Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

De todo lo que hicieron el capitán Healy y el reverendo Jackson para mejorar la calidad de vida en Alaska, nada despertó entre sus enemigos tanto desprecio como su intento de importar renos domesticados de Siberia para alimentar a los esquimales durante las hambrunas de invierno. Los tercos bienhechores fueron acusados de idiotas, ladrones y agentes secretos de los rusos: «Espera a que se inspeccionen los libros, ya verás que esos dos robaron cuatro quintas partes del dinero que el gobierno ha puesto en ese plan descabellado». Naturalmente, Jackson fue denunciado, con cierta justificación, por haber entregado la mayor parte de los renos que llegaron a Alaska a sus asentamientos presbiterianos de la costa.

En la primavera de 1897, el Comando del Ejército en Washington despachó a cierto teniente Loeffier, de su Batallón de Aprovisionamiento, para que investigara esos cargos de mal manejo de fondos: «Díganos si la idea es práctica o no». Cumpliendo con sus órdenes, el teniente visitó ocho de los sitios donde el doctor Jackson había tratado de establecer sus rebaños y envió a Washington un resumen exacto de la situación:

Es conveniente que el Ejército manifieste interés en este experimento, pues podría llegar un momento en que nuestras tropas que operan en el Ártico necesitaran de los renos como fuente importante de alimentación.

¿Cómo ha marchado el experimento? Mal. Muchos de los animales importados al principio murieron durante la travesía desde Siberia o muy poco después, porque los esquimales de Alaska no tenían idea de cómo criarlos. Los renos, acostumbrados a la esmerada atención recibida en Siberia, donde se los trataba como en Iowa al ganado valioso, fueron puestos en libertad como si se tratara de caribúes silvestres; como resultado, muchos volvieron a la vida salvaje sin que se los volviera a ver, mientras que otros morían por falta de cuidados y de la comida habitual.

¿El resultado? Todos los renos transportados a las Aleutianas han muerto o desaparecido; ese experimento fue un desastre. La mayor parte de los desembarcados en asentamientos de la costa marítima septentrional han tenido poca suerte, de modo que debemos considerar esa empresa como de MUY Pobre resultado. El Ejército haría mal si confiara en los renos domésticos como fuente principal de alimentos, en un futuro previsible.

Pero para hablar con justicia, el teniente Loeffier informaba de Cierto establecimiento donde los renos importados por Healy y Jackson desde la región siberiana de cabo Dezhnev habían prosperado. Sin duda le gustó lo que veía, pues escribió de eso con evidente entusiasmo:

Sin embargo, encontré un sitio donde, debido a una serie de circunstancias, el experimento de los renos dio resultado. En el extremo occidental de la península Seward, en un desolado sitio que recibe el nombre de Puerto Clarence hay un asentamiento llamado Teller Station; allí, un noruego llamado Lars Skjellerup, de treinta y tres años, soltero, ha organizado un equipo de tres ayudantes que parecen saber cómo manejar a los renos. Cuando Skjellerup llegó a Alaska, traía consigo un lapón bajo y recio, llamado Mikkel Sana, que sabe pensar como los renos. Debido a que prevé lo que los animales van a hacer, los guía con serenidad, pero también con firmeza, haciéndoles cumplir con sus propósitos.

El segundo ayudante me causó problemas. Es Arkikov, sin nombre de pila, traído desde Siberia por el capitán Michael Healy, del afamado guardacostas Bear. Ese esquimal chukchi puede conocer a los renos, pero es bastante hosco, poco dado a obedecer indicaciones y difícil de disciplinar. Sin embargo, cuando pregunté a Skjellerup por qué lo soportaba, me respondió: «Arkikov es un hombre; en este trabajo, de vez en cuando hacen falta hombres». El tercer ayudante es un tímido esquimal de diecinueve años, de poca estatura y cara redonda y morena. Skjellerup me dijo: «Ootenai es especial. No tiene familia, pues la perdió durante una de las hambrunas, por eso considera que nuestro proyecto es su única posibilidad de vivir bien. Uno de estos días será eljefe de este establecimiento».

Y bien: allí están. Si el Ejército necesitara alguna vez trabajar con renos en Alaska, recomiendo que nuestros oficiales pasen por alto las otras colonias y recurran directamente a Teller.

Una vez presentado su informe, en la primavera de 1897, Loeffier volvió a sus funciones regulares en Seattle. Allí, a principios de otoño del mismo año, recibió un telegrama urgente despachado desde Washington:

DOCENAS DE BALLENEROS ESTADOUNIDENSES ATRAPADOS EN HIELO PUNTA BARROW —STOP— RACIONES ESCASAS —STOP— SIN MEDICAMENTOS —STOP— EVALÚE OPERACIONES RESCATE E INFORME INMEDIATAMENTE —STOP.

Como Loeffier había estado en Punta Barrow no hacía mucho, se le nombró subcomandante del grupo de estudio. Pasó los tres primeros días en el puerto de Seattle, tratando de averiguar todas las vías por las que un grupo de balleneros varados frente a Punta Barrow podrían haber avisado a la capital de su aprieto. Así supo que los propietarios de ciertos navíos, al no regresar éstos a puerto, habían deducido que debían de estar atrapados en el hielo. Los funcionarios canadienses de Prince Rupert habían llegado a conclusiones similares, pero lo más importante eran las peticiones de ayuda entregadas por mensajeros con tiros de perros que viajaban desde Barrow hacia el sur.

Loeffier informó a su grupo:

—Esto es una crisis. Probablemente los balleneros ya están aislados por el hielo; no habrá forma de liberarlos hasta principios del verano próximo. —Luego añadió un comentario inquietante—: Como no pueden tener comida suficiente para nueve meses, se hace necesaria una operación de rescate.

Los oficiales del Ejército, con asistencia de la Marina y de empresas navieras privadas, como Ross Raglan, comenzaron a estudiar las posibles maniobras, sin que ninguna les pareciera demasiado descabellada como para descartarla de inmediato. Un militar dijo:

—Siempre he oído decir que Siberia y Alaska están a pocos kilómetros de distancia. ¿No podríamos telegrafiar a los rusos y pedirles que…?

Un hombre de la Marina intervino:

—Al sudeste de Barrow, es así, pero ¿qué distancia cree usted que hay a la altura de Barrow?

Un exballenero, que conocía bien los océanos del norte, informó:

—Unos setecientos sesenta kilómetros.

Desde Canadá, el rescate era igualmente imposible: unos novecientos kilómetros hasta el primer puesto, que no tendría ninguna posibilidad de proporcionarles alimentos ni medicinas en cantidad suficiente.

El grupo quedó en silencio. Luego todos se volvieron hacia Loeffier, que dijo en tono vacilante:

—He estudiado todas las posibilidades. Hay casi ochocientos kilómetros hasta el más cercano de los campamentos mineros. Para cubrir esa distancia habría que usar trineos de perros y ¿de dónde sacaríamos comida para alimentar a los perros en el trayecto? ¿Y qué campamento minero tendría provisiones suficientes para veinte barcos?

—¿Qué alternativa sugiere usted? —preguntó el presidente. Loeffier tosió varias veces antes de atreverse a revelar el plan que germinaba poco a Poco en su mente. Por fin, con la ayuda de un mapa grande, dijo:

—Aquí, en la bahía de Puerto Clarence, en el extremo más alejado de la península Seward, vive un noruego, llamado Lars Skjellerup, que cuenta con el apoyo de tres hombres capaces y recios: un siberiano, un lapón y un esquimal.

El presidente interrumpió:

—¿Qué pueden ofrecer ellos? ¿Un tiro de perros especiales?

Y un marinero veterano señaló:

—Para cuando pudiéramos cargar un barco aquí en Seattle, ese lugar estaría cercado por el hielo.

Pero Loeffier dijo, sereno:

—¿Preguntan ustedes qué tienen ellos allá arriba? —Después de hacer una pausa, respondió—: Renos.

La palabra provocó una explosión en el grupo de estudio:

—Hemos oído hablar de ese fiasco.

—¿Cuántos quedan vivos? ¿Seis o siete?

—Ese misionero estuvo en Seattle un año y nos dio una conferencia sobre el reno, que iba a resolver todos los problemas de Alaska. ¿Qué ha sido de ese pequeño estafador?

Antes de que Loeffier pudiera explicarse, los otros acordaron por unanimidad que los pocos renos diseminados por Puerto Clarence no eran ninguna solución.

Pero entonces, con una paciencia que conquistó el respeto de sus superiores, el joven teniente desarrolló su plan:

—En realidad, en Puerto Clarence hay un enorme rebaño de renos. Bajo la guía profesional de Skjellerup, los esquimales de la zona han adquirido o criado bien más de seiscientas bestias sanas. Algunas están tan domesticadas que reemplazan a los perros en los trineos. ¿Comprenden ustedes lo que eso significa? Si aprovechamos los renos, no tendremos que llevar alimento para los animales.

—¿Por qué no?

—Los perros comen carne. En abundancia. Los renos se alimentan con los musgos y líquenes durante la marcha. —Les dio tiempo para que captaran ese dato importante; luego añadió—: Y no tendríamos que llevar comida. Porque al llegar a Barrow, el tiro de renos sería sacrificado para alimentar a los hombres hambrientos.

Sus argumentos fueron recibidos en silencio, pero entonces un secretario interrumpió la reunión con el último telegrama de Washington:

INFORME INMEDIATAMENTE PLANES PARA RESCATAR BALLENEROS APRESADOS HIELO —STOP— PERIÓDICOS NACIONALES EXIGEN ACCIÓN

Todos los miembros del grupo se volvieron hacia Loeffier, quien dijo:

—Lo único práctico, me parece, es decirles que partiré inmediatamente hacia Alaska con medicamentos, para organizar un tiro de perros y viajar de prisa por tierra hasta Teller Station, donde Skjellerup y sus hombres partirán de inmediato hacia Punta Barrow, con un rebaño de cuatrocientos renos o más.

—¿Qué distancia tendrán que recorrer?

—Unos novecientos kilómetros.

—¡Por Dios! Siberia está más cerca. Y Canadá también.

—Pero allí tenemos renos…, y hombres para trasladarlos.

Con una cautela nacida de la larga experiencia en el Ártico, uno de los armadores preguntó:

—¿Y esa operación es práctica?

Loeffier respondió:

No puedo asegurarlo, pero estoy convencido de esto: allí hay más de trescientos marineros estadounidenses que morirán si no hacemos algo. Y esto nos ofrece la mejor oportunidad. Hagámoslo.

Se despachó un telegrama a la Casa Blanca y esa misma tarde llegó la respuesta a Seattle:

PROCEDA CON RENOS Y QUE DIOS GUÍE SUS ESFUERZOS —STOP LA NACIÓN NOS OBSERVA

Sólo a mediados de enero pudo el teniente Loeffier llegar a la costa sur del estrecho Norton. Cuando sus perros entraron en el primitivo asentamiento de Stebbins, se enfrentó a una travesía de unos ciento cuarenta y cinco kilómetros hasta la costa norte, desde donde se podía llegar por tierra al criadero de renos de Teller. La perspectiva de aventurarse hasta el otro lado sobre el hielo, de cuya consistencia no se podía estar seguro, lo asustaba tanto que estuvo a punto de recorrer todo el extremo oriental del estrecho para mantenerse en tierra. Pero un esquimal de edad avanzada, que conducía un trineo de perros, le aseguró:

—Todo helado. No problema. —Y como Loeffier aún dudaba, añadió—: Yo voy también.

En la temporada en que el sol apenas asomaba a mediodía, los dos se pusieron en marcha, viajando tanto de día como de noche.

Cuando llegaron a la costa norte, el viejo aceptó el pago que Loeffier le ofrecía e inició el largo regreso por el hielo, mientras el joven oficial apuraba a sus perros para cruzar los ciento ochenta kilómetros restantes hasta Teller. Al aproximarse al sitio donde calculaba que debía de estar el criadero, pues anteriormente había llegado por mar, un esquimal de buena vista lo vio venir y dio la alarma. Cuando sus perros entraron gozosamente en el criadero, cuatro hombres resueltos, a los que él ya conocía, le estaban esperando.

El lapón Mikkel Sana fue el primero en saludarle con un vigoroso apretón de manos; luego, el hosco siberiano Arkikov; después, el joven esquimal Ootenai y, por fin, el noruego, alto e increíblemente flaco: Lars Skjellerup.

—¿Cómo es que viene con ese tiro de perros? —preguntó este último.

Loeffier se sintió obligado a dar la noticia rápida y sencillamente:

—El gobierno quiere que usted lleve un rebaño de trescientos a cuatrocientos renos hasta Punta Barrow. Una veintena de balleneros quedaron varados allí. Trescientos tripulantes están pasando hambre.

La novedad era tan dramática que, de los cuatro hombres de Teller, ninguno supo qué decir. Al cabo de un momento, Loeffier añadió:

—Son órdenes. Del presidente mismo. ¿Cuándo podemos partir?

Una vez que captaron la realidad de la situación, los cuatro criadores se mostraron ansiosos por aceptar el desafío. Pues conocían bien los escándalos que circulaban por Alaska y Estados Unidos con respecto al comportamiento de ellos y de otros lapones y siberianos vinculados a los renos. Skjellerup, que tenía el mando en la zona, estaba especialmente deseoso de demostrar las posibilidades de sus animales.

—¿Cuántos kilómetros calcula usted?

—Más de novecientos —respondió Loeffier.

—¿Puede usted cubrirlos en sesenta días?

—En cincuenta, quizás. Si vamos, iremos rápido.

Consultó con sus hombres y Arkikov dijo:

—Más rápido. Reno guía siberiano, no de los tuyos.

Se refería al reno lapón, menos recio, que Skjellerup había importado por barco desde su país. El noruego pasó por alto ese implícito desdén, pues estaba habituado a Arkikov y a su convicción de que sólo el reno y los rebaños de Siberia tenían valor.

Loeffier quedó encantado ante el cálculo de que los alimentos y las medicinas se podían entregar en menos de cincuenta días. Pero su entusiasmo se esfumó cuando Skjellerup dijo:

—Partimos dentro de tres días.

—¡Un momento! Yo preparé mi equipo en media hora para viajar hasta aquí. Me parece que ustedes…

Skjellerup razonó serenamente:

—¿Alguna vez trató usted de reunir a cuatrocientos renos, sacándolos de sus cómodos alojamientos de invierno, que ellos no quieren abandonar?

En los dos días siguientes, Loeffier descubrió cuántos gritos y empellones se requerían para eso. Pero el miércoles por la mañana, 19 de enero de 1898, el rebaño estuvo reunido, los dos trineos cargados de medicamentos y provisiones para el viaje y el equipo listo para la sobrecogedora carrera hacia el norte. Loeffier, que presenciaba la partida, les repitió el mensaje recibido de Washington:

—Dice el presidente: «Dios guíe vuestros esfuerzos. La nación observa».

En la media hora siguiente, los renos, los cuatro encargados, los tres ayudantes esquimales y los trineos se perdieron en el horizonte del este. Viajarían unos trescientos kilómetros en esa dirección antes de poder virar hacia el norte, para la verdadera travesía hacia Barrow, donde aguardaban los marineros hambrientos.

Fue una carrera heroica, pues por la noche hacía un frío intenso, los vientos eran más fuertes de lo habitual y, en varias ocasiones terroríficas, los renos no pudieron hallar líquenes ni musgos al escarbar con sus afilados cascos. Sana advirtió:

—Debemos hallar musgo. Quizás allí… ¿quizás allí? Paramos un día.

Eso hicieron. Entonces los animales hallaron líquenes y se pudo reanudar el viaje.

Cuando el camino se abría colina abajo, los hombres instaban a los renos a correr libremente. Pero Sana y Arkikov, dos de los mejores pastores del mundo, estaban siempre alerta a cualquier grieta; al terminar el galope, hombres y animales iniciaban el sofocante ascenso hasta la cresta de la colina siguiente. Cuando describieron el gran giro, cambiando el rumbo este por el nornordeste, tuvieron la sensación de estar, por fin, en la parte principal del viaje: la larga travesía hasta Barrow, encaramada en el borde del mundo. Los hombres solos no habrían podido hacer ese viaje penoso. Tampoco había perros capaces de viajar tan implacablemente como los renos; por cierto, los perros no podían alimentarse solos. Tan sólo los renos podían llevar esa carga de provisiones por ese terreno y a tanta distancia.

Cuando se aproximaban a los setenta grados de latitud, muy Por encima del Círculo Polar Ártico, se encontraron con un clima tan frío y ventoso que el termómetro descendió a cincuenta y dos grados bajo cero. Aquélla fue la verdadera prueba de lo que podían hacer los renos. Cuando los soltaron, al terminar una carrera de cuarenta y cinco kilómetros, escarbaron en la nieve hasta descubrir alimento, pastaron durante media hora, con la grupa vuelta contra el viento, y luego se enterraron en la nieve hasta formar montículos protectores a su alrededor.

—¡Será mejor que nosotros también nos protejamos! —exclamó Skjellerup, al arreciar el vendaval.

Sana y Arkikov pusieron los trineos como baluarte. El viento aullaba contra ellos, pero se desviaba; los siete hombres se acurrucaron allí, dejando que la nieve fuera formando montículos arriba.

Así permanecieron dos largos días, con el cuerpo abrigado y seco gracias al atuendo casi perfecto que usaban; hasta los pies se mantenían cómodos dentro de las gruesas botas de piel de caribú; las pieles de puercoespín les cubrían la cabeza y las maravillosas puntas de pelo de glotón alrededor de la cara rechazaban el frío y el hielo. No muchos podían resistir ese ataque, pero esos hombres habían sido preparados desde la infancia para sobrevivir en el Ártico. Un hecho curioso, que llamaba la atención del lapón y el siberiano, era que el blanco Skjellerup fuera tan versado en las tradiciones del Ártico como ellos, que se habían criado allí. Era un hombre imponente y los otros lo trataban, no con reverencia, pues eran sus iguales, pero sí con respeto por su destreza.

Cuando la tempestad cesó, los hombres se alegraron como niños. Barrow estaba ahora a sólo ciento cincuenta kilómetros; con buen tiempo y comida adecuada para los renos, casi parecía que podrían cubrir esa pequeña distancia en un solo día. En realidad hicieron falta varios, por supuesto, pero el 7 de marzo, alrededor de las diez de la mañana, participaron en un momento de tal belleza que ninguno de ellos lo olvidaría. Desde el norte, provenientes de Barrow, venían tres tiros de perros a gran velocidad, arrastrando trineos vacíos. Desde el sur llegaban cientos de renos, avanzando a velocidad pareja; durante más de media hora cada grupo pudo ver al otro y calcular su velocidad o su modo de viajar.

Skjellerup gritó a sus hombres:

—Deben de haber llegado a la desesperación. ¡Iban a tratar de abrirse paso!

Y los hombres de los perros se gritaron entre sí:

—¡Gracias a Dios! ¡Miren esos renos!

Los dos grupos se acercaban cada vez más. Por fin, los hombres de cada grupo pudieron distinguir las facciones de los del otro. Pronto hubo vítores, abrazos y sollozos. Mientras tanto, los potentes y estupendos perros jadeaban en la nieve y los renos buscaban líquenes entre los montículos formados por el viento.

Ese viaje de rescate, a lo largo de mil ochocientos kilómetros, cobró importancia en la historia de Alaska, no por el heroísmo de los renos ni por el diverso origen de los guías, sino por una conversación casual que tuvo lugar durante el regreso: Skjellerup y Ootenai, el muchacho esquimal, conducían uno de los trineos vacíos, mientras Arkikov y Sana viajaban en el otro, tirado por el reno siberiano. Fue Arkikov (de esto podemos estar seguros, porque años más tarde ambos lo atestiguarían así) quien abordó el tema.

—Recuerda primavera pasada. Mí hace viaje al este… lleva ciervos Council city de mineros… conoce muchos hombres.

—¿Qué estaban haciendo?

—Buscando oro.

—¿Dónde?

—Este.

—¿Hallaron algo?

—Todavía no. Pronto quizá.

—¿Cómo buscan el oro?

—Ríos… arroyos. Saca arena. Lava. Encuentra.

Ésa fue la primera conversación. En los días siguientes, a medida que avanzaban en dirección sur o sursudoeste y luego se desviaban hacia el oeste, los dos hombres se las arreglaron para viajar juntos; Arkikov quería hablar de los buscadores de oro, esos hombres que parecían hechizados y rondaban los arroyos. Por fin Sana empezó a sospechar que los hombres comunes, como Arkikov y él mismo, bien podían tener una posibilidad de hallar oro. Sin embargo, suspicaz como buen lapón, desechó la idea.

Sin embargo preguntó:

—¿De qué arroyo sacan arena?

—Cualquier arroyo. Mí oye hombres decir Klondike… todo arroyo.

—¿Del río, quieres decir? ¿Como el Yukón, río grande?

—¡No! Río pequeño… quizás salta y cruza.

Por sus conversaciones con los buscadores, el siberiano se había hecho una idea bastante acertada de lo que era buscar oro; obviamente, estaba fascinado por la posibilidad de hallar oro en algún arroyo, a lo largo del trayecto.

—Cuando sol más alto… no nieve… arroyos pequeños corre agua… tú, mí, busca oro.

—¿Cómo, sin papeles… sólo un lapón, un siberiano?

Esos asuntos prácticos, para un lapón metódico como Sana, bastaban para desechar toda la empresa. Pero para un siberiano no tenían sentido; eran una irritación pasajera que se podía descartar.

—Tú, mí… dinero… vamos… encuentra oro… seguro.

Arkikov hacía ademanes tan exagerados al hablar que Skjellerup, aunque viajaba en el otro trineo, no pudo dejar de verlos. Cuando se detuvieron para comer preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Ustedes dos están riñendo?

Arkikov miró a Sana como para preguntar: «¿Se lo digo?». Ante un gesto afirmativo del lapón, las palabras fatales fueron pronunciadas:

—Council City… Todos los hombres buscando oro… pequeños arroyos… ¿si buscáramos nosotros también?

El corpulento noruego miró a sus compañeros como si estuvieran locos. Arkikov añadió en tono persuasivo:

—Los tres… si encontramos oro… compramos muchos renos.

Lo dijo con tanta confianza, con una sonrisa en la cara redonda, como si ya tuviera el oro en sus manos. Skjellerup no pudo por menos de impresionarse ante la posibilidad y se descubrió diciendo:

—Bueno, tenemos dinero como para un año, quizá dos. No necesitamos papeles de inmigración. —Luego se impuso su sagaz pragmatismo—. Todos vinimos aquí por invitación del gobierno de Estados Unidos. Y los contratos nos permiten quedarnos.

Antes de terminar con la apresurada comida, ya estaba planeando cómo harían, él y los otros dos, para dejar el criadero e iniciar una gira de exploración. Llegó a entusiasmarse tanto ante la perspectiva de ganar enormes fortunas que dijo a los otros:

—Ootenai, ve con Arkikov. Quiero hablar con Sana. —Hecho el cambio, preguntó—: Tú no tienes esposa, Mikkel, yo tampoco. ¿Estarías dispuesto a abandonar el criadero y los renos… para ir a buscar oro?

—¡Sí! —dijo el otro con tono convencido.

—¿No te preocupa abandonar Laponia?

—¿Te preocupa Noruega?

—En absoluto. —Lo pensó por un momento antes de añadir con firmeza—: Me gusta Alaska. Me gustó este viaje. Tal vez tú… yo… él… —Al decirlo miraba hacia el otro trineo; lo que vio le puso furioso—. ¡Para, para!

Cuando el trineo se detuvo, corrió hacia allí, bramando:

—¿Qué has hecho con ese ronzal?

Arkikov señaló su arnés, puesto al estilo siberiano, con el ronzal descendiendo directamente entre las patas delanteras.

—¡Te dije que así no! —añadió el noruego, levantando la voz—. ¡Cómo se debe!

—Pero éste… reno siberiano… gusta mi modo. Más fuerte ahora que al principio.

Y como había verdad en lo dicho, Skjellerup se tranquilizó.

—Está bien. Por el resto del trayecto.

Pero su mente estaba aún con el oro. Una vez que se puso en manos del siberiano, todo estuvo perdido.

—¡Señor Skjellerup! Tú… mí… él… buen equipo. Buscamos todo arroyo. Cavamos toda arena.

Era obvio que Arkikov había interrogado a los buscadores al entregar los renos en Council City; deseaba desesperadamente estar con ellos, buscando algo más ventajoso que los pocos dólares que ganaba cuidando renos.

Siguiendo el impulso del momento, el noruego ordenó parar por un día, para asombro de Ootenai, que esa misma mañana había sido instado a avanzar rápidamente para concluir el viaje en dos días. Ahora Skjellerup Sólo quería conversar; mientras Ootenai atendía a los renos, mantuvo una larga discusión con Sana y Arkikov.

—¿Dices que había hombres buscando oro?

—Muchos… Diecisiete, quizá dieciocho.

—Pero ¿habían encontrado algo?

—Allí no. Pero río Koyukuk, sí. Yukón, sí.

—¿Quién les da permiso para buscar? —preguntó Sana.

El siberiano se había convertido en experto.

—Mí pregunta hombres… «¿Mí debe pedir este hombre, ese hombre… venir a tierra suya?».

—¿Y qué dijeron?

—Ríe. Todo gratis… toda tierra gratis. Tú encuentra, tú guarda.

—¿Puede ser?

Eso era tan distinto a todo lo que Skjellerup había conocido en Noruega, donde la tierra era un bien celosamente protegido, que le costaba creerlo. A manera de respuesta, Arkikov corrió hasta un arroyuelo que brotaba de entre las rocas y hundió la mano en él, agitando las palmas como si contuvieran grava.

—Todo arroyo gratis… para tú… para él.

Sana agregó, en noruego:

—Oí decir lo mismo a un canadiense sobre su país. Nadie es dueño de la tierra, millones de hectáreas, y uno puede explotar una mina donde quiera. La tierra no pasa a ser suya, pero el oro sí. Si Arkikov hallara oro mañana mismo, es suyo. Tú y yo podemos cavar donde sea, si lo que me dijeron es cierto.

Traducido esto para beneficio de Arkikov, los tres hombres guardaron silencio, pues era el momento de tomar decisiones importantísimas. Sin embargo, no podía haber tres hombres más aptos para hacerlo. Lars Skjellerup había llevado sus renos hasta la misma cima del mundo. Mikkel Sana, en Laponia, había recorrido uno de los territorios más solitarios del planeta. En cuanto a Arkikov, después de abandonar su hogar en Siberia para probar suerte en Alaska, había demostrado su fortaleza en esa impresionante travesía de rescate hasta Barrow. Eran hombres resueltos, valerosos y con buen tino. También eran celosos de sus derechos, tal como acababa de demostrar el siberiano al retomar el sistema de enjaezado que prefería. Si había que ir a un territorio alejado, no era posible hallar tres hombres más capaces y adecuados que ellos para un viaje de exploración. Aunque nada supieran de minería, se conocían a sí mismos.

No tenían familia. Skjellerup, con sus treinta y cuatro años, era el mayor; lo seguía Sana, con treinta y dos. Arkikov era el más joven, tenía veintiocho. En cuanto a inteligencia básica, la necesaria para cuidar de cuarenta renos durante ocho meses y terminar con cincuenta y siete, o para hallar el norte cuando casi nada era visible, esos hombres eran superiores. Más importante aún: cada uno de ellos tenía la dentadura completa y la constitución de un toro. Las minas de Alaska habían sido inventadas para beneficio de hombres como ellos.

—Creo que deberíamos hacer un intento —dijo Skjellerup.

Y Arkikov, al oír esas palabras reconfortantes, gritó:

—¡Vamos muchos ríos… encontrar mucho oro!

Después de esa decisión entusiasta pero bien calculada, ninguno de los tres volvió a mirar hacia atrás. En realidad, cuando se reanudó el retrasado viaje al criadero, Skjellerup contemplaba sin interés las patas veloces de sus maravillosos animales, que tan bien se habían desempeñado, y pensaba: «¿Quién lo hubiera creído? Estoy cansado de los renos».

El éxito del viaje de rescate a Barrow ocasionó tanta publicidad favorable que tanto el gobierno de Alaska como el central se mostraron dispuestos a estudiar mejor la utilidad de los renos. Pero Skjellerup no pudo demostrar interés alguno:

—Es hora de pasar a otra cosa. Hay jóvenes esquimales muy capaces, como Ootenai.

Cuando sus superiores le preguntaron:

—¿Qué va usted a hacer? —Él respondió:

—Ya encontraré algo —dijo, pues aún no estaba dispuesto a revelar que iba a buscar oro.

Todos los que conocían la capacidad de ese hombre querían darle empleo. La proposición más extraña fue que trabajara en Barrow como misionero presbiteriano. Cuando explicó que era luterano, le contestaron: «Eso no importa. Usted es, obviamente, hombre de Dios». Y lo era, a su modo amaba a los animales, podía trabajar con cualquiera y reverenciaba la tierra, que consideraba un don especial de Dios. Pero estaba también en una edad en la que deseaba trabajar en algo que produjera dinero: «He servido a Noruega, a Laponia, a Siberia y a Alaska. Ahora, qué demonios, sirvo a Lars Skjellerup».

En esta época de frenética actividad en Alaska —que había comenzado explosivamente con el descubrimiento de oro a lo largo del Yukón— los pasaportes no eran muy usuales. Claro que Skjellerup y Sana tenían documentos, pero estaban escandalosamente vencidos. En cuanto a Arkikov, sólo podía presentar su sonrisa. Había sido llevado a América bajo circunstancias especiales; en cualquier momento podía tomar un barco para regresar a Siberia, pues los viajes entre ambos continentes aún eran asiduos, convenientes y fáciles.

Un día luminoso, ya avanzado julio de 1898, los tres socios abandonaron el criadero para dirigirse hacia el este, llevando consigo un trineo y tres renos siberianos. Como no había nieve, dejaron que un solo reno tirara del trineo vacío y cargaron los bultos a lomos de los otros dos. Al partir hacia la gran aventura formaban un cuadro interesante: Skjellerup, alto y anguloso, cerraba la marcha; el delgado y fuerte Sana iba en el centro; Arkikov, recio y alegre, marcaba el paso, casi corriendo para llegar al primer arroyo.

También sus atuendos eran diferentes. El noruego había adoptado la ropa oscura y gruesa común entre los buscadores estadounidenses; el lapón connservaba su colorida vestimenta y el siberiano elegía una mezcla de prendas de piel entre las usadas por todos los pueblos árticos. El equipo era modesto, pero sumamente práctico y hecho a mano casi en su totalidad. Incluso los mangos de los martillos estaban hechos por Arkikov y las cribas por Mikkel Sana.

Iniciaron la exploración avanzando hacia el este. En un arroyuelo, Arkikov cribó con entusiasmo y, sin ver los diminutos colores, gritó a sus compañeros:

—¡No oro aquí!

Y los hombres continuaron la marcha. Fue así como descartaron uno de los arroyos más ricos en la historia del mundo, pero no se los puede culpar por haber dejado pasar una fortuna, pues durante ese inquieto verano muchos otros harían lo mismo.

Después de recorrer más de ciento cincuenta kilómetros hacia el este, se encontraron entre otros setenta u ochenta buscadores; entonces regresaron a un sitio que el mapa llamaba cabo Nome. Sería siempre un lugar curioso. Había un cabo Nome y un río Nome, muy alejados entre sí y sin conexión alguna. Más adelante habría una ciudad Nome, situada a muchos kilómetros de distancia de esos dos sitios. Cuando el equipo de Skjellerup llegó al cabo, no había, por supuesto, población alguna en la vecindad, sólo un puñado de tiendas. Pero allí acamparon sin hallar nada. Desviándose tímidamente hacia el oeste, volvieron al río Nome y, una vez más, sólo hallaron desencanto. Por entonces, Arkikov, que se consideraba el experto del grupo, insistía para que volvieran apresuradamente a Council City y registraran una concesión, buena o mala. Pero Skjellerup lo disuadió y, sin muchas esperanzas, ellos y sus renos llegaron al sitio donde el río Snake entraba en el mar.

Los animales, probablemente, explican el golpe de suerte que estaban a punto de tener. Un día, ya a finales de septiembre, tres agitados inmigrantes suecos, que sabían aun menos de minas, llegaron a consultar con Skjellerup, susurrando en entrecortado inglés:

—¿Tú noruego, como dicen?

Como él les respondiera en buen sueco que era él quien había efectuado la travesía de rescate a Barrow, suspiraron con profundo alivio y preguntaron:

—¿Puedes guardar un secreto?

—Desde siempre.

—¿Estás dispuesto a ayudarnos si te incluimos?

—¿Qué ocurre?

El jefe de los suecos miró a su alrededor, para asegurarse de que no lo vieran desde ninguna tienda; luego mostró en la palma de la mano izquierda un cartucho usado, retiró la envoltura protectora, lo inclinó un poco e hizo rodar pepitas y polvo dorado en la palma de su mano.

—¿Eso es oro? —preguntó Skjellerup.

Los tres suecos asintieron.

—¿De dónde?

—¡Chist! Encontramos un arroyo. Está lleno de oro. Es realmente increíble.

—¿Y por qué me lo dices?

—Necesitamos tu ayuda.

—¿Para qué?

Una vez más, los suecos miraron a su alrededor.

—Encontramos el arroyo, pero no sabemos qué hacer ahora.

Tuvieron suerte al recurrir a Skjellerup: era el tipo de hombre que sabe un poco de todo, sin mostrarse arrogante. Sabía y con eso bastaba.

—Creo que, antes de que pase cierto tiempo, hay que celebrar una reunión pública, porque los otros tienen derecho a saber. Se les da la oportunidad de marcar su propio territorio. Y hay que marcar con gran exactitud la concesión que se va a registrar. Luego se presentan algunos papeles. Si se falla en algo, se pierde todo.

—Eso es lo que temíamos.

—¿Quién más lo sabe?

—Nadie, pero hay muchos rondando por allí. Pronto lo sabrán todos.

Lars Skjellerup era uno de los hombres más capaces que había ese año en las minas de oro. En ese momento lo demostró:

—Yo os ayudaré, pero quiero poder marcar mi concesión esta noche.

—Ésa era nuestra intención —dijeron los suecos, con una honradez incuestionable.

Pero Skjellerup la cuestionó, pensando: «Ahora lo dicen, después de que lo pedí. ¿Y si no hubiera dicho nada?».

—Para mis dos socios también. Formamos equipo, como ustedes saben.

—¿Cómo dijiste que te llamabas? ¿Skjellerup? Alguien nos advirtió que sólo Podíamos solicitar una concesión por cabeza; yo, dos, porque fui el que descubrió el oro. Las otras concesiones tienen que ser para otras personas. Bien pueden ser para ti y para tus socios.

Uno de los suecos preguntó:

—¿Y quiénes son esos socios?

Cuando Skjellerup presentó al lapón y al siberiano, los otros suecos murmuraron:

—Podría haber problemas. Somos todos extranjeros.

Resultó que el jefe y otro de los suecos estaban naturalizados, pero aun así quedaban cuatro extranjeros entre los seis primeros solicitantes.

—Creo que la ley es clara —les aseguró Skjellerup—. Cualquier persona respetable puede registrar una concesión. Pronto lo averiguaremos.

Después de algunas preguntas disimuladas, se enteraron de que se podía declarar un distrito minero en asamblea pública, si había seis mineros presentes y si se divulgaba la noticia del hallazgo. Pero ninguno de esos seis conocía los procedimientos exactos, mucho menos las complejidades del registro.

—Tenemos que confiar en una persona más —dijo Skjellerup—. Elijan ustedes.

Por esa gran suerte que a veces acompaña a los suecos y a otras personas sensatas, el jefe eligió a un minero entrado en años, por entonces caído en desgracia, pero veterano de muchas batallas honrosas. Hasta entonces, siempre había llegado a una zona aurífera con seis meses de retraso. Ahora, el destino estaba por llamar a su puerta con tres días de anticipación.

John Loden, que era de origen sueco, sabía exactamente lo que se debía hacer y aconsejó obrar de inmediato:

—Anuncien la asamblea de modo público. Registren correctamente sus concesiones. Y luego háganse a un lado antes de que se inicie la estampida.

La asamblea se realizó en una tienda, en el sitio donde el río Snake desemboca en el mar de Bering; estaban presentes once hombres escogidos, Pues la noticia de que había descubrimientos promisorios ya circulaba discretamente. Loden presidió la sesión, pidiendo repetidas veces ayuda a los presentes. Dos de los buscadores sabían más que él de leyes mineras; fue una suerte que estuvieran allí, pues en los agitados días que estaban por venir ellos atestiguarían que todo se había hecho según la ley.

Cuando los cuatro recién llegados percibieron la seriedad de los siete que conocían el secreto, enloquecieron de entusiasmo.

—¿Dónde está el hallazgo?

—¿Realmente hay oro?

—Todo a su debido tiempo, caballeros, todo a su debido tiempo.

Una vez dados todos los detalles, hasta donde podían determinarlos, Loden se volvió hacia el jefe de los suecos y le ordenó:

—¡Díselo!

—Hemos hallado oro. Un hallazgo importante. En el arroyo Anvil.

—¿Y dónde diablos está eso?

—Al lado de esa gran saliente rocosa. La que parece un yunque.

Uno de los presentes dio un grito de júbilo, otro los vitoreó, un tercero aulló:

—¡Vamos de una vez!

El cuarto hombre, más práctico que los otros, se dirigió a la entrada de la tienda y disparó tres veces su revólver al aire, para avisar a los de las demás tiendas:

—¡Hallazgo importante! ¡Arroyo Anvil!

Unos cuarenta mineros de ojos enloquecidos salieron corriendo en la noche de octubre para marcar sus concesiones bajo la luna.

Cinco, Seis y Siete Arriba fueron registradas por el noruego Skjellerup, el lapón Sana y el siberiano Arkikov. Mientras los hombres gritaban de júbilo a lo largo del arroyuelo, disparando las armas y bailando la giga, Arkikov, bajo el claro de luna, cribaba las primeras arenas de su jalón. En el fondo quedó polvo de oro por siete dólares. Los tres socios serían muy ricos.

Tras ese hallazgo fabuloso, la recién nacida ciudad de Nome se encontraba, técnicamente, en situación muy parecida a la que había imperado en el Klondike: se había descubierto oro, pero ya tan avanzado el año que ningún barco podía traer a los buscadores por el mar de Bering, cerrado por el hielo. La gran carrera se retrasaría unos diez meses. Sin embargo, los mineros que ya estaban en la región podían apresurarse a marcar sus concesiones y, como lo hicieron, empezó a crecer una verdadera ciudad, con una estrecha calle a lo largo de la costa desolada.

En julio de 1899, cuando los grandes barcos empezaron a amontonarse en el lugar trayendo buscadores, Nome se convirtió rápidamente en la ciudad más grande de Alaska, con no menos de once bares, cada uno de los cuales aseguraba ser «la mejor taberna de Alaska». Por lo tanto, un emprendedor forastero abrió un bar aún más grande y lo llamó, orgullosamente, «El Segundo Bar de Alaska». Uno de sus ruidosos parroquianos era un fanfarrón de Nevada, a quien llamaban Cara de Caballo Kling, que se jactaba de ser «el que más sabe de leyes mineras en esta condenada Alaska», y parecía tan seguro de sí mismo que los otros parroquianos comenzaron a tomarle en serio.

—Ningún ruso tiene derecho a venir aquí y reclamar una buena mina estadounidense —bramaba. En cuanto vio que iba obteniendo apoyo, añadió—: Me voy a apropiar la Siete Arriba, que ese piojoso siberiano retiene ilegalmente.

Como ese atractivo grito de batalla fuera aclamado, reunió a un grupo armado, marchó hacia el arroyo y tomó posesión de la mina.

Al parecer, sabía algo sobre procedimientos mineros, pues en cuanto volvió a la ciudad reunió a su banda alrededor, designó a un presidente y celebró en el acto una asamblea general de mineros, que autorizó con entusiasmo la apropiación.

—Todos ustedes son testigos —dijo al terminar la asamblea— de que las cosas se hicieron legalmente.

Y cuando sus hombres expresaron a gritos su aprobación, la Siete Arriba fue arrancada de manos de Arkikov y entregada a Cara de Caballo Kling.

El efecto que eso causó en Arkikov fue abrumador. Había llegado a Alaska para realizar un servicio público, se comportaba bien, había participado en la famosa travesía de rescate a Barrow y desempeñaba un papel instrumental en la explotación del arroyo; que le quitaran la recompensa a su laboriosidad era intolerable. Y empezó a rondar por los bares, preguntando:

—¿Puede Estados Unidos hacer esto?

Y la gente le decía:

—Esto no es Estados Unidos, es Alaska.

El robo se mantuvo. Tras varios días de infructuosas apelaciones, Arkikov se reunió con sus exsocios para advertirles:

—Mí ruso… muy pronto hacen mismo tú lapón; luego tú noruego.

Los otros, al ver lo razonable de esa predicción, decidieron llevar revólver y compraron uno para él.

Como era de esperar, en cuanto Cara de Caballo Kling hubo digerido su posesión de la Siete Arriba, comenzó a importunar a la gente del Segundo Bar con quejas de que «ese maldito lapón, poco mejor que los rusos, ha venido aquí a robarnos las concesiones buenas». En esta ocasión abogaba por su socio, un tal Alegre Magoon, un hombre corpulento que sonreía sin cesar. Tras otra asamblea de mineros, Mikkel Sana fue despojado de la Seis Arriba. En el Segundo Bar quedó bastante claro que el siguiente sería el noruego Lars Skjellerup.

Pronto fue evidente que Alegre Magoon, ya propietario de la Seis Arriba, era un estúpido, incapaz de pensar con claridad, y que Cara de Caballo lo había usado sólo como fachada para robar una buena concesión. Cuando empezaron a circular rumores contra «ese condenado noruego», Skjellerup y los tres suecos comprendieron que pronto les tocaría el turno. Antes de que pasara mucho tiempo, Cara de Caballo sería el único propietario de siete buenas concesiones sobre el arroyo Anvil.

¿Por qué se toleraba tan flagrante ilegalidad? Porque el Congreso de Estados Unidos aún se negaba a dar un gobierno sensato a Alaska. La región continuaba marchando a duras penas como Distrito de Alaska, pero nadie sabía qué clase de distrito era, y continuaba maniatada por las viejas leyes territoriales de Oregón, ya anticuadas en el momento de su imposición. Si el Congreso hubiera dicho: «Demos a Alaska las mismas leyes que corresponden a Maine, en el norte», eso habría tenido algún sentido, pues los tipos de suelo y los problemas de ambos eran más o menos similares. Pero equiparar a Alaska con Oregón era ridículo. Oregón era un estado agrícola, con amplias praderas; en Alaska, si alguna planicie existía, probablemente estaba dominada por osos pardos. Oregón había sido poblado por hombres y mujeres temerosos de Dios, que trajeron consigo una puritana dedicación a la vida organizada y al trabajo en las colonias; Alaska, por vagabundos como John Klope, proveniente de una mísera granja de Idaho, y por bandidos como Cara de Caballo Kling, venidos de campamentos mineros improvisados. En otras palabras: Oregón era una zona perfectamente controlada, que aspiraba a convertirse en otro Connecticut cuanto antes, mientras que Alaska estaba condenada a continuar diferenciándose de cualquier otra región estadounidense por tanto tiempo como fuera posible.

Pero había que estar en el lugar para apreciar la verdadera demencia de la vida en Alaska, y no existía para el análisis un laboratorio mejor que Nome. Puesto que las antiguas leyes territoriales de Oregón no tenían en cuenta el establecimiento de ciudades nuevas, como Nome, esa población de crecimiento brusco no podía elegir un gobierno municipal; Y como la ley no mencionaba los servicios de salud, en Nome no se podía autorizar ninguno; la gente de la aldea podía arrojar el agua sucia donde se le antojara. Lo más descabellado de todo era la demencia circular que aún impedía a los tribunales juzgar a los delincuentes. La ley de Oregón establecía con claridad que nadie podía actuar como jurado si no demostraba que había pagado sus impuestos; pero como en Alaska no había gobierno, no se cobraban impuestos. Por lo tanto, no podía haber juicio con jurado, y eso significaba que los tribunales comunes no podían existir. Y este absurdo estado de cosas permitía que delincuentes como Cara de Caballo Kling cometieran sus robos con impunidad. En Alaska se había vuelto realidad la famosa jactancia de los matones de frontera: «No hay tribunal en la tierra que pueda ahorcarme». Las concesiones robadas pertenecían ahora a Cara de Caballo y sus anteriores propietarios no tenían ningún tribunal al cual apelar.

Sin embargo se disponía de otro tipo de justicia. Si un observador imparcial, familiarizado con las fronteras, hubiera estudiado las expropiaciones del arroyo Anvil, tal vez habría advertido: «De todos los hombres a los que se podía despojar en ese rincón de Alaska, esos tres deben de ser los más peligrosos», señalando al obstinado y seguro noruego, al lapón de acero y al imaginativo siberiano, para quienes todo era posible. «Estos hombres han atravesado sin miedo grandes distancias, durmiendo a la intemperie bajo ventiscas de cincuenta grados bajo cero, para salvar a los de Barrow. Resulta muy improbable que permitan a un matón de Nevada privarles de los derechos que se ganaron con esfuerzo. Pero los menos sagaces entre los parroquianos del Segundo Bar observarían: “En Nome no hay leyes”».

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