Alaska

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VIII. EL ORO

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Ninguno de los pioneros que colonizaron el continente estadounidense igualó aquel esfuerzo humano. Nadie se enfrentó a una tarea tan difícil como esas treinta mil personas que escalaron el paso de Chilkoot cuando aún amenazaban las últimas tormentas invernales.

En uno de los viajes, al llegar a la cumbre, Missy y Tom encontraron los primeros cargamentos sepultados por una repentina ventisca bajo cuatro metros y medio de nieve; ni siquiera podían hacerse una idea de dónde estaban sus valiosos bienes. En su desesperación, recibieron la ayuda de un apuesto sargento de la Policía Montada, un joven pulcramente afeitado y de ojos azules, nacido en Manitoba, en el centro de Canadá: se llamaba Will Kirby, tenía veintiocho años y estaba decidido a hacer carrera en el Cuerpo de Policía del Noroeste. Le encantaba el aire libre; había sido trampero y había viajado mucho en canoa por ríos remotos, contratado por Compañías peleteras, para investigar las posibilidades comerciales.

Cuando vio a Missy y a Tom removiendo las nieves de abril, en busca de su tesoro enterrado, acudió en su ayuda:

—No tienen que preocuparse por un poco de nieve como ésta. El pasado enero teníamos aquí más de veinte metros.

—Eso es imposible —dijo Missy, que no estaba dispuesta a tolerar aires de condescendencia después de una ascensión tan agotadora.

El sargento sacó una fotografía en la que aparecía junto a dos compañeros de la Policía Montada, de pie en ese mismo sitio, sin que se viera ninguna vivienda alrededor.

—Aquí arriba nieva de verdad. Bueno, ¿cómo habían dispuesto sus cosas?

Missy, que se había calmado al ver la fotografía, aunque sospechaba que era falsa, le indicó más o menos dónde habían dejado sus bienes y describió su aspecto; mientras los tres cavaban, daban patadas y hurgaban con palos en la nieve, el sargento Kirby les dijo:

—El pasado enero, durante una fuerte tormenta, a un hombre se le ocurrió algo muy ingenioso.

Les explicó lo que había hecho aquel viajero, y tanto Missy como Tom pensaron inmediatamente que podía dar resultado. En cuanto hallaron sus cosas, con la ayuda de Kirby, bajaron a toda prisa la montaña para contar a Buck lo que habían escuchado.

—¡Funcionará! —exclamó su compañero.

Necesitaría varias cosas: una roca firme en lo alto del Chilkoot, donde había varias; dos trineos, que se podían fabricar fácilmente con trozos de madera; una soga muy larga, y otros cinco hombres, que pesaran bastante. Buck se dio cuenta en seguida de que podía conseguir todo eso excepto la larga cuerda, pero entre los enseres domésticos abandonados junto al camino que iba del Campamento Ovejero a las balanzas había visto varios rollos de soga gruesa. Dejó a Missy y a Tom con el equipo y bajó por el sendero que acababa de subir. Aunque no localizó la cuerda que recordaba haber visto, encontró otras que alguien había abandonado más tarde entre los baúles, los muebles y los artículos domésticos sobrantes.

Cogió la cuerda y volvió a toda prisa a las balanzas, donde se fijó en los hombres que trabajaban a su alrededor; finalmente se decidió por cuatro posibles candidatos. El sargento Kirby había recomendado emplear a seis personas, pero Buck pensaba que lo haría mejor con cuatro más. Se reunió con ellos delante de la tienda y les explicó el plan:

—Si subimos hasta lo alto de Chilkoot, sujetamos una polea a una roca firme y construimos dos trineos donde quepamos los cinco, ¿qué tendremos?

Los cuatro que le escuchaban comenzaron a imaginarse lo que el policía canadiense había contado a Missy y Tom:

—¡Caramba! ¡Si los cinco nos montamos en uno de los trineos y nos dejamos deslizar montaña abajo, el otro trineo, cargado con el equipo, tendrá que subir!

Resultó. Subieron hasta lo alto del pasaje y buscaron, con la ayuda de Kirby, una roca apropiada, a la que fijaron un tosco aparejo, con la soga pasada por la polea. Una vez atados los trineos, vacío el de arriba y el de abajo cargado con parte del equipo, los cinco subieron a la cima con muy poca carga, que dejaron apresuradamente junto a lo que ya tenía cada uno depositado en el lado canadiense. Después corrieron hacia el trineo vacío y se acomodaron de manera que pudieran empujarse con las manos; con el vehículo en lo alto de la empinada pendiente, Buck dio la señal, y el hombre que iba sentado atrás empujó el trineo hasta que cobró impulso. Dio un último impulso, que lo envió colina abajo, montó en el trineo de un salto, y los cinco tuvieron el extraordinario placer de sentirse deslizar por la montaña, mientras el otro vehículo, cargado con el pesado equipaje, subía la cuesta como si tiraran de él unas manos invisibles.

El experimento funcionó mejor de lo que había pronosticado el sargento Kirby. Cuando Missy y Tom volvieron a lo alto de la montaña, Kirby les dijo:

—Los estadounidenses sí que saben construir máquinas.

Le complacía ver cómo habían perfeccionado el mecanismo. Aquellos estadounidenses, en particular, franquearían el paso de Chilkoot de la manera más cómoda.

Mientras tanto, Missy y Tom continuaron escalando el pasaje con cierta alegría, porque llegaban a la cima con mucha menos carga, pero eso sí siempre con una pala. Después de descargar sus bultos en el depósito de los Venn y saludar al sargento Kirby, se apartaban del pasaje Chilkoot y se dirigían a una cuesta más empinada, cubierta por varios metros de nieve. Missy Ponía una tabla sobre la pala, dirigía el mango montaña abajo y se sentaba tan adelante como le era posible. Tom se instalaba detrás de ella, medio en la pala, medio en la tabla que sobresalía, y se sujetaba a Missy por la cintura; de esta forma, se deslizaban pendiente abajo, como si fueran niños en un trineo de colores.

El descenso resultó tan estimulante y vital, con el viento frío dándoles en la cara, que subieron a toda prisa los últimos peldaños de Chilkoot y corrieron de nuevo a la empinadísima pendiente para arrojarse cuesta abajo sobre su pala mágica. Tom, aferrado a Missy, que guiaba a medias la pala con los talones, disfrutaba como nunca en su vida; pero Kirby, al verles descender con tanta rapidez, se inquietó y quiso hablar con ellos cuando volvieron a subir a lo alto del pasaje:

—La he visto dirigir la pala con los talones, señora Venn. Yo no lo haría; a esa velocidad, si se le enganchara el pie en algo, aunque sea en un trozo de hielo, se le torcería la pierna hacia atrás y el impulso podría incluso arrancársela. Cuanto menos, se le rompería.

Después de eso, hicieron los viajes con un poco más de prudencia, Pues tanto Missy como Tom evitaban que la pala bajara a demasiada velocidad.

Un anochecer, el trineo de Buck y la pala de Missy llegaron a las balanzas al mismo tiempo; uno de los hombres del vehículo explicó a Missy:

—Nos gusta la forma en que organiza las cosas su marido. Seguro que está usted orgullosa de él.

Mientras conversaba con Tom, durante uno de los ascensos de la montaña, Missy comentó:

—Tom, ¿te has dado cuenta del poder de tu padre? Los otros le tratan con respeto. Él toma una decisión y se atiene a ella.

—Es como si en todos estos años hubiera estado esperando que ocurriera esto —replicó Tom.

Missy, en un arrebato de afecto por el muchacho, que se estaba haciendo mayor, le tomó de la mano.

—A ti te está pasando lo mismo, Tom —le dijo—. Cuando lleguemos a las minas serás todo un hombre.

El sargento Kirby, al ver lo bien que trasladaba su carga el valiente grupo, dijo una noche a sus compañeros:

—En esta cuesta hemos visto a algunos estadounidenses muy inútiles, pero esos tres Venn compensan por muchos de los otros.

—¿Por qué te preocupas tanto por ellos? —le preguntó uno de los policías montados.

—En casa está mi hijo, mucho más pequeño que el suyo. Me gustaría mucho que al hacerse mayor fuera igual de responsable. —Caviló unos momentos sobre lo que acababa de decir, y añadió—: Además, siento un gran respeto por Venn, que sabe hacer funcionar las cosas y poner orden.

—También la señora Venn te inspira bastante respeto, ¿verdad? —Preguntó uno de los policías montados de más edad. Allí se acabó la conversación.

En el paso de Chilkoot también había fotógrafos: eran hombres osados y tenaces, que acarreaban grandes cámaras y pesadas placas de vidrio hasta los sitios más apartados, para captar con exposiciones de tres minutos imágenes en las que se veían diminutas figuras humanas ante un fondo de vastos campos nevados. Uno de esos audaces experimentadores era un sueco de veintiún años, educado en Wisconsin, donde había instalado un estudio fotográfico profesional cuando contaba quince años de edad. Estaba fascinado por la magnitud de la estampida hacia el oro del Klondike, pero era uno de esos hombres prudentes que no pretendían hacer fortuna lavando arena en algún arroyo de las montañas, sino fotografiando a los hombres que lo hacían.

Parecía estar en todas partes, pues su diligencia y su buena suerte le permitían acudir al sitio apropiado en el momento oportuno. Aquel domingo fatal en que se produjo el alud, por ejemplo, no andaba muy lejos, en tres de sus fotografías se podía ver a Buck Venn y a su hijo, entre cientos de personas, cavando para desenterrar los cuerpos. Pero uno de sus mejores retratos, tomado el mismo día, mostraba a Missy Peckham, menuda, decidida Y atractiva, contra un fondo de nieve. Aparecía erguida, con gruesas botas y un vistoso tocado de campesina rusa. Llevaba una falda muy ancha, que caía en pliegues hasta la parte alta de las botas y quedaba recogida en torno a una cintura tan estrecha que parecía dividir a la mujer en dos mitades separadas. La blusa, no demasiado gruesa a pesar de la nieve, ceñida al cuerpo pero voluminosa a la altura de los hombros, terminaba en un cuello pequeño y primoroso. Seis botones brillantes adornaban la pechera, pero a todos estos detalles los eclipsaba la decisión que le iluminaba la cara. No era un rostro bonito, como los de los anuncios, pero demostraba un prodigioso dominio de sí que casi lo convertía en heroico. La joven que miraba fijamente desde la fotografía estaba decidida a llegar a las minas de oro.

El día en que los cinco hombres introdujeron en Canadá el último cargamento de provisiones, después de pagar los derechos aduaneros, se separaron, pues cada uno tenía sus propias ideas sobre el modo de llegar a las minas de oro. Cuando los Venn se disponían a llevar la carga montaña abajo en nueve o diez viajes con el trineo, el sargento Kirbv les llamó para contarles algo curioso.

—Si alguien se muere en la cuesta y ha venido solo, me corresponde a mí cuidar de sus pertenencias. Si sabemos su dirección, enviamos el dinero y los papeles a su casa. En cuanto al equipo, lo vendemos… por lo que nos quieran dar. El otro día murió aquí un anciano de unos sesenta años.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó Buck.

—No dejó mucho, pero tenía una vela de lona muy buena —explicó Kirby—. Tal vez había trabajado en algún barco, porque está muy bien cosida.

—No comprendo.

—¿Nadie se lo ha dicho, señor Venn? El lago Lindeman está bastante lejos. Al llegar lo encontrarán helado, y cuando terminen de cruzarlo habrá otro largo trayecto hasta el lago Bennett, donde tendrán que construir un bote para viajar por el río hasta Dawson. Pero si ponen una vela en el trineo, con los vientos tan fuertes que hay por aquí, podrán deslizarse hasta el lago. Le vendo la vela por dos dólares —añadió—, y le aconsejo que se quede con ella.

Buck le entregó los dos dólares, y Kirby pidió un recibo firmado y fechado.

—Preferimos hacer las cosas estrictamente dentro de la ley, ya que hay dos países implicados.

Fue casi un placer bajar la vertiente canadiense del paso de Chilkoot: Tom se quedó en la cima para cargar el trineo, en tanto que Buck llevaba a Missy hasta el pie de la empinada cuesta, donde la mujer se encargaría de ir reuniendo las cosas a medida que su marido las bajara; Buck descendía tan velozmente que, cuando pasaba sobre algún montículo, se elevaba en el aire.

—El sargento Kirby me aconsejó que no sacara las piernas a la velocidad que llevábamos Tom y yo —le avisó Missy, al ver cómo tomaba una curva mientras se acercaba al montón de bultos—. Tú estás bajando al doble de esa velocidad. Ve con cuidado.

Una vez que la carga estaba al pie de la montaña, los quince kilómetros que les separaban del lago Lindeman no eran más que una suave pendiente fácil de recorrer; fue entonces cuando la vela del viajero fallecido resultó de’ utilidad, pues Buck construyó una pequeña caja de madera en la que plantó el extremo inferior del mástil, y lo sujetó con cuerdas para que el otro extremo se mantuviera erguido. Un penol le permitía exponer un gran trozo de vela; con ese impulso, casi se podía navegar sobre la nieve endurecida.

Una vez más, los tres Venn se separaron: Tom custodiaba el equipo al pie de la montaña, Missy aguardaba al final del trayecto, y Buck se deslizaba alegremente por la cuesta con una carga o subía a pie con el trineo vacío.

En el último descenso desde lo alto de Chilkoot, Buck bajó con Tom. Cuando el trineo se detuvo donde Missy esperaba, el muchacho vio que toda la carga estaba ya acumulada junto al primer lago, una hermosa extensión de agua en cuya orilla se levantaban una multitud de tiendas blancas, que albergaban a una improvisada ciudad de varios miles de personas, con caminos nevados y con dos hoteles en los que se servía comida caliente. Al contemplar el extraordinario panorama, Tom exclamó, impresionado:

—El mundo entero parece haberse vuelto blanco.

Los Venn estaban ya en lo que parecía ser el nacimiento del Yukón, que era también donde acababa la ruta de Soapy Smith, procedente de Skagway. Atravesaron varias veces con su carga el lago Lindeman, que medía unos diez kilómetros de una a otra orilla; cada travesía les pareció un sueño, porque la superficie helada era lisa y el trineo podía deslizarse fácilmente por encima. Las montañas circundantes estaban cubiertas de nieve, la atmósfera era seca y desde Chilkoot soplaba un viento constante que les impulsaba en la dirección que querían seguir.

—Es la mejor travesía que haremos —pronosticó Buck, mientras avanzaban entre aquella belleza invernal, ya con un claro anuncio del verano en el aire.

En su tercer viaje por el Lindeman, Buck dejó que el trineo se deslizara más a la derecha, lo que le condujo a un trecho de hielo desigual. A causa del viento, o debido al fluir de alguna invisible corriente que desembocaba allí desde las montañas, se habían alzado bloques de hielo que alteraban la superficie lisa. Buck dio una patada para apartar el trineo y se torció el tobillo derecho. Aunque no era grave, no quiso volver a tener ese problema en los próximos recorridos, de modo que, tras arrastrar el trineo para volver a la orilla occidental del lago, pidió a Tom que buscara algún palo que le permitiera maniobrar entre los bloques de hielo; el muchacho encontró uno de unos dos metros setenta de longitud, lo bastante fuerte como para proteger el trineo, En los viajes siguientes, el viento continuó empujando a Buck hacia la orilla derecha, pero con el palo consiguió impulsar el trineo y apartarlo de los bloques.

En la última travesía cargó el trineo con los cuatrocientos kilos de equipo que quedaban y subió a Tom en lo alto del montón. Echados hacia atrás, guiando el trineo por medio de las cuerdas que sostenían la vela, se deslizaron a bastante velocidad hacia el lago Bennett, donde tenían que construir un bote para navegar por el Yukón.

—No hay una sola colina entre este lugar y Dawson —exclamó Tom con alegría—. Podemos navegar directamente hasta nuestra mina de oro. —Sin embargo, de pronto el muchacho gritó—: ¡Papá! ¡Bloques de hielo ahí enfrente!

—Ya lo veo —respondió Buck—. Pasaremos.

Hizo girar el palo hacia fuera, pero en esa ocasión la carga era tan pesada y la velocidad tan alta que el extremo de la vara chocó contra un enorme bloque de hielo y se enganchó en una grieta. Como el palo se estaba doblando de un modo alarmante, Tom volvió a gritar:

—¡Papá! ¡Suéltalo!

Demasiado tarde. El palo se rompió: un extremo pendía inútilmente entre las manos de Buck, mientras el otro, desgarrado y mellado, saltó como una flecha disparada por un arco gigantesco. Alcanzó a Buck en el medio del pecho, más como el extremo partido de una lanza que como una astilla de acero, y le abrió una profunda y dolorosa herida.

Cuando Buck vio que le salía sangre, dirigió a su hijo una mirada de desesperación, y Tom vio palidecer la cara de su padre, curtida por el viento. Buck soltó el palo y estrechó las manos contra la herida. Miró una vez más a su hijo, mientras le brotaba un chorro de sangre por la boca, y se derrumbó sobre el trineo, que avanzaba pausadamente por el lago, con la vela en alto.

Will Kirby se encontraba vigilando los siete mil botes que se estaban construyendo junto al lago Lindeman y el curso de agua que llevaba al lago Bennett, cuando se enteró de que se había matado otro buscador de oro en el descenso del pasaje Chilkoot; con cierta rabia contra esos estadounidenses que se metían en situaciones peligrosas que no sabían controlar, corrió hacia el lugar donde había ocurrido el accidente. Se impresionó mucho al descubrir que el fallecido era Buchanan Venn, que se había mostrado tan responsable en la travesía del puerto; al ver a Missy y al chico, temblando junto al lago, solos e incapaces de pensar en los muchos problemas a los que ahora se enfrentaban, sintió una gran pena por ellos e hizo lo que pudo por ayudarles.

—Nosotros les cuidaremos. No queremos que las mujeres sufran en esta ruta. —Llamó a Tom aparte, y le dijo, con firmeza—: Ahora veremos si vas a ser un hombre o no.

Le complació ver que la respuesta del muchacho era hacerse cargo del trineo que había matado a su padre. Kirby se reunió con los dos en la orilla del lago y les dijo:

—Como ustedes saben, mi deber es asegurarme de que los bienes de las personas fallecidas queden a cargo de alguien que legalmente tenga derecho a disponer de ellos. —Al ver la cantidad de dinero que llevaba Buck, quedó sorprendido y advirtió—: No puedo entregarle a usted todo este dinero, señora Venn. Es demasiado peligroso. Pediré al comisario Steele que se haga cargo de esta suma hasta que ustedes lleguen a Dawson.

La decisión de Kirby hizo aflorar dos cuestiones complicadas, que Missy se dispuso a explicar, una por una:

—Yo no estaba casada con Buck Venn. Pero la mitad del dinero que él llevaba me pertenece. Y no voy a entregar mi parte a nadie.

Kirby asintió, aunque se atuvo a su primera opinión:

—Esperaremos a que llegue el comisario Steele, en su visita de inspección.

Al revisar las pertenencias de Buck se descubrieron dos cosas que Missy y Tom no quisieron que fueran a parar a manos de Kirby. La primera era un sobre con el billete de cien dólares para la Yegua Belga; tal como Missy explicó, eso pertenecía a su destinataria:

—Nosotros sólo tenemos que entregarlo.

—Pero ¿no se da cuenta, señora? —El sargento Kirby sonrió con indulgencia—. No podemos permitir que ese dinero circule por ahí, con una mujer indefensa. Tengo que guardarlo yo. Le aseguro a usted que la destinataria lo recibirá.

—Soy yo quien tengo que entregárselo personalmente. Se trata de un compromiso.

—Y lo va a cumplir —pero Kirby se guardó en la chaqueta el sobre con el dinero.

En cuanto al papel que reclamaba Tom, no hubo discusiones:

—Un ingeniero dibujó esto para mí. Son los planos del bote que tenemos que construir.

—Ese hombre sabía dibujar —dijo Kirby, después de mirar el diseño y devolvérselo a Tom—. Quienquiera que sea, entiende de barcos.

—Si construimos uno así —preguntó Tom—, ¿cree usted que podremos navegar hasta Dawson?

Will Kirby se vio obligado a hablarles de un problema gravísimo, al cual se había tenido que enfrentar otras veces:

—Siéntense, por favor. Necesito que me presten toda su atención.

De pie frente a ellos, firme como un soldado, muy apuesto con su elegante uniforme de pantalones a rayas, pulcra chaqueta con adornos y ancho sombrero, Kirby constituía la imagen de la autoridad; tanto Missy como Tom se dispusieron a escucharle.

—Ésta es la cuestión: ¿De verdad quieren ustedes ir a Dawson? Un momento, no se apresuren a responder. —Comenzó a enumerar los inconvenientes de la situación—: En estos lagos hay veinte mil personas esperando a que se funda el hielo. Se encontrarán perdidos en medio de una estampida. No tienen a ningún hombre que les ayude. Podrían atropellarles. Además, aun en el caso de que consigan llegar, han de saber que todos los sitios buenos ya estarán ocupados. Quizá no estén ocupados solamente los buenos, sino cualquier sitio, los buenos y los malos. Estas provisiones les durarán seis meses, como mucho. Después empezarán a quedarse sin dinero. ¿Qué van a hacer entonces?

Missy y Tom se miraron, y la mujer respondió:

—El hombre que nos dio ese dinero para la belga… El Grano del Klondike, dijo que se llamaba…

—He oído hablar de él. Estaba un poco loco, pero era de fiar. —El policía se rió entre dientes y les preguntó—: ¿Les dijo él lo mismo que yo acabo de decirles?

—Así es.

—Y sin embargo, ustedes decidieron venir.

—Sí.

—Señora Venn… Disculpe, pero los documentos dicen que usted es la señorita Peckham y este joven, el señor Venn, hijo. Ir a Dawson con un hombre que la proteja y la guíe es una cosa. Ir sola, otra muy distinta. —Consideró necesario impresionar a esas personas para que tuvieran en cuenta la realidad—: No creo que una mujer como usted… quiera trabajar en un burdel, ¿verdad?

—No es ésa mi intención —contestó Missy sin vacilar.

—Bueno, tengo que asegurarme de que los bienes del señor Venn pasarán a quien legalmente corresponde. A usted y al muchacho les entregaré el trineo, el equipo completo y lo necesario para construir el bote. En cuanto al dinero y los papeles, exceptuando los planos para el bote, tengo que quedarme con ellos.

Para sorpresa de todo el mundo, Tom se levantó y dio un paso adelante:

—No puede hacer eso. Sabemos lo que pasaba en Skagway.

Kirby asintió, más complacido que ofendido al ver que el muchacho tomaba una actitud tan protectora.

—Tienes razón. Tienes derecho a querer asegurarte.

Envió a Tom al otro lado del lago, en busca de otros miembros de la Policía Montada del Noroeste; cuando dos jóvenes uniformados se presentaron en la tienda de los Venn, Kirby les devolvió el saludo y explicó la situación:

—Por la experiencia que han tenido antes en Skagway, la señorita Peckham y el señor Venn, hijo, se niegan a dejar a nuestro cargo los bienes del fallecido hasta que no lo disponga así una sentencia.

—¡Pero es que tienen que hacerlo! —dijo el más joven de los dos policías.

—¿Cómo podemos fiarnos de él? —preguntó Missy—. ¿Cómo podemos fiarnos de ustedes?

—Señora —contestó el policía—, si usted no se fía del sargento Kirby, es que no se fía de nadie.

—Si piensa ir sola hasta Dawson —añadió el otro—, tendrá que confiar en alguien.

Ante la vista de los dos policías montados, Kirby extendió un recibo, lo firmó y se lo entregó a Missy, quien a su vez se lo dio a Tom:

—Él es el hijo de Buck —explicó.

—Pero usted, ¿no era su esposa? —preguntó uno de los policías.

—No —contestó Missy.

Tres días después, mientras millares de personas se apiñaban en la orilla inferior del lago Lindeman, haciendo los preparativos para correr hacia el lago Bennett y construir allí sus barcos, el sargento Kirby acudió a la tienda de los Venn con un oficial corpulento y bigotudo, que tenía fama de ser «el león del Yukón». Era el comisario Samuel Steele, incorruptible ejecutor de la justicia en la frontera. Alto, de anchos hombros, de aspecto poderoso, usaba un amplio sombrero negro de vaquero y no llevaba ningún arma a la vista; todos sus movimientos, todos sus gestos, revelaban autoridad, pero también compasión. Su jurisdicción se aplicaba a un territorio salvaje y prácticamente ingobernable, en el que había en ese momento más de veinte mil forasteros dispuestos a irrumpir en una ciudad que ni siquiera existía tres años antes; pero todos los policías que actuaban bajo sus órdenes estaban de acuerdo en que era un hombre justo.

Permitió que se reservara una calle para las prostitutas, donde reinaba la Yegua Belga. Dejó que funcionaran abiertamente las tabernas y los garitos, pero tanto las bebidas como las ruletas tenían que ser de fiar. Antes de que se abriera el primer banco en la ciudad, se encargaba del dinero de los mineros, que nunca perdieron nada mientras él lo tuvo a su cargo. Insistió en que se respetaran los domingos. En las calles de su ciudad no se producían los tiroteos que tanto abundaban en los pueblos enriquecidos súbitamente en los Estados Unidos; el homicidio se perseguía. Si alguien osaba transgredir estas normas, él mismo iba en su busca, se enfrentaba con él y le expulsaba del Canadá.

Este hombre estaba ahora frente a Missy Peckham y a Tom:

—Lamento muchísimo esta trágica pérdida.

Missy no respondió; se reservaba las fuerzas para la inminente discusión.

—Y comprendo que usted se muestre renuente a confiarnos el dinero de su difunto esposo.

—No era mi esposo —aclaró Missy.

—Nosotros le considerábamos así —inclinó solemnemente la cabeza al decirlo, ya que Kirby le había informado del carácter leal de Missy—. Ahora bien, señora: hemos decidido que el dinero pertenece legalmente a este joven.

—Estoy de acuerdo. No es mío, desde luego. —Pero cuando el comisario Steele esbozaba una sonrisa ante su rápida aceptación, Missy le interrumpió—: En cuanto a mi mitad, la que gané trabajando como camarera y a bordo del Alacrity, ésa sí que la quiero.

—Por supuesto que se la daremos —aseguró Steele—; pero no aquí, en medio de esta selva, donde no podemos protegerla a usted.

—¿Por qué no?

—No pienso tanto en usted como en mis hombres, señora. No pueden protegerla desde aquí hasta Dawson. Lo que van a encontrarse… —hizo una pausa—. ¿Está decidida a seguir? Si prefiere regresar, señora, la ayudaremos a cruzar de nuevo el puerto. Creo que es lo que más le convendría.

—Iremos a Dawson.

—Cuando lleguen a la ciudad les devolveremos el dinero.

Missy estaba al borde de las lágrimas. En el breve tiempo transcurrido desde la muerte de Buck se había forzado a comportarse como una mujer resuelta, consciente de los peligros a los que ella y Tom se enfrentarían al viajar sin protección hasta Dawson, pero la continua presión de la escalada del paso de Chilkoot, de la muerte y ahora de esos hombres autoritarios era casi insostenible.

—¿Cómo sabemos que ustedes no son otra banda como la de Soapy Smith?

Era un ataque directo y tan pertinente que el comisario Steele retrocedió un paso. Claro, ¿cómo podía saber una mujer indefensa que no se trataba de lo mismo? Su respuesta, un poco extraña, la tranquilizó:

—Me gustaría pasar una semana en Skagway, señora, con tres o cuatro hombres como el sargento Kirby.

Missy se estremeció, se llevó una mano a los labios y miró a los dos hombres; entonces Kirby le reveló algo asombroso:

—¿Sabía usted que el día del alud Soapy envió a cuatro de sus hombres al lugar de la tragedia para que robaran lo que pudieran entre las pertenencias de los muertos? Iban bajo las órdenes de un tipo cruel llamado Otto Diente Negro. Y se llevaron bastante, por lo que nos han dicho.

—¿Cómo pudieron ustedes permitir algo así?

—Ocurrió en Alaska, señora —le recordó Steele—. No en nuestro territorio. Y así se hacen las cosas allí. En Canadá no lo permitimos.

—El comisario Steele y uno de sus hombres acabarían con Soapy en una sola tarde —añadió Kirby—. No tendrían que esperar hasta la noche.

Missy, más tranquila, decidió confiar en esos hombres. Cuando se iban, Steele dijo:

—Nunca hemos perdido a un cliente. Nos veremos en Dawson. Sargento Kirby —añadió—, encárguese de que construyan una buena barca. Y póngale un nombre que dé suerte. En Dawson necesitamos gente como ellos.

No volvieron a ver a Kirby hasta después de trasladar penosamente todas sus cosas por el corto trayecto que separaba el lago Lindeman del lago Bennett; éste era más importante, pues se podía comparar en dificultad al nevado paso de Chilkoot: había que tomar decisiones de vida o muerte. Este tipo de decisiones tenían que ver con los barcos, ya que la Policía Montada exigía a quienes viajaban a Dawson que construyeran o compraran una embarcación capaz de navegar los ochocientos veinticinco kilómetros hasta su destino, lo bastante sólida como para superar la travesía de un peligroso cañón y de varios tramos de violentos rápidos.

Si no vieron a Kirby fue porque éste tardó un tiempo en localizarles. Las orillas del lago Bennett albergaban una gran ciudad de tiendas de campaña, con unas veinte mil personas que querían ser buscadores de oro, todos dedicados a construir barcas. Los árboles eran derribados a un ritmo que iba dejando peladas las montañas próximas, y por doquier se excavaban hoyos para aserrar los troncos. La canción del lago Bennett era el siseo de los serruchos y el martilleo de los clavos, y esta música se oía las veinticuatro horas del día. Personas que cuatro meses antes no habían visto el agua, ahora decidían el modo de curvar una tabla para ajustarla a la forma de un bote; los resultados eran de una asombrosa variedad e ineptitud. Un grupo de hombres construyó una barcaza en la que se habría podido cargar un tren. Un aventurero solitario se fabricó una cómoda barquita, de unos dos metros y medio; como los policías montados no le permitieron navegar con ella en los tramos peligrosos, contrató a un indio para que le ayudara a llevarla a rastras a lo largo de diez kilómetros. Los más prudentes conservaban las velas con las que habían descendido la ladera de la montaña y habían cruzado el lago Lindeman; los que entendían un Poco de rápidos y barrancos pedregosos construían unos remos muy largos y pesados, llamados espadillas, que montaban en la parte trasera de los botes. Manejando una espadilla, un hombre con nervios de acero podía esquivar muchos obstáculos.

Missy y Tom levantaron la tienda en un buen sitio, cerca del borde del lago y con un hoyo para aserrar ya cavado; consiguieron ese sitio porque la aguda vista de la mujer localizó a dos hombres a punto de marcharse y trasladar su embarcación terminada, de seis metros y medio, a un lugar donde fuera más fácil botarla. Cuando ella les preguntó si podían quedarse en el sitio que dejaban libre, le respondieron:

—Claro que sí. Pero si aún no han comenzado a construir su bote, no tendrán tiempo de unirse a la flota.

Esa tarde, Missy y Tom acometieron la formidable tarea de construir una embarcación de casi siete metros. Tom recorrió todos los campamentos a los que se podía llegar caminando para preguntar si alguien le vendía algún tablón o unos buenos clavos, y consiguió más tablas aserradas de lo que había esperado. Después se fue con su hacha a lo que quedaba de los bosques y taló árboles hasta el atardecer. Como estaban ya en primavera, hasta las ocho no comenzó a ponerse el sol y no se hizo de noche hasta una hora después; en ese momento Tom estaba rendido.

A la mañana siguiente comenzaron a trabajar antes de que amaneciera, a las cuatro y media; así transcurrieron los días que quedaban del mes de abril. Missy dedicaba la mañana a cocinar para algunos hombres que le pagaban bastante bien por unas tortas, pan y unas judías; por la tarde iba a los bosques y ayudaba a Tom a llevar hasta la tienda los troncos talados. Cuando calcularon que tenían bastante madera para construir el bote, apretaron los dientes y se pusieron a la dura tarea de aserrar las tablas necesarias.

Una vez que lograron poner el primer tronco encajado sobre el borde del hoyo, hubo que resolver quién trabajaría arriba y quién en el fondo, tirando del serrucho hacia abajo. Tom se ofreció para manejar desde abajo la sierra de dos metros, convencido de que ése era el trabajo más duro; en eso se equivocaba, pues la persona de arriba tenía que tirar hacia lo alto hasta que le dolían los brazos, pero tenía razón al pensar que trabajar abajo era mucho más desagradable, ya que en el fondo del hoyo era inevitable tragar una lluvia constante de serrín.

Era muy fácil describir el proceso, pero llevarlo a cabo resultaba terriblemente difícil. Al terminar la primera jornada, Missy y Tom apenas habían dado forma al primer tablón, y lo habían hecho tan mal que los bordes seguían una línea ondulada, como trazada por un borracho. Venciendo la desesperación, cuando estaban los dos en la tienda, por la noche, Missy dijo tercamente:

—¡Maldita sea, Tom! Si no aprendemos a cortar tablones nos pudriremos aquí cuando los otros se vayan.

Tom no le recordó que en gran parte su fracaso se debía a que ella no conseguía mantener la sierra en línea recta.

Al día siguiente emprendieron el trabajo con más seriedad; aunque Missy aserraba con menos rectitud de lo conveniente, consiguieron cortar tres buenos tablones y se fueron a dormir convencidos de que con paciencia llegarían a dominar la sierra. Tom estaba tan agotado que se durmió sin cepillarse el serrín del pelo.

Durante cinco espantosos días, mientras el hielo del lago Bennett Comenzaba a deshacerse, la pareja continuó con la penosa tarea de aserrar. Las manos se les llenaron de ampollas y más tarde de callos. Se les endurecieron los músculos de la espalda y se les apagó la mirada, pero ellos continuaron cortando sin parar las valiosas tablas de las que muy pronto dependería la vida de ambos.

Un día en que Missy dudaba de poder resistir mucho tiempo más, pues apenas podía levantar los brazos para tirar de la pesada sierra, apareció el sargento Kirby, después de buscarles en unas dos mil tiendas.

—Has hecho maravillas —dijo, dando una palmada en el hombro de Tom—. Veo que Missy está arriba, como tiene que ser. Te felicito.

Los agotados carpinteros se alegraron tanto al ver a Kirby que olvidaron por un momento sus dolores y manejaron con fuerza la sierra; pero el policía se dio cuenta de que Missy estaba trabajando sólo a fuerza de coraje, por lo que trepó a lo alto de la plataforma, bajó con cuidado a la muchacha al suelo y cogió el mango del serrucho. Tan pronto comenzó a manejarlo, Tom percibió la diferencia. La sierra descendía con más fuerza, se ajustaba mejor a la línea marcada y subía imperiosamente hacia arriba. Los dos hombres aserraron el tronco durante casi dos horas, cortando tablones a una velocidad que a Tom le parecía imposible.

Al mediodía, Missy les preparó una sopa, y Kirby pasó la mayor parte de la tarde en el hoyo. Regresó al día siguiente, para ayudar a Tom a terminar las tablas que tenían que formar la cubierta de la embarcación diseñada por Kernel; esa noche, el sargento se quedó a cenar.

Cuando comenzaron la verdadera construcción del bote, ya con la pesada quilla claramente definida, Kirby aparecía con frecuencia, no sólo para darles consejos, sino también para prestarles su valiosa ayuda a la hora de dar forma a la embarcación. También comía con ellos y les llevaba carne y verduras de sus propias fuentes de abastecimiento. Un atardecer, Missy abordó a Tom con una curiosa petición:

—¿No podrías dormir esta noche en la tienda de los Stanton, Tom?

El muchacho permaneció inmóvil, con las manos en los costados y la cabeza dándole vueltas. Tenía quince años y Missy, veintitrés; bajo ningún concepto hubiera dicho que la amaba, pero muchas veces, en los últimos meses, había tenido que admitir para sus adentros que nunca había conocido a otra mujer como ella. No la veía como a una muchacha, para él, una muchacha era alguien de su edad, y en la escuela había conocido a varias que eran atractivas y prometían volverse aún más atractivas con el correr de los años. Missy era una mujer, había sido la salvación de los Venn en los años de miseria, Y gracias a ella su padre había rejuvenecido. Era una persona maravillosa, valiente, trabajadora y simpática. Los días en que descendían la montaña sobre la pala, él solía aferrarse a ella como si los dos hubieran sido una sola persona enfrascada en una gran aventura. Últimamente, cuando manejaban la sierra, se había dado cuenta de lo agotada que estaba la joven, y le habría gustado poder hacer todo el trabajo él solo. Se había puesto a aserrar con el doble de esfuerzo para ahorrárselo a Missy, y lo había hecho con alegría, porque sentía un afecto indecible por esa testaruda mujer. Formaban un equipo, aunque no se ajustaran a los cánones; eran dos personas fuertes, que compartían un parecido modo de pensar. Querían cortar los tablones, construir una barca Y maniobrarla por los cañones y los rápidos; lo que ocurriera al llegar a Dawson no importaba por el momento. Y ahora ella le pedía que se llevara a otra parte la colchoneta donde dormía; Tom se sintió desplazado.

Pero cuando el sargento Kirby se trasladó a la tienda de Missy, la construcción de la barca dio un salto adelante, porque el policía montado había navegado muchas veces por las agitadas aguas a las que se enfrentarían los buscadores de oro en cuanto abandonaran el tranquilo lago Bennett. Su experiencia originó la primera discusión entre él y Tom. Cuando vio que el muchacho se proponía construir el bote exactamente como le indicaban los planos del Grano del Klondike, preguntó:

—¿Estás seguro de que quieres un barco tan grande? Siendo sólo dos, se puede viajar en una embarcación bastante más pequeña.

—Esto es lo que él dijo. Mira —allí estaban las cifras—: Siete metros de largo y un metro sesenta y cinco en la parte más ancha. Así será la barca.

—El hecho es que hay dos tramos muy peligrosos —explicó Kirby—: el cañón Miles y los rápidos Whitehorse. Allí han naufragado muchas embarcaciones, y también se han perdido muchas vidas.

—Él nos aseguró que con un bote así llegaríamos —insistió Tom, con firmeza, sin aclarar quién era «él».

—No lo dudo. Pero si vuestro bote tuviera la mitad de ese tamaño podríais igualmente embarcar todo el equipo y, al llegar a los tramos malos, contratar a algunos indios para que os ayudaran a llevarlo por tierra. Sé que tenéis dinero para hacerlo.

—El bote tiene que ser así de largo.

Resultaba extraño ver a ese muchacho de ciudad, que no sabía nada de carpintería ni de barcos, fijar los maderos a la quilla y darles forma en la proa. Con la ayuda de Kirby y Missy en las junturas difíciles, consultando sin cesar el dibujo del Grano y usando la escuadra metálica que había comprado su padre, Tom construyó un barco tan bueno como los mejores hechos por expertos.

Al terminar, se enfadó porque vio la cantidad de ranuras que habían quedado entre las tablas, pero Kirby se echó a reír:

—Todos los barcos tienen ranuras, Tom. Para eso está el calafateo.

—¿Qué es eso?

—Estopa.

—¿Y eso qué es?

—Cáñamo con brea. Hay que introducirlo a martillazos en las junturas y de este modo se impermeabiliza el bote. De lo contrario os hundiríais.

De pronto, Tom y Melissa cayeron en la cuenta de que iban a confiar sus vidas a esa embarcación llena de grietas, construida por un muchacho de quince años, en un viaje de ochocientos kilómetros por aguas muy peligrosas.

—¿Dónde se consigue la brea y la otra cosa?

—Deberíais haberlo traído con vosotros, pero no lo hicisteis. Tu Grano no podía pensar en todo, ¿verdad? —Pero Kirby tuvo una idea—: Preguntaremos a los que están terminando sus embarcaciones si nos venden el calafateo que les sobre.

De este modo, reunieron una extraña colección de sustitutos del auténtico calafateo: crin, musgo, tiras de lino o arpillera; metieron un poco de todo en las grietas y las sellaron con otra extraña mezcla de cera, grasa de oso, brea y pez. Cuando terminaron el trabajo, el joven Tom Venn pudo enviar la primera carta a su abuela:

Papá se ha matado por culpa de una vara de pícea, que se rompió Y le atravesó. Murió como un valiente. Missy y yo estamos ahora en Canadá, y como aquí nadie puede arrestarnos, me parece que puedo darte nuestra dirección: Dawson City. He construido un bote de siete metros de largo y uno sesenta y cinco de manga; hemos hecho una prueba y flotó como un pato. En cuanto el lago se deshiele navegaremos por el río Yukón; todo el recorrido es bastante fácil. Ojalá Missy se hubiera casado con papá.

El domingo 29 de mayo de 1898, por la mañana, la gruesa capa de hielo que había encerrado durante casi nueve meses al lago Bennett en un frío abrazo empezó a deshacerse y a precipitarse por el estrecho río; al cabo de ciento cincuenta kilómetros, el río entraba en un alto cañón rocoso y luego saltaba en magníficos rápidos, antes de llegar a la relativa calma del Yukón, a punto de deshelarse. Tom, al ver que en la superficie aparecían, como dagas melladas, las primeras aberturas por donde fluía el agua, gritó:

—¡Se está deshaciendo!

Pero Missy y Kirby no le oyeron gritar, porque en todo el enorme campamento la gente se había puesto a chillar y a disparar sus pistolas.

—¡El lago Bennett se está deshelando!

Más de siete mil embarcaciones caseras se acercaron a la orilla, como si todo el mundo quisiera ser el primero en lanzarse al lago y el primero en llegar a las minas del Klondike. Era una flota como nunca se había visto antes, en la que apenas había dos botes iguales, pero todos consiguieron llegar a las gélidas aguas del lago. Los que empujaban y tiraban de las barcas se preguntaban por qué no las habrían construido más pequeñas, para que una persona normal pudiera echarlas al agua sin tanto esfuerzo. Las grandes barcazas se abrían paso a la fuerza. En cuanto a las embarcaciones más pequeñas, para una sola persona, ésas que saldrían del agua antes de llegar al cañón, se las cargaban sus dueños a la espalda. Durante todo ese domingo y los siguientes días, se botaron barcos, se izaron velas y hubo personas que comenzaron a navegar hacia la traicionera cita con los rápidos.

Cada bote que zarpaba, cualquiera que fuese su tamaño, tenía que tener un nombre y un número; en los archivos de la Policía Montada figuraba también una lista de todos los pasajeros, pues se habían ahogado muchas personas durante el año anterior. Cuando llegó el momento de bautizar el bote de los Venn, que sería el número 7023, el sargento Kirby sugirió varias Posibilidades, pero Tom le interrumpió una vez más, dejando claro que el bote era suyo:

—Se llamará Aurora, como la aurora boreal.

No lo botaron junto a los de la primera estampida, ya que Kirby les recordó:

—Vosotros no tenéis que competir para llegar los primeros a las minas de oro; dejad que corran los demás. Podemos bajar a la deriva, a nuestro propio ritmo —añadió, delatándose.

—¿Vienes con nosotros? —preguntó Tom. Por un lado deseaba que la respuesta fuera afirmativa, pues había oído hablar de los peligros del cañón y los rápidos, pero por el otro, deseaba que dijera que no, ya que le molestaba la relación entre Kirby y Missy.

—Quiero asegurarme de que pasáis los tramos malos —respondió Kirby.

El día dos de junio pidió ayuda a otros tres policías montados destacados en el lago Bennett y, dándose ánimos a fuerza de gritos, porque el barco de Tom pesaba mucho, botaron el Aurora; después colocaron el mástil, aparejaron la vela y encajaron en la ranura la larga espadilla que Kirby iba a manejar desde la popa.

—¡Buen viaje! —gritaron los compañeros de Kirby—. ¡Que encontréis una mina de oro!

Faltaban cuarenta kilómetros para la salida del lago Bennett; el Aurora, a pesar de su ancha vela y del profesional manejo del timón por parte de Kirby, no alcanzó ese punto hasta que una suave penumbra, como una cálida manta, se instalaba ya sobre el agua. Kirby no quería arriesgarse a avanzar de noche por las aguas turbulentas y prefería partir temprano por la mañana; por eso llevó el Aurora hasta la orilla derecha, echó una amarra a tierra y pidió a Tom que la sujetara bien.

Esa noche durmieron en el bote; a la mañana siguiente, temprano, salieron del lago Bennett y emprendieron el largo trayecto hasta el tramo más peligroso del viaje: un escenario de tragedia en el que se mataban las personas atrevidas o imprudentes, sin un conocimiento seguro de lo que estaban haciendo. Cuando el sol de junio, alto ya, derretía la nieve de las montañas de alrededor, Kirby condujo el Aurora a un pequeño arroyo formado por el agua de deshielo que descendía desde las cumbres, y describió a sus compañeros lo que les esperaba:

—En el curso de cuatro kilómetros ocurren tantas cosas y tan rápido, que a nadie se le puede criticar si pierde el valor.

—¿Qué es lo que hay? —preguntó Missy, sabiendo que, por ser mujer, le correspondería tomar la decisión.

—Primero, un cañón profundo y de corriente muy precipitada. En el centro, el agua es dos metros más profunda que en los lados. Es para quitar el aliento. Después vienen un par de rápidos llenos de rocas.

—¿Qué hay más adelante?

—Más adelante, un apacible descenso hasta Dawson.

—¿Has pasado ese tramo en barca alguna vez?

—Sí.

—¡Vamos, pues! —exclamó Tom.

—No —le frenó Kirby—. Antes de tomar esta decisión, tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

—¿Y si nos entra miedo? —preguntó Missy.

—¡No pasa nada, mujer! —Kirby dio un respingo, como si le hubieran golpeado—. Algunos de los tipos más valientes de Canadá y los Estados Unidos han echado un vistazo al cañón y han dicho: «No, gracias». Y no porque sean cobardes, sino porque han tenido la sensatez de reconocer que no saben ni un comino de botes. —Fulminó a Tom con la mirada—. ¿Sabes tú algo de botes?

—Nosotros no, pero tú sí —respondió Missy.

Impresionados por la gravedad de aquello a lo que iban a enfrentarse, los tres tripulantes del Aurora navegaron velozmente aguas abajo hasta la entrada del cañón Miles, la primera dificultad, pero al acercarse, unos hombres que estaban en la orilla derecha les gritaron:

—¡Es mejor que no entréis en el cañón con un bote como ése! ¡Seguro que se hunde!

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