Alaska

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VIII. EL ORO

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En eso la ayudó un nuevo amigo de quien no había esperado apoyo: el perro Mestizo. Como era diferente de los otros perros de trineo (por eso llevaba ese nombre, y por eso Sarqaq había aceptado separarse de él), había tomado cierto cariño a sus tres compañeros más importantes: Sarqaq, Klope y Tom Venn; pero durante las largas horas que los hombres pasaban trabajando en la mina, el perro pasaba cada vez más tiempo con Missy. Ella le daba de comer, lo utilizaba para arrastrar leña para la estufa, jugaba con él y hablaba con el perro mucho más que con los hombres; no pasó mucho tiempo sin que el animal adaptara su vida a la de ella. Siempre había apreciado la compañía de los humanos, pero esa vez centró todo su afecto en Missy: se convirtió en su perro. Cierto día, dos mineros de las concesiones de más abajo, junto a Eldorado, se presentaron súbitamente para preguntar si Klope podía darles algo de carne; como trataron a Missy con cierta brusquedad, al cabo de un momento Mestizo se les lanzó al cuello, y sólo la rápida intervención de la mujer pudo salvarles.

—Debería tenerlo encadenado —se quejó uno de los hombres, retrocediendo.

—Sólo actúa así cuando le parece que corremos peligro —replicó ella, con la esperanza de que los hombres divulgaran esa información en los campamentos del pie de la montaña.

—¿Tiene usted carne que le sobre?

—Por ahora, no, pero tal vez Tom consiga un poco dentro de unos días.

—Le pagaríamos bien.

De modo que Tom comenzó a salir de caza con Mestizo, los domingos o después del trabajo, en busca de ciervos, osos o caribúes; cuando tenían suerte, después de trocear las piezas, Missy iba vendiendo la carne a lo largo del río.

Eso estaba haciendo una mañana, en el invierno de 1899, cuando llegó un policía montado junto al río, preguntando dónde podía encontrarla.

—¡Oye, Missy! —gritó uno de los mineros—. ¡Tienes visita!

Al levantar la vista, la joven se encontró con el sargento Kirby, tan pulcro y atildado como siempre con su uniforme azul. Llevando a su caballo de las bridas, ambos subieron por la colina hasta el pozo de Klope; al ver dos camas en la cabaña y otra guardada en el cobertizo, Kirby no hizo preguntas.

—En realidad, he venido a hablar con Tom Venn. Tengo noticias importantes para el muchacho. Muy importantes, en realidad.

—¡Trae a Tom! —ordenó Missy a Mestizo, y el jovencito no tardó mucho en presentarse.

—El comisario Steele quiere hablar contigo.

—¡Pero si no he hecho nada!

—Claro que sí —aseguró Kirby, con una amplia sonrisa—. Me parece que sí lo has hecho.

—No es posible, sargento. No me he movido de aquí.

—Siéntate —dijo Kirby, alargando la mano y asiendo al muchacho por el brazo—. La noticia es muy buena. Espectacular en realidad. —Luego guiñó el ojo a Missy y preguntó a Tom—: Cuando llegaste a Dawson City, ¿enviaste una carta?

—Sí, para mi abuela. —¿Y otra para cierto señor Ross, de Seattle, quizá?

—Sí, pero sólo le hacía unas preguntas.

—Pues su respuesta le sorprenderá, señorito Tom.

Kirby le contó que, si bien el comisario Steele quería explicarle personalmente los detalles, él podía adelantarle que Ross Raglan habían aceptado con gran entusiasmo las ideas propuestas por Tom. En el primer vapor de R R que pudiera abrirse paso entre el hielo del Yukón, llegarían provisiones para instalar un gran almacén en Dawson, junto con un tal señor Pincus para ponerlo en marcha, siempre que Thomas Venn estuviera dispuesto a prestar los servicios que ofrecía en su carta de fecha tal y tal.

Antes de que Klope pudiera salir del pozo (que ya medía ocho metros setenta de profundidad, sin ningún apuntalamiento de madera), Tom, Missy y el sargento Kirby habían acordado que el muchacho se iría inmediatamente, ya que debía buscar un local para abrir la sucursal de R R en Dawson. Cuando Klope recibió la información sobre lo decidido en su ausencia, se comportó de forma característica. Se rascó la barba, miró a Missy, luego a Kirby, finalmente al muchacho, y dijo serenamente:

—Se está haciendo un hombre. El que contrate a un muchacho como éste tiene mucha suerte.

Sin embargo, después de aclarar que Tom era libre de marcharse si así lo deseaba, trató de postergar la partida y habló de los detalles importantes:

—Sentémonos a discutir esto. Tom, tú y Missy os habéis ganado una parte de esta mina. Delante de un testigo de la Policía Montada, declaro que, cuando vuelva a Dawson, registraré legalmente la cesión. Pero sólo si os quedáis y trabajáis conmigo.

—Es hora de que Tom se vaya —dijo Missy, con gran firmeza.

—¿Y tú te irás con él? —preguntó Klope.

—Yo me quedo.

—Me alegro, porque estoy convencido de que el antiguo río pasaba por donde estamos cavando. Nos hallamos a ocho metros setenta; con cuatro metros y medio más, lo encontraremos.

—¿Ha visto usted alguna brizna de oro? —preguntó Kirby, que había oído la misma esperanza de labios de cien mineros más, en otras cien minas.

El lecho rocoso estaba siempre un poquito más abajo.

—No.

—En todo ese montón de barro helado, ¿habrá dos céntimos de oro cuando lo laven en verano?

—Probablemente no, pero cuando la gente empezó a explotar estos arroyos bastaban diez céntimos en la batea para que se pusieran a soñar. Después Carmack encontró cuatro dólares de oro en una sola criba y se inició la estampida. En esa concesión que se ve desde aquí encontraron ochenta dólares en una batea; y en aquélla, más allá, sacaron mil dólares de una sola vez.

—Es verdad lo que dice —afirmó Kirby—. A veces ocurría.

—Lo que yo busco… y tiene que estar allí abajo, dará unos cinco o seis mil dólares por criba. Tengo esta esperanza.

Sus tres interlocutores no se atrevían a mirarle, temiendo devolverle a la realidad. Por fin Tom dijo:

-Le pedí al señor Ross que hiciera algo. Va a hacerlo, y a mí me corresponde cumplir con mi parte.

—¿Comprendes mi apuesta? —preguntó Klope. Y COMO Tom respondió afirmativamente, ese hombre alto y desgarbado le aseguró, sin rencor—: Eres tú quien decide, hijo. Yo no podría haber buscado a un ayudante mejor. Mientras Tom preparaba su equipaje y Missy iba echando cosas útiles en su bolsa de lona, Kirby preguntó al minero:

—¿Tiene usted algún motivo para creer que allí abajo hay oro?

—Los estratos del terreno.

—Pero si eso no se puede ver.

—Cada centímetro que excavo me dice algo nuevo.

—¿Y usted está dispuesto a arriesgarlo todo… por algo tan misterioso?

—No tengo mucho que arriesgar, sargento.

Cuando el equipaje estuvo listo, Klope pagó a Tom por el trabajo de acarrear el lodo; había llegado el momento de las despedidas. El muchacho fue de Mestizo a Klope y a Missy, a punto de llorar mientras decía adiós a los que habían compartido con él una cabaña, en una auténtica mina del Klondike. Presentía que su partida marcaba un punto decisivo en su vida, como los últimos dos metros escalados en el paso de Chilkoot, que permitían mirar hacia el otro lado, hacia el lago Lindeman y los miles de barcos que se construían en el Bennett. Pronunció unas palabras bonitas y luego se arrodilló para dar un beso a Mestizo. Al levantarse, dijo, sin más:

—Bueno, será mejor que nos vayamos.

Una luminosa mañana de junio de 1899, mientras Tom trabajaba en la nueva tienda de Ross Raglan, la calle principal se llenó de alboroto, y el muchacho salió afuera a toda prisa para preguntar dónde se había descubierto un nuevo filón. Pero no se trataba de una nueva mina de oro: era la llegada de un extraordinario buscador, que venía de Edmonton. Había recorrido la peligrosa ruta del río Mackenzie hasta mucho más allá del Círculo Polar Ártico, y había cruzado después inhóspitas cumbres hasta el Territorio del Yukón. Cuando corrió por Dawson la noticia de que «un valiente irlandés ha llegado por la ruta del Mackenzie», los curtidos pioneros se acercaron a ver a ese hombre que había logrado el milagro que ellos nunca se habían atrevido a intentar.

Tom, entre la muchedumbre, vio a un irlandés de estatura mediana, de unos treinta años; estaba demacrado como un fantasma pero sonreía con picardía a los que le rodeaban. El pelo, oscuro y sin cortar, le caía alrededor de los ojos; sus gruesas ropas estaban destrozadas por la dura travesía al norte del Círculo, y tenía verdaderas ganas de conversar:

—Me llamo Matt Murphy y soy de un pueblo al oeste de Belfast. Fuimos cinco los que zarpamos desde Londres a Edmonton, en cuanto nos enteramos de los descubrimientos del Klondike. Comenzamos a descender el Mackenzie en julio de 1897; nos perdimos, uno se ahogó, otro se murió de hambre y otro de escorbuto. Ese tipo alto que llegó conmigo estaba harto y se volvió a Londres. Pero yo he venido para quedarme. Estoy decidido a conseguir una mina de oro.

Sus oyentes se echaron a reír, no por desdén, sino para aclararle las cosas:

—Todos los sitios buenos se concedieron hace tres años.

Tom contempló admirado la reacción del extranjero ante esa noticia apabullante: encorvó apenas los hombros, aspiró hondo y preguntó, casi en tono jocoso:

—¿Hay algún sitio donde se pueda beber una cerveza?

Le sirvieron una, la primera que tomaba en dos años, y el irlandés la sorbió como si fuera néctar; luego preguntó, tranquilamente:

—Ahora bien: si se hallaran filones nuevos, ¿dónde estarían?

—No hay más —le respondieron gravemente los mineros.

Por un momento, Tom se preguntó si Murphy iría a desmayarse, pero el hombre esbozó una irresistible sonrisa irlandesa y comentó, con voz suave:

—No es una noticia muy agradable. He venido desde tan lejos, he estado tan cerca de morir de hambre…

Los mineros, avergonzados por no haber actuado antes, le llevaron a una tienda donde servían huevos con tocino y tortas. Tom, una vez más entre la multitud, observó que el recién llegado comía de un modo nunca visto: con infinita cautela, como si tratara de contener un tiro de caballos desbocados, cortaba trocitos diminutos y se los comía uno a uno, como un delicado pajarillo.

—¿No tienes hambre? —preguntó el minero que le había invitado.

—Podría comerme todo lo que hay en esta tienda y en aquella otra —contestó el irlandés—. Hace dos años que no veo un plato como éste.

—¡Come, pues! —vociferó el minero.

—Si lo hiciera moriría aquí mismo —explicó el forastero. Y continuó llevándose a la boca pequeñísimos bocados.

Los días siguientes Tom pasó mucho tiempo con el increíble irlandés, escuchando las historias de su aventura norteña y de las espantosas muertes que habían acabado con los buscadores de oro.

—Mi padre también murió —dijo a Murphy—. Se le clavó una vara rota mientras viajábamos por el hielo en un trineo de vela.

El muchacho estaba impresionado por la disciplina que seguía demostrando Murphy al comer, siempre bocado a bocado; pero mientras comía, el irlandés no dejaba de hacer preguntas sobre el oro, y Tom comprendió que estaba obsesionado con encontrar un yacimiento de cualquier tipo, donde pudiera trabajar cavando o lavando arena. El joven no quiso desanimar a Murphy recordándole que no había más yacimientos, y delegó esta responsabilidad en los fuertes hombros de su amigo, el sargento Kirby de la Policía Montada del Noroeste, que ya se había enfrentado con muchos buscadores tardíos como él.

—¿Solicitar una concesión? Las buenas se repartieron hace tres años. ¿Que si habrá más? Me parece que no.

Cuando Murphy, flaco como un oso que saliera en abril de su hibernación, oyó esta confirmación en boca de un experto, disimuló su desilusión; pero Kirby le propuso algo:

—Arriba, en una de las colinas, hay un tipo llamado Klope, que cava noche y día. Está seguro de que tiene algo bueno. Necesita ayuda.

—¿Y yo qué pinto en eso? ¿Tengo que comprar una parte de su concesión?

—No, pero puede trabajar para él, a cambio de un sueldo. Cuando se quede sin dinero, tal vez le ofrezca a usted compartir la concesión, para retenerle con él.

—¿Dice usted que no ha encontrado oro?

—Junto al río se criba en un placer y se sabe inmediatamente si hay oro. En las montañas hay que cavar y cavar, sin saber nada hasta que se llega al lecho rocoso.

Murphy, que aún no estaba en condiciones de oír una noticia como ésa, se sentó.

—Es decir que… He venido hasta aquí desde Edmonton… No sabe usted lo que ha sido.

—Me hago una idea —le contradijo Kirby—. Han llegado cinco o seis grupos. A algunos he tenido que enterrarles.

—De los hombres que vinieron de Edmonton, ¿alguno descubrió oro?

—Les ocurrió lo mismo que a usted: ni siquiera consiguieron un sitio donde excavar.

Murphy se quedó unos momentos sentado, con la cara escondida entre las manos, muy enflaquecidas. Luego irguió los hombros y se puso de pie.

—¿Dónde está la montaña del señor Klope? ¡Dios mío!, de todos los que han venido desde Edmonton, por lo menos yo lo intentaré.

Kirby le dibujó un mapa aproximado y escribió al pie: «John Klope: Este hombre viene de Edmonton. Es trabajador. Will Kirby, Policía Montada del Noroeste».

Cuando Murphy escaló la colina de Eldorado para presentar su recomendación, Klope le dijo:

—Ya no sabíamos qué hacer. Yo sigo excavando, pero ella, Missy, no puede ocuparse de la polea y cocinar, todo al mismo tiempo. Nos haces falta.

De manera que el irlandés comenzó a trabajar a sueldo. Cuando Missy vio lo enflaquecido que estaba, sin dejar por eso de trabajar en las tareas pesadas que había estado haciendo ella, se sintió obligada a darle bien de comer, pero él no se atracaba, se limitaba a comer con cuidado todo aquello que diera energía a su cuerpo y combatiera el escorbuto en sus piernas. Cuando descubrió que Klope tenía una buena escopeta, recordó ciertos trucos de cazador que había aprendido en Irlanda. Se alejaba mucho por la zona y traía carne, mientras que otros cazadores no conseguían nada.

Al recobrar las fuerzas, resultó ser un trabajador diligente: subía el barro y lo dejaba listo para lavarlo en verano; al cabo de dos meses, Klope le aumentó la paga: de un dólar diario, que era lo normal en las minas que no estaban produciendo, pasó a un dólar y cuarto, lo cual alentó a Murphy a esforzarse más. Pero como trabajaba en la superficie, mientras que Klope se afanaba como un esclavo en el fondo de la tierra helada, tenía ocasión de pasar varias horas al día con Missy, que sentía interés por sus ingeniosos relatos de Irlanda, su descripción de las carreras de caballos en aquel país y, sobre todo, por sus explicaciones de lo que había provocado el fracaso de los buscadores de Edmonton:

—Éramos como los hombres que van en busca de la aurora boreal. Veíamos el brillo del oro bailando delante de nosotros, casi al alcance de la mano, pero cuando nos esforzábamos por alcanzarlo nos perdíamos en la nieve y el hielo.

Al oírle relatar sus penosas experiencias, Missy dijo:

—Me alegro de que me hayas contado esto, Murphy. Comenzaba a tener lástima de mí misma por lo que pasé en el paso de Chilkoot.

Tanto a Klope como a Missy les encantaba el musical acento de Murphy y se maravillaban del vocabulario que empleaba.

—Eres un poeta —dijo Klope, una noche de verano, mientras el irlandés se disponía a dar su paseo vespertino con Mestizo.

Salía a dar una vuelta con bastante regularidad, por delicadeza, a fin de pasar una parte de la noche lejos de la cabaña, dejando solos a Klope y a Missy; pero últimamente había descubierto que, en esas agradables caminatas durante el largo crepúsculo, sólo pensaba en Missy. Y una mañana, entre el desayuno y la hora en que Klope saldría del pozo en busca de algo para comer, mientras él trabajaba con Missy en el montón de lodo que pronto comenzarían a lavar, dejó muy cuidadosamente la pala a un lado, hizo lo mismo con la de Missy y la besó apasionadamente.

La joven no respondió, pero tampoco le rechazó. Le devolvió la pala, tomó la suya y dijo:

—Estamos buscando oro. No lo olvides.

Sin embargo, las mañanas posteriores, se quedaba donde sabía que tendría que pasar Murphy, y comenzaban a besarse sin siquiera abandonar las palas. En otoño, cuando ya era evidente que el barro tan trabajosamente acumulado no contenía una pizca de oro, comprendieron también que la mina de John Klope era una esperanza perdida, y que él también había perdido. Missy veía en él lo que siempre había sido: un patán corpulento, insensible y sin imaginación; Murphy descubrió que al pobre hombre casi no le quedaba dinero con que pagar a una persona para que le ayudara a excavar esa mina improductiva.

Al acortarse los días, Murphy recordó los dos trágicos inviernos que había pasado perdido en el Ártico y volvió a experimentar la misma sensación de fatalidad; una mañana, durante el desayuno, dejó su tenedor y dijo:

—Tengo que irme de aquí, Klope. No veo rastros de oro en tu concesión.

—Quizá sea lo mejor. Me queda muy poco con que pagarte —replicó el minero. Y descendió al pozo, con sus esperanzas.

Murphy pasó esa mañana preparando el equipaje, mientras Missy manejaba la polea, pero después de la comida, cuando Klope volvió a la excavación, los dos de la cabaña se unieron apasionadamente, después de lo cual Missy dijo:

—Me voy contigo, Matt.

—Ya conseguiremos algo —le respondió él.

Esa noche no dijeron nada a Klope, pero el hombre debió de sospechar algo: en vez de quedarse en la cabaña con Missy mientras el irlandés daba su paseo, fue él quien salió; al regresar, callado y ceñudo como siempre, se acostó sin hablar con nadie.

Por la mañana Missy preparó el desayuno, pero no probó bocado. Entonces informó a Klope:

—Nos vamos a Dawson. Rezaré por que descubras oro, John.

—¿Te vas? —preguntó él.

—Sí. Es mejor.

—¿Volverás?

—No. Esto se acabó, John.

Klope no supo si Missy hablaba de la mina o de su relación con él. Mirando al irlandés, dijo:

—Podría partirte en dos. —Pero se encogió de hombros—: ¿Y de qué serviría?

Al quedarse solo, en el crepúsculo otoñal, John Klope siguió con la vista a los viajeros: Murphy empujaba la carretilla que Tom Venn había comprado para acarrear sus pertenencias. Cuando ya no se oían sus pasos, Klope caminó hasta el hoyo con decisión, colocó la cuerda y el cubo de manera que pudiera retirar él mismo la tierra y, sin dar muestras de emoción, descendió hasta los nueve metros sesenta.

De todos los buscadores de oro que habían llegado por el Yukón en 1897 a bordo del Jos. Parker, ni uno solo encontró oro. De los pocos que se atrevieron con los peligros del Mackenzie, nadie llegó siquiera a reclamar una concesión. Y entre quienes escalaron el paso de Chilkoot con los Venn y desafiaron con ellos los cañones, no hubo tampoco uno que encontrara una mina. Pero todos habían participado en la gran aventura de finales de siglo. Tal como dijo Matthew Murphy al acercarse a Dawson, detrás de la carretilla:

—Yo soñaba con cavar en busca de oro. Y lo he hecho.

Mientras John Klope, Matt Murphy y Tom Venn trabajaban anónimamente buscando oro en el Yukón, otro grupo de hombres alcanzaba una gran publicidad por su participación en la estampida. Jack London, el escritor proletario de San Francisco, encontró material para sus relatos más interesantes, mientras que Robert W. Service, el poeta canadiense nacido en Inglaterra y criado en Escocia, inmortalizaba la vida de los pioneros con poemas que, pudiendo haber sido sólo estrofas pegadizas, resultaron inolvidables.

La Aurora Boreal no ha visto nada parecido.

Lo más raro que yo vi fue en el margen del lago Lebarge. Cambió el nombre del lago Laberge para lograr una rima atractiva, Pero ésta y otras faltas no tienen importancia, pues infundió a sus versos sobre el Yukón una vitalidad y un encanto que nunca desaparecerán. Hay dos datos interesantes en su biografía: no llegó al Klondike hasta 1904, cuando los buenos tiempos quedaban muy atrás, y escribió sus poemas más famosos sobre ese río, incluidos los que tienen como personajes a Dan McGrew y Sam McGee, mucho antes de haber puesto un pie en Dawson City.

Tex Rickard, el famoso empresario de boxeo y amigo de Jack Dempsey, pasó algún tiempo en las minas de oro, al igual que Addison Mizner, el famoso genio de la especulación en Florida; Nellie Bly, el famoso periodista neoyorquino, y Key Pittman, futuro senador por Nevada e importante diplomático.

Pero, en la primera época de las minas del Yukón, el vapor Jos. Parker llegó a Dawson City, donde haría escala una sola noche, con un pasajero que ejemplificaba a esos visitantes que, pese a lo breve de su estancia, aumentaban el conocimiento que el mundo tenía del Klondike. Vestía el atuendo de los esquimales y, con sus sesenta y tres años de edad, era uno de los más ancianos en las minas.

Aunque el barco se quedó en Dawson una sola noche, durante veintiocho horas el pequeño ciclón recorrió la polvorienta calle principal, de arriba abajo, presentándose a todo el que tuviera aspecto de ser una autoridad:

—¡Hola, amigo! Soy el doctor Sheldon Jackson, Agente General para la Educación de Alaska. Me gustaría saber qué planes tiene usted para instalar escuelas en las minas.

Como una pequeña comadreja, investigó la calidad de los hoteles, el sistema de pago con oro en polvo y la situación de las mujeres, pero dedicó sus mayores esfuerzos a comprobar el estado de la religión en los campamentos. Los sacerdotes le daban la bienvenida en cuanto presentaba su impresionante tarjeta:

DOCTOR. SHELDON JACKSON

Moderador de la Asamblea General

Iglesias Presbiterianas de los Estados Unidos

—¿No es ése el puesto más alto dentro de su Iglesia? —preguntaban los religiosos mejor informados.

—Sí —respondía Jackson, como si se disculpara—. Fuimos tres los que competimos por el cargo: Benjamin Harrison, nuestro anterior presidente; el millonario John Wanamaker, y yo. —Tosía modestamente—: Yo gané en la primera votación… abrumadoramente.

Ese día se convirtió en un fastidio, pero a la mañana siguiente, cuando el Parker zarpó Yukón abajo, él se marchó con datos suficientes para utilizar durante el resto de su vida en su popular conferencia: «Las minas de oro del Klondike».

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