Alaska

Alaska


VIII. EL ORO

Página 38 de 75

—No se arrepentirá —replicó Kirby.

Momentos después, el estadounidense tenía en sus manos un valioso documento, donde se declaraba que se había efectuado una cesión y que ahora era el propietario de la «Concesión No 87 de la Colina de Eldorado, antes perteneciente a Sam Craddick, de California, y actualmente en poder de John Klope, de Moose Hide (Idaho), a partir de la fecha, 24 de diciembre de 1897, por cincuenta dólares estadounidenses».

Al anochecer, mientras algunos mineros sentimentales recorrían las calles heladas cantando villancicos, Klope se dijo que había descubierto 1 punto clave de la búsqueda de oro en el Klondike: la suerte. «Tuve suerte de llegar vivo hasta aquí. Tuve suerte al encontrar a Sarqaq antes de que fuera demasiado tarde. Tuve suerte al conocer a una mujer hospitalaria como la Yegua. Y tuve una condenada suerte al adquirir una concesión tan buena. Sé que las posibilidades de encontrar oro en ese agujero son de una contra mil, pero ningún sabihondo de Idaho volverá a reírse de John Klope. Nadie podrá decir: “¡Ese granjero idiota! Se fue hasta el Yukón y ni siquiera consiguió una mina”».

El último día de julio de 1897, por las oficinas de Ross Raglan, una de las principales compañías navieras de Seattle, se paseaba un caballero alto, entrado en años, vestido con el uniforme de los generales confederados, con su gran sombrero a la Robert E.

Lee y sus botas de montar. Mientras observaba distraídamente a la multitud de aspirantes a buscadores de oro, llegados de todos los rincones del globo, que se apiñaban en el muelle de Schwabacher, su mirada curiosa se fijó en una familia que, evidentemente, provenía del este y, con mayor evidencia aún, demostraba una gran inquietud.

—Éstos huyen de algo —murmuró para sus adentros—. Están nerviosos, pero parecen buena gente.

El marido era un cuarentón delgado que parecía tener poca confianza en sí mismo, como si estuviera esperando órdenes de su jefe. «Un oficinista, quizá», se dijo el curioso. La esposa tenía veintitantos años y era una mujer que no llamaba la atención; el hijo, también de aspecto vulgar, podía tener trece o catorce.

El hombre que les observaba se rió para sus adentros al verles discutir si tenían que entrar juntos en las oficinas o enviar a uno solo. Fue la esposa quien tomó la decisión: puso una mano en mitad de la espalda del marido y le empujó hacia la puerta abierta.

El antiguo confederado se quedó mirando al hombre, que se acercó al mostrador, vacilante. Luego le oyó decir al empleado:

—Tengo que ir al Klondike.

—Como todo el mundo —contestó el empleado—, pero nuestros barcos grandes ya están reservados. No queda ningún pasaje hasta octubre; después, todos los puertos importantes estarán cerrados por el hielo.

—¿Y qué voy a hacer? —preguntó el hombre, desesperado.

—Podría conseguirle pasaje en un remolcador adaptado para el viaje —le dijo el empleado—. Son setecientos dólares; aproveche la ocasión, porque mañana costará ochocientos. —Al ver que el hombre hacía una mueca, el empleado demostró un poco de compasión y continuó—: Que quede entre usted y yo, amigo: el precio es demasiado alto. Nuestros barcos grandes son para ricos. Puede usted tomar uno de los barcos pequeños de R R hasta Skagway y atravesar las montañas por el puerto de Chilkoot. Ahorrará muchísimo.

—Tendré que discutirlo con mi esposa —contestó el hombre al empleado, al verse enfrentado a una decisión complicada.

Cuando iba a salir de las oficinas, sintió que un desconocido le sujetaba por el brazo; al levantar la vista se encontró ante la cara sonriente de un oficial confederado; Éste le preguntó:

—¿Por casualidad está usted pensando seriamente en ir hasta las minas de oro en una de esas cacerolas agujereadas?

Sobresaltado por el aspecto del general y por su pregunta, el hombre asintió; entonces el desconocido le dijo:

—Le voy a dar un consejo de inestimable valor, créame usted: vale más que todo el oro que se pueda encontrar en el Klondike.

Se presentó como el Grano del Klondike y sacó tres recortes de periódicos de Seattle, donde se informaba de que ese honorable veterano de un regimiento de Carolina del Norte, que había combatido con Lee y Stonewall Jackson, había sido buscador en el Yukón desde 1893 hasta 1896, el momento de los mayores descubrimientos y había vuelto al sur en el Portiand «con un talego de lingotes de oro, tan pesado que dos miembros de la tripulación tuvieron que ayudarle a llevar la carga hasta un coche de alquiler, que le condujo, junto con el oro, al despacho del quilatador». Los periódicos decían que el Grano del Klondike, apodo por el que le conocían sus compañeros de fortuna, se negaba a dar su verdadero nombre «porque los parientes codiciosos caerían sobre mí como una bandada de buitres»; pero sus buenos modales atestiguaban que había recibido una buena educación en Carolina del Norte.

El Grano del Klondike tenía ganas de charlar. Después de haber pasado tanto tiempo encerrado en cabañas solitarias, y de perder tantos años en una búsqueda infructuosa, antes de descubrir una fortuna en la «Cuarenta y tres Abajo» del Bonanza, ahora estaba deseoso de compartir sus conocimientos asesorando a otras personas.

—¿Ha dicho usted que son tres en su familia?

—Yo no lo he dicho —aclaró el hombre, visiblemente nervioso.

—Le he visto hablar con su esposa y su hijo —explicó el Grano—. Bonita familia. —Entonces añadió, con una amplia sonrisa—: Será mejor que me los presente usted, para que todos comprendan bien cuál es la situación.

—Venimos de San Luis —dijo el hombre, cuando se reunieron en la calle con su familia.

—Señora —saludó el Grano efusivamente, con una reverencia—, qué joven es usted para tener un hijo tan mayor.

—Es un buen muchacho —aseguró ella.

—Queridos amigos —les tranquilizó el Grano—, no tengo nada que vender. No pretendo llevarles a una tienda para que me paguen una comisión. He recorrido todo el Yukón, de un extremo al otro, y no hubo un momento en que no disfrutara. Sólo quiero contarles mis experiencias para que ustedes no cometan los mismos errores.

—¿Por qué se fue de allá? —preguntó el marido, a la defensiva.

—¿Ha visto usted el Yukón en invierno?

—Pero si tiene tanto dinero, ¿por qué no vuelve a su casa?

—¿Ha visto usted Carolina del Norte en verano?

Les dijo que, si le escuchaban, se ahorrarían dinero y dolores de cabeza. Fue tan convincente, y la manera en que parecía querer protegerles era tan amable, que la familia aceptó una invitación a almorzar. La esposa pensó que les llevaría a algún restaurante de lujo y tenía muchas ganas de ir, Porque durante el viaje hasta el oeste no había podido comer bien; en los trenes los precios eran demasiado altos.

—Suelo almorzar en una pequeña taberna, algo más allá. Sirven una comida excelente por sólo veinte centavos. —Se detuvo en medio del muelle y añadió—: Vivo como viviría cualquier pobre veterano de guerra en un pueblecito de Carolina, en el año 1869, que fue un año muy malo. Aún no puedo creer que tenga oro en el banco. Estoy seguro de que me voy a despertar y que todo esto habrá sido un sueño.

El almuerzo se prolongó cuatro horas; el Grano aseguró más de una vez a sus invitados que le estaban haciendo un favor:

—Me gusta conversar, siempre me ha gustado; en los peores días de la guerra, era la manera en que conseguía animar a mis hombres a continuar.

—¿Era usted general? —preguntó el marido, sin poder resistirse al encanto del amable caballero.

—Nunca pasé de sargento. Pero era yo quien iba a la cabeza de los soldados.

A partir de la segunda hora de conversación, comenzó a explicar a sus invitados qué encontrarían en las minas de oro. Dio cinco centavos de propina al camarero, le pidió lápiz y papel y se puso a dibujar con singular habilidad un mapa detallado del camino que, partiendo del embarcadero de Skagway, cruzaba las montañas y seguía los meandros del Yukón:

—Tienen que entender dos cosas, queridos amigos. En Alaska el barco no le deja a uno en el muelle, porque no hay muelles en los que desembarcar. El barco echa el ancla junto a una extensión de arena. Hay que esforzarse como una mula para llevar las cosas a tierra antes de que la marea se las trague.

»Luego hay que cargarlo todo, bulto por bulto, a lo largo de quince kilómetros por caminos que apenas se pueden llamar senderos. Al fin se llega a una montaña muy escarpada, por la que ni siquiera los caballos pueden trepar; hundiéndose en la nieve, hay que cargar con todos los kilos de equipaje por esa montaña. —Les asustó al decirles el ángulo de la pendiente—: Treinta y cinco grados. Es inhumano.

—Si fuera un poco más empinada no se podría subir con nieve —dijo el muchacho, mirando el dibujo.

—Tal como es —explicó el Grano—, hay muchos que no pueden. —Cuando le pareció que sus oyentes habían quedado suficientemente impresionados, les preguntó—: ¿Y cuánto peso van a transportar por esa montaña? Cada uno de ustedes, quiero decir. Usted, señora… Disculpe, pero no oí bien el apellido. —La mujer no le dio ninguna respuesta, pero él encajó el desaire—: ¿Cuántos kilos de equipaje cree usted que tendrá que llevar hasta el otro lado de la montaña, con sus frágiles brazos? —Dirigió una mirada sombría a cada uno de los viajeros; luego dijo, lentamente—: Una tonelada, Cada uno de ustedes tendrá que llevar una tonelada al otro lado de las montañas. Usted, señora, tendrá que levantar una tonelada y llevarla por una pendiente como ésta, cubierta de nieve.

Con sus invitados boquiabiertos, se levantó y comenzó a recorrer la taberna, pidiendo cortésmente a distintos hombres que le prestaran un momento el equipo; en pocos minutos había formado un pequeño montón, mientras los dueños de las cosas le observaban, rodeándole. El hombre ató juntos varios de los objetos que le habían prestado y dijo:

—Calculo que esto pesa unos veinticinco kilos, ¿no?

Algunos, con experiencia en estos asuntos, reconocieron que sí, que los bultos pesaban en total unos veinticinco kilos.

He puesto veinticinco como ejemplo, porque es lo máximo que un hombre puede cargar por esa montaña. Si es preciso acarrear una tonelada…

—¿Por qué tanto? —preguntó uno de los espectadores.

—Hijo —contestó el Grano, volviéndose hacia él—, en la cumbre de la montaña hay un puesto de la Policía Montada; no le permiten a uno entrar en su país a menos que lleve una tonelada de provisiones.

—¿Por qué?

—Porque no quieren que uno se muera de hambre en Dawson. Allá yo pasé seis días sin comer, y hubo algunos que pasaron más tiempo. A ésos les enterramos. —Se dirigió al niño—: ¿Sabes dividir una tonelada entre veinticinco kilos, jovencito?

—¿Cuánto es una tonelada?

—Señora —dijo el Grano, mirando a la madre del muchacho—, ¿no le enseña usted nada a este niño?

La mujer no se dejó intimidar por el barbudo desconocido, pues se había dado cuenta de su tendencia irrefrenable a conversar y relatar sus experiencias; él la desafió en voz más alta, para impresionar a los espectadores:

—Apuesto a que usted, señora, no sabe cuánto es una tonelada.

—En cualquier caso, sé que es mucho —dijo ella, echándose a reír.

—Son mil kilos, jovencito. Ahora bien: a veinticinco kilos por carga: ¿cuántos viajes a través de la montaña tienes que hacer para acarrear una tonelada de provisiones?

—Cuarenta.

—Aprobado. Calificación: regular. —Dicho esto, levantó el bulto que había formado, pidió prestada una correa y lo ató a la espalda de la mujer—: Y ahora, muchacha, quiero que salga por esa puerta, camine hasta la esquina y vuelva —y le dio un empujón.

Cuando la mujer regresó, ya no sonreía. Por primera vez desde la partida se había formado cierta idea sobre la aventura en la cual se habían embarcado.

—Pesa mucho. No creo que pueda trepar por una montaña cargada con esto.

—¿Y tú, hijo?

El veterano ató la carga a la espalda del niño y le envió a la esquina. El chico también volvió asustado y con ganas de saber más cosas.

—No voy a pedirle a usted que vaya, señor… ¿Cómo dijo que se llamaba? Porque si no puede acarrear veinticinco kilos por la ladera de la montaña, no tiene derecho a salir de Seattle.

Durante la tercera hora, el caballero les explicó los secretos de la supervivencia:

—Además de la comida, es preciso llevar dos cosas esenciales: una buena sierra para cortar troncos, lo que les hará falta para construir una embarcación en el lago Bennett… Tiene que ser de la mejor calidad, porque aserrar troncos en cabrilla es el peor trabajo del mundo.

La mujer preguntó en qué consistía, y él pidió más papel, dio otra propina al camarero y se puso a dibujar un excelente esbozo de un tronco sin corteza, visto en perspectiva. Estaba apoyado sobre un hoyo, dentro del cual había un hombre sujetando el extremo de una sierra de tres metros de largo; por encima de él, sobre una plataforma baja, estaba su compañero, con el otro extremo.

—Hay que aserrar arriba y abajo. El hombre de arriba se queja de que el de abajo no tira fuerte del serrucho; el del fondo maldice a su compañero, convencido de que es él el que no se esfuerza. —Se volvió hacia la pareja—: Espero que el sacerdote que les casó a ustedes les atara con un lazo bien fuerte, porque se pondrá a prueba cuando se pongan a aserrar las tablas que necesitan para el bote.

—¿Cuál era la otra cosa esencial? —preguntó la mujer.

—Una pala para carbón —contestó el Grano—. Porque después de trepar cuarenta veces por la montaña, cosa que tendrán que hacer, tendrán que seguir otro camino paralelo, mucho más empinado. Cuando tengan toda la mercancía en lo alto de la montaña…

—¿Quién vigilará las cosas? —preguntó la mujer.

—Nadie —le contestó el hombre—. Se amontonan en la cima y se pone una señal: un palo, una bandera, unas piedras, cualquier cosa. Eso indica que les pertenece, y, mientras se siga trepando, el equipaje está a salvo, aun cuando se quede abandonado en lo alto porque uno está en el pie de la montaña.

—Pero habrá ladrones.

—De vez en cuando. Muy de vez en cuando.

—¿Y qué se hace en ese caso?

—En mis tiempos se les mataba. Podía haber quince o dieciséis mineros en una cabaña. El hombre a cargo de todo decía, por ejemplo: «Este tipo, el que llaman Whiskey Joe, robó los víveres de Ben, que estuvo a punto de morir. ¿Cuál es vuestro veredicto?». Y todos decíamos: «Hay que matar a ese hijo de puta. ¡Robarle los víveres a un compañero!». Dos minutos después, el ladrón caía muerto de un disparo.

—Lo que cuenta es verdad —dijo uno de los hombres que se habían acercado a la mesa y estaban escuchando la conversación.

—¿Usted mató a algún ladrón? —preguntó el chico.

—No —contestó el Grano—, pero voté a favor de que se hiciera y después ayudé a enterrar el cadáver. Mira, hijo, puede que alguna vez robaras algo en tu pueblo, pero no lo hagas en el Yukón o te matarán de un disparo.

—¿Para qué es la pala? —preguntó la mujer.

—Gracias, señora —asintió el minero, rozando la mesa con las barbas—. A veces me voy por las ramas. Compren la pala más ligera que Puedan encontrar. Llévenla hasta la cima cada vez que suban. Porque después de amontonar las Provisiones arriba… Es preciso recordar que allí puede haber mil montones más. Aquello parecerá un mercado persa en un día ajetreado. Y cuando empieze a nevar, todo quedará cubierto con un manto blanco de dos metros de profundidad.

—Para eso se necesita la pala.

—No. Cuando nieva, con unos cuantos empujones y puntapiés se sacan fácilmente los bultos;'si se han envuelto bien, estarán como nuevos. La pala señora, es para volver a bajar. Uno camina unos cincuenta metros desde el sitio en donde ha dejado el equipaje y se encuentra con una ladera muy escarpada, por la que resultaba muy difícil trepar. Tampoco es posible descender caminando. Lo que se hace es sentarse uno en la pala, con las piernas a lado y lado del mango; se impulsa uno con una mano y ¡zas!: un viaje estupendo por la ladera de la montaña.

—¿Pueden ir dos montados en una misma pala? —preguntó el niño.

—Siempre que los dos sean hábiles —contestó el Grano.

Envió a uno de los curiosos en busca de una pala; como había en la vecindad quince o veinte establecimientos especializados en equipos para futuros mineros, pronto apareció una pala ancha.

—Es demasiado pesada, pero está bien de tamaño. Usted se sienta delante, señora, con las piernas recogidas, si puede. Tú, hijo, acomodas esta tabla bajo el trasero de tu madre, dejando que sobresalga un poco por atrás. Siéntate encima. —Una vez que los dos estuvieron precariamente encaramados a la pala, les dio un empujón imaginario y gritó—: ¡Zaaaaas! ¡Allá vamos! —Devuelta la pala, continuó—: Son aconsejables otras dos cosas. Una buena escuadra: no pesa casi nada, y será necesaria para construir la embarcación. Y tres buenos libros por cabeza, cuanto menos. Se les pueden arrancar las cubiertas para que pesen menos, pero hay que llevarse libros interesantes para los largos días de espera. Un libro largo da mucho de sí.

Con la habilidad que había demostrado antes, trazó un dibujo del bote que tendrían que construir en las orillas del lago Bennett. La mujer le elogió:

—Dibuja usted muy bien.

—El general Lee decía que yo debería haber entrado en el batallón de Ingenieros, pero no tenía estudios.

—Habla tan bien… Tiene mejor vocabulario que yo.

—En el Yukón se lee mucho —comentó el antiguo confederado—. Llegué a recorrer sesenta kilómetros a pie para intercambiar libros, y el que recibía mi visita se moría de alegría al verme. Uno tenía un diccionario y me lo cambió por una novela de Charles Reade. Un diccionario puede ser muy interesante cuando la noche dura seis meses.

—¿Cuánto mide ese bote que está usted dibujando? —preguntó el marido.

El Grano anotó las dimensiones de un bote que había utilizado en una ocasión: siete metros de largo, y un metro setenta centímetros de manga.

—Puede llevar tres personas y tres toneladas. Francamente, señora, usted es muy delgada para tener un hijo tan grande y fuerte como éste.

En la cuarta hora llegó a lo más interesante de sus consejos. Apartando la silla, preguntó:

—Amigos míos, ¿comemos algo mientras consideramos el verdadero problema? —Y encargó otras cuatro comidas de veinte centavos.

—¿Algo de beber? —preguntó el camarero.

—Nunca bebo —respondió el Grano, aunque los platos eran abundantes y ricos.

—En el menú de veinte centavos entra también la bebida —explicó el camarero.

—Sirve cuatro cervezas a esos hombres y otras cuatro, por las del almuerzo, a los de allá —dijo el Grano. Luego se volvió solemnemente hacia sus invitados y, cuidando sus palabras, expuso las posibilidades que tenían—: Supongo que, por lo que he dicho hasta ahora, habrán quedado dos cosas claras; una es realista, la otra es cruel.

—¿Cuáles son? —preguntó la mujer inclinándose hacia delante.

Como al veterano le gustaba esa terca mujercita, se dirigió a ella para explicárselo:

—La primera es que, si se embarcan ahora mismo hacia Alaska, vayan a donde vayan, a Saint Michael o a Dyea, no podrán llegar a las minas este año. El tramo inferior del Yukón estará helado, de modo que navegar será imposible. Y en caso de que lograran atravesar el puerto de Chilkoot antes de las nevadas fuertes, cosa que dudo, se encontrarían con todos los lagos, entre ellos el lago Bennett, congelados; por lo tanto, tendrían que refugiarse en algún sitio para pasar el invierno, y perderían el tiempo, la salud y la paciencia. —Hizo una pausa para dejar que surtiera efecto esa cruda verdad.

—¿Eso es lo realista o lo cruel? —preguntó la mujer.

—Lo realista —contestó el veterano—. Lo cruel, sin duda, ya lo han adivinado ustedes por su cuenta. Cuando lleguen a las minas, cosa que no podrán hacer antes de la primavera próxima, descubrirán que todos los sitios buenos para sacar oro ya tienen dueño. Yo llegué cuatro días después del gran descubrimiento de 1896 y tuve que conformarme con la «91 Abajo» del arroyo Hunker. Resultó ser el más pobre de todos. No sé por qué número irán el año que viene. Tal vez «291 Abajo, 3 10 Arriba», si es que hay tanto terreno disponible. Y aunque lo haya, no será nada productivo.

—¿Eso quiere decir que hemos llegado demasiado tarde? —preguntó el hombre, con el rostro muy pálido.

—Así es.

—Pero usted acaba de decir que comenzó con una concesión pobre —intervino la esposa—. Y logró hacer una fortuna. Lo dicen los periódicos.

—Comencé con una mala concesión en el arroyo Hunker. Terminé con una buena en el Bonanza.

—¿Cómo lo consiguió?

—Fue un asunto tan complicado —dijo el Grano, dando una palmadita en la mejilla de la mujer—, que me da vergüenza contárselo.

—¿La robó?

—Eso pensó el otro. —Meneó la cabeza, en parte por vergüenza, en parte porque le costaba creer que hubiera podido hacer ese intercambio.

—Entonces, ¿no tenemos muchas posibilidades? —preguntó ella.

—No —le contestó el veterano—, y cualquiera de los que vinieron conmigo en el Portland, si es sincero y se preocupa por ustedes, les dirá lo mismo.

—Pero ¿por qué los periódicos…?

—A Seattle le conviene mantener vivo el entusiasmo. Así trabajan las tiendas, las compañías navieras y las tabernas como ésta. —Añadió un agudo comentario—: Y son personas como ustedes las que, al venir en tropel hasta aquí, ayudan a mantener viva la ilusión.

—¿Es todo mentira? —preguntó la mujer.

El Grano se balanceó hacia delante y hacia atrás ante su plato de sabroso estofado. Quería explicar algo un poco complicado y necesitaba que le prestaran atención.

—¡No, no! No es que sea mentira. Es que las cosas no son como se cuentan.

—¿Qué quiere usted decir? —insistió la mujer.

—No encontrarán oro allá arriba —le explicó él—. Créanme: de cien hombres como yo, que nos conocíamos las minas como la palma de la mano, de cien hombres con una gran experiencia, sólo dos o tres hallamos una cantidad significativa de oro.

—Pero en el Portland llegaron docenas de buscadores. Vi las fotografías.

—Nadie fotografió a los centenares que se quedaron allá: los viejos, en sus pequeñas cabañas; los jóvenes, congelándose al borde de un arroyo.

—Explíquenos qué pretende decir —exigió la mujer dando un golpe en la mesa con la cuchara.

—Señora —contestó cortésmente el veterano—, usted se merece una respuesta franca. En las excavaciones no quedará libre ningún terreno que valga la pena, pero personas inteligentes como ustedes, si son atrevidas y tienen algo de dinero ahorrado, pueden hallar una verdadera mina de oro en Dawson.

—¿Se refiere a abrir una tienda? ¿O un hotel?

—Me refiero a infinitas posibilidades. Allá habrá hombres como YO, excavando en busca de oro. Usted y su esposo les estarán esperando en Dawson para apoderarse de lo que hayan encontrado. Aunque suene mal, señora… ¡Maldita sea!, ¿cómo se llama usted?

—Missy, aunque mi madre me bautizó con el nombre de Melissa. Él es Buck y él, Tom.

—Es un placer, amigos. No pretendo ser cruel ni mal intencionado, pero Dawson es una población brutal, a no ser por la policía canadiense, que trata de imponer cierto orden. De ese modo, las personas inteligentes como tú y Buck tenéis posibilidades de ganar una verdadera fortuna.

—¿Qué necesitaremos? —preguntó Missy, que después de escuchar al Grano había comenzado a perder las esperanzas de conseguir oro en la forma habitual.

—Dinero —contestó el Grano—. Sea en Seattle o sea en Dawson, siempre es lo mismo: si uno tiene diez dólares se encuentra infinitamente mejor que si tiene sólo nueve.

—¿Y si uno no tiene diez dólares? —insistió ella.

El veterano, sin hacerle caso, hundió el cubierto en el plato en busca de estofado. Por fin levantó la vista.

—¿No comprendéis cuál es la situación? No vayáis ahora a Alaska. Esperad a abril; entonces cesan las nevadas y el hielo empieza a fundirse. Y el viaje en barco es más barato.

—¿Y qué vamos a hacer mientras esperamos?

—Trabajar. Los tres tenéis que buscar empleo y ahorrar hasta el último centavo. De ese modo, cuando vayáis al Yukón tendréis dinero suficiente para montar algo a lo grande. Si sois tan listos como yo creo, podéis duplicar vuestro dinero, y más de una vez.

—¿Cómo? —insistió Missy.

—Una vez que lleguéis a Dawson, descubriréis cien maneras de hacerlo —contestó el veterano.

Más tarde, en una fotografía de la famosa ciudad del oro, Missy vio que una de sus características era la gran cantidad de letreros, muy bien pintados, que colgaban de las pomposas fachadas de las tiendas, ofreciendo algún tipo de servicio:

ROSQUILLAS Y CAFÉ CALIENTE 20 CTVOS

SE AQUILATA ORO EN EL ACTO

LAVANDERÍA. ZURCIDOS GRATIS

DOCTOR LEE, EXTRACCIÓN DE MUELAS

Mientras Missy contemplaba las fotografías, Buck se puso a calcular:

—Si no nos embarcamos hasta abril… quedan ocho o nueve meses de espera. ¿Qué podría hacer yo? ¿Qué podríamos hacer todos… para ganar dinero?

—¡Ajá! —exclamó el Grano, sin vacilar—. Hay que buscar el empleo mejor pagado que se pueda encontrar… sea lo que sea.

Pero Buck, que llevaba un año sin empleo de ningún tipo, no podía creer que fuera tan fácil encontrar trabajo; en esa situación, el veterano resultó más útil que nunca.

—¿Qué sabes hacer, Tom? —preguntó.

—Repartir periódicos. Lo hago muy bien.

—¡Eso sí que no! No se gana lo suficiente.

El Grano iba a dejar de lado esa posibilidad cuando el muchacho aclaró, con el entusiasmo que provocaba siempre el puerto de Seattle:

—No hablo de repartirlos de puerta en puerta. Me refiero a todo este puerto… Se podría salir al encuentro de los barcos que llegan. Hay muchas posibilidades nuevas.

—Y tú ¿qué sabes hacer? —preguntó el Grano a Buck.

—Papá es un contable excelente —intervino Tom.

—¿Qué experiencia tienes?

—En ferretería y maquinaria.

—Se necesita a un hombre como tú —exclamó el minero, levantándose de la silla.

Seguidos por Missy y Tom, el Grano llevó a Buck a rastras a lo largo de tres manzanas, en dirección al centro de la ciudad. Fueron a Ross Raglan, la tienda en la que había comprado su equipo años antes, la primera vez que quiso viajar al Ártico; ahora estaba repleta de los artículos que solicitaban los buscadores de oro. El Grano hizo llamar al señor Ross y recordó a ese laborioso escocés quién era él, enseñándole los recortes de periódicos para demostrar su identidad.

—Quiero que contrate a este hombre, señor Ross. Sabe trabajar con mercancías y puede poner un poco de orden en este lugar.

Muchos de los empleados de Ross Raglan se estaban yendo a Alaska, y el comerciante estaba ansioso por encontrar un sustituto responsable. Después de formular unas cuantas preguntas a Buck para poner a prueba su capacidad, quiso saber:

—¿Puedo pedir referencias a su anterior jefe?

—No —contestó Buck—. Me fui de San Luis después de un malentendido. Pero ya verá usted que los tres somos responsables.

—¿Esta señora es su esposa?

—Claro que sí —dijo el Grano.

El entusiasmo de ese minero que, según los periódicos, había traído casi sesenta mil dólares en el Portland, era muy contagioso; en contra de su propio criterio, más acertado, el señor Ross contrató inmediatamente a Buck.

El Grano llevó luego a Tom a las oficinas del Post-Intelligencer e insistió en que el periódico contratara al inteligente muchachito para organizar la distribución del periódico en zonas que hasta entonces sólo eran atendidas esporádicamente.

—Me refiero al puerto, las nuevas tabernas, los barcos que lleguen…

También en esta ocasión, el entusiasmo provocado por la fiebre del oro se había extendido tanto que los administradores del periódico tuvieron en cuenta la propuesta, aunque un año antes la habrían rechazado por ridícula. Tom consiguió un empleo, a prueba; entonces, el incansable minero dirigió su atención a Missy.

Antes de que oscureciera por completo, llevó apresuradamente a los Venn por una de las calles principales, hasta que llegaron a un restaurante de lujo. Tras dejar a Buck y a Tom frente a la puerta principal, llevó a Missy hasta la trasera. Entró por la fuerza en la cocina y preguntó por el gerente; en Seattle, en aquella época de locura, estaban acostumbrados a las conductas extrañas, de manera que el hombre escuchó la presentación del Grano del Klondike, que le mostró sus credenciales y explicó:

—Esta joven amiga mía es jefa de camareras, muy bien considerada en San Luis. Se dirige a las minas de oro, y necesita un empleo hasta abril.

—¿Soporta usted el trabajo pesado? —preguntó el gerente. Ante la respuesta afirmativa de Missy añadió, con un suspiro de alivio—: En ese caso, Puede comenzar ahora mismo.

—Estaré aquí dentro de una hora —prometió ella.

—No me falle —le contestó el gerente.

En poco más de una hora, el minero de Carolina del Norte había conseguido tres buenos empleos para sus nuevos amigos; de nuevo en la taberna, cuando le preguntaron por qué les había ayudado de esa forma, explicó:

—Me gustaría tener otra vez treinta años. Volver a pasar por el Chilkoot, navegar por el Yukón en una balsa construida con mis propias manos. Quiero que vosotros hagáis bien las cosas. —Sin embargo, cuando se levantaban para salir, les asustó, porque apoyó las manos sobre la mesa y les miró fijamente, uno por uno:

—Vosotros tres me gustáis —les dijo—. Sois personas de carácter, y os voy a ayudar hasta el final. Pero quiero saber quiénes sois y por qué habéis venido.

—¿Qué quieres decir? —tartamudeó Buck.

El Grano le dio una palmadita tranquilizadora en el brazo:

—Cuando entraste en esa oficina a pedir los pasajes estabas muerto de miedo. Me miraste dos veces para asegurarte de que yo no era un policía o un detective. ¿Qué has robado? ¿Qué crimen has cometido? ¿De qué estáis huyendo? —Antes de que el hombre pudiera responder, el Grano se volvió hacia Missy—: ¡Y tú! Eres la sal de la tierra, ya se ve. Pero no puedes ser la madre de este niño, ¿verdad? ¿Qué edad tienes?

—Veintidós.

—Y no estás casada con éste, ¿no es cierto? —Cuando la mujer quiso protestar, el minero continuó—: ¿Que cómo lo sé? No tenéis aspecto de casados. No le tratas como a tu marido. —Missy preguntó qué quería decir con eso, y el minero respondió—: Le tratas demasiado bien.

Entonces le tocó el turno a Tom:

—En cuanto a ti, jovencito: ¿Te han secuestrado? ¿Te sacaron de un reformatorio?

Tom iba a hablar, pero el Grano le puso una mano en el brazo.

—Ahora no. Pensadlo. Decidid si podéis o no confiar en mí. De la gente que pasa por aquí, la mitad tiene secretos que preferiría no revelar. —Entonces miró muy serio a cada uno de los tres—: Ahora bien, para que yo pueda seguir ayudándoos, vengáis de donde vengáis (que, por cierto, no es de San Luis), necesito que me digáis la verdad.

Muy impresionados por la última descarga del Grano, los tres se reunieron a medianoche, cuando Missy terminó su turno en el restaurante, y se enfrascaron en una agitada discusión sobre el aprieto en que se encontraban.

—Ese tipo me da escalofríos —dijo Missy—. Recuerdo que en dos ocasiones me miró de una manera rara cuando dije algo que no era del todo cierto.

—¿Cómo habrá sabido que no somos de San Luis? —preguntó Tom.

Entonces Buck planteó la verdadera cuestión, la que los otros dos no formulaban, por miedo:

—¿Y si fuera un detective? ¿Y si la policía de Chicago le hubiera enviado un telegrama con nuestras descripciones?

En el pequeño cuarto alquilado se hizo el silencio mientras los tres fugitivos consideraban esa aterradora posibilidad; con los sonidos de la vida resonando en sus oídos, se acostaron y trataron de dormir.

En caso de que el Grano fuera un detective, se comportaba de una forma contradictoria, ya que durante los días siguientes hizo todo lo posible Por ayudarles a empezar bien en sus nuevos empleos; al terminar la jornada de trabajo, repasaba con ellos, una por una, las cosas que Tenían que comprar para la gran aventura en las minas de oro:

—Son tres mil kilos, y cada gramo debe servir para algo.

Logró que Ross Raglan concediera a Buck, como empleado, un descuento en las compras que hiciera allí; también localizó un almacén que deseaba liquidar su surtido de alimentos secos antes de Año Nuevo:

—Cómpralos, Buck, que no se echarán a perder.

Pero fue el mismo Buck quien compiló la famosa lista que tantos recién llegados usarían después como guía de compras. Enumeraba el centenar de artículos que un buscador de oro prudente tenía que adquirir antes de partir de Seattle. En la parte de arriba de la tarjeta estaba escrito: «Todos los elementos de este equipo se pueden encontrar en Ross Raglan». Además, Buck demostró que su ingenio iba en aumento al añadir al pie un útil recordatorio:

Ross Raglan, teniendo siempre en cuenta el bienestar de sus clientes, recomienda encarecidamente que cada buscador lleve consigo un pequeño botiquín con los medicamentos indispensables.

BÓRAX - ESENCIA DE JENGIBRE - LÁUDANO - TINTURA DE YODO - CLORATO DE POTASIO - CLOROFORMO - QUININA - GOTAS PARA EL DOLOR DE MUELAS - ANTIPIRÉTICO YODOFORMO - SOLUCIÓN DE ÁCIDO NÍTRICO - HAMAMELIS ANALGÉSICOS - EMPLASTOS DE BELLADONA - UNGÜENTO CARBÓLICO

Este botiquín se puede adquirir por menos de diez dólares en la farmacia de Andersen, que no tiene vinculación alguna con Ross Raglan. Andersen recomienda también llevar sales de Monsell para las hemorragias, en cantidades adecuadas a la susceptibilidad de cada persona.

La declaración de que R R no tenía intereses económicos en la farmacia de Andersen y no recibía compensación por esa publicidad gratuita sólo era cierta en parte, porque Buck cobraba una pequeña comisión por cada botiquín que ayudaba a vender.

Siempre que se reunían con el Grano del Klondike, se percataban de que él les observaba con mucho más interés del justificado, y todavía les ponía más nerviosos que les invitara a comer con él.

—En Seattle vosotros sois mi familia —decía.

Una vez, Missy le preguntó:

—¿No tienes parientes en Carolina del Norte?

—Ese lugar parece cada vez más lejano —contestó el minero, eludiendo la respuesta. Entonces, en vez de instarlos a revelar sus secretos, les confesó él uno—: Cuando zarpé de aquí con rumbo a Alaska, hace años, tenía una sola ambición: mostrar a esos idiotas de Carolina de qué era capaz. Y mientras pasaba privaciones en el Klondike me consolaba pensando que ya les enseñaría, cuando volviera con mi oro.

—¿Y qué es lo que ha cambiado? —preguntó Missy.

—Carolina del Norte ya no me parece tan importante —dijo el Grano pero se apresuró a corregir—: En realidad, allá nadie comprendería, siquiera remotamente, cómo es el Klondike.

En cierto modo, los tres se sintieron halagados por el hecho de que el minero les hubiera revelado sus pensamientos; no obstante, eso no disminuyó sus sospechas, pues, tal como Buck solía recordar cuando estaban solos:

—Aun así puede ser un detective.

Dado que los tres trabajaban laboriosamente, iban aumentando Sus ahorros, lo que daba a los dos adultos una agradable sensación de seguridad; sin embargo, era Tom quien más disfrutaba, ya que, a medida que iba conociendo el puerto, con los deslumbrantes vapores procedentes de San Francisco o los viejos barcos que llegaban renqueando desde Saint Michael, comenzaba a percibir la magia de Seattle. La ciudad era la más importante del extremo noroeste de la nación, y cada día llegaban trenes, desde diversos lugares del país; además, controlaba el comercio con Alaska, que no contaba con otro mercado para sus productos. Era una ciudad construida en un atractivo terreno ribereño, que tenía lagos, islas y extensiones de agua que se sucedían hasta el horizonte, por el norte, el sur y el oeste. La ceñían grandes montañas, tanto al este como al oeste, y, lo que sorprendía a Tom, al igual que a Buck y a Missy, era que la ciudad no quedara junto al mar, como siempre habían creído, sino unos ciento veinte kilómetros tierra adentro, junto a canales que iban a parar tanto al Canadá como a los Estados Unidos.

—¡Esta ciudad me gusta! —Solía exclamar Tom, cuando la veía desde la cubierta de algún barco recién llegado, después de vender a sus pasajeros el Post-Intelligencer, o bien cuando salía al encuentro de una destartalada embarcación, que había llegado de Skagway y Juneau manteniéndose a flote a duras penas, cargada con tres hombres que traían oro y con otros sesenta y tres que venían sin nada.

Conocía el funcionamiento del puerto de Seattle con tanto detalle como podía llegar a conocerlo un muchacho en el tiempo que llevaba allí trabajando. Una noche fue corriendo al restaurante en el que trabajaba Missy:

—¡Tengo una noticia estupenda! El Alacrity, ese pequeño vapor de Ross Raglan, necesita una jefa de camareras para la travesía de Skagway y me han dicho que pueden darte el empleo.

—¿Cuándo?

—Zarpan mañana, a las cuatro de la tarde.

—¿Cuánto pagan?

—Me han dicho que las propinas son abundantes… realmente generosas.

La mujer pidió a Tom que la esperara hasta que ella pudiera salir del restaurante y le acompañó hasta el sitio donde estaba anclado el Alacrity, que ultimaba los preparativos para el viaje de regreso a Skagway. Mientras se acercaban al bonito navío, Tom comentó:

—Los barcos nuevos como éste hacen el viaje a Skagway en seis días, contando las dos paradas.

Nervioso, y al mismo tiempo orgulloso, Tom llevó a Missy ante el capitán, que llevaba puesta la camisa de dormir.

—Capitán Reed, aquí está la mujer de la que le hablaba.

—¿Es usted trabajadora?

—Ya se lo habrá dicho el chico, ¿no?

—Estoy hablando de un trabajo muy duro. ¿Podrá mantener a raya a la tripulación en el comedor?

—Puedo hacerlo, pero ¿cuánto pagan?

—Las propinas son generosas.

—Pero, ¿cuánto pagan ustedes, por poner las cosas en orden?

El capitán Reed consideró la pregunta y eludió la respuesta:

—Me imagino que usted abandonará el barco en cuanto lleguemos a Skagway.

—Ya sabe usted que mi hijo estará aquí, en Seattle.

—El muchacho dijo que era su hermano.

—Bueno, ¿cuánto pagan?

—Dos dólares al día. Alojamiento y comida. Y las propinas son siempre muy generosas.

—Por tres dólares, acepto.

—He dicho dos, y también he dicho que se la tratará con generosidad. ¿Acepta o no?

—Acepto.

—Preséntese aquí a las siete de la mañana.

—El chico dijo que zarpaban a las cuatro de la tarde.

—Pero a las ocho de la mañana damos de comer a la tripulación. No llegue tarde.

Missy se enfrentaba a tres obligaciones: tenía que informar a su jefe de que dejaba el restaurante, tenía que decir a Buck que pasaría los meses siguientes a bordo del Alacrity y, honradamente, tenía que explicar la situación al Grano, que tanto les había ayudado. Comenzó por lo más sencillo: pidió a Tom que volviera con ella al restaurante y la esperara fuera mientras ella hablaba con el propietario. El hombre lo comprendió:

—En Seattle pasa de todo. Buena suerte en las minas.

—Por ahora no voy —intentó explicarle la joven.

—Ya irá —replicó el patrón, no sin simpatía. Y, para asombro de la mujer, le pagó cinco dólares de más—: Si vuelve sin un centavo, la emplearemos otra vez.

Al principio no fue nada difícil explicar las cosas a Buck, porque él comprendió que Missy ganaría bastante más que en el restaurante, y además, se enteraría de cómo llegaban los buscadores a las minas; pero cuando ella añadió que quería aclarar las cosas con el Grano, el hombre exclamó, muy preocupado:

—¿Y eso por qué?

—Para que no haya malentendidos.

—¿Y si fuera un detective de verdad?

—No es Posible que ese buen hombre sea una mala persona —contestó Missy. Y Tom se mostró de acuerdo.

A eso de la una de la madrugada, horas antes de que Missy se embarcara Para su primer viaje al norte, los tres entraron muy serios en la taberna, donde el Grano ocupaba su mesa de costumbre.

—Estos dos quieren hablar contigo —dijo Buck.

El Grano se levantó, hizo una cortés reverencia y preguntó:

—¿Por qué venís a verme a estas horas?

—Mañana empiezo a trabajar en un barco de R R, y te debemos una explicación —respondió Missy seriamente—. Eres como un padre para nosotros.

—He tratado de serlo.

Para sorpresa del minero, fue Tom quien rompió el hielo, diciendo:

—Ocurrió en los tiempos del hambre, en Chicago. Mi abuela, mi Padre y yo no teníamos qué comer, ni trabajo ni nada.

—Fue cuando la crisis de 1893 —explicó Missy.

Buck, que aún se avergonzaba de haber defraudado a su familia durante aquellos días, permaneció callado, pero Tom continuó:

—Missy estaba a cargo de las obras de caridad de nuestra iglesia. Así nos conocimos. —La miró con cariño entre el humo de la taberna.

—El pastor vino a verme —continuó la joven—, y me dijo: «Missy, hace tres semanas que no vemos a una de nuestras familias. Son los Venn. Tal vez están pasando hambre y no dicen nada». Y así era.

Los recuerdos de esa época terrible volvían dolorosamente; Poco a poco, los tres fueron contando cómo Missy Peckham había entablado relación con los Venn, cómo unos pocos dólares semanales facilitados por la iglesia les permitieron seguir con vida y cómo su entereza les mantuvo a flote. Pero Tom añadió algo más:

—Todo fue gracias a Missy. Me enteré de que, cuando se acababa el dinero de la iglesia, ella nos daba el suyo; fue entonces cuando todos nos enamoramos de ella.

Ante esa extraordinaria frase, el Grano señaló a Buck, que aún no había abierto la boca, y a Missy:

—¿Tú también? ¿Tú también te enamoraste?

—Estaba casado —explicó Missy.

—Mi madre era una mujer malísima —intervino Tom, antes de que Missy describiera la situación—. Mala de verdad.

—Está muy feo que un niño diga eso —le reprochó el Grano.

—Es cierto —confirmó Missy—. Engañó a Buck para que se casara con ella, porque…

—¿Es necesario que me contéis todo esto? —interrumpió el Grano, al percatarse de que estaba recibiendo más respuestas de las que quería saber.

—Sí —dijo Missy—. Tú nos lo preguntaste. Además, eres nuestro único amigo.

—Te tomamos por un detective —se atrevió a decir Buck, por fin—. Pensamos que te habían enviado desde Chicago para detenernos.

—Y vosotros dos, parejita, ¿qué hicisteis? —preguntó el minero, volviendo a señalarles—. ¿La matasteis?

—No —dijo Missy—, aunque no nos faltaban ganas. Abandonó a Tom en cuanto nació y se escapó con dos o tres viajantes de comercio. Era una mujer muy vanidosa.

—En once años no se preocupó por mí —intervino Tom otra vez—. Cuando mi padre… (No es mi verdadero padre, pero es mucho mejor que si lo fuera). Cuando mi padre, Missy y yo habíamos tomado una familia, ella volvió a Chicago y reclamó que yo era su hijo.

Ir a la siguiente página

Report Page