Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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En el trayecto de ida y vuelta a Barrow, el Bear pasó cerca de la isla de San Lorenzo; a Mike Healy le atormentó el recuerdo de las tres aldeas aniquiladas y se enfureció al pensar que el Erebus continuaba rondando Por aquellas aguas y quebrantando impunemente las leyes. Varias veces, al echar anclas frente a alguna aldea del litoral de Alaska, descubrió que el Erebus había pasado por allí con su carga de ron y melaza y se había quedado con el marfil y las pieles de los últimos dos o tres años.

Incapaz de alcanzar o de sancionar al merodeador, Healy tuvo que regresar tristemente a San Francisco e informar: «El bergantín Erebus, al mando del capitán Schransky, de New Bedford, ha estado vendiendo ron a los nativos, se ha dedicado a la caza pelágica y ha saqueado las colonias de focas, sin que lograra apresarlo el barco guardacostas, a pesar de los intentos». Incluso con su nueva y más potente embarcación, Healy, el negro, no había conseguido capturar a Schransky, el nórdico.

No obstante, cuando un titán (y Mike Healy lo era) emprende valientemente la batalla, a menudo se le une otro dispuesto a prestar ayuda y entre los dos, aunque se conozcan sólo desde poco tiempo atrás, llegan a hacer milagros. Una fría tarde de febrero, desde el territorio montañoso que rodea Deadhorse, en Montana, se aproximaba a Alaska el segundo coloso.

Sheldon Jackson era un hombre extraño. Viajaba solo, aunque en el último pueblo le habían advertido que amenazaba ventisca. Tenía cuarenta y tres años, y llevaba barba y un espeso bigote para tener un aspecto más severo; este asunto le preocupaba mucho, porque quería causar buena impresión a los desconocidos, pese a su diminuta estatura.

Su altura exacta era siempre objeto de discusiones: sus detractores, que eran muchos, aseguraban que no llegaba al metro y medio, lo cual era ridículo, mientras que él se atribuía un metro sesenta, cosa igualmente absurda; como solía ponerse alzas en los zapatos, aparentaba un metro cincuenta y cinco. De todos modos, cualquiera que fuese su estatura, a menudo parecía un enano rodeado de hombres mucho más altos.

En aquel momento intentaba abrirse paso entre la nieve que comenzaba a caer, aunque no dudaba de que sería capaz de llegar a su destino antes del anochecer: «Dios me quiere allí», se decía. Con esto tenía suficiente para darse ánimos, porque era misionero de la Iglesia presbiteriana y estaba absolutamente convencido de que Dios le reservaba una tarea importante, y cada vez tenía mayores sospechas de que sería fuera de los Estados Unidos donde iba a lograr sus milagrosas conversiones. Por eso, cuando subió a lo alto de una colina desde donde pensaba que iba a ver el pueblo de Deadhorse, de trescientos ochenta y un habitantes, y no se encontró ante las luces de ninguna ciudad, sino con una colina más alta que la anterior, se limitó a reacomodar la pesada mochila, irguió sus frágiles hombros y dijo en voz alta:

—Muy bien, Señor. Seguramente has escondido el pueblo al otro lado de esta colina. —Y continuó avanzando a través de la ligera nieve, que ya comenzaba a arremolinarse, deteniéndose de vez en cuando para limpiarse las gafas de montura metálica.

La pendiente era bastante pronunciada, cosa que él se explicó como una protección que Dios había dispuesto alrededor del pueblo; no flaqueó su entusiasmo ni siquiera al llegar al pie de la montaña y comenzar a remontarla, porque le resultaba inconcebible que Deadhorse no estuviera más allá de la sierra. Mientras subía a la cima arreció la nevada, pero Jackson, en lugar de preocuparse, pensó: «Es una suerte que falte tan poco para llegar, Porque la tormenta podría ponerse fea», continuó la difícil ascensión, tan arraigado en su fe como en la época en que cumplía su labor misionera en las montañas de Colorado o en las llanuras de Arizona.

Cuando estaba llegando a lo alto de la colina, le alcanzó una ráfaga de nieve arrastrada por el intenso viento que aullaba por encima de la cumbre; por un momento, los pequeños pies de Jackson tropezaron y resbaló para atrás, pero en seguida recuperó la seguridad y consiguió subir hasta la cima. Allá abajo, tal como esperaba, vio las lucecitas de Deadhorse.

Se encontró entonces con un problema mucho más serio: delante de él no había un pueblo de trescientos ochenta y un habitantes, sino una aldea formada por ocho casas diseminadas. La información que le habían facilitado los presbiterianos en la última población donde se había detenido era totalmente errónea, pero como eran presbiterianos, no cabía pensar mal de ellos: «Tal vez nunca se hayan desplazado personalmente hasta aquí».

Llevaba en el bolsillo el nombre de la persona a la que tenía que dirigirse: Otto Trumbauer. «Suena más a luterano que a presbiteriano», se dijo. Se detuvo delante de la primera casa para preguntar por los Trumbauer, y allí le explicaron:

—Usted debe de ser ese misionero que dijeron que venía. Trumbauer le está esperando. Vive dos casas más allá.

Al llamar a la puerta de los Trumbauer, ésta se abrió de golpe y se oyó un cordial saludo:

—¡Padre, le estábamos esperando para cenar! —Y le hicieron entrar en la acogedora habitación.

La señora Trumbauer, una robusta mujer de unos cuarenta años, comentó mientras cerraba la puerta:

—Llega usted justo a tiempo. Deje esa mochila y quítese el abrigo.

El hijo veinteañero y una joven delgada que parecía ser su esposa le ayudaron a desprenderse de las gruesas prendas y le acomodaron ante la mesa preparada.

Durante la cena, Jackson se enteró de las malas noticias, porque Trumbauer padre explicó:

—Debe de haber algún error. Aquí somos sólo ocho familias: dos de ellas son católicas, dos, ateas, y de las otras cuatro, sólo tres tenemos algún interés en que se instale una iglesia presbiteriana.

Jackson apenas pestañeó al escuchar la sombría relación:

—Jesús no comenzó con doce discípulos. La Iglesia avanza con los soldados de que disponga, y ustedes dos, señores, parecen valientes.

Insistió en que fueran a buscar esa misma noche a las otras dos familias presbiterianas, de modo que el primer oficio de la iglesia presbiteriana de Deadhorse se celebró mientras fuera soplaba una ventisca que formaba montones de nieve.

Los varones adultos, a quienes correspondía construir la iglesia, no tenían demasiadas ganas de entregarse a la tarea, por pequeño que fuera el edificio; pero Jackson se mostró inflexible: le habían enviado a Deadhorse para instalar una iglesia presbiteriana y estaba decidido a cumplir con su obligación.

—Me parece que he organizado más de sesenta congregaciones y he ayudado a construir por lo menos treinta y seis iglesias al oeste del Mississippi; ahora se me han encomendado todos los estados del norte, desde el oeste de Iowa. Este pueblo tan bonito es un sitio ideal para establecer una iglesia de la que dependa toda la zona.

Durante las semanas siguientes, los dos hombres de la familia Trumbauer quedaron impresionados por la fortaleza física y moral de aquel hombrecillo que había atravesado a pie las montañas para vivir con ellos mientras construían una iglesia. Trabajaba como el más fornido de los aldeanos, y los domingos pronunciaba unos inspirados sermones que duraban más de una hora, aunque toda su congregación no constaba más que de tres familias: Sin embargo, la situación varió en cuanto Jackson hizo una visita a las dos familias ateas, quienes le informaron de que eran más bien agnósticas.

—Vengan al oficio del domingo —les rogó—. No es necesario que crean, sólo que escuchen el mensaje. No pasaremos el cepillo —añadió, con la falta de tacto que le caracterizaba, intentando bromear.

Como se había mostrado muy sincero al invitarles, una de las familias se presentó en casa de los Trumbauer para escuchar el sermón del domingo siguiente, que trataba sobre el cometido del misionero. Durante la comida que celebró después la comunidad, Jackson confesó el origen de su asombrosa energía:

—En mi primer año de estudios en el Union College, allá en el este, escuché un llamamiento: «Sheldon, hay personas, al otro lado del mar, que no conocen los Evangelios. Ve con ellos y llévales Mi Palabra Sagrada».

—Pero usted no se fue al otro lado del mar. Nos ha dicho que estuvo destinado en Arizona y Colorado.

—Cuando me licencié en la facultad de Teología de Princeton, me presenté ante una comisión examinadora para ir a las misiones extranjeras, pero me dijeron: «Es usted demasiado débil y enfermizo para servir en el extranjero»; por eso me enviaron a Colorado, Wyoming y Utah, donde ayudé a construir iglesia tras iglesia, y ahora estoy en una de las regiones más duras: Montana e Idaho.

—¿A qué se refiere usted —preguntó un joven— cuando dice que escuchó un llamamiento?

—A veces sucede —contestó Jackson, con sorprendente vehemencia— que uno está solo en una habitación, o quizá está rezando, y Jesucristo en persona entra en el cuarto y dice (su voz suena tan clara como una campana): «Sheldon, quiero que lleves a cabo mi tarea». A partir de entonces, uno se encamina en esa dirección y le es imposible apartarse. —Como nadie dijo nada, concluyó—: Una voz así fue la que me hizo venir a Deadhorse, donde Jesucristo quería que se construyera una de Sus iglesias. Y, gracias a ustedes, no a Mí, vamos a construirla.

Era demasiado modesto, porque colaboró en gran medida en la construcción del pequeño edificio de troncos: llegó a trabajar hasta diez horas al día, en las tareas más duras; a veces, las mujeres se reían al verle venir por el camino, sujetando el extremo de un tronco, mientras algún corpulento mocetón se esforzaba en sostener el otro extremo. Si conseguía una de las escalas de mano, se ponía a manejar el martillo; pero todos los domingos estaba listo para su sermón: si se hubieran recogido en un opúsculo los que pronunció en Deadhorse, habrían ofrecido una exposición lógica de la filosofía que subyace bajo el esfuerzo de los misioneros.

Pero lo que impresionaba especialmente a esas tres familias de la localidad era que el hombrecillo, además del trabajo cotidiano y de los sermones dominicales, muchas noches, después de la cena, se ponía a escribir largos artículos para un célebre periódico religioso que había fundado en Denver y del cual aún se consideraba responsable. Cuando estaba a punto de acabar la construcción de la iglesia de madera, los Trumbauer y sus amigos presbiterianos decidieron que Jackson era un verdadero santo, un perfecto cristiano, y se sintieron contentos por haberle conocido. Al acercarse el momento de que el sacerdote se marchara hacia otra ciudad de Idaho en la que se necesitaba una iglesia, la señora Trumbauer dijo:

—En esta casa no ha habido nunca un hombre, ni mi padre, ni siquiera Otto, que me causara menos problemas. Sheldon Jackson es un santo. —Después añadió—: ¿No sería mejor decírselo? Si se entera más adelante se le partirá el corazón.

Las otras familias lo discutieron en sus casas y llegaron a la conclusión de que, si se tenía en cuenta tanto el aspecto práctico como las reglas del honor, lo mejor sería terminar la iglesia, organizar una gran ceremonia de consagración y decírselo después; de modo que siguieron este plan.

Al aproximarse el momento de consagrar la iglesia al culto de Jesucristo, Jackson fue a ver a las familias que no eran religiosas y les suplicó humildemente que participaran en la ceremonia:

—Es por el bien de toda la comunidad, no solamente de los presbiterianos.

Luego, sin hacer caso de su orgullo y sus creencias, olvidó el continuo combate que libraba contra católicos y mormones, visitó a las familias católicas y las invitó también a la celebración, con argumentos muy similares:

—Voy a consagrar una iglesia, y ustedes pueden ayudar a que la comunidad prospere.

Se mostró muy persuasivo, de modo que el jueves (se había elegido ese día a propósito, para que tanto los agnósticos como los católicos pudieran asistir, cosa que hicieron) pronunció un sermón extraordinaria mente lleno de cordialidad y devoción. Acalló sus exhortaciones habituales; quien le estuviera escuchando, creería que la religión presbiteriana no tenía ningún enemigo en todo el mundo y que no estaba en conflicto con ninguna otra secta cristiana. Por encima de todo, deseaba que su iglesia se convirtiera en agente del bien para una comunidad que, sin duda alguna iba a crecer.

Durante el banquete, Jackson circuló de familia en familia, sin olvidar a ninguna de las ocho, asegurándoles que la inauguración de la iglesia llevaría un nuevo amanecer a Deadhorse; su propia retórica le convenció y, al ver lágrimas en los ojos de las mujeres presbiterianas, pensó que eran lágrimas de alegría por la victoria del cristianismo.

Aunque no se trataba de eso, las tres familias habían decidido no darle las malas noticias hasta que Jackson no tuviera listo el equipaje para trasladarse a Idaho. Una noche, mientras el misionero, en el comedor de los Trumbauer, terminaba de escribir un informe para el periódico de Denver (sobre el triunfo del mensaje de Jesucristo en la ciudad de Deadhorse, en Montana, una población a la que se resistía a calificar de aldea), Otto Trumbauer tosió y dijo:

—Reverendo Jackson…

El pequeño misionero levantó la vista, y se encontró delante de él a toda la familia Trumbauer. Comprendió que aquella buena gente estaba inquieta por algún asunto importante, aunque nunca se habría imaginado de lo que se trataba.

—Reverendo Jackson, hemos hecho todo lo posible por evitar esta situación, pero no lo hemos conseguido. Junto con los Lambert, vamos a regresar a Iowa. Allí nuestras familias tienen granjas en las que podremos trabajar y ganarnos la vida, cosa que aquí no podemos hacer.

Jackson dejó caer el lápiz, levantó la vista, se limpió meticulosamente las gafas y quiso que le repitieran la asombrosa noticia:

—¿A Iowa? ¿Se van ustedes?

—No hay otro remedio. Nuestros hijos no tienen ningún futuro aquí. Y nosotros tampoco.

Por primera vez desde que se había visto envuelto en aquella fuerte ventisca, Sheldon Jackson se sintió flaquear, pero en seguida irguió los hombros, dispuesto a seguir colaborando en la obra divina.

—Entonces, si ustedes ya sabían que iban a mudarse, ¿por qué…?

—¿Por qué le ayudamos a construir la iglesia? —Fue el señor Trumbauer quien acabó la pregunta, aunque no pudo dar la respuesta, ya que lo hizo su esposa.

—Lo discutimos entre todas las familias, y decidimos que usted era un verdadero profeta, que había venido a visitarnos con una misión.

—Acordamos construir la iglesia y dejarla aquí —continuó su marido, cuando la mujer se echó a llorar—, como una luz en el desierto.

—¡Y ha sido una decisión acertada! —exclamó Jackson, que se levantó y comenzó a estrechar la mano a todos los Trumbauer—. Dios siempre nos indica el camino correcto. En las montañas de Colorado inauguré siete u ocho iglesias que no llegaron a funcionar; pero siguen allí, como ustedes dicen, como luces en las montañas, y recordarán a las personas que lleguen más tarde que por allí estuvieron los cristianos. —Habló entonces con su infatigable optimismo—: ¡Pero este pueblo no va a convertirse en un desierto! Preveo una ampliación, y familias que vendrán a vivir aquí desde Dakota; cuando lleguen, aquí estará la iglesia, esperándoles, porque un grupo de casas no es un pueblo hasta que no hay una iglesia en el centro.

Jackson se fue de Deadhorse en un estado de euforia constructiva: era un hombre menudo cargado con una gran mochila, que llevaba las gafas empañadas y sucias, y tenía la firme convicción de que estaba llevando a cabo la obra ordenada por Dios y supervisada por Su Hijo Jesucristo. Pero la opinión expresada por la señora Trumbauer en el momento de la despedida («Reverendo Jackson, usted es un auténtico santo») distaba mucho de la verdad: había otro aspecto de su temperamento que no había tenido oportunidad de manifestarse durante su productiva estancia en Deadhorse.

El nevado día en que Sheldon Jackson salió de Deadhorse (Montana), en dirección al oeste, la junta de gobierno de las misiones presbiterianas, que asistía a un retiro en el campo, junto al río Hudson de Nueva York, convocó una reunión imprevista. Un sacerdote alto y de aspecto preocupado, que no ocultaba su deseo de hablar con sinceridad, inició el debate de la tarde con una declaración que puso bastante nerviosa a la audiencia:

—Como presidente, es mi deber hablarles con escrupulosa objetividad, pero tengo que advertirles que nuestro querido y estimado amigo Sheldon Jackson ha vuelto a las andadas. No sabemos dónde está ni qué se trae entre manos. Después de que se le echó de Colorado, donde hacía lo que quería, como ustedes saben, obedeció nuestras órdenes una temporada y tomó las medidas necesarias para promocionar la zona que se le asignó.

—¿Cuál era? —preguntó un pastor.

—Los estados del norte y los territorios existentes al oeste del Mississippi, sin incluir Dakota, el estado de Oregón ni el territorio de Washington.

—Es una zona muy amplia, aun para Jackson. ¿Dónde se cree que está?

—Le enviamos a trabajar a Montana. En cuanto a dónde está ahora, ¿quién puede saberlo?

—¿No va siendo hora —preguntó con impaciencia un sacerdote de unos sesenta años— de poner en cintura a ese joven?

—Bueno, ya no es tan joven. Tendrá más de cuarenta años.

—Es bastante mayor para saber comportarse.

—Nunca aprenderá —aseguró el presidente, mientras sacaba una hoja con anotaciones—. Antes de tomar ninguna medida contra ese pequeño terremoto, quiero comentar ocho aspectos de su comportamiento, porque es una persona consecuente; los tres primeros tienen que ver con las mejores cualidades de un misionero. Para empezar, Jackson es un misionero nato. Desde que comenzó a estudiar en el Union College se sintió llamado hacia Jesucristo y, si bien no teme poner en cuestión la vocación ajena, nunca duda de la sinceridad de la propia. Por lo tanto, es, según él mismo se define, mejor misionero que ustedes o yo mismo, y no tiene ningún reparo en remarcarlo. En segundo lugar, desde la más tierna infancia ha sido un fiel presbiteriano. Cree, sin ningún cuestionamiento, que nuestra Iglesia es superior a todas las demás; las dudas que de vez en cuando nos asaltan a todos, las grandes discusiones sobre la naturaleza de Dios y los senderos de la salvación, a Jackson no le afectan. Según él, Knox y Calvino, en este orden, dejaron resuelta la cuestión.

Los sacerdotes discutieron este segundo punto durante unos momentos. Uno de ellos habló en nombre de los demás:

—Una fe tan firme como la suya… tal vez se la envidio.

—Puede que no hayas usado la palabra correcta, Charles —le corrigió un pastor neoyorquino—. No es una fe firme, sino más bien simple. Jackson sabe a favor de qué está y en contra de qué.

—¿Puedes darme un ejemplo? —preguntó Charles.

—Está a favor de Jesucristo —indicó su interlocutor—, y en contra de católicos, mormones y demócratas.

—A mí me gustaría saber diez cosas, siquiera —replicó Charles, sin reírse—, con esa seguridad: sin cuestionamientos, sin dudas. Jackson sabe diez mil.

—También está convencido de que tú y yo no sabemos ni tan sólo tres —afirmó el otro pastor.

—De esta férrea convicción deriva la tercera cualidad de Jackson, que todos ustedes han observado —continuó el presidente—: tiene un singular don para conseguir que los demás le escuchen con atención. Siendo un hombre bajito, discutidor y tozudo, lo más lógico sería que la gente no le hiciera caso, pero ocurre lo contrario. Atrae a las personas, como la miel atrae a las moscas; le escuchan cuando diserta sobre los principios básicos de la religión y, en especial, sobre la obra del misionero.

En ese momento se interrumpió el debate, y los sacerdotes reflexionaron sobre las buenas cualidades de su problemático colega: todos reconocían su piedad, su abnegación y la asombrosa capacidad de colaborar con otros credos protestantes; sin embargo, casi todos habían vivido el ataque de su lengua viperina y, tras una pausa durante la cual se observaron muchos gestos de asentimiento con todo lo afirmado hasta el momento, la crítica de Jackson prosiguió.

—En cuarto lugar… Será mejor que admitamos este defecto desde un principio, pues explica muchos de los problemas que hemos tenido con Jackson y de los que tendremos más adelante. Para ser un cristiano devoto, Como sin duda es, y para haber dedicado la vida a la obra misionera, demuestra una singular habilidad para atacar cruelmente a quien tenga por enemigo. Esto explica el hecho de que, entre cien personas que le hayan conocido, ya sea en Colorado, en Washington o dentro de la propia Iglesia, cincuenta le consideren un santo, y otras cincuenta le traten de vil gusano.

Se solicitó a los presentes que votaran a mano alzada, y el resultado fue que tres le calificaron de santo, y catorce, de gusano; a muchos de éstos últimos les habría gustado contar de qué modo se les había enfrentado Jackson, por cuestiones sin importancia. Pero esas mismas personas asintieron cuando un inteligente y anciano sacerdote señaló un importante hecho que explicaba la situación de Jackson entre los presbiterianos:

—Es nuestro general, en primera línea de lucha contra la oscuridad. Más que cualquier otro, él es quien garantiza que nuestros esfuerzos en el campo de batalla estarán a la altura de los de los baptistas y metodistas. Nos guste o no, es nuestro hombre.

—A eso iba —explicó el presidente, a quien Jackson había atacado repetidas veces—, también tiene sus virtudes. En quinto lugar: a temprana edad, por razones nada fáciles de explicar, Jackson se convenció de que, si deseaba algo, tenía que dirigirse desde un principio a lo más alto. ¿Alguien ha estado en Washington con él cuando pretende algo importante? Se dirige resueltamente al despacho de quien haga falta: de un congresista, un senador, un ministro del gabinete, e incluso al del presidente en persona. Una vez me dijo, después de haber endilgado un sermón a un senador: «Son buenas personas, pero necesitan orientación», y está dispuesto a ofrecer la suya cuando sea, donde sea y sobre el asunto que sea. Me he preguntado muchas veces cómo es posible que un senador de un metro ochenta pueda sentirse intimidado ante un hombre tan menudo e insignificante, pero así es.

Varios sacerdotes atestiguaron la extraordinaria influencia de que Jackson gozaba en Washington, y uno de ellos opinó:

Se ha convertido en el portavoz de la moral, especialmente de la moral de los presbiterianos, y eso hay que tenerlo en cuenta.

El presidente comentó entonces uno de los principales talentos de Sheldon Jackson:

—En sexto lugar: el origen de su poder está en la capacidad de convencer a una gran cantidad de miembros femeninos de nuestra religión para que apoyen el programa que esté promocionando en un momento dado. Ellas escriben cartas a Washington y, lo que es más importante, contribuyen con grandes sumas de dinero para sus diversos proyectos, como ese extraordinario periódico eclesiástico que aún publica en Denver, aunque hace años que no ha estado en la ciudad. Cuenta con estas mujeres y les solicita dinero; de este modo, queda un poco fuera del alcance de nuestro control.

Un pastor muy enfadado, que muchas veces había sido el blanco de las injurias de Jackson, explicó:

—En Maine, le he visto dirigirse a un grupo de mujeres que acababa de conocer. Comenzó utilizando los mismos argumentos que le habían dado resultado en algunos estados del oeste, como Colorado e Iowa: les previno contra los peligros de la religión católica, pero en Massachusetts y Maine estaban hartos del tema. Al ver que no iba a ninguna parte, Jackson cambió de estrategia y criticó duramente el culto mormón de Utah; ahora bien, casi ninguna había oído hablar de los mormones, por lo que también eso cayó en saco roto. Visiblemente nervioso (pude darme cuenta de que sudaba), Jackson Comenzó bruscamente a relatar una historia conmovedora… ¿Saben cuál? Inesperadamente, sin haberlo preparado lo más mínimo, hizo una lacrimosa descripción de las muchachas esquimales de Alaska, seducidas a la edad de trece años por los malvados buscadores de oro; lo presentó con unas imágenes tan vívidas y lastimosas que incluso a mí se me llenaron los ojos de lágrimas. Ahora bien, ese hombre nunca ha estado en Alaska y no sabe nada del asunto, pero convenció a las buenas presbiterianas de que, si no contribuían generosamente a la obra misionera que estaba organizando en Alaska…

—¿Quién ha dicho que se le vaya a enviar a Alaska? —gritó airadamente uno de los sacerdotes.

—Lo dijo él —contestó el que había relatado la historia—. En realidad, no dijo que fuéramos a enviarle allá, sino que pensaba ir.

El presidente contempló al grupo con una mirada algo retadora, y preguntó:

—¿Alguien entre los presentes le habló de Alaska?

—Es el último lugar donde querríamos que se entrometiera —dijo uno de los pastores—. Es territorio de Oregón. Díganle que se ocupe de sus asuntos.

—Amén —murmuraron varios de los asistentes.

El presidente retomó el pliego de cargos, pero, antes de pasar al siguiente punto, le interrumpieron unas risitas del decano del grupo.

—¿He dicho algo incorrecto? —preguntó el presidente.

—¡No, por Dios! —respondió el anciano—. Es que me he acordado de cuando formé parte del comité que entrevistó a Jackson hace años, cuando quería acudir a las misiones de ultramar. Le leí el dictamen: «Es usted demasiado débil para el duro trabajo de un destino en ultramar».

Al darse cuenta de lo equivocado que había estado el comité en su pronóstico, todos los presentes se echaron también a reír.

—En séptimo lugar —continuó el presidente—, Jackson siempre se ha mostrado ansioso de publicidad. Desde el principio supo apreciar el poder que es capaz de alcanzar un hombre, sobre todo un religioso, si la prensa le considera un agente del bien. Muy pronto se dio cuenta de que eso le respaldaría frente a instituciones como la nuestra, que quizá no quisieran apoyar sus planes más descabellados. Y nunca ha dejado su buena fama en manos del azar; como todos ustedes saben, ha fundado, o bien han fundado otros bajo su indicación, cuatro o cinco periódicos religiosos que ensalzan sus buenas obras, y en cuyas columnas es siempre él quien obtiene los resultados, y nunca los abnegados misioneros que hacen su trabajo en silencio. Desde que se doctoró en esa pequeña universidad de Indiana (tengo motivos para creer que él mismo la fundó), siempre se refiere a sí mismo en sus periódicos llamándose «doctor Sheldon Jackson»; la mayoría de las personas que trabajan con él están convencidas de que se doctoró realmente en teología.

Los miembros de la junta debatieron sobre la singular habilidad del hombrecillo para promocionarse, y algunos se mostraron envidiosos al recordar diferentes artículos de revista en los que se comentaban sus heroicos esfuerzos; pero la reunión concluyó con un comentario prácticamente irrelevante:

—Octava cuestión: Jackson siempre ha sido un ferviente republicano; está convencido de que, cuando el gobierno de los Estados Unidos está en manos de este partido, Dios favorece a nuestro país, mientras que, cuando llegan al poder los demócratas, quedan libres las fuerzas del mal. Su partidismo declarado resulta útil para la iglesia presbiteriana cuando son los republicanos los que están en el gobierno, como desde hace tiempo es el caso, pero podría perjudicarnos si alguna vez les sustituyen los demócratas.

Siguió una discusión, en la cual todos se mostraron de acuerdo en que, como era improbable que los demócratas alcanzaran el poder en un futuro cercano, los presbiterianos bien podían arriesgarse a permitir que Jackson continuara siendo su portavoz en Washington; por otra parte, también apoyaron con firmeza la resolución elaborada por la junta al terminar la reunión:

—Se ha decidido: Felicitar al reverendo Sheldon Jackson por sus nuevos éxitos misioneros en Dakota, así como advertirle que es necesario informar a esta junta antes de efectuar cualquier tipo de movimiento en el futuro. Se le indica específicamente que no debe actuar en Oregón ni en Alaska, puesto que estas zonas son competencia de la iglesia de Oregón.

Antes de entregar estas severas órdenes a un secretario para que las hiciera llegar a Jackson, llegó un mensajero al retiro, con un comunicado en el cual mostraban su inquietud las autoridades religiosas de Oregón:

El reverendo Sheldon Jackson apareció sin previo aviso en nuestra comunidad y su comportamiento enojó a todo el mundo. Después de provocar un grave conflicto, nos dejó para irse a Seattle y Alaska. Le advertimos que este último territorio caía bajo la responsabilidad de Oregón, pero nos contestó categóricamente que, según él lo interpretaba, se le había encomendado toda la zona comprendida entre el río Mississippi y el océano Pacífico, y que ya era hora de que alguien se ocupara de Alaska. Le informamos de que en Wrangell había ya destinados misioneros de nuestra Iglesia, pero replicó: «Me refiero a un misionero de verdad», y tomó un barco hacia el norte.

Así, bruscamente y sin autorización, Jackson llevó la Palabra de Dios, la salvación de Jesucristo hasta lo más profundo de Alaska; lo curioso es que durante los siete primeros años de su misión no recibió ni un centavo de la iglesia presbiteriana, indignada ante su insolente conducta. Costeó él mismo los elevados gastos del experimento de Alaska, que fue una de las tentativas misioneras de los Estados Unidos que resultaron más productivas; empleó únicamente el dinero que le entregaban las mujeres, que le adoraban, y que todos los inviernos se dedicaba a visitar en busca de fondos. En la época que estuvo haciendo milagros por las heladas tierras del norte, Jackson pasaba la mitad del año en diversos estados, implorando ayuda a los grupos femeninos, o en Washington, acosando al Congreso para que mejorara las leyes y destinara más dinero a Alaska.

Se convirtió en íntimo amigo de casi todos los miembros del gobierno a los que aguardaban espectaculares ascensos, especialmente si eran republicanos o presbiterianos; por eso se pegó muy pronto a los faldones del senador Benjamin Harrison, de Indiana, que era tanto una cosa como la otra, y que, en cuanto llegara a presidente, solicitaría el asesoramiento de Jackson sobre las medidas que había que tomar con respecto a Alaska. Pese a su baja estatura, de un metro cincuenta y cinco, y a sus regordetas piernas de niño, el pastor presbiteriano había alcanzado la talla de un gigante.

Cuando el doctor Jackson llegó a Alaska (ilegalmente, según sus adversarios), puso a funcionar su gran ingenio y logró dos éxitos clamorosos: convenció a sus amigos del Congreso para que le otorgaran el rimbombante título de Agente General de Educación de Alaska, cargo sin honorarios y que, al menos los primeros años, no recibía fondos del gobierno, pero que le permitió encargarse unas impresionantes tarjetas de visita con las que desarmaba a los que se oponían a sus planes. Además, arrancó al Departamento del Tesoro una autorización para viajar gratuitamente a bordo de cualquier barco guardacostas que se dirigiera a las zonas que pensaba visitar en ejercicio de sus funciones. Con estas cartas en la manga, y contando con el permanente apoyo financiero de los clubes femeninos, se dispuso a emprender la obra de su vida: la humanización y la educación de Alaska.

Los primeros años, Jackson llevó una vida muy agitada. En los meses de primavera y verano, se subía a cualquier guardacostas, dispuesto a explorar las aguas del Ártico, combatir el tráfico de alcohol, detener a los malhechores, colaborar en la aplicación de la ley, viajar a Siberia y organizar el desarrollo de Alaska. Con su propio dinero, puso en marcha varios de los servicios que hubiera debido costear el gobierno. Pasaba los seis meses de otoño e invierno en Washington, Nueva York o Boston, haciendo propaganda y dando conferencias sobre el futuro de Alaska. Durante un período anual típico, recorrió sesenta mil quinientos kilómetros; uno de sus colegas sacerdotes calculó que, en ese mismo período, había pronunciado más de doscientas conferencias en favor del establecimiento de un sistema escolar en Alaska: «Sheldon está dispuesto a dar una conferencia si encuentra a seis personas que le escuchen».

Pero cada vez que estaba a punto de conseguir alguna mejora se lo impedía el hecho de que los Estados Unidos continuaban sin dotar a Alaska de ninguna forma de gobierno o de un apropiado sistema de impuestos. Entonces Jackson, frustrado y rabioso, regresaba a Washington con la intención de asediar al Congreso. Fue precisamente allí donde el misionero, con la visión de futuro que le caracterizaba, entabló una estrecha relación con Benjamin Harrison, el influyente senador de Indiana, nieto del noveno presidente. El senador escuchó sus reivindicaciones de un estatuto para el gobierno autónomo de Alaska; la autoridad moral de Jackson le convenció, y en 1883 comenzó a actuar en el Senado para conseguir tal estatuto. En 1884, gracias al enérgico estímulo de Jackson, el senador Harrison logró que el Congreso aprobara la Organic Act, por la cual se otorgaba a Alaska una especie de gobierno civil, con un solo juez, un fiscal de distrito, un secretario del juzgado y un alguacil; en total, se encargaba a cuatro funcionarios imponer la ley y el orden en un territorio de más de un millón de kilómetros cuadrados. Aunque la medida resultaba escandalosamente insuficiente, era un primer paso en la buena dirección.

Jackson, por supuesto, habría querido que se concediera a Alaska el estatuto de territorio autónomo, pero el Congreso no lo autorizó, porque eso hubiera permitido que el territorio se convirtiera tarde o temprano en un estado (como estaba sucediendo en otras partes de los Estados Unidos), y los legisladores consideraban absurda tal posibilidad:

—¡Esa nevera nunca tendrá suficientes habitantes para merecer la condición de estado!

—¿Un gobierno autónomo? ¡Qué diantre!, pero si en toda la zona no hay más que mil novecientos habitantes; hablo de gente blanca, desde luego.

—Si el gobierno no corresponde al Ejército, debería encargarse la Armada.

Ni siquiera Jackson se dio cuenta de las insuficiencias prácticamente insuperables de la ley que entre él y Harrison habían conseguido que se aprobara. No obstante, esa misma primavera, al regresar a Sitka, lo comprendió: llevaba apenas dos horas en su casa de verano cuando recibió la visita de un rabioso Carl Caldwell, el antiguo abogado de Oregón, que se había convertido en uno de los ciudadanos más importantes de Alaska:

—¿Cómo pudo usted permitir que el Congreso tomara semejante resolución, doctor Jackson?

—¿Permitirlo? Harrison y yo les obligamos a adoptarla.

—Pero, ¿y el asunto de Oregón? ¡Lo anula todo!

—Un momento —interrumpió Jackson, a la defensiva—. El Congreso se negó a concedernos el estatuto de territorio autónomo. Lo mejor que pudimos conseguir fue gobernarnos por las mismas leyes que Oregón.

—Si se tratara de las leyes de Oregón —Caldwell saltó de su asiento—, no habría ningún problema. Pero lo que ustedes nos han dado son las antiguas leyes del territorio de Oregón. Pasó a ser estado en 1859. Nos han llevado a la situación de Oregón en 1858. —Comenzó a detallar las desmesuradas limitaciones que suponía esto para Alaska, mientras Jackson le escuchaba boquiabierto—: No podrá actuar un jurado en los juicios, porque según la ley territorial de Oregón, sólo podrán integrar un jurado las personas que paguen impuestos.

—Es una norma prudente —observó el sacerdote—. Reserva la participación en un jurado a los hombres responsables.

—Pero en Alaska no se cobran impuestos; por lo tanto, no habrá jurados. —Caldwell prosiguió, mientras Jackson demostraba su sorpresa—: Las leyes más interesantes del territorio de Oregón se referían a los condados, pero no tienen aplicación en nuestro caso, puesto que no hay condados en Alaska.

—Eso es ridículo —refunfuñó el misionero que había engendrado la ley.

Pero Caldwell estaba lejos de haber terminado con sus críticas:

—No se pueden comprar terrenos, porque en el estatuto de Oregón no había nada estipulado sobre la propiedad del suelo. Y lo que es peor, por lo mismo, no se puede aplicar en Alaska la importante Homestead Act, la ley que ha permitido poblar el Oeste al conceder gratuitamente tierras a los colonos. Pero lo que limita más nuestras posibilidades es que no podemos tener nuestra propia asamblea legislativa, porque Oregón no la tenía en esa época.

Caldwell continuó quejándose, mostrando a veces a Jackson el texto mismo del anticuado estatuto, y, al terminar, el misionero había comprendido que, con su ayuda, el Congreso había puesto a Alaska una nueva camisa de fuerza; se dio cuenta de que tendría que volver a luchar por las mismas cosas, pero como cuando emprendía una batalla no había tregua ni rendición posible, esa misma noche empezó a asediar al Congreso con más cartas informativas y a sus partidarias con nuevas peticiones de dinero.

Sin embargo, Jackson no advirtió el riesgo que corría hasta 1884, cuando llegaron a Sitka los nuevos funcionarios que, según la Organic Act, tenían autoridad para gobernar Alaska. El presidente Chester Arthur, presionado por la arrolladora insistencia de los aspirantes, había designado para estos cargos a algunos de los granujas más despreciables de la época, los cuales, desde el momento en que llegaron a Sitka, decidieron librarse de aquel molesto misionero que despertaba tantas quejas entre los mineros, los pescadores y los traficantes de ron.

El cabecilla de los enemigos de Jackson era el fiscal de distrito, un hombre con fama de borracho. El alguacil no era mucho mejor, pero el verdadero desastre era el juez federal, un hombre muy influyente: el joven Ward McAllister era un incompetente que se llamaba igual que su tío, el cual ejercía un poder dictatorial en la sociedad de Nueva York. A todos ellos les habían nombrado para esos cargos tan bien remunerados gracias a la infidencia política de sus amigos, y sin que se tuviera en cuenta su nula capacidad.

Poco tiempo después de ocupar sus puestos, en connivencia con el fiscal de distrito y el juez McAllister, ordenaron secretamente el arresto de Jackson; después aguardaron a que un gran número de ciudadanos se reuniera en el muelle para presenciar la partida del vapor en el que iba a embarcarse el misionero. En el último momento, Sullivan, el alguacil, subió a bordo del barco con unas esposas, le detuvo y le llevó a rastras a prisión.

Durante las semanas siguientes Jackson tuvo que soportar increíbles humillaciones, aunque al final se hizo justicia con él, de una forma totalmente inesperada. El presidente Arthur, el responsable de tan indignantes nombramientos, dejó el cargo, y casi de inmediato ocupó la presidencia el demócrata Grover Cleveland, un reformista que anuló los nombramientos de Arthur y sustituyó a los ocupantes de esos puestos por políticos con más escrúpulos, que prestaron a Alaska un mejor servicio. Una de las primeras medidas del nuevo equipo de funcionarios fue dejar sin efecto el procesamiento de Sheldon Jackson; aun así, el misionero continuó convencido de que el país funcionaba mejor cuando los republicanos ostentaban el poder.

Por esa época, Jackson tomó parte en una de las obras más lúcidas de la historia de Alaska, algo sin precedentes en los territorios recientemente colonizados. Se puso en contacto con los dignatarios de las demás iglesias estadounidenses, y propuso que se dividiera Alaska, de común acuerdo, en diez o doce esferas de influencia religiosa, cada una de las cuales sería reducto de una confesión y en cuyo interior no podrían ejercer el proselitismo los misioneros de otras sectas. Lo que proponía era una extraordinaria tregua religiosa; debido especialmente a su reputación de hombre íntegro, ampliamente reconocida, los dirigentes de los demás grupos aceptaron su propuesta.

—Como los presbiterianos fueron los primeros en llegar aquí, nos corresponde Sitka —explicó Jackson a los habitantes de la ciudad—. Ahora bien, puesto que esta región es la que ofrece menos complicaciones, nos quedamos también con la más conflictiva: Barrow, en el territorio situado más al norte de Alaska. —El misionero añadió modestamente—: Será la misión más septentrional del mundo.

Al ir enumerando otras condiciones del acuerdo, parecía uno de los seguidores de Jesucristo, tal como aparecen en los Hechos de los Apóstoles, en el momento de distribuir las responsabilidades misioneras de la incipiente iglesia cristiana:

—Nuestros buenos amigos baptistas se quedan con la isla de Kodiak y con el territorio más próximo. Las Aleutianas, donde hay mucho por hacer, corresponden a los metodistas. Los episcopalianos continuarán la obra que inició hace décadas la iglesia anglicana de Canadá, su allegada, en el curso alto del Yukón. Los congregacionistas se han ofrecido para encargarse de una zona muy difícil: el cabo Príncipe de Gales. Y una excelente iglesia que ustedes quizá no conozcan, la de los moravos alemanes de Pensilvania, llevará la Palabra de Dios a la cuenca del río Kuskokwim.

Más adelante se desencadenó una oleada de entusiasmo ecuménico, y más confesiones se ofrecieron a participar en el gran acuerdo: los cuáqueros de Filadelfia, que estaban siempre a la vanguardia en ese tipo de obras, recibieron Kotzebue y una región minera cercana a Juneau; los evangelistas suecos, Unalakleet; los católicos romanos, el amplio territorio que rodeaba la desembocadura del Yukón y en donde habían trabajado antes los misioneros ortodoxos rusos. La repartición de Alaska constituyó un extraordinario ejemplo de lo mejor del ecumenismo, y el mérito correspondió principalmente a Jackson.

Sin embargo, por muy nobles que sean los acuerdos verbales, son algo completamente distinto a la puesta en práctica: pasaron años sin que las principales iglesias estadounidenses cumplieran con sus promesas. No se había creado ninguna misión bautista ni metodista, ni siquiera una de los cuáqueros. Desesperado al ver que los indígenas de Alaska se corrompían porque se les había negado la Palabra divina, Jackson suplicó a las iglesias más importantes que entraran en acción, si bien no obtuvo ningún resultado. Viajó a Filadelfia para hablar con los cuáqueros, seguro de que lograría convencerles de que se trasladaran al norte, pero no consiguió nada. En estado de desesperación moral, Jackson pasó una calurosa noche del mes de agosto de 1883 en la ciudad de los cuáqueros, redactando una carta para la iglesia morava, cuya sede estaba en la cercana localidad de Bethlehem: les rogaba que prosiguieran en Alaska la noble tarea que habían iniciado con los esquimales del Labrador, pero, una vez más, la única respuesta a sus esfuerzos fue el silencio.

No obstante, su carta debió de causar algún efecto en los fieles alemanes de Bethlehem, ya que el invierno siguiente, cuando viajó a los Estados Unidos, Jackson recibió sin previo aviso una invitación para visitar Bethlehem y exponer ante los moravos su punto de vista sobre las necesidades de Alaska. El misionero tomó rápidamente un tren en Filadelfia y se encaminó hacia el norte, hasta la bonita y antigua ciudad, típicamente alemana, donde pronunció uno de sus discursos más inspirados.

—La iglesia morava ha estado siempre a la vanguardia de la obra misionera —explicó Jackson a su audiencia—. Es algo propio de vuestra tradición y de vuestro espíritu. Esta vez, recibís de nuevo un llamamiento de Dios: «Los esquimales de Alaska languidecen sin Mi Palabra Sagrada». ¿Osaréis negaros?

Aquella noche, los serios ciudadanos encargados de la iglesia decidieron enviar a fines de 1885 una misión de exploración al río Kuskokwim, formada por cinco granjeros jóvenes y piadosos (tres hombres y dos mujeres). Cuando vieron el gran río gemelo del Yukón y comprobaron que sus gentes estaban ansiosas de recibir medicinas, enseñanza y cristianismo (pues consideraban que eso explicaba la prosperidad de los blancos), los jóvenes misioneros escribieron a Bethlehem: «Aquí se nos necesita». A su debido tiempo, les siguió uno de los mejores grupos de religiosos que trabajaron jamás en Alaska, con lo que se derribó la barrera de indiferencia. Los cuáqueros se apresuraron a ocupar las zonas que les correspondían; después fueron los bautistas y los metodistas; en poco tiempo, Alaska quedó salpicada de misiones, a menudo perdidas en lugares remotos, que contribuirían con el tiempo a civilizar la Tierra Grande.

Un día, cuando Jackson estaba trabajando en Sitka, se adentró en el estrecho el nuevo guardacostas Bear; antes de que pudiera anclar, el misionero había tomado una decisión que resultó de gran importancia para la historia de Alaska: «Me gustaría navegar en un barco como ése». Al mediodía había ya presentado el permiso de viaje al primer oficial, que miró por encima del hombro al extraño hombrecito y le dijo:

—Este asunto tendrá que resolverlo el capitán.

El misionero entró por primera vez en el camarote del capitán Mike Healy, que había empezado a emborracharse tan pronto como el Bear había llegado a Sitka, y que en aquel momento estaba sentado, con el loro encima de un hombro. Muy molesto por la inesperada intromisión, Healy profirió una sarta de brutales juramentos mientras fulminaba a Jackson con la mirada.

—Y ahora ¿qué coño quiere usted? —concluyó.

Si la embestida hubiera acobardado al pequeño misionero, se habría terminado cualquier posibilidad de relación entre los dos hombres; pero Jackson era muy osado: se irguió, adoptó una postura digna y exclamó en tono grandilocuente:

—¡Capitán Healy, soy un sacerdote y no tolero que el nombre de Dios sea profanado en mi presencia! Además, también he venido a Alaska para acabar con el tráfico de licores, y usted, señor, está borracho.

—Tiene usted razón, reverendo… —comenzó a decir Healy, sorprendido ante aquel gallito.

Pero en aquel momento el loro soltó unas cuantas palabrotas de su propia cosecha, y Healy le asestó tal coscorrón que el animal corrió a refugiarse en su percha, tan rápidamente que pareció que iba a perder las plumas.

—¡A ver si te callas, tú! —Después Healy se ocupó del visitante—. ¿Qué dice su documento, reverendo?

—Está extendido por el Departamento del Tesoro y confirma que puedo viajar gratuitamente a bordo de su barco cuando el cumplimiento de mis funciones lo requiera.

—¿Y cuáles son sus funciones?

—Llevar a los esquimales la Palabra de Dios. Educar a los niños de Alaska. Y acabar con el tráfico de licores.

Para asombro de Jackson, Mike Healy, a quien la educación había salvado la vida, se levantó de su asiento, tambaleándose, le tendió la mano y prometió apoyarle, cosa que hizo durante veinte años:

—Estoy de acuerdo con usted, reverendo. La educación salva las almas, Y el alcohol es la maldición de los indígenas de Alaska.

—Parece que a usted le ha maldecido también, capitán.

—Sólo en mi vida privada. Como capitán de este barco, una de mis principales funciones es acabar con el tráfico de hooch.

—¿Qué es eso del hooch?

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