Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

La mala administración de los estadounidenses tuvo consecuencias catastróficas para Sitka: el hermoso puerto, que anteriormente acogía más de doscientos barcos de todo el mundo cada año, vio reducirse esta cifra a diecinueve embarcaciones, que llegaban espaciadamente, con poco para vender y con escaso dinero para comprar las mercancías locales.

La ciudad, una de las más bonitas de los Estados Unidos, perdió habitantes: pasó de más de dos mil personas a menos de trescientas; además, como la mano de obra especializada había vuelto a Rusia, los ingresos de la aduana disminuyeron: de los más de cien mil dólares anuales que entraban en los buenos tiempos del gobierno ruso, se pasó a veintiún mil ya bajo gobierno estadounidense, y, finalmente, a la ridícula cantidad de cuatrocientos cuarenta y nueve dólares con veintiocho centavos.

Los jefes tlingits, que año tras año asistían al desastre, se volvieron más temerarios: abandonaron los escondites en los que se habían refugiado ante la amenaza rusa y se acercaron cada vez más al lugar donde antes se levantaba la empalizada defensiva, que ahora ya no existía. Sitka pasaba por grandes dificultades.

Pero la falta de gobierno tuvo un efecto todavía más devastador en el resto de Alaska, como demuestra la serie de episodios que vamos a relatar.

Cuando llegó a oídos del consorcio de los ricos armadores de New Bedford, que pocas veces habían subido a un barco, que el capitán Schransky pretendía bautizar el nuevo bergantín con el nombre de Erebus, se quejaron de que esa referencia al inframundo y al averno no era un nombre adecuado para un barco ballenero cuyos propietarios eran cristianos temerosos de Dios.

—Ningún nombre sería más apropiado —afirmó irónicamente el capitán—, porque este barco navegará por el infierno blanco del Ártico, lleno de hielo y nieve.

También quiso pintar la embarcación de un fúnebre color negro intenso, pero los armadores se opusieron:

—Algunos de nuestros antepasados dieron la vida por defender los barcos de Nueva Inglaterra contra los piratas, así que no permitiremos que una de nuestras embarcaciones navegue pintada de ese pavoroso color.

El capitán Emil Schransky, con su metro noventa de estatura, su nórdico pelo blanco y su espesa barba, insistió en que quería usar el color negro.

—Ya que va a ser un barco infernal, pues en otro caso no podría conseguir beneficios por aquellos mares, que tenga al menos el color del infierno.

Se alcanzó una solución de compromiso: el barco se pintó de color azul fuerte, tan oscuro que desde lejos parecía negro; el Erebus, pintado en ese tono amenazador, zarpó con rumbo sur, hacia el temido cabo de Hornos cuya travesía lo situaría de lleno en el Pacífico. Una vez allí, se dirigiría hacia el mar de Bering, para pescar ballenas, y pasaría un año entero en expediciones contra las focas de las islas Pribilof y las morsas del mar de Uhukotsk. El aceite de ballena se enviaría a Hawai; las pieles de foca y los colmillos de morsa se venderían en China, y, entre uno y otro viaje comercial, el Erebus recorrería el Pacífico, en busca de cualquier tipo de cargamento que valiera la pena. El siniestro barco oscuro, bajo el mando del corpulento capitán de pelo y barba blancos, nunca se dedicó abiertamente a la piratería, a pesar de que Schransky no hubiera tenido inconveniente, de haberse presentado una buena oportunidad de hacerlo sin peligro de que le descubrieran.

Al tomar el mando del Erebus tenía cuarenta y cinco años y era un gran hombre, en todos los sentidos. Había nacido en Alemania, en una familia rusa y prusiana; a los once años le echaron de su casa, bastante agitada, pero no tardó en embarcarse en un barco mercante que salía de Hamburgo para recorrer el mundo entero. La vida de marino fue una cruel academia: a los catorce años se había convertido en un rudo pendenciero, dispuesto a medirse con grumetes de dieciocho y diecinueve años, a los que a veces él mismo provocaba. Era un temible camorrista, capaz de usar todas las tretas sucias, y a los veintidós años, cuando alcanzó su estatura de adulto, ya casi no necesitaba recurrir a los puños. No le molestaba hacerlo, pero disfrutaba igualmente apartando a empujones del lugar de la pelea a los pequeños provocadores; se reservaba los demoledores puños para los verdaderos enemigos, porque creía que era mejor acabar con ellos antes de que ellos acabaran con él.

Cuando se enfadaba podía convertirse en un peligroso adversario: una mole rabiosa de ciento treinta y cuatro kilos, que movía los brazos como aspas de molino, dando puntapiés sin parar, con la gran barba blanca agitándose en el aire mientras se abalanzaba furiosamente contra cualquiera que se hubiera atrevido a molestarle. En esos momentos pegaba a matar, y, aunque nunca había llegado a asesinar a puñetazos a ningún marinero estadounidense, hubo dos compañeros de tripulación, uno de Maine y otro de Maryland, que nunca se recuperaron de las violentas palizas que les propinó. El de Maine murió en Lahaina, cinco meses después; el de Maryland se fue a vivir al puerto de Santiago, con la mente debilitada y el brazo izquierdo inútil. Otros, a los que pegó con menos dureza, consiguieron recuperarse, con el brazo un poco débil por las fracturas o con algún diente de menos.

Era un hombre de mucha corpulencia, mucho vigor y muy apasionado, cuyos instintos agresivos le convirtieron en algo más que un simple marinero rusoalemán de apetito pantagruélico. Cualquier barco en el que ingresara como capitán pasaba a ser suyo: los armadores no eran bien recibidos a bordo, y habría sido inconcebible que uno de ellos le acompañara en una travesía, incluso en una sola de las etapas. Navegaba por dinero, y tenía un extraordinario olfato para encontrarlo. (Cierta vez ganó una pequeña fortuna con un cargamento de madera de sándalo que otros capitanes habían rechazado). Además, despreciaba las juntas de gobierno, los controles y los reglamentos. Mantenía a sus barcos lejos de los puertos de origen a lo largo de cuatro o cinco años, para evitar la intromisión de los propietarios; tan pronto dejaba atrás el cabo de Hornos (ya que evitaba el de Buena Esperanza, al que llamaba «la ruta de los mariquitas»), parecía respirar más tranquilo y aspiraba a grandes bocanadas el aire salado del Pacífico, al que a veces daba el nombre de «océano de la Libertad», porque podía cruzarlo desde Chile hasta China sin que le vigilaran las autoridades locales.

Sin embargo, hasta que no cruzaba las Aleutianas y aparecía en el mar de Bering no empezaba a comportarse con el desenfreno que caracterizó su actividad como capitán. Antes de 1867, el año en que los Estados Unidos se hicieron cargo de Alaska y de sus aguas territoriales, Schransky había sido un castigo para los dueños rusos del mar de Bering, porque se mofaba de sus intentos de mantenerle alejado de las islas Pribilof, adonde llegaba inesperadamente para recoger todo un cargamento clandestino de pieles de foca. También le gustaba asolar las costas de Siberia, al norte de Petropávlovsk, para comerciar con nativos a quienes los mismos rusos temían abordar, o asaltar la costa occidental de Alaska en busca de ballenas, que, al parecer, sabía pescar mejor que los esquimales de la zona. A veces pasaba un año entero recorriendo el mar de Bering, sacando provecho de su abundancia y manteniendo medio congelado el botín hasta que se decidía a hacer escala en Lahaina o en Cantón.

—Llevaba honradamente las cuentas y enviaba a menudo grandes cantidades de dinero a los armadores de New Bedford, aprovechando el regreso de alguno de los barcos que eran rivales suyos desde hacía años; cuando era él quien tenía que volver a Nueva Inglaterra, los capitanes iban a verle para rogarle que llevara sus ganancias, porque se sabía que era digno de confianza.

—No sigue otra ley que la suya —afirmó con vehemencia un capitán de Boston, al recordar las disputas que había tenido con Schransky—, y para sus enemigos representa la destrucción; pero el capitán Emil es la persona de quien más me fío a la hora de entregar el cargamento o el dinero.

Los rusos, antes de 1867, y las autoridades estadounidenses, después de esa fecha, no tenían tan buena opinión de Schransky: le consideraban un depredador que no respetaba las leyes, un ladrón nocturno, un saqueador de pieles y el azote del mar de Bering. Parecía merodear por el Ártico bajo la influencia de alguna fuerza maligna, porque un sexto sentido le permitía huir de ese mar implacable antes de que el hielo se apoderara de su embarcación y la dejara ocho o nueve meses encallada; mientras que algunos capitanes imprudentes podían pasar el invierno entero aprisionados, él nunca se había encontrado en tal situación. Quien mejor le describió fue un esquimal de Punta Desolación, que contempló admirado cómo el Erebus abandonaba rápidamente ese puerto norteño, justo antes de que se endureciera el hielo:

—El capitán Schransky es un oso polar de pelaje negro. El hielo le susurra: «Allá voy», y él se escapa.

Podría haber sido un capitán ideal en un mundo cruel como éste, de no ser por tres enojosos defectos que le diferenciaban del resto de los hombres rudos. Tenía fama de ser un capitán tacaño, que daba poco de comer a su tripulación cuando estaban en el mar, pero que en cuanto llegaban a algún puerto hawaiano les animaba a hartarse de comida, pagando ellos. De todos modos, los marineros se resignaban a la cicatería de Schransky porque era generoso en el momento de repartir los beneficios con la tripulación.

Su segundo defecto era el desprecio que le inspiraban los grandes animales marinos de los que dependía su riqueza. Era cruel cuando pescaba y, algunas veces, por cada ballena o cada morsa que subía a bordo del barco, dejaba dos heridas o ahogadas.

—El mar es inagotable. Nunca faltarán ballenas ni ninguna otra cosa —refunfuñaba si algún tripulante se quejaba del brutal desperdicio de animales; durante la larga temporada de pesca de 1873, llevó a la práctica sin ningún escrúpulo su filosofía.

Después de que el Erebus franqueara el círculo protector de las Aleutianas lo que era siempre un grandioso momento, cuando llevaba apenas dos días, en el mar de Bering, uno de los marineros divisó un grupo de nueve espléndidas ballenas: eran animales grandes y lentos que se dirigían hacia el norte, en busca de aguas más frías. Antiguamente circulaban por los mares del norte unos cien mil ejemplares de este noble animal; pero en esa época no llegaban a diez mil, lo que se explica en parte por la desmesura con que las pescaba el capitán Schransky.

—¡A estribor! —gritó al timonel.

El Erebus viró bruscamente en dirección a las ballenas, algunas de las cuales medían doce metros de longitud y pesaban cuarenta toneladas, y se echaron al agua tres botes con remeros y arponeros, que comenzaron a perseguir a las pacíficas bestias, ignorantes del peligro que se les acercaba.

Los balleneros del Erebus contaban con dos importantes ventajas, Usaban unos arpones largos que, en los afilados extremos, llevaban unos ganchos que permanecían bien ajustados al astil cuando el aparejo se clavaba en el flanco de una ballena, pero que se abrían dentro del cuerpo del animal en forma de una ancha y sólida T, de manera que la ballena ya no podía desprenderse del arma; en el otro extremo del arpón se sujetaban grandes vejigas de foca infladas, las cuales impedían que la ballena herida se sumergiera o se marchara nadando rápidamente. Una vez que una ballena había recibido el impacto de cuatro o cinco arpones del Erebus y las vejigas flotaban en su estela, estaba perdida.

Si conseguía alejarse nadando del barco, el capitán Schransky la dejaba escapar y ya no iba tras ella. «¡Se ha escapado! ¡Pesquemos esa otra!». Por eso, cuando atacaron el grupo de nueve ballenas, aunque su tripulación consiguió matar a tres, solamente capturaron una para aprovechar el aceite y las barbas; las otras dos se apartaron sin rumbo y murieron lejos de allí. No obstante, aquélla resultó ser un don del cielo, ya que permitió obtener muchos toneles de aceite, además de larguísimas barbas, esas laminillas óseas gracias a las cuales las ballenas filtran el plancton contenido en las grandes cantidades de agua de mar que pasan por su boca abierta.

—¡Sacad todas las barbas! —gritaba Schransky, mientras los marineros troceaban el animal.

El capitán sabía que las ballenas, como se llamaba también a las barbas, eran indispensables para las modistas de París y Londres. Bien podía permitirse el lujo de dejar escapar los dos ejemplares heridos, porque con su única presa ganaría más de siete mil dólares.

Cuando cazaba morsas actuaba con la misma brutalidad: de cada tres animales que llegaba a herir con los rifles, sólo cobraba y aprovechaba los colmillos de dos, e incluso a veces de uno solo. Pero su comportamiento más despiadado lo tenía con las focas, que cazaba por las pieles. Usando las mismas tretas con las que solía engañar a los rusos, eludía la vigilancia de las patrullas estadounidenses y se colaba en las Pribilof, las dos famosas islas donde iban a criar prácticamente todas las focas del mundo. Aguardaba el momento propicio y anclaba de improviso en San Pablo, la isla situada más al norte, donde su tripulación, armada de garrotes, arremetía contra las indefensas focas y las golpeaba en la cabeza hasta partirles el cráneo. No resultaba una tarea muy difícil, porque en esa isla se aglomeraban unas seiscientas mil focas, y en la de San Jorge, situada más al sur, un número apenas menor; la matanza podía prolongarse durante tanto tiempo como los marineros fueran capaces de seguir empuñando los garrotes ensangrentados.

En la época de los rusos, durante la cual solían acudir casi dos millones de focas a las Pribilof, la administración era consciente de que en las islas se disponía de un tesoro casi inagotable, por lo que controlaba las piezas cobradas, para asegurar la reposición del inmenso rebaño; ahora bien, en cuanto se dejó de fiscalizar a hombres codiciosos como Schransky, las focas de las Pribilof se vieron amenazadas de extinción.

Sin embargo, la verdadera carnicería, la que combatían y trataban de abolir todos los Estados marítimos del mundo, era la caza pelágica de focas, precisamente la que más gustaba a Schransky y con la cual obtenía enormes beneficios. La caza pelágica (una palabra que, como «archipiélago», proviene de pelagos, «mar» en griego) consistía en acosar a las focas, en su mayoría hembras preñadas, cuando estaban en alta mar, indefensas; se les daba muerte fácilmente y se les arrancaban del vientre las crías a medio formar, cuya piel era extraordinariamente apreciada en China. La maniobra repugnaba a muchos de los marineros que se veían obligados a participar en ella, pero resultaba lucrativa: un capitán sin escrúpulos cuyo barco fuera lo bastante rápido como para librarse de las patrullas rusas, británicas o estadounidenses podía ganar una cantidad considerable con las expediciones de caza pelágica.

El capitán Schransky, a quien apodaban «el rey de los cazadores pelágicos de focas», estaba empeñado aquel año en llegar a Cantón con las bodegas llenas de pieles selectas, por lo que envió a proa a dos vigías para que intentaran descubrir las zonas por las que se acercarían los animales. Cuando uno de los vigías gritó: «¡Cinco focas a babor!», el capitán envió el Erebus a toda velocidad hacia el lugar indicado, se echaron unos botes al agua, y los marineros se pusieron a remar entre las focas indefensas y comenzaron a matarlas a golpes y cuchilladas. Dado que las focas no podían estar todo el tiempo bajo el agua, y además los botes, cada uno conducido por cuatro fuertes remeros, las alcanzaban cuando tenían que salir a respirar, se Produjo una violenta e interminable carnicería.

Las hembras preñadas eran especialmente vulnerables: en las zonas a las que llegaron los botes, murieron aproximadamente el noventa por ciento, y su sangre acabó tiñendo de rojo el mar de Bering. De nuevo, sin embargo, el escandaloso porcentaje del ochenta por ciento de todas las focas muertas no se cobró, sino que se hundieron infructuosamente en el fondo del mar, en tanto que el Erebus indicaba por señas a los botes que regresaran a fin de continuar el viaje hasta China y las riquezas que allí le esperaban.

El tercer defecto del capitán Schransky fue el más grave de todos, porque sus funestas consecuencias perduraron hasta mucho después de que él abandonara estos mares. Aunque él mismo era abstemio y no permitía que se emborrachara nadie en el barco, no tardó en descubrir los grandes beneficios que podía obtener si llenaba las bodegas en New Bedford con barriles de ron y de melaza para introducirlos entre los indígenas, los cuales tenían muy poco o ningún conocimiento de las bebidas alcohólicas. Las consecuencias en las regiones situadas junto al mar de Bering fueron desastrosas: los indígenas se enviciaron con el ron y con el licor que destilaban a partir de la melaza (llevaba el nombre de la primera tribu que preparó el líquido, hoochsinoo, pero muy pronto se abrevió en hooch, una palabra que en inglés ha pasado a significar cualquier licor destilado ilegalmente), hasta el punto de que llegaron a desaparecer aldeas enteras, porque tanto los hombres como las mujeres y los niños comenzaron a beber sin parar hasta matarse.

Al parecer, en el Ártico todas las personas sensatas se oponían a semejante tráfico: los rusos lo habían declarado ilegal ya al principio de su mandato y vigilaban intensamente las costas; los misioneros predicaban contra él; en Nueva Inglaterra, los puritanos condenaban los negocios inmorales que llevaban a cabo tales cuadrillas. Pero algunos capitanes, como Schransky no pudieron resistirse a adquirir una gran fortuna con este comercio, por lo que lentamente, de aldea en aldea, tanto en Siberia como en Alaska, pervirtieron a los indígenas.

En 1867, año en que el país cambió de dueño, los duros capitanes rusos que habían mantenido cierto orden en el mar de Bering cedieron la responsabilidad a los inexpertos marineros estadounidenses del Cuerpo de Guardacostas del Departamento del Tesoro, cuyos voluminosos barcos, el Rush y el Corwin, no consiguieron controlar al Erebus. Durante casi ocho años, entre 1867 y 1875, el capitán Schransky gozó de una autoridad indiscutible sobre las aguas del norte, mató tantas focas como quiso y abasteció de hooch todos los lugares en los que fondeó. Se había convertido en el dictador del mar y no obedecía más ley que la suya.

En 1875 no tenía más de cuarenta y ocho años; con el barco amarrado frente al cabo Krigugon, en la península siberiana de Chukotsk, el capitán imaginó su futuro: «Si regreso otras tres veces a New Bedford, puedo necesitar unos dieciocho años más. Tendré sesenta y seis años entonces. La última expedición será grandiosa: cazaré todas las focas de las Pribilof y venderé todo el ron que pueda cargar en el barco. Después me compraré una casa junto al mar, tal vez en New Bedford, tal vez cerca de Hamburgo». Sin embargo, no entraba en sus cálculos que fuera a aparecer en aquel mar un hombre casi tan alto como él, casi igual de valiente y casi tan buen cazador, pero muchísimo más decidido porque su biografía era excepcional.

Si el capitán Schransky se hubiera dirigido al pueblecito de Desolation, en la orilla alaskana del mar de Chukotsk, durante la temporada ballenera de 1875, probablemente habría evitado un asesinato. Sin embargo, como el verano estaba a punto de acabar, no fue en busca de ninguna de las mercancías que podía encontrar en Desolación. Además, su barómetro interno le advirtió que el hielo iba a congelarse mucho más pronto que los otros años en que había hecho escala en Punta Desolación. Por eso se alejó rápidamente del mar de Chukotsk y tomó rumbo sur.

Cuando el capitán se marchó, llevándose a los últimos hombres blancos que se verían en la región en casi todo un año, el vengativo esquimal Agulaak pensó que había llegado el momento de la revancha y comenzó a tramar planes contra el padre Fyodor, el sacerdote ortodoxo que en 1868 había llegado desde el Yukón y había establecido una misión en el pueblo.

Los esquimales de Desolation apreciaban al sacerdote porque era un hombre generoso y comprensivo que vivía al estilo esquimal: había ocupado una vivienda excavada con techo de ramas hasta que, junto con su esposa y su hijo, consiguió reunir suficiente madera flotante para construir una buena cabaña; es decir, un cobertizo que tenía una pared maciza frente al mar congelado y a las gélidas ráfagas que llegaban de Siberia, un tosco hogar con su chimenea improvisada y otro muro que daba completamente al sur y quedaba algo expuesto a la intemperie, aunque estaba en parte resguardado por tres pellejos de caribú que se usaban como puerta y que había que apartar, uno detrás de otro, para entrar en la casa.

La cabaña era abrigada, ya que habían introducido en las rendijas puñados de musgo que la aislaban del frío, y constituía el animado centro de las reuniones de amigos, a las que dedican bastante tiempo los esquimales. Allí se encontraban y cortejaban los jóvenes de la aldea, mientras los viejos se sentaban junto a las paredes y escuchaban relatos de los heroicos tiempos pasados. La vida transcurría agradablemente y, el día en que la mujer del padre Fyodor tuvo su segundo hijo (una niña, esta vez), en la cabaña se oyeron canciones porque el sacerdote y su esposa se habían convertido en parte importante de la comunidad.

La única explicación posible de que el misionero, que tenía cuarenta y Siete años y nunca había mirado a la mujer de otro, se hubiera convertido en el blanco de las intenciones asesinas de Agulaak era que alguna fuerza maligna rondaba por el lugar y había embrujado al esquimal. Agulaak estaba angustiado y habría sido inútil intentar convencerle de que no había ninguna Potencia en contra suya, pues eran abrumadoras las evidencias de lo contrario. En las dos últimas cacerías de morsas se había alejado mucho por el hielo Y había conseguido dominar a un animal como por ensalmo, pero se le había escapado en el instante decisivo; por eso, Agulaak pensó: «Algo ha advertido a la morsa que yo andaba cerca. No he podido oír la voz, pero sé que ha estado susurrando». La primavera anterior, en la época en que los caribúes solían vagar por los territorios del norte, Agulaak había seguido, como cada año, el rastro de una manada que había bajado desde el nordeste; había calculado el lugar por donde tenían que pasar los animales más grandes y había comprobado una y otra vez, desesperado, que las lustrosas bestias llegaban casi al alcance de su lanza y entonces cambiaban de dirección. En otra cacería posterior, cuando quiso usar el rifle que había comprado dos años antes, durante una de las visitas comerciales del Erebus, volvió a ocurrirle lo mismo: en el horizonte apareció una gran cantidad de caribúes, enfilaron hacia el lodazal por donde acostumbraban a pasar y súbitamente se desviaron, porque algo o alguien les advirtió que Agulaak estaba al acecho.

Tras una serie de increíbles derrotas como éstas, no le resultó difícil concluir que alguna persona de Punta Desolación le había embrujado; como por entonces en la zona no había ningún chamán que pudiera resolver el misterio con sus conjuros, Agulaak quedó atrapado en su retorcida imaginación: cuanto más cavilaba sobre la magia ejercida contra él, más claro le parecía que el responsable era ese intruso del padre Fyodor.

Lo más importante estribaba en que el padre Fyodor era ruso, lo cual le confería poderes extraordinarios. Además, era sacerdote, es decir, recitaba ensalmos, quemaba incienso y se comportaba de una manera muy sospechosa. Todavía era más censurable que su esposa fuera atapasca, porque Agulaak consideraba que el misionero se había casado con ella únicamente para infiltrarla en la comunidad esquimal de Desolation y llevar a cabo su destrucción definitiva. De niño había oído muchísimas historias sobre atapascos confabulados para embrujar a esquimales, y las últimas desgracias que le habían ocurrido demostraban que en la aldea y en las zonas de caza estaba actuando alguna fuerza maléfica.

Una vez convencido de que la persona que maniobraba contra él era la esposa india del padre Fyodor, la cual había tomado el bíblico nombre de Esther, Agulaak, curiosamente, atribuyó la culpa a otro: él era un esquimal inupiat muy digno, curtido en la caza y en la guerra, y su moral no le permitía enojarse con una mujer, por malévola que fuera su brujería; ahora bien, nada le impedía atacar al hombre que, mal aconsejado, la había traído al pueblo.

Por eso la cólera de Agulaak se volcó en el sacerdote, y cuantas más vueltas daba sobre los daños que el blanco le había causado, más intenso era su rencor.

Agulaak decidió que tenía que acabar con el padre Fyodor, puesto que él había originado todos sus males. Ya no se echó atrás después de formular su sentencia: el único problema era cómo y dónde ejecutarla.

Aunque era un tipo listo, que dominaba bastante bien el arte de la caza cuando no tenía en contra las fuerzas del mal, no tramó ninguna astucia para ocultar a sus paisanos que había matado al sacerdote, porque todos debían saber que Agulaak había librado a la aldea del agente maléfico; lo que necesitaba era idear el momento y la situación adecuados para la acción, cuando los evidentes poderes del sacerdote estuvieran mermados o incluso anulados. Todo ello requería de un plan artero.

Agulaak imaginó en su retorcida mente varias acciones que acabó descartando e ideó por fin una maniobra que le pareció excelente. Lo que hizo fue tomar el fusil, cargarlo bien, dirigirse a la cabaña en la que los miércoles al atardecer se congregaban los feligreses de la misión y aguardar a que apareciera el padre Fyodor, con seis parroquianos, al terminar los oficios. Se acercó hasta una distancia de dos metros y medio de su enemigo, sacó de repente el fusil, apuntó cuidadosamente y disparó contra el pecho del sacerdote, en presencia de seis testigos. La muerte fue instantánea, como Agulaak pudo comprobar, ya que permaneció en la escena del crimen, sonriendo bobamente a los testigos.

En aquel momento se puso de manifiesto el disparate en que se había convertido Alaska durante esa época sin ley, pues a ninguno de los organismos oficiales del distrito le competía acudir a Punta Desolación, apresar al asesino y llevarlo a juicio ante un tribunal competente y un jurado legalmente constituido. Las personas que vivían en Desolation y sus alrededores tampoco se consideraban autorizadas para detener a Agulaak, y mucho menos para juzgarlo; en cuanto a encarcelarlo para evitar más atropellos, no había ningún calabozo en mil quinientos kilómetros a la redonda. En consecuencia, se dejó libre al loco, y los vecinos tomaron precauciones para impedir que les atacara, mientras rezaban por que la primavera siguiente llegara a Desolation, en un barco estadounidense, algún funcionario capacitado para cumplir con los rudimentos de la justicia oficial.

La imposibilidad de resolver un vulgar conflicto ciudadano creó graves problemas a la viuda del padre Fyodor, la cual, además de tener que cuidar a su hijo Dmitri, de nueve años, y a su hija Lena, de dos, se vio convertida en una intrusa atapasca en medio de una comunidad esquimal inupiat. Era una devota cristiana ortodoxa, por lo que continuó prestando su cabaña para que pudieran celebrarse en la intimidad los oficios religiosos, pero sólo logró aumentar las sospechas y el rencor de Agulaak. Los vecinos le advirtieron que el loco rondaba por la aldea profiriendo amenazas contra ella, pero la mujer no podía hacer nada para defenderse.

Sin embargo, su hijo, que era ya lo bastante mayor para comprender el peligro que representaba Agulaak, encontró el rifle ruso de su difunto padre. Un día de invierno (el sol no salía más que una hora, al mediodía, como un deslucido fuego fatuo) el niño vio que Agulaak se aproximaba a la cabaña de su madre; de un salto, Dmitri se plantó frente al hombre, le apuntó al pecho con el arma y gritó:

—¡Agulaak, si vuelves a acercarte a mi madre, dispararé!

El loco, convencido de que el espíritu del sacerdote se había reencarnado en el hijo, se asustó al ver al muchacho y huyó, alejándose del rifle.

Después de eso, le vieron deambular por las afueras de la aldea; a veces dormía al socaire de alguna choza. Cuando hablaba con los aldeanos, les avisaba que el fantasma del padre Fyodor había vuelto para vengarse, sin comprender que, en todo caso, sería el mismo Agulaak quien correría peligro. Nunca fue consciente de haber matado al sacerdote, aunque continuó temiendo al pequeño Dmitri, al que pocas veces se veía sin su rifle.

Al carecer de gobierno, los remotos pueblos de Alaska pasaban por una época sombría y agitada.

Igual que un obscuro cuervo que recorriera las aguas del norte en busca de un naufragio con el que alimentarse de carroña, el Erebus bordeaba la costa de Siberia, en busca de una aldea Chukotski[7] para despojar a sus habitantes de las pieles cazadas durante el invierno; pero los siberianos, que ya conocían la crueldad del capitán Schransky, se quedaron en sus casas y ocultaron sus tesoros en pieles hasta que el siniestro buque se hubo marchado, con el capitán en cubierta, la canosa cabeza desnuda, intentando sacar algún provecho.

Como esa etapa de la expedición le defraudó, el capitán Schransky tomó rumbo norte, hacia el cabo de la costa asiática que mas cerca queda de América; desde allí se desvió hacia el este, rumbo a la grande y populosa isla de San Lorenzo, pues en otras ocasiones había conseguido buenas pieles en las tres aldeas situadas más al norte. Se aproximó con cierto recelo a las poblaciones, ya que los últimos años sus habitantes habían adquirido conciencia del valor de las pieles y las cobraban muy caras al intercambiarlas por sierras y martillos para los hombres o por telas para las mujeres.

El capitán Schransky pretendía acabar con este intercambio complicado, por lo que había decidido, bastante antes de divisar San Lorenzo, que esa vez sus tácticas le saldrían menos caras; al anclar frente a Kookoolik, el pueblo más importante de la costa norte, no desembarcó las mercancías habituales (telas y artículos de ferretería) sino un barril de ron, y explicó a los habitantes de San Lorenzo el trato que pensaba establecer a partir de entonces.

Repartió generosamente el ron para ganarse a los nativos; cada noche se bailaba y cantaba, y los hombres y las mujeres terminaban yaciendo inertes hasta el amanecer. Hubo fugaces aventuras entre los marineros y las jovencitas de la aldea, mientras los pretendientes de las muchachas yacían borrachos por los rincones. Sin embargo, la principal consecuencia de la perversión de los isleños fue que éstos, como cada vez estaban más sedientos de licor, sacaron de su escondite las reservas de piel de foca y colmillos de marfil y las intercambiaron por ron, a un precio escandalosamente bajo.

Al cabo de tres semanas, tras despojar a Kookoolik de casi todas sus riquezas, Schransky bajó a tierra dos barriles de la oscura melaza de las Indias Occidentales; pero los isleños, tras probar el líquido agridulce, aseguraron que no les gustaba y que preferían el ron. Schransky les inició entonces en un nuevo placer, que provocó la destrucción de la aldea: enseñó a dos viejos a convertir la melaza en ron, y el destino de los isleños quedó claro en cuanto la destilación ofreció el primer embriagador resultado.

Los indígenas, en la época en que deberían haberse hecho a la mar a cazar focas y recolectar pieles y carne, organizaban fiestas en la playa; los meses más crudos, en vez de ir en pos de morsas para conseguir marfil y también para tener más carne seca que les ayudara a subsistir el invierno siguiente, continuaban alegres y borrachos, sin importarles que pasaran los días. En Kookoolik no se había vivido nunca con tan despreocupada felicidad como el largo verano en que los nativos descubrieron cómo beber ron Y destilar más con los apreciadísimos toneles de melaza. Claro que, cuando zarpó el Erebus, se llevó todo lo que de valor había en la aldea.

—¿Cuándo saldréis los hombres a cazar la comida que necesitaremos durante el invierno? —preguntó, en vano, una vieja a quien no gustaba el sabor del ron; pero nadie hizo caso del problema que planteaba ni de cómo solucionarlo.

En el pueblo de Sevak, situado en la costa oriental de la isla, adonde se dirigió el Erebus, los marineros se encontraron con una comunidad a la que le gustaba mucho bailar; por eso, cuando en la aldea se conoció el ron y el misterioso secreto de su manufactura, se oyeron las antiguas canciones esquimales, en tanto sus habitantes ejecutaban una rarísima danza: los hombres y las mujeres permanecían con los pies firmemente asentados en el suelo, como si hubieran quedado atrapados en lava petrificada, mientras rodillas, cintura, torso, brazos y cabeza se movían rítmicamente y adoptaban unas contorsiones inimaginables. Para el resto del mundo, «bailar» significaba «saltar o brincar artísticamente», pero para estos esquimales representaba prácticamente lo contrario: «Mantén quietos los pies, mientras mueves con gracia el resto del cuerpo».

Al principio, a los marineros les parecieron monótonos los bailes de Sevak, pero después de contemplarlos varias noches seguidas, los más atrevidos se unieron a la danza y, siguiendo el ritmo de las canciones, con los pies muy quietos, se retorcieron de una forma completamente nueva para ellos, mientras algunas ancianas bailaban alegremente a su lado. Aquel verano de gloria, los bailarines llegaban borrachos al amanecer, mientras las morsas y ballenas pasaban junto a la isla, sin que nadie las cazara.

Durante aquel verano en San Lorenzo, presidía todas las fiestas la silueta alta y severa del capitán Schransky, que permanecía apartado mientras contemplaba la juerga, morbosamente complacido al observar la progresiva degradación de los isleños: «Esa chica se va a acostar ahora con Adams; aquella vieja ya empieza a hacer eses; el hombre desdentado está a punto de desmayarse». Se mantenía al margen, como un dios escandinavo que contemplara las travesuras de los mortales y encontrara un sarcástico placer en ver cómo se encaminaban a la perdición.

En Chibukak, la tercera aldea, situada en el extremo más occidental de la isla, el capitán Schransky consiguió muchísimas pieles a cambio de muy poco ron, porque en las aguas vecinas no era difícil capturar focas y morsas y los habitantes del pueblo habían reunido una importante cantidad de pieles; en condiciones normales, las hubieran intercambiado con los barcos que llegaban de Siberia, pero como los rusos tenían prohibido, desde hacía un siglo, llevar alcohol a parte alguna de Alaska, no podían proporcionar a Chibukak la interesante mercancía que ofrecía el capitán Schransky.

La ruina fue allí más trágica que en los otros dos pueblos: el mar era tan rico que los buenos pescadores necesitaban trabajar solamente unas semanas entre julio y agosto para reunir una buena provisión de comida; aquel año, sin embargo, la temporada útil la pasaron cantando, divirtiéndose y entregados a la concupiscencia. Esta vez ninguna vieja sabia advirtió del peligro a los hombres, pues incluso las mujeres se pasaban el tiempo borrachas, de fiesta en fiesta; los habitantes de Chibukak se agruparon sonrientes en la Playa para decir adiós a sus buenos amigos, el día que el Erebus zarpó Por fin hacia el sur, cargado de pieles de foca y morsa.

Cuando el siniestro Erebus estaba a punto de marcharse de San Lorenzo, el capitán Schransky divisó el pueblecito de Powooiliak, en la costa sur, y Pensó que, al estar tan aislado, seguramente no había recibido la visita de los comerciantes siberianos. En ese caso, era probable que tuvieran grandes reservas de marfil; cuando se disponía a averiguarlo, un súbito cambio de tiempo le advirtió que no tardaría en formarse el hielo, por lo que renunció al marfil de Powooiliak y se dirigió hacia el sur.

A principios de otoño, en el límite sur del mar de Bering, se encontró un día rodeado por una gran cantidad de focas que habían abandonado las islas Pribilof y se dirigían hacia otro mar más cálido para invernar; el capitán, aun sabiendo que estaba prohibido cazar focas en esas circunstancias no pudo resistir la tentación de llenar hasta los topes la bodega del barco, con pieles que podría vender en Cantón, y ordenó a la tripulación que atacara a las focas, las cuales eran especialmente vulnerables en alta mar. Aunque no se trataba exactamente de caza pelágica, porque se llevaba a cabo en otoño y las hembras no estaban preñadas, estaba igualmente prohibida por todos los países fronterizos con la ruta que seguían las focas; no obstante, como era difícil que algún barco patrullara por la zona en esa época, el capitán continuó con la cruel cacería.

Sin embargo, por pura casualidad, el guardacostas Rush, un barco malo y lento, volvía dificultosamente a puerto, tras sufrir un contratiempo que lo había obligado a detenerse en las islas Pribilof; el capitán del Rush, en cuanto vio que el Erebus estaba matando focas, lanzó un disparo de aviso para indicar su presencia al infractor, aunque tenía claro que, aparte de amonestarlo, poco podía hacer con el barco que cazaba ilegalmente. A medida que el Rush se acercaba lentamente a la zona donde se estaban cazando focas, el Erebus se alejaba descaradamente a la misma velocidad; esta comedia se prolongó casi toda la mañana.

Por fin, con las velas desplegadas, el Erebus adquirió velocidad, comenzó a maniobrar escandalosamente cerca del impotente Rush y partió hacia China con todo su valioso cargamento. Era el rey de aquellos mares, y a quien obedecería sería al capitán Schransky, y no al medroso capitán de un guardacostas estadounidense.

Los últimos días de la primavera de 1877, los indios tlingits que vivían fuera de las murallas de Sitka siguieron con atención los acontecimientos de la capital y, con gran sorpresa, pudieron ver que en el estrecho había fondeado el vapor California para llevarse a toda la guarnición militar; las tropas se embarcaron el 14 de junio, y la mañana del día 15 se fueron para siempre de Alaska.

—¿Quién va a ocupar su puesto? —preguntó un tlingit a sus compañeros; pero nadie lo sabía.

Aprovechando la confusión, tres astutos tlingits (antiguamente les hubieran llamado guerreros) se apoderaron de una canoa sin que se dieran cuenta los vigilantes estadounidenses y se marcharon de Sitka, una noche plateada, en la época en la que el sol se ponía solamente durante unas pocas horas; dirigieron el bote directamente al norte, hacia el laberinto de fascinantes canales que desembocaban en el estrecho de Peril, y de allí al magnífico estrecho de Chatham, que dividía en dos partes esa región de Alaska. Al bordear el extremo septentrional de la isla de Admiralty, que está situada más al este, viraron hacia el sur y atravesaron el bello pasaje en el cual se alzaría en el futuro la capital de Juneau, y entonces, con un viraje a la izquierda, en dirección al Canadá, se adentraron en uno de los canales de la región, el estuario del Taku; un bonito riachuelo de montaña, el río de las Pléyades, bajaba desde la vertiente izquierda, cubierta de glaciares, y en la desembocadura se alzaba una cabaña construida muchos años antes. Los tlingits habían acudido en busca de los consejos del venerable habitante de la rústica vivienda.

—¡Hola, Orejas Grandes! —gritaron al acercarse a la cabaña, pues sabían por experiencia que el hombre solía disparar contra los intrusos—. ¡Iván Orejas Grandes, venimos de Sitka!

Siguieron llamándole, hasta que un tlingit alto y corpulento, de pelo blanco y de porte erguido pese a sus sesenta años, se asomó a la puerta de la cabaña y miró hacia la orilla del río: vio a tres hombres que había conocido cuarenta años antes, cuando los tlingits libraron contra los rusos repetidos combates, la mayor parte perdidos.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó a sus antiguos compañeros, acercándose a la orilla para saludarles.

—Los estadounidenses de Sitka. —Orejas Grandes torció el gesto al escuchar esta respuesta—. Están perdiendo fuerzas. Orejas Grandes, ya va siendo hora…

—¡Pasad! Pasad y hablaremos.

Orejas Grandes escuchó sin despegar los labios la descripción del caos en que había desembocado la ocupación estadounidense; cuando sus visitantes concluyeron la triste letanía, había tomado ya una decisión:

—Es el momento de atacar.

—Yo también lo creía —le advirtió uno de los mensajeros—. Seguramente podríamos derrotar a esos inútiles que ocupan ahora la colina; pero lo que me preocupa es que puede unírseles otro contingente de soldados.

—No se trata de librar una gran batalla, con gritos de guerra —fue la sensata respuesta de Orejas Grandes—. Es mejor hostigarles hasta que se sientan derrotados y podamos recobrar nuestros derechos.

Orejas Grandes parecía un nuevo Kot-le-an, y hablaba como los sabios de la tribu, porque toda la vida había estado obsesionado por la injusticia que había padecido su raza al perder el espléndido territorio de Sitka; su pasión se inflamó cuando le explicaron la decadencia del gobierno estadounidense, pero no perdió sus dotes de estratega:

—Una verdadera batalla daría que hablar, lo que conduciría rápidamente a que llegaran del sur más barcos cargados de soldados; sin embargo, si efectuamos cada día pequeños ataques, iremos ganando ventaja sin provocar la alarma.

Le dio la razón el desatino cometido por el incompetente funcionario del Departamento del Tesoro que había tomado el mando en Sitka. Un tlingit que vivía en la isla de Douglas se presentó en el estuario del Taku, con inquietantes noticias:

—Tenemos problemas en la aldea. Cuatro mineros blancos intentaron Violar a nuestras mujeres, y nos batimos con ellos. Como represalia, han enviado desde Sitka un barco de guerra, porque aseguran que les atacamos nosotros.

Aunque la palabra tlingit equivalente a «barco de guerra» no indicaba nada sobre el tamaño (la embarcación que se acercaba podía ser tanto un gran buque de guerra como una corbeta), producía una impresión de poderío militar. Iván orejas Grandes, que se había visto obligado a adoptar un nombre ruso en 1861, cuando ya declinaba el poder del zar, quiso comprobar con sus propios ojos la fuerza de los estadounidenses en los momentos de decadencia de su gobierno, por lo que se embarcó en otra canoa junto a sus visitantes, y recorrieron la costa con cautela para que no les descubriera el barco enviado desde Sitka.

En compañía del emisario de la aldea amenazada, se escabulleron del estuario del Taku y se ocultaron en un extremo del estrecho que desembocaba en la población; allí estaban cuando un barquito estadounidense entró en las pacíficas aguas, localizó una aldea que no era la que buscaba y comenzó a bombardearla, con tan poca fortuna que, al fallar todos los proyectiles de la salva inicial, los habitantes de la aldea huyeron a un bosque cercano, desde donde vieron cómo la cuarta salva alcanzaba finalmente las chozas desiertas y las hacía pedazos. El barco navegó cerca de la orilla durante una hora, sin que ningún soldado tuviera el valor de desembarcar para evaluar los daños; por fin, con un último cañonazo que no hizo sino rebotar entre los árboles, se fue, dispuesto a anunciar otra victoria de los Estados Unidos.

Cuando se hubo marchado, Orejas Grandes y sus compañeros, incluido el emisario de la aldea que debería haber sido el objetivo del ataque, cruzaron el estrecho en las barcas hasta los restos del bombardeo, y explicaron a los desconcertados habitantes, que ya salían del bosque:

—Han disparado contra una aldea que no era la que buscaban.

Orejas Grandes reclutó, tanto en esa aldea como en otras, a varios combatientes tlingits, quienes decidieron también que había llegado el momento de actuar contra los incompetentes que ocupaban Sitka. Durante las semanas siguientes, comenzaron a introducirse secretamente en la capital varios hombres procedentes del estuario del Taku.

De haber vivido todavía en Sitka Arkady Voronov, en menos de una semana hubiera descubierto la creciente amenaza de los tlingits, pero los estadounidenses se dejaban llevar tranquilamente, sin saber que les rodeaba un enemigo cada vez más poderoso.

El período más oscuro de la ocupación de Alaska por los estadounidenses se produjo entonces. Pese a que la presencia del ejército fue desastrosa ya que los ciudadanos gobernados por el general Davis lo encontraban sumamente ridículo, al menos había cierta apariencia de gobierno; después de 1867, un noventa por ciento de sus actuaciones fueron positivas o sin consecuencias negativas, por lo que quedarse incluso sin un remedo de gobierno no podía tener más que consecuencias desgraciadas.

Lo primero que desapareció de las calles de Sitka fueron las señales visibles de control. Los pocos policías que quedaban no ejercían autoridad alguna. Las instalaciones del puerto se deterioraron hasta tal punto que los escasos barcos que arribaban se marchaban apresuradamente y juraban no regresar a un puerto tan mal administrado, por lo que cada vez se ingresaba menos dinero en concepto de aduana. El contrabando se convirtió en endémico, y por los pueblos circulaba libremente ron, whisky y melaza. Los mineros y los pescadores actuaban a su antojo, contravenían las escasas leyes existentes y diezmaban las riquezas que florecían antes en Sitka. Los barcos extranjeros invadieron las colonias de focas, supuestamente protegidas, y amenazaron con exterminar las morsas, ballenas y las alegres nutrias marinas, que comenzaban a recuperarse.

Sin embargo, la situación se reveló especialmente conflictiva en cuanto Comenzaron a llegar a la ciudad, desde las regiones apartadas, algunos tlingits, como Iván Orejas Grandes, que se unieron a los rebeldes locales y CUYO comportamiento provocó el pánico de los colonos blancos. No se trataba de incendios ni asesinatos: sencillamente, volvía a haber tlingits en las zonas de las que Baranov les había expulsado. Para la mayoría de blancos, que no habían conocido los viejos tiempos, la súbita aparición de un indio alto y corpulento como Iván Orejas Grandes representaba, a un tiempo, una presencia terrorífica y la premonición de que iba a ocurrir una desgracia.

—Tenemos que recuperar la libertad de vivir donde queramos —explicó a sus compañeros de conspiración Orejas Grandes, resumiendo muy bien los deseos de los tlingits—, de acuerdo con nuestras antiguas costumbres, y el nuevo gobierno tiene que respetar nuestra forma de vida y nuestras leyes tribales.

Sin embargo, como no había ninguna autoridad establecida en la colonia ante la cual Orejas Grandes pudiera presentar estas justas reivindicaciones, la única forma que encontró el tlingit de intentar conseguir su propósito fue introducir a los suyos en la vida cotidiana de Sitka; pero los habitantes de la ciudad creyeron que tenían que oponerse.

En aquella época vivían en Sitka los Caldwell, una familia de Oregón, compuesta por el matrimonio, su hijo Tom, de diecisiete años, y su hija Betts, de quince; habían vivido en Seattle y después se trasladaron al norte, con la idea de que el señor Caldwell abriera un bufete de abogado en la capital. El hombre acudió a la ciudad de frontera muy bien preparado para ejercer su profesión: se llevó tres cajones llenos de libros de derecho, especialmente sobre la administración de los territorios no autónomos y de los nuevos estados federales, porque pensaba que Alaska pasaría pronto por las dos etapas. Pero tuvo una gran desilusión al comprobar que ni la legislación ni los tribunales se habían interesado en absoluto por la pequeña capital; en cuanto a abrir un despacho, la legislación no le permitía adquirir un terreno para construirlo ni existían edificios desocupados que uno pudiera comprar con la seguridad de disponer de un título de propiedad.

—¿Qué puedo hacer? —preguntaba, cada vez más desesperado.

La respuesta se la dio un hombre que vivía en Sitka desde la época de los rusos:

—Creo que su esposa podría conseguir un puesto de maestra en la nueva escuela.

—Si hay un puesto vacante —dijo el señor Caldwell, disgustado—, lo ocuparé yo. Pero ¿dónde viviremos?

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