Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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De una manera paradójica, los cuatro días de viaje valieron la pena, porque a su interrogatorio no asistió sólo el hombre del Departamento de justicia, sino dos agentes locales del FBI y un experto del gobierno de Alaska. Cuando vio al grupo sentado al otro lado de la mesa, comenzó a sudar, pero el hombre de Washington se dio cuenta y tomó una actitud claramente tranquilizadora:

—Señor Keeler, queremos interrogarle sobre algunos asuntos feos, pero le aseguramos desde ahora mismo que no estamos interesados personalmente en usted. Sus antecedentes, al menos según lo averiguado por estos señores del FBI, son impecables; le felicitamos por eso.

Y se estiró para estrechar la mano de Jeb, que estaba bochornosamente húmeda.

—Señor Keeler —comenzó el funcionario de Alaska—, ¿qué sabe usted de la Vertiente Norte?

—He trabajado mucho por allí: en Prudhoe Bay, para las empresas petroleras… en Cabo Desolación y su empresa local… De vez en cuando trabajo para la gran corporación nativa, pero como ustedes saben, es Poley Markham quien maneja casi todos sus asuntos.

—Lo sabemos —dijo el hombre de Washington, en tono casi amenazante—. Pero, ¿alguna vez hizo algún trabajo jurídico, por ejemplo, redactar contratos comerciales, para la administración de la Vertiente Norte?

—No. Sólo para la corporación grande y sus pequeñas satélites. Para esa administración, nunca.

Se refería a un fenómeno de Alaska, una comunidad vasta y desierta, más grande que el estado de Minnesota, pero con una población que no alcanzaba las ocho mil almas. También tenía un ingreso próximo a los ochocientos millones de dólares en concepto de impuestos pagados por las compañías petroleras de Prhudhoe Bay; es decir: alrededor de cien mil dólares en efectivo por cada habitante del área: hombre, mujer o niño.

—Esos súbitos ingresos de dinero tientan a la gente a hacer cosas descabelladas —dijo uno de los hombres del FBI. De una página escrita a máquina leyó algunos de los casos más malolientes, en los que una inesperada riqueza había inducido a los funcionarios locales a una conducta extraña—: Una vía subterránea con calefacción para proteger tuberías de servicios públicos; coste proyectado, cien millones; coste final, trescientos cincuenta; coste real en Oregón, digamos, once millones. Nueva escuela secundaria: coste proyectado, veinticuatro millones…

—De eso estoy enterado —interrumpió Jeb—. El coste final fue de setenta y un millones.

—Se equivoca —objetó el del FBI—. Aún no está terminado. Puede llegar a ochenta y cuatro millones.

—¿Cuánto costaría en Los cuarenta y ocho de abajo? —preguntó Jeb.

—Hicimos que algunas empresas constructoras de escuelas viajaran desde California. Presupuestaron tres millones doscientos mil.

Entonces intervino el funcionario de Alaska:

—En California, sí. Pero que traten de construirla en la Vertiente Norte, donde es preciso traer hasta el último clavo por barcaza o avión.

El del FBI inclinó la cabeza.

—Los constructores de California dijeron lo mismo. Entonces les pregunté cuánto habría costado la escuela en Barrow. Y dijeron: «Entre veinticuatro y veintiséis millones».

El hombre de Washington gruñó:

—Ése era el cálculo original, el que se elevó a ochenta y cuatro.

Disgustado, pidió al hombre del FBI que no continuara enumerando horrores. En cambio tomó una hoja de papel y garabateó algo. Después lo pasó a Jeb, con la escritura hacia abajo.

—Además de los ochocientos millones de dólares recibidos por impuestos, que han gastado, ¿cuánto cree que esos soñadores pidieron prestados a los mercados financieros de Nueva York y Boston? Eso lo gastaron también, y ahora tienen una deuda enorme.

Jeb estudió el asunto. Por lo que sabía sobre la generosidad de los acuerdos municipales, llegó a la conclusión de que la deuda debía de igualar la mitad de los ingresos.

—Tal vez la mitad de los ochocientos millones. Pueden ser cuatrocientos millones, en bonos vendidos por los bancos del Este.

—Mire el papel —indicó el hombre del gobierno.

Al darle la vuelta, Jeb vio una cifra descomunal: 1 200 000 000.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¡Más de mil millones de dólares! ¿Cómo pudieron unos cuantos esquimales, que nunca fueron a la universidad…?

Entonces, el interrogatorio se tornó breve, seco y brutal:

—¿Sabe usted de alguna complicación que Poley Markham haya tenido con la administración de la Vertiente Norte?

—Él tiene participación en todo lo que se hace en Alaska.

—¿Fue él quien dispuso esta emisión de bonos?

—Él ayuda a todas las corporaciones con sus préstamos.

—¿Posee Markham alguna de las empresas contratistas que obtuvieron los trabajos grandes?

—No creo que haya invertido nunca en empresas ajenas. Actúa por su cuenta.

—En su opinión, ¿Poley Markham es corrupto?

—En mi opinión, es uno de los hombres más honrados que he conocido. Con frecuencia salgo a cazar con él. En el hielo o en la montaña es donde se revela el carácter de un hombre.

—¿Qué diría si le reveláramos que Poley Markham ha recibido más de veinte millones de dólares en concepto de honorarios por trabajos hechos en Alaska?

—Lo creería. Y apostaría a que tiene recibos firmados por toda esa suma. Hace años me dijo que aquí el dinero corría como agua y que se le podía recoger honradamente.

—¿Cree usted que se ganó honradamente su parte?

—Sí, señor. Hasta donde yo sé, estoy seguro.

Los hombres le agradecieron esas respuestas y reiteraron que él, por su parte, no estaba bajo investigación.

—No tenemos pruebas firmes de que se haya hecho algo malo. Y confieso que no hemos encontrado nada contra su amigo Markham. Pero cuando hay dos mil millones de dólares flotando por ahí, tenemos que buscar dedos pegajosos.

Esa noche, al llegar a su apartamento de Anchorage, Jeb rastreó a Poley hasta un club campestre de Arizona.

—El FBI te está investigando muy en serio, Poley.

—Vinieron aquí a interrogarme. Y la cosa no es contra mí. Investigan esa increíble maniobra de la Vertiente Norte. Ocho mil esquimales que han gastado dos mil millones de dólares, en total.

Por un momento, Jeb se imaginó a los nativos de Desolation. No lograba ver en esos cazadores, que vivían junto al mar helado, a unos grandes deudores. Luego se acordó de Poley.

—¿Tú no tienes nada que ver con este desastre?

—Todo el dinero que gané, Jeb, lo cobré en cheques… por honorarios legalmente documentados.

—Eso es lo que le dije al de Washington.

—¿Un pelirrojo con gafas?

—Ése.

—Cuando se fue de aquí no estaba convencido. Y sospecho que tú tampoco le convenciste. Pero no hallará nada contra mí. —Hubo un momento de silencio. Luego Poley añadió—: naturalmente, recomendé a mis amigos de California y Arizona para los contratos gordos. Pero ellos no me pagaron nada, Jeb. No recibí comisiones. Nadie me construyó un albergue de caza en las montañas.

—¡Pero dos mil millones de dólares! Ahí tiene que haber algo sucio, Poley.

—¿Has hecho tú algo sucio? No. ¿Y nuestro amigo Afanasi? Nunca. ¿Y yo? En la vida. Participé de todo, como bien sabes. Pero ya recordarás mi regla de oro: «Donde haya en juego siquiera ocho céntimos, deja un reguero de recibos de un kilómetro».

—Los federales me dijeron que le habían seguido el rastro a más de veinte millones de dólares en recibos.

Y Poley rió:

—Yo no actúo de otro modo.

—Eso es lo que les dije —reconoció Jeb.

Como Poley Markham tenía que viajar a la Vertiente Norte para prestar apoyo a sus clientes durante la investigación del FBI, se detuvo en Anchorage para verificar lo que Jeb hubiera dicho a los investigadores en el interrogatorio llevado a cabo en Juneau. Cuando llegó al apartamento de Jeb había alboroto en la televisión de Alaska. Giovanni Spada, del Centro de Maremotos de Palmer, acababa de anunciar que el volcán Qugang, frente a la costa de Lapak, en las islas Aleutianas, había entrado en erupción, despidiendo enormes nubes de ceniza que se dirigían hacia Anchorage. «Sin embargo, la distancia es tan grande que la mayor parte del polvo se disipará antes de llegar a la zona de Anchorage».

Sin embargo, al caer la tarde había una nube de ceniza en el aire. Poley sugirió:

—Salgamos de aquí. Un guía me dijo que había algunas cabras montañesas en una costa del Pacífico, justo al norte de las tierras del gobierno en la bahía del Glaciar.

Prepararon el equipo, alquilaron un avión de cuatro plazas y volaron a una zona que pocos habían visto. Allí, en un aire tan límpido que hasta una gota de lluvia parecía intrusa, caminaron hasta ver, bastante más abajo, tres machos de bellas cornamentas.

Poley se dio una palmada en el muslo.

—Por fin hemos tenido suerte. Esta vez están debajo de nosotros, no arriba. Si descendemos con cautela podrías cazar una de esas bellezas. —Pero al inspeccionar lo empinado de la cuesta cambió de planes—. Seguro que caerán algunas piedras. Y si es así los asustaremos. Es mejor esperar a que vengan hacia nosotros.

La decisión resultó acertada, pues las cabras fueron ascendiendo gradualmente, pero con tanta lentitud que los dos hombres tuvieron que esperar casi una hora. Durante ese rato discutieron en susurros el problema crucial que gobernaba los asuntos de Alaska en esos momentos. Y otro mucho más importante, que llegaría a su culminación en 1991. Sobre el primero, Poley dijo:

—¿No es curioso? Los dos estados que más se rechazan mutuamente son los dos más parecidos.

Jeb le preguntó a qué se refería.

—Alaska y Texas. Cuando pedimos gente experimentada para que viniera a ayudarnos con nuestro petróleo, dos de cada tres venían de Texas. Y creo que la mitad de nuestros habitantes afincados son texanos que se quedaron aquí. —Jeb reflexionó sobre eso y dijo:

—En Fairbanks hay muchos, sí.

—Y como en Texas, aquí no se oye decir nada malo de la OPEP. Nos conviene que esos árabes mantengan el precio del petróleo lo más alto posible. Ellos nos hacen el trabajo.

Pero ambos estaban de acuerdo en que, con la desastrosa caída de los precios, los tiempos gloriosos de Alaska estaban a punto de concluir, tal como parecían estar declinando en Texas.

—Tuvimos suerte de llegar cuando lo hicimos, Jeb. Espero que hayas ahorrado dinero, porque en 1991 habrá oportunidades como nunca has imaginado. El hombre prudente que tenga ocho o diez millones disponibles podrá comprar una gran parte de este maravilloso estado. Yo no veo la hora de hacerlo.

—¿Cuándo las restricciones de la Ley de Concesiones lleguen a su fin?

—Sí.

Sólo otro alaskano habría podido apreciar lo inquietante del comentario de Poley. Significaba que había rastreado las operaciones de las trece grandes corporaciones nativas, las que en verdad poseían la tierra, y sabía que muchas de ellas estaban en un desastroso estado financiero. Por lo tanto, sus propietarios nativos tendrían que venderlas a los blancos de Seattle, Los Ángeles y Denver que tuvieran dinero suficiente para comprarlas. Y ellos podrían ganar una fortuna si administraban inteligentemente ese suelo. Desde luego, eso significaba que los esquimales bien intencionados, como Vladimir Afanasi, corrían peligro de perder las tierras de las que sus antepasados habían dependido por miles de años. Jeb, que veía en Afanasi la salvación de Alaska, se preocupó, pero Poley le tranquilizó:

—Creo que la corporación de la Vertiente Norte es una de las que puede sobrevivir. Pese a la enorme deuda y a la caída de los precios petroleros, hemos construido allí estructuras sociales y políticas muy sólidas. En cuanto a las otras doce, tengo buenos motivos para creer que cinco, al menos, están condenadas. Ésas son las que tomaremos.

Entonces, en esa solitaria ladera que miraba al Pacífico, se rompieron los lazos que unían a los dos amigos. Jeb Keeler, pese a la desilusión de haber perdido a Kendra Scott, había llegado a amar sinceramente Alaska, en la que veía una mezcla única de advenedizos blancos como él y nativos de siempre, como los esquimales, los atapascos y los tlingits para los que trabajaba. Quería que esos grupos coexistieran en armonía, según dijo a Poley, para desarrollar juntos esa tierra de maravillas, para vender sus recursos naturales a países como Japón y China, a cambio de productos elaborados. Específicamente, deseaba que los nativos retuvieran la propiedad de la tierra, para que pudieran, a voluntad, continuar con su estilo de vida. Y cuando manifestó esa conclusión se puso al otro lado de las ambiciones de Poley Markham, quien reveló sus planes con pasmosa claridad.

—Yo no veo las cosas de ese modo. En absoluto, Jeb. Los nativos no pueden administrar sus propias tierras en este mundo moderno de aviones, motonieves y coches, por no mencionar los supermercados y los televisores. Incluso las seis o siete corporaciones que son viables hoy, se marchitarán hacia fines de este siglo. Y los hombres como yo estaremos pendientes.

Jeb pasó algunos momentos cavilando sobre esa sombría predicción. Tenía que reconocer que la tragedia era probable, pero antes de que pudiera hacer un comentario Poley añadió una revelación, descubriendo lo maquiavélico de su carácter:

—¿Por qué supones que he trabajado tanto con esas corporaciones? No fue por el dinero… al menos, después de haber consolidado mis reservas. Quería conocer la capacidad de cada una, dónde estaban las tierras buenas, cuál era la probabilidad de colapso. Porque desde el primer día me di cuenta de que la descabellada organización establecida por el Congreso no sobreviviría a este siglo. Y eso significaba que las tierras tendrían que llegar a manos de hombres como tú o como yo.

—A las mías, no —aseguró Jeb—. Pienso ayudar a los nativos para que pidan al Congreso una prolongación, más allá de 1991. No permitiremos que las tierras les sean arrebatadas a los esquimales ni a los indios.

Poley se echó atrás para estudiar a ese joven, al que había dado su amistad de tantas maneras, introduciéndole en la fraternidad de expertos de Los cuarenta y ocho de abajo, los que sabían lo que estaba ocurriendo en Alaska.

No podía creer lo que Jeb estaba diciendo:

—Si vas por ese camino, hijo, tú y yo cruzaremos espadas.

—Lo veo venir, Poley. Yo quiero que Alaska siga siendo única, una moderna tierra de maravillas. Tú quieres convertirla en otra California.

—Acéptalo, hijo. —Al utilizar esa palabra, la que había empleado años antes, en el norte de Canadá, hizo que la separación entre ambos se hiciera más evidente—. ¿Qué es Anchorage, sino una San Diego del norte?

—A Anchorage puedo renunciar —reconoció Jeb—. Pero el resto tiene que ser protegido de hombres como tú, viejo amigo.

Poley rió:

—Imposible. El próximo censo mostrará que Anchorage tiene más del cincuenta por ciento de la población. Entonces sus representantes irán en tropel a Juneau y comenzarán a aprobar leyes para poner a este estado dentro del mundo moderno. Probablemente trasladen la capital a Anchorage, donde debería haber estado desde hace tiempo.

—Cuanto más hablas, Poley, más me doy cuenta de que tendré que combatir contra casi todo lo que tratas de hacer.

Si los dos cazadores hubieran tenido la radio encendida, habrían escuchado una urgente transmisión de Giovanni Spada, enviada a todas las naciones que bordeaban el Pacífico Norte:

—Esto es un alerta de tsunami. Repito: alerta de tsunami. Se ha producido un gran terremoto submarino cerca de la isla de Lapak, en la cadena de las Aleutianas, con un registro de ocho punto cuatro en la escala de Richter. Se advierte a todas las zonas costeras que una ola…

En vez de oír esa advertencia, que habría podido influir en sus decisiones con respecto a esa costa vulnerable, se mantenían atentos a las cabras, que se estaban comportando tal como Poley había previsto. Pero antes de iniciar las etapas finales de la cacería, Poley quiso allanar las diferencias políticas que habían brotado entre ellos y cambió completamente de tema.

—¿Sabes, Jeb, que tu cabra montañesa no es una cabra? Es un antílope al que se ha dado el nombre equivocado.

Jeb, sorprendido, se volvió hacia su futuro adversario:

—No lo sabía. —Por algunos segundos analizó esa extraña novedad—. Supongamos que hubieran llamado a la cabra «antílope de las nieves» o «antílope ártico». Sería doblemente atractivo.

—Para mí no —gruñó Poley—. Me gustan las cosas simples y honradas. —Entonces se convirtió en el implacable director de la cacería, papel para el que estaba predestinado—. Tienes que derribar a una en cuanto aparezcan por allí. Si dejas que se sitúen por encima de nosotros, dalas por perdidas.

Jeb, que había perdido cinco o seis cabras siguiendo sus propias tácticas, se deslizó silenciosamente por el lado protegido del barranco, tomando precauciones para no ser visto por las cabras que se acercaban. Cuando se hubo acomodado de modo que podría interceptarlas en cuanto subieran por el lado opuesto, comprendió que sólo podría disparar una vez, contra aquel de los tres machos que asomara primero la cabeza sobre la línea del horizonte. Miró hacia atrás, buscando la confirmación de Poley, y se sintió gratificado al verle formar un círculo con el pulgar y el índice derechos. Todo estaba preparado; era la mejor oportunidad que Jeb tendría en su vida de cazar el último de sus ocho grandes.

Contuvo el aliento, esperando que apareciera una de las cabras. Entonces experimentó el gran júbilo de ver un macho cabrío, blanco níveo y con perfectos cuernos negros que emergía en la cresta del barranco y se detenía allí por un momento.

—¡Dispara, por el amor de Dios! —susurró Poley para sus adentros, temiendo de que el menor sonido pudiera ahuyentar a la cabra. Un momento después tuvo el alivio de escuchar el eco de la escopeta. La cabra dio un brinco hacia delante, estremecida, y cayó hacia atrás, perdiéndose de vista para Jeb, al otro lado del barranco.

Pero Poley, desde más arriba, vio con toda claridad que la cabra muerta había caído muy abajo.

—¡Jeb! —gritó—. La mataste, pero está abajo, en el desfiladero. Ve a buscarla. Yo iniciaré el descenso con el equipo.

Jeb bajó hacia donde había visto por última vez a la cabra, llevando su arma, pero Poley volvió a gritar:

—Deja tu escopeta; yo la llevaré. Está bastante abajo.

Al divisar el sitio en que había caído la cabra, el joven apreció la prudencia de ese consejo y apoyó el arma contra una roca, donde Poley pudiera verle con facilidad. Casi como si los dos estuvieran atados por bandas invisibles, comenzaron a descender juntos. Poley, desde su punto de observación hacia el sitio donde descansaba el arma; Jeb, desde el arma hasta el lugar donde había caído la cabra.

Mientras bajaba en ese triunfal desfile, Jeb no apartaba los ojos del magnífico espécimen. Pero Poley, desde el sitio más elevado, podía ver la escena completa: el océano Pacífico a poca distancia, los dos promontorios marcando el comienzo del pequeño fiordo, las empinadas laderas en que los tres machos cabríos habían estado explorando y la bahía hacia la que Jeb descendía para cobrar su presa. Era casi un artístico escenario en miniatura para una pintura ideal de Alaska.

Pero Poley también vio una súbita y persistente succión de agua desde la bahía y comprendió, por instinto, que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

—¡Jeb, Jeb! —gritó.

Pero el joven, en su entusiasmo por cobrar la cabra, ya no estaba al alcance de su voz. Aun así Poley siguió gritando, pues ahora veía el agua que regresaba hacia la bahía, acumulándose inexorablemente, como si algún malévolo titán la empujara desde atrás.

—¡Jeb! ¡Vuelve!

Entonces fue evidente que las olas oscuras, nunca muy altas, pero respaldadas por una tremenda presión, no iban a detenerse sin haber colmado el valle, ascendiendo hasta algún punto increíble, dos mil, dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Y cuando Jeb reparó finalmente en el peligro, el agua estaba ya tan alta y se acumulaba tan velozmente que no pudo hacer nada por salvarse. Vio que las aguas revueltas le arrebataban su cabra, arrojándola de un lado a otro, sumergiéndola en espumas. Luego las olas implacables llegaron hasta él, arrojándole de costado y tragándoselo, mientras escalaban las laderas del valle más de prisa que las mismas cabras. Lo último que vio no fue su trofeo final, destrozado en las profundidades, sino a Poley Markham, que trepaba desesperadamente para llegar a tierras más altas, donde el tsunami de Lapak no pudiera alcanzarle.

Cuando ya estaba a punto de perecer, Jeb vio que Poley tenía posibilidades de salvarse y gritó:

—¡Adelante, Poley! ¡Tú ganas!

Por el momento, parecía que Alaska sería tal como Poley Markham la deseaba, y no como Jeb Keeler, Vladimir Afanasi y Kendra Scott, cada uno a su manera, la habían imaginado.

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