Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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El 12 de julio de 1899, Cara de Caballo Kling fue hallado muerto a disparos a la entrada de su mina Siete Arriba. Poco después, al sonriente Alegre Magoon se le dijo por lo bajo: «Tú ya no eres el dueño de la Seis Arriba». Nadie descubrió quién había hecho los disparos; en realidad, a nadie le importaba, pues por entonces ya era evidente que Cara de Caballo pretendía quedarse con todas las concesiones, por lo que su muerte no fue lamentada. Y nadie protestó cuando Mikkel Sana, el laborioso lapón, recobró la propiedad de la Seis Arriba, pues ahora todos reconocían que se había ganado holgadamente el derecho a retenerla.

Sin embargo, cuando el siberiano Arkikov trató de volver a la Siete Arriba, se reavivaron las protestas originales y, en una ruidosa asamblea de mineros, se volvió a decretar que ningún ruso podía solicitar una concesión en el arroyo Anvil, con lo cual fue expulsado una vez más.

En esa ocasión, el recio siberiano quedó completamente afligido; una vez más fue de taberna en taberna, tratando de ganar solidaridad y apoyo, pero entonces se echó a rodar un rumor: «Fue el siberiano quien asesinó a Cara de Caballo». Como los mismos hombres que habían aplaudido la muerte del usurpador desaprobaban que fuera un ruso el que hubiera asesinado a un estadounidense, el hombre se convirtió en una especie de descastado. Sus dos socios trataron de consolarle con la promesa de compartir sus ganancias Con él, pero eso no le apaciguó; no dejaba de divagar, asegurando que algo así nunca podía ocurrir en América. Pero como en el fondo era un optimista incorregible, tras desahogar su resentimiento durante varios días, cogió su equipo de exploración y empezó a subir por el valle del río Snake, probando la grava hasta del último tributario. No halló nada. Al acercarse el anochecer del tercer día volvió a Nome, desconsolado y nervioso.

Lo que ocurrió a continuación sólo puede ser apreciado por otro minero. Arkikov tenía sus herramientas de buscador de oro: una criba de cincuenta céntimos y una pala de sesenta; contaba con tiempo de sobra y, por cierto, con su salvaje sed de oro. Puesto que no le quedaban arroyos en donde buscar, contempló la interminable extensión de playa ante él y exclamó, con la determinación de un auténtico minero:

—¡Mí busca en todo el condenado océano!

Y empezó a cribar las arenas del mar de Bering.

Eso ya había ocurrido otras veces. Algunos hombres, al descender por el Mackenzie desde Edmonton, habían buscado oro en todos los arroyos del camino. Otros, próximos a la muerte por inanición, se detenían en las montañas para cribar en un perdido surco de agua. Y ahora el siberiano Arkikov se mostraba dispuesto a cribar todo el mar de Bering. Aunque fuera irracional, para él tenía sentido.

No tuvo que alejarse mucho por la playa desierta, pues en la segunda palada, en medio del sereno crepúsculo, hizo uno de los hallazgos más extraños de la historia minera. En su batea, tras lavar la arena en agua de mar, había oro; no eran sólo partículas, eran reales y relucientes motas de oro.

Sin querer dar crédito a lo que veía, guardó el oro en un cartucho vacío y volvió a cribar. Nuevamente encontró oro. Una y otra vez, casi demencialmente, corrió por la playa, sumergiendo, probando y encontrando siempre oro.

En julio, el crepúsculo se producía a eso de las nueve y media. Durante todo ese anochecer, en el resplandor plateado, mientras el sol jugaba con el horizonte, ese loco siberiano corrió por las playas, hundiendo su pala y cribando la arena; cuando por fin cayó la noche, tenía para contar algo que asombraría al mundo.

Lo susurró primero a sus socios, ante una mesa del Segundo Bar: si ellos habían tenido la lealtad de prometerle participación en su riqueza, él tenía que obrar con reciprocidad:

—No mira. No dice nada. Mí encuentra algo. —Pasó silenciosamente el cartucho a Skjellerup, que lo inspeccionó furtivamente y, después de lanzar un suave silbido, lo entregó a Sana; el lapón no silbó, pero enarcó las cejas.

—¿Dónde? —preguntó Skjellerup, sin cambiar de expresión.

—Playa.

Esos dos mineros de confianza fueron los primeros en enterarse de que las playas de Nome estaban literalmente llenas de oro. Como todos los que seguirían, no lo creyeron. Era obvio que la desgracia había vuelto loco a Arkikov. Sin embargo… allí estaba el oro, limpio y de buena calidad. De algún lado lo había obtenido. Trataron de ablandarle, le instaron a no levantar la voz y, al verle más tranquilo, preguntaron:

—¿De qué arroyo lo sacaste?

Pero al intentar esa táctica recibieron la misma respuesta.

—¿En la playa, dices? ¿Mar? ¿Olas?

—Sí.

—¿Quieres decir que algún minero perdió su bolsa en la playa y tú lo encontraste?

—No.

—¿En qué parte de la playa?

—Toda playa, demonios.

Eso era tan increíble que los dos hombres sugirieron:

—Vamos a nuestras concesiones y conversemos.

Una vez allí, Skjellerup y Sana descubrieron que Arkikov seguía aferrado a su historia de que las playas de Nome, comunes y corrientes, estaban llenas de oro.

—¿En cuántos sitios probaste?

—Muchos, muchos.

—¿Y en todos hallaste oro?

—Sí.

Los dos hombres estudiaron aquello. Aunque interiormente sentían el impulso de rechazar esa información por improbable, el cartucho contenía una considerable cantidad de oro. Skjellerup vertió la mitad en su palma y lo acercó al siberiano, preguntando:

—Si las arenas están llenas de esto ¿por qué ningún otro lo halló?

Arkikov dio la respuesta que explica el misterio de la minería:

—Nadie busca. Mí busca. Mí encuentra.

Ya era medianoche; como el sol saldría a las dos y media, Skjellerup y Sana decidieron permanecer despiertos y salir en cuanto rayara el alba, para verificar el imposible relato de su socio.

—Cada uno debe trabajar lejos de los otros —advirtió el noruego—. Que nadie nos vea cribar. Fingiremos estar recogiendo madera flotante.

Arkikov dijo que no los acompañaría. Estaba cansado por sus días de exploración y necesitaba dormir, además, estaba seguro de que allí había oro.

El 16 de julio de 1899, a las dos y cuarto de la madrugada, el noruego y el lapón abandonaron sus literas para pasearse como al desgaire por las playas de Nome, deteniéndose de vez en cuando para recoger un trozo de madera arrojada por las aguas. A las cinco de la mañana, Lars Skjellerup se sentó en un tronco y se cubrió la cara con las manos, nunca había estado tan cerca del llanto:

—Me alegro mucho por Arkikov. Después de lo que le hicieron…

Sin demostrar emoción alguna, los dos hombres volvieron a sus literas y sacudieron al siberiano:

—Las playas están llenas de oro.

Y él replicó, soñoliento:

—Mí sabe. Mí encuentra.

Esa tarde, después de evaluar muy cuidadosamente qué harían los tres para proteger sus derechos en ese increíble hallazgo, Skjellerup convocó a una asamblea de mineros en la que habló con gran energía:

—Caballeros: todos ustedes conocen a mi socio Arkikov, al que ustedes llaman «ese maldito siberiano». Pues bien: acaba de hacer un descubrimiento que nos hará millonarios a todos. Bueno, tal vez no tanto, pero sí endiabladamente ricos.

»Pero en Nome no hay leyes y no existen antecedentes que podamos aplicar a este estupendo hallazgo. El tamaño acostumbrado para las concesiones no viene al caso. Tendremos que elaborar reglas especiales, y creo que es posible.

A la derecha, un minero levantó la voz con impaciencia:

—¿Qué encontró?

Skjellerup sacó entonces el cartucho de su bolsillo y, sosteniéndolo en la mano derecha, dejó que las partículas de oro, algunas de las cuales había recogido personalmente esa mañana, flotaran en el aire hasta su palma izquierda. Hasta los hombres de los rincones más alejados del Segundo Bar reconocieron aquello: era oro de placer, por el que habían viajado tanto.

—¿Dónde? —Mientras resonaban las voces, los hombres ya se estaban acercando a la puerta para ser los primeros en solicitar los sitios subsidiarios.

—Como he dicho, nunca ha habido un campo aurífero como éste. Necesitamos reglas nuevas. Propongo que cada hombre marque… bueno, digamos diez metros sobre el flanco.

Eso era tan ridículamente pequeño comparado con una normal (quinientos metros a lo largo del arroyo y a través de la corriente, hasta lo alto del primer banco) que los hombres chillaron.

—¡Está bien! —concedió Skjellerup—. Esto es una asamblea organizada y son ustedes quienes fijan las reglas. Es lo correcto. Adelante.

—Como siempre: quinientos metros a lo largo del arroyo y de banco a banco.

—Es que no hay bancos. No hay arroyo.

—¿Dónde diablos es?

—Diles, Arkikov.

Y el sonriente siberiano, mostrando sus blancos dientes, pronunció las palabras inauditas:

—Todo playa. Todo entera, demonios. Mí encuentra.

Antes de que hubiera pronunciado las últimas palabras los hombres salían en estampida de la taberna. Un minuto después sólo quedaban los tres socios y uno de los encargados del bar, el que tenía una pierna coja. Acababa de iniciarse la verdadera carrera del oro en Nome.

La estampida del oro en Nome fue única en muchos sentidos. Como el oro abundaba tanto, los buscadores que habían perdido carreras anteriores tuvieron entonces una segunda oportunidad; les bastaba con excavar en la arena y sacaban diez mil dólares; cuarenta mil si lograban inventar alguna máquina ingeniosa para lavar grandes cantidades de arena con agua de mar e iban camino a convertirse en millonarios. Además, en Nome no haría falta realizar el penoso trabajo que John Klope había tenido que hacer en el improductivo barranco de Eldorado: cavar doce metros, encender fogatas para descongelar el barro helado y subirlo a la superficie; allí se podía salir Por la mañana, probar suerte sin incomodidades durante todo el día y, por la noche, quejarse en las tabernas: «Hoy sólo cribé cuatrocientos dólares».

Pero había una similitud entre los dos históricos hallazgos. Como en el Klondike, Arkikov hizo su descubrimiento tan avanzado el año que, si bien la noticia llegó a Seattle con el último vapor, el mar de Bering se congeló mucho antes que cualquier otro barco pudiera navegar hacia el norte. Por lo tanto, los afortunados que llegaron a Nome antes del congelamiento (y eran relativamente pocos) podrían recoger el oro en libertad desde julio de 1899 hasta junio de 1900. Sin embargo, mientras ellos cribaban, en San Francisco y Seattle se formaba una tremenda aglomeración de aspirantes a mineros, pues por el mundo se había extendido la noticia de que «en Nome las playas están llenas de oro». El puñado de mineros que viajó al sur en ese último barco tenían bolsas y lingotes para demostrarlo. Cuando por fin se fundiera el hielo, al iniciarse el verano de 1900, la población de Nome ascendería en poco tiempo a más de treinta mil personas. Y aún sería una ciudad sin ley.

El río Yukón presentaba también sus problemas, pues el Jos. Parker, en el último viaje aguas arriba antes del congelamiento, llevó consigo la noticia de ese hallazgo sin igual. Aun antes de que el barco amarrara en Dawson, un marinero gritó desde cubierta:

—¡Descubrieron oro en las playas de Nome!

El efecto no fue eléctrico: fue volcánico, pues todos los mineros que se habían perdido el gran hallazgo del Klondike reconocían la necesidad de llegar cuanto antes al siguiente. Transcurrida apenas media hora de ese primer grito había ya una multitud ansiosa agolpada en el puerto, buscando pasaje a Nome. Tal como expresó un viejo minero a Tom Venn, encargado de vender los billetes para el viaje de regreso del Jos. Parker a Saint Michael:

—Se explica, ¿no? En Nome es invierno, igual que aquí, y no hay barco que pueda llegar a Nome desde Seattle hasta el próximo junio. Si puedo viajar en tu barco, tengo todo campo para mí. Esta vez conseguiré una concesión.

Se mostró afligido cuando Tom le dijo:

—No quedan literas, señor. Las últimas se vendieron hace quince minutos.

—¿Y qué puedo hacer? —preguntó el viejo.

—Dormir en cubierta.

—Pues dame un pasaje —replicó el minero, casi gritando.

Con el billete aferrado en la mano, corrió a buscar su rollo de mantas para el largo viaje.

Si todas las literas estaban ya reservadas era porque, a los diez minutos del primer grito, «¡Oro en Nome!», la Yegua belga había convocado a sus diez muchachas:

—¡Preparad el equipaje! ¡Nos vamos a Nome! —Y voló a las oficinas de Venn para reservar once literas. Como las proverbiales ratas cuya partida señala el hundimiento del barco, el hecho de que las belgas abandonaran sus pesebres anunciaba que Dawson estaba condenada. Por dos años había sido la ciudad dorada. Nome la superaría.

Mientras Tom, preocupado, trataba de calcular cuánto espacio más podía vender en la cubierta del Parker, su jefe le dio un buen susto; el señor Pincus era un antiguo empleado de R R, que había manejado sus tiendas en diversos lugares:

—Oportunidades como ésta se presentan una sola vez en la vida, Tom. Voy a embarcar todo lo que tenemos para llevarlo a Nome. Me gustaría obtener antes la autorización del señor Ross, pero el lema de nuestra compañía es: «Si hay que hacerlo, hazlo». Dawson está acabada. Nome, en cambio, tendrá cincuenta mil habitantes dentro de doce meses. —Y preguntó al muchacho, sonriente—: ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —respondió Tom, poniéndose uno.

—Es suficiente. Ya has visto lo que puede suceder en un campo aurífero. Embárcate en el Parker, ve a Saint Michael y traslada tus mercancías hasta Nome. Allí construirás una tienda, una tienda grande, para prestar buenos servicios.

—¿Dice usted…?

—Eso, hijo. O vas tú o voy yo. Y francamente, es más difícil cerrar una tienda que abrir otra. Hago falta aquí. Tú haces falta allá.

Cuando Tom estaba ya temblando, abrumado por la gravedad de la propuesta, el gerente le llamó a su escritorio.

—Un viejo sabio me dio estas balanzas para oro, Tom. Las he usado en tres sitios diferentes. No tienen herrumbre, ¿ves? —El muchacho estudió esos bonitos platillos y el juego de pesas para polvo de oro, sin ver rastros de óxido—. Me refiero a la herrumbre moral, Tom. Creo que esas balanzas nunca han pesado una bolsa fraudulenta. Mantenlas bien pulidas.

La partida del Parker se retrasó por un día, a fin de que casi todo el inventario de la tienda R R de Dawson pudiera ser dispuesto a bordo. Mientras Tom supervisaba el embarque de las valiosas mercancías, de las que ahora sería responsable, corrió la voz de que la Yegua Belga había recuperado el importe de los pasajes al terminar esa primera noche en el puerto, a juzgar por las risitas que se oían en los camarotes reservados por ella.

En un aspecto importante, el retraso fue afortunado, pues al amanecer del segundo día aparecieron tres personas que tenían mucha importancia para Tom. Eran Missy Peckham, Matthew Murphy y, para asombro de Tom, el alto y adusto John Klope. Missy y Murphy buscaban pasaje para embarcarse, pero no tenían dinero, pues las minas no los habían tratado bien. Y como Klope no había hallado oro en el fondo de su pozo, tampoco lo tenía.

Venían a implorar la merced de Tom Venn, el amigo común. Fue Klope quien habló:

—Eres como un hijo para mí, Tom. Te lo ruego como te lo rogaría tu padre, si estuviera hoy aquí: lleva a Missy y a Matt hasta Nome. Bríndales otra oportunidad.

—Tengo que cobrar el pasaje. Son reglas de la empresa.

Hubo un momento desgarrador, pues esos tres que con tanto valor habían luchado, soportando los tormentos de la estampida, no tenían nada que ofrecer a cambio de tanto coraje y tanto esfuerzo. Estaban quebrados, quebrados por completo, y dos de ellos buscaban dinero para escapar. Para Klope parecía no haber ya huida. Estaba encerrado para siempre en su fútil pozo.

—¿Quién te ayuda ahora? —preguntó Tom.

—Sarqaq —respondió él—. La pierna no se le curó nunca. Ya no puede manejar los perros, pero de vez en cuando vende alguno. Sobrevivimos.

Después de estos comentarios al margen, Tom tuvo que dar la mala noticia al trío:

—En el barco sólo hay lugar para uno más.

Matt, sin vacilar, empujó a Missy hacia delante:

—Que sea ella.

Pero Tom tuvo que decir:

—Alguien tiene que pagar su pasaje.

En la discusión siguiente quedaron tres cosas en claro: Missy debía llegar a Nome; Matt la seguiría después, como pudiera, y ninguno de los tres tenía el dinero necesario para el pasaje.

Klope esperó a que alguno de los otros hablara. Luego se llevó a Tom aparte:

—Ella cuidó de ti… al morir tu padre, cuando eras niño, y también en nuestra mina. Ahora te corresponde a ti cuidar de ella. —Y empujó a Tom hacia la mujer con la que su breve vida estaba tan entrelazada.

—Missy —dijo el muchacho con torpeza—, tú has sido más que una madre para mí. Yo pagaré tu pasaje.

Missy aceptó en silencio, pues la dura vida en los campos auríferos había hecho que ya no esperara actos de generosidad. Sin embargo miró a Tom, tratando de murmurar algunas palabras de agradecimiento; al ver que él estaba igualmente azorado, calló.

El viaje debía ser rápido, pues ya se estaba formando el hielo; por ese año no habría más cruces. El capitán Grimm respondió al ver que todos reclamaban prisa:

—Hace dos años todo el mundo tenía mucha prisa por llegar a Dawson. Se me congeló el barco en el Yukón. Este año, todos tienen prisa por salir. Puede que volvamos a quedar varados en el hielo.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó un minero—. ¿Y perder la oportunidad otra vez?

—Iremos a toda marcha, si los pasajeros ayudan a cargar leña en cada escala.

Desde que el Jos. Parker formaba parte de una línea naviera regular, cuando Grimm hacía una escala encontraba siempre un montón de leña reservado para él; de ese modo le era posible navegar a toda marcha. Aun así era una carrera delicada. Tal como tantos capitanes de río habían descubierto en años anteriores, la boca del Yukón solía congelarse por completo cuando los tramos superiores aún estaban abiertos. Ese año logró pasar, pero al pasar del río al mar de Bering vio que la boca se cerraba a popa. Su barco sería el último.

Los pasajeros del Parker fueron los últimos en llegar a Nome antes de que el invierno dejara una gruesa capa de hielo sobre la ciudad. Las playas contenían ahora veinte kilómetros de tiendas de lona, que se extendían hacia el oeste, y otros diecisiete por el este, en dirección al cabo Nome. En algunos lugares, el helado mar de Bering llegaba a diez metros de las tiendas, irguiendo ante ellas sus glaciales montecillos. ¿Cómo sobrevivirían esos pobres hombres a las ventiscas? Eso era lo que se preguntaba Missy, al ver la interminable serie de endebles lonas blancas. Pero al fin se echó a reír: «No es ésa la pregunta. ¿Cómo sobreviviré yo?».

Después de mucho buscar, consiguió un cobertizo en un callejón. Ahora la cuestión era cómo pagar el albergue. La solución se presentó de forma curiosa. Al contemplar el camino frente a su cobertizo, vio que toda la zona estaba rodeada por un glaciar amarillo, cuyo espesor superaba el medio metro, compuesto de orina congelada. Mientras ella observaba aquello, asqueada, unos hombres salieron de las tabernas de Front Street para usar el callejón como letrina.

Missy se enfureció tanto ante esa visión que preguntó al propietario de su cobertizo:

—¿No hay baños públicos en esta ciudad?

Y el hombre respondió:

—No hay nada. Ni baños, ni servicios ni ley de ninguna clase.

—Bueno, ¿no hay un médico?

Él le dio las indicaciones para llegar a un albergue similar a una tienda, donde un joven médico de Seattle luchaba por atender la salud de los habitantes de Nome. La joven irrumpió en la tienda y preguntó:

—¿Sabe usted que el callejón dónde vivo tiene sesenta centímetros de orina congelada?

Y el médico respondió:

—Fíjese en el callejón que pasa por detrás de mi tienda.

Al hacerlo, Missy se encontró con un gran montón de heces humanas.

—¡Buen Dios, doctor! ¡Esta ciudad va a tener grandes problemas!

—Sólo cuando llegue el deshielo —replicó él en tono tranquilizador—. Entonces, por supuesto, la gente morirá de disentería. Y sólo con suerte escaparemos a una epidemia de tifus y difteria.

—Usted necesita mi ayuda, doctor. Puedo ocuparme de las historias clínicas, llevar el inventario de los medicamentos y ayudarle con las mujeres.

El joven apenas ganaba lo suficiente para mantenerse solo, pero las enérgicas súplicas de Missy le convencieron:

—Sólo hasta que llegue mi esposo. Está en Dawson, pero llegará un día de éstos.

De ese modo consiguió un empleo con el que lograría mantenerse hasta la llegada de Matt.

En los primeros días la horrorizó aún más descubrir que los escasos pozos de los que se extraía el agua para beber habían sido excavados de tal modo que hacia ellos podía correr cualquier cosa; además, el río Snake, del cual se tomaba casi toda el agua para la ciudad, también servía de cloaca. Cuando Missy protestó por la situación, el médico dijo:

—¡Y a mí me lo cuenta! Lo descubrí hace tres meses. No me explico cómo no ha muerto ya la mitad de la población. Debemos de estar protegidos por algún milagro, pero no beba una sola gota de agua sin hervirla antes.

Como nadie era responsable de las vías públicas, las calles de Nome eran sentinas congeladas, en cuyos cenagales solía desaparecer algún caballo durante un deshielo momentáneo. El robo era algo común. La Yegua Belga abrió sus prostíbulos en la mismísima calle principal; los niños no iban a la escuela y se abrían tres bares por cada tienda. No estaba muy errado aquel editor de periódicos que proclamaba: «Nome es un infierno sobre la Tierra».

Cuando Missy sólo llevaba una semana allí, tuvo oportunidad de comprobar lo carente de ley que se había vuelto el lugar. Cerca de su cobertizo se arracimaban varias tiendas de lona, cada una ocupada por un hombre. Dado el descubrimiento de oro en la playa, era probable que en cualquiera de ellas hubiese una pequeña bolsa llena del precioso metal. Las bandas de implacables ladrones habían ideado un extraño método para robar ese oro: recorrían los bares hasta detectar a algún minero solitario que volvía a su casa, pero como éstos andaban armados desde la muerte de Cara de Caballo Kling, no le atacaban hasta que se encontraba en su tienda, roncando tranquilamente. Entonces se acercaban sigilosamente, cortaban la lona cerca de su cabeza y metían por el agujero un palo largo con un trapo empapado en cloroformo. Cuando el minero sucumbía a los vapores, los ladrones entraban despreocupadamente y dedicaban diez o quince minutos a revolverlo todo; de ese modo se apoderaban de mucho oro. Ese tipo de asalto era indoloro pues, al despertar, el minero sólo echaba en falta su oro, que podía reemplazar volviendo a las playas.

Durante el episodio del que Missy fue testigo, las cosas salieron mal, pues había dos bandas diferentes trabajando en las tiendas. La primera víctima debió de recibir una dosis de cloroformo insuficiente o tal vez los ladrones se retrasaron, pues el hombre, al despertar, vio que dos desconocidos estaban robando su bolsa y gritó.

Eso despertó a Missy, que salió a tiempo para ver a los ladrones que huían con el oro. Al comprender que la víctima necesitaba ayuda, Missy corrió en busca del médico, el cual adivinó fácilmente lo ocurrido por el olor. Entre ambos hicieron que el minero volviera plenamente a la conciencia.

Mientras el médico-atendía a ese hombre, Missy fue a revisar las otras tiendas. Casi todos los ocupantes estaban aún en los bares, pero una de las tiendas tenía la lona desgarrada; al mirar en su interior, la muchacha vio a un minero inerte en su jergón, con un trapo empapado en cloroformo sobre la cara.

—¡Doctor! ¡Venga! —gritó, instintivamente alarmada.

La multitud que se reunió allí esa fría noche de noviembre, descubrió que el minero había muerto. El alboroto en la primera tienda había asustado al segundo grupo de ladrones, que huyó retirando el largo palo, pero el trapo empapado había caído, cubriendo la nariz y la boca del minero hasta asfixiarlo.

Al volver a su cobertizo, acompañada por el médico, Missy echó el cerrojo a la puerta y plantó una silla contra la ventana.

—Esta ciudad es horrible —dijo, sentándose en la cama, estremecida—. Una tiene que protegerse constantemente.

Sin embargo, una vez sepultado el minero, Missy tuvo oportunidad de inspeccionar mejor Nome. Llegó a la conclusión de que había dos establecimientos bien administrados: los prostíbulos de la Yegua y la tienda de Ross Raglan. Tom Venn, a los dieciséis años, era más maduro que muchos de sus clientes. Estaba dispuesto a comprar casi todo lo que los mineros desahuciados quisieran vender y lo ofrecía a otros a precios decentes. Missy pudo apreciarlo un día de mediados de noviembre en que el muchacho corrió a su cobertizo en busca de ayuda.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Ese idiota que tenía la pequeña tienda antes de que yo instalara R R. ¿A que no adivinas qué hizo?

—¿Robó los fondos?

—Peor. Ese hombre era estúpido. —La condujo a un depósito improvisado de cuya existencia acababa de enterarse. El viento se había llevado el techo, dejando a la intemperie una enorme pila de alimentos enlatados, enviados desde Seattle durante el verano. Las lluvias las habían empapado hasta el punto de desprender las etiquetas—. ¡Míralas! Quinientas o seiscientas latas. Todas de la misma empresa conservera. Todas iguales. Y nadie puede saber qué contienen.

Disgustado, abrió una de ellas al azar:

—Maíz tierno, cerezas, ciruelas, boniatos…

Missy inspeccionó las cuatro latas; en efecto, nada en su exterior las diferenciaba de las otras.

—¿Qué puedo hacer? —gimió Tom. Pero Missy estaba dedicada a probar los contenidos. Chasqueando los labios, aseguró que todas eran deliciosas. Y fue entonces cuando Tom Venn demostró que era capaz de grandes decisiones prácticas. Llevó a su oficina un enorme cuadrado de cartón duro y se dedicó a trabajar en su burda oficina, mientras Missy y un ayudante trasladaban las latas sin etiquetas a la calle, frente a la tienda. Allí construyeron una llamativa pirámide, frente a la cual Tom puso este cartel:

ALIMENTOS DELICIOSOS

CALIDAD GARANTIZADA

IGNORAMOS QUÉ CONTIENE CADA LATA

5 CTVS. c/u

PRUEBE SUERTE

Media hora después, todas las latas habían desaparecido y los habitantes de Nome comentaban lo inteligente que era el muchacho que manejaba la tienda de R R.

Esa solución imaginativa llamó la atención de Lars Skjellerup y otros hombres responsables, que intentaban mantener algún tipo de orden. Pese a su juventud, Tom fue invitado a participar en el grupo de gobierno formado por Skjellerup. El muchacho lo explicó así en una carta en que informaba a sus superiores de Seattle:

Bajo el liderazgo de hombres como Skjellerup, esta ciudad tiene un potencial enorme. Aunque lo de Dawson demuestra que una ciudad aurífera puede venirse abajo en un año, no encuentro similitudes entre ambas. Dawson es un sitio mediterráneo, en el extremo de la ruta canadiense, y no interesa a nadie, salvo a los mineros. Nome es un puerto marítimo, en el cruce de rutas entre Asia y América, que no puede sino prosperar.

Durante un período de buen tiempo viajé en trineo de renos hasta el cabo Príncipe de Gales, desde donde Siberia está a la vista, a sólo noventa kilómetros. Los barcos pequeños navegan con facilidad entre las dos costas y calculo que el tráfico entre ellas se va a multiplicar.

Debo hacer a ustedes una advertencia. Estamos ganando sumas enormes. Llegado junio, cuando cuarenta y cincuenta vapores echen anclas frente a nuestra costa, serán aún mayores. Pero Nome no tiene gobierno alguno ni sistema de prevención de incendios. Bastaría que se incendiara un edificio para que toda la ciudad ardiera. Por lo tanto, mantendré un inventario escaso y remitiré todo el dinero a Seattle en cuanto me sea posible, pues no me extrañaría que un día de éstos mi hermosa tienda desapareciera entre las llamas.

Sin embargo, hay esperanzas de que pronto se nos permita tener gobierno. Se dice que el Congreso está a punto de aprobar una ley por la cual se designan dos jueces para Alaska; en ese caso, uno sería asignado aquí. Espero que entonces esto mejore y nuestra joven ciudad haga grandes progresos.

Al acercarse los últimos días de 1899, los habitantes de Nome, deseosos de cualquier excusa que les permitiera celebrar algo, decidieron organizar una gran fiesta para saludar el nacimiento del siglo XX, aunque los hombres sensatos sabían que eso sólo ocurriría en la medianoche del 31 de diciembre de 1900. Durante los preparativos, Lars Skjellerup aseguró a Tom.

—Se acaban los tiempos de desorden en esta ciudad. En mayo o junio, cuando se rompa el hielo y llegue el juez federal, las cosas empezarán a marchar derecho. Nada de apoderarse de concesiones ajenas.

—¿Tanto puede un juez federal? —preguntó Tom.

Skjellerup se vio obligado a admitir que no lo sabía. Pero conocía a cierto profesor Hale que había sido maestro de escuela. Él debía de saberlo. Era un hombre cadavérico, con una enorme nuez y una voz atronadora, al cual le encantaba dar su opinión sobre cualquier cosa. Fue así que, en la festiva víspera de Navidad, se llevó a cabo una reunión informal en el Segundo Bar, en la que Hale demostró sus amplios conocimientos.

—En el sistema estadounidense, el juez federal es, prácticamente, el mejor funcionario que tenemos.

—¿Mejor que el presidente? —gritó un minero.

Y Hale le espetó:

—En cierto sentido, sí. El juez ocupa su cargo de por vida. Y en la larga historia de nuestra nación nunca se ha encontrado un juez federal corrupto. Cuando todo lo demás fracasa, uno busca justicia en él.

—¿O sea que son responsables sólo ante Washington? —preguntó Skjellerup.

—Son responsables sólo ante Dios. Ni siquiera el presidente puede tocarlos. —Adoptó un aire casi evangélico—. Gracias por invitarme a venir, señores. Dentro de un año, con un juez federal en esta ciudad, no habrá quien reconozca Nome.

Skjellerup y Hale se equivocaban en la conclusión de que el futuro juez sería de la corte federal, pero acertaban al suponer que vendría con plenos poderes. Si era el adecuado, podrían introducir rápidamente Nome en la sociedad civilizada.

—Una cosa es segura —dijo el profesor Hale a Skjellerup—: el juez devolverá la Siete Arriba a su amigo, el siberiano.

Y al terminar el siglo viejo casi todos los habitantes de Nome, exceptuadas las bandas del cloroformo, estaban dispuestos a dar la bienvenida al poderoso juez. Estaban bien dispuestos y hasta ansiosos por tener reglas honradas, pues ya estaban hartos de la anarquía.

Nome había celebrado el Año Nuevo sólo tres veces. En 1897, la población entera, compuesta por tres mineros fracasados, se había reunido en una gélida tienda de lona para compartir una única botella de cerveza. Al comenzar 1898, sus habitantes volvieron a reunirse en pleno (catorce personas, hombres todos) para celebrar con whisky y disparos de pistola. Cuando se inició 1899, a punto de descubrirse oro en la playa, una población mixta compuesta por más de cuatrocientas personas se lo pasó estupendamente, cantando en diversos idiomas; allí estaban también los pioneros, a los que conocían por los apodos de «los tres suecos de la suerte» y «el equipo de Lars Skjellerup».

Pero al terminar ese nuevo diciembre, los tres mil habitantes de Nome, conscientes de que esa cifra iba a cambiar muy pronto para ascender a más de treinta mil, sacaron sus reservas de whisky escondidas en las grandes cajas que les servían de sótanos. Claro que allí era imposible tener sótanos de verdad porque el Permafrost no lo permitía.

En el último día de lo que, por insistencia de todos, era el siglo moribundo, uno de los empleados de Tom Venn observó:

—Todo el mundo dice que Nome tendrá pronto veinte o treinta mil personas más. ¿Cómo lo saben? Si hasta aquí no llegan las noticias, ¿cómo es Posible que salgan de aquí?

Tom se puso a la defensiva.

—Nadie lo sabe con certeza, pero si quieres saber cómo hice mi cálculo, escucha. Cuando la noticia de que había oro en estas playas llegó a Dawson City, nuestro barco, el Parker, estaba a punto de zarpar con dieciséis pasajeros. Media hora después teníamos más de cien. Y cuando zarpó llevaba casi doscientas personas a bordo. Creo que habríamos podido recoger cincuenta más en Circle y otras cincuenta en Fuerte Yukón, si hubiéramos tenido capacidad. ¡La gente dormía de pie!

—¿Y qué significa eso? —preguntó el empleado.

—Significa que harías bien en terminar esa suma, pues siento en los huesos que, en este mismo instante, Seattle y San Francisco están llenos de gente que arde por llegar a Nome.

Por diversas razones, el hallazgo de oro en Nome era triplemente atractivo. El metal estaba en suelo estadounidense, no en territorio del Canadá. El minero podía llegar hasta allí en un vapor cómodo, igual a los que hacían el viaje a Europa. Y al desembarcar, según se pensaba, no tenía más que cribar arena y llevarse los lingotes de oro a su casa. Eso era prospección de lujo. Y había un último atractivo: todo el que hubiera perdido las estampidas anteriores hacia Colorado, Australia y el Yukón podía encontrar compensación en Nome.

La cosa tenía sus contratiempos. Como el hielo grueso apresaba el mar de Bering en fecha temprana y con firmeza, los barcos sólo podían navegar desde junio hasta septiembre, y eso con grave riesgo, pues la ciudad no tenía instalaciones portuarias ni podía tenerlas. Además, las horas de luz disponibles para buscar oro oscilaban radicalmente a lo largo del año: cuatro en invierno, veintidós en verano. Y como esas interminables noches de invierno podían ser terribles, la gente de Nome recibía de buen grado cualquier cosa que sirviera de distracción, como el comienzo de un año nuevo.

Al ponerse el sol, a las dos de la tarde del día 31, los ciudadanos comenzaron a reunirse en los bares. En el Segundo Bar, Lars Skjellerup aseguró a todos que ocurrirían tres cosas:

—El Congreso aprobará la ley que nos concede un gobierno. Tendremos un buen juez. Y el oro de la playa no se acabará nunca, porque todavía hay más a cinco y a diez metros de profundidad. Cada tormenta pone al descubierto nuevas concentraciones.

Sus oyentes pasaron gran parte de la tarde discutiendo cómo llegaba el oro a las playas de Nome, pues eso no había ocurrido en ningún otro lugar de la Tierra. Un minero que había recogido una pequeña fortuna dijo:

—El mar de Bering está lleno de oro. El oleaje lo trae hacia aquí.

Otro razonó:

—Hay un pequeño volcán a quince kilómetros, bajo las olas, que vomita oro regularmente.

Otros aseguraban que, en tiempos pasados, un río de lava había surgido de un volcán continental, ya desaparecido, depositando su oro a medida que la roca se pulverizaba en el mar. Arkikov tenía otra idea, que expresó con dificultad, mediante un abundante uso de las manos; para él, ese oro no se diferenciaba del que había en el Yukón.

—Muchos años… río pequeño… pasa rocas con oro. Muchos años… oro lavado, libre… llega playa… mí encuentra… mí sabe.

Pero esas palabras entrecortadas no pudieron convencer siquiera a sus propios socios, cada uno de los cuales tenía su propia teoría, a cuál más absurda. El oro de Nome era común en todos los aspectos, salvo en un detalle: el sitio al que iba a parar… y su abundancia.

Cuando Tom Venn se sumó a las celebraciones, después de cerrar su tienda por lo que restaba del año, alguien gritó:

—Un brindis por el benefactor de Nome. —Y los hombres le vitorearon.

—¿Qué hizo este jovencito? —preguntó un minero que había llegado en noviembre, caminando desde el río Koyukuk, después de mucho excavar sin resultado.

Y otro le contó lo de las latas que Tom había vendido por cinco céntimos cada una.

—Éste será el John Wanamaker de Nome.

Un minuto antes de medianoche, el banquero subió al mostrador y sacó su reloj:

—Contaremos los segundos para dar la bienvenida al mejor siglo que Nome tendrá jamás. Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres, cuarenta y dos…

Cuando llegaron a diez, todos los del bar estaban gritando al unísono, al amanecer el año nuevo, los hombres besaron a cuanta mujer cayó bajo sus ojos y descargaron palmadas contra la espalda de los nuevos amigos. Tom Venn buscó a Missy Peckham y la besó con fervor.

—Desde mil ochocientos noventa y tres quería hacer esto.

Y Missy dijo:

—Ya era hora.

En los tres largos meses que siguieron a la celebración, Nome entró en su hibernación anual, pues la vida en un gélido campamento minero era increíblemente monótona. Hasta Tom Venn, que prefería esa ciudad antes que Dawson, notaba sus desventajas y estaba dispuesto a analizarlas con sus clientes:

—Está más al norte. Los días son más breves. En Dawson no existe este viento que sopla desde el mar. Nome tiene muchos inconvenientes, pero ¡es su empuje lo que me gusta!

Las cosas que las gentes de Nome ideaban para entretenerse eran ingeniosas, pero había dos diversiones especialmente apreciadas. Aunque el profesor Hale nunca había enseñado más allá del séptimo grado, le convencieron para que ofreciera lecturas de Shakespeare. En algún salón lleno de mineros, el profesor ocupaba una silla puesta sobre un estrado; vestía una especie de toga que le llegaba a los pies y tenía a mano un gran vaso de whisky para mantener la voz lubricada; en tonos potentes, leía en voz alta las obras más conocidas del dramaturgo.

Él hacía todos los papeles y todas las voces. Amaba tanto a Shakespeare que, cuando la acción se aceleraba o cuando llegaba a uno de sus fragmentos favoritos, abandonaba la silla para pasearse por el estrado, gritando las palabras hasta despertar ecos en el salón lleno de humo. Cuando debía representar a Lady Macbeth o a cualquiera de las otras heroínas, manipulaba su toga y hablaba en voz aguda y quejumbrosa, de modo tal que se convertía en una asesina perturbada o en la enamorada Julieta. En verdad, era tan divertido escuchar al profesor Hale que, al terminar el ciclo de obras, los mineros insistieron para que las repitiera, pero él se negó. En cambio anunció una velada especial en la que recitaría, «en voz sonora, los inmortales sonetos del Bardo de Avon».

Cuando salió al estrado, el salón estaba a reventar. Los que se habían sentado delante notaron que, además de un delgado volumen de sonetos, tenía consigo un vaso mucho más grande que el de costumbre.

—No estoy en absoluto seguro, damas y caballeros, de hacer estos sonetos tan interesantes como las obras, puesto que debo leerlos con el mismo tono de voz. Pero créanme ustedes que, si fracaso, la falla será mía y no de Shakespeare.

Aún no había llegado a los grandes sonetos, los de versos resonantes cuando empezó a leer algunos como si los balbuceara una muchacha joven: otros, un anciano o un guerrero. Cuando llegó a los doce últimos, con el vaso ya casi vacío y el público arrebatado por su torrente de palabras, se dejó ir por completo; leía como si esos sonetos fueran los más poderosos y dramáticos de los escritos por el Bardo. Gritaba, adoptaba distintas posturas, se lanzaba hacia delante y retrocedía sigilosamente, siempre emitiendo esa voz potente que apasionaba a sus oyentes. Rara vez habían recibido esos sonetos una interpretación tan entusiasta.

La segunda recreación valorada era la danza esquimal, un acontecimiento extraño, casi onírico, inventado como reacción a una de las características más importantes de Alaska.

Durante la mayor parte de su historia reciente, Alaska padecía el problema de que los hombres llegaban a ese distrito sin mujeres. Ocurrió con los mercaderes rusos, que acudieron en cantidad, pero sin compañeras; con los exploradores de occidente, que recorrieron el mar por años enteros, sin ver mujeres de su propia raza, y con la llegada de los balleneros de Nueva Inglaterra, también solos. Más recientemente, los buscadores de oro invadían la zona en proporción de cuarenta o cincuenta hombres por cada mujer.

Como consecuencia, la historia de Alaska ha tenido que centrarse en la amistad entre hombres: su lealtad, sus tragedias, sus triunfos al concluir actos increíblemente heroicos. Cuando aparecía alguna señora en estos episodios tan estructurados, generalmente se trataba de prostitutas o de nativas ya casadas con un esquimal, un aleuta o un atapasco. En los campamentos mineros, donde se concentraban muchos hombres, se creó el rito del baile nocturno. Allí, los hombres deseosos de entretenimiento y de tratar con mujeres, aunque fuera en las condiciones más extrañas, contrataban a uno o dos violinistas (casi siempre nativos que habían adquirido alguna habilidad) y se anunciaba un baile.

Entrada: Hombres, un dólar. Mujeres, gratis

En la zona había, quizás, una sola mujer blanca, que se ponía su mejor vestido y debía bailar con cada uno de los concurrentes. El resto de ellas, en número de ocho o nueve, eran nativas de cualquier edad, de trece a cincuenta. Llegaban tímidamente, casi siempre cuando el violinista ya llevaba un buen rato de actuación; entraban discretamente y se quedaban contra la pared, sin sonreír ni mirar a ningún blanco en particular.

Cuando tomaban más confianza, una de las mujeres se apartaba del muro e iniciaba una danza monótona, moviéndose de arriba abajo, y meneando los hombros. Al cabo de un momento se adelantaba un minero y se ponía frente a ella, sin tocarla, para efectuar su propia interpretación de la danza. Así se movían ambos hasta que la música cesaba.

Una vez roto el hielo y la expresión es adecuada, pues la temperatura exterior podía ser de treinta y cinco grados bajo cero otras mujeres comenzaban a bailar, cada una a su modo, siempre como soñando, y otros hombres formaban parejas con ella, siempre sin tocarse y sin hablar. Como ellas no se quitaban más de un par de prendas, parecían animalitos peludos y redondos; algunas acentuaban esa impresión bailando con un bebé atado a la espalda. No tenía importancia, pues los mineros solitarios iban al baile para ver mujeres, en su mayoría, no bailaban, se limitaban a mirar, pues pertenecían a ese tipo de personas para quienes tratar con prostitutas es inconcebible y participar del baile, improbable; en casos extremos es algo que está completamente fuera de cuestión. Esos hombres necesitaban desesperadamente recordar cómo eran las mujeres y pagaban con gusto por ese privilegio.

A eso de las once, los violinistas dejaban de tocar y el silencio colmaba el salón. Entonces las nativas se iban de una en una, después de recibir un dólar por cabeza por la actuación de la noche. En general, ningún hombre les había dirigido la palabra; no reían con ellas ni las tocaban siquiera en el brazo. Era costumbre que, al terminar el baile, las mujeres fueran acompañadas de vuelta al hogar por sus compañeros, que esperaban fuera y les confiscaban el dólar para cubrir las necesidades de la familia.

Ésa era la famosa danza esquimal, curioso símbolo de la soledad masculina y la sed de trato con otros seres humanos. Existía casi por necesidad, porque los hombres insistían en viajar al Ártico sin sus mujeres.

En Nome, el baile tenía una peculiaridad que ocasionó algunas dificultades a Missy Peckham, mujercita blanca y atractiva con quien los mineros querían bailar a la manera estadounidense. Resultaba halagador que los hombres, tanto los jóvenes como los maduros, formaran fila ante ella al comenzar cada pieza; pero eso también tenía sus inconvenientes pues en el curso de cualquier velada, Missy recibía tres o cuatro invitaciones para trasladarse al alojamiento de uno u otro minero. Constantemente se veía obligada a explicar que Murphy, su compañero, llegaría a Dawson en cualquier momento. Eso provocaba diversión entre sus pretendientes:

«¿Cómo va a llegar desde el Yukón? ¿Nadando? —Señalaban que Murphy, si en verdad existía, no podía llegar antes del deshielo de junio, cuando se reanudara la navegación; entonces ¿por qué desperdiciar el invierno?».

Ella repetía que su hombre podía llegar en cualquier momento:

—Sobrevivió en el río Mackenzie, en el Canadá, que es mucho peor que el Yukón.

Como Penélope, se resistía a los pretendientes que la acosaban, sin apartarse de su convicción: un día de ésos su Ulises, de un modo u otro, se reuniría con ella en Nome. Lo que no sabía era por qué medio. Y si alguien le hubiera susurrado cuál era el plan de Matt, ella habría opinado que era un proyecto completamente descabellado.

Cuando el jos. Parker, último barco en partir de Dawson hacia Nome, zarpó llevándose a Missy Peckham, Matt Murphy quedó varado en la costa, con varias opciones muy poco atractivas para reunirse con su amiga en la ciudad «en cuya playa se recogen pepitas de oro como huevos de paloma». Podía aguardar nueve meses hasta que el Yukón se deshelara y tomar el primer barco que hiciera el trayecto, pero por entonces las concesiones buenas estarían ocupadas. Podía asociarse con un grupo de hombres que tratara de llegar a pie, pero él era un irlandés independiente y no le gustaban las aventuras en grupo. Y para intentarlo solo necesitaba comprar un tiro de perros, un trineo y carne suficiente para alimentar a los perros durante dos meses, mientras cubrían ese recorrido de mil seiscientos kilómetros.

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