

Cuando el grupo descendió hasta la altura del río y comenzó a remontar la orilla derecha, pudieron comprobar la verdad de la opinión que el padre Fyodor había expresado con tanta franqueza, porque constantemente se les interponían pequeños riachuelos que bajaban desde el norte para incorporarse a la corriente principal: había que vadearlos y, como aparecía uno cada media hora, los Voronov pasaron casi todo el primer día con los pies mojados. Pero al atardecer llegaron a Kaltag, un pueblo pequeño pero importante, y, entre los ladridos de los perros, los niños comenzaron a gritar:

—¡El padre Fyodor! ¡Ha vuelto!

Durante los momentos de tensión que siguieron, los Voronov pensaron que la vida en el interior de Alaska era muy diferente, porque se Vieron rodeados por unos nativos distintos a los que conocían: eran los atapascos más altos y fornidos, cuyos antepasados habían llegado a Alaska mucho antes que los esquimales y los aleutas. Al igual que los tlingits, sus descendientes, formaban una tribu guerrera; sin embargo, al ver que había vuelto el padre Fyodor, su antiguo sacerdote, se agruparon a su alrededor, gritando, ofreciéndole regalos y demostrando su cariño de muchas maneras. Los dos días que pasaron los viajeros en la aldea fueron apasionantes, y los Voronov pudieron hacerse una idea de lo que significaba ser misionero en la frontera.

Aquellos días, Arkady tuvo ocasión de comprender el curioso comentario expresado por el padre Fyodor cuando el príncipe se había opuesto a que Praskovia participara en la expedición: «Estaría bien que nuestras atapascas vieran cómo viven las cristianas», porque las mujeres de Kaltag la seguían dondequiera que iba, maravilladas de su aspecto, y riéndose con ella. Las que hablaban ruso le hacían muchas preguntas (querían saber, por ejemplo: «¿Es de verdad, ese pelo tan claro que tienes? ¿Por qué es tan diferente del nuestro?»). Como ella contestaba con gran naturalidad incluso las preguntas más personales, se dieron cuenta de que las respetaba y las trataba de igual a igual, y su simpatía las animó a preguntarle más cosas.

—Arkady, al observar el comportamiento de su mujer, se dijo: «¡Le gustan la aldea y el río!», y el deseo que ella mostraba de tratar y aceptar Alaska tal como era hizo que la quisiera todavía más que antes. Cuando se lo comentó, después de una de sus conversaciones con las mujeres, Praskovia exclamó:

—¡Me gusta mucho esta tierra tan extraña! Me parece que ahora conozco Alaska.

La mañana del tercer día, cuando estaban a punto de marcharse, Praskovia, gracias a su intuición femenina, se dio cuenta de que una atapasca (que ya no era una niña, pero tampoco era todavía una mujer) demostraba un interés especial por el sacerdote: le llevaba las mejores raciones de comida e impedía que los niños le molestaran. Praskovia observó detenidamente a la joven, reparó en su porte elegante, en la delicadeza de su tez, en su atractivo peinado de trenzas, y pensó: «Está hecha para ser una madre y una buena ama de casa».

—Esa muchacha, la que sonríe, sería una buena esposa —le dijo al padre Fyodor, cuando llegó el momento de dejar la aldea.

El sacerdote enrojeció, miró hacia donde señalaba Praskovia, y dijo, como si fuera la primera vez que veía a la mujer:

—Sí, sí. Es hora de que empiece a buscar marido —e hizo un ademán con el que parecía agradecer a Praskovia el haberle dado un consejo tan sensato.

Hicieron falta tres días para remontar el Yukón hasta Nulato, pero fueron días que los Voronov no iban a olvidar jamás: a medida que avanzaban hacia el norte, el río se iba ensanchando hasta alcanzar dos kilómetros y medio de una orilla a otra, convertido en una inmensa extensión de agua que no dejaba de avanzar en dirección al océano lejano, el cual, debido a los meandros, quedaba a unos ochocientos kilómetros río abajo. En el seno del río, que parecía fluir junto a la barca con una rígida determinación, los Voronov se sentían como si estuvieran adentrándose en el corazón de un vasto continente; nunca habían experimentado algo así en la región de Alaska en la que vivían, menos inhóspita, donde predominaban las islas y la amplitud del mar.

—¡Mira esos campos desiertos! —exclamó Praskovia, señalando las tierras que llegaban hasta la orilla del río y parecían prolongarse hasta el infinito.

—Decir «campo» —reflexionó su esposo— te hace pensar en algo ordenado, en terrenos vallados y cultivados. Pero estas tierras se extienden sin límites.

Era cierto, y el hombre no había hollado aún la mayor parte de aquellos parajes; al contemplar su sobrecogedora inmensidad, los Voronov comenzaron a formarse una idea del territorio que gobernaban. Había grandes trechos sin árboles, colinas ni animales, sin ni siquiera nieve: sólo un interminable vacío, adusto y solitario.

—Apostaría a que ni siquiera hay mosquitos —susurró Praskovia.

—¿Quieres que te dejemos salir para comprobar tu teoría? —le preguntó Arkady.

—¡No, no! —gritó su mujer.

Sin embargo, lo que fascinaba morbosamente a los Voronov era precisamente el brutal vacío de aquel viaje aguas arriba del Yukón.

—Esto no tiene nada que ver con las huertas del Neva —comentó Arkady, expresando de antemano la opinión de los hombres que llegarían a millares desde todo el mundo, y que no tardarían en apiñarse en los espacios vacíos de Alaska. Se lamentarían de la soledad, las dificultades del viaje y la atroz experiencia de vivir a cuarenta grados bajo cero; pero también se alegrarían de haber sido capaces de enfrentarse y conquistar aquel vasto y peligroso territorio: cincuenta años después, al final de sus vidas, su hazaña más apreciada sería haber recorrido el Yukón.

Al acercarse el final de su tercer día en el río, pasado un recodo, los Voronov se encontraron con un espectáculo que les hizo prorrumpir en exclamaciones de alegría: el pequeño fuerte cercado de Nulato, con sus dos torres de madera que desafiaban al mundo y una bandera rusa ondeando en el mástil central. Al acercarse, los soldados de la orilla empezaron a disparar salvas con un cañón viejo y rifles herrumbrados.

—Éste es el último puesto de avanzada del imperio. ¡Dios mío, cuánto me alegro de haber venido! —exclamó Arkady, repentinamente emocionado.

La veintena de comerciantes y soldados rusos que componían la guarnición, con la misma alegría que habían sentido los de Kaltag al ver de nuevo al padre Fyodor, corrieron a abrazarle a la orilla, donde descubrieron asombrados que una mujer, bonita por añadidura, había llegado hasta aquellas alturas del Yukón. Cuando Praskovia quiso desembarcar, cuatro hombres la tomaron en brazos, levantándola en el aire, y la llevaron al fuerte gritando e imitando el sonido de la corneta, mientras el marido les seguía, hablando con el comandante de la guarnición y explicándole cuál era su cargo en el gobierno y el interés que tenía por el fuerte.

Se trataba de un tosco reducto fronterizo, que se alzaba a cierta distancia de la orilla derecha del Yukón, aunque su situación le permitía dominar, en todas direcciones, grandes tramos del río. Estaba construido a la manera tradicional: se extendían cuatro largos pabellones que al juntarse delimitaban una plaza central, bastante amplia; sobresalían dos sólidas torres, y estaba defendido por una cerca reforzada que rodeaba todo el conjunto. Les habían invadido ya tres veces, lo que había provocado grandes bajas entre los rusos, pero no pensaban convertirse en un blanco fácil en el futuro: durante las horas de claridad había un soldado en cada torre; por las noches, dos.

Los samovares comenzaron a bullir con té caliente, se pronunciaron unos brindis, y los miembros de la guarnición narraron sus experiencias con los atapascos de los alrededores, que en su opinión eran unos salvajes. El oficial al mando, un joven y vigoroso teniente barbirrapado llamado Greko, hizo una señal a uno de sus hombres, el cual enrojeció, se adelantó unos pasos y se inclinó ante los Voronov.

—Amables visitantes —les dijo—: este humilde fuerte perdido en el fin del mundo se considera honrado por vuestra presencia. En señal del respeto que nos merecéis, el teniente Greco y sus hombres os hemos preparado algo especial.

En ese momento estalló en un ataque de risa incontrolada, que desconcertó a los forasteros; pero Greko continuó:

—No ha sido idea mía, sino de este pillo —dijo, señalando al muchacho, mientras le daba un golpecito en el brazo—. Anda, Pekarsky, cuéntales qué habéis hecho tú y los demás.

Pekarsky se llevó una mano a la boca para contener la risa, irguió la espalda, se mordió los labios y rogó, como si fuera un mayordomo:

—Acompáñenme, monsieur et madame.

Pero le pareció excesivo hablar francés en esas circunstancias, y estalló otra vez en tales risas que el teniente Greko tuvo que intervenir de nuevo:

—Excelencia, mis hombres les han hecho un gran honor. Estoy orgulloso de ellos.

Les condujo a la plaza, donde los soldados, que ansiaban ver otra vez a la hermosa moscovita, la miraban fijamente y se daban codazos mientras ella avanzaba, con su pelo dorado brillando en la oscuridad. Fueron hasta un edificio bajo, ante el cual se amontonaba una gran pila de troncos cortados aguas arriba y llevados a flote hasta allí.

—¡Voilá! —exclamó el joven oficial.

Abrió la puerta, y los Voronov entraron en un típico baño ruso: las paredes eran gruesas; había un cuarto exterior para desvestirse, una pequeña zona intermedia casi rebosante de leña, y una habitación interior con bancos a lo largo de las paredes, frente a algunas piedras dispuestas sobre una hoguera que las calentaba al rojo vivo. Había también seis cubos, pues se arrojaba agua sobre las piedras para producir nubes de vapor, de manera que, al cabo de unos minutos en el baño, uno quedaba envuelto en unos vapores purificadores y sedantes.

—Sin esto no podríamos mantener aquí un fuerte —explicó Greko; después hizo una reverencia a sus distinguidos huéspedes y se marchó.

Era tan tentadora la promesa de un buen baño de vapor, que el matrimonio Voronov echó una carrera, para ver quién lo tomaba primero; ganó Praskovia, que no necesitaba desatar unas botas tan altas, y gritó:

—¡Por fin el paraíso, después de un viaje por el Ártico!

—Estamos a ciento noventa y cuatro kilómetros al sur del Círculo Ártico —la corrigió su esposo, con exasperante precisión—. Lo he comprobado.

—Para mí, esto es el Ártico —replicó Praskovia, mientras les cubría el vapor—. Pude darme cuenta de que el río estaba a punto de congelarse —súbitamente, rompió a llorar.

—Pero cariño…

—Ha sido precioso, Arkady. Llevábamos tantos años en Sitka, con nuestro bonito volcán, pensando que vivíamos en Alaska. Cuánto me alegro de que me hayas traído… —lloriqueó durante unos momentos, y después tomó la mano de su esposo—. En el río, tuve la sensación de que avanzábamos hacia la eternidad. Pero después vi a los soldados que bajaban corriendo para abrazar al padre Fyodor, y comprendí que aquí vivían personas y que la eternidad estaba un poco más lejos. —Dejó de llorar, y dijo—: Bastante más lejos, me parece.

Praskovia no se había equivocado en cuanto a la llegada del invierno; una mañana, después de explorar esa parte del Yukón, remontándolo a lo largo de otra treintena de kilómetros, hasta el lugar en donde afluía un ancho río que llegaba desde el norte, y tras conocer a algunos miembros de tribus atapascas que iban al fuerte a comerciar, Arkady comunicó:

—Creo que estamos listos para ir río abajo.

Creía que podrían recorrer rápidamente los ochocientos kilómetros de trayecto, puesto que se dejarían llevar por la corriente y no sería necesario remar en contra, pero el teniente Greko le explicó que se equivocaba:

—Tendría usted razón, si estuviéramos a principios del verano. Sería un viaje fácil y también agradable. Pero estamos en otoño.

—¿Y si nos pusiéramos en marcha ahora mismo?

—¡Perfecto! Por aquí el río no está congelado, y seguirá así una temporada. Pero en la desembocadura se congela antes. Los vientos fríos que vienen de Asia llegan allí primero. —Esperó un poco, para que comprendieran la importancia de lo que les decía, y continuó—: Excelencia, si la señora y usted partieran ahora, es muy posible que a mitad de trayecto quedaran varados en el hielo: tendrían que soportar ocho meses de invierno ártico, sin ninguna posibilidad de librarse.

Arkady fue a buscar a su esposa, para que escuchara ella también las advertencias del teniente; pero Praskovia, sin esperar a que Greko terminara de hablar, dijo:

—Nos quedaremos hasta que el río se hiele, y entonces volveremos por donde vinimos.

Greko, temeroso de que se echaran atrás, aceptó entusiasmado la propuesta:

—¡Muy bien! Les acogeremos con mucho gusto, y además nos dará tiempo de buscar un buen grupo de perros para tirar del trineo a la vuelta.

De este modo, el matrimonio Voronov, el hijo del metropolitano de Todas las Rusias y la hija de una destacada familia moscovita, se atrincheraron a la espera de que comenzara un auténtico invierno de Alaska, y observaron fascinados el continuo, a veces rapidísimo, descenso del termómetro.

Una mañana, Praskovia despertó a su marido con una brusca sacudida:

—¡El Yukón se está congelando!

Durante todo el día contemplaron cómo el hielo se formaba junto a las orillas, cómo se quebraba, volvía a formarse y desaparecía. Ese día, el río no se congeló.

Sin embargo, tres días después, a mediados de octubre, el termómetro descendió súbitamente a veinte grados bajo cero: el poderoso río cedió, y el hielo empezó a avanzar de una orilla a otra, como si obrara según SUS propias reglas; dos días más tarde, el Yukón estaba congelado.

Los días que siguieron fueron duros: tenían que comprobar el grosor del hielo; pero el teniente Greko les explicó que, por bajas que fueran las temperaturas, el fondo del Yukón no se congelaba nunca.

—La corriente inferior y el aislamiento producido por la nieve acumulada encima evitan que se imponga el frío. A mediados de enero, seguirá corriendo el agua por debajo del hielo.

A Praskovia le encantaron los perros que trajeron para tirar del trineo: eran grandes perros alaskanos de color gris parduzco; perros esquimales de color blanco; perros cruzados, de cuerpo robusto y vigor inagotable, y otros que los rusos llamaban huskies. Eran distintos a los que ella había visto en Rusia; aunque algunos gruñían al verla, otros la consideraban su amiga y demostraban su gratitud por la amabilidad de la mujer. Sin embargo, ninguno se convirtió en su perro de compañía, ni Praskovia lo quiso así, porque eran unos animales nobles, criados para una determinada finalidad, sin los cuales hubiera sido difícil la vida en el Ártico.

Praskovia descubrió que le gustaba vivir bajo un frío extremo; pero una noche, cuando el mercurio descendió hasta los cuarenta grados bajo cero y el termómetro dejó de funcionar, quedó abatida por la crudeza de tan bajas temperaturas. El aire gélido se introducía rápidamente en los pulmones y parecía congelarlos, y uno podía pasar en un minuto de encontrarse bien a sentir la cara completamente helada. Al darse cuenta de que el termómetro no indicaba los valores inferiores a los cuarenta y cinco grados, preguntó a Greko cuál era realmente la temperatura.

—Cuarenta y siete grados bajo cero —le contestó, tras consultar un termómetro de alcohol.

—¿Y por qué parece como si hiciera menos frío? —quiso saber Praskovia.

—Porque no hay viento ni humedad —respondió Greko—. Solamente este frío tan intenso y opresivo.

Praskovia no sentía su opresión. Todos los días salía del fuerte y se ponía a saltar y a correr, sin volver a entrar hasta que no se encontraba agotada y el frío empezaba a calársele en los huesos.

—Si me quedara ahí fuera —preguntó a Greko—, ¿cuánto tardaría en congelarme?

El teniente fue en busca de un soldado, para que Praskovia viera sus orejas desfiguradas y la gran marca blanca, como una cicatriz, que tenía en la mejilla derecha.

—¿Cuánto tardó en pasarte eso? —le preguntó Greko.

—Veinte minutos —contestó el hombre—. Hacía tanto frío como hoy.

—¿Su cara ha quedado dañada para siempre? —preguntó Praskovia.

—Las orejas no tienen remedio —contestó el Soldado—; la cara se me curará, aunque tal vez me quede una mancha oscura.

Esa noche, en aquel lugar del interior de Alaska al que pocos rusos llegarían nunca, Praskovia vivió una experiencia apasionante: por encima del fuerte de Nulato, dentro del cual se acurrucaban veintidós rusos que intentaban resistir el intenso frío, la aurora boreal inició una danza que cubrió todo el cielo. Los Voronov se reunieron con el teniente Greko en el centro de la plaza helada, rodeados por los cuarteles de madera y la doble empalizada, y desde allí contemplaron el hermoso ir y venir de las luces de colores, que giraban en la oscuridad del cielo de medianoche.

—¿A qué temperatura estamos? —preguntó Praskovia.

—A cincuenta y uno o cincuenta y dos bajo cero —respondió Greko; pero los Voronov se limitaron a arroparse más entre sus pieles, pues no querían entrar mientras el fantástico espectáculo ocupara el firmamento.

—Ya hemos conocido Alaska —comentó Praskovia más tarde, mientras bebían junto a Greko algo de té y un estupendo brandy—. Sin su ayuda, ni siquiera habríamos sabido que existía.

—Quedan tres cuartas partes de territorio, que ninguno de nosotros ha visto nunca —replicó Greko; pero estuvo de acuerdo en que dos días después podrían iniciar sin peligro el viaje de regreso al estrecho de Sitka.

Aunque tuvieron que cambiar repentinamente los planes para la vuelta, afortunadamente las consecuencias fueron buenas. Cuando llegaron a la aldea de Kaltag, donde tenían que abandonar el río congelado para continuar hasta Unalakleet por el sendero de montaña, el padre Fyodor les comunicó, un poco azorado:

—Voy a quedarme aquí. Se necesita un sacerdote.

Arkady, a pesar de que le inquietaba la perspectiva de continuar el peligroso viaje sin la ayuda del padre Fyodor, tuvo que aceptar su decisión, pues sabía que ese escuchimizado hombrecito se había adaptado admirablemente a la vida en el Yukón.

—¿Podrá explicárselo a las autoridades religiosas de la capital? —preguntó el sacerdote.

—Comprendo que en esta aldea le necesitan —contestó Arkady.

Iba a agradecerle la ayuda que había prestado al grupo, pero en aquel momento se acercó Praskovia, llevando de la mano a la atractiva muchacha que le había llamado la atención durante su anterior estancia en la aldea.

—Padre, ha demostrado usted ser muy buen hombre —dijo al sacerdote—. Pero será todavía más bueno si se casa —y puso la mano de la joven en la de él.

Cuando hasta los niños se habían enterado de que el padre Fyodor iba a tomar esposa y a quedarse en la aldea, la novia declaró muy convencida:

—No está bien dejar que esa pareja de rusos cruce sola las montañas.

Con la ayuda de su padre, organizó un grupo de hombres con trineos para que condujeran a los Voronov, al sacerdote y a su prometida a través de la nieve y el hielo, hasta el lugar donde los Voronov pensaban esperar la época del deshielo y la llegada de un barco que les llevaría de regreso a Nueva Arkangel.

Mientras su barco amarraba en el estrecho de Sitka, los Voronov vieron la nerviosa silueta del príncipe Maksutov, que bajaba corriendo desde el castillo, de una forma muy poco decorosa para un gobernador.

—¡Vayan hacia aquel barco inglés! —gritó el príncipe, en cuanto vio a la pareja.

Los Voronov cambiaron de rumbo y se arrimaron al vapor mercante, en tanto que Maksutov subía a una barca de remos, que dos marineros llevaron hasta el buque inglés. Una vez a bordo del barco extranjero, el matrimonio aguardó a Maksutov junto a la barandilla; cuando llegó, le vieron muy pálido.

—¡Quiero que oigáis las noticias que nos traen! —les dijo, y les llevó apresuradamente al camarote del capitán, que era un escocés gordo y jovial.

—Soy el capitán MacRae, de Glasgow —se presentó él mismo.

El príncipe Maksutov presentó a toda prisa a sus dos invitados, y acto seguido ordenó:

—Explíqueles lo que me ha contado.

—Es algo tan extraño que me gustaría llamar al joven Henderson —dijo el capitán MacRae—. Él oyó primero la historia, y lo verificó al enterarse de que yo lo había sabido por otras fuentes.

Llamaron a Henderson, mientras los Voronov aguardaban, sin saber nada de lo que había ocurrido durante su larga ausencia. «Probablemente, Inglaterra y Rusia están otra vez en guerra», se dijo Arkady; pero en cuanto Henderson se presentó ante el capitán, los dos británicos explicaron una historia bastante diferente.

—Al parecer —empezó el capitán MacRae—, y lo hemos sabido de fuentes fidedignas (tanto por los estadounidenses de San Francisco como por nuestro cónsul en aquella ciudad), Rusia ha vendido Alaska a los estadounidenses: el territorio, la compañía, los edificios, los barcos… todo.

—¿Que la han vendido? —exclamó Voronov.

Mucho tiempo antes, él y Praskovia habían oído rumores sobre una posible venta, pero en aquella época Rusia tenía problemas en Crimea, y necesitaba dinero. Sin embargo, era una locura venderla ahora. Su esposa y él acababan de descubrir la grandeza y las posibilidades de Alaska, por lo que no lograba entender que se cediera un tesoro semejante. Su imaginación saltaba rápidamente de una posibilidad a la otra. Al final, formuló una pregunta un poco ofensiva:

—Príncipe Maksutov, ¿cómo sabemos que estos dos hombres no nos están contando esta historia para perjudicarnos? Quiero decir que quizá nuestros países estén en guerra.

Al observar que el príncipe palidecía, comprendió que había hecho una pregunta demasiado atrevida, y se dirigió a los dos militares británicos para pedirles disculpas.

—¡No hay por qué disculparse! —aseguró MacRae, con una sonrisa en su rostro redondo—. Este caballero tiene mucha razón. Tal como le he advertido, príncipe, solamente les hemos contado un rumor que circula por San Francisco. Me atrevería a decir que tiene fundamento; pero mientras no reciban la confirmación oficial de su gobierno, no es más que un rumor. —Rogó a los rusos que se quedaran y ordenó a un camarero que trajera bebidas para todos; como los Voronov guardaban silencio, estupefactos, MacRae dijo, casi en tono alegre—: El amigo Henderson se lució mucho en la guerra de Crimea. Dice que los suyos eran muy hábiles con las armas pesadas.

Estuvieron un rato hablando del episodio de Balaklava, como si no hubiera sido más que un partido de crícquet jugado hacía mucho, sin que quedara ningún rencor; pero después del amable intermedio, Voronov se dirigió a Henderson:

—Por favor, señor, ¿podría contarnos a mi esposa y a mí qué ha ocurrido exactamente?

El joven oficial explicó que en San Francisco, estando con los oficiales de otro barco británico y de uno francés en una de las mejores tabernas del puerto, un comerciante estadounidense les preguntó: «Chicos, ¿alguno de vosotros se dirige a Sitka? Ya sabéis que ahora es de los Estados Unidos, ¿no?». Henderson quiso saber más, puesto que su barco iba rumbo a Alaska, de modo que se inició una conversación en la que participaron también varios estadounidenses, dos de los cuales estaban enterados de la venta.

Henderson volvió rápidamente al barco para avisar al capitán MacRae, que no se creyó la historia; sin embargo, el capitán se apresuró a localizar al cónsul británico, el cual aseguró que, si bien no tenía noticias firmes de la transacción, había recibido veladas advertencias de Washington de que los políticos estadounidenses habían aceptado la venta, por un precio acordado en siete millones doscientos mil dólares.

—¡Señor! —exclamó Voronov—. ¿Cuántos rublos son?

—Como el rublo vale algo menos de dos dólares, eso hace unos once o doce millones de rublos.

—¡Señor! —repitió Voronov—. Solamente el río Yukón vale más que eso.

—¿Han estado en el Yukón? —preguntó MacRae.

—Hasta bastante arriba —contestó Praskovia—. Es un tesoro. No puedo creer que lo hayan vendido.

MacRae, compadecido de los graves problemas con los que se enfrentaban esos rusos que se encontraban tan lejos de la patria, les invitó a almorzar con él e hizo lo posible por aliviar sus preocupaciones; al preguntarles qué harían si los rumores resultaban ser ciertos, las respuestas fueron radicalmente distintas.

—Soy funcionario del gobierno —precisó diplomáticamente el príncipe Maksutov—. Me quedaré aquí, para llevar a cabo una cesión pacífica y organizar la ceremonia de arriar la bandera; después me embarcaré de vuelta a Rusia.

—¿No se opondrá a la cesión?

—En los últimos tres años, he aconsejado seis veces a San Petersburgo que conservara Alaska. Si, como usted insinúa, se ha tomado la decisión contraria, no tengo nada más que decir.

—¿Y no querría seguir viviendo en el estrecho de Sitka?

—¿A las órdenes de los estadounidenses? ¡Ni hablar! —Al darse cuenta de que el representante de una tercera potencia podía encontrar despectivo el comentario, el príncipe añadió—: ni a las órdenes de extranjero alguno, ni siquiera de ustedes, los británicos.

—Yo pensaría lo mismo —dijo MacRae, que entendió por qué el príncipe había rectificado.

—¿Irnos de este hermoso lugar? ¡Jamás! —les interrumpió Praskovia.

—¿Renunciaría a la ciudadanía rusa?

—¿Cómo podemos saber el criterio que se seguirá? —intervino Arkady, intentando impedir que su esposa diera una respuesta que más adelante pudiera lamentar—. Si los Estados Unidos han comprado Alaska, quizá pretendan expulsarnos a todos. Su pregunta es prematura.

—¡En absoluto! —contestó bruscamente la testaruda Praskovia—. Hace falta gente en los Estados Unidos. Hay demasiado territorio desierto. Demasiados hombres murieron en la guerra. Nos suplicarán que nos quedemos. —Miró a sus interlocutores, uno a uno, y añadió—: Y los Voronov se quedarán. Esto se ha convertido en nuestro hogar. —Después de lanzar su desafío, se calmó y se quedó mirando al príncipe Maksutov—: Se equivocó, señor, cuando nos envió al fuerte de Nulato. Permitió que viéramos Alaska, y nos hemos enamorado de ella. Vamos a quedarnos aquí y contribuiremos a su progreso; y me importa un comino quién sea su propietario.

¡Bravo! —exclamó MacRae—. Brindaré con vosotros en mis próximos viajes.

Praskovia intentó sonreír ante la broma, pero le fue imposible: hundió la cara entre las manos, y se echó a llorar.

La cesión de Alaska de manos rusas a las de los Estados Unidos constituye un extraño episodio de la historia: hacia el año 1867, Rusia deseaba ardientemente deshacerse de la colonia, mientras que los Estados Unidos, que todavía recuperaban fuerzas después de la guerra de secesión y que estaban preocupados por el inminente proceso del presidente Johnson, se negaban a aceptarla, bajo ningún concepto.

En tales circunstancias, el protagonismo recayó en un hombre extraordinario. No era ruso (cosa que cobraría importancia más de un siglo después), sino un supuesto barón de origen dudoso, medio austriaco, medio italiano; era un hombre encantador, que en 1841 fue escogido para representar temporalmente a Rusia ante los Estados Unidos, y se quedó allí hasta 1868. En esa época, Edouard de Stoecki, que se presentaba como aristócrata, aunque nadie sabía con seguridad cómo ni cuándo había obtenido el título (si es que tenía alguno), se convirtió en un apasionado partidario de los Estados Unidos, hasta el punto de que se casó con una rica estadounidense y asumió la responsabilidad de actuar como mediador entre Rusia, que consideraba su patria, y los Estados Unidos, el país donde residía.

Se enfrentaba a un difícil cometido: al principio, los Estados unidos vacilaban en quedarse con Alaska, por lo que en Rusia perdieron fuerza los partidarios de la venta; más tarde, cuando Rusia estuvo dispuesta a vender, cinco o seis importantes políticos estadounidenses, encabezados por el neoyorquino William Seward, secretario de Estado, comprendieron con gran clarividencia las ventajas de tomar posesión de Alaska y convertirla en el baluarte de los Estados Unidos en el Ártico. Sin embargo, los sensatos empresarios del Senado y la Cámara Baja, así como la mayoría de ciudadanos, se opusieron desdeñosamente a la adquisición. Las pullas más amables fueron: «la nevera de Seward» y «el disparate de Seward». Algunos murmuradores acusaron a Seward de colaborar con los rusos; otros acusaron a Stoecki de comprar votos en la Cámara Baja. Un mordaz escritor satírico pretendía que en Alaska no había más que osos polares y esquimales; y muchas personas se oponían a que los Estados Unidos se quedaran con una propiedad helada e inútil, aunque Rusia se la regalara.

Varios hicieron notar que Alaska no era rica en nada, ni siquiera en renos, que tanto abundaban en otras zonas septentrionales, y algunos expertos aseguraron que en esa parte del Ártico no podía haber minerales ni yacimientos de valor. Se multiplicaron los ataques contra aquel territorio desconocido y algo intimidante; las críticas habrían tenido gracia, de no ser porque influyeron en la forma de pensar y en la conducta de los estadounidenses y condenaron a Alaska a un olvido de décadas.

Pero el barón de Stoecki era un hombre de recursos, al que era difícil apartar de los objetivos que se proponía, y, gracias a las habilidades de estadista de Seward, su acérrimo partidario, se aprobó la compra, por un solo voto de diferencia. Con un margen tan estrecho, los Estados Unidos estuvieron a punto de renunciar a una adquisición que podía resultar muy valiosa; sin embargo, los que habían podido contemplar Alaska en 1867, desde un fuerte Nulato congelado, con el termómetro a casi cincuenta grados bajo cero, y esperando que les invadieran los atapascos rebeldes, pensaban, evidentemente, que venderla por poco más de siete millones de dólares era muy mal negocio.

En ese momento, la situación pasó de cómica a ridícula: aunque el Senado de los Estados Unidos había decidido comprar el territorio, el Congreso se negaba a conceder fondos para pagarlo, por lo que durante varios meses llenos de tensión la venta estuvo pendiente de un hilo. Cuando por fin se consiguió una votación favorable, estuvo a punto de anularse, pues se descubrió que el barón de Stoecki había gastado ciento veinticinco mil dólares en efectivo y no estaba dispuesto a mostrar sus cuentas. Aunque se extendió la sospecha general de que Stoecki había sobornado a algunos congresistas para que votaran a favor de adquirir un territorio que evidentemente no tenía ningún valor, el barón esperó a que la operación se hubiera llevado a cabo y abandonó discretamente el país, tras haber logrado la ambición de su vida.

Un congresista, con un agudo sentido de la historia, la economía y la geopolítica, comentó sobre el asunto: «Si tantas ganas teníamos de agradecer a Rusia la ayuda que nos brindó durante la guerra de secesión, ¿por qué no le dimos los siete millones y le dijimos que se quedara con su maldita colonia? Nunca nos servirá para nada».

Pero la venta se llevó a cabo, y el escenario de la comedia se trasladó a San Francisco, donde un apasionado general del Norte llamado Jefferson C. Davis (sin parentesco alguno con el presidente de la Confederación) recibió la información de que Alaska pertenecía ahora a los Estados Unidos, y los icebergs, los osos polares y los indios quedaban bajo la autoridad del propio Davis. Era un hombre de mal carácter: durante la guerra de secesión había disparado contra un general del Norte que le inspiraba antipatía (el otro general murió, y se absolvió a Davis alegando que era un hombre irritable), Pasó los años posteriores a la guerra persiguiendo a los indios en las Grandes Planicies, y, cuando aceptó su puesto en Alaska, tenía la impresión de que su función allí era continuar acosando a los indios.

El 18 de septiembre de 1867, el vapor John L. Stevens zarpó de San Francisco cargado con los doscientos cincuenta soldados que tenían que controlar Alaska durante las próximas décadas. Uno de los que se fue ese día escribió un lúgubre relato:

Mientras desfilábamos hacia el barco en traje de combate, no hubo doncellas que nos arrojaran rosas desde las esquinas ni multitudes entusiastas que nos vitorearan al pasar. La compra de Alaska había disgustado tanto a los ciudadanos, que éstos solamente nos demostraban su desprecio. Un hombre me gritó: «¡Devolvedla a Rusia!».

Se armó un gran lío cuando el Stevens llegó a Sitka. Los rusos siguen un calendario que está once días atrasado con respecto al nuestro, por lo que reinaba una confusión general. Además, en Alaska mantienen la hora de Moscú, que está un día por delante de la nuestra. Podéis imaginároslo. El caso es que, cuando llegamos, el gobernador ruso dijo: «Han venido demasiado pronto. Esto sigue siendo Rusia y ningún soldado extranjero podrá desembarcar mientras no llegue el representante del Gobierno de los Estados Unidos»; de modo que los pobres soldados tuvimos que quedarnos diez días en nuestros apestosos camarotes, contemplando un volcán no muy lejos, a babor, un volcán que estoy viendo ahora mismo, mientras escribo. No me gustan los volcanes, y Alaska me gusta todavía menos.

Por fin llegó al estrecho el barco que traía a los representantes estadounidenses, y entonces, con cierto retraso, se permitió desembarcar a los soldados; estaban tristes y quejosos, pero en seguida tuvieron que tomar parte en la ceremonia de cesión, que se celebró esa misma tarde, para sorpresa de todos.

El asunto no estuvo bien llevado. El príncipe Maksutov, que podría haber manejado estupendamente la situación, no pudo hacerlo a causa de la presencia de un remilgado funcionario de segundo rango enviado desde Rusia en representación del zar; por su parte, a Arkady Voronov, el hombre que mejor conocía la colonia rusa, no se le permitió participar en absoluto. Ahora bien, sí se llevó a cabo una pequeña ceremonia que resultó del agrado de las pocas personas que ascendieron los ochenta escalones que conducían al castillo de Baranov, donde la bandera rusa ondeaba en lo alto de un mástil de veintisiete metros, fabricado con el tronco de una de las píceas de Sitka.

Desde la bahía se dispararon salvas de cañón, y se celebró una ceremonia formal para arriar una bandera e izar la otra; sin embargo, el ritual quedó empañado por un incidente muy estúpido, que Praskovia Voronova relató en una carta dirigida a su familia:

Aunque ya habíamos comunicado nuestra intención de convertirnos en ciudadanos estadounidenses, Arkady, como cabía esperar, quiso que la ceremonia rusa de despedida se llevara a cabo con la debida dignidad, como correspondía al honor de un gran imperio. Hizo que nuestros soldados ensayaran cuidadosamente el momento de arriar la bandera, y yo ayudé a zurcir los uniformes rotos y supervisé el lustrado de los zapatos. Debo decir que Arkady y yo dejamos impecables a nuestros soldados.

Lamentablemente, no sirvió de nada. Cuando un soldado de confianza comenzó a tirar de las drizas para arriar nuestra gloriosa bandera, una súbita ráfaga de viento la enroscó en el mástil, y quedó tan enredada que era imposible soltarla. El pobre hombre, con la cuerda en las manos, miraba tristemente a Arkady, quien le hizo un gesto indicando que tenía que dar un buen tirón. El soldado obedeció, pero sólo consiguió desgarrar la tela que adornaba la bandera y dejarla todavía más enredada en el asta. Era evidente que, por más fuerte que tirara, la bandera no se desplegaría, yo estuve a punto de prorrumpir en gritos de júbilo, porque lo tomé por un presagio de que no se llevaría a cabo la venta.

En aquel momento, Arkady se apartó de mi lado, despotricando por lo bajo, y le oí decir a dos de sus soldados: «Bajad ese maldito trapo ahora mismo». Ellos no tenían ni idea de cómo conseguirlo; me avergüenza confesar que fue un marino estadounidense el que gritó: «¡Hay que izar una silla de calafate!». No vi cómo lo hicieron, pero muy pronto un hombre trepaba por el mástil, como un mono por una cuerda; consiguió desenredar la bandera, aunque con las prisas la desgarró un poco más.

Una vez suelta, la bandera cayó vergonzosamente: fue a parar sobre las cabezas de nuestros soldados, que no consiguieron recogerla con las manos, y luego se enganchó en las bayonetas. Me sentía humillada. Arkady seguía maldiciendo, algo no muy propio de él; el príncipe Maksutov mantenía la vista fija hacia delante como si no hubiera bandera ni mástil, y su guapa esposa se desmayó.

Yo me puse a llorar. Arkady y yo estamos decididos a seguir viviendo en Sitka, como la llaman ahora, y convertirnos en unos buenos ciudadanos de nuestro nuevo país. Él quiere quedarse porque sus padres estuvieron muy vinculados a estas islas; yo, porque he llegado a tomar cariño a Alaska, que encierra enormes posibilidades. El año próximo, cuando vengáis a visitarnos, creo que encontraréis una ciudad mucho más grande y próspera, pues aseguran que los Estados Unidos, en cuanto se hagan cargo del gobierno, invertirán millones de dólares en convertir esto en una importante colonia.

Praskovia y los otros rusos que declararon su intención de adoptar la nacionalidad estadounidense no tomaron una decisión prematura: los días anteriores a la cesión, el príncipe Maksutov reunió a los cabezas de familia para explicarles con gran entusiasmo el tratado rusoamericano por el que se regiría la cuestión. Con su impecable uniforme blanco de oficial y con una cordial sonrisa, manifestó un evidente orgullo por el trabajo que su comisión había llevado a cabo.

—Los dos países se merecen una felicitación por las magníficas normas que han acordado.

Un maestro joven del colegio local, un tal Maxim Luzhin, quiso saber más detalles, y Maksutov explicó pacientemente:

—Yo colaboré en la redacción del borrador del reglamento, y puedo asegurar que, cualquiera que sea la decisión que ustedes tomen, les ampara totalmente.

—¿Puede dar un ejemplo? —insistió Luzhin.

—Si alguien quiere volver a Rusia —precisó el príncipe—, tiene tres años para hacerlo. Podrá viajar gratuitamente hasta su región de origen. Si decide permanecer aquí y convertirse en estadounidense, el nuevo gobierno promete conceder automáticamente la plena ciudadanía, sin ninguna limitación por el hecho de ser rusos, y otorgar una completa libertad de culto. —Sonrió a su audiencia, que confiaba en él, y comentó con franqueza—: En la vida no es frecuente poder elegir entre dos alternativas, excelentes las dos. Escojan lo que les parezca mejor y no se equivocarán.

Por eso los Voronov participaron en la ceremonia de cesión como ciudadanos estadounidenses; sin embargo, el ingreso en su nueva patria resultó algo violento, porque el primer día, en cuanto la bandera estadounidense estuvo izada en lo alto del mástil, el general Davis profirió una orden alarmante:

—¡Que los rusos de la colina desalojen sus viviendas antes de la puesta del sol! —Y un comandante ordenó a sus soldados que ocuparan los edificios.

Arkady se presentó ante el comandante para explicarle, en un tono sereno y respetuoso:

—Mi esposa y yo hemos adoptado la nacionalidad estadounidense. Aquí tenemos nuestro hogar —señaló hacia su vivienda, en lo alto del castillo.

—Ustedes son rusos, ¿no? —refunfuñó el comandante—. Salgan antes de la puesta del sol. Me quedo con esa vivienda.

Voronov, muy indignado, le explicó la orden a su esposa, pero ella se echó a reír.

—Al príncipe y la princesa también les han echado de casa. El general Davis quiere sus aposentos.

—¡No puedo creerlo!

—Mira a esos criados. —Y Arkady vio cómo se llevaban colina abajo las pertenencias de los Maksutov.

Los Voronov trasladaron sus cosas a una casita cercana a la catedral y vieron que sus amigos rusos tomaban angustiosas decisiones. Los que habían tenido en Sitka una vida agradable deseaban continuar allí, y estaban dispuestos, como los Voronov, a confiar su destino a la generosidad estadounidense; pero los amigos que vivían en Rusia insistían tanto en que regresaran que la mayoría decidió embarcarse en el primer vapor que les llevara a Petropávlovsk.

—¿Qué pasará cuando lleguen a Rusia? —preguntó Praskovia.

—No quiero ni pensarlo —respondió Arkady.

Algunos de los vecinos, preocupados e incapaces de tomar por su cuenta una decisión, se presentaron en casa de los Voronov para pedir consejo a Arkady.

—Volved a casa —proponía él normalmente. Y cuando dos esposos tenían opiniones diferentes, invariablemente les aconsejaba regresar a Rusia—: Allá al menos sabréis qué piensan hacer vuestros vecinos.

El repetir esa recomendación a las personas que abrigaban dudas tuvo un efecto curioso sobre sí mismo: aunque al principio se había hecho el propósito firme de quedarse en Alaska, como continuamente tenía que ponerse en el lugar de otras personas e imaginar su situación y sus opiniones, descubrió lo poco seguro que estaba de su elección. Una tarde, mientras volvía a casa con Praskovia de una reunión con los Maksutov, que se habían resignado a regresar a Rusia e incluso parecían impacientes por hacerlo, Arkady preguntó inesperadamente:

—¿Crees que hacemos bien, Praska?

Su mujer no le contestó directamente, porque quería saber hasta qué punto dudaba:

—¿A qué te refieres, Askady?

—En realidad —Arkady le confesó sus dudas—, la decisión me da miedo. Es para toda la vida. Ya no sabemos cómo es Rusia, después de una ausencia tan larga. Y tampoco sabemos cómo son los Estados Unidos, porque no podemos prever cómo van a comportarse dentro de diez años… ni siquiera ahora, de hecho. El general Davis… no sé si tiene idea de lo que es Alaska. Dudo que sea muy inteligente.

—Las primeras decisiones que tomó no me gustaron mucho, desde luego —reconoció Praskovia—; pero tal vez mejore.

Animó a su marido a que expusiera todos sus temores, y, cuando él se los explicó, Praskovia comprendió que de lo único que se trataba era que la edad les obligaba a actuar con prudencia antes de tomar una decisión tan grave.

—Dime: ¿qué es lo que te da más miedo?

—Que jamás nos veremos ante una elección tan importante —contestó su marido, muy serio—. No es por mí, en realidad. Nunca he sentido mucho cariño por Rusia, como sabes. Pertenezco a las islas. Pero tú…

Se la quedó mirando, con el intenso amor que siempre había caracterizado a los hombres de la familia Voronov. Su bisabuelo y su abuelo, ambos de Irkutsk, habían tenido la buena suerte de amar a sus esposas. Vasili, su padre, había encontrado en las islas, en su compañera aleuta, un amor que pocos hombres conocen. Y a él le había ocurrido lo mismo: no había querido a otra mujer que Praskovia, desde que la conoció, en su época de estudiante en la capital; pero ahora temía estar comportándose como su padre, que había abandonado a Sofía Kuchovskaya por ascender rápidamente en la Iglesia. Había pensado en sí mismo, en vez de pensar en su esposa.

—Yo soy un isleño —dijo en voz muy baja—. Te estoy obligando a una cruel elección.

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