Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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Ella no se rió, y ni siquiera sonrió ante la ingenuidad de su marido; le tomó del brazo, le llevó hasta la catedral, donde entraron juntos para sentarse en las toscas sillas del fondo, entre las sombras, y allí Praskovia le explicó su idea del futuro:

—Tienes sesenta y seis años, Arkady. Yo tengo cincuenta y ocho. ¿Cuántos años arriesgamos? No muchos. Aunque cometamos un error, si es que lo cometemos, no habremos malgastado la vida entera. —Antes de que él pudiera contestar, Praskovia continuó con vehemencia—: En Nulato, cuando veíamos cómo corría el Yukón delante nuestro, cuando teníamos que soportar aquel terrible frío, cuando me mostraron los perros del trineo, cuando vi cómo recibían al padre Fyodor en las aldeas… —sonrió y estrechó la mano de Arkady—, entonces tomé mi decisión, sin importarme si Alaska seguía o no siendo rusa. Ésta es mi patria. Quiero vivir aquí, y ver cómo acaba nuestra gran aventura. Arkady —concluyó, antes de dejar hablar a su esposo—, creo que si tú decidieras volver a Rusia, yo me quedaría aquí, sola. No se lo digas al príncipe —añadió finalmente, en voz baja—, pero la verdad es que prefiero el nombre americano de Sitka al nombre ruso de Nueva Arkangel.

Después de ese instante de revelación, Arkady dejó de aconsejar a los demás, y tampoco informó a nadie sobre qué pensaban hacer Praskovia y él cuando zarpara el primer barco, el que iba a llevarse al príncipe Maksutov y a su esposa. En lugar de eso, el matrimonio Voronov compró una casa algo mayor, que había dejado libre una familia que volvía a Rusia, y comenzaron a llenarla con algunas chucherías que, cuando Sitka se convirtiera en una ciudad totalmente estadounidense, representarían mucho para ellos y les servirían de consuelo.

—Será una vida nueva y maravillosa —decía Praskovia; pero Arkady, que día a día presenciaba la incapacidad de los estadounidenses para gobernar las nuevas posesiones, tenía motivos para sentirse receloso.

Poco antes de la Navidad del fatídico 1867, los Maksutov ofrecieron una cena de despedida para demostrar su agradecimiento a los fieles amigos que tanto habían hecho por Rusia, aunque hubieran decidido adoptar ahora la ciudadanía estadounidense.

—No puedo criticar la decisión que habéis tomado —dijo amablemente el príncipe—, pero os ruego que sirváis honradamente a vuestra nueva patria.

Explicó que, si bien él se quedaría dos semanas más para completar la cesión, su esposa se embarcaría al día siguiente. Pero la naturaleza les jugó una mala pasada. Durante esas semanas de cambios, la niebla y las nubes típicas de Sitka habían hecho que la gente tuviera ganas de despedirse; pero el último día desapareció la bruma, y Sitka se mostró en todo su esplendor: allí estaban el magnífico volcán, el círculo de montañas cubiertas de nieve, la infinidad de verdes islas, la gran cúpula de la catedral ortodoxa, la ordenada disposición del puerto más acogedor de la América rusa.

—¡Ay, Praska! —se lamentó la princesa, abrazando a su amiga—. Hemos perdido la ciudad más bonita del imperio ruso. —Y se fue con un gran sentimiento de amargura.

Dos semanas después, el príncipe Maksutov, escoltado por el matrimonio Voronov, descendió dignamente la colina hasta el bote que le estaba esperando para llevarlo al barco.

—Dejo Alaska en vuestras manos, queridos Voronov. La conocéis mejor que nadie.

Desde lo alto de la colina, el general Davis, que ahora gobernaba el lugar desde el castillo de Baranov, ordenó que se disparara una salva, y mientras el eco resonaba por las montañas y los valles de Sitka, llegó a su fin el imperio ruso en Alaska.

Los Estados Unidos se hicieron cargo de Alaska el 18 de octubre de 1867; a principios de enero de 1868, los Voronov y los Luzhin se habían convencido ya de que no se iba a instaurar ningún gobierno razonable (de hecho, ningún tipo de gobierno, razonable o no). Se suponía que los responsables eran el general Davis y sus soldados, pero no todo era culpa suya.

El culpable fue el Congreso de los Estados Unidos: con argumentos poco serios, que recordaban los de cuando se habían opuesto a la adquisición de Alaska, declararon que era un territorio sin valor y que sus habitantes no merecían ninguna consideración. Por increíble que parezca ahora a los historiadores, los Estados Unidos se negaron a conceder a Alaska ningún tipo de gobierno. Incluso se negaron a darle un nombre adecuado: en 1867 se llamó Distrito Militar de Alaska; en 1868, Departamento de Alaska; en 1877, Distrito Aduanero de Alaska, y en 1884, simplemente Distrito de Alaska. Habría que haberla nombrado, desde el primer día, Territorio de Alaska, pero eso habría supuesto la posibilidad de que se convirtiera en estado. Los oradores que se oponían a la idea despotricaban: «¡Esa nevera nunca tendrá suficientes habitantes para merecer la condición de estado!». Por eso, al principio se negó a la región la experiencia de aprendizaje gradual que hubiera representado ser, al principio, un territorio no autónomo, con jueces y jefes de Policía; después, uno autónomo, con su propia asamblea legislativa Y con un gobierno incipiente, y finalmente un estado de pleno derecho.

¿Por qué no se concedieron a la región los derechos habituales? Porque empresarios, taberneros, cazadores de pieles, mineros y pescadores exigieron carta blanca para explotar las riquezas de Alaska, y tuvieron miedo de que un gobierno autónomo aprobara leyes restrictivas. Y sobre todo, porque en esa época (y posteriormente también) los Estados Unidos tenían prejuicios sobre Alaska. Pasara lo que pasase (por muchas riquezas que se descubrieran, por muchos éxitos que se consiguieran), nunca lo iban a aceptar ni los ciudadanos estadounidenses ni su gobierno. Durante varias generaciones, aquel tesoro quedó abandonado a su suerte en el mar congelado, como un barco vacío cuyo casco se fuera pudriendo lentamente.

A mediados de enero, Arkady Voronov comenzó a temer que una especie de parálisis progresiva se hubiera apoderado de Sitka y el resto de Alaska, pero no comprendió la gravedad del problema hasta que habló con el joven maestro Maxim Luzhin:

—¡No puedes imaginarte la situación, Arkady! Ha venido al norte, en el barco que trajo a los soldados, un entusiasta empresario californiano. Quiere establecerse aquí y abrir no sé qué negocio. Pero no puede comprar tierras para construir una casa y las oficinas, porque no hay una ordenación del terreno. Y tampoco puede instalar el negocio porque no hay ningún reglamento de comercio. Si se establece aquí, no podrá legar sus propiedades a sus hijos, porque no hay ningún departamento que registre o haga cumplir los testamentos.

Los dos rusos investigaron si había más impedimentos:

—No se puede recurrir al jefe de policía para que proteja los derechos de uno —les aseguraron—, porque no hay policía ni cárcel; ni se puede reclamar en ningún tribunal, porque no hay tribunales ni jueces.

Los dos hombres subieron juntos la colina para comunicar al general Davis que a los rusos les preocupaba su seguridad en semejante caos. Al verlo tan cómodo en sus habitaciones les sorprendió su aspecto apuesto y militar: alto, delgado, muy erguido, con una poblada barba negra, un voluminoso bigote y una romántica mata de pelo negro que le cubría gran parte de la frente. Parecía haber nacido para gobernar, pero la ilusión se hizo trizas en cuanto habló:

—Ojalá pudiera hacer cumplir la ley, pero es que no hay ley alguna. Y no puedo imaginar cómo será porque nadie sabe qué es lo que hará el Congreso. —Le preguntaron qué tipo de gobierno se había instituido, y respondió—: Me parece que según la ley somos un Distrito Aduanero. Supongo que cuando llegue el funcionario de aduanas, será él quien asuma el mando.

Pese a la astucia con que le interrogaron, no lograron arrancar al general ninguna explicación importante, y se fueron confundidos y desalentados; por eso no les sorprendió que, a la llegada de un barco de pasajeros, más de la mitad de los rusos decidiera irse de Alaska y embarcarse hacia Siberia. Cuando el general Davis vio la gran cantidad de personas que se marchaban, trató en vano de persuadirles para que se quedaran; pero ellos estaban hartos de las dudas de los estadounidenses y se negaron a escucharle.

Voronov y Luzhin, que conocían mejor que Davis la categoría de las personas que abandonaban Sitka, pensaron sin embargo: «Los que nos quedamos tendremos más trabajo que hacer y más oportunidades para hacerlo»; este pensamiento esperanzado les consoló, a ellos y a sus esposas, y cada uno de los cuatro decidió convertirse en tan buen ciudadano estadounidense como le fuera posible.

El resto de la historia de los rusos en Alaska puede relatarse con triste rapidez. Una vez se hubo marchado el primer contingente de emigrantes, los indisciplinados soldados estadounidenses, sin una misión precisa que les mantuviera ocupados y sin un jefe severo que les controlara, empezaron a desmandarse; Voronov, igual que los otros rusos que habían decidido quedarse, se escandalizó ante lo que estaba ocurriendo.

Algunas mujeres aleutas que habían trabajado como criadas de familias rusas comenzaron a servir en los cuarteles donde se alojaban los soldados, y en menos de una semana se denunciaron tres desagradables casos de violación. Como no se adoptó ningún castigo contra los soldados, éstos salieron de las murallas y violaron a dos mujeres tlingits, cuyos maridos mataron inmediatamente a un soldado como represalia, aunque no era uno de los violadores.

Este caso en particular se resolvió pagando a los maridos ofendidos veinticinco dólares estadounidenses por cabeza; a la madre del soldado muerto se le envió una medalla, con la noticia de que su hijo había muerto valientemente en combate contra el enemigo.

Pero entonces la violencia se extendió a las familias rusas, que tuvieron que cerrar las puertas con llaves y trancas. Dos hombres se quejaron amargamente ante el general Davis, que no hizo nada. A pesar de todo, Voronov aseguró a su esposa:

—Tanta locura tiene que acabar.

No fue así. Un grupo de soldados borrachos bajó tambaleándose hasta una aldea cercana, donde agredieron a tres mujeres; los tlingits se vengaron con una serie de violentos contraataques, que el general Davis interpretó como una peligrosa sublevación contra el gobierno de los Estados Unidos. Envió un barco cañonero a la aldea rebelde y ordenó que se bombardeara el lugar: la aldea quedó completamente destruida y los tlingits sufrieron muchas bajas.

En consecuencia, se rompieron las relaciones entre las fuerzas de ocupación y los tlingits, con lo cual dejaron de llegar alimentos frescos a la ciudad. Creció la tensión, hasta el punto de que Praskovia, una tarde, cuando volvía de visitar a unos vecinos rusos que tenían problemas, vio algo que la hizo llamar a gritos a su marido.

Cuando los Voronov y los Luzhin llegaron a la puerta principal de la catedral, vieron que en el altar mayor, en el iconostasio y por toda la nave principal de la iglesia, todo lo que se podía romper estaba hecho pedazos; las paredes estaban manchadas de pintura y el púlpito, destrozado. La catedral estaba hecha una ruina; costaría miles de rublos restaurarla, aunque ni siquiera esa cantidad permitiría sustituir los iconos consagrados por el tiempo. Se informó del sacrilegio al general Davis, que se encogió de hombros y absolvió a sus hombres de toda culpa:

—Sin duda, en un momento de descuido se introdujeron algunos tlingits enfadados.

Aquella noche, los rusos con experiencia en la administración o en los negocios se reunieron en casa de los Voronov para discutir qué se podía hacer para proteger sus derechos, quizá incluso la vida; la opinión general fue que, ya que el general Davis no se hacía responsable del comportamiento de los soldados, lo más práctico sería recurrir al capitán del Primer barco extranjero que llegara a Sitka, y Arkady se ofreció voluntario Para esta misión.

Resultó ser un barco francés, cuyo capitán conocía bien el código naval. Después de escuchar las quejas de Voronov, estalló:

—Ningún general decente puede permitir que sus soldados cometan violaciones.

Se fue directamente al castillo, para presentar una protesta formal. La intromisión indignó a Davis; su ayudante, que oyó el nombre de Voronov entre las palabras del capitán, advirtió al francés que, si volvía a intervenir, «ese cañón sabrá cómo actuar».

Aquella noche, tal vez por casualidad, tal vez a propósito, tres soldados entraron en la casa de Voronov, de quien se sabía que estaba ausente por haber acudido a una reunión de protesta, y trataron de violar a Praskovia, que se resistió enérgicamente y salió rápidamente de la casa, pidiendo ayuda a gritos. Antes de que lograra escapar, uno de los hombres la agarró, la arrastró al interior y comenzó a desgarrarle la ropa.

Los vecinos avisaron a Voronov, que llegó corriendo a la casa, a tiempo para encontrar a su esposa en el dormitorio, prácticamente desnuda, peleándose con uñas y dientes con tres hombres, que se reían como locos. Al ver que llegaba el marido, furioso, seguido por tres corpulentos rusos, escaparon, tal como habían planeado, por una ventana de la parte de atrás de la casa, tras romper los cristales, además de toda la vajilla que encontraron a mano.

Los otros rusos quisieron perseguir a los soldados, pero Voronov no lo permitió. En lugar de eso, recogió la ropa de su esposa, la ayudó a vestirse, y después llenaron apresuradamente tres maletas con todo lo que pudieron meter en ellas. En la oscuridad de la noche, Voronov acompañó a Praskovia y al matrimonio Luzhin junto con sus hijos hasta el puerto, donde estuvieron haciendo señas, en vano, al barco francés. Voronov se quitó los zapatos y la chaqueta, se sumergió en la fría agua y nadó hasta el barco, gritando:

—¡Capitán Rulon! ¡Solicitamos asilo!

En la oscuridad, la familia Voronov y la familia Luzhin huyeron de Sitka.

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