Alaska

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VIII. EL ORO

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—Levadura —respondió la vieja—. Que no se enfríe. Llévatela. Hará que la vida sea… —vaciló, pues no se le ocurría ninguna palabra para expresar la diferencia, entre disponer de un buen fermento y no tener ninguno.

Su masa fermentada se remontaba a 1847, a la época en que los de la Fludson’s Bay habían construido el fuerte, donde su abuela había trabajado de cocinera. La masa había llegado al Yukón después de un peligroso viaje desde la costa oriental del Canadá, adonde había llegado la levadura original tras un viaje similar desde Vermont, ciudad en la que se había mantenido fermentada la pasta durante cuarenta años, desde 1809. La anciana estaba entregando a Klope un regalo cargado de antigüedad, civilización y amor, y que, al mismo tiempo, era una responsabilidad. En vasijas como ésa, envuelta también en paños húmedos, las mujeres de Vermont, Quebec y Fuerte Yukón habían conservado activa la levadura; ahora, la anciana encargaba la tarea a otra persona.

—No puedo ir hasta Dawson cargado con esto —dijo Klope, sujetando el cacharro con ambas manos.

—El oro viene y va —advirtió la mujer. Señaló con un gesto de la mano a toda la población de Fuerte Yukón—. Buscan y buscan. Y si encuentran algo, lo pierden en el juego o se lo gastan con mujeres bonitas. —Devolvió la vasija a manos de Klope, mientras añadía—: En cambio, la buena levadura… eso dura eternamente.

En el mundo que la anciana había conocido en aquel solitario fuerte del río Yukón, el oro tenía muy poca importancia; pero los hogares con una buena pasta de levadura estaban más cerca de la felicidad.

Aunque la vasija pesaba demasiado para cargarla hasta Dawson, Sarqaq, que sentía un profundo respeto por todo lo relacionado con el fermento, solucionó el problema. Pidió que alguien fuera a buscar uno de los botes de cristal en los que los agricultores de California envasaban hortalizas cocidas, metió en él la pasta y sugirió a Klope que lo llevara guardado cerca del cuerpo, para que la valiosa levadura no se helara.

Con la bendición de la anciana y los vítores de sus compañeros, los dos audaces viajeros se pusieron en marcha; mientras salían del fuerte, la imagen de cada uno de ellos ofrecía un marcado contraste con la del otro. Klope era alto y delgado, e iba vestido como la versión estadounidense de un explorador del Ártico, es decir, con un atuendo muy parecido al de un granjero de Idaho: prendas gruesas, pesadas botas de cuero y una gorra gruesa, con orejeras. Llevaba ropa buena, muy adecuada para una dura jornada de trabajo en época de frío, y tenía un aspecto impresionante cuando andaba detrás del trineo. Cualquiera que lo mirase habría dicho que con una persona así no se jugaba. No obstante, no se podía saber cómo quedaría la ropa de Klope después de dieciocho días de viaje, teniendo en cuenta que no iba a Poder quitársela por la noche.

Sarqaq era un hombrecito rechoncho, vestido en la forma que había ideado su raza a lo largo de miles de años de vida en el Ártico. No usaba ropa gruesa, sino que iba cubierto con varias prendas superpuestas, hechas con el cuero más fino y ligero que se podía conseguir. Llevaba botas de piel de caribú perfectamente curtida, forradas con pieles de cría de foca, que pesan muy poco. Los pantalones eran extraordinariamente ligeros y resistentes; en el momento de ponérselos estaban tiesos, pero en cuanto empezaba a moverse se volvían flexibles. Llevaba puestas cinco camisas y chaquetas, a cual más fina, y una capucha que era una maravilla: una especie de enorme caverna en la que su cabeza se escondía de la nieve y el granizo, y cuyos bordes le protegían y abrigaban al mismo tiempo, porque estaba ribeteada con pelo de glotón americano, que tiene una misteriosa propiedad: impide que se forme escarcha encima.

El atuendo ártico de los esquimales tenía otra importante ventaja: era totalmente impermeable; si alguien vestido de esa forma se caía de repente en el mar o en el río, conseguía aguantar seco durante una hora entera. Era una fantástica vestimenta, que permitía trabajar todo el día y dormir toda la noche con el mayor grado posible de comodidad que se podía alcanzar en el Ártico. Como Sarqaq iba mucho mejor vestido, conocía mejor la ruta y sabía conducir el trineo, se podría creer que aventajaba en todo a Klope; no era así, sin embargo, porque el hombretón sabía sacar partido de sus posibilidades y, tal como él decía, «hacer de tripas corazón».

Con siete buenos perros, los esquimales tenían dos maneras de formar un tiro: a algunos conductores les gustaba distribuirlos en tres yuntas, con los perros de cada pareja uno al lado del otro y con el perro guía adelante, sujeto a la correa que iba por el centro del tiro y se fijaba al trineo. Si alguien tenía ocho o nueve perros muy bien adiestrados y acostumbrados a esta formación, solía hacerlo así, aunque enganchar a los perros de esta forma tenía también algo de ostentación.

Otros conductores más prácticos, que preferían cargar el trineo al máximo, uncían sus siete perros uno detrás de otro, atando cada uno a los arreos del siguiente. La ventaja de esta distribución era que los tres perros más importantes (el primero, el segundo y el último) rendían más y podían emplear todas las habilidades en las que habían sido adiestrados. A Sarqaq, que había viajado muchas veces a las regiones fronterizas con los Llanos del Yukón, le gustaba más esta formación en hilera y sabía sacarle el mejor partido.

Fuera cual fuese el tiro elegido por el conductor, los perros arrastraban el mismo tipo de trineo. Si se hacía un recorrido de exhibición, o había que llevar a unas muchachas o a un matrimonio adinerado, el vehículo era parecido a los usados normalmente en Rusia y en los Estados Unidos: con un asiento para dos personas, grande y bien tapizado, y, en la parte trasera, unos largos patines a los que se subía el conductor cuando el trineo avanzaba rápidamente y un pasamanos para que se sujetara en esos momentos. Pero cuando el trineo tenía que ir totalmente cargado, como en los viajes de Sarqaq, se utilizaba un vehículo bajo y sólido, sin adornos, con patines anchos y resistentes; no tenía costados, pues la carga se sujetaba mediante varias correas de piel sin curtir.

Para conducir cualquiera de esas maravillosas máquinas (que aprovechaban la energía como pocas) se necesitaban unas condiciones especiales. Cuando se circulaba por nieve en la que aún no se hubiera marcado ningún sendero, el encargado de llevar el trineo tenía que ir delante, con raquetas de nieve para abrir el camino, cosa que no podían hacer los perros, porque hubieran agotado sus fuerzas intentando abrirse paso entre la nieve, tan profunda en algunos tramos que les llegaba hasta el hocico. El conductor del trineo tenía que ocuparse de eso.

Por supuesto, si tenía la suerte de recorrer un río cuya superficie hubiera adoptado al congelarse la lisura del vidrio (algo que, incluso en el Yukón, ocurría algunas veces), podía conducir montado en el trineo varias horas seguidas, porque a los perros les encantaba correr cuando el vehículo se deslizaba frenado únicamente por una leve fricción. Lo más habitual, sin embargo, era que en una travesía normal, de cuarenta kilómetros diarios, el hombre tuviera que pasar por lo menos treinta deslizándose sobre la nieve con sus grandes raquetas.

Cada perro pesaba unos treinta kilos, y eran animales musculosos que podían arrastrar unos cincuenta kilos de carga si el terreno no era excesivamente abrupto: por lo tanto, los siete perros de Sarqaq tendrían que poder arrastrar trescientos cincuenta kilos en total. Ahora bien, teniendo en cuenta que el propio trineo, sin añadir nada más, pesaba cuarenta y cinco kilos, el peso neto de las provisiones para la hambrienta ciudad de Dawson tendría que ser de unos trescientos kilos, menos los de la comida para los dos hombres y los animales.

En la primera hora de viaje, Sarqaq estableció las normas que deberían seguir:

—Siempre hacia allí —dijo, señalando al sudeste—. Partir antes de amanecer, parar cuando no haber luz. —Lo que significaba doce horas diarias, cuanto menos—. Intentar cuarenta kilómetros al día, con paradas, descanso —esto lo explicó con gestos y usando los dedos para indicar los números—. Cinco días, parar un día, perros dormir —porque los perros no aguantaban tanto como los hombres—. Tú, yo, caminar. Si buen tiempo, montar. —De hecho, la mayor parte del tiempo irían al pasitrote, como solía decir Klope de niño—. ¿Comer? Tú, yo, ésto. —Sarqaq señaló los alimentos secos que llevaban en el trineo, entre los que había tortas preparadas con carne desecada de caribú, alce u oso—. ¿Comida perros? —Ése era el problema más grave.

La tarea de los perros de Sarqaq era extremadamente dura y los animales pasaban hambre todo el tiempo, pero, según la tradición, sólo se les podía dar comida por la noche. Klope tenía la impresión de que la cuarta parte de la carga consistía en salmón seco del verano anterior. Con tres cuartos de kilo de este nutritivo alimento, muy graso, un perro grande podía mantenerse con vida y en condiciones de trabajar; además, si se le añadía un poquito de avena o de harina, el salmón proporcionaba a los animales más energía de la necesaria.

El salmón no se ponía rancio porque el tiempo era muy frío, y los perros no se cansaban de comerlo: engullían grandes pedazos sin masticar, aunque el pescado tenía unas agudas espinas que hubieran podido causar la muerte a otros animales menos fuertes. Parecía un poco absurdo que tanta parte de la carga se destinara sólo al alimento de los perros; pero no lo era del todo, pues sin perros las personas no hubieran podido circular Por los vastos territorios del Ártico.

Para acompañar el salmón seco, que los perros nunca rechazaban comer, Sarqaq estaba siempre alerta por si veía huellas de animales: si conseguía matar un caribú o un alce, o incluso un oso que anduviera cerca del lugar donde hibernaba, podría dar de comer otra cosa a los perros durante dos o tres días, lo que sería más sano para ellos y permitiría ahorrar algo del pescado. Al cabo de algunos días de viaje, Klope comprendió que Sarqaq no había cargado suficiente salmón para los dieciocho días previstos, Porque confiaba en añadir a la dieta algún que otro caribú. Por eso, ambos se mantenían atentos a cualquier señal de caza; Sarqaq incluso estaba dispuesto a interrumpir la marcha un día entero e ir tras el rastro de algún animal, pues sabía que, si conseguía cazar algo, aumentarían las posibilidades de llevar a buen término la larga y peligrosa empresa.

Cada vez que él o Klope salían de cacería, tenían en cuenta dos cosas: el cazador se llevaba a los perros de repuesto para que arrastraran las presas hasta el trineo; si no había regresado al cabo de tres horas, su compañero encendía una fogata, para que el humo indicara el punto donde estaba parado el trineo, por si el cazador no tenía ni idea de donde se encontraba o donde estaba el vehículo.

En aquellas tierras del norte, en las que no hacía viento y apenas se veían árboles, una fogata humeante enviaba una señal que alcanzaba una altura increíble, de casi ochocientos metros: una columna muy recta, sin ninguna ondulación. El humo quedaba suspendido en el aire, quieto, hasta que paulatinamente se disipaba. Muchas veces los viajeros podían saber si al otro lado de una colina vivían personas, por la columna de humo que pendía sobre el edificio de los baños; la señal se divisaba a kilómetros de distancia.

Durante una de las incursiones en busca de carne, a Klope se le ocurrió algo que ocasionó cambios en el viaje: cuando se disponía a salir tras un alce cuyas huellas se veían junto al río, preguntó si podía llevarse, en vez de a los perros de repuesto, a Mestizo, que estaba echado con los arreos puestos, como los otros seis componentes del tiro.

—Tal vez bueno —dijo el esquimal; de modo que Klope partió con la única compañía de Mestizo, y dejó a los perros de repuesto.

Klope jamás olvidaría ese día: el cielo, de color azul grisáceo; el sol, poco brillante, a baja altura; la nieve resplandeciente, aunque sin llegar a deslumbrar; la posibilidad de atrapar un alce y la alegría con que le seguía el perro. A Mestizo le encantaba cazar, estaba bien adiestrado y respondía a la menor señal de Klope; el perro también participaba en la cacería y deseaba abatir un alce, para alimentarse él y los compañeros del tiro. Entre Klope y el animal se creó, ya desde el primer día, una estrecha colaboración. Hacia el crepúsculo, que llegó a hora muy temprana, se acercaron a la presa. Después de tomar posición, Mestizo se puso al lado de Klope Y, cuando éste disparó el rifle, saltó como una bala y asió al alce por una pata, por miedo a que estuviera sólo herido.

El problema era cómo arrastrar el pesado cuerpo del animal hasta el trineo; además, había que localizar el vehículo. Klope escudriñó el horizonte antes de que se hiciera del todo oscuro y logró ver la columna de humo; enganchó a Mestizo a un arnés y rodeó el cuello del alce con el extremo libre. Parecía complicado que el perro lograra tirar de una carga tan pesada, de unos doscientos kilos, pero con la ayuda de un empujón de Klope, el animal abatido comenzó a avanzar y, gracias al excepcional esfuerzo de Mestizo, se deslizó por la nieve.

—Sabe que está volviendo con algo importante —murmuró Klope para sus adentros, contemplando admirado la escena.

Efectivamente, eso parecía, ya que el perro caminaba erguido, con el arnés tirante, los oídos alerta, mirando a lado y lado con sus ojos oscuros y abriéndose camino con el hermoso cuerpo de color gris pardo. El regreso fue triunfal, y Klope, al divisar el trineo, casi de noche, disparó un tiro exultante que resonó en el aire helado.

—En seguida se oyeron sonidos de entusiasmo en el campamento: el ladrido de los otros perros, el grito de bienvenida de Sarqaq; después vino el trabajo de trocear la carne y arrojar los despojos a los perros hambrientos, y la agradable sensación de estar de nuevo en casa al final del día. Por la mañana, sin embargo, ocurrió algo más triste: Klope vio que Sarqaq no había incluido en el tiro a Mestizo, que quedaba relegado a mero perro de repuesto.

—Aquí está Mestizo —dijo Klope, empujando el perro hacia delante.

—No bueno, ¡mierda! —rezongó Sarqaq, y excluyó a Mestizo del tiro.

Klope, comprendiendo que él sabía bien poco de cómo llevar un tiro de perros, no dijo nada, pero quedó muy desencantado; al parecer, también lo estaba Mestizo, que mostró su descontento al no ser enganchado con sus seis compañeros. Y como a los perros de repuesto se los mantenía unidos por un pequeño arnés aparte, para impedir que se alejaran, Mestizo ni siquiera podía caminar junto a Klope; habría sido difícil determinar cuál de los dos se sentía más desilusionado.

En la primera etapa del viaje, Sarqaq se mantuvo en el río, abriéndose paso entre el hielo abrupto, pero una tarde despejada llegó a un largo tramo de hielo cristalino, tan liso como un espejo: Como era la primera vez que Klope veía este tipo de hielo, el esquimal le invitó a subir a los patines y conducir el trineo; durante casi una hora, mientras Sarqaq quedaba muy atrás, Klope y los siete perros se deslizaron por el hielo, en medio de la belleza de un apacible día ártico. Para Klope fue una sensación inaudita la que le produjo el silencioso movimiento, fuera del tiempo y del espacio, a través de la blancura. Al terminar el trayecto, los perros, sin muestras de cansancio, se echaron felices sobre el hielo; durante un instante, Klope sintió deseos de gritar, pero los gritos no eran muy propios de su carácter.

—Buenos perros —dijo, revolviendo la carga en busca de trozos de salmón para darles.

En el punto en que el Yukón describía una ligera curva hacia el sudoeste, Sarqaq se desvió del camino recto, se apartó del río y continuó hacia el este. Desviarse tenía una sola ventaja: en esa parte los temidos Llanos del Yukón se suavizaban y los perros encontraban un terreno relativamente llano; sin embargo, era absolutamente necesario hacerlo, porque Circle City con su población muriendo de hambre, quedaba justo delante y, si Sarqaq y Klope hubieran intentado pasar junto a esa trampa con el cargamento de provisiones, lo habrían perdido todo. Por eso se alejaron del río, sin detenerse para cazar ni para conceder a los perros el día de descanso que necesitaban.

Al volver al Yukón, al sur de Circle City, la temperatura empezó a descender bruscamente, hasta el punto de que Sarqaq temió no poder continuar avanzando e intentó encontrar sitios en los que la nieve se hubiera acumulado, para que los perros pudieran cavar madrigueras si el frío se hacía insoportable.

Así ocurrió. La temperatura bajó a treinta y cinco grados bajo cero, el punto en que el termómetro de Sarqaq dejaba de registrar; después, a cuarenta, y, finalmente, a cuarenta y cuatro grados bajo cero. De haberse levantado un viento fuerte, probablemente hombres y perros hubieran muerto congelados. Sin viento, el frío era más soportable: si uno se quedaba a la intemperie, con la cara descubierta, corría peligro de perder la nariz o una oreja; pero si se protegía y cuidaba de los perros, resultaba asombrosamente fácil sobrevivir. Klope, en aquel intenso frío, avanzaba con el codo izquierdo apretado contra el cuerpo, porque de este modo podía notar contra la piel el bote de levadura; acabó sintiéndose como uno de esos dioses de los que hablaban sus libros de quinto curso, como el custodio de un fuego sagrado, y la idea le agradó mucho. Quizá la levadura no serviría para nada cuando llegaran a su destino, pero al menos no se habría congelado.

En cuanto a los perros, la supervivencia consistía en enterrarse en la nieve como conejos, hasta que sólo asomaban los hocicos negros; se les podía encontrar al descubrir su aliento helado, suspendido en el aire silencioso e inmóvil. Los hombres actuaron de forma bastante parecida: a cuarenta y seis grados bajo cero, se parapetaron detrás del trineo, amontonaron nieve alrededor para protegerse mejor del viento y se acomodaron como pudieron.

Echados de esta forma, sin poder moverse, Sarqaq se reprochó la estupidez de haber vuelto al río:

—Aquí más frío —dijo. Y con las manos enfundadas en guantes hizo un gesto que imitaba el viento.

—Pero no hay viento —observó Klope—. En absoluto.

—No viento —reconoció el esquimal—, pero frío seguir río. —Y señaló con sus guantes la forma en que el intenso frío recorría el Yukón arriba y abajo, como impulsado por algún vendaval.

—¿Cómo es posible? —preguntó Klope.

—Quién sabe —fue la respuesta del esquimal—. Pero hace más frío, ¿verdad? —Y era cierto.

Al amanecer del octavo día de viaje, Klope observó que Sarqaq se había quitado los guantes y estaba tallando un pequeño objeto.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Para ti —contestó el esquimal.

Eran unos anteojos, para protegerse de la ceguera de la nieve: cualquier persona (especialmente un blanco, por tener menos pigmentación) que permaneciera entre la nieve mientras brillaba el sol, podía quedarse momentáneamente ciego, porque sus ojos se enfrentaban a un excesivo resplandor; si el frío era muy fuerte, la ceguera podía llegar a ser permanente. Para evitarlo, los esquimales usaban, desde hacía mucho tiempo, unas protecciones talladas en marfil, hueso o madera, o incluso cortadas en un trozo de cuero de caribú, si no había nada mejor disponible; la protección cubría completamente el ojo, pero tenía una ranura estrecha, de unos seis milímetros en sentido vertical y no más de dos centímetros y medio en sentido horizontal, para que el viajero pudiera ver por dónde iba. Muchas veces los anteojos se pintaban de negro, para reducir en lo posible el resplandor.

—Sol fuerte, no más caza advirtió Sarqaq a su compañero, al entregarle el valioso útil de supervivencia, porque aun así protegido, la exposición continua al sol ártico podía ser peligrosa.

Cuando se suavizó el frío, uno de los más intensos que había vivido Sarqaq, los viajeros retomaron el camino hacia el sur, y el esquimal recibió entonces una lección que le impresionó. Estaba claro que Klope le inspiraba un gran respeto, pues de lo contrario no se habría mostrado dispuesto a viajar con él, pero eso no le impedía sentir cierto desdén por los blancos en general.

—No aguantan tanto como nosotros —decía a sus colegas esquimales y atapascos—. No saben recorrer la tundra como nosotros. Y se ponen a llorar cuando hace frío. —Dado que todos los nativos tomaban esta opinión por artículo de fe, los conductores de trineo asentían.

Sin embargo, en las últimas etapas de la travesía, en las que el blanco debería estar ya agotado, Klope estaba demostrando un vigor increíble; durante una jornada de cuarenta y tres kilómetros, anduvo en cabeza la mayor parte del camino, no montó en el trineo ni una sola vez y, al terminar el día, se encontraba en mejor estado que el mismo Sarqaq. El esquimal, al ver esto, creyó que era por culpa de algo que él había comido; no obstante, era una teoría poco razonable, pues los dos hombres compartían la misma mala comida. Después de tres días seguidos, durante los cuales Klope avanzó y resistió bastante más que Sarqaq, el esquimal reconoció, admirado:

—Tú, blanco, aguantar bien —lo que era un gran elogio.

Por suerte, iban por el río cuando llegaron a un hermoso trecho en el que corría bordeado de peñascos, a la altura de una antigua colonia minera que algún esperanzado buscador de fortuna había bautizado como Belle Isle, pero a la cual otros que vinieron después, más realistas, dieron el nombre de Eagle, más apropiado. Era un bonito enclave, rodeado de montañas, algunas de las cuales llegaban hasta la misma orilla del río. Había también una isla, que tal vez en verano justificara el calificativo de bella, según reconoció Klope; sin embargo, lo que más le gustó de Belle Isle fue que daba la sensación de ser un mundo aparte; después de ver, en rápida sucesión, un alce, un par de zorros y una hilera de caribúes, pensó que los animales serían de la misma opinión.

Otra razón que convertía en especial esa parte del Yukón era que allí mismo, o muy cerca, acababa el territorio estadounidense y comenzaba el de Canadá. Más allá de Eagle, John Klope entraría en un país extranjero por Primera vez; pero no tenía a nadie con quien comentarlo, porque para Sarqaq no había ninguna frontera entre el Polo Norte y el Polo Sur: era todo tierra, y a toda había que tratarla por igual. Si la temperatura descendía hasta los cincuenta y cinco grados bajo cero, uno se enterraba en la nieve; si Subía hasta unos agradables veintitrés bajo cero, uno adelantaba tanto camino como podía.

A unos sesenta y cinco kilómetros de Dawson les sorprendió de nuevo un frío extremo, acompañado esta vez por un fuerte viento que remontaba el Yukón desde el norte, y no tuvieron más remedio que acampar en un terreno nevado y cubierto de arbustos y árboles bajos. Dispusieron el trineo contra el viento, cortaron ramas para conseguir mayor abrigo y dejaron que los perros se enterraran en los montones de nieve, intentando conservar de esta forma tanto calor como les fuera posible.

Cuando mejoró el tiempo, Sarqaq propuso que los dos salieran a cazar alces o caribúes para llevarlos a la ciudad hambrienta; después de decidir cómo regresarían al río y se encontrarían junto al trineo, se pusieron en marcha: Sarqaq, con dos de los perros de repuesto; Klope, con la ayuda de Mestizo y con correas para arrastrar la carne, si se cazaba algo.

Fue una cacería solitaria y extremadamente fría; tanto el hombre como el perro fueron víctimas del rigor del clima, y, además con un frío tan intenso ningún animal circulaba por la zona. Klope no cazó nada y regresó de mal humor al Yukón, el gran río congelado. Sarqaq no estaba; como en diciembre cada día oscurecía más temprano que en la tarde anterior, era evidente que, si Klope no le encontraba de inmediato, se haría de noche y los dos hombres se verían obligados a pasar unas dieciocho horas separados.

Lo primero que hizo Klope fue encender una fogata, pero la fuerza del viento dispersó muy pronto la columna de humo que hubiera debido servir de señal; no obstante, añadió más leña, con la esperanza de que a Sarqaq le llegara el olor del humo y pudiera seguirle el rastro. Tomando la precaución de recordar cada vuelta que daba, caminó en círculos cada vez más amplios mientras llamaba a gritos a su compañero, aunque sin recibir respuesta; cuando se disponía a desandar lo andado, Mestizo, dotado de un oído más agudo que el suyo, comenzó a gañir, mirando hacia el norte. Tras una penosa caminata, Klope encontró a Sarqaq y a los dos perros, junto a un alce muerto que, en los estertores de su súbita agonía, había destrozado el tobillo izquierdo del esquimal.

Sarqaq le había estado esperando pacientemente, convencido de que, de todos los compañeros de viaje que había tenido, si alguien podía hallarle era el valiente estadounidense.

—Matar alce —explicó, cuando Klope se arrodilló a su lado—. Correr con cuchillo. Cabeza girar, cuerno romper tobillo.

—Te ayudaré a llegar al trineo —le dijo Klope; pero Sarqaq era un hombre de la tundra y no podía permitirlo.

—Si nosotros ir, lobo comer alce. Tú buscar trineo, yo vigilar. —Y se negó a abandonar la presa.

Klope regresó al río, enganchó a los perros y llevó el trineo hasta donde les aguardaba Sarqaq. En la noche cerrada, despedazaron el alce, intentaron curar el tobillo herido, levantaron una protección contra el fuerte viento nocturno y se acomodaron a esperar el alba.

Hicieron planes en medio de un frío cruel. Sarqaq, que andaba cojeando y con grandes dolores, actuaba como si no hubiera sufrido más que un ligero golpe:

—Nosotros enganchar todos los perros, también Mestizo.

Cuando hubieron acabado de engancharlos con improvisados arneses, Sarqaq insistió en cargar los trozos buenos del alce en el trineo, donde había espacio para hacerlo, ya que los perros se habían terminado las provisiones de salmón seco. Después, Klope y él soltaron a los perros y les dejaron hartarse con las vísceras y los despojos.

Entonces tomaron una sorprendente decisión. Klope había creído que Sarqaq viajaría en el trineo, sobre la carga, y que los perros de repuesto ayudarían a tirar, para poder arrastrar también al hombre y la carne del alce; pero el esquimal, que nunca olvidaba a sus perros ni la finalidad del viaje, se negó a montar en el vehículo. Apoyó una mano en el trineo y, con la ayuda de un palo, se propuso recorrer caminando los kilómetros que faltaban para llegar al pueblo de Dawson. Valientemente se puso en marcha, marcando el paso de una forma que asombró a Klope.

—¿Si yo estar solo? ¿No ayuda? Yo caminar igual —comentó el esquimal.

Recurriendo al vigor heredado de sus antepasados, el que les había acompañado en la travesía del mar de Bering y les había permitido sobrevivir en el territorio más inclemente del mundo, Sarqaq mantuvo durante una hora el mismo ritmo; sin embargo, en cuanto estuvieron de nuevo a salvo en el Yukón, su impresionante determinación flaqueó, y el hombre perdió el sentido.

Klope detuvo a los perros y le subió como pudo al trineo; después de atarlo, gritó a los animales: «¡Ya!», y se pusieron en camino.

Pasaron las dos últimas noches en el río, con frío y asustados por lo que pudiera pasar con la pierna de Sarqaq, pero a la mañana siguiente, después de un corto recorrido, divisaron Dawson, esa turbulenta ciudad en la que se apiñaban miles de personas, entre la montaña y el río. Klope hizo parar a los perros, se inclinó sobre los asideros del trineo y bajó la cabeza, agotado. Había conseguido finalizar uno de los viajes más duros del mundo: casi seiscientos cincuenta kilómetros en tren, hasta Seattle; cinco mil por mar, hasta Saint Michael; ciento treinta a través del mar de Bering, hasta el Yukón, y unos dos mil doscientos sobre este terco río hasta Dawson. Se había ganado el derecho a hacerse un sitio en la ciudad y buscar fortuna en las minas de oro.

Al entrar en Dawson, entre disparos de los desesperados habitantes a modo de bienvenida, Klope se comportó con decisión: vendió por una pequeña fortuna el cargamento de comida, incluida la carne del alce; convenció a Sarqaq para que le regalara a Mestizo (el esquimal aceptó, sabiendo que ese perro cruzado, tan inútil para tirar, le había salvado la vida), y corrió al Klondike, donde se enteró de que hasta el último centímetro de las orillas del Bonanza y Eldorado estaban adjudicados desde hacía tiempo. Algunos de los que habían ya registrado sus propiedades le dijeron, entre risas, que Podía quedar terreno libre a unos seis kilómetros de distancia, donde no había oro; entonces Klope volvió rabioso al pueblo, dispuesto a luchar a brazo partido por una concesión.

Quienes llevaban un par de años en las minas habían aprendido a apartarse de los advenedizos como Klope, a los que la desilusión volvía muy agresivos; este individuo, en particular, iba acompañado por un gran perro esquimal que enseñaba los dientes, de modo que se mantuvieron a bastante distancia. Los buscadores con más experiencia opinaban que el hombre no tardaría en acabar con una bala en el pecho.

No sabían que John Klope era de un tipo muy distinto; no tenía intención de morir en algún violento tiroteo en uno de los tramos del Yukón. No guardaba rencor contra los hombres que se habían apoderado de los mejores sitios, sino contra sí mismo, por haber llegado tan tarde. No se le ocurría pensar que, desde el momento en que se enteró de lo del Klondike, el 20 de julio de 1897, hasta el 16 de diciembre de ese mismo año, apenas había perdido un día. El retraso de Seattle había sido mínimo; la espera en Saint Michael mientras se reparaba el Jos. Parker, inevitable, y la estancia en Fuerte Yukón había sido necesaria para llevar a cabo los preparativos con Sarqaq. Aun así, maldecía su suerte.

Su problema actual consistía en encontrar un sitio donde dormir. La respuesta no era fácil, ya que la mayor parte de la ciudad se albergaba en tiendas de campaña, en las que por la noche la temperatura podía descender hasta cuarenta grados bajo cero. Pocas veces habían vivido tantas personas en una penuria igual; no encontró a nadie que quisiera alojarle, a pesar de que su cargamento de comida había salvado varias vidas.

La calle principal de Dawson (todo aquello había sido pantano desierto hasta apenas un año y medio antes) era una alegre avenida llamada Front Street, con tabernas a montones, un teatro, un dentista, un fotógrafo y otros cuarenta establecimientos por el estilo, dispuestos a dejar a los mineros sin su oro. En Front Street no había alojamiento para Klope y su perro; pero en sentido paralelo a ésta corría otra calle, nada más que una hilera de tugurios, llamada Paradise Alley; allí vivían, en destartalados burdeles, las mujeres que habían ido a la ciudad para entregarse a los mineros.

Unas habían atravesado las montañas por el puerto de Chilkoot; otras habían remontado el Yukón con sus chulos, en el Jos. Parker, y algunas eran actrices, costureras o aspirantes a cocineras en el momento de llegar a Dawson. Si no encontraban el empleo al que aspiraban, terminaban en Paradise Alley, en cualquier cuarto miserable que hubieran podido conseguir ellas o sus chulos.

En uno de los burdeles más grandes vivía una belga corpulenta, gritona y ordinaria, de treinta y pocos años. Formaba parte de un grupo de once prostitutas profesionales que habían sido reclutadas en el puerto de Amberes, y habían atravesado el océano y el territorio de los Estados Unidos para ejercer en las minas de oro. Según se contaba en la ciudad, las había importado un emprendedor hombre de negocios alemán que sabía lo que se necesitaba en plena fiebre del oro; en el Klondike, esas mujeres eran de las personas que más trabajo tenían.

La jefa del mayor burdel de todos era muy conocida: se apodaba la Yegua Belga; cuando Klope se quejó en la taberna de que no había obtenido ninguna concesión ni había encontrado un sitio donde dormir, un estadounidense le dijo:

—Yo pasé cuatro noches en casa de la Yegua Belga. Tiene una cama para alquilar.

De manera que Klope se dirigió a Paradise Alley, en busca del tugurio de la yegua, a quien, en efecto, le sobraba una cama y tenía por costumbre alquilarla. Claro que como las habitaciones estaban separadas por delgados tabiques, la persona que alquilaba el cuarto prácticamente tenía que tomar parte en la animada y reincidente profesión de la Yegua; pero Klope, que seguía siendo un solitario, podía negar la evidencia de las ocupaciones de la mujer.

De cualquier modo, Klope quedó muy agradecido a la Yegua por su generosidad y por la buena voluntad que demostró, ya que, aunque la mujer no hablaba inglés, se esforzó en hacerle sentir cómodo, tal como hacía con todos los hombres. Una mañana en que él la había invitado a desayunar fuera (tortas y empanadas de carne de alce), conoció a un hombre cuya propiedad acabaría heredando. Era Sam Craddick, un ceñudo minero de California, cuyo padre había ganado una pequeña fortuna en la auténtica Fiebre del Oro, la de 1849, la que se escribía con mayúsculas. Craddick había ido a Alaska pensando que encontraría el oro en filones, como en California, y se enojaba al pensar que tenía que lavar toneladas de arena para obtener sólo unas partículas.

—¿Tienes una concesión? —le preguntó Klope.

—El verano pasado, cuando llegué, todos los sitios buenos estaban ocupados —le contó el hombre—. Conocí a la Yegua de la misma manera que tú.

—¿Y no registraste ninguna concesión?

—Una sí, ¡qué demonios! Pero no en los arroyos, donde está el oro, sino bastante más arriba, en una colina desde la que se ve Eldorado.

—¿Y por qué la registraste allí?

Mientras la Yegua se zampaba las tortitas (era una increíble glotona), Craddick, sobre la mesa de caballetes en la que estaban desayunando, explicó a Klope ciertos conceptos teóricos de la explotación de las minas:

—Ahora sí que se encuentra oro en los riachuelos de ahí abajo. Y es el único sitio donde puede encontrarse, suponiendo que a uno le sobre el tiempo, si no es en un filón, como en California.

—¿Piensas que el filón más importante está en las colinas?

—No. No creo que haya un filón importante en todo el Canadá, ni tampoco en Alaska.

—Entonces, ¿por qué reclamaste una concesión en la montaña?

—El oro actual sí que está aquí abajo —contestó el minero—, en la corriente de los arroyos. Pero en cuanto al oro de hace tiempo, que quizá sea la cantidad mayor. ¿Por dónde corría el arroyo que lo arrastró?

—¿Quieres decir que pudo existir otro río? Eso es lo que dicen los expertos.

—Pero ¿no estaría más abajo, en vez de más arriba?

—Si fuera un río de hace diez años estaría más abajo. Ahora bien, pongamos un millón de años atrás. ¿Quién demonios sabe por dónde andaba?

—¿O sea, que pudo haber estado a mucha más altura que el río de ahora? —preguntó Klope.

—¿Has visto alguna ilustración del Gran Cañón?

—Como todo el mundo.

—Ten en cuenta que ese riachuelo excavó un cañón tan profundo. Una vez aquí ocurrió algo parecido. —Craddick miró a Klope y, bruscamente, preguntó—: ¿Quieres comprar mi concesión? ¿Toda esa mierda?

—¿Por qué quieres venderla?

—Porque estoy harto. Esto es el infierno comparado con California.

Klope pensó: «Es lo que decía aquel tipo de California. Tal vez el Clondike es demasiado duro para esta gente». Y preguntó en voz alta:

—¿Cuál es el tamaño de tu propiedad?

Craddick, consciente de que tenía en el anzuelo a un comprador al que podía endosar la mina, contestó con sinceridad:

—De tamaño medio: quinientos metros a lo largo del río, y la distancia normal a este y a oeste.

—¿Este hombre es buena persona? —Klope interrumpió a la belga, que no había terminado de comer las tortas.

—¡Es un buenazo! —exclamó la mujer, echándose a reír y abrazando a Craddick.

Llamó a algunos de los que estaban en la cantina para que lo confirmasen; les hizo la pregunta por medio de gestos, y los hombres estuvieron de acuerdo con su opinión:

—Es honrado y tiene una propiedad legítima en las montañas que quedan sobre Eldorado.

Cuando la Yegua se ponía a defender la reputación de algún hombre de cuya honestidad no le cabía duda, resultaba difícil detenerla. Salió de la cantina, se plantó en medio de la calle helada y, llevándose a los labios los dedos de la mano derecha, soltó un agudo silbido. De una tienda situada un poco más abajo, salió un joven vestido con el uniforme rojo y azul de la Policía Montada del Noroeste. Al ver, tal como esperaba, la robusta silueta de la Yegua Belga, se acercó tranquilamente para averiguar qué pasaba esta vez.

Era un oficial apuesto, de veintiocho años, sin barba ni bigote y con una actitud franca que revelaba su procedencia de algún pueblecito canadiense. El sargento Will Kirby era más alto y más delgado que la mayoría de los miembros del distinguido cuerpo policial al que pertenecía. Debido a su trabajo, había aprendido francés, de modo que pudo hablar sin problemas con la belga, quien le explicó que Klope el americano pedía referencias sobre Craddick, de quien ella sabía que era un hombre de confianza.

Kirby hizo salir a los hombres de la cantina, porque sus superiores no le permitían pisar las tabernas ni los burdeles; en seguida reconoció al minero:

—Sam Craddick es un buen hombre. Hace más de un año que le conozco.

—Si estaba aquí hace un año, ¿por qué no se quedó con una buena concesión? —preguntó Klope.

—Hace un año ya era demasiado tarde —contestó Kirby.

Aunque el oficial no sospechaba que Craddick estuviera tratando de hacer algo ilegal, pues sabía que era un hombre honrado, le pareció que sería mejor averiguar qué estaba pasando:

—¿Quiere venderte su propiedad?

—Sí.

—¿Y dónde está? —preguntó Kirby a Craddick.

—En la colina de Eldorado —respondió el minero.

—Es un buen sitio —opinó Kirby, con cauteloso entusiasmo—. Ha habido cosas interesantes por allí. —No quiso saber cuánto pedía el vendedor, pero al oír la cifra de cincuenta dólares, dio un silbido y le dijo a Klope—: Si no la compra usted, me la quedaré yo —dicho esto, saludó a la Yegua y se marchó.

Klope tenía el dinero necesario y ardía en deseos de ser dueño de una mina de oro, del tipo que fuera; por eso dijo que la compraría, pagando en efectivo, si el minero le mostraba el sitio y firmaba un documento de cesión en la oficina del gobierno canadiense.

Ansioso por desprenderse de algo que no le había causado más que molestias, el minero explicó:

—También te quedas con una cabaña, aunque no está del todo terminada. Va incluida en el precio.

—Vamos a verlo ahora mismo.

Klope pagó el desayuno de la Yegua, desató a Mestizo y se fue con el minero; después de recorrer a pie los veinte kilómetros que les separaban de Eldorado, Klope comprobó que todo lo dicho era cierto. El hombre tenía una concesión en lo alto de una colina. Había comenzado a cavar profundamente en la tierra congelada. Además, había llegado a construir las tres cuartas partes de una cabaña. Tal como dijo el propio minero, era la mejor compra que se podía hacer en el Yukón.

—No creo que aquí haya ni gota de oro, pero es una auténtica concesión, en auténtico terreno minero.

Se estaba acercando el anochecer del día veintidós, y ninguno de los dos tenía ganas de repetir la caminata hasta Dawson, de modo que el minero propuso:

—¿Por qué no pasamos la noche aquí?

Montaron unas toscas camas en la cabaña a medio terminar. A punto ya de acostarse, el hombre exclamó de repente:

—¡Mierda! ¡Casi me olvido! Tienes que preparar la masa por la noche si quieres comer tortitas por la mañana —explicó, ante la extrañeza de Klope. Se levantó de la cama y comenzó a revolver las provisiones, en busca de harina.

—¿Pones levadura en la masa? —le preguntó Klope.

—No hay otro modo de hacerlo.

—Traje un poco de masa de levadura desde Fuerte Yukón y no sé si aún servirá se atrevió a proponer Klope, vacilante.

—Pruébala un día de éstos y verás.

—¿Y si la probáramos ahora?

Craddick consideró la propuesta y contestó, juiciosamente:

—La mía se terminó. Ned, el de más abajo, me prestó un poco. Sé que ésta es buena. Si probamos la tuya y resulta que no sirve, nos quedaremos sin desayuno.

—¿Por qué no probamos las dos? —propuso Klope a su vez, tras pensárselo un momento.

—Eso sí que es una buena idea —reconoció el minero.

Por la mañana se levantó antes que Klope, a quien despertó con buenas noticias:

—¡Qué levadura has traído, amigo! —Y le explicó que si se mezclaba una buena pizca de masa vieja, rica en esporas de levadura, con un Poco de harina corriente, azúcar y agua, y se dejaba fermentar la pasta durante toda la noche en un sitio resguardado, se formaba la mejor levadura del mundo y una masa nueva con la que se podían hacer deliciosas tortas—. Me parece que tu masa ha funcionado mucho mejor que la de Ned.

Klope miró las dos cacerolas de masa fermentada y estuvo de acuerdo. Las primeras tortas preparadas con su levadura eran, tal como aseguró enérgicamente, las mejores que había probado nunca: consistentes, sabrosas y riquísimas cuando las untó con el almíbar casi congelado de una lata grande.

—Con mantequilla serían aún mejores —comentó el minero. Pero hasta él debió admitir que, tal como estaban, resultaban muy ricas—. Tienes una buena masa. Te servirá de mucho mientras estés aquí arriba, excavando el pozo.

Después del desayuno reveló a Klope las complejidades de ese tipo de explotación minera:

—En esta colina, lo que hacemos todos es encender una fogata cada noche, desde septiembre, cuando el suelo se congela, hasta mayo, cuando empieza a deshelarse. El fuego ablanda la tierra hasta unos veinte centímetros de profundidad. Por la mañana, se cavan esos veinte centímetros de tierra y se amontonan aquí. A la noche siguiente, como cada noche, se enciende otro fuego. A la mañana siguiente, como cada mañana, se cavan los veinte centímetros de tierra deshelada, hasta que se consigue un pozo de nueve metros de profundidad.

—¿Y qué se hace con la tierra? —preguntó Klope.

Craddick señaló hacia unos cuantos montones de tierra congelada y sólida:

—Cuando llegue el verano, lava toda esa tierra y quizá encuentres oro. —El minero lanzó un grito colina abajo, a un hombre que trabajaba a menor altura—: ¿Podemos ver tu vertedero?

—Bajad, pero sujetad al perro —respondió el hombre, también a gritos.

Klope, Craddick y Mestizo descendieron hasta la otra concesión, más cercana a los ricos terrenos del arroyo, y se quedaron mirando el montón de barro congelado.

—No sé cuánto oro hay —les dijo el propietario—, pero Charlic, tres puestos más abajo, está convencido de que cuando lave su montón de barro encontrará cuarenta o cincuenta mil dólares.

—¿Y cómo lo guarda cuando está abajo, trabajando? —preguntó Klope.

Los dos mineros se echaron a reír.

—Ahora mismo, hay millones repartidos por estas excavaciones. Y tendrán que quedarse donde están, porque si alguno toca una pizca de mi barro congelado, hay cincuenta que le matarán a tiros.

Al subir de nuevo la colina pasaron junto a un hombre canoso, de unos sesenta años, que tenía un gran montón de tierra helada junto a su cabaña.

—Dicen que has encontrado oro de verdad, Louie —comentó Craddick.

—A primera vista me dijeron que unos veinte mil dólares —contó el hombre.

—¿Puedo ver cómo es el oro de verdad? —pidió Klope.

El viejo dio unos cuantos puntapiés a su montón hasta desprender un trozo de tierra congelada; al mirarlo, él y el californiano sonrieron con satisfacción, porque veían que el yacimiento era rico. Klope, en cambio, no vio nada y su cara expresó la desilusión.

—Hijo —advirtió el anciano—, el oro no viene en monedas como las que hay en el banco. Son virutas, pequeñísimas partículas. ¡Por Dios, este yacimiento es bien rico!

Entonces, al mover el terrón a la luz del sol, Klope vio las pizcas de oro, nítidas, sumamente pequeñas. Conque eso era lo que había venido a buscar, esas diminutas y mágicas partículas…

De nuevo en su propia mina, Craddick llevó a Klope a la abertura cuadrada que tan laboriosamente había abierto en el suelo helado; por primera vez en su vida, Klope oyó la palabra permafrost[8].

—Es nuestra maldición y nuestra bendición. Tenemos que trabajar como animales para cavar. Pero el suelo permanece tan sólido que no hace falta apuntalar el pozo, como hacía mi viejo en California. El pozo que se cava se queda tal como está hasta el Día del juicio, o hasta que haya un terremoto. Y cuando se alcanza el lecho rocoso…

—¿Qué es eso?

—De donde el río primitivo arrancó el oro… si es que hubo algún río, o si es que hubo oro. —El californiano suspiró por las ilusiones perdidas y añadió—: Cuando se alcanza el lecho rocoso uno se limita a encender más fogatas, para que ablanden la tierra a los lados, en lugar de cavar hacia abajo; y el permafrost lo sostiene todo… incluso el techo del túnel.

Cuando el minero dijo esto estaban a unos dos metros de profundidad; Klope miró hacia arriba, preguntando:

—¿Y cómo se lleva hasta el montón la tierra ablandada?

Su compañero se rió con sarcasmo, lleno de amargos recuerdos:

—La cargas en este cubo que te voy a dar y subes por el pozo, llevándote esta cuerda; luego tiras de la cuerda, vacías el cubo, vuelves a bajar, y vuelves a empezar. —Se rió entre dientes—: A menos que puedas enseñar a tu perro a subir el cubo y vaciarlo.

—¿Y todos esos hombres…?

—Así lo hacemos todos —asintió el minero—. Los que están como yo, sin haber encontrado nada, y los afortunados que se llevaron medio millón.

Los dos volvieron caminando a Dawson, seguidos por Mestizo, y a la mañana siguiente se presentaron en el registro canadiense, donde encontraron al sargento Kirby, que estaba presentando un informe.

—He comprado la concesión —informó Klope.

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