Alaska

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VIII. EL ORO

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Tom, que maniobraba en la parte del río más navegable, se dirigió a la orilla; los hombres, al ver a una mujer en el bote, trataron de asustarla:

—No se le ocurra arriesgarse por el cañón en ese bote, señora.

Kirby, al comprender que esos hombres criticaban todas las embarcaciones que pretendían entrar en el cañón, levantó la voz:

—¿Qué sugieren ustedes?

—Nosotros tenemos práctica. Les haremos pasar sanos y salvos.

—¿Por cuánto?

—Sólo cien dólares.

—Demasiado caro —exclamó Tom.

—En ese caso vayan por tierra —vociferaron ellos en respuesta—. Los indios cargarán con la barca por doscientos.

—¡Gracias! —gritó Kirby—. Creo que nos arriesgaremos.

—¡Señora! Antes de hacerlo, vaya a la otra orilla, deje el bote y suba a esa loma para ver lo que le espera en el cañón. Luego venga, nos paga noventa dólares, y nosotros la haremos pasar sana y salva, como le hemos dicho.

Kirby tomó la espadilla y, una vez lejos de tierra, se dirigió hacia la otra orilla, tal como habían sugerido esos hombres.

—Pensaba hacerlo de todos modos. Quiero que veáis lo que os espera.

Cuando estaban en lo alto de las rocas, contemplando el turbulento cañón en el fondo, hasta Tom se asustó, a pesar de las ganas que tenía de atravesarlo, porque más abajo corrían las aguas heladas que llegaban a torrentes de los lagos y que allí se agitaban con un gran estruendo, arrojando espuma.

—¡Oh! —exclamó Missy.

Sus compañeros miraron lo que ella señalaba y vieron, en el otro extremo del cañón, una serie de rocas escarpadas que apenas sobresalían en la superficie del agua, con tres o cuatro barquitos encallados. La carga se había hundido en la rápida corriente, aunque, al parecer, los pasajeros se habían salvado aferrándose a las rocas.

Missy y Tom perdieron de pronto sus deseos de arriesgarse por el cañón, pero en ese momento se acercó un bote muy parecido al suyo, tripulado por dos mineros barbudos cuyas caras no se veían con claridad. Igual podían tener unos veinte años que ser unos curtidos veteranos de cuarenta. Los guías voluntarios de la orilla les detuvieron; se produjo la misma discusión Y también rechazaron la oferta de cien dólares. Los dos hombres se aventuraron a entrar en el cañón, confiando en su propia habilidad.

No llevaban ninguna espadilla en la popa, pero parecían ser buenos remeros: mientras su embarcación saltaba hacia las aguas arremolinadas donde el cañón se estrechaba y aumentaba la velocidad de la corriente, ellos remaban furiosamente y con destreza. Tom, que nunca había visto un bote conducido por alguien experimentado, sintió un escalofrío al ver que la embarcación se acercaba a un peligroso peñasco, pero los remeros, heroicamente, la hicieron virar y pasaron de largo. En menos de un minuto Y medio, el bote salió por el otro extremo del cañón y el muchacho lanzó gritos de júbilo.

Ahora, sin embargo, la barca tenía que pasar entre las rocas donde habían fracasado otros intentos anteriores; instintivamente, Tom gritó:

—¡Cuidado!

Como si obedecieran a su advertencia, los hombres remaron más de prisa que antes y pasaron rozando las rocas a las que se aferraban los mineros encallados. El pesado bote cabeceó y continuó el viaje, como si fuera un pájaro que rozara las tranquilas aguas de un lago y no un barquito atrapado en una corriente turbulenta. Habían maniobrado magistralmente, y tanto Tom como Missy estaban deseosos de imitarles.

—¿Listos? —preguntó Kirby.

—¿Podemos hacerlo tan bien como ellos? —preguntó Missy a su vez.

—Para eso he venido con vosotros —respondió Kirby. Y le dijo a Tom—: Tú eres el capitán. El bote es tuyo.

—¡Vamos!

—Si pasamos, como creo que haremos, ¿quieres ir directamente hacia los otros rápidos?

—Sí —el muchacho estaba seguro de que su padre, de seguir vivo, habría decidido lo mismo.

Los tres bajaron de la loma, regresaron al bote y partieron, mientras los de la otra orilla les gritaban:

—¡Buena suerte! ¡Ojalá que pasen!

La travesía del Aurora fue casi una réplica de la que habían hecho los dos hábiles remeros. Kirby se quedó en la popa para manejar la espadilla, en tanto que Missy y Tom se colocaban en la proa, con sendos remos; apenas llevaban unos metros en el cañón cuando asomó amenazadoramente, desde el lado de Tom, una roca que no habían visto antes. Instintivamente, el muchacho sacó el remo y se dio impulso empujándolo contra la roca; al hacerlo, el remo se arqueó, y Missy lanzó un chillido para advertirle, pero él consiguió apartar el palo sin que ocurriera ningún percance.

Hubo otra diferencia. Cuando el Aurora salió del cañón y se acercó a las rocas donde se arracimaban los náufragos, el sargento Kirby, en cumplimiento de su deber, giró el timón y se acercó a ellos todo lo posible, hasta pasar frente a esas personas aterrorizadas, aunque el barco avanzaba con tanta rapidez que no era posible rescatarles.

—¡Volveremos a buscarles! —gritó—. ¡Policía Montada!

En toda la travesía del Yukón no podía haber palabras más tranquilizadoras; cuando el Aurora pasó junto a ellos, los hombres abandonados saludaron con la mano y lanzaron gritos, pues ahora estaban seguros de que se salvarían.

Mientras Kirby les llevaba por la última serie de impresionantes rápidos, la espuma saltaba sobre la proa y los botes naufragados parecían guiñarles un ojo como advirtiéndoles: «¡Un solo movimiento en falso de la espadilla y estaréis con nosotros!». El policía montado dirigió el bote rumbo al lago Laberge, donde debía dejarles; cuando la proa del Aurora tocó tierra firme, el sargento dijo, con gesto de aprobación:

—Has construido un buen bote, Tom.

—He pasado miedo —reconoció el muchacho—. En el cañón no, porque si uno se mantiene en el centro, donde hay más agua, se puede pasar. Además, dura muy poco; sólo hace falta valor. Pero en esos rápidos hay que saber lo que se hace. Yo solo no lo habría conseguido.

—Bueno —comentó Kirby—, creo que has dicho la cosa más sabia de todo este viaje: valor en el cañón, experiencia en los rápidos. —Hizo una pausa, guiñó un ojo a ese jovencito, que prometía convertirse en un gran hombre, y preguntó—: ¿Qué opinas, Missy? ¿Qué es lo más importante?

—No creo que se consiga experiencia de verdad si no se tiene valor, para empezar.

—Cualquiera puede tener valor —opinó Tom—. Es cuestión de apretar los dientes. Pero para manejar un bote o una pistola, o para tratar a alguien como Soapy Smith… para eso uno tiene que saber lo que se hace.

—Tampoco hay que exagerar —aconsejó Kirby—. Mucha gente pasa por el cañón y los rápidos.

—Y mucha gente se queda allí —añadió Tom, recordando los naufragios.

El muchacho confiaba en que seguiría viendo a ese hombre excepcional, que sabía cómo hacer frente a las situaciones inesperadas. Después de pasar a toda velocidad por los últimos rápidos, con el Aurora casi vertical en el aire, Kirby lo viró tranquilamente y luego gritó a los dos policías montados que comprobaban los números de los botes en la salida:

—¡Hay náufragos en el extremo del cañón! Enviad un barco resistente desde el lado opuesto.

Nada de heroísmo ni de discursos. Simplemente, buscaron un barco fuerte y se pusieron en marcha. Tom imaginó el rescate: el bote pasaba junto a las rocas, se arrojaba una cuerda, más abajo se sujetaba un extremo en la orilla, se tensaban las dos puntas y la gente asía la cuerda para llegar a tierra.

—Sería divertido hacer de piloto en estas aguas —dijo el muchacho.

—Hace tres años no pasaban ni seis canoas al año —replicó Kirby—. Dentro de tres años no pasarán ni siquiera siete.

—¿Crees que el Klondike se agotará?

—Todo se agota.

TOM comprendió que a Kirby y Missy les costaría separarse, y por eso salió del bote y se puso a caminar por la orilla mientras ellos se decían adiós. El sargento explicó a Missy que tenía esposa y un hijo en Manitoba. Le recordó que Tom era un muchacho extraordinario y prácticamente le ordenó que cuidara de él. Dijo que, en cierto sentido, Dawson era peor que Skagway, pero que podrían contar siempre con el comisario Steele. También la retó a que buscara un empleo decente:

—Uno de estos días voy a ir a Dawson y no quiero verte hundida en el fango.

Entonces le dijo cuánto la quería y cuánto sentía que hubiera perdido a Buck Venn, que le parecía uno de los mejores hombres que habían cruzado el paso de Chilkoot; le deseó buena suerte y que se cumplieran todas sus ilusiones, fueran las que fuesen, y terminó con una declaración que ella no olvidaría jamás:

—Eres una mujer fuerte. Eres como los cuervos.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Missy.

—Los cuervos sobreviven. Incluso en las zonas más terribles del Ártico, consiguen sobrevivir.

Sin decir nada más, se fue rápidamente, para no verse obligado a hablar otra vez con Tom.

Por fin consiguieron descansar. En Chicago no pudieron hacerlo, por miedo a los abogados de la madre de Tom; en Seattle tampoco, pues estuvieron todo el tiempo pendientes de si les había seguido algún detective. En Skagway les asustó Soapy Smith, y en el paso de Chilkoot temieron por todo. Después se encontraron con la muerte, con las dificultades de la sierra, con el cañón y con los rápidos. Ahora, por fin, navegaban por las plácidas aguas del Yukón deshelado, en uno de los mejores barcos del río, y estaban tranquilos.

A Tom le encantaba estar a solas con Missy, como si el viaje a las minas de oro marchara otra vez según lo previsto. Una tarde, mientras pasaban junto a la desembocadura del Pelly, un gran río que llegaba desde el este, preguntó bruscamente a la joven:

—¿Sabías que el sargento Kirby tenía un hijo en Manitoba?

—Sí —le contestó ella—, y también una esposa, si eso es lo que te preocupa.

—Mira, Missy —dijo el muchacho, después de cavilar algunos minutos—, si insistes en enredarte con hombres casados no vas a encontrar marido.

—¿Qué te ha cogido ahora, Tom?

—Estaba pensando en lo bueno que sería para todos si pudieras casarte con el sargento Kirby. —Como ella no hizo ningún comentario, Tom añadió—: Así podríamos estar juntos los tres.

Sólo entonces comprendió Missy que al muchacho le preocupaba no saber qué harían al llegar a Dawson.

—No sé qué haremos al llegar, Tom —le confesó—. Me preocupa tanto como a ti. Recuerda una cosa: somos un equipo y no vamos a separarnos.

—Ojalá que no.

—Tú cuidas de mí, Tom, y yo cuido de ti.

—¿Lo sellamos con un apretón de manos?

Se estrecharon la mano, y Missy dijo:

—Mejor aún, lo sellaremos con un beso. —En el bote a la deriva, se inclinó y dio a Tom un beso en la frente.

En los últimos días de la primavera, ya sin hielo en los ríos, recorrieron esa serie de arroyos cuyas aguas se reunían para formar el gran Yukón: el White, el Stewart y el Sixtynnie; Tom, al pensar en lo vasto que tenía que ser el territorio Cuyas aguas desembocaban en tales ríos, se dio cuenta de la inmensidad de aquella zona canadiense. Cuando Buck, Missy y él habían atravesado en tren los Estados Unidos, le había parecido una nación grande, pero las distancias eran abarcables, porque a lo largo del camino encontraban Pueblos y grandes ciudades. Desde Dyea, que era un pueblucho, hasta Dawson City, que tres años antes no existía, no había nada: ni una aldea, ni un tren, ni una carretera.

Algunas noches llevaban el bote hasta la orilla derecha del Yukón y montaban una tienda, sobre todo si querían cocinar algo; otras noches se limitaban a continuar bajando a la deriva bajo la luz plateada, pues a medida que avanzaban hacia el norte las noches eran más cortas y los crepúsculos duraban más tiempo, hasta el punto de que a veces parecía no haber noche: sólo sombras más profundas por las que volaban los eternos cuervos. Mientras se dejaban llevar por la corriente, en ocasiones les adelantaban otros barcos cuyos pasajeros, ansiosos de llegar al Klondike, remaban enérgicamente en medio de la neblina del Ártico.

—¿De dónde sois? —preguntaba una voz.

—¡Chicago! —gritaba Tom.

—¡Minnesota! —replicaba la voz.

Por alguna razón, ese simple intercambio de nombres representaba mucho para los viajeros.

Por fin, el Aurora, sin apenas filtraciones, dio la vuelta a un recodo del río y sus propietarios vieron frente a ellos, a la derecha, la desdibujada silueta de una población formada por tiendas de campaña, mucho más pequeña de lo que pensaban que sería Dawson. Después de la primera desilusión, Tom consultó el mapa que les había dado el Grano.

—Esto tiene que ser Lousetown. Aquí es donde desemboca el Klondike. Dawson City está más adelante.

En efecto, allí estaba ese lugar fabuloso, con más de mil botes en la orilla del río, indicando su situación. Era una ciudad de sueños, erigida sobre la nada; o quizá una ciudad de pesadilla, con más de veinte mil residentes y unos cinco mil en las excavaciones. Tanto Missy como Tom sintieron que se les aceleraba el corazón cuando el Aurora se acercaba al final de su viaje; estaban nerviosos ante la inminencia de la decisión que deberían tomar dentro de poco, pero también por las ilimitadas posibilidades.

—¡Lo hemos conseguido, Tom! —exclamó súbitamente Missy, mientras el muchacho acercaba el bote a la orilla y buscaba sitio en el desembarcadero—. ¡Mañana iremos a buscar al comisario Steele y comenzaremos nuestra nueva vida! —La joven no parecía albergar ninguna duda respecto al éxito de su empresa.

Pasaron tres días llenos de incertidumbre antes de encontrar el cuartel de Steele, y entonces se enteraron de que estaba en Circle, a más de trescientos kilómetros río abajo. Una mujer, en el cuartel de la Policía Montada, aseguró a Missy que, efectivamente, el comisario le había advertido de la llegada de la señorita Peckham y que, en efecto, su dinero estaba a salvo. El comisario se lo entregaría en cuanto regresara.

Durante los días de espera, Missy y Tom tuvieron tiempo de sobra Para recorrer Dawson, pero diez minutos les hubieran bastado para enterarse de todo lo necesario. Las calles estaban llenísimas de barro, y las transitaban hombres barbudos, de gruesas ropas oscuras. Había grandes letreros blancos, hechos con materiales de todo tipo, que ofrecían todos los servicios habituales en un pueblo cualquiera, además de otros desacostumbrados, Pero necesarios en una ciudad minera recién aparecida. En opinión de Missy, Dawson era un lugar donde rondaban miles de hombres sin nada que hacer y donde todo estaba en venta. Seis comercios diferentes anunciaban: «vendemos equipos»; otros cuatro los compraban.

Cada noche, Missy y Tom volvían a la orilla del río y a la tienda que habían conseguido montar entre otras cien; después de tres días de vagar sin rumbo por esas calles atestadas y absurdas, entablaron una seria discusión.

—Tom —dijo Missy—, tú y yo nunca encontraremos un sitio en las minas de oro. Eso es para los que saben lo que hacen.

—Yo estoy dispuesto a intentarlo.

—¡No!

A Tom le molestó la seca negativa de Missy:

—Si las personas que vemos por aquí son capaces de encontrar oro, también podemos serlo tú y yo.

—Eso era hace dos años. Ahora tendríamos que alejarnos del río unos quince o veinte kilómetros, y a lo mejor pasar allí el invierno.

—Supe construir una barca, y sabré construir una cabaña. —A Tom no le afligía la idea de pasar un invierno trabajando con una mujer como Missy; por el contrario, le agradaba.

Pero Missy, obsesionada con las siniestras predicciones del Grano del Klondike, comprendía que el hombre tenía razón. El oro del Yukón lo encontrarían trabajando para esa gran masa de personas, no compitiendo con ellos. En ese mes de junio, dieciséis mineros afortunados se habían enriquecido con sus fantásticos descubrimientos, mientras que seiscientas personas se estaban haciendo de oro gracias a sus tiendas, sus negocios de alquiler de caballos, sus agencias inmobiliarias y sus servicios médicos o legales. Missy también había visto a mujeres emprendedoras, ni más hábiles ni más decididas que ella misma, a las que les iba de perlas adivinando la suerte, dirigiendo burdeles o vendiendo café con rosquillas. Tres mujeres se habían asociado para abrir una lavandería, que no daba abasto con la ropa de los mineros, y una costurera había prosperado desde que remendaba camisas.

—¿Qué tenemos nosotros para ofrecer? —preguntó Missy, durante el largo crepúsculo.

—Yo sé construir barcos —contestó Tom.

Missy cometió la imprudencia de reír, pero al ver que Tom enrojecía señaló hacia la orilla del río, donde había más de mil barcos en venta, con su misión ya cumplida. Al comprender lo ridículo de su propuesta, Tom también se rió.

—Bueno, puedo construir cabañas.

Continuaron hablando, rechazando una alternativa tras otra, por poco prácticas; mientras discutían, Missy no perdía de vista el bote cercano, y eso le dio una idea con posibilidades:

—Tom, en el Aurora tenemos doble reserva de comida. Toda la nuestra y toda la de Buck.

Cuanto más lo pensaban, más atractiva les parecía la idea de abrir algún tipo de establecimiento de comidas, y hacer negocio con la que les sobraba. En 1898 no habría hambre en la ciudad, a diferencia de lo que había ocurrido el año anterior, porque en verano llegarían los barcos de la línea que remontaba el Yukón desde el mar de Bering; por el contrario, tenían posibilidades de conseguir grandes beneficios.

Usando la vela que el sargento Kirby les había vendido en lo alto del Chilkoot, Tom pintó un enorme cartel, que se veía en todo el puerto: «MISSY. Comida buena y barata», y pusieron en marcha un restaurante en su tienda de campaña. No lo instalaron en la calle principal, en la que habría tenido demasiada competencia, sino junto al río, donde se veían obligadas a convivir miles de personas los primeros días después de su llegada a la ciudad.

Al mismo Tom le sorprendió que no le doliera desarmar el Aurora, que había construido con tanto cuidado, y después de aprovechar algunas de las tablas para hacer mesas y bancos, compró otro bote por casi nada; estaba tan mal hecho que prácticamente se desmoronó.

Los dos propietarios trabajaban como esclavos en el restaurante: Missy se encargaba de cocinar, y Tom lavaba la vajilla y se abastecía de más alimentos, de distinta procedencia. Utilizaban principalmente su propio cargamento de comida seca, que Buck y el Grano habían elegido con tanto cuidado, y servían un menú en el que abundaban las féculas y la carne de alce o de caribú, traída por algún cazador.

Aprendieron a calcular en dólares el oro en polvo, que en Dawson se usaba como moneda corriente; aunque la pancarta anunciaba comida barata, en realidad los precios eran asombrosamente altos. La especialidad de la casa, a precio de coste para atraer clientela, era un desayuno compuesto de tortas con almíbar, grasienta salchicha de caribú y tazas de café humeante, que cobraban a treinta y cinco céntimos. Los clientes hambrientos que devoraban esa ganga solían regresar para la comida y la cena, lo que proporcionaba a Missy y a Tom unas buenas ganancias.

Llevaban unas seis semanas de boyante negocio cuando regresó el comisario Steele, que, al enterarse que ellos estaban en Dawson, fue al puerto a buscarles.

—Hola —saludó a Tom, al entrar en la tienda—. ¿Me recuerdas? Soy Samuel Steele, y me alegro de ver que os va tan bien.

—¡Oye, Missy! ¡Ha venido el comisario!

Cuando salió Missy, a la que se veía muy atareada, Steele la felicitó por «haberse hecho una posición», como dijo. Aseguró que le traía el dinero y que estaba dispuesto a entregárselo, pero le sugirió que lo depositara en alguno de los bancos que se habían establecido desde su último encuentro.

—Me parece más aconsejable, señora.

—A mí también —dijo ella, que ya empezaba a preguntarse, como buena mujer de negocios, de qué modo podían proteger ella y Tom el dinero que estaban ganando—. Pero ese otro sobre… el de la mujer. Prefiero que me lo devuelva, porque ese dinero no es mío.

—Aquí lo tengo —dijo Steele.

Esa misma tarde, Missy se dirigió a Front Street, la calle principal, y se desvió para entrar en un callejón con más fama, que corría en sentido paralelo. Se trataba de Paradise Alley, donde algunos previsores empresarios habían abierto unos setenta burdeles, donde trabajaban las prostitutas que se necesitaban en todas las ciudades nuevas como ésa. Sobre las Puertas de aquellas casuchas, dispuestas en ordenadas hileras, pendían carteles que anunciaban el nombre de las ocupantes:

FLO LA TIGRESA

LA CASAMENTERA

BETSY POO

En el antro más grande, como correspondía a la situación:

LA YEGUA BELGA

—¿Está usted en casa, señora? —preguntó Missy, después de llamar tranquilamente a la puerta que había debajo del cartel.

La mujerona del interior, de un metro setenta y cinco de altura y ochenta kilos de peso, se sorprendió al oír una voz de mujer después de los habituales golpes en la puerta.

—¡Pasa! —gritó, en flamenco, ya que pensó que sería una de las otras muchachas belgas; pero Missy, que no entendió la expresión, siguió esperando en el umbral.

Como la invitación no había dado resultado, la mujer abrió la puerta y se mostró sorprendida por el tipo de persona que encontró allí. Entonces llamó a la ocupante de otro de los antros, que sabía hablar flamenco e inglés, y le preguntó:

—¿Qué quiere ésa?

Al cabo de poco, cinco o seis muchachas desocupadas se apiñaban en el burdel de la Yegua, encantadas con la nueva distracción.

—Dígale —rogó Missy— que traigo algo de parte del Grano del Klondike.

La intérprete había llegado de Amberes después de que el Grano se marchara en el primer barco que había remontado el Yukón con las noticias sobre el descubrimiento, de modo que no le conocía. Al principio, la Yegua no entendió su explicación, pero cuando Missy repitió el nombre, en la carota de la mujer se formó una sonrisa beatífica; por su modo de reaccionar, parecía haber tenido mucho cariño al corpulento minero de Carolina.

—¡Ah, el coronel! —exclamó en flamenco.

Con garbo militar, imitando un tambor y un clarín, se puso a marcar alegremente el paso, como si fuera uno de los soldados de Wellington saliendo de Bruselas para la gran batalla de Waterloo. Otras chicas se acordaron del Grano y se unieron a la marcha; durante unos momentos, todo fue alegría, disparatada parodia militar y recuerdos de los viejos amigos.

—La Yegua dice que el Grano era un hombre estupendo —explicó la intérprete, mientras continuaba el pequeño desfile.

—Tuvo mucha suerte —interrumpió otra de las belgas—. Encontró oro. Y se portó bien con nosotras.

La yegua, agotada por esa desacostumbrada actividad, se dejó caer en la segunda cama de su establecimiento y, mientras recuperaba el aliento, Missy pidió:

—Dígale que me ha gustado su baile. Es una artista.

Cuando se lo tradujeron, la Yegua se incorporó, y explicó con mucha seriedad:

—Es que yo era actriz. Pero ahora tengo demasiada grasa. ¿Qué quiere ésta?

Missy no estaba muy segura de que fuera prudente exhibir el dinero del sobre, Y finalmente decidió no hacerlo. Se situó de modo que las otras chicas no pudieran verla, se inclinó hacia la Yegua y abrió ligeramente el sobre, para enseñarle el bonito anverso dorado del billete de cien dólares. Pero su intento de proteger a la Yegua fue inútil, ya que ésta gritó en francés:

—¡Dios mío! ¡Mirad lo que me envía ese querido amigo! —Arrancó el billete del sobre para mostrárselo a las muchachas, y luego lo paseó por los otros prostíbulos, anunciando en flamenco—: ¡Mirad qué cosa me envía nuestro querido amigo!

MUY Pronto, casi todas las chicas estaban en Paradise Alley, contemplando el billete dorado. Unos pocos dientes asomaron la cabeza para preguntar a qué se debían los gritos; al cabo de un rato, la procesión se detuvo y las belgas volvieron a sus antros, mientras la Yegua daba las gracias a Missy, llamando otra vez a la intérprete:

—¿A qué se dedica ésta? —Al saber que Missy era la dueña del nuevo restaurante de la orilla del río, la Yegua salió otra vez al callejón y gritó—: ¡Esta buena señora lleva el restaurante nuevo, junto al río! Decid a los clientes que vayan a comer allá.

De este modo casual, Missy y Tom consiguieron parroquianos que no habrían tenido de otra forma; de vez en cuando, alguna de las muchachas de Paradise Alley acompañaba a un cliente al restaurante y desayunaba allí con él. Una mañana, dos chicas entraron con un minero alto y adusto, que había pasado casi un año encerrado en una cabaña solitaria, en lo alto de una montaña, y explicaron a Missy:

—Este hijo de puta es uno de los hombres más solitarios del mundo. Ni siquiera viene al callejón, aunque de vez en cuando nos trae carne fresca.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Missy.

—John Klope, señora —murmuró el hombre, entre las barbas.

—¿De dónde es?

—De Idaho.

—No sabía que viviera gente en Idaho —bromeó Missy.

—Hay unos cuantos, señora —contestó Klope, como si Missy hubiera hablado en serio.

La mujer observó que, si bien el minero parecía hambriento, no hacía sino jugar con las tortas; volvió otras dos veces a desayunar e hizo lo mismo, hasta que ella le preguntó, por curiosidad:

—¿No le han gustado las pastas?

—Son asquerosas —contestó Klope. Al ver que la mujer hacía una mueca, añadió, en tono de disculpa—: No se ofenda, señora. Lo que pasa es que no usa usted una buena masa de levadura.

—¿Cómo es eso?

—Para hacer unas buenas tortas, señora, lo principal es tener un buen fermento.

—Uso levadura en polvo. La compré en Seattle.

—¿Se da cuenta? Usted lo hace mal desde el principio, y ya no hay solución.

—Y usted, ¿qué usa?

—Una anciana de Fuerte Yukón me dio masa de levadura. Tenía esa cepa desde hacía más de cincuenta años. La traje en trineo, en un trayecto de más de quinientos cincuenta kilómetros, en pleno invierno. Las tortas salen estupendas.

—Me gustaría probar la diferencia.

—La próxima vez que baje al pueblo le traeré un poco de masa.

—¿Dónde está su concesión?

—En Eldorado. Es la número ochenta y siete. Estoy en la cima.

—¡Vaya! ¿Es uno de esos millonarios?

—No, señora. Estoy en la cima porque estoy en lo alto de la montaña.

—¿No ha encontrado nada?

—Todavía no.

Klope se molestó en recorrer otra vez el aburrido trayecto hasta su propiedad y volvió a bajar, sólo para traer a Missy una hornada de su masa de levar, y le enseñó cómo usarla para hacer tortas, conservando el fermento en una jarra fresca; Missy se vio obligada a reconocer que, con esa pasta, las tortas salían muchísimo mejores que las que preparaba ella. Eran ligeras, crujientes y se tostaban bien, como lo preferían casi todos los clientes, y estaban muy buenas tanto con jarabe de sorgo como con miel.

—Estoy en deuda con usted, señor Klope —aseguró Missy—. Le deseo que encuentre un buen filón.

—Así será —dijo él.

En estas visitas, Klope iba acompañado de un hermoso perro, lo que tuvo una consecuencia aún más importante. Missy no prestó atención al husky, pero Tom se dio cuenta inmediatamente de que era un ejemplar superior. En realidad, no entendía mucho de perros, y no sabía nada sobre los famosos perros de trineo del Ártico; pero aun así, percibió algo especial en el porte del animal y en la inteligencia que le asomaba a los ojos.

—¿De dónde lo ha sacado?

—Tiró de nuestro trineo, desde Fuerte Yukón. —Con cierta vacilación, Klope añadió—: No pude separarme de él. Juntos pasamos por muchas cosas.

Las semanas siguientes, el minero, en vez de estar excavando sus minas en lo alto de Eldorado, se quedó en Dawson; todas las mañanas se presentaba en la tienda para comer sus tortas.

Una mañana, el comisario Steele fue a ver a Missy con una noticia muy interesante:

—¿Recuerda que usted sospechaba del sargento Kirby por el comportamiento de Soapy Smith y de sus hombres en Skagway? Usted me preguntó por qué no hacíamos algo al respecto. Y yo le respondí que no podía, porque eso era territorio estadounidense y eran los estadounidenses los que tenían que limpiar su propia mugre, ¿verdad?

—¿Qué ha ocurrido?

—Lo que YO esperaba. En todas partes hay buenas personas, y cuando se deciden a gritar: «¡Basta!», hay que andarse con cuidado.

—¿Ha habido algún valiente que haya gritado basta?

—Un tipo llamado Reid, o algo así. Un ingeniero. La banda de Soapy asaltó a un individuo que volvía pacíficamente de las montañas y le robó cuanto tenía. Eso ya fue bastante malo, pero cuando esos matones se dedicaron a burlarse de su víctima, el pobre hombre apeló a la conciencia de la comunidad.

—¿Y…?

—Y el señor Reid mató a Soapy.

Missy no se alegró demasiado, porque el jugador fallecido la había tratado bien muchas veces y se había mostrado amable con los desgraciados para los que ella le había pedido algún favor; pero sabía que las personas decentes no podían dejar que continuara con sus crímenes sin oponer resistencia, y estaba bien que hubieran acabado con él.

—Supongo que el señor Reid se habrá convertido en el héroe de Skagway.

—Él también ha muerto. Soapy le derribó en el tiroteo.

Missy se sentó; al observar la actitud decidida y serena del comisario Steele comprendió que su hombre, Buchanan Venn, había estado en camino de llegar a ser como él. Si los Venn se hubieran quedado en Skagway, tarde o temprano Buck habría dicho «¡basta!», y habría sido él quien matara al pequeño tirano.

—Ven aquí, Tom. —Cuando el muchacho se detuvo frente al comisario Steele, Missy le dijo—: ¿Has oído lo que acaba de contarme sobre Soapy Smith? A veces hay que enfrentarse a esa gente. Recuérdalo.

Steele sonrió a Tom y le preguntó si podía hablar a solas con su madre; empleó esta palabra, aun sabiendo que no era la adecuada, debido a lo que quería decir después:

—Señorita Peckham, pensará usted que no es asunto mío, pero créame que lo es. Ha sido asunto mío muchas veces, por desgracia.

—¿Necesito una licencia o algo así?

—Quiero prevenirla contra esa mujer a la que llaman la Yegua Belga.

—Se ha portado muy bien conmigo. Me envía clientes.

Steele tosió y miró a Missy a los ojos:

—Es una mujer muy mala —insistió—. A las chicas belgas no las ha traído ese chulo alemán. Ha sido ella. Los nuevos burdeles no los han montado los dueños de los otros, sino ella. Los alquila a sus chicas y se queda con una buena parte de lo que ellas ganan. No me interrumpa, por favor. Es mejor que sepa usted estas cosas. —Continuó recitando la conducta casi delictiva de la Yegua—: Cuando una muchacha se agota (y algunas duran poco tiempo) la echa a puntapiés. En el mejor de los casos, las trata como a animales. Si se Muestra amable con usted es porque sabe que las mujeres solas se quedan sin dinero, tarde o temprano. Entonces trabajan para ella, aceptando sus condiciones.

—Por favor, comisario…

—Lo que le digo es la verdad.

—Pero si es una mujer tan malvada, ¿por qué le permite vivir en Dawson?

—Gracias a sus chicas, no hay violaciones en mi ciudad.

Consciente de que sólo había logrado despertar la indignación de Missy, el comisario Steele se despidió y se fue. No llevaba mucho tiempo fuera cuando llegó silenciosamente John Klope; no pidió nada pero estuvo casi una hora sentado en uno de los cuatro taburetes, mirando Cómo trabajaba la joven. Missy estaba tan ocupada que se olvidó de él, hasta que de pronto le oyó decir en voz alta, apresuradamente, como si hubiera pasado una semana ensayando esas importantes palabras:

—Usted y Tom son personas que me gustan. Vengan conmigo a Eldorado y ayúdenme a descubrir el oro que seguro que hay por allí.

—¿Y qué haríamos los dos en un campamento de mineros? —preguntó ella, sin pensarlo mucho.

Klope bajó la voz y habló lentamente, como si se dirigiera a una niña:

—En invierno encendemos fogatas en la tierra, para ablandar el suelo congelado. Luego retiramos la tierra blanda, y la subimos con cuerdas a la superficie, como quien saca agua de un pozo. Como hace tanto frío, el barro húmedo se congela inmediatamente, y en él está el oro. Cuando llegan el verano y el deshielo, se lava el barro y se descubre el oro. Entonces somos ricos.

—¿Ha encontrado usted oro?

—Todavía no, pero tengo la sensación de que estoy a punto de hacerlo.

Para Klope era evidente que sus dos interlocutores aún estaban interesados en el oro y que, después de haber venido de tan lejos, no querían volver a la civilización sin haber probado siquiera su suerte en la gran apuesta de la minería; por eso, aunque ellos no decían nada, insistió:

—Aquí, en la tienda, pueden ganarse la vida; pero si vienen conmigo, a partes iguales, podrían hacer una fortuna. —Vaciló—: Han venido por eso, ¿no? ¿No es por eso que han venido?

—¿De dónde vino usted? —preguntó Missy, apartando la vista de su cocina para escuchar a ese hombre extraño e insistente.

—De Idaho, como le dije. Estaba completamente arruinado, más o menos como ustedes, supongo.

—En efecto. Pero ahora estamos bien instalados. Aquí, en Dawson, Podemos vivir bien.

—¿No se da cuenta, señora? —Por primera vez desde que se conocían, John Klope sonrió—. Cuando se acabe el oro se acaba Dawson. Aquí no hay futuro para un restaurante instalado en una tienda. El único futuro en el Klondike es el oro. Y cuando se acabe, ustedes estarán acabados. Lo estaremos todos.

Missy salió entonces de su lado del mostrador y se sentó en uno de los taburetes:

—¿A qué se refiere cuando propone que vayamos a vivir con usted a su cabaña?

—Necesito ayuda. Estoy muy cerca del oro, de eso estoy seguro. Pero cuando excavo el barro blando necesito que alguien lo suba hasta arriba y lo eche afuera. En verano necesito que alguien me ayude a lavarlo. Su hijo, Señora…

—No es hijo mío. Somos… Es demasiado complicado para explicarlo.

—El muchacho me sería útil.

—¿Y yo?

—Los dos necesitaríamos a alguien que se ocupara de la cabaña. No es un simple cobertizo, ¿sabe usted? Tiene muros de verdad y una ventana.

En esa primera discusión no hablaron del papel que desempeñaría missy, como persona y como mujer, pero en mañanas posteriores Klope insinuó discretamente que era soltero y que no bebía. Su actitud silenciosa y severa no tenía nada que pudiera resultar tentador para que una mujer le acompañara, fuera cual fuese el acuerdo, y como él lo sabía, no insistió. Las cosas podrían haber terminado en ese intento si no hubieran ocurrido dos extraños incidentes que dificultaron la situación de los Venn.

La propuesta de Klope de acompañarle a Eldorado produjo una fuerte impresión en Ton pues le hizo pensar seriamente en su futuro; después de considerarlo largamente y de observar bien la ciudad de Dawson, el muchacho redactó una carta, que demostraba una asombrosa madurez, para el señor Ross, de Seattle:

Confío en que no me haya olvidado. Mi padre, Buck Venn, trabajaba en su oficina y creo que usted le tenía aprecio. Murió en un desdichado accidente. Tal vez recuerde usted también a Missy, mi madre, que trabajaba en el barco de su firma, el Alacrity, aunque es posible que no la haya conocido personalmente. Yo era el repartidor de periódicos que usted empleó para trabajar en los muelles. De modo que toda nuestra familia trabajaba para Ross Raglan, y confío en que hayamos dejado un buen recuerdo, pues tratábamos de esmerarnos.

Mí idea es ésta. Su empresa tiene muchas inversiones aquí, en Dawson City, adonde llegan dos de sus barcos fluviales. ¿Me permitiría usted organizar las cosas en Dawson, a fin de que usted hiciera más negocio con sus barcos y vendiera más mercancías cuando llegaran? Hay que aprovechar los tres meses que el río es navegable. Si se pierde tiempo, se pierde dinero.

Creo que le convendría abrir una buena tienda aquí y ponerme a mí a su cargo; entonces sus beneficios se duplicarían, llegando hasta cuadruplicarse. Tengo dieciséis años y entiendo de negocios como un hombre. Quedo a la espera de su respuesta.

Tom tenía sólo quince años cuando la escribió, pero probablemente ya habría cumplido los dieciséis cuando la carta llegara a Seattle. Sin embargo, dejó de pensar en esa posibilidad cuando Dawson sufrió uno de esos incendios que periódicamente asolaban a casi todas las nuevas ciudades. A diferencia de otros dos incendios más famosos, que llegaron al corazón de la ciudad, ése se limitó a rondar las tiendas y los cobertizos levantados en la orilla del río; una de las primeras tiendas que destrozó fue el restaurante de los Venn, cuyas paredes de lona, llenas de salpicaduras de grasa, desaparecieron en un momento, dejando a Missy y a Tom tan sólo con la comida que todavía guardaban en los restos del Aurora.

Mientras las llamas seguían extendiéndose y arrasaban las casuchas del puerto, dos hombres se abrieron paso entre la multitud para ayudar a missy Peckham. El primero era el comisario Steele, quien dijo, simplemente:

—Le advertí que podía ocurrir un desastre de este tipo, señorita Peckham. Puedo disponer de los fondos del gobierno para emergencias, y pagarles un pasaje para que usted y el muchacho vuelvan a Seattle. Francamente, señora, me parece lo más conveniente.

Mientras él hablaba, la Yegua Belga llegó por la orilla del agua, observando los daños y consolando a los que habían sufrido graves pérdidas. Esperó a que el comisario Steele se hubiera marchado a resolver otros asuntos y se acercó humildemente a Missy; con la ayuda de una de sus chicas, que hablaba inglés, le dijo:

—¡Qué desgracia! Si necesitas ayuda, avísame. —Sin decir más, le dio una palmadita en la mejilla y continuó su camino.

Después llegó John Klope, con su perro Mestizo, y sólo dijo:

—Ahora ustedes dos me necesitan tanto como yo a ustedes.

Missy y Tom pasaron la noche del desastre refugiados en el teatro, con otras cincuenta personas que se habían quedado sin casa, y por el momento no intentaron tomar ninguna decisión; por la mañana regresaron a lo que había sido su restaurante y comprobaron, con tristeza, que era imposible volver a abrirlo o montar algo parecido. Aunque nunca llegaron a afirmar: «Sólo nos queda la oferta de Klope», ambos reconocieron que era inevitable. Tom buscó hasta conseguir una carretilla de mano, que un minero fracasado estaba dispuesto a vender por un dólar.

Cuando Klope le vio empujando la carretilla por el puerto, corrió a buscarle y ayudó a Missy a empaquetar las pocas cosas rescatadas del fuego. A media tarde, estaban de camino hacia Lousetown; Tom y Klope tiraban de una cuerda atada delante de la carretilla, y Missy empujaba desde atrás.

Desde Lousetown continuaron por la ribera izquierda del Klondike hasta llegar al arroyo Bonanza, el afluente donde George Carmack, ese hombre que estaba casado con una india, había hecho el primer gran descubrimiento. Caminaron penosamente junto a él, pasando por concesiones que se habían hecho famosas en todo el mundo (Siete Arriba, Nueve Abajo…), hasta que llegaron a la confluencia con Eldorado, cuyas concesiones eran menos célebres, pero mucho más ricas. Dejando atrás una veintena de los yacimientos enormemente productivos que había junto al riachuelo, treparon hasta llegar a la cima de la montaña, bastante por encima de las minas de placer, y allí, en la cumbre, se dirigieron a la cabaña de John Klope.

Estaba en una parcela de ciento cincuenta metros de longitud, en sentido paralelo al río que corría al pie, por cuatrocientos cincuenta y cinco de ancho; eso equivalía a unas siete hectáreas, pero la parte aprovechable era lo que quedara más cercano de cualquier zona en la que se hubiera extraído barro con oro.

—Técnicamente —explicó Klope, mientras se acercaban al hoyo, Y’ muy profundo—, lo que estamos buscando es el lecho de roca.

—¿Hay que hacer volar la roca sólida? —preguntó Tom.

—No. El oro estará en el lecho de roca, que es el fondo de algún antiguo río.

—¿Y cómo sabes que antes pasaba un río por allí abajo?

—¿Cómo supieron esos hombres de allá abajo que el río actual tenía oro? Usaron la batea. Nosotros cavamos.

Su cabaña era mejor que las habituales en las minas, pero aun así era pobre: cuatro paredes de troncos de dos metros setenta por tres sesenta; una sola ventana abierta entre los troncos y cuidadosamente impermeabilizada; suelo de madera; sólo una cama; una cocina de leña; perchas en las paredes para tender la ropa, que parecía estar siempre empapada, y un par de botas de recambio, también siempre húmedas y llenas de barro. Había una chimenea para sacar el humo afuera, pero como el tubo era muy largo, mientras la cocina estaba encendida, el calor era intenso en el interior de la cabaña, a veces superior a los veintinueve grados; en cambio, si se apagaba el fuego, el frío podía descender a treinta grados bajo cero.

Klope era, por naturaleza, un hombre limpio y que cuidaba su aspecto personal, de modo que había construido una caseta en el exterior, para lavarse y afeitarse. Al principio de su estancia había decidido afeitarse cada día, pero su resolución duró menos de un mes: afeitarse en el Klondike, en verano o en invierno, era un trabajo penoso al que renunció con gusto. La barba que lucía ahora, y que a menudo olvidaba recortar con sus tijeras oxidadas, era larga y disimulaba su verdadera edad: igual podía ser un cuarentón bien conservado que un veinteañero decidido. En realidad, ese año había cumplido los veintiocho y era uno de los mineros más trabajadores de esos famosos ríos.

Missy se sintió incómoda al ver que en la cabaña había una sola cama, pero Klope resolvió la situación:

—En primer lugar —afirmó—, tenemos que hacer dos camas más.

Con la experta ayuda de Tom, muy pronto las tuvieron. Sin embargo, las provisiones que llevaban ellos no cabían en la vivienda, lo que requirió algo de ingenio por parte de Klope. La solución fue apoyar la carretilla, paralela al suelo, contra una de las paredes sin ventanas y levantar sobre ella una especie de techo inclinado y dos muros laterales. Desde luego, la parte delantera quedaba abierta, pero ninguna de las cabañas tenía llave en la puerta.

—Aquí no hay peligro de que se robe nada —explicó Klope—. La Policía Montada no lo permite.

Durante los primeros meses de su estancia, cada uno tenía su propia cama, pero en el largo y frío invierno, la rutina se fue convirtiendo en aburrimiento. Klope pasaba en el hoyo nueve o diez horas diarias, mientras que Tom, arriba, se ocupaba de subir las cargas de barro con la polea; cada vez estaba más claro que, cuando Klope trepaba por la escalerilla, al terminar la jornada, no veía en Missy sólo a la persona que le preparaba las tortas del desayuno, sino a una mujer. Una fría noche de febrero, con la temperatura rondando los cuarenta grados bajo cero, Missy, sin decir nada y sin hacer ningún gesto a Tom, se deslizó en la cama de Klope; poco después, mientras los hombres trabajaban en la mina, ella trasladó su antigua cama al cobertizo.

Por tercera vez, Tom se convirtió en un testigo de la relación entre esa práctica mujer y un hombre con el que no estaba casada. Como el muchacho no había recibido una educación convencional con respecto al comportamiento de hombres y mujeres, eso no le preocupó; continuó pensando que Missy era lo más parecido a la mujer perfecta.

En aquellos largos meses, entre el incesante trabajo y las escasas esperanzas de encontrar oro en el fondo de la mina, fue ella quien consiguió mantener floreciente el ánimo del grupo, la cabaña en condiciones habitables y el trabajo en marcha.

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