Alaska

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VIII. EL ORO

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—Fue una desgracia —dijo Missy—. Se presentó con dos abogados para obligarnos a entregarle al niño, y Tom les mandó a todos al diablo. Eso estuvo muy mal, porque el juez se enfureció al saber que el hijo había mandado a su madre al diablo. Dijo que no sólo nos quitaría a Tom, sino que haría encarcelar a Buck por adulterio.

—En ese momento decidimos huir a Alaska —dijo Buck, en voz baja—. El juez dictó una orden, y no hicimos caso.

El Grano se inclinó hacia atrás y pidió bocadillos y bebidas para todos.

Entonces señaló el mostrador atestado y les dijo:

—La mitad de esta gente también ha desobedecido alguna orden judicial, y si quisieran investigar lo que hice en Dawson, también habría alguna condena en contra mía.

Pasaron las dos horas siguientes desenmarañando la complicada historia de Chicago y el mal trato recibido por los tres fugitivos. De pronto, el Grano dijo:

—Mira, Buck, adiviné algo de esto la primera vez que te vi, cuando hablabas con tu familia en la calle. Parecías un hombre derrotado, alguien con una terrible carga a sus espaldas. Y tú, Missy, tú parecías una mujer emprendedora que era el apoyo de los tres.

—El mío no —dijo Tom.

—El tuyo también —replicó el Grano, mirándole con indulgencia—. Muchos niños menores que tú se ponen a buscar trabajo cuando no tienen padre o cuando el padre no consigue empleo.

—Tal vez usted lo haya hecho en sus tiempos, señor, pero entonces no era lo mismo que en 1893 —intervino Missy ásperamente. Y añadió con dureza—: No había trabajo, y con el escasísimo dinero que me daba la iglesia, yo trataba de mantener a once familias. Hemos pasado por todo —añadió, poniendo su mano en la de Buck—. Las minas de oro no nos asustan.

A las cinco de la mañana, cuando ya se servían las primeras rondas de café para el desayuno, el Grano dio a los Venn un buen consejo:

—Ahora que Missy y Buck tienen un empleo, ganaréis bastante. Tenéis que ahorrar y guardarlo en un banco, no en cualquier calcetín para que os lo robe un ladrón o vosotros mismos os lo gastéis en cuanto penséis que necesitáis algo. Tenéis que ir al Klondike con dinero en el bolsillo, porque así conseguiréis imponeros.

A las seis, mientras él esperaba con Missy en medio de la calle, Buck y el niño subieron a su cuarto en busca del equipaje.

—¿Por qué has sido tan bueno con nosotros? —le preguntó la joven.

Él se quedó callado, pues había demasiadas respuestas: su soledad, su deseo de ayudar a los desvalidos… Pero al fin eligió una:

—Porque Alaska se inventó para gente como vosotros. Si tenéis mala suerte, os ponéis a luchar. —Añadió algo extraño—: Y porque tú has ayudado tanto a tu compañero.

—¿Y a ti? —preguntó Missy—. ¿Qué te impulsó a las minas, hace años?

Una vez más, podía elegir un montón de respuestas: batallas Perdidas, pueblecitos reducidos a cenizas, precarias hipotecas… Contestó implicándola a ella:

—Tú y yo nos parecemos, Missy. Cásate con él.

—Ya nos hemos arriesgado demasiado —objetó ella—. Hemos cometido un secuestro, hemos desobedecido la ley… No nos conviene cometer también bigamia.

—Pero la otra ¿no está divorciada… y vuelta a casar?

—No se toma esas molestias —contestó tristemente Missy.

A las siete, los tres hombres la acompañaron hasta el Alacrity, le dieron un beso y le dijeron adiós, antes de que se embarcara para viajar como criada.

—Sois mi familia —insistió el Grano—. Portaos bien.

De este modo, por una serie de afortunadas casualidades, el destino de los Venn quedó ligado al de los armadores y comerciantes Ross Raglan. El excelente trabajo que desarrolló Buck en la empresa le mereció un ascenso y la oferta de un puesto fijo si decidía quedarse en Seattle y renunciar a la fiebre del oro. Missy se mostró tan eficiente a bordo del Alacrity que también ella fue ascendida a puestos de mayor responsabilidad.

Hasta Tom se vio atraído hacia la órbita de Ross Raglan, ya que al ampliar sus actividades en el puerto resultó de utilidad para los barcos pequeños que poseía la firma, tal como había demostrado el servicio prestado al capitán del Alacrity. Una mañana, cuando iba a entregar los periódicos en la oficina que Ross Raglan tenía en el puerto, el gerente, el señor Grimes, le llamó desde su escritorio:

—¡Oye, muchacho!

Tom, que era un chico bien educado, fornido y alto para su edad, se presentó ante la mesa del gerente.

—Nos vendría bien contar con un jovencito como tú —dijo Grimes.

—¿Para hacer qué?

—Para llevar recados a los barcos, ir a buscar las mercancías, y cosas así.

—Me gusta trabajar aquí.

—Ya me he fijado. Trabajarías bien en lo que estoy pensando.

De este modo, Tom firmó un contrato con Ross Raglan, aunque no abandonó el lucrativo reparto de los periódicos. Todos los días comenzaba a las cuatro de la mañana y terminaba mucho antes de que abriera la oficina naviera.

Como los Venn estaban prosperando sin problemas, tenían que empezar a plantearse el futuro, de modo que, durante la siguiente estancia en el puerto del Alacrity, la familia sostuvo largos debates; Tom era partidario de quedarse en Seattle:

—Tenemos buenos empleos. Estamos ahorrando dinero. Y el señor Grimes ha dicho que, si quiero volver a la escuela, tendré las mañanas libres.

Cuando el Grano se enteró de que Tom proponía olvidarse de las minas de oro y quedarse en Seattle, se enfadó:

—¡Hijo! ¿Qué te pasa? ¿Quieres perderte la mayor aventura del siglo?

—¡Pero si tú nos has dicho veinte veces que no encontraremos oro!

—¿Oro? ¿Quién habla de oro? Conocí a cuatro hombres excelentes en Dawson que nunca descubrieron oro. He confiado siempre en ellos, y apostaría a que ahora son tan felices como yo.

—Me di cuenta de eso en el viaje a Skagway —añadió Missy—. Los hombres que vienen de las minas parecen volver con un secreto: «Lo hemos conseguido. Hemos estado allá».

Finalmente se acordó que, a mediados de marzo, retirarían sus ahorros del banco, tomarían un vapor de Ross Raglan hasta Skagway, viajarían por terreno llano hasta Dyea y emprenderían la travesía del Chilkoot.

—Mi corazón estalla de alegría por vosotros —les comunicó el Grano, al saber de esta decisión—. No os arrepentiréis.

Pocos días después desapareció. Nadie supo adónde se había ido ni por qué medios salió de Seattle. A Missy le sorprendió (y lo dijo con franqueza) que no se hubiera despedido de ellos ni le hubiera dejado un recuerdo a Tom; pero un mes más tarde recibió una carta certificada desde San Luis, enviada a la tienda y a nombre de Buck. Había dos billetes de cien dólares, los primeros que veía la mujer: el anverso era de un bonito color verde, el reverso, de un dorado resplandeciente. Cada uno tenía una nota prendida. En una ponía: «Esto es para vosotros». En la otra: Cuando lleguéis a Dawson buscad en los burdeles de Paradise Alley a una señora a la que llaman «la Yegua Belga». Dadle este billete y decidle que se lo envía el Grano del Klondike.

El quince de marzo de 1898, los Venn, pesarosos, dejaron sus empleos en Ross Raglan, reunieron el equipaje, que habían escogido cuidadosamente, y reservaron pasajes para la próxima travesía a Skagway del Alacrity. El viaje, incluido el sitio donde dormirían y todas las comidas, costaba treinta y cuatro dólares por adulto y veinticuatro en el caso de Tom; no obstante, cuando Buck fue a pagar los pasajes, el señor Grimes le dijo:

—El precio total es de cincuenta dólares, por gentileza del señor Malcolm Ross, quien espera que todos ustedes vuelvan a trabajar para él.

Buck, que subía a un barco por primera vez, lo miraba todo desde la borda, mientras Missy le explicaba qué territorio era estadounidense y cuál canadiense. Para él, ese pasaje, con montañas al este, grandes islas al oeste y vastos glaciares abriéndose camino hasta el mar, era un placer para la vista, así como una promesa de paisajes más grandiosos. Le impresionaba la magnitud de la aventura que habían emprendido y estaba decidido a triunfar. Mientras pensaba en el temido Chilkoot y en los amenazadores rápidos del Yukón, descubrió que cada vez se acordaba menos de aquel oro que, según había advertido el Grano, no iban a encontrar.

A Tom le entristeció irse de Seattle; mientras el Alacrity se alejaba del muelle, con una celeridad que hacía honor a su nombre, sintió que los Ojos se le llenaban de lágrimas: «Esta ciudad es estupenda; me gustaría vivir en Seattle. Espero que descubramos oro por un valor de millones de dólares y lo traigamos aquí». Mientras contemplaba la lejana silueta de la ciudad que había llegado a querer, iba reconociendo las ensenadas de la accidentada costa y las colinas por las que había subido con sus periódicos. Podía sentir la vitalidad de aquel hermoso puerto, oculto entre montañas protectoras, y le gustaba hasta el extraño sonido de su nombre: «¡Seattle! ¡Ya volveré!».

El 23 de marzo al atardecer, antes de llegar al puerto alaskano de Skagway (a la ciudad había que acercarse por una amplia extensión de playa arenosa pues el límite del agua navegable estaba a un kilómetro y medio), Buck y su familia se reunieron para decidir la estrategia que les permitiría circular entre la multitud de ladrones sin perder sus ahorros y sus pertenencias.

—Se puede conseguir —explicó Missy—. He estado muchas veces en Skagway. Hay bandidos por todas partes, pero si uno se mantiene al margen, no pasa nada.

—Me he cosido el dinero a la ropa —les tranquilizó Buck—. No hablemos con nadie. Alquilaremos caballos para llegar a Dyea cuanto antes.

Sus precauciones resultaron innecesarias, ya que el capitán del Alacrity anunció durante la cena:

—Puesto que hay un montón de gente que quiere salir de Dyea, dentro de tres días llevaremos el barco hasta allí. Los que prefieran desembarcar en Dyea pueden quedarse a bordo.

De este modo, evitaban tener que pasar por el infierno de Skagway; durante los dos días que el barco estuvo anclado frente a ese infame puerto, Buck permaneció en el camarote, custodiando el dinero de la familia y vigilando el equipaje amontonado en cubierta. Tom, sin embargo, quería visitar la famosa ciudad, y, para sorpresa de Buck, Missy dijo que tenía muchas ganas de charlar con dos mujeres que había conocido cuando trabajaba en el barco. El segundo día, Missy acompañó a Tom hasta la pasarela y pagó veinticinco céntimos a un hombre fornido para que la llevara a hombros hasta la playa, atravesando el suave oleaje. Tom, que rechazó la ayuda, chapoteaba tras ella, observándolo todo: había botes de pocos centímetros de calado que iban a descargar el barco, y carros de caballos que circulaban por la arena; la pequeña población costera se alzaba en las laderas de las montañas.

Una vez en tierra, Tom descubrió que Skagway era un lugar inquietante, porque Missy insistía en prevenirle contra casi todas las personas que encontraban:

—Ése no es sacerdote. Es Charley Bowers. Habla muy bien y te roba hasta el último céntimo. —Un poco después, continuaba—: Ése de ahí no es policía de verdad. Es el Flaco Lim Foster; si te metes con él te matará de un balazo. —Además, según ella, en Skagway los establecimientos eran tan poco de fiar como la gente—: ¿Ves ese banco? En realidad, no es ningún banco. Se quedan con tu dinero y ya no vuelves a verlo. —Y la oficina de correos tampoco era auténtica; de las cartas que se echaban en el buzón no se tenían más noticias.

—¿Y por qué nadie denuncia todo esto al sheriff? —preguntó Tom.

—Hay un sheriff —le explicó Missy—. Ahí está. Pero tampoco es un sheriff de verdad. Las cosas que le cuentas las utiliza para robártelo todo.

—¿Hay algo auténtico? —preguntó Tom.

—Las tabernas —respondió la mujer, sin vacilar. Y en las calles más importantes, sin Pavimentar y llenas de baches, Tom vio por lo menos cuarenta antros en los que se servía whisky.

A pesar de todo, Missy no se dejaba intimidar por esa población nacida de la prosperidad repentina; demostrando una gran valentía, en opinión de Tom, le llevó a un edificio de fachada falsa, con salón adyacente, conocido como el Oyster Bar 317.

—Soy Missy Peckham —se presentó la joven, que entró muy decidida—. Me gustaría ver a Soapy, si está —y señaló la trastienda, donde tenía su guarida el conocido cacique de Skagway.

Un camarero dejó de abrir ostras y desapareció; volvió al cabo de un momento con un hombre barbudo y flaco, muy elegante, vestido con un traje de calle que no habría desentonado en Denver, de cuyas agotadas minas de oro había venido apenas un año antes. Tenía unos treinta y cinco años y su aspecto era tranquilizador; saludó con anticuada cortesía a la señorita Peckham, a la que había conocido en un viaje en el barco donde ella trabajaba.

—Tom —dijo Missy, mientras el hombre se inclinaba solemnemente—, éste señor es Jefferson Randolph Smith, un caballero muy importante de esta ciudad.

—Fue usted muy atenta conmigo a bordo del Alacrity —comentó el famoso jugador—. ¿Me permite invitarles a una sopa de ostras, a usted y al señorito Tom?

—Sería un honor, señor Smith —contestó Missy—, pero Tom quiere ir a ver donde empieza el puerto de White Pass.

—Bueno, supongo que ya lo verá cuando llegue el momento de cruzarlo.

—No. Pensamos atravesar las montañas desde Dyea.

—No me diga que piensan seguir esa espantosa ruta —dijo Soapy, menos amable ante la mención de la ciudad rival, la odiosa competidora en la travesía hasta el Klondike—. Hijo, con una vez que subas hasta el paso de Chilkoot te quedas agotado para toda una semana, ¡y tendrás que ascenderlo unas cuarenta veces! Por favor, señorita Peckham, por su propio bien, tome la ruta fácil. Desembarquen el equipaje aquí, en Skagway, y deje que mi gente les ayude a organizar el viaje.

—Tom quiere ir a ver White Pass. Quiere verlo todo.

—Mi querida amiga —Smith hizo un gesto cortés ante el desaire de Missy—, si el muchacho quiere ver el principio de este amplio camino, que es la única forma sensata de llegar al Klondike, tienen que ir ustedes cómodamente. Fue usted muy amable en el barco, y yo no lo puedo ser menos aquí, en mi ciudad.

Smith hizo venir de la trastienda a un hombre llamado Ed Burris, quien llamó a silbidos a otro de los bandidos, apodado Otto Diente Negro:

—Saca los caballos y lleva a pasear a estos dos.

—¿Adónde?

—Hasta White Pass.

—¿Van a cruzarlo?

—¡Cállate y anda! —Y en seguida Diente Negro llegó con tres caballos bastante buenos.

En enero de 1897, en Skagway sólo había unas pocas casas diseminadas; en julio de ese mismo año ya se había convertido en un pueblo grande, formado por tiendas de campaña; y en marzo de 1898 era ya una próspera ciudad, como muchas de las que habían crecido rápidamente en Alaska: tenía calles llenas de polvo o de barro, en cuyo centro había Postes de medio metro de altura; las casas eran de madera sin pintar y muchas veces carecían de ventanas; las tiendas tenían las inevitables fachadas falsas, adornadas con letreros de lona escritos con letra cuidada y a veces recargada, que anunciaban un montón de servicios diferentes. En aquella época el nombre de la ciudad, formado a partir de palabras indias que significan «el hogar del viento del norte» solía escribirse «Skaguay», pero las variaciones en el nombre no lograban disimular la fea monotonía de la población.

Otto Diente Negro era un hombre grandote y estúpido, que hablaba más de lo que a su patrón le habría gustado. Mientras cabalgaban hacia el pedregoso cañón, donde comenzaba el pasaje que entraba en Canadá a través de las montañas, al principio dijo, tal como le habían ordenado:

—Ya lo ven, ¿no? Esto es mucho mejor que el paso de Chilkoot, ¿no? Si vienen a Skagway, no tendrán problemas. —Pero después se puso a hablar del tema que de verdad le fascinaba—. La semana pasada mataron a cinco hombres en White Pass. En aquel recodo; lo ven, ¿no?

Tom, que cabalgaba delante, llevado por el entusiasmo de su primer día en tierras de Alaska, continuó por el sendero hasta rodear un grupo de rocas y entonces vio, balanceándose sobre el camino, el cuerpo de un ahorcado.

—¿Qué hizo? —preguntó Tom con voz temblorosa, mientras se apartaba para no tocar el cadáver con el hombro.

—El sheriff y los otros le detuvieron.

A Tom le pareció extraño que una detención oficial acabara en un ahorcamiento junto al sendero. Además, lo siguiente que explicó Otto Diente Negro fue que «el sheriff y los otros» eran también responsables de las cinco muertes.

—Soapy Smith —susurró Missy, aclarando el misterio.

Mientras se adentraban en el cañón, el guía mencionó otros incidentes que únicamente se podían atribuir al malvado Soapy.

—¿Y por qué nadie…? —comenzó a decir Tom; pero Missy le indicó mediante gestos que era mejor tener la boca cerrada, y el muchacho cambió de pregunta—. ¿Y por qué el sheriff y los otros tuvieron que matarles?

—El señor Smith cuida de todo —explicó Diente Negro—. Es un buen hombre, ¿no?

Entonces la atención de los viajeros se apartó del curioso sistema de gobierno del señor Smith para fijarse en un horror mucho más próximo: al llegar a los primeros tramos del sendero de White Pass, que era bastante menos empinado de lo que sugerían las famosas fotografías que ellos habían visto, empezaron a ver cadáveres de caballos, aparentemente muertos de agotamiento, entre las Piedras que lo cubrían: el primero tenía una pata delantera rota y una bala entre los ojos; luego vieron un animal enflaquecido que se había caído, no había podido levantarse y había muerto en el mismo lugar donde se había venido abajo.

Tom sintió náuseas ante la visión del desgraciado final de los nobles animales, pero después, en el recodo siguiente, se encontró con un desfiladero absolutamente atestado de caballos muertos. Contó siete, con las patas torcidas en ángulos extraños y los cuellos colgando grotescamente sobre las rocas; finalmente llegaron junto a un grupo de cuatro que habían caído muertos uno encima del otro, y el muchacho se mareó.

Después surgió un horror diferente. Un poco más allá, Diente Negro detuvo la marcha:

—Será mejor volver —dijo.

Dos hombres, que habían viajado juntos desde Oregón, habían llegado al término de su expedición y de sus caballos; dos de los tres animales, absurdamente cargados, habían caído a tierra, y cada uno de los tipos estaba dando patadas y maldiciendo al caballo que tenía a su cargo; poco a poco, comprendieron que los animales no volverían a levantarse, y entonces empezaron a dar gritos, como si la culpa fuera de los caballos y no de la falta de avena, de la carga mal acomodada y del pedregoso sendero. Era una escena de locura, que ponía en evidencia los horrores del camino; cuando uno de los hombres sacó un revólver para matar a uno de los caballos caídos, el otro se acordó de lo que habían pagado por los animales y, confiando en que de alguna manera todavía podrían serles útiles, intentó protestar:

—¡A mi caballo no, idiota!

Ante lo cual, su socio apartó el arma de los caballos caídos y atravesó de un disparo la cabeza de su compañero.

—Volvemos, ¿no? —dijo Otto, sin temor alguno y sin que le preocupara mucho el incidente.

Tom y Melissa le siguieron obedientes; durante el resto del trayecto, el muchacho no se quejó de las dificultades del paso de Chilkoot, porque conocía la alternativa.

Esa noche, al volver al Alacrity, se encontraron con otro cambio de planes: el capitán explicó que Soapy Smith había subido al barco para advertirle que, si se atrevía a continuar hasta Dyea para que desembarcaran allí los pasajeros que querían atravesar por Chilkoot, en vez de dejarles en Skagway para que sus matones pudieran tenerles a raya, él mismo ordenaría al sheriff que no permitiera al barco volver a amarrar en Skagway, y cualquier miembro de la tripulación que estuviera ya en tierra sería arrestado y se quedaría entre rejas hasta que se congelara el canal de Lynn. Para hacer cumplir este ultimátum, Soapy apostó a su guardia armada en la playa, con órdenes de apresar a todos los marineros que habían recibido licencia para desembarcar.

Como estaba claro que Soapy era quien dominaba la situación, el capitán accedió y anunció a los pasajeros que continuaban a bordo:

—Tendrán que desembarcar aquí. El señor Smith dispondrá el traslado de los equipajes hasta la costa y luego hasta Dyea, atravesando la montaña.

Algunos de los viajeros, que ignoraban la reputación de Soapy, quisieron protestar, pero el simpático dictador sonrió, se excusó por su brusca intromisión, y explicó:

—Es cuestión de ley y orden.

Por tanto, a la mañana siguiente los Venn tuvieron que supervisar el desembarco de sus tres toneladas de equipaje y el laborioso traslado Por la extensión de arena hasta la playa, en la que se apilaban caóticamente enormes montones de bultos, a cierta distancia de la orilla, para evitar que les alcanzara la marea. Cuando hubieron reunido el equipaje, a bastante distancia de la ciudad y a unos quince kilómetros del puerto gemelo de Dyea, Buck contó a Missy y a Tom:

—Esta noche sí que tendremos problemas. Un oficial del barco nos avisó de que, si los hombres de Soapy Smith consiguen hacerte ir a la ciudad, te asaltan aquí en la playa o por el camino.

Temeroso de dejar sus cosas en la playa, sin vigilancia, Buck decidió ponerse de acuerdo con otros viajeros para prestarse mutua protección; cuando iba a explicar su propuesta a un desconocido, advirtió las nerviosas señales que le hacía Missy y desistió. Volvió rápidamente con su familia y se enteró de que el hombre era un miembro de la banda de Smith, y de que éste le había enviado precisamente para organizar acuerdos de este tipo.

—Si hubieras hablado con él —dijo Missy—, nos habría llevado a cualquier sitio para derribarnos de un golpe y se habría quedado con todo lo de valor.

Los Venn optaron por pasar la noche en la playa, vigilando sus cosas y sin acercarse a la ciudad, donde el peligro habría sido mayor. Tuvieron más suerte que dos valientes mineros que habían buscado oro en California: cuando irrumpieron en la ciudad, decididos a medirse con quien se atreviera a molestarles, dos pistoleros de Soapy les dispararon al corazón con toda tranquilidad, y dejaron que los cuerpos se desangraran en el suelo polvoriento de la calle; a la mañana siguiente, los transeúntes pasaron sin prestarles atención.

¿Cómo se podían permitir asesinatos tan flagrantes? ¿Cómo podía una ciudad nueva, que evidentemente pertenecía a los Estados Unidos, no tener más ley que la boca humeante de un revólver? Entre los pueblos de Wyoming a los que el ferrocarril había llevado una súbita riqueza, las poblaciones ganaderas de Kansas, las que crecieron en torno al oro de California y las ciudades que comenzaban a prosperar gracias al petróleo en el sudoeste, ninguna exhibía esa falta de ley con un desprecio tan evidente por la sociedad organizada; en todas se intentaba por lo menos mantener cierta forma de gobierno y siempre se podía encontrar algún sheriff honrado o algún sacerdote con carisma que conseguían atraer a la comunidad hacia una forma de vida más respetable.

En Alaska no era así porque su pasado era diferente. En tiempos de los rusos, los antecesores eslavos de Soapy Smith solían decir: «San Petersburgo está lejos, y Dios está en el cielo». Cuando el poder pasó por fin a manos estadounidenses, durante un increíble período de treinta años, los nuevos propietarios no hicieron intento alguno de gobernar Alaska, ni la dotaron de leyes ni de tribunales que las aplicaran. Nadie, en los estados organizados, y menos todavía en el Congreso, podía imaginarse la cruel anarquía en que Alaska, ese último territorio añadido a la Unión, que tenía posibilidades de convertirse en el más importante, se estaba pudriendo, como si fuera un melón en el extremo de un tallo demasiado largo. Soapy Smith, ese jugador fanfarrón de Colorado, que cometía en Skagway crímenes aún peores que los conocidos por los Venn, era el resultado de la forma en que Estados Unidos gobernaba sus colonias. Él y sus secuaces eran una deshonra para Estados Unidos, pero el culpable no era Smith, sino el Congreso estadounidense.

Por la mañana, los Venn, que casualmente conservaban intactos el dinero y todas sus cosas, quisieron contratar a dos de los hombres de Smith para que transportaran el equipaje hasta Dyea, a unos quince kilómetros de distancia, a través de las colinas. Este negocio les habría resultado peligroso y podrían haberlo perdido todo, de no ser porque Otto Diente Negro, que rondaba la playa para ver qué podía conseguir, vio a Missy y a Tom y les identificó como amigos de Soapy. Volvió a toda prisa al pueblo y entró en el Oyster Bar 317 con la noticia.

—Señor Smith, la señora y el niño de ayer. Están en la playa.

Smith ordenó a Diente Negro y a otro secuaz que fueran en busca de caballos y de un carro; luego caminó tranquilamente hasta la playa, saludando al pasar a los ciudadanos y observando detenidamente las mejoras que se habían producido en el pueblo desde su última visita de inspección. Lo que vio le gustó, pero le impresionó todavía más la gran cantidad de objetos amontonados en la playa. Suponiendo que durante los últimos días hubieran desembarcado cuatrocientos cincuenta viajeros, y teniendo en cuenta que cada uno de ellos llevaba una tonelada de equipaje, los bienes amontonados en la orilla alcanzaban un valor casi incalculable; Soapy se había propuesto quedarse con la parte que le correspondía: con el treinta por ciento del total, por poner una cifra.

Cuando se encontró con los Venn se mostró excepcionalmente amable con Missy, de quien era un admirador, y bastante cortés con Buck. Se ofreció para ayudarles en todo lo que necesitaran.

—Confío en que habrán decidido atravesar White Pass en lugar de ese desastre de Chilkoot —les dijo.

Buck, casi temblando de miedo por estar tan cerca de Smith y al mismo tiempo desconcertado por su amabilidad, le aseguró firmemente, aunque sin muestra alguna de agresividad:

—Hemos decidido intentar la travesía por Chilkoot.

—Comete usted un grave error, amigo mío.

—Vimos esos caballos muertos en su cañón —dijo Tom.

—Nuestro cañón no está hecho para los caballos —replicó Soapy con un ligero tono de irritación—. Las personas pueden cruzarlo sin problemas.

Les invitó a desayunar con él antes de irse a Dyea, pero Missy le respondió, como si aún trabajara de camarera en el Alacrity.

—Ayer ya abusamos bastante de su amabilidad.

Soapy se despidió de la familia, besó la mano de Missy y dio una seca orden a Diente Negro:

—Cuida bien de estas personas.

El primero de abril de 1898, antes del mediodía, los Venn llegaron a Dyea, un pueblo mucho más pequeño que Skagway, pero a salvo de las acciones de Soapy Smith y su banda; allí consideraron su situación.

—Podemos dar gracias a Dios por habernos librado de Soapy Smith —dijo Buck—. Sólo faltan ochocientos ochenta y cinco kilómetros de camino, y la mayor parte será una cómoda travesía por el Yukón.

Sin embargo, no estaban del todo a salvo de Soapy Smith, Porque Otto Diente Negro se quedó esperando a que terminaran de hablar y después les sorprendió cuando dijo:

—Me han ordenado que les lleve en carro hasta Finnegan’s Point.

El sitio estaba a unos ocho kilómetros más adelante; como era preciso cruzar varias veces el riachuelo que corría por el medio del sendero, Diente Negro les estaba ofreciendo una ayuda inestimable.

—Iremos contigo —contestó Missy inmediatamente. Buck comentó que no le parecía prudente, pero ella le dio una sabia explicación—: Cualquier cosa, con tal de acercar el equipaje al paso.

Después de atravesar el puente de troncos que conducía a Finnegan’s Point surgió un problema que siempre sorprendía a los recién llegados: no había ningún hotel, ningún sitio donde almacenar los equipajes ni ningún tipo de protección policial.

—¿Tenemos que dejar aquí el equipaje? —preguntó Buck.

—Es lo que hace todo el mundo —contestó Diente Negro.

—¿Y quién lo vigila?

—Nadie.

—¿No lo pueden robar los ladrones?

—¡Que no se les ocurra tocar nada!

Diente Negro era incapaz de considerar a su jefe, Soapy Smith, un ladrón; para él, lo que pasaba en los caminos de los alrededores de Skagway era siempre culpa de los viajeros descuidados. Después de despedirse de los Venn, su compañero y él dejaron a la familia en el sendero, junto al montón de provisiones.

—No pienso dejar todo esto aquí sin vigilancia —juró Buck, mientras comenzaba a montar la tienda de lona.

Sin embargo, un hombre que había recorrido muchas veces la peligrosa ruta le aconsejó lo contrario:

—Créame, amigo, será mejor que vuelvan a Dyea y pasen la noche en un hotel cómodo, ahora que todavía pueden.

Sin que se lo hubieran pedido, echó a correr y llamó a Diente Negro con un silbido, para que diera marcha atrás y llevara a esa buena gente otra vez a Dyea.

Entonces los Venn se enfrentaron a un dilema: una buena cama y comida caliente, o quedarse vigilando sus bienes.

—Tarde o temprano tendremos que estar nosotros en un sitio y nuestras cosas en otro —dijo finalmente Buck.

—Eso es hablar, amigo —intervino el viajero que les había aconsejado—. Mire cuántos montones hay. Es lo que hacemos todos.

Mientras volvían tranquilamente al hotel, los Venn se fijaron en las caras de los buscadores de oro que venían por el sendero; después de observar a unos cuantos, Missy fue capaz de establecer diferencias entre ellos:

—El grupo que viene por ahí, es la primera vez que van a Finegan. Tienen los ojos brillantes, miran de un lado a otro y se emocionan al ver las montañas cubiertas de nieve. En cambio, ¡mirad a esos tres! Han hecho diez veces este viaje. ¿Que cómo me doy cuenta? Porque solamente miran al suelo, para ver dónde pisan.

Antes de dejar a los Venn en el hotel Ballard, Otto Diente Negro le contó a Tom:

—¡Si hubierais estado anoche en Skagway! Mataron a dos tipos en la calle mayor.

—¿Qué habían hecho?

—Estaba oscuro. No se veía.

Buck se levantó antes del amanecer y apuró a sus compañeros para que se dieran prisa en volver junto a sus cosas, donde se encontraron con un grupo de indios sonrientes que les estaban esperando.

—Nosotros cargar cosas. Campamento Ovejero. Diez céntimos el kilo.

Buck, horrorizado, calculó que les costaría trescientos dólares recorrer una distancia de sólo doce kilómetros, y desde el campamento ovejero hasta la cumbre, les saldría por el doble.

—Las llevaremos nosotros —dijo.

—Vosotros arrepentir —aseguraron los indios.

Como no habían llegado todavía al trecho más empinado, Buck propuso cargar él treinta kilos, Tom, veinte, y Missy, quince, y se pusieron en marcha. Recorrer doce kilómetros sobre terreno llano y sin mochilas ya habría requerido un esfuerzo considerable, pero la misma distancia, por ese camino pedregoso de continua subida, resultó un tormento. Aun así, como estaban en forma y tenían ganas de llegar, ese día hicieron dos viajes de ida y vuelta. Al atardecer Buck retomó sus cálculos:

—Entre los tres hemos cargado sesenta y cinco kilos por viaje. No creo que podamos hacer más de dos viajes al día. Para transportar tres toneladas… —Se puso pálido como la cera—: Tardaremos más de tres semanas. Sumando la cuenta del hotel y todo lo demás, tal vez sea mejor buscar a algunos indios.

Missy se encargó de esa tarea y encontró a otro grupo de jóvenes robustos, dispuestos a llevar la carga hasta el Campamento Ovejero por cien dólares. Después del esfuerzo de ese día, Buck no puso ninguna objeción.

Cinco días después, cuando ya estaban sanos y salvos en las balanzas, esperando que les pesaran el equipaje, la altura se volvió más importante que la distancia. Faltaba un kilómetro y medio para llegar a la cima, y cuando los Venn vieron la increíble escalera de mil doscientos peldaños tallados en el hielo, Tom consultó su mapa e informó a los otros:

—Cuando lleguemos a la cumbre… estaremos a mil ciento veinte metros de altura.

—¿Tenemos que subir tres toneladas hasta allí arriba? —Buck se estremeció.

—¡Vaya! Uno podría desembarcar desnudo en la playa de Dyea y equiparse aquí mismo, por mucho menos dinero o incluso sin pagar nada —comentó Missy, con su sentido práctico, sin hacer caso de las quejas de sus compañeros ante la espantosa ascensión—. Por lo visto, los que llegan hasta aquí Y ven esos escalones deciden de pronto que no les hace ninguna falta una mesa plegable o una máquina de coser —dijo, señalando los grandes montones de objetos abandonados. Acto seguido, empezó a seleccionar las cosas de las que estaba segura que podría prescindir.

Esa noche los Venn pudieron apreciar, en toda su crudeza, una demostración de por qué era posible dejar un tesoro sin custodia en mitad del camino: fuera se oyó un alboroto y unos gritos:

—¡Le hemos atrapado!

—¡Le hemos pillado con las manos en la masa! —exclamó una voz grave.

Todos, incluso los que ya dormían, salieron de las mugrientas tiendas (había once) para presenciar el juicio sumarísimo de un vagabundo llamado Dawkins, que había cometido el único delito imperdonable de la travesía. Se aceptaba el homicidio, si se producía en un momento de cólera y tenía alguna excusa, por leve que fuera; abandonar a la esposa era algo bastante común, y se toleraban los delitos más bajos, típicos de los pueblos de frontera. Ahora bien, en la frontera ártica, donde tocar las provisiones de alguien podía causar la muerte de esa persona, el robo era imperdonable.

Algunos tramperos podían dejar sus provisiones para un mes en alguna cabaña tan alejada que difícilmente podría llegar alguien hasta allí. Pero si durante una tormenta inesperada, se acercaba un hombre perdido y exhausto, y se encontraba con el bote de cerillas, la leña cortada, las agujas de pino y la comida que le salvarían la vida, podía consumir, si era necesario, esas provisiones para todo el mes, siempre y cuando las reemplazara. Tenía que cortar más leña, asegurarse de que volvía a haber cerillas en condiciones y dejarlo todo en su sitio, para la próxima emergencia. Aunque tuviera que retroceder ochenta kilómetros para reponer lo consumido, era una cuestión de honor; además, era una tradición sagrada, puesto que había salvado la vida de muchos tramperos y buscadores de oro. En una tierra sin ley, ésa era la ley suprema: no violar nunca un depósito de provisiones.

En cualquier caso, Dawkins había visto, cerca de las balanzas, un chaquetón que le vendría muy bien para sustituir la prenda raída y mal forrada que llevaba él. El chaquetón estaba cuidadosamente atado en un fardo y quedaba medio oculto entre un montón de objetos, de modo que no se podía pensar que alguien lo hubiera abandonado; sin embargo, Dawkins lo cogió. Le vieron y le atraparon. Entre el público que se había congregado, los pioneros (es decir, los veteranos de Alaska, por contraposición a los novatos, los recién llegados) formaron un tribunal de mineros, algo temible pero que se había hecho necesario, puesto que el gobierno no ejercía ningún control.

Mientras alguien acercaba una linterna a la cara del acusado, los que le habían sorprendido robando explicaron lo ocurrido, y Dawkins no pudo negarlo.

—¡Matadle! —gritó un pionero de pelo blanco.

Otros repitieron el grito, pero un sacerdote presbiteriano, que se dirigía a las minas de oro con la intención de llevar un poco de moralidad a esa tierra de pecado, protestó:

—Amigos, esta sentencia es exagerada. Tenemos que demostrar compasión.

—Él no la ha demostrado. El que roba provisiones es un asesino.

—Dadme un revólver —vociferó otro—. Le mataré yo.

El sacerdote suplicó con tanto fervor que algunos de los pioneros sólo reconsideraron su actitud; uno de los veteranos se puso frente al pastor, a unos centímetros de su cara y propuso:

—Démosle treinta latigazos.

—Gracias a Dios —dijo el pastor, sin sospechar cuál sería el final de la sentencia.

—Pero se los dará usted mismo. Si no, le mataremos de un disparo.

Dawkins rompió el silencio, porque sabía que los pioneros hablaban en serio:

—Por favor, reverendo…

Por lo tanto, desnudaron a Dawkins, le ataron las manos a una estaca (ya que no había ningún arco cercano) y entregaron al sacerdote una correa de cuero con un mango de madera y un gran nudo en la punta.

—Nosotros contaremos —dijeron dos de los pioneros.

El sacerdote, lívido, tomó el improvisado látigo, pero luego se echó atrás:

—No puedo.

—¡Azótelo o disparo! —gritó un pionero.

—¡Por favor! —suplicó Dawkins.

El pastor, tembloroso, mordiéndose los labios y cerrando los ojos en el momento crucial, agitó la correa y golpeó con el grueso nudo la espalda del hombre. Dawkins no emitió ningún quejido, y los que estaban mirando gritaron:

—¡Más fuerte!

Al sexto latigazo, cuando al acusado ya le sangraba la espalda, el sacerdote sólo veía la imagen de Jesucristo azotado por los soldados romanos, camino del Calvario; cayó postrado sobre la nieve, con los hombros sacudidos por los sollozos.

Un viejo minero, que en una ocasión se había salvado al encontrar un depósito de provisiones al norte del Círculo, le arrebató el látigo y prosiguió con el castigo, mientras se oía contar con voz solemne: siete, ocho… diecinueve, veinte… Antes de que cayera el vigésimo primer golpe, Missy Peckham se lanzó contra el brazo del viejo y cesaron los latigazos. Desataron a Dawkins, que se había desmallado, le pusieron su chaquetón y le reanimaron con nieve. Cuando estuvo en condiciones de caminar le hicieron bajar la montaña, rumbo a Dyea.

—¡Andando! —le ordenaron.

No se le volvió a ver.

Al día siguiente, los Venn durmieron hasta tarde pues era domingo; pero a eso de las ocho, Buck comenzó a liar nueve fardos con el equipaje y advirtió a su familia:

—Hoy empezaremos a subir los escalones. Habrá muchas horas de luz, así que intentaremos hacer tres viajes. —Luego tomó una decisión muy sensata—: Olvidémonos de lo que tratan de acarrear los demás. Nosotros llevaremos menos peso. Yo, veinticinco kilos, Tom, diecisiete, y Missy, doce.

—¡Bueno! Para transportar las tres toneladas tendremos que hacer cincuenta y cinco viajes —volvió a calcular Tom, al oír la noticia.

—Pues que sean cincuenta y cinco —replicó Buck.

Cuando iba a cargar el fardo de Missy a las espaldas de la joven, llegaron unos hombres al campamento, gritando:

—¡Un alud! ¡Han muerto todos!

No era una simple advertencia, había ocurrido realmente. Por la ladera sur de una montaña, a más de seiscientos metros de altura por encima del paso de Chilkoot, se había derrumbado una gran acumulación de nieve y de hielo, que había dejado una parte de la senda sepultada a una profundidad de siete u ocho metros.

—¿Cuántas personas han quedado atrapadas? —gritó Buck, arrojando a un lado el fardo de Missy y tomando una de las palas.

—Un centenar, más o menos.

El mensajero recorrió el campamento dando gritos, mientras los voluntarios cogían lo que podían y echaban a correr hacia el lugar donde se había producido el alud; la avalancha había sido aún mayor de lo que había dicho el asustado mensajero y había mucha más gente sepultada.

No estaban todos muertos. Los novatos, con pocos días en la ruta, hombres y mujeres por igual, intentaban apartar la nieve y el hielo con las manos por si era posible rescatar a alguien. Varios habían llevado palas y las usaban diestramente; un hombre de Colorado, con experiencia en cuestión de aludes, había tenido la precaución de coger un palo, que iba hundiendo en la nieve. Cuando tocaba algo duro, los demás cavaban como topos en el sitio que les indicaba; muchas veces no encontraban más que piedras, pero de vez en cuando sacaban a la superficie a alguien todavía vivo. Con el palo, este hombre salvó a más de doce personas.

Aquella mañana de domingo murieron unos sesenta buscadores de oro en total; sin embargo, ni siquiera un desastre de tal magnitud consiguió disminuir el ansia de oro de los supervivientes ni retrasó el incesante movimiento en lo alto de la montaña. Había comenzado la ascensión una gran multitud a la que, al parecer, nada podría detener, ni siquiera la amenaza de morir aplastados. Media hora después de que la avalancha de nieve hubiera borrado el sendero que llevaba a la cima, los enloquecidos buscadores de oro habían trazado ya otro camino; miraban de soslayo el lugar de la tragedia y continuaban la marcha.

Como los Venn habían pasado medio día colaborando en las tareas de rescate, hasta última hora de la tarde no pudieron unirse a la fila de buscadores que trepaban por la escalera; después de conseguir un sitio en esa cadena, que avanzaba laboriosamente, ya no les fue posible echarse atrás o pararse a descansar: habían comenzado a recorrer un empinado camino que subía hasta el infierno. Si alguien sentía necesidad de orinar, podía apartarse a un lado y hacerlo sin que le vieran, pero podía costarle más de una hora intentar volver a la cadena. En el Chilkoot, nadie ayudaba a nadie. Los tres Venn, tenazmente aferrados a sus puestos, alcanzaron los sesenta últimos peldaños al anochecer; por un instante Missy flaqueó y temió tener que abandonar su sitio en la fila, pero continuó trepando hasta la cima, jadeando y casi desmayada por el agotamiento, luego se volvió para mirar al enjambre de personas que la seguían mecánicamente Y pensó: «¡Dios mío! ¡Tener que repetir esto cincuenta y cuatro veces más!».

Al escalar hasta la cumbre de la montaña, donde se apilaban los equipos en montones de hasta cinco metros de altura, los Venn y los demás aventureros entraban en un mundo totalmente nuevo. Era un mundo caótico y arbitrario, pero en el cual reinaban también la razón y la ley. Aquella ladera pretendía ser la frontera entre Alaska, perteneciente a los Estados Unidos, y el Territorio del Yukón, canadiense. Era una línea trazada en la nieve, sin autoridad legal que la justificara; en realidad, el límite estadounidense debería haber estado unos kilómetros más al este, pero aquel elevado puerto de montaña se convirtió en la frontera permanente entre las dos naciones, porque así lo decidieron unos pocos hombres singularmente valientes.

Se trataba de un contingente de la Policía Montada del Noroeste, destacados en una frontera indeterminada para imponer una ley indeterminada.

Pocos estadounidenses hicieron más por su país: en cuanto vieron la absurda situación a que se había llegado sin que los estadounidenses intervinieran, tomaron una decisión sencilla pero firme:

—La ley será la que nosotros digamos.

A partir de entonces, esta norma, sumamente apropiada y razonable, fue adoptada, puesta en práctica y aceptada.

En efecto, muchos de los estadounidenses que llegaban hasta el paso del Chilkoot desde la ciénaga moral de Skagway se alegraban de encontrar en la cima de la montaña a un grupo de hombres decididos que aseguraban:

—Aquí está la frontera y aquí están las leyes. Tendrán que respetar ambas cosas.

Igual que niños traviesos que hubieran crecido como salvajes, sin ninguna supervisión, pero sabiendo en el fondo que es mejor un poco de disciplina, los novatos que escalaban el pasaje aceptaban de buen grado la ley de la Policía Montada.

En la cumbre se habían desarrollado unas reglas prácticas: «Nadie puede entrar a menos que traiga provisiones para un año, sobre todo alimentos. Hay que pagar en la aduana canadiense por cada artículo que se introduzca. No se podrá navegar por los lagos ni por el Yukón, a menos que se haya construido un bote seguro, capaz de cargar a una persona junto con su equipo. Se numerará cada bote, para poder controlar si ha terminado la travesía hasta Dawson». La Policía Montada justificaba esta última exigencia con un dato siniestro: «En la época en que se cruzaban los lagos en cualquier embarcación y sin una numeración apropiada, se ahogaron muchas personas».

Obedeciendo estas reglas, el domingo 3 de abril de 1898, al anochecer, los Venn dejaron bajo la vigilancia de la Policía Montada las primeras cosas que habían acarreado y, por primera vez desde su marcha de Seattle, sintieron que podían abandonarlas sin peligro. Los siguientes días, sin embargo, fueron un fracaso, pues los tres viajes diarios de ida y vuelta que había previsto Buck resultaron imposibles de realizar. La escalera de hielo era demasiado empinada y las cargas que llevaban demasiado pesadas, de manera que sólo Podían efectuar un máximo de dos viajes; además, algunos días había que esperar mucho para unirse a la fila y sólo llegaban a hacer un viaje.

—¡Dios mío! —se quejó Missy una noche, al deslizarse dentro de su saco de dormir—. Nos pasaremos aquí todo el mes de abril.

Sin embargo, se afanaron diligentemente en subir los peldaños de hielo, siempre alertas por si se producía otro alud, sin poder dar un paso, erguidos, con el torso paralelo al suelo, las piernas debilitadas, los Pulmones a punto de reventar, los ojos llorosos fijos en la tierra aunque sin dejar de Observar a la persona que les precedía, y la espalda encorvada porque subían la escalera helada con una carga de veinticinco kilos.

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