Alaska

Alaska


IX. X. SALMÓN

Página 55 de 75

El capitán del barco recién llegado, el del anterior y Tom Venn, como representante de la línea Ross Raglan, decidieron comunicarse con Binneford utilizando un megáfono. Tom, como portavoz, ofreció pagar todos los gastos relacionados con el inmediato desembarco de los pasajeros, Pero el canadiense se negó a estudiar siquiera la propuesta, pues mientras tanto había recibido una segunda serie de instrucciones de la casa central, donde le aseguraban que el Ontario Queen llegaría a la Morsa dos horas antes de lo calculado anteriormente. El telegrama concluía diciendo:

TODOS PASAJEROS SANOS Y SALVOS A BORDO ONTARIO QUEEN VIERNES CUATRO TARDE.

Tom, que se sentía personalmente responsable de la señora Ross, permaneció cerca del buque; aún pensaba que el capitán Binneford, a quien tenía por hombre sensato después de haberle tratado en el breve viaje entre Ketchikan y Tótem, querría garantizar la seguridad de sus pasajeros, pese a las instrucciones que pudieran ponerlos en peligro, y deseaba estar cerca para proteger a la señora Ross. Por lo tanto, pidió a Sam Bigears que volviera a la fábrica en otro bote de Tótem, para tranquilizar a Lydia y asegurarle que su madre no corría ningún peligro.

Cuando la embarcación de Sam apenas se había apartado del vapor encallado, un fuerte viento bajó por el estuario, procedente del Canadá. Dos marineros experimentados advirtieron:

—Si esto continúa tendremos un verdadero Taku.

Como Sam era cauteloso con los vendavales, describió un círculo completo y regresó, a fin de estar allí para desembarcar a los pasajeros si el viento arreciaba.

Ese jueves por la noche, en su crujiente alojamiento, la señora Ross y otros pasajeros escribían notas para sus familiares. La de ella era para Lydia:

Esta aventura me demuestra una cosa, y espero que tú lo comprendas también, Lydia. Ningún desastre (y el naufragio de esta nave es un desastre) justifica que una persona actúe estúpidamente. Por el contrario, en momentos así es preciso utilizar una Inteligencia sobrehumana. Espero que lo hagas siempre. Es estúpido mantener a los pasajeros atrapados en este barco, aunque exista una razonable seguridad de que el otro llegará a tiempo. Es estúpido permitir que unos cuantos dólares obstruyan el funcionamiento del sentido común. Y es siempre muy estúpido, Lydia, permitir que cosas sin importancia empañen la visión de lo verdaderamente importante para tomar la decisión correcta. Si salimos con vida de este patético navío, cosa que empiezo a dudar, tu padre contará con mi ardiente apoyo cuando exija que el capitán Binneford no vuelva a navegar en las aguas de Alaska, pues su conducta de esta noche es imperdonable, viendo que empieza a levantarse viento.

Sí, el viento arrecia considerablemente y el barco cruje mucho más que antes. Mientras escribo, un plato empieza a moverse por la mesa y, en vez de detenerse, adquiere velocidad. Pero me alegro de haber hecho este viaje contigo, Lydia. Creo que ambas vimos un nuevo aspecto del señor Venn, y no digo que fuera favorable o desfavorable, sino nuevo. Esa Nancy Bigears es una alhaja, hasta me dio una lección antes de que yo pudiera ofrecerle mi ayuda. Encárgate de que se desempeñe bien en la universidad. Y cuídate. Toma las decisiones correctas y defiéndelas.

No tengo tanto miedo, como podría hacer pensar esta carta. Estoy segura de que mañana nos rescatarán.

Cuando se acercó a la barandilla para arrojar su carta a Tom, debidamente provista de un peso, un oficial trató de impedírselo, aduciendo otra vez que eso comprometería la situación legal del barco, pero ella lo apartó de un empellón, diciéndole ásperamente:

—Por el amor de Dios, joven, no sea idiota.

Cuando Bigears llegó al sitio buscó el bote de Tom, pero no pudo hallarlo entre la veintena de pequeñas embarcaciones ansiosas de rescatar a los pasajeros. Más tarde lo vio hablar con la señora Ross, que seguía acodada en la barandilla. Por no alarmarla con las noticias que traía, esperó a que la mujer se retirara para abordar el bote de Tom.

—Tengo miedo. También hombres de planta.

—¿Qué pasa?

—Viene viento Taku. No duda.

—¿Crees que pueda sacar al Queen de las rocas?

—Si sube agua, quizá.

—¿Hay alguna posibilidad?

—Quizá sí.

Tom y Bigears remaron entre los botes hasta reunir a los dos capitanes que habían discutido con el capitán Binneford un rato antes.

—Sam Bigears ha pasado toda su vida en este estuario —les dijo—. Lo conoce mejor que nadie. Y él dice que… Explícales, Sam.

—Viene gran viento Taku. Quizá antes que sale sol.

—¿Traerá mucha agua?

—Seguro.

—Y habrá una marea bastante alta, además —observó Tom.

Los dos capitanes no necesitaban más información. En compañía de Tom y Bigears, se acercaron al Montreal Queen, gritando:

—Queremos hablar con el capitán Binneford.

—Está ocupado.

Uno de los capitanes se irritó:

—Diga a ese hijo de mala madre que se desocupe y venga a hablar con nosotros.

—No quiere más intromisiones.

—Pues las tendrá, porque está a punto de levantarse un viento Taku de los mil demonios y le despegará el culo de esa roca.

Como el joven oficial se negaba a interrumpir al capitán Binneford, el hombre se puso furioso y sacó un revólver para disparar dos veces por encima del Montreal Queen. Ante eso, el capitán Binneford acudió a la carrera.

—¿Qué pasa, señor Proudfit?

—Hay problemas —anunció su colega, desde el bote de rescate—. Va a levantarse un fuerte viento, capitán. Debería sacar a todos de ese barco.

—Mañana a las cuatro de la tarde llegará el Ontario Queen.

—Es posible que llegue y no los encuentre.

El capitán Binneford iba a retirarse, pero el segundo capitán le gritó:

—Este hombre ha pasado toda la vida en Taku. Él sabe. Y dice que el viento va a ser peligroso.

En la oscuridad, el capitán Binneford le miró fijamente, impresionado por esas palabras. Parecía dispuesto a escuchar, pero en ese momento Tom acercó una linterna a la cara de Bigears. Al ver que Sam era un tlingit, el capitán canadiense giró sobre sus talones y se retiró.

Pero Sam no se equivocaba en su apreciación del viento. A medianoche era ya tan potente que casi todas las embarcaciones pequeñas, cuyos tripulantes conocían esas aguas, buscaron la protección de una cala al norte del glaciar de la Morsa. Tom y Sam se sintieron en la obligación de mantenerse cerca, por si el capitán recobraba el buen tino, pero a las tres de la mañana las ráfagas eran tan fuertes que Bigears advirtió:

—Vamos o hundirnos también.

Tom, contra su voluntad, dirigió su bote hacia una cala, al sur del glaciar. Mientras se alejaban del Montreal Queen, preguntó:

—¿Qué va a pasar?

—Me parece hunde —respondió Bigears.

—Esos dos barcos grandes ¿no podrán rescatarlos?

—Tienen cabeza, se van ahora —replicó Sam.

Y Tom vio con horror, en la oscuridad, que los dos navíos de más tamaño se alejaban también en busca de refugio, pues sus capitanes sabían que el vendaval tendría pronto fuerza suficiente para estrellarlos contra las rocas.

Entre el rugir del viento y con el barco cada vez más escorado, la señora Ross escribía en su camarote una última nota, que su hija recibiría semanas después, manchada de agua:

Sin duda, Lydia, tu abuela conoció momentos como éste en los que todo parecía perdido. Recuerda las duras acusaciones que se hicieron contra ella y esas otras jóvenes valientes. Ellas sobrevivieron, y también lo haré yo. Pero el viento arrecia, sí, y esperamos el amanecer en una especie de mudo terror. Todo esto es muy triste. No puedo contener las lágrimas, porque era innecesario. Tu padre y yo habríamos solucionado el problema en tres minutos. Te ruego que desarrolles en tu carácter la voluntad de asumir las responsabilidades, pues es una gran virtud, quizá la más grande de todas. Te amo. Esta noche mis esperanzas deben pasar a ti.

Cuando rompió el alba, en la mañana del viernes, todos los barcos de rescate estaban diseminados y observando con horror el arreciar del vendaval, que agitaba el agua del estuario. Tom y Bigears salieron de su refugio y, desafiando el oleaje furioso, trataron de acercarse al varado Montreal Queen. Cuando hubo luz suficiente para ver el barco, peligrosamente escorado a babor, el viento se tornó tan potente que Tom exclamó:

—¡Volvamos!

Pero Bigears gritó:

—¡Tenemos que sacar señora Ross! —Y continuó impulsando su pequeña embarcación entre las grandes olas.

De pronto, una combinación de fuertes ráfagas y olas mucho más altas que las anteriores, meció al Montreal Queen hasta desasirlo y lo volcó sobre el flanco abierto.

En pocos minutos el hermoso barco desapareció en las aguas oscuras del estuario.

Debido al tremendo efecto de succión que el hundimiento provocó, no sobrevivió uno solo de los trescientos nueve pasajeros. Por evitar una pérdida financiera de dos mil dólares perecieron todas las personas que estaban a bordo del Montreal Queen, incluida la tripulación.

Tom y Bigears se quedaron en el lugar del naufragio, con diez o doce embarcaciones más, con la esperanza de salvar siquiera a unos cuantos pasajeros; pronto fue obvio que no había a quien rescatar. El barco había zozobrado con tanta rapidez que apenas quedaban algunos restos para marcar el sitio. A eso de las tres de la tarde, cuando Tom iba a iniciar el regreso a Tótem, Sam Bigears gritó:

—¡Mira!

El joven, al volverse, vio al majestuoso Ontario Queen, que llegaba con una hora de anticipación.

En la fábrica, Tom no pudo explicar lo ocurrido a las mujeres que esperaban. Fue Bigears quien trepó al muelle y, acercándose lentamente a la multitud reunida, abrazó a Lydia Ross:

—Todos hundieron. Todos. Tom tiene carta.

Lydia logró dominarse antes de que Tom se aproximara, pero al ver a ese apuesto joven, al que en un momento había tratado tan mal, corrió hacia él y se arrojó en sus brazos, deshecha en lágrimas.

A su regreso a Seattle, cuando anunció que se casaría con Tom Venn, su padre sospechó con razón que estaba actuando en un exceso de emotividad y le rogó que esperara hasta ver las cosas con más claridad. Pero ella le dijo.

—En esa visita vi las cosas con mucha claridad. Si mamá hubiera vivido, ella te habría dicho que me quedé para que Tom no se casara con Nancy Bigears, aunque ya verás que ella es maravillosa. Yo quería a Tom para mí, lo quería por los mejores motivos del mundo: le amo. —Más tarde añadió—: Le vi durante la tormenta. Actuó como lo habrías hecho tú, papá.

—Casi todos los hombres se comportan con valor en una tormenta —observó el señor Ross.

Y ella corrigió:

—El capitán Binneford, no.

El padre hizo valer su opinión de que no debía casarse inmediatamente:

—Las apariencias me importan un rábano, como bien sabes. Pero esa vieja expresión, «un intervalo decente», tiene sentido.

—El diez de octubre será decente —replicó ella—. Tom y yo tenemos cosas que hacer.

A la boda asistió Nancy Bigears, ya inscrita en la universidad. Entre ella y Lydia existía cierta incomodidad, pero no con Tom. Aún le amaba y la pareja lo sabía. Ellos también la amaban, pues Nancy era la primera tlingit que probaba suerte en el mundo de los blancos y le deseaban suerte. Cuando la muchacha preguntó dónde pasarían la luna de miel, Lydia respondió:

—En la planta de Ketchikan. Tom tiene mucho trabajo.

Y Nancy los besó a ambos.

Cuando Nerka, el salmón, saltó por encima de la guía de Tom Venn a fin de retornar al río de las Pléyades, se enfrentó al reverso del problema que lo había amenazado tres años antes. Ahora, siendo un pez aclimatado a la vida en agua salada, debía aprender nuevamente a vivir en agua dulce; esa brusca alteración requirió dos días de nadar lentamente en el nuevo medio. Pero Se adaptó gradualmente. Ahora la grasa acumulada en su joroba, en su período de prodigiosa voracidad, se convertía en una ventaja, pues lo mantenía vivo y fuerte para ascender las cascadas del río, ya que una vez que ingresara en agua dulce, no volvería a comer: todo su sistema digestivo se había atrofiado hasta el punto de no funcionar.

Tenía que recorrer quince kilómetros aguas arriba para llegar al lago. Esa tarea era muchísimo más difícil de lo que había sido el descenso; no sólo debía saltar grandes obstáculos, sino también protegerse de los muchos osos que se alineaban junto al río, sabiendo que se acercaban los salmones grandes.

En los primeros rápidos, demostró su habilidad nadando directamente por el centro, enfrentado a toda la potencia del torrente e impulsándose con enérgicos golpes de cola; pero cuando llegó a la primera cascada, de casi dos metros y medio de altura, puso a prueba su extraña habilidad; después de reunir fuerzas en el fondo, se arrojó súbitamente contra la caída de agua y elevándose en el aire, saltó los dos metros y medio, haciendo vibrar furiosamente la cola. Con un esfuerzo pocas veces igualado en el reino animal, superó ese considerable obstáculo.

Pero su más sobresaliente actuación se produjo ante la tercera cascada, que no era vertical, sino un tramo de cinco metros y medio donde el agua descendía rápida y turbulenta, con tal inclinación que ningún pez parecía poder franquearla, mucho menos de un solo salto.

Allí Nerka empleó otra táctica. Se lanzó furiosamente hasta el centro mismo del caudal y nadó dentro de la misma cascada, saltando y forcejeando hasta hallar un precario asidero a medio camino. Allí descansó por algunos instantes, reuniendo energía para la prueba más difícil.

Atrapado en medio de la caída, era obvio que no podía tomar impulso, pero sí elevarse casi verticalmente, agitando salvajemente la cola. Nadó una vez más, sin saltar, hasta el centro de la cascada e hizo un esfuerzo prodigioso para llegar a aguas tranquilas, en las que descansó durante largo rato.

Ahora se acercaba la parte más peligrosa de su viaje al hogar, en lo que se refiere a agentes externos; en ese estado de agotamiento dejó de aplicar la cautela por la que se mantenía vivo desde hacía seis años. Llevado por la corriente, se acercó a un grupo de osos que se reunían en ese sitio; sabían por experiencia de siglos que los salmones, terminada la batalla contra la cascada, pasaban un rato flotando sin rumbo y se convertían en presas fáciles.

Un oso grande había vadeado un par de metros en el río y, a golpes de zarpa, arrojaba a los agotados salmones a la orilla, donde los otros se precipitaban sobre ellos, desgarrándolos. Este animal, que reconoció en Nerka al salmón más prometedor de la mañana, disparó la zarpa derecha por el agua y lo agarró bajo el vientre, para arrojarlo con fuerza hacia atrás, como un pescador que recogiera una estupenda trucha.

Mientras volaba por el aire, Nerka notó dos cosas: la zarpa del oso le había desgarrado el flanco derecho, pero no de modo fatal, y en la dirección de su vuelo había algunas zonas que parecían agua. En cuanto aterrizó en suelo seco, con un fuerte golpe, dos osos grandes se adelantaron para matarlo, entonces Nerka describió una serie de locos giros, reuniendo toda la potencia de cola, aletas y músculos del cuerpo. Cuando los osos alargaron las fuertes zarpas, él se retorció como una mosca ebria que tratara de posarse sobre las vacilantes patas. En el momento en que iban a sujetarlo, saltó hacia una de las zonas brillantes. Era un tranquilo brazo del río, y allí se salvó.

Ahora, a medida que se acercaba al lago, la señal, compuesta de rastros minerales, la posición del sol, quizás la rotación de la Tierra o alguna fuerza eléctrica peculiar, todo eso se tornó abrumador. Venía siguiendo esa señal durante más de tres mil kilómetros y ahora le latía en todo el cuerpo envejecido: «Éste es el lago de las Pléyades. Éste es mi hogar».

Llegó al lago el 23 de septiembre de 1906; al entrar en esa hermosa masa de agua, entre las montañas protectoras, buscó el camino hacia el pequeño arroyo, con su especial acumulación de grava, en donde había nacido seis años antes. Por primera vez en su excitante vida buscó a su alrededor, no simplemente otro salmón, sino una hembra; cuando llegaron otros machos los reconoció como enemigos y los ahuyentó. Estaba por iniciarse la experiencia culminante de su vida, pero sólo él y otros dos ejemplares de los cuatro mil originarios habían logrado llegar a las aguas de su nacimiento. El resto había Perecido entre los peligros impuestos por el increíble ciclo de los salmones.

Misteriosamente, de una saliente oscura que arrojaba las sombras profundas tan gratas al salmón Nerka, surgió ella: una hembra madura que había compartido los mismos peligros y, a su modo, había sabido evitar las guías extendidas para atraparla y ascender las cascadas, utilizando sus propias tretas. Era igual a él en todo sentido, exceptuando la fiera mandíbula pronunciada. Y ella también estaba lista para el acto final.

Se le arrimó serenamente, como si dijera: «buscaré tu protección» empezó a menear suavemente la cola y las aletas, apartando los sedimentos aluviales caídos sobre la grava que pretendía utilizar. Empleando sólo esos movimientos fue excavando un nido de unos quince centímetros de profundidad y el doble de su propia longitud, que rondaba los sesenta centímetros. Preparado el nido, lo probó otra vez, para asegurarse de que la corriente del agua fría vivificante brotara aún del río oculto; al sentir su tranquilizante presencia, estuvo dispuesta.

Entonces se inició el cortejo: una danza lenta, soñadora, en la que Nerka se acercaba cada vez más, frotando sus aletas a las de ella, apartándose a una breve distancia para regresar precipitadamente. Se presentaron otros machos que percibían la presencia de la hembra, pero Nerka los ahuyentaba en cuanto aparecían. Y la lírica danza continuaba.

De pronto se produjo una transformación: los dos salmones abrieron la boca tanto como se lo permitían las articulaciones de las mandíbulas, formando grandes cavernas para la entrada de agua fresca. Era como si desearan purificarse, barrer las viejas costumbres para preparar lo que iba a suceder. Cuando ese rito estuvo completo, experimentaron salvajes y furiosas oleadas de emoción; giraron a la par, entrechocando las mandíbulas y haciendo temblar las colas. Al terminar ese ballet acuático abrieron nuevamente la boca y la hembra liberó unos cuatro mil huevos; en ese instante preciso Nerka expulsó su lecha sobre toda la zona. La fertilización se produciría por azar, pero el increíble torrente de lecha hacía probable que cada huevo fuera fecundado; Nerka y su compañera habrían cumplido con su parte en la perpetuación de la especie.

Una vez cumplido su destino, terminados los misteriosos viajes, les esperaba la increíble culminación de sus vidas. Como no habían comido siquiera un pececillo desde que habían abandonado el océano, y estaban tan agotados por el viaje aguas arriba, la batalla contra las trampas y los ascensos por las cascadas, no conservaban siquiera una pizca de fuerza vital. Consumido el poder de la voluntad por esos tremendos esfuerzos, se dejaron llevar por la corriente, sin rumbo; las aguas caprichosas los transportaron hacia el sitio donde el lago se vaciaba en el río.

Cuando ingresaron a los vivaces remolinos del arroyo, revivieron por un momento y agitaron la cola de la manera acostumbrada, pero estaban tan débiles que nada ocurrió; la corriente los arrastró pasivamente hasta el lugar donde se iniciaban las cascadas y los rápidos.

Al llegar al sitio fatal donde esperaban los osos, Nerka reunió energía, suficientes para apartarse, pero su compañera, próxima a la muerte, no pudo hacerlo; uno de los animales más grandes la atrapó con sus poderosas zarpas y la arrojó a la costa, donde otros osos saltaron sobre ella. Desapareció en un breve instante.

Si Nerka hubiera estado en posesión de sus facultades, nunca habría permitido que la cascada larga lo estrellara contra sus rocas más peligrosas, pero eso fue lo que ocurrió; la última caída fue tan demoledora que le arrancó la escasa vida que le quedaba. Trató vanamente de recobrar el control de su destino, pero el agua implacable continuaba golpeándolo de roca en roca; lo último que vio de la Tierra y sus aguas, de las que él había formado parte tan gozosamente, fue un gran chorro por el que quedó absorbido contra su voluntad y la voluminosa roca que acechaba allí. Con un tremendo golpe dejó de existir.

Había vuelto al sistema del lago de las Pléyades el 21 de septiembre de 1906. El día 25 engendró la siguiente generación de salmones Nerka; moría en el último día del mes. Había vivido cinco años y seis meses, cumpliendo todas sus obligaciones con valor, tal como lo había programado la naturaleza.

Su cuerpo muerto derivó aguas abajo durante cinco kilómetros, hasta que las ondas lo dejaron en un remanso donde aguardaban los cuervos, familiarizados con las costumbres del río. Llegó a donde estaban ellos a las cuatro de una tarde cada vez más fría, en la que alimentarse era esencial; al caer la noche sólo quedaba su esqueleto.

De los cien millones de salmones Nerkas nacidos con él en 1901, sólo unos cincuenta mil lograron retornar; como es razonable suponer que se dividían por partes iguales entre machos y hembras, esto significa que hubo veinticinco mil parejas para la procreación. Puesto que cada hembra produjo alrededor de cuatro mil huevos, habría un total de cien millones de huevos disponibles para asegurar una generación nacida en 1907, número que, como ya hemos visto, es el requerido para mantener la población normal del lago. Cualquier disminución en la cantidad de supervivientes pondría en peligro la continuación de la especie.

Si al año siguiente las guías se elevaban un poco más, según lo planeado, el número de salmones capaces de evitarlas para procrear disminuiría aún más y, año tras año, la deficiencia iría en aumento.

La codicia de Tom Venn y sus patrones de Seattle había condenado al salmón del lago de las Pléyades, uno de los miembros más nobles del reino animal, a su extinción final.

En noviembre, Thomas Venn y señora estaban dedicados a cerrar la planta Ketchikan para la temporada de invierno, después de una excelente campaña. En esos días, recibieron la visita de un funcionario enviado por la casa central de Seattle, que traía noticias deprimentes:

—El señor Ross me encargó que les dijera que Nancy Bigears, después de unas pocas semanas en la universidad, se embarcó en uno de nuestros barcos para volver a Juneau. Cuando le preguntaron por qué abandonaba sus estudios, dijo: «Esas clases no me ofrecían nada».

—¿Y a qué se ha dedicado? —Quisieron saber Tom y Lydia.

Para estar seguro de dar la respuesta correcta, el hombre sacó de su bolsillo un papel que le había dado el señor Ross:

—Dos semanas después de llegar a Juneau, Nancy se casó con un chino que trabaja haciendo reparaciones, que se llama Ah Tíng.

Ir a la siguiente página

Report Page