Alaska

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IX. X. SALMÓN

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—¿Haces estos potlatch con frecuencia? —Sam evadió la respuesta directa:

—Tengo suerte. Buen trabajo. Buena esposa. Buena hija.

Tom le contó la aventura con el oso pardo y el tlingit se echó a reír.

—Lástima yo no sabe antes. Pongo oso en tótem. Celebración.

De pronto, Tom quiso saber muchas cosas: ¿Qué se celebraba? ¿En honor de qué era el potlatch? ¿Qué principio reunía a esos amigos? ¿A qué potencia rendía homenaje el tótem? ¿De dónde brotaba la fuerza o el espíritu que unía a esas personas? Y al resonarle esas preguntas en la cabeza, cayó en la cuenta de lo mucho que respetaba a su carpintero y de lo imposible que sería pedirle una explicación.

Pero podía preguntar por el tótem en sí, que ahora yacía por última vez en el suelo, donde cada parte se podía estudiar de cerca. Se paseó a lo largo del poste, preguntando qué papel desempeñaba la tortuga, por qué el ave descansaba en esa postura, por qué las alas estaban agregadas al poste en vez de formar parte genérica de él. Sam, obviamente orgulloso de su obra y complacido con el efecto de los tres colores comprados entre los suaves tonos de la tierra, habló de su tótem de buena gana, en esas horas previas a su erección formal a la entrada de la cala; era como si, en ese momento, el tótem dejara de ser creación suya para pasar a ser propiedad de todos.

—No hombre especial, no pájaro especial, no cara especial. Como yo siendo, na más. Como cae la lluvia.

Estaba empezando a llover; los hombres trajeron lonas para proteger la pintura todavía húmeda y, a lo largo de esa primera noche del potlatch, uno tocó el violín y las mujeres bailaron. Tom Venn se quejó a Nancy:

—Nadie me explica qué es esto. ¿Un potlatch para qué?

La muchacha, contemplando los festejos como desde lejos, explicó la antigua costumbre:

—Cuando todo marcha bien, cuando hay dinero en la casa y tus vecinos piensan bien de ti, tal vez lo correcto sea regalarlo todo y comenzar de nuevo. Tal vez haya que probar fuerzas otra vez. Tal vez no haya que elevarse demasiado por encima de los vecinos. ¡Mira! Cantan, bailan.

Y Sam Bigears crece ante sus ojos, pues ha hecho un verdadero potlatch. Los misioneros detestaban el potlatch. Aseguraban que era cosa del demonio. Demasiado ruido. Poco rezo. En el potlatch pasan muchas cosas. Cosas buenas. Cosas ruidosas. Tal vez parezca salvaje. Pero la celebración…

Movió suavemente la cabeza al compás del chirriante violín, sonriendo al ver que su madre bailaba en un rincón, como acompañada por un fantasma, siguiendo una música que sólo ella oía.

A la mañana del tercer día, todos se reunieron junto al tótem para participar en el rito de su erección. Puesto que el poste medía nueve metros de longitud y era amplio en la base, la operación sería todo un problema de ingeniería. Pero a lo largo de los siglos los tlingits habían perfeccionado un sistema para poner sus grandes tótems en posición vertical, y en ese momento lo pusieron a prueba.

Bigears, Tom y Nancy ya habían preparado el agujero, rodeándolo con piedras. Lo que se hizo fue cavar una zanja que formaba una suave pendiente desde el fondo del agujero, junto al poste, con una longitud equivalente a un tercio de la del tótem. Cuando la inclinación fue la debida, los hombres aplicaron músculo y cuerdas a la tarea de deslizar el largo poste de costado y hacia abajo, al interior de la zanja. El extremo superior, que permanecía fuera de ella, fue levantado en diversos puntos con fuertes leños. Todo estaba listo, pero en el último instante los hombres introdujeron en el agujero, a lo largo de la cara más alejada, una piedra grande y plana, contra la cual se apoyaría el extremo inferior del tótem, de modo que, al izarse la parte alta, la piedra le impediría clavarse en la tierra blanda.

Ataron sogas en muchos puntos, a lo largo del poste; una de las más importantes era la que le impediría balancearse demasiado cuando se lo irguiera. Otras estaban destinadas a impedir que se moviera lateralmente. Los más experimentados en la tarea empezaron a dar órdenes a gritos, mientras los otros tiraban de las cuerdas. Las mujeres contemplaban con admiración el hermoso objeto tallado, que empezaba a elevarse majestuosamente en la mañana soleada, reflejando la luz en sus superficies pintadas. Ellas comenzaron a cantar un estribillo, ante lo cual los hombres tiraron con más vigor; los que estaban atrás, para evitar un ascenso demasiado rápido, se esforzaban por mantener un punto medio entre la celeridad y la prudencia. El bello poste se elevó en el aire, se estremeció por un momento al aproximarse a la perpendicular y luego se deslizó silenciosamente hacia el agujero. Tom Venn, encargado de una de las sogas que impedían el movimiento lateral, sintió que el gran tronco asumía la Posición de descanso.

—¡Halloo! —gritó el hombre a cargo de las cuerdas.

Y todos soltaron. Mientras las sogas caían cómodamente a lo largo del alto poste, hombres y mujeres gritaron de júbilo, pues ahora el tótem de Sam Bigears se erguía solo y vertical frente a la costa, como para saludar a todas las embarcaciones que se aproximaran al estuario.

El Potlatch había terminado. Los vecinos de Sam llevaron sus regalos a las canoas; cada hombre iba consciente de que, en algún momento futuro, tendría que retribuir a Sam con un regalo de igual valor; cada mujer se preguntaba qué podía coser y tejer que fuera tan presentable como lo que le había dado la esposa de Sam. De ese modo se preservaba y fomentaba la economía de los tlingits: se intercambiaban mercancías, se redistribuía la riqueza y se establecían obligaciones que se prolongarían en un futuro indefinido. A la entrada del río de las Pléyades, un hombre, su esposa y su hija preservaban un modo de vida totalmente ajeno al que se desarrollaba en la ciudad de Juneau, a sólo veintiséis kilómetros de distancia.

Mientras Sam Bigears ofrecía su potlatch en la desembocadura del río de las Pléyades, ¿qué le estaba ocurriendo en el lago a Nerka y a su generación de salmones? A comienzos de 1903, aunque ya tenía dos años, seguía siendo tan insignificante que no desempeñaba ningún papel notable en el lago. Los peces más grandes se comían a sus hermanos tan incesantemente que ya habían sido reducidos a sólo ochenta. A medida que continuaba la predación, que incluso se intensificaba, comenzaba a parecer que los salmones del lago de las Pléyades se extinguirían muy pronto. Pero Nerka, con su poderoso instinto de conservación, se mantenía en los sitios oscuros, evitaba a los grandes peces depredadores y continuaba siendo un pececillo poco más grande que un dedo, sin saber que de la perseverancia de otros como él dependía la supervivencia de su especie.

En ese invierno de 1903, mientras la generación de Nerka descendía en el lago de las Pléyades a dos millones y Tom Venn se afanaba en su nueva tienda, frente al puerto de Juneau, el vapor Queen of the North, de Ross Raglan, amarraba con una gran carga de mercancías para las ventas de verano, además de un caballero pelirrojo que iba a revolucionar esa parte de Alaska. Era Malcolm Ross, de cincuenta y un años y desbordante de energía:

—Estoy lleno de planes —dijo, mientras llevaba a Tom a la pequeña oficina donde la sucursal de Juneau de R R manejaba sus negocios—. Y te advierto, Tom, que quiero comenzar ahora mismo.

Tom volvía a verle por primera vez desde aquel día de 1897 en que había comenzado a representar a R R junto al puerto, pero en los años transcurridos había presenciado el tremendo crecimiento de la firma y se enorgullecía personalmente de los informes que circulaban por toda Alaska, según los cuáles el señor Ross era un genio del comercio.

—¿Qué tiene usted pensado? —preguntó el joven—. ¿Otra tienda en Skagway?

—Skagway está acabada. La carrera del oro se ha extinguido. Ese nuevo ferrocarril a Whitehorse puede favorecerla por algunos años, pero no le veo futuro a esa ciudad.

—¿Dónde, pues?

—Aquí.

Tom quedó aturdido. Su tienda de Juneau marchaba bien, pero no justificaba una ampliación, y una segunda tienda en cualquier otra parte de la ciudad tendría un éxito precario, en el mejor de los casos; más probablemente, sería un desastre.

—Sé que R R rara vez comete errores, señor Ross, pero abrir otra tienda aquí… no se justificaría.

—Gracias por darme una opinión franca, hijo, pero no pienso en otra tienda. Quiero que ahora mismo, esta misma mañana, comiences a construir una gran fábrica de conservas de salmón para R R.

—¿Dónde? —preguntó Tom, débilmente.

—Eso lo averiguas tú. Comencemos desde ahora.

Como Tom protestó, diciendo que no sabía nada de la industria pesquera, y mucho menos de envasadoras, Ross le interrumpió:

—Yo tampoco. Estamos a la par. Pero sí sé una cosa: habrá fortunas a ganar con el salmón y nosotros tenemos que conseguir una parte.

Tom nunca había visto nada parecido a Malcolm Ross; ni siquiera el inspector Steele, de la Policía Montada, había desplegado tanta energía, tanto vigor, como ese apuesto comerciante de Seattle, que sabía intuitivamente que el salmón reemplazaría al oro como contribución de Alaska a la riqueza del continente. A las once de esa mañana, Ross había reunido a cuatro hombres expertos, a quienes ofreció un opíparo almuerzo, a fin de que él y Tom pudieran penetrar en los secretos de la pesca.

—Lo que hace falta —dijo uno de los hombres—, para hacer bien las cosas…

—Pues bien, saque su lápiz. Para limpiar el pescado hace falta un cobertizo enorme, más grande que los que hay por aquí. Para cocinarlo, otro, un poco más pequeño. Un tercero para albergar a los chinos, pues es preciso mantenerlos separados: se pelean con todo el mundo. Y además, un alojamiento para los otros trabajadores. Un salón comedor dividido: un tercio para los chinos, dos tercios para los otros. Un taller para hacer cajones; otro para fabricar las latas. Un depósito con un muelle de carga cerca, construido sobre pilotes, para poder amarrar con marea baja o alta.

—Eso cuesta muchísimo dinero —dijo uno de los otros.

Y Ross replicó:

—Creo que podemos pedirlo prestado. Pero ¿de dónde sacamos el pescado para poner en las latas?

El primer hombre reanudó su explicación:

—Ahora llegamos a la parte realmente costosa. Necesitará usted un barco grande, que esté a sus órdenes. Puede alquilarlo, pero sería mejor que fuera propiedad suya.

—Tenemos barcos.

—Pero no como el que está amarrado allí. Se necesita un barco para traer a los chinos al norte en la primavera, con todo lo necesario. Luego se lo dedica a recolectar el pescado y llevarlo a la fábrica de conservas. Al terminar la temporada, se lleva otra vez a los trabajadores junto con el salmón enlatado.

—¿Temporada? ¿Cómo es eso?

—El salmón sólo se puede pescar unos pocos meses al año. En el verano. Se abre dos meses antes para prepararlo todo y aprovechar el comienzo de temporada, que es lento. Luego se trabaja a muerte. Hace falta un mes para cerrar. Durante la última parte del otoño y todo el invierno, la empresa permanece cerrada.

—¿Quién se queda en la fábrica durante el invierno?

—Un solo hombre para vigilar.

—Tanto edificio, tanta inversión… ¿y un solo guardia?

—Usted no comprende, señor Ross. Su fábrica de conservas estará lejos, en el campo, junto a un pequeño curso de agua. No habrá nadie en kilómetros a la redonda, salvo osos, píceas y salmones.

—¿Y dónde busco ese lugar? —preguntó Ross.

Todos los hombres quisieron hablar al mismo tiempo, pero el primero aún no había terminado, de modo que acalló a sus compañeros.

—Aparte de los barcos grandes para hacer el trabajo pesado, necesita uno o dos barcos pequeños para circular entre los treinta y tantos botes que se encargarán de la pesca. Necesita muchos botes, señor Ross.

—Comprendo. Pero ¿dónde…?

Con cautela y maduro criterio, esos hombres versados en la tradición del mar y sus riquezas eliminaron los sitios menos ventajosos:

—El curso de agua más hermoso de los alrededores es el canal Lynn, que lleva a Skagway; pero tiene poca pesca.

—Skagway no me interesa —dijo Ross, abruptamente— y el paisaje, menos.

—Hay salmón en abundancia en la isla Admiralty, pero los mejores sitios están ocupados.

—No quiero lugares de segunda.

—Y zonas muy buenas en la isla Baranof…

—Demasiado lejos de Juneau. Quiero dirigir las operaciones desde aquí.

—Con buenos botes, no importa que la fábrica de conservas esté muy lejos. Hay arroyos estupendos para el salmón al sur.

—Tengo puesta la mira aquí.

—En ese caso, sólo queda un sitio intacto, con buena pesca y sitio para que amarren los botes.

—¿Dónde?

—Pero tiene un inconveniente. Del Canadá sopla un viento increíble.

—Podemos hacer una construcción que nos proteja del viento.

—De este viento, no. Cuéntale lo que te pasó con el Taku, Eddie.

Un pescador que estaba sentado a poca distancia, comiendo con gran apetito, dejó su tenedor para decir:

—Aquí todos lo llaman el viento Taku. Baja de las montañas del Canadá y se encajona en el estuario del Taku. En quince minutos puede pasar de la calma chicha a setenta u ochenta kilómetros por hora. Hay que tener cuidado con el viento Taku.

Ross descartó la advertencia.

—¿Qué tipo de salmón hay en los arroyos que desembocan en el estuario del Taku?

—El Nerka, sobre todo —coincidieron los hombres.

Ante esa palabra mágica, Ross se decidió:

—Buscaremos un sitio en el estuario del Taku que esté protegido del viento.

Inmediatamente después de almorzar, pidió a Tom que organizara una exploración de ese hermoso curso de agua.

Encontraron a Sam Bigears trabajando en una ampliación del hotel. Ante la perspectiva de volver al Taku, se mostró tan encantado que confiscaron uno de los vapores costeros de R R y, hacia mediodía, la expedición Ya estaba en marcha.

En cuanto el vapor viró hacia el estuario, Malcolm Ross supo que estaba frente a algo especial, pues el fiordo era mucho más hermoso de lo que había imaginado por las descripciones escuchadas durante el almuerzo.

—¡Esto es magnífico! —exclamó, al aparecer la faz azul reverberante del glaciar de la Morsa. También le impresionó el estrecho desfiladero abierto entre el glaciar y la Morsa, por el cual el barco iba avanzando; cuando el estuario se ensanchó, revelando nuevas perspectivas, la atención del empresario se centró en la faz esmeralda del glaciar de las Pléyades, de treinta metros de altura, relumbrante a la luz del sol—. ¡Qué espléndido!

Pero entonces miró hacia el este. Más allá del promontorio donde se levantaba la cabaña de Sam Bigears vio por primera vez un tótem de Alaska; sus variados colores relucían al sol, como para complementar el glaciar de la costa opuesta.

—¿Qué hace allí ese poste? —preguntó—. Lo único que veo cerca es esa cabaña.

—Es la casa de Bigears —explicó Tom—. Él talló el tótem. Yo ayudé a levantarlo.

—Supongo que las figuras significan algo. Ritos paganos y ese tipo de cosas.

Llamaron a Bigears para que explicara el tótem, pero al tlingit le resultaba mucho más difícil explicarse que a su hija. Por fin Ross, algo irritado, preguntó:

—Dime: ¿quién es el hombre de la chistera?

Y Bigears respondió, con una gran sonrisa:

—Un hombre blanco. Tal vez ruso.

—¿No lo sabes? —preguntó Ross, impaciente.

—Sólo un blanco. Él ganó.

Ross no sacó nada en limpio de eso. Cuando preguntó por el ave del extremo, recibió otra respuesta ambigua:

—Sólo un ave. Tal vez cuervo.

El comerciante tomó una actitud conciliadora:

—Es un bonito poste. Y aquí tienes un buen lugar. ¿Hay salmón en el río?

—Muchos Nerkas —respondió Sam.

Ross registró cuidadosamente el dato, pero su astuta mirada detectó un hecho de mayor importancia para una futura fábrica de conservas de salmón:

—Bigears, tu promontorio, así, sobresaliente… ¿no protege esa pequeña bahía del viento que llaman Taku?

—Tal vez.

—Y si yo construyo mi fábrica en esa parte, al sur y frente a tu casa, el viento no me molestará tanto, ¿verdad?

—Tal vez no.

—En ese caso ¿por qué construiste tu cabaña ahí arriba, donde golpea elviento?

Y Sam replicó:

—Me gusta viento. Sopla muy fuerte, me quedo adentro, enciendo buen fuego.

Después de varios meandros más, el vapor pasó cerca del ceñudo hocico del glaciar Taku, mucho más alto y más ancho que los anteriores, pero carente del intenso color azul de aquéllos. Su hielo sucio se erguía en columnas grisáceas. Sin embargo, eran impresionantes por su magnitud, como si estuvieran a punto de derrumbarse sobre cualquier barco que se aproximara demasiado. El capitán bajó para informar a Ross de que otros barcos llevaban pequeños cañones, a fin de poder disparar contra los glaciares, con la intención de precipitar el desprendimiento de témpanos espectaculares.

—Apostaría a que está por desprenderse uno grande —concluyó.

—¿Tiene usted cañón? —preguntó Ross.

Fue una desilusión enterarse de que sólo los llevaban los barcos de pasajeros. Pero el capitán tenía otra táctica:

—Llegaremos a una distancia conveniente y tocaremos cinco o seis veces la sirena. A veces sirve.

El barco se aproximó asombrosamente; cuando los toques de sirena reverberaron contra la faz del glaciar, las vibraciones hicieron que se desprendiera una alta columna de nieve congelada, con un monstruoso chapoteo. El témpano no perduró, pues la nieve no estaba bien apretada, pero aquello sirvió para demostrar cómo se formaban.

Más allá del sobrecogedor glaciar, el vapor ascendió tres kilómetros más hacia el extremo interior del estuario, donde se veía un río que bajaba a tumbos desde el Canadá. Ross, que contemplaba el hervor de las aguas sobre los inmensos cantos rodados, preguntó:

—¿Qué hacen los salmones para recorrer todos estos meandros?

Y Bigears explicó:

—Vuelven a casa, conocen cada giro. Recuerdan cuando eran morralla.

Y Ross dijo:

—Aliéntalos a procrear mucho. Son los que llenarán nuestras latas.

El vapor viró en un punto muy adentrado del estuario; los navegantes que vendrían después no podrían llegar hasta allí, porque los sedimentos provenientes de Canadá se acumularían de tal manera que los barcos grandes no podrían siquiera llegar al glaciar Taku; sin embargo, durante los primeros años del siglo XX aún no se había producido ese atascamiento del curso.

En el viaje de regreso por el estuario, Ross permaneció ante la barandilla, imaginando el feroz viento Taku. Cuando el barco se acercaba a la cabaña de Sam Bigears, en lo alto del barranco, Ross sintió que se elevaba sobre el promontorio y no volvía a descender sino al otro lado del estuario. Señalando triunfalmente ese punto del sur, tan cómodo para la navegación pese a estar protegido, exclamó:

—En ese sitio construiremos nuestra fábrica de conservas.

Pero Tom observó:

—Sería mejor consultar con Sam Bigears.

—¿Por qué? —le espetó Ross.

—Creo que ambos lados de la cala le pertenecen.

—Las propiedades se asignan en Washington —dijo el comerciante, dando a entender que no deseaba tratar el asunto con Bigears—. Tengo a una persona allá; haré que se ponga manos a la obra de inmediato.

Mientras el vapor se alejaba del estuario, se volvió a contemplar ese compacto y encantador curso de agua, con sus acantilados, sus montañas y sus centelleantes glaciares.

—Es el sitio correcto para Ross Raglan —dijo a quienes le rodeaban—. Como hecho a medida.

Para sorpresa de Tom, el señor Ross permaneció dos semanas en Juneau, supervisando la compra de materiales para una gran fábrica de conservas, aunque aún no tenía asegurado el lugar para construirla. Pero al decimotercer día llegó un telegrama informándole de que se le habían otorgado derechos exclusivos sobre la cala situada en la desembocadura del río de las pléyades.

—¡Adelante, a toda marcha! —exclamó Ross—. Tom, envía de inmediato esa madera y la maquinaria a la cala. Comienza a construir como un loco, debes tener todo listo para operar hacia el veinticinco de abril.

—¿De dónde saco los botes?

—Eso corre de mí cuenta. Estarán aquí, créeme.

—¿Y cómo llamaremos a la empresa?

Ross lo pensó por un momento. Desde hacía un tiempo temía que el nombre de Ross Raglan, demasiado conocido, se hubiera puesto a demasiadas empresas; bien podía provocar envidia. Además, si alguien se enojaba por el trato recibido a bordo de un barco de R R, bien podía dejar de comerciar con las tiendas de la firma. Por otra parte, los clientes de Alaska podían resentirse por la concentración del poder en Seattle. Por éstas y otras buenas razones, decidió firmemente no volver a utilizar esa denominación.

—Lo que necesitamos, Thomas, es un nombre que represente a Alaska. La gente de la zona debe sentirse orgullosa de estar vinculada con la nueva fábrica de conservas. Déjame pensarlo por esta noche.

Ese hombre capaz, que se había esforzado honradamente por proveer a los millares de personas que viajaban a Alaska en los años del oro, proporcionando buenos barcos y mercancías necesarias a las comunidades crecientes, planeaba ahora una fábrica de conservas de primera, en contraste con ciertas empresas clandestinas que sacaban el dinero de Alaska sin dar nada a cambio. Malcolm Ross quería que su industria fuera un ejemplo de lo mejor que el capitalismo podía proporcionar, y para eso era esencial un nombre que proclamara esa calidad.

A la hora del desayuno informó a Tom de que había hallado la solución perfecta:

—Fábrica de Conservas Tótem. En las etiquetas de nuestras latas, un buen dibujo de un tótem como el que hice cuando recorrimos el estuario del Taku, ese primer día.

Y sacó del bolsillo un buen esbozo del tótem de Sam Bigears. Pero el divertido hombre blanco de chistera había sido eliminado; lo reemplazaba un oso pardo, con el cuervo original en el extremo.

NO sólo se apropiaba de las tierras de Bigears, en la desembocadura del río de las Pléyades, sino también de su tótem, sin que el tlingit pudiera hacer nada contra un robo ni contra el otro. Malcolm Ross, en Seattle, y su agente en Washington se encargarían de eso.

En los días siguientes, Tom Venn tuvo bastantes ocasiones para observar lo eficiente que era su empleador, pues dos grandes vapores de R R entraron en el estuario del Taku con madera y herramientas para los cuatro edificios principales, que deberían estar operando a mediados de mayo. Junto con estos materiales venían sesenta y cinco artesanos de Seattle, con tiendas de lona donde albergarse temporalmente y una gran cocina portátil. A una semana del desembarco, ese ejército de hombres había excavado las bases para los edificios principales y descargado de una barcaza la piedra y el cemento que formarían los cimientos de las grandes estructuras, cuyos maderos Verticales pronto comenzarían a brotar como una selva de tallos en crecimiento después de una lluvia primaveral.

No era absurdo que el señor Ross pretendiera tener listos esos edificios en tan poco tiempo, pues eran esencialmente cobertizos donde se alojarían diversas maquinarias; no había que resolver ningún problema arquitectónico particularmente difícil.

—Los quiero fuertes y pronto —decía a los hombres, cada vez que visitaba el estuario. Y cuando llegaron más barcos, trayendo las pesadas retortas de hierro donde se cocinarían las latas a presión de vapor, una vez llenas, el sitio para recibirlas estaba listo. Cuando acabaron de instalarlas ya había unos treinta indios contratados para cortar leña con la que alimentar el fuego.

El edificio más pequeño, donde se construirían los cajones de madera para enviar las latas a Seattle y, desde allí, a grandes ciudades como Nueva York y Atlanta, fue levantado en cuatro días; quizá sería más apropiado decir que lo improvisaron. Pero su gemelo, el sitio en el que se fabricarían las latas, requirió más tiempo: debía ser bastante sólido para albergar esa maquinaria pesada.

Mientras tanto se contrató a treinta y siete pescadores locales para que pescaran el salmón cuando se iniciara la temporada; los dos pequeños vapores que se moverían entre ellos, para recoger la pesca y llevarla a la fábrica de conservas, llegaron de Seattle con sus tripulaciones completas. Junto con ellos vino una embarcación muy útil: un remolcador grande y fuerte, con un martinete armado en la popa y, en cubierta, varios cientos de largos postes de madera, que serían clavados en el fondo fangoso del estuario, a fin de formar el muelle donde amarrarían los grandes barcos que cargarían los cajones de salmón enlatado.

A principios de abril, la Fábrica de Conservas Tótem presentaba una intensa actividad del tipo más variado. Tom Venn, encargado de registrar horarios y pagar a todos los que trabajaban en el proyecto, tenía ahora nueve equipos diferentes que trabajaban entre doce y catorce horas al día. El señor Ross había dado órdenes específicas: «Gasta dinero ahora y pon todo en marcha, para que en septiembre podamos ganar mucho».

A mediados de abril, ordenó que se interrumpiera el trabajo en todo lo que no fuera esencial, a fin de levantar un alojamiento grande a un ritmo vertiginoso:

—Acabo de saber que nuestra gente de Seattle ha contratado a una banda de chinos en San Francisco y los enviarán al norte antes de lo que esperábamos. Nos han advertido que el secreto de toda buena fábrica de conservas es mantener a los chinos contentos, así que será preciso tener preparados los dormitorios y el comedor para dentro de dos semanas.

Pero cuando Tom trató de decidir a qué carpinteros y albañiles podía distraer de sus tareas, descubrió que casi todos los edificios eran tan esenciales como el dormitorio. Por lo tanto, tuvo que buscar a artesanos de la zona para completar el trabajo. Su primera idea fue abordar a su leal amigo Sam Bigears, pero el señor Ross había sido advertido, por su agente en Washington, que no hay un esquimal ni un indio que valgan un comino. Sólo los blancos pueden hacer lo necesario para construir en Alaska. Y ese prejuicio estaba muy arraigado. Se podía emplear a los tlingits de los alrededores para cavar zanjas y descargar materiales, pero no se les podía confiar la construcción de un alojamiento, aunque fuera para los chinos:

—No quiero carpinteros indios, Tom. No son dignos de confianza. —Había dicho.

—¿De dónde sacó usted esa idea?

—Me dijo Marvin Hoxey que beben, trabajan dos días y después desaparecen.

—¡Marvin Hoxey! Nunca trabajó con indios. Sólo repite lo que oyó en los bares.

—Pero sabe de Alaska.

Tom Venn, veterano del paso de Chilkoot, del río Yukón, de las frenéticas Dawson y Nome, era ya un joven de veinte años, con el sólido carácter de un hombre de cuarenta, y no iba a permitir que se descartara su bien ganada sabiduría por un individuo como Marvin Hoxey:

—No quiero contradecirle, señor Ross, porque no conozco a otra persona que sepa de negocios tanto como usted. Pero en cuanto a los indios que yo contrataría para construir el dormitorio, está mal asesorado.

—Hoxey nunca me ha fallado. No contrates a indios para ningún trabajo importante de la Fábrica de Conservas Tótem.

Tom se echó a reír y, para su propia sorpresa, tomó al señor Ross por el brazo:

—¿Quién talló ese tótem que usted admira tanto? El indio que quiero contratar. ¿Y quién ayudó a construir la tienda de Juneau, en tan poco tiempo que usted mismo se asombró? Ese mismo indio, señor Ross. Sam Bigears, a quien usted conoció en el barco el primer día, vale por dos de los carpinteros que han venido de Seattle.

Malcolm Ross no había llegado a encabezar una empresa tan importante pasando por alto el consejo de hombres resueltos, pues él mismo lo era. Cuando su socio, Peter Raglan, se asustó ante la celeridad con que Ross Raglan se expandía bajo el látigo de Ross, se apresuró a comprarle su parte en la firma. Había corrido riesgos enormes para iniciar su línea de navegación Y ahora los corría mayores para tratar de abrir la fábrica de conservas en tan poco tiempo. Tom había demostrado su capacidad muchas veces; si él quería contratar a un tlingit para acelerar la construcción, se haría.

—Si es tan bueno como dices, ponlo a trabajar hoy mismo. Pero no vengas a quejarte si mañana se presenta borracho.

Tom le hizo la venia con una sonrisa, sin informar a su jefe de que eran los carpinteros de Seattle quienes habían conseguido whisky al principio de esas frenéticas obras y renovaban misteriosamente su provisión cada vez que un barco de R R entraba en el estuario. En cambio, sugirió al señor Ross que cruzara la cala con él, en un esquife, para ver cómo vivía un tlingit de categoría.

—Eso me gustaría —dijo el empresario. Y se encaramó en la popa del esquife, mientras dos porteadores indios llevaban el bote al otro lado del estuario, hasta el informal embarcadero que Sam Bigears había hecho para su canoa y su bote de vela.

—¡Eh, Bigears! —gritó Tom, mientras bajaba a tierra con Ross—. El patrón viene a verte.

Sam salió de la cabaña, en lo alto de la colina, y se detuvo por un momento entre las dos jambas de la puerta, talladas y pintadas como tótems. Al ver al señor Ross saludó:

—¡Bienvenido! Construye muy rápido allá.

Los hizo pasar a su cabaña, despojada por los regalos hechos durante el Potlatch. Sin embargo, la solidez de la estructura era evidente.

—¿Usted construyó esto? —preguntó Ross.

Y Bigears respondió:

—Esposa e hija ayudan mucho.

Llamó a Nancy, cuya encantadora cara oval se abrió en una sonrisa como la de su padre. Sin mostrar a Ross ningún respeto especial, le hizo una ligera reverencia y dijo en cadencioso inglés:

—Tom está muy orgulloso de trabajar con usted, señor Ross. Y nosotros, de tenerle en nuestro hogar. Mi madre no habla inglés, pero dice lo mismo en tlingit.

—Vine por negocios, señor Bigears. Me dice Tom que usted es muy buen carpintero.

—Me gusta la madera.

—Quiere que le contrate a usted para construir el alojamiento grande… ahora mismo, para los chinos que vendrán pronto.

Sam Bigears dijo:

—Siéntese, señor Ross. —Una vez que los huéspedes tomaron asiento, preguntó sin rodeos—: ¿Por qué trae chinos? Taku es india. Muchos indios aquí trabajan bien como chinos.

—Hemos contratado a muchos indios.

—Pero no trabajo de verdad. No construcción. No hacer cajas. No hacer latas.

Ross acostumbraba a enfrentarse a las cosas desagradables cuando era ineludible.

—Lo cierto es, señor Bigears, que todas las industrias conserveras han aprendido a encomendar los trabajos principales a los chinos: cajones, latas y preparación del pescado.

—¿Por qué chinos? ¿Por qué no tlingits?

—Porque los chinos trabajan más que nadie en la Tierra. Aprenden pronto lo que es preciso hacer y lo hacen. Trabajan como demonios, ahorran su dinero y mantienen la boca cerrada. Ninguna fábrica de conservas tiene éxito sin chinos.

—Tlingits también trabajan como demonios.

Ross era demasiado considerado como para decir que, efectivamente, en un día determinado los tlingits trabajaban tanto como los chinos.

Se lo habían dicho los otros empresarios. Pero también le habían dicho que, al cabo de dos o tres días de trabajo intenso, los indios gustaban de cobrar su salario e ir a pescar… para sí mismos, no para la fábrica. En cambio, dijo:

—¿Ayudará usted a Tom a construir el alojamiento?

Y Sam Bigears respondió:

—No. Tú trae chinos para nuestro trabajo, yo no trabajo para ti. No aquí, en Pléyades. No en Juneau, más no. —Con gran dignidad, acompañó a Ross y a Venn hasta la puerta y los despidió diciendo, serenamente—: Muchos chinos aquí, muchos problemas.

Así terminó la entrevista. Con los pocos obreros especializados que Tom pudo hallar en el puerto de Juneau y con un gran equipo de tlingits, el esqueleto del dormitorio fue levantado de prisa; luego se inició la construcción de las literas donde dormirían los trabajadores importados durante los cinco meses de la temporada del salmón. Sólo entonces se convenció Venn de que el gran proyecto quedaría terminado a tiempo. Fue la complejidad de esa jornada lo que generó su optimismo: en el puerto, el martinete estaba clavando los altos postes en los que descansaría el muelle, seis metros y sesenta centímetros sobre el agua con marea baja; en el cobertizo de la cocina ya estaban instalando las retortas. En el galpón grande estaban haciendo las mesas donde los chinos limpiarían el salmón, con cuchillos largos y afilados; una tosca sierra cortaba píceas en Sitka para los fabricantes de cajones que llegarían pronto. Y en la fábrica de latas se preparaban intensas hogueras para fundir el estaño con que se sellarían aquéllas al completarse el envasado. Una operación gigantesca se acercaba a su efectiva culminación; había sido una aventura al estilo de Alaska: grande, indisciplinada en muchos aspectos, frenética, excitante. Tal como dijo Tom a uno de los carpinteros del dormitorio:

—En Chicago nunca se haría un trabajo así.

Pero lo que coronó su sensación de euforia fue la llegada de las primeras cien mil etiquetas impresas en Seattle, que se pegarían en las latas antes de embarcarlas. Eran de color rojo intenso, como el salmón maduro, y la leyenda impresa en gruesas letras negras decía:

SALMÓN ROSADO DE ALASKA

Bueno para usted

Abajo aparecía la orgullosa designación:

Conservas Tótem

Glaciar de las Pléyades, Alaska

Pero lo que llamaba la atención era el tótem concebido por el artista de Seattle, bien dibujado e impreso en cuatro colores, con un glaciar verdoso en el fondo.

La etiqueta era llamativa. Cuando el señor Ross hizo pegar tres muestras en las latas de una competidora, todos estuvieron de acuerdo en que era la más efectiva de las diseñadas hasta entonces. Tom quedó tan complacido que Pidió una de las latas y la llevó al otro lado de la cala, con la esperanza de que Sam Bigears, al ver el buen producto que se iba a fabricar allí, cediera en su animosidad.

—Bonito, ¿no? —dijo, al entregar la lata a su amigo.

Sam la estudió por un rato y luego se la devolvió, casi con desprecio:

—Todo mal.

Cuando Tom dio a entender que no entendía, el tlingit señaló la etiqueta:

—Mi tótem no en el mismo lado de Taku que glaciar. En tótem falta hombre. Mira, no cuervo. —Tom estaba a punto de echarse a reír cuando Bigears expresó la verdadera queja de su pueblo—: Fuera, lata mala. Dentro, más mala.

—¿Qué quieres decir? Nuestro salmón será el más fresco de los que se envasen este año.

—Digo: adentro, salmón tlingit de ríos tlingit, envasado por chinos, y todo el dinero a trabajadores de Seattle, barcos de Seattle, empresa de Seattle. —Mostró la lata en el aire y concluyó, con gran amargura—: Salmón tlingit hace rico a todos, pero a tlingits no. Seattle lleva todo, Alaska nada.

Con tristeza, pues veía con cruel claridad la silueta del futuro, devolvió la lata y, con ese gesto, se aisló de su leal amigo. Tanto él como Tom sabían que entre ambos se había alzado un distanciamiento insalvable. En adelante, Tom pertenecería a Seattle; Sam, a Alaska.

A mediados de mayo, cuando aún brotaba la resina de las toscas tablas del dormitorio, un vapor de R R entró en el estuario, cruzó los estrechos, esquivó la roca de la Morsa y amarró a lo largo del muelle recién terminado. En cuanto se aseguró la plancha, por ella se lanzaron cuarenta y ocho chinos que pondrían en marcha la fábrica. Vestían pijamas sueltos, chaquetas negras y zapatos baratos con suela de goma, sin calcetines. Uno de cada cinco usaba coleta, y eso estableció el carácter del grupo: eran extraños, de diferente color, casi todos incapaces de hablar inglés y con un apetito muy diferente. Junto con ellos venía el elemento esencial para mantener contentos a los trabajadores chinos de una industria conservera: varios cientos de sacos de arroz. Y ocultos en diversos sitios ingeniosos, otra cosa de igual importancia: pequeños frascos de vidrio, no mucho más grandes que un pulgar, llenos de opio. Puesto que los cuarenta y ocho hombres no dispondrían de mujeres ni de diversión alguna, no tendrían respiro en doce o catorce horas diarias de trabajo demoledor, ni fraternizarían con sus compañeros blancos, el opio y las apuestas serían casi el único descanso disponible que ellos buscarían asiduamente.

Cuando bajaron a tierra, formaban un grupo silencioso que infundía respeto. A Tom le correspondió llevarlos a su alojamiento. Intranquilo y nada feliz con la perspectiva de tratar con esas extrañas personas a lo largo de todo un verano, caminaba en silencio hacia el dormitorio recién terminado cuando alguien le detuvo tirándole de la manga. Al volverse, se encontró frente al hombre de quien dependería el éxito de esa operación.

—Era un chino flaco y frágil, con el pelo recogido en una gruesa que le bajaba por la espalda. Aunque era poco mayor que Tom y notablemente más bajo, su presencia resultaba imponente. En esos primeros segundos, Venn notó una peculiaridad que, probablemente, determinaba la conducta del hombre: «Su cara amarilla sonríe, como si él supiera que eso ha de complacerme, pero sus ojos no, porque le importa un bledo lo que yo piense».

—Me llamo Ah Ting. Trabajo Ketchikan dos veces. Mí capataz todos los chinos. Todo bien.

Pese a su suspicacia, para Tom fue un alivio saber que uno, siquiera, hablaba inglés. Por eso invitó a Ah Ting a caminar con él. Antes de llegar al dormitorio ya era obvio que la Fábrica de Conservas Tótem funcionaría como lo indicara Ah Ting, pues los otros chinos aceptaban su liderazgo. Cuando la fila llegó al edificio, todos esperaron a que él designara a cada uno su camastro y distribuyera las dos escasas mantas por cabeza.

—En barco no comemos —dijo.

Cuando Tom los condujo al comedor reservado para los chinos, Ah Ting se apresuró a designar dos cocineros, que de inmediato comenzaron a preparar el arroz. Después de comer, fue Ah Ting y no Venn quien dividió a los hombres en tres grupos. Uno armaría los cajones, otro fabricaría las latas, y el grupo principal, además de limpiar los edificios, prepararía las mesas en las que más tarde limpiarían el salmón. Tom no sabía cuántos de esos cuarenta y ocho hombres habían trabajado antes en una fábrica de conservas, pero descubrió que bastaba con dar las instrucciones una vez. Aunque la mayor parte de los orientales no comprendían sus palabras, demostraban una extraña habilidad para captar sus intenciones y corrían a hacer lo ordenado. Hacia las dos de la tarde, la fuerza laboral estaba en su sitio; los especialistas se identificaban y se hacían cargo de las tareas más importantes. Hacia las tres, ya estaban apareciendo cajones y latas terminados.

Por ejemplo: la fabricación de esas latas, que serían despachadas al mundo entero, era una tarea de precisión. Había que cortar en bandas los largos rollos de hojalata para formar el cuerpo del envase; luego se las enrollaba sobre un molde y se soldaba cuidadosamente. Los discos que formarían el fondo debían ser cortados y soldados con firmeza. Por fin se requerían discos diferentes para la parte alta; éstos eran puestos aparte para ser colocados cuando la lata estuviera llena de pescado crudo. Era preciso dejar una pequeña abertura para que la máquina succionadora retirara el aire restante, creando un vacío, y luego soldar ese diminuto agujero. Al caer la noche, era evidente que las latas del salmón Tótem serían de primera y abundantes.

Al acercarse los últimos días de mayo, todas las partes de ese inmenso esfuerzo empezaron a entrelazarse. Sesenta y cinco blancos venidos de Seattle manejaban las oficinas, supervisaban a los trabajadores y capitaneaban los barcos; los chinos producían latas y cajones para procesar el pescado, mientras los treinta nativos continuaban con el acarreo. En esos días entraron también en actividad los treinta barcos pequeños que se encargarían de la pesca; cada uno tenía dos tripulantes blancos, salvo tres, que estaban a cargo de indios. Una luminosa mañana de junio, un vigía gritó, desde uno de los barcos más grandes:

—¡Viene el salmón! —Y cuando los pescadores corrieron a la barandilla para escrutar las oscuras aguas del estuario, vieron millares de formas difusas que avanzaban tenazmente aguas arriba, rumbo a los lejanos arroyos del Canadá.

Pero los marineros que miraron hacia la cala de las Pléyades pudieron ver un grupo impresionante de grandes salmones Nerkas que se apartaban del cardumen principal para encaminarse al hermoso arroyo frío por donde habían bajado tres años antes.

—¡Siguen viniendo! —gritaban los hombres, de bote a bote.

La pesca de ese año, la primera para la Fábrica de Conservas Tótem, estaba en marcha.

Cuando Nancy Bigears oyó los gritos, avisó a su padre. Sam bajó a inspeccionar la calidad del salmón que regresaba ese año, y quedó tan complacido que mandó a su hija traer su red. Cuando estaba a punto de echarla para la primera pesca de la temporada, un guardia de la empresa gritó desde el otro lado de la cala:

—¡Eh, tú! ¡En este río no se pesca!

—Este mi río —contestó Bigears.

Pero el guardia explicó:

—Tanto el río como el lago están ahora reservados a la Fábrica de Con servas Tótem. Son órdenes de Washington.

—Este mi río. El abuelo de mi abuelo pescó aquí.

—Ahora las cosas han cambiado —replicó el guardia, mientras subía a un pequeño bote para dar las nuevas instrucciones cara a cara.

Cuando el hombre desembarcó, Bigears le advirtió:

—Mejor trae bote más arriba. Se irá.

Cuando el guardia volvió a mirar, comprobó que, de no ser por la advertencia de Sam, habría perdido su embarcación. Después de consultar un papel, el hombre dijo:

—Usted es Sam Bigears, supongo. —Como Sam asintió, continuó diciendo—: Señor Bigears, la cala nos ha sido asignada por los funcionarios de Washington. Debemos controlar la pesca en este río y en las aguas adyacentes. Necesitábamos esa exclusividad para gastar tanto dinero en esa fábrica.

—Pero éste mi río.

El guardia pasó eso por alto y, en tono conciliador, como si otorgara a un niño una generosa dispensa, dijo:

—Hemos notificado a Washington que estamos dispuestos a respetar sus derechos como ocupante ilegal de su cabaña más dos hectáreas y media de tierra.

—¿Derechos de ocupante ilegal? ¿Qué es eso?

—Bueno, usted no tiene títulos de propiedad sobre esa tierra. Legalmente no le pertenece a usted, sino a nosotros. Pero le permitiremos ocupar su cabaña mientras viva.

—Es mi río…, mi tierra.

—No, señor Bigears. Las cosas han cambiado. Desde ahora en adelante será el gobierno el que diga a quién pertenece cada cosa. Y ya ha dicho que nuestra empresa tiene derechos sobre este río. Naturalmente, eso nos da derechos sobre el salmón que llega a nuestro río. —Como Bigears parecía perplejo, el guardia simplificó las instrucciones—: Ni usted ni sus amigos Podrán pescar ya en este río. Sólo los que pescan para la fábrica. Está cerrado por orden del gobierno.

Permaneció en el sitio donde se iniciaba el río, para asegurarse de que el tlingit no quebrantara la nueva ley. Al ver que Bigears levantaba su red y volvía a su casa, desconcertado, dijo para sus adentros: «Ése sí que es un indio sensato».

Cuando llevaron la primera carga al cobertizo donde se limpiaba el salmón, con todas las partes de la fábrica funcionando como estaba planeado, miles de latas de medio kilo comenzaron a deslizarse por las mesas en que se soldaban, hacia los hombres que pegaban las vistosas etiquetas rojas de Tótem. El señor Ross, al enterarse de que su planta operaba aun mejor de lo que esperaba, viajó hacia el norte y, tras una inspección de pocos días, dijo a Tom:

—Recuperaremos la inversión en tres años. Después de eso, las ganancias serán enormes.

Se sentía tan satisfecho con la marcha de las cosas que tomó varias medidas para demostrar su aprecio a los trabajadores:

—Es el procedimiento habitual de R R. Todo el que se desempeña bien recibe una recompensa inesperada.

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