Alaska

Alaska


IX. X. SALMÓN

Página 50 de 75

Ah Ting recibió una ración adicional de pollo y carne para sus chinos, que festejaron sucesivamente con un festín, un juego de apuestas y una sesión de opio. Los trabajadores tlingits recibieron una pequeña bonificación; los blancos, una más sustanciosa. Al personal superior se le otorgaron dos semanas de vacaciones y pagas adicionales, al terminar la temporada. En cuanto a Tom Venn, se le dijo:

—Para ti un aumento, Tom. Y cuando lo tengas todo cerrado en invierno, mi esposa y yo queremos que vengas a Seattle. Te has ganado un buen descanso.

La perspectiva de visitar la ciudad que tanto admiraba hizo que Tom se dedicara a soñar y a especular con la posibilidad de que le ofrecieran trabajo allí, o tal vez un puesto de director en una de las grandes tiendas que R R tenía en Seattle. Pero a fin de merecer el ascenso debía ejecutar la desagradable tarea que el señor Ross le asignó:

—Contra mi voluntad, Tom, he concebido cierto respeto por ese indio amigo tuyo. Parece hombre de carácter. Quiero que vayas a su cabaña para asegurarle que, si bien ya no puede pescar en nuestro río, no vamos a ser tacaños con él. Al fin y al cabo, como me has recordado, él ayudó a construir la tienda de Juneau.

—¿A qué se refiere, señor?

—Cuando termine la temporada diremos al guardia que le alcance… Bueno, encárgate de que reciba uno o dos salmones. Es lo justo.

El señor Ross le ordenó que le llevara el primer regalo inmediatamente, antes de que él volviera a Seattle, y le hizo entregar dos gordos salmones muy rojos para que los obsequiara al tlingit. Tom no quería hacerlo, pues se daba cuenta de lo paradójico que era ofrecer a Sam dos salmones cuando, Por generaciones enteras, su familia había tenido derecho a todo el pescado del río de las Pléyades. Pero la orden estaba dada y, como era su costumbre, obedeció.

Se sentía intranquilo al cruzar la cala y muy molesto al desembarcar. Mientras ascendía por el sendero hacia la cabaña de Sam, iba ensayando las palabras que podría utilizar para disimular lo embarazoso de su encargo. Fue un alivio que le abriera Nancy y no su padre.

—Hola, Tom —dijo, alegremente—. Nos extrañaba que no vinieras.

—En una fábrica nueva hay mucho trabajo.

—He visto los barcos grandes que vienen a recoger los cajones. ¡Cuántos envías!

—Treinta y dos mil, antes de que cerremos.

—¿Qué traes ahí? Parece un pescado.

—Dos. Son salmones.

—¿Para qué?

—El señor Ross quiere expresar a tu padre que, si bien el río está cerrado y los indios ya no pueden pescar aquí…

—Nos enteramos —dijo ella, con tono grave.

Tom temió que le regañara, pero no fue así. Nancy ya tenía quince años: era una muchacha india inteligente e instruida, que disfrutaba con los estudios; estaba dotada de una intuición asombrosa con respecto al mundo cambiante del que ella, confusamente, formaba parte. Aunque comprendió de inmediato la triste indecencia de lo que Tom decía, tuvo que reír; no fue por desdén, sino por compasión, porque él estaba haciendo el papel del tonto.

—¡Oh, Tom! ¿Vas a decirle a mi padre que, aunque ahora seas el dueño de todos sus salmones, le regalarás uno o dos al año? Es decir, si queda alguno cuando hayas tomado lo que necesitas.

Tom quedó perturbado por la destreza con que la joven había formulado su pregunta. Apenas supo qué responder.

—Bueno —tartamudeó—, eso es exactamente lo que el señor Ross se propone. —Ante la carcajada de la muchacha, añadió mansamente—: Pero él lo expresó un poquito mejor. —Luego, con énfasis—: Tiene buenas intenciones, Nancy. De veras.

Entonces la cara de la jovencita se puso tan severa como la de sus antepasados, los que habían combatido contra los rusos.

—Arroja ese maldito pescado al río.

—¡Nancy!

—¿Crees que mi padre, el dueño de todo este río, recibirá ese pescado en nuestra casa? ¿En esas condiciones?

Como Tom permanecía en el umbral, con los dos salmones en las manos, ella tomó el paquete y lo olfateó desdeñosamente.

—Bien sabes que estos pescados son viejos; los pescaron hace días, están echados a perder y ahora los arrojan a los tlingits que cuidaban de ellos cuando vivían en nuestras aguas.

Tom trató de protestar, pero ella le interrumpió amargamente:

—Un Bigears no daría esto ni a sus perros.

Corrió a la orilla y, llevando el brazo derecho hacia atrás, arrojó el pescado rancio al arroyo. Al volver a la casa se lavó las manos y ofreció a Tom una toalla para que hiciera lo mismo. Luego le invitó a sentarse con ella.

—¿Qué va a pasar, Tom? Tu fábrica crecerá año tras año. Cada vez Pescarás más nuestros salmones. Y muy pronto pondrás una de esas trampas nuevas en nuestro río. ¿Sabes qué pasará entonces? Que se acabarán los salmones y tendrás que prender fuego a tu bonita fábrica.

Tom se levantó para pasearse por el cuarto, inquieto.

—¡Qué cosas horribles dices! Cualquiera diría que somos monstruos.

—Lo sois —contestó ella. Pero añadió apresuradamente—: Ya sé que la culpa no es tuya. Vamos a la cascada, a ver cómo saltan los salmones.

—Tengo que volver a la planta. El señor Ross va a dar las órdenes finales antes de embarcarse hacia Seattle. —Luego, por algún motivo que no habría podido explicar, añadió—: Me invitó a pasar mis vacaciones allí, cuando termine la temporada.

—Y a ti te daría miedo decirle que no, ¿verdad?

Su voz era tan glacial que Tom dijo:

—Puedo hacer lo que me plazca.

La tomó de la mano y, saliendo de la casa, la llevó hacia la cascada, al sitio donde el oso pardo los había perseguido; los últimos salmones que retornaban para procrear brincaban como bailarines en las aguas espumosas, haciendo piruetas con la cola al reunir fuerzas para el salto siguiente.

—Uno los ve saltar —comentó Tom—. Casi puede tocarlos. Pero parece increíble.

Y en ese momento, al confesar que Alaska contenía misterios insondables para él, adquirió valor a los ojos de Nancy Bigears; en esos días de confusión, la muchacha sólo trataba con hombres blancos que conservaban una supina ignorancia sobre su tierra natal y todo lo que representaba. Tom Venn pertenecía al tipo de blancos que podía salvar Alaska, capaz de elegir un sendero sensato en la maraña que amenazaba la Tierra. Pero cada vez que pronunciaba la palabra «Seattle», lo hacía de un modo que revelaba sus ansias por un mundo más excitante.

—Si vas a Seattle con el señor Ross —predijo ella— no volverás. Estoy segura.

Tom no trató de tranquilizarla.

—Quizá son los hombres como el señor Ross, de Seattle, los que toman las decisiones correctas para Alaska. Mira qué milagro ha creado aquí. En febrero exclamó: «Vamos a hacer una fábrica de conservas en el estuario del Taku», y en mayo ya la tenía en marcha.

—Y todo está mal —dijo ella, con tanta decisión que Tom se irritó.

—Hace mil años que los salmones nadan por este río, sin servir de nada a nadie. Supongo que tenían hijos y morían, y al año siguiente morían sus hijos, y nadie en la Tierra se beneficiaba. Bueno ¿sabes adónde va el salmón que envasamos la semana pasada? A Filadelfia, Baltimore y Washington. El salmón que pasaba ante tu puerta va a todos esos lugares, para servir de alimento a la gente. Este año no irá aguas arriba sólo para morir.

Nancy no dijo nada. Si él se negaba a comprender el gran vaivén de la naturaleza, donde las idas y venidas del salmón eran tan importantes como la aparición y la puesta de la luna, ella no podía explicárselo. Pero comprendía, y por la destrucción que había observado en la desembocadura de su río (los salmones pescados que no se envasaban, los miles de peces que se dejaban Podrir cuando el cobertizo estaba atestado) sabía instintivamente que las cosas sólo iban a empeorar. La entristecía que hombres como Ross y los capataces, hasta el mismo Tom Venn, se negaran a ver el rumbo que tomarían las cosas en el futuro.

—Será mejor que volvamos —dijo. Y añadió una pulla—: El señor Ross estará preguntándose qué has hecho con sus dos salmones.

—Estás de mal humor, Nancy. Volvamos.

Pero Cuando iniciaban la marcha, un par de Nerkas que volvían al hogar después de largos viajes llegaron a la pequeña cascada; con una persistencia que tenía pocos paralelos en la naturaleza, iniciaron el difícil ascenso y, casi gozosamente, saltaron y se contorsionaron, buscando precarios apoyos, hasta alcanzar el plano superior.

«Soy como esos salmones —pensó Tom—. Aspiro a niveles más altos». Pero no se le ocurrió que pudiera alcanzarlos en Juneau, o allí mismo, en las riberas del estuario del Taku.

Cuando llegaron al sitio donde Nancy había apostrofado al oso, deteniéndole, recordaron la escena y los dos se echaron a reír. Una vez más, Tom vio en ella a la audaz niña de catorce años que, sermoneando al animal, tal vez había salvado la vida de ambos. Pero ahora parecía mucho más crecida, segura y feliz en su libertad, tanto que la tomó en sus brazos y la besó.

Ya no hubo risas, pues ella sabía que eso debía ocurrir, pero también que nada saldría de ello, pues estaban en ríos distintos y llevaban rumbos diferentes. Por un breve lapso de tiempo, durante el potlatch del tótem, Tom había sido un tlingit, capaz de apreciar los valores de su pueblo; en la cueva del glaciar Mendenhall la había aceptado como a una muchacha blanca, ajustada a una nueva Alaska. Pero esos momentos no condujeron a nada sólido. Y estos besos, que habrían podido tener tanta importancia, no eran un principio, sino una despedida.

Regresaron casi en silencio, sin sentir el regocijo que habría debido seguir a un primer beso. Al llegar a la casa, Nancy llamó a su padre, que había regresado con un amigo:

—¡Papá! El señor Ross manda decir que podemos quedarnos con un salmón de vez en cuando. Nos envió dos, pero como estaban podridos los arrojé al río.

Sam pasó por alto el amargo comentario y preguntó a Tom:

—La temporada ¿tan buena como esperabas?

—Mejor aún —respondió Tom.

La cosa quedó así, pero mientras los dos jóvenes bajaban al bote, Nancy dijo:

—Lo siento.

—¿Qué cosa?

—No sé. —Y le dio un beso de despedida.

El beso fue visto por el señor Ross, que había pedido un Par de prismáticos para averiguar por qué su encargado tardaba tanto en llevar dos pescados al otro lado de la cala. Cuando Tom volvió a la fábrica, le dijeron que el patrón quería verle. El empresario de Seattle, inquieto por lo que había visto, consideraba necesario encargarse inmediatamente de la situación.

—Tienes un futuro brillante, Tom, un futuro muy brillante. Pero los jóvenes como tú, con todo por delante, a veces tropiezan y lo pierden todo.

—No sé a qué se refiere, señor.

El señor Ross detestaba los rodeos y siempre estaba dispuesto a hablar con franqueza.

—Me refiero a las muchachas. A las indias. Pedí prestados estos prismáticos para ver por qué tardabas tanto. Supongo que sabes lo que vi.

—No, no lo sé.

—Te vi besar a la chica de Bigears. Te vi…

Tom no oyó el resto de la acusación, pues estaba pensando: «Yo no la he besado. Ha sido ella la que me ha besado a mí. Y de cualquier modo, ¿qué le importa a él?». Entonces el señor Ross explicó, en términos decididos, por qué ese beso perdido era asunto suyo:

—¿Crees que podrías seguir manejando la tienda de Juneau si te casaras con una india? ¿Crees que Ross Raglan te llevaría a la casa central de Seattle con una esposa india? ¿Cómo haríais tú y tu esposa para tratar con los otros empleados de la compañía? Socialmente, digo.

Siguió y siguió, repitiendo anécdotas sobre las desastrosas consecuencias de esas uniones.

—Y por experiencia propia, Tom, por lo que ha ocurrido en nuestras tiendas, cuando contratamos a hombres casados con indias sólo hemos visto tragedias. No funciona, no se puede mezclar aceite y agua.

Tom, irritado, habló con el mismo sentido de la integridad que motivaba a su empleador:

—En Dawson y en Nome conocí a muchos hombres casados con indias, y vivían mejor que la mayoría de nosotros. Por cierto, el oro del Klondike fue descubierto por un indio.

—En las minas de oro puede haber sitio para esos hombres, Tom, pero yo te hablo de la verdadera sociedad, que pronto tendrán ciudades como Juneau. En la verdadera sociedad, los indios están muy en desventaja. —Meneó la cabeza, lleno de tristes recuerdos, y añadió con más energía aún—: Y hay otra cosa a tener en cuenta, jovencito: los niños mestizos están condenados desde el principio.

—Creo que los asentamientos como Nome y Juneau pronto estarán llenos de niños mestizos —contraatacó Tom—. Son ellos quienes van a manejar esas ciudades.

—No lo creas.

Ross estaba por citar reveladoras evidencias de la total ineptitud de los mestizos que había conocido en el noroeste, pero en ese momento se oyeron gritos en el cobertizo principal y el capataz blanco aulló:

—¡Socorro! ¡Los chinos se han desmandado!

Tom, que esperaba algo así desde hacía algún tiempo, salió hacia la plataforma de madera que conducía al cobertizo principal, pero el señor Ross había reaccionado aún más de prisa. Al correr hacia el lugar de donde procedían los gritos, el muchacho vio que su patrón volaba como un oso enfurecido, para participar de la refriega. «Dios proteja a los chinos si el señor Ross se enfurece de verdad», se dijo.

Dentro del enorme edificio encontraron un caos total. Veintenas de chinos bramaban entre las mesas donde se destripaba a los salmones pescados ese día. En un principio, Tom pensó que era sólo una riña más; tal vez dos trabajadores se habían liado a golpes por un puesto celosamente guardado ante la mesa de trabajo. Pero al correr hacia el centro del combate vio, con horror, que los chinos se estaban atacando unos a otros con los afilados cuchillos de limpiar pescado.

—¡Basta! —aulló.

Pero su orden no tuvo efecto. El señor Ross, que ya se había visto envuelto en otros disturbios, avanzó a empujones hasta el centro del combate, gritando:

—¡Atrás, atrás! —Sus órdenes no tuvieron más efecto que las de Tom.

—¡Ah Ting! —llamó Tom, con la esperanza de localizar al líder de los chinos—. ¡Ah Ting, acaba con esto!

No halló al hombrecito; tampoco parecía que nadie estuviera tratando de poner fin al alboroto. En ese momento el señor Ross, enfurecido por esa frenética interrupción del proceso, trató de sujetar a un chino y luego a otro. Al principio no logró nada.

—¡Tom! ¡Échame una mano!

—¡Aquí estoy! —gritó el muchacho, corriendo en ayuda de su patrón, que estaba aferrado a la coleta del más vigoroso de los combatientes.

Y entonces vio, horrorizado, que el señor Ross había inmovilizado los brazos a su prisionero, imposibilitándole la defensa. Así expuesto, el aterrorizado chino sólo pudo mirar, impotente, al compañero que le atacaba con un largo cuchillo, clavándoselo en el corazón y luego en el vientre, que desgarró con un potente movimiento hacia arriba.

El señor Ross, que retenía al cautivo en sus brazos, sintió que la vida escapaba del cuerpo tenso. Mientras el herido se aflojaba, tres amigos del muerto se arrojaron contra el asesino, apuñalándole varias veces hasta que también cayó inerte.

—¡Ah Ting! —gritaba Tom, de un lado a otro.

Pero el hombre cuya misión era evitar esos alborotos seguía sin aparecer. De cualquier modo, ya no era necesario, pues la impresión de los dos asesinatos hizo que los chinos retrocedieran, permitiendo la restauración del orden. El señor Ross, sujetando aún el cadáver del hombre cuya muerte había provocado, miró a su alrededor, aturdido, mientras Tom continuaba llamando a Ah Ting.

Por fin Tom vio al agresivo líder. Estaba inmovilizado contra una pared, rodeado de tres hombres, todos más altos que él. Los tres le apuntaban con los cuchillos al cuello y al corazón. Alguna perturbación descabellada había asolado el cobertizo, algo demasiado grande, que no se podía resolver con los procedimientos ordinarios. En los primeros momentos esos hombres, decididos a llevar las cosas hasta el final, habían aislado a Ah Ting para impedirle ejercer su autoridad. Los dos asesinatos eran el resultado. Tom corrió hacia ellos, gritando:

—¡Suéltenlo! —Ellos obedecieron.

—Pelea grande, patrón —jadeó Ah. Ting, liberándose con una sacudida—. No pude parar.

El señor Ross se acercó lentamente, con las manos enrojecidas por la sangre del hombre que había inmovilizado.

—¿Estabas tú a cargo de esto? —interpeló al chino.

Tom intervino:

—Es Ah Ting, el líder. Buen hombre. Estos tres lo tenían prisionero.

La primera reacción del señor Ross fue gritar: «¡Los tres están despedidos!». Pero antes de pronunciar esas palabras comprendió que parecerían estúpidas. No había modo de despedir a los chinos indeseables en una fábrica de conservas durante el verano. Esos hombres habían llegado de Shanghai hasta América en un barco británico, y de San Francisco a Seattle, en un tren estadounidense. Y algún agente de Ross Raglan los había puesto a bordo de un vapor de la firma para que los depositara directamente en la fábrica del estuario del Taku. Suponiendo que el señor Ross, en su obstinación, despidiera a los tres hombres, ¿adónde irían? Estaban a muchos kilómetros de cualquier sitio poblado; aunque llegaran a alguna población, como Juneau o Sitka, se les negaría el ingreso, pues los chinos no podían entrar. Supuestamente, debían llegar en barco ya avanzada la primavera, trabajar todo el verano en algún sitio remoto y embarcarse otra vez a principios de otoño, llevándose sus pocos dólares para sobrevivir en alguna gran ciudad, hasta que los reclutadores volvieran a convocarlos para la temporada siguiente.

Por eso, en vez de expulsar a los que habían neutralizado a Ah Ting, el señor Ross los miró con las cejas fruncidas y preguntó a Tom:

—¿Qué podemos hacer?

El muchacho dio la única respuesta sensata:

—Sólo una cosa: confiar en que Ah Ting vuelva a hacerlos trabajar.

—¿Llamamos a la policía? Ahí hay dos muertos.

—Aquí no hay policía.

Con esa frase, Tom describía la extraordinaria situación en que se encontraba el distrito de Alaska. En las ciudades como Juneau había hombres con el título de policías, pero no tenían ninguna autoridad real, pues no existía un sistema de gobierno organizado; era inconcebible que esos improvisados oficiales se aventuraran en una zona como la de Taku. Cada industria conservera tenía su propio sistema de protección, que incluía medidas drásticas contra los alborotos, incluidos los crímenes cometidos en las plantas. Por lo tanto, el asesinato de los dos trabajadores chinos pasó a ser responsabilidad de Tom Venn. El señor Ross tenía mucho interés por ver cómo procedía el joven.

Le impresionó favorablemente la temeridad con que Tom se paseó entre los agitados trabajadores, indicándoles que volvieran a sus tareas y verificando que el salmón fuera llegando ordenadamente desde los barcos. Pero cuando llegó el momento de disciplinar a los que habían cometido el asesinato, el empresario vio con espanto que Venn dejaba el asunto en manos de Ah Ting. Se horrorizó más aún al ver la decisión del chino. Ah Ting reprendió a los culpables, no hizo nada por castigar a los que le habían inmovilizado durante los disturbios y, sin mucha contundencia, indicó a los hombres que tomaran sus cuchillos y volvieran al trabajo.

Pero lo que hizo a continuación afectó al señor Ross aún más profundamente. Ah Ting ordenó a dos hombres que le trajeran uno de los toneles grandes, utilizados para enviar salmón salado a Europa, y volcó en su interior siete u ocho centímetros de sal gruesa. Luego se inclinó hacia el fondo para esparcir la sal, se sacudió las manos e indicó a sus dos ayudantes que trajeran al primero de los asesinados. Cuando tuvo el cadáver en el suelo, ante sí, Ah Ting y sus hombres le quitaron toda la ropa y lo pusieron en el barril, en posición sentada. Luego hicieron lo mismo con el segundo cadáver, sentándolo frente al primero y acomodándolo junto a él.

—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó el señor Ross.

Y Tom explicó:

—Nuestro contrato nos exige que, si algún chino muere, enviemos su cuerpo a China para que sea sepultado en lo que llaman «el suelo sagrado del reino celeste».

—¿En un barril?

—¡Mire!

Ante los ojos incrédulos de ambos, Ah Ting y sus ayudantes llenaron de sal gruesa todo el espacio libre del tonel, hasta que los muertos desaparecieron por completo. Hasta sus fosas nasales se llenaron de sal. Una vez clavada la pesada tapa, el barril-ataúd quedó listo para ser embarcado a China, donde los dos hombres asesinados alcanzarían la inmortalidad, tal como aseguraba su tradición.

En las oficinas de la dirección, el señor Ross aún estaba alterado por lo que había visto:

—Un hombre asesinado mientras yo lo sujetaba. Su atacante apuñalado cinco o seis veces. El que debía estar al mando, cautivo. Y todo se arregla envasando a las víctimas en un tonel de sal. —Cuanto más reflexionaba sobre esa extraordinaria conducta, más se afligía—. No podemos tener chinos en nuestra planta. Tienes que deshacerte de ellos, Tom.

—Nadie puede manejar una industria conservera sin ellos —adujo Venn. Y repasó brevemente las desastrosas experiencias de los que habían tratado de procesar el salmón con otro tipo de trabajadores—. Los indios se niegan a trabajar quince horas diarias. Los blancos, peor aún. Los filipinos, como ya ha visto usted, causan más problemas que los chinos y trabajan la mitad. Tenemos que soportarlos, señor Ross. No quiero que usted se eche atrás por este incidente, mucho menos en nuestro primer año.

—Lo que me irrita… No, no me irrita, pura y simplemente, me da miedo… es el modo en que tú y yo estamos a merced de ese Ah Ting. Creo que se dejó neutralizar por esos hombres. No quería enfrentarse a esos locos armados de cuchillos.

—Pero cuando quedó libre, señor Ross, hizo que todos volvieran a trabajar. Yo no habría podido hacerlo.

—No quiero que mi fábrica esté a merced de esos bandidos chinos. Tenemos que hacer algo.

Cuanto más estudiaba a sus empleados chinos, más se horrorizaba:

—En todo el grupo hay sólo tres que saben un poco de inglés. Son un clan cerrado, viven según sus propias normas, con su propia comida y sus propias costumbres. Y por algún motivo que no puedo determinar, ese Ah Ting me pone nervioso.

—A veces a mí me pasa lo mismo, señor Ross.

—¿Qué pasa con él?

—Que se sabe indispensable. Sabe que esta fábrica no podría procesar un solo salmón sin él. Y creo que es astuto.

—¿En qué sentido?

—Sin duda él sabía que iba a producirse inevitablemente un disturbio grave. Sospechaba que habría cuchilladas y quiso que le retuvieran prisionero mientras sucedía todo.

—Quiero que ese hombre salga de nuestra propiedad.

—Como Tom no dijo nada, Ross continuó—: Me enfurece que me sonría así, seguro de que es él quien manda, no yo.

Tom, sabiendo que no sería posible prescindir de Ah Ting, ni ese año ni el siguiente, pasó por alto el descontento de Ross. Tres días después, ambos presenciaron el embarco del tonel funerario en la bodega de un barco de R R, que llevaría salmón a un mayorista de Boston. Ninguno de los chinos se molestó en despedir al doble ataúd que partía hacia China, pero Tom, al iniciar el regreso a su oficina, sorprendió a Ah Ting en las sombras. El flaco individuo estaba sonriendo, y Tom tuvo una momentánea sospecha de que no lamentaba en absoluto haberse liberado de uno, cuanto menos, de quienes viajaban en ese barril.

Pero la preocupación por los chinos terminó abruptamente cuando el señor Ross supo que los pescadores, de los que su fábrica recibía todo el salmón, protestaban por lo magro de su salario y se negaban a salir en los botes mientras no se elevara la paga. Los pescadores no declararon una huelga formal, pues eso iba contra los principios de libertad y responsabilidad individual; tal como dijo un marinero: «Las huelgas son para los que trabajan en las fábricas de Chicago y Pittsburgh. Nosotros sólo exigimos una paga justa por lo que pescamos». Y cuando el señor Ross dijo a Venn que era imposible aumentar los salarios, cosa que Tom repitió a los pescadores, los botes dejaron de navegar por el estuario. Durante dos semanas, que se hicieron espantosamente largas, la Fábrica de Conservas Tótem no recibió un solo salmón.

Los trabajadores chinos de la carpintería continuaban haciendo cajones, pero el grupo más grande, dedicado a descabezar, destripar y limpiar el pescado, no tenía nada que hacer. La ociosidad hizo que riñeran con los filipinos, que también estaban desocupados. El enorme establecimiento se convirtió en un lugar tan intranquilo que Tom advirtió a su jefe:

—Si no entra pronto el salmón tendremos problemas de verdad.

Fue entonces cuando el joven Tom Venn pudo apreciar las dificultades de la dirección, al observar de cerca a Malcolm Ross, hombre decidido y adinerado, que a los cincuenta y dos años tenía a cientos de hombres a sus órdenes y poseía una veintena de barcos, pero se encontraba indefenso ante una banda de chinos y un puñado de pescadores. No podía ordenar a los chinos que se comportaran bien si no tenía trabajo para proporcionarles; tampoco podía suspenderles el salario ni dejar de alimentarlos, pues eran prisioneros de su planta y, aunque quisieran, no podían salir de ella.

Ante los pescadores, ferozmente empecinados, estaba igualmente inerme. «Podemos vivir de nuestros ahorros —decían ellos—, o de lo que ganamos vendiendo pescado a las mujeres de Juneau. El señor Ross, de Seattle, Puede irse al demonio». Ross, renuente a conceder aumentos que le parecían excesivos, no podía obligarlos a pescar ni conseguir salmón de otras fuentes. Atrapado en esa prensa, constituida por los chinos a un lado y los pescadores indios o blancos iletrados por el otro, se sentía tan angustiado que pasó toda una semana echando humo y buscando una solución en la que ni chinos ni pescadores pudieran afectarle.

—Tenemos que ser autosuficientes, Tom, para que nunca más nos veamos agobiados por una temporada como ésta.

No reveló a Tom lo que estaba ideando, pero en los últimos días de la segunda semana, mientras la fábrica de conservas perdía grandes sumas diarias de dinero solía pasearse por las orillas del estuario como si estudiara esas aguas llenas de peces, o por los cavernosos edificios, donde las mesas, los hornos y los soldadores guardaban silencio. Sólo se oía el martilleo de los carpinteros chinos, dedicados a fabricar cajones que tal vez nunca se llenarían. En esos días de intenso estudio, Malcolm Ross, de Seattle, construyó su visión y puso en marcha su plan para hacerla realidad.

—Lo que haremos, antes del año próximo —dijo a Tom, casi con amargura—, será sorprender a estos bandidos. Ross Raglan no volverá a quedarse parada por culpa de infames chinos y pescadores borrachines.

—¿Qué tiene usted pensado?

—Deshacerme de ese sonriente Ah Ting. Y dar una lección a esos insolentes pescadores.

—¿Cómo?

Ross se lanzó vigorosamente a la acción:

—Di a los pescadores que aceptaremos sus demandas si duplican la pesca. Di a Ah Ting que sus cobertizos deben funcionar dieciséis horas por día. Envía un telegrama para que vengan nuestros dos barcos más grandes. En las semanas que restan de esta temporada enlataremos tanto pescado como nunca se ha visto en Alaska.

Los pescadores, jactándose por haber derrotado al gran hombre de Seattle, aceptaron su desafío y se aseguraron el aumento, pescando arduamente para ganarse la bonificación prometida. En cuanto las bonitas cargas de salmón llegaron al muelle, los chinos de Ah Ting aceptaron las raciones extra autorizadas por el señor Ross y trabajaron dieciséis horas productivas por día, siete días a la semana.

Las mesas de limpiar nunca estaban libres de pescado. Los grandes hornos alemanes recibían una carga de latas tras otra. Los hojalateros chinos trabajaban en tres turnos para fabricar el gran número de latas requeridas, mientras los especializados, bajo la dirección de Ah Ting, soldaban las tapas. Los equipos de empaque las almacenaban a razón de cuarenta y ocho por cajón y las enviaban por la tolva hacia los barcos que esperaban.

Al funcionar la planta a pleno rendimiento, con todas sus partes ajustadas tal como las había imaginado un año antes, el señor Ross vio en eso un milagro americano, una operación casi sin fallas, que proporcionaba uno de los alimentos más nutritivos a los compradores de todo el mundo, a precio que ningún otro podía igualar. Sopesó en la mano una de las latas que salían de la máquina etiquetadora y se la arrojó a Tom Venn, exclamando:

—Medio kilo de insuperable salmón. Dieciséis centavos en las tiendas de toda Norteamérica. Y el año próximo lo tendremos todo bajo nuestro control, TOM. Basta de chinos. Basta de hombres en botecitos que nos mandan a voluntad.

En su euforia pronunció una frase que dominaría sus actos por el resto de su vida:

—A los comerciantes de Seattle nos corresponde organizar Alaska. Y te prometo que voy a abrirme camino.

—¿Qué debo hacer yo? —preguntó Tom.

—Paga las cuentas. Embarca a los chinos en el último barco. Cierra la planta y, el primer día de enero, toma uno de nuestros barcos en Juneau y ven a trabajar conmigo en Seattle. Porque el año próximo vamos a asombrar al mundo.

Y después de decir eso, se embarcó en un navío de R R, despidiéndose de la fábrica cuya primera temporada llegaba ya a su fin y observó con aprobación las maniobras del capitán, que buscaba el camino hacia la Morsa, fuera del canal, y hacia sus oficinas de Seattle.

El 5 de enero de 1904, Tom Venn encargó a su asistente la administración de la sucursal de R R en Juneau y sacó pasaje en uno de los barcos más pequeños de la firma para retornar a Seattle, cumpliendo así con el deseo que le desazonaba desde 1898, desde aquel día de marzo en que había abandonado con Missy aquella atractiva ciudad para ir a las minas del Klondike. Tanto le entusiasmaba la perspectiva de volver a Seattle que pasó la primera noche casi sin dormir. Cuando el barco entró por fin en las tranquilas aguas del estrecho, él estaba acodado en la barandilla, ansioso por ver el monte Rainier. Cuando apareció el majestuoso pico nevado, exclamó sin dirigirse a nadie en especial:

—¡Mira esa montaña!

Más tarde, cuando una pasajera preguntó cómo se llamaba ese enorme cerro, Tom contestó con orgullo:

—Monte Rainier. Protege a Seattle.

—Parece pintado por un artista —comentó la mujer. Y él asintió. El retorno fue muy emocionante para Tom. Ante el familiar panorama de la ciudad que emergía del agua, concibió pensamientos audaces: «Si el año próximo tenemos ganancias en la fábrica de conservas, el señor Ross estará casi obligado a trasladarme definitivamente a Seattle. ¡Ojalá!». Y susurraba para sí: «Con el dinero que me dio John Klope, me compraré una casa en una de esas colinas para ver nuestros barcos cuando lleguen de Alaska». Al formular esos pensamientos, imaginaba al Alacrity, el pequeño navío blanco de R R, en el que él, su padre y Missy habían viajado hacia la gran aventura del Yukón.

¡Qué remotos parecían esos tiempos de gran audacia! Al recordarlos, resolvió desempeñarse en la fábrica de conservas tan notablemente como había hecho Missy en Dawson y Nome. «Voy a darte motivos de orgullo, Missy. Un día de éstos voy a darte motivos de orgullo».

Cada vez más entusiasmado, desembarcó sin llevar nada consigo y corrió por el muelle donde en otros tiempos vendía periódicos. Al buscar el letrero familiar de R R entre las oficinas del puerto, descubrió que el viejo edificio había sido reemplazado por uno moderno. En cuanto cruzó sus Puertas, tres hombres mayores le reconocieron:

—Ahí viene Tom Venn, cargado de oro de Nome.

Después de los calurosos saludos, le dijeron:

—Deja todo el equipaje a bordo. Nosotros nos encargaremos de enviártelo.

—¿Y dónde voy a hospedarme?

—El señor Ross ha dado la orden de que te dirijas inmediatamente a la oficina principal. Él te dará instrucciones.

Eran las diez de la mañana cuando Tom llegó al edificio de Cherry Street, en cuya puerta de roble lucía el letrero bien tallado: ROSS RAGLAN. Como en aquella primera visita, casi siete años antes, sentía un palpitar de entusiasmo al cruzar la antesala de la oficina del señor Ross. Custodiaba los portales la misma dama austera: Ella Sommers, con el pelo ya veteado de blanco, y en el sitio reinaba el mismo aire de atareada importancia, pues ése era el centro neurálgico desde el que se controlaban los centros de actividad que se extendían a todo el noroeste de América y Alaska.

—Soy Tom Venn, de Juneau. En el puerto me han dicho que el señor Ross quería verme.

—Sí, es cierto —dijo la señorita Sommers—. Debe pasar usted inmediatamente. —Y señaló una puerta por la que sólo unos pocos podían pasar.

En cuanto Tom entró en la habitación, volvió a experimentar el hechizo del poderoso hombre sentado tras el gran escritorio de roble. Como siempre, había una perfecta concordancia entre el pelirrojo y el ambiente en que se movía, pero en esta ocasión el espacio estaba colmado por tres mesas más pequeñas, en las que se veía una desconcertante serie de maquetas de madera, cuyas piezas entrecruzadas se movían al manejarlas el señor Ross o uno de los dos hombres que le acompañaban.

—Estos señores son de la universidad, Tom. Saben mucho de salmón. Caballeros, les presento al señor Venn, que viene de la Fábrica de Conservas Tótem donde instalaremos estas máquinas, si ustedes las hacen funcionar.

Con estas palabras perentorias se dio comienzo a la informal reunión. El señor Ross se acercó a la más grande de las tres mesas y explicó:

—Esto es el estuario del Taku y nuestro río de las Pléyades, indicado por el papel azul. Nuestra fábrica está aquí. Muéstrenos cómo va a funcionar, profesor Starling.

En cuanto se pronunciaron las primeras palabras, Tom se adaptó al diagrama; estaba en el medio del estuario del Taku.

—Ahora, usted debe imaginar que es un salmón y que nada aguas arriba para procrear, en un cálido día de julio —dijo el profesor.

Tom se convirtió entonces en un salmón, y desde ese momento comprendió como si lo sufriera en carne propia lo que Starling decía.

—Esto es el estuario del Taku, tal como lo conocemos en la actualidad. Los salmones regresan hacia nuestro lago de las Pléyades, por aquí, o a uno de cien lagos similares de Alaska o del Canadá; pasan por este punto, donde los pescadores pescan una buena parte para llevarlos a la fábrica, por aquí.

—El verano pasado el sistema funcionó bastante bien —dijo Tom— y a partir de marzo vamos a ampliar la planta.

—Ustedes envasaron una cantidad respetable —reconoció el segundo profesor, un tal doctor Whitman—, pero podría haber sido cuatro veces superior.

—¡Imposible! —aseguró Tom, sin vacilar—. El señor Ross sabe que nuestros botes trabajaron tiempo extra, descontando las dos semanas de conflicto por el aumento.

El señor Ross intervino:

—Estos hombres conocen un modo de ayudarnos a evitar la tiranía de los pescadores y cuadruplicar nuestra pesca, tal como acaban de decir.

—Eso sería un milagro —dijo el muchacho, secamente.

Y Ross replicó:

—Hacen falta milagros para salvar a nuestra industria, Tom, y en esta habitación tenemos tres. Estúdialos bien.

—Lo que haremos —explicó el profesor Starling— será cruzar esta encañizada en buena parte del estuario y en toda la entrada al río de las Pléyades. Puso en el centro de la mesa una construcción de madera que dominaba gran parte del estuario y todo el río. Tom adujo que no sería posible construir una encañizada de tal magnitud en las profundas aguas del Taku, pero Starling se echó a reír.

—Es lo que dice todo el mundo. El mismo señor Ross lo ha dicho aquí, cuando le he mostrado el modelo.

Ross asintió con una sonrisa.

—Lo que haremos —continuó Starling— es llevar todo el sector central hasta el canal, anclarlo allí y luego construir estos laterales como estructuras permanentes, afirmadas en el fondo. ¡Mire lo que resulta!

Tom Venn, que seguía nadando aguas arriba como un salmón, se encontró frente a un obstáculo que obstruía su curso de agua; cuando llegó a uno de los brazos extendidos, siguió naturalmente la inclinación hacia la izquierda; eso le arrojó al centro de la trampa flotante, donde había una encañizada de tamaño suficiente para alojar quinientos salmones. Allí era fácil recoger con redes a los peces para llevarlos a la planta.

—Lo que resulta —explicó Starling— es una obra maestra en tres partes. Estos largos dedos se extienden para guiar al salmón hacia donde nosotros queremos. Luego, la trampa en sí, con estas mangas donde el salmón puede nadar, pero no retroceder. Y por fin, las grandes encañizadas, donde se recogen los peces para procesarlos en la planta.

Una vez explicado el mecanismo, dio un paso atrás, con aire de admiración, y concluyó:

—Piense usted en las ventajas. Es barato construirlo. Barato repararlo. Atrapará a todos los salmones que remonten el río y a buena parte de los que vayan hacia Canadá.

Ross añadió su terminante evaluación:

—Y podemos decir a los pescadores que se vayan al demonio. Tom, aún atrapado en la encañizada, a la que había llegado exactamente como el Profesor Starling deseaba, dijo en voz baja:

—Es atrapar salmones sin tener que pescarlos.

Y los tres hombres mayores aplaudieron, pues ésa era justamente la finalidad de la encañizada.

—Iniciaremos la construcción a mediados de febrero —dijo Ross—. La encañizada, la trampa y la guía del oeste se mantienen a flote. La guía del este, que comienza en nuestra costa, será una construcción permanente.

Fue entonces cuando Tom percibió el inconveniente del sistema propuesto:

—Pero no habrá ningún salmón que pueda pasar para procrear en el lago de las Pléyades. En tres o cuatro años se habrán extinguido los salmones Nerkas.

—¡Ajá! —exclamó Ross—. Ya hemos pensado en eso. Cada sábado por la tarde cerraremos la trampa y abriremos las guías; todos los salmones que remonten el estuario durante la noche del sábado y todo el domingo podrán pasar. El profesor Whitman nos asegura que serán suficientes para asegurarnos una abundante provisión en los años venideros.

Y Whitman asintió.

—¡Ahora hablemos de los chinos! —exclamó el empresario, pasando a la segunda mesa, con los ojos llenos de entusiasmo—. Mira esto, ¿quieres?

Era un modelo muy bien hecho, con hojalata de verdad; con ella exhibió una solución simple y limpia para el problema de fabricar los envases:

—Aquí, en Seattle, un carro grande, tirado por cuatro caballos, lleva al muelle cincuenta, cien mil piezas como ésta, para embarcarlas hacia Tótem.

Tenía en la mano izquierda un pequeño objeto rectangular de hojalata aplanada. Tom no logró ver en él un envase terminado y así lo dijo.

—Yo tampoco podía —reconoció Ross—. Cuando el profesor Whitman me lo mostró, me eché a reír. ¡Pero mira!

Colocó la pieza en la complicada maquinaria y presionó una palanca. Poco a POCO, un brazo móvil se introdujo en él, separando dos láminas de hojalata. Una vez formada la entrada, otro brazo móvil extendió la hoja soldada hasta formar un envase perfecto, sin fondo ni tapa. Ross exclamó en tono triunfal:

—Cada diez segundos tienes una lata perfecta, lista para que se suelde el fondo y se la llene con salmón. Basta de chinos para fabricar latas —añadió, mientras entregaba el envase terminado a Tom—. Todo se hará aquí, en Seattle; se lo mantiene plano para ahorrar espacio en el barco y se le da forma en la planta, con una de estas máquinas.

—De cualquier modo habrá que soldar el fondo y la tapa —señaló Tom.

Y Ross le espetó:

—Enseñas a los filipinos a hacerlo. He encargado diez máquinas de éstas. Exultante por su parcial victoria sobre Ah Ting y sus rebeldes chinos, Ross pasó al último modelo, el más importante de todos:

—Esto aún no está perfeccionado, pero el profesor Whitman me asegura que nos estamos acercando.

—¡Un momento! —interrumpió Whitman—. Ayer me dijeron que han eliminado el problema de la adaptación a distintos tamaños.

—¿De veras?

—Sí. Todavía no he visto la nueva versión, pero si es cierto lo que me dicen…

—¡Vamos a verlo! —exclamó el empresario impulsivamente.

Y sin darles tiempo a protestar, recogió su chaqueta y condujo a los otros tres por la escalera, hasta la calle, donde detuvo dos coches de alquiler para llevar a los hombres a una fábrica, situada en el extremo sur del distrito comercial. Allí, en un edificio largo y bajo, dos magos de mentalidad práctica trabajaban en una máquina que, si llegaba a funcionar, revolucionaría la industria del salmón. Nervioso de entusiasmo, Ross condujo a sus acompañantes a la oscura zona de trabajo del edificio. Había allí una mesa larga, que contenía una desconcertante serie de cables, palancas y cuchillas afiladas.

—¿Qué es? —preguntó Tom.

Ross señaló un letrero escrito a mano, que algún chistoso había atado al extraño artefacto: EL CHINO DE HIERRO.

—Esto, exactamente —dijo—, una máquina que hace lo mismo que un chino.

A una señal, los dos ingenieros abrieron una válvula de vapor, que puso en funcionamiento varias cintas móviles y palancas; éstas, haciendo ruidos chirriantes, ejecutaron una serie de movimientos calculados para descabezar el salmón, cortar la cola y, con una hoja larga especial, abrirlo desde el estómago hasta el ano y retirar las entrañas. Tom, que observaban los diversos movimientos, pudo imaginar las operaciones, pero expresó sus dudas:

—Los salmones no son todos del mismo tamaño.

—Ése ha sido nuestro problema —dijo uno de los inventores—, pero creemos tenerlo resuelto.

Mientras la máquina continuaba con sus ruidosos movimientos, sacó de una nevera tres salmones: dos, del tamaño más común; el tercero, mucho más corto. Al poner el primero de los comunes en la máquina, tal como se haría en la planta, vio con evidente satisfacción que su máquina tomaba el pescado, cortaba cabeza y cola sin malgastar siquiera diez gramos de carne útil, y luego lo ponía de costado; a continuación, el aparato lo destripó con hábiles toques, apartó las entrañas y despachó el pescado perfectamente limpio.

—¡Estupendo! —exclamó Tom. Mientras lo decía, el segundo de los salmones llegó a la máquina y fue procesado con igual perfección—. ¡Magnífico, magnífico! —gritó Tom, tratando de imponerse al ruido de las cintas transportadoras—. Podríamos clasificar los pescados y procesar sólo los del mismo tamaño.

—¡Espere! —exclamó el segundo inventor.

Con afecto casi paternal, introdujo en la máquina el salmón restante, que era el más corto. Una parte del sistema, que Tom no había visto antes, descendió para medir el pescado y ajustar debidamente las cuchillas. La cabeza y la cola fueron cortadas de modo distinto, mientras Tom festejaba la inteligencia de la operación. Pero cuando la máquina puso el salmón de costado, la más importante de las cuchillas falló en su ajuste y, al operar sin guía, lo hizo trizas.

—¡Oh, demonios! —protestó el primer inventor—. Esa maldita leva no funciona, Oscar.

—¡Pero si anoche funcionaba! ¿Verdad, profesor Whitman?

—Yo la vi. Se ajustaba perfectamente.

El desilusionado inventor dio unos martillazos a la leva que fallaba, ajustándola a satisfacción. Luego dijo:

—Probemos con otros dos.

Con el salmón de tamaño normal, las cuchillas operaron perfectamente; cuando pasó el más pequeño, la leva volvió a errar en el ajuste y, una vez más, la gran cuchilla desmenuzó el pescado.

—¿Qué puede pasar? —se extrañó el hombre, casi a punto de llorar por el desconcierto.

Su compañero dijo, con dolorosa franqueza:

—Creíamos poder tenerla lista para la temporada de 1904. Estoy seguro de que podremos arreglarla, señor Ross, pero no puedo permitir que usted se arriesgue a usarla así.

—Tiene razón —dijo el otro—. No dudo que podemos idear un sistema seguro, pero aún no lo tenemos.

Y su socio añadió en tono melancólico:

—Será mejor que contrate a sus chinos por un año más. Pero en 1905 esta pequeña belleza estará haciendo el trabajo de ellos.

Ir a la siguiente página

Report Page