Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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—Si tratáramos de cubrir la última parte de esta ruta caminando, de Edmonton a Fairbanks, tardaríamos unos dos años, siempre que contáramos con un buen guía indio y un avión que nos arrojara las provisiones. En coche, tal vez quince años, si alguna vez los dos países se decidieran a construir una ruta por esos páramos… y pudieran hacerlo. Lo que vamos a construir nosotros son once pistas de aterrizaje de emergencia. Y como no hay carreteras a lo largo de casi todo este trayecto, ustedes tendrán que llevar el equipo en avión. Ahora mismo. Naturalmente, desde el extremo opuesto, en Edmonton, otro grupo de muchachos volará también con su parte de la carga. A partir de esta noche, todos ustedes están reclutados en uno de los proyectos más endiablados de Alaska: construir aeropuertos donde nunca los hubo. Necesitamos de ustedes y de sus aviones. Se establecerá una oficina en Anchorage y he pedido a dos oficiales que trabajen aquí, a partir de este momento. El capitán Marshal, de la Fuerza Aérea. El mayor Catlett, del Cuerpo de Ingenieros… Señores, pueden comenzar a inscribir a los pilotos.

Los dos oficiales quedaron encantados al enterarse de que LeRoy Flatch poseía (más o menos) dos aeroplanos: el Cub y el cuatro plazas Waco; pero quedaron desconcertados cuando él decidió alquilar el Waco y quedarse con el Cub:

—Lleva más carga. Puede hacer más cosas. Y si se estrella es más fácil salir caminando.

Descartó cualquier otra obligación, aunque ocasionalmente pedía en préstamo su cuatro plazas para llevar apresuradamente a los Venn hasta Denali, y se dedicó a hacer un viaje tras otro, todos tediosos, con enormes cargas para las incipientes pistas en el páramo. El sistema de aeropuertos en cadena, por primitivo y provisional que fuera, tenía el pomposo título de Northwest Staging Route. Como sus diversos componentes entraban en servicio en momentos muy distintos, y una base difícil se ponía en funcionamiento cinco meses antes que otra mucho más cómoda, los vuelos eran irregulares. Pero los aguerridos pilotos como Flatch se acostumbraron a descender en sitios como Watson Lake, Chicken y Tok; de vez en cuando volaban a lugares que nunca habían oído nombrar, entre Fairbanks y Nome.

—Cuando esta condenada tarea esté terminada —dijo el teniente coronel Shafter a sus equipos de trabajo, en las diversas construcciones—, tendremos una ruta de primera desde Detroit hasta Moscú, porque puedo asegurar que los rusos están haciendo lo mismo al otro lado del mar de Bering.

LeRoy llevaba seis meses trabajando en la ruta del Noroeste cuando el coronel Shafter, que parecía capaz de trabajar veintidós horas diarias si las cosas marchaban bien, treinta y seis en momentos de crisis, y obtener un ascenso cada cinco meses, llegó a la pista de Palmer con una noticia asombrosa:

—Le he estado observando, Flatch. Es de los mejores. Quiero que recupere su Waco de cuatro plazas. Cámbielo a quien lo tenga por ese viejo Cub y se convertirá en mi piloto personal para cubrir toda la ruta, desde Great Falls a Nome.

—¿Significa eso que debo enrolarme en la Fuerza Aérea?

—Todavía no. Más adelante, cuando esto esté en marcha, puede ser.

Pero ese trabajo requería que LeRoy aprendiera a pilotar de nuevo, pues debía volar por vastas zonas inexploradas, donde ya no servían las antiguas normas de los pilotos solitarios. En medio de un vuelo peligroso, Shafter observó:

—Hijo, este cacharro tiene ruedas, patines y flotadores, pero no nos servirán de nada si tenemos que aterrizar en la tundra.

Dos días después, hizo traer un par de ruedas para tundra. Eran enormes, anchas como globos a medio inflar, y permitían aterrizar en la tundra escarpada o algo pantanosa. Pero su tamaño alteraba las características de vuelo del avión; por eso LeRoy debía evitar cosas que los pilotos prudentes practicaban con toda tranquilidad.

Un aviador familiarizado con las ruedas para tundra le indicó:

—Como las cubiertas no se pueden retraer, nada de giros cerrados a poca velocidad, ni siquiera a velocidad moderada, si no quieres entrar en espiral. Tu altura máxima quedará reducida a unos seiscientos metros. Cuando aterrices, no te apresures: déjate deslizar. Y lo más importante: la resistencia que estos monstruos oponen al viento reduce mucho el rendimiento máximo de un tanque lleno.

LeRoy dijo:

—Cualquiera diría que estas ruedas convierten el Waco en un avión completamente distinto.

Y el piloto replicó:

—Has aprendido la lección. Ahora respétala.

Pero una vez que Flatch se hubo adaptado al avión provisto de esas monstruosas ruedas, obtuvo el último perfeccionamiento en su carrera de piloto: ahora podía aterrizar casi en cualquier parte.

Seguro de su capacidad, pero nunca demasiado, volaba sobre los terrenos más hostiles, aterrizando ocasionalmente en sitios que habrían provocado escalofríos a un piloto común. En el aire ejercía una severa autoridad y por mucho que le gritara algún general asustado, él decía serenamente: «Reclínese, señor. Voy a aterrizar en eso que tenemos ahí abajo; ajústese bien el cinturón». Cinco o seis veces aterrorizó a Shafter, pero en uno de esos viajes, al bajar del avión sano y salvo, el militar le dijo:

—Hiciste lo correcto, hijo. Vosotros, los pilotos de esta zona parece que obráis según vuestras propias reglas de aerodinámica.

Mientras los trámites para la ruta aérea se acercaban a su fin, Flatch experimentó tres impresiones fuertes. La primera se produjo un domingo. Al llegar a la base de Chicken recibió la noticia de que Pearl Harbor había sido bombardeado, más o menos al mismo tiempo un largo avión de combate americano, un P-40, aterrizaba en esa pista en un vuelo con varias escalas, proveniente de un punto próximo a Pittsburgh. Acababa de estallar la guerra que el capitán Shafter había previsto con tanta claridad. Esa noche, ante un sorprendido juez que se detuvo en Chicken, LeRoy Flatch prestó juramento para ingresar en la Fuerza Aérea como subteniente; los requisitos habituales quedaron aplazados.

El segundo momento inolvidable llegó en enero siguiente, cuando recibió noticias de que su viejo Cub se había estrellado en Fort Nelson, Canadá. Voló hasta allí con el general Shafter para investigar y se enteró de que el joven Piloto, recién salido de un campo de adiestramiento en California, se había visto envuelto en una cortina blanca:

—No se veía nada, general. Cielo, nieve, suelo, todo era lo mismo. Encendiendo fogatas logramos que descendieran dos de los aviones. Este muchacho no sabía dónde estaba, pero dijo con toda calma… lo sé porque Yo estaba a cargo de la radio: «Esto parece una sopa… por todos lados», y dos minutos después se clavaba de morro en la nieve, como ya verá usted allí.

El avión estaba destrozado y Flatch seguro de que él habría podido salvarlo; eso hacía más penosa su pérdida.

—¿Quieres una fotografía? —preguntó el general.

—No —respondió LeRoy.

—Anda, hijo. Esto fue parte de tu vida. Dentro de cincuenta años disfrutarás con el recuerdo de este día.

Condujo a LeRoy hasta el avión destrozado, en el que no se Podían distinguir marca ni número, y se fotografiaron juntos: el joven y recio general, el sereno piloto y el Cub de 1927 que ambos habían respetado.

La tercera experiencia fue extraordinaria. A fines de 1942, cuando la pista de Ladd Field, Fairbanks, comenzó a llenarse de jóvenes pilotos rusos que venían a retirar los aviones estadounidenses para llevarlos a Siberia, el general Shafter encomendó a Flatch una misión especial en Nome, donde gran parte del histórico campo aurífero había sido convertido en la última escala antes de Siberia. Allí LeRoy debía prestar toda la asistencia posible a los audaces pilotos rusos que llevarían los aviones hasta Moscú, por entonces sujeta a un terrible acoso. Una mañana, estando él de guardia, se le presentó un extraño piloto ruso que hablaba un inglés bastante bueno, si no perfecto:

—Soy el teniente Maxim Voronov. Mi antepasado Arkady Voronov entregó Alaska a los americanos, en mil ochocientos sesenta y siete. Si no vienen aviones, me gustaría ir a visitar Sitka. Usted puede llevarme, ¿sí?

La idea era tan sorprendente que Flatch trató de ponerse en contacto con Shafter. Como eso resultó imposible, dijo al ruso:

—El general Shafter me ordenó ayudarles en todo lo posible, dentro de lo razonable. Si usted hace una solicitud formal, iremos.

Voronov presentó su Solicitud, redactada por LeRoy; un recluta de la Base Nome telefoneó el mensaje a Fairbanks y, sin esperar respuesta, Flatch y Voronov se pusieron en camino hacia la gran base de Anchorage, donde obtuvieron un hidroavión para volar a Sitka, por entonces allí sólo se podía aterrizar en el estrecho.

Era un día luminoso, el sol destellaba en los glaciares y las múltiples islas brillaban en el Pacífico como gotas de cristal en satén azul. Al parecer, Voronov había estudiado con cierta atención la historia de la Alaska rusa, pues cuando el hidroavión estuvo bien alto, dijo al piloto desde el asiento derecho que ocupaba:

—Le agradecería mucho que me mostrara la isla Kayak.

Y cuando el avión voló sobre esa extraña isla alargada, en la que los rusos de Vitus Bering habían desembarcado por primera vez, LeRoy, sentado en el asiento trasero, vio que Voronov tenía los ojos llenos de lágrimas. Flatch, que nunca había oído hablar de la isla Kayak y sólo veía en ella un lugar desolado sin interés para nadie, preguntó qué significaba ese sitio.

Pero Voronov, estudiando el terreno con extraño cuidado, le indicó que se lo explicaría después.

La visita a Sitka, donde LeRoy había estado sólo dos veces antes, para recoger a algunos militares invitados del general Shafter, les ofreció a ambos una experiencia inolvidable. Voronov trataba de distinguir los lugares donde había vivido su antepasado; reconoció la iglesia rusa, con su cúpula en forma de cebolla, y tuvo muchos deseos de ir a la colina donde se había alzado el castillo de Baranov. Pero durante esos años de guerra, como la invasión japonesa era siempre posible, el monte estaba restringido al escaso personal militar asignado a las baterías, allí y en los alrededores.

Pero Voronov dejó atónito a Flatch demostrando que conocía, con todo detalle, el desarrollo de diversas batallas que habían marcado la prolongada guerra entre rusos y tlingits, así como la probable localización de las empalizadas que en otros tiempos rodeaban la ciudad. Sabía qué sitio había ocupado la vieja aldea tlingit, ante las murallas, y cuál era el lago de donde uno de sus antepasados había cortado hielo para vender en San Francisco. Le interesó especialmente conocer el sitio donde se construían los barcos para comerciar con Hawaii y sorprendió tanto a Flatch como al piloto del hidroavión, preguntándoles si podían descender en las famosas fuentes termales, al sur de Sitka.

El permiso era difícil de conseguir pero un aleuta de nombre ruso fue designado para conducir a los tres viajeros hasta el lugar. Cuando el hidroavión aterrizó en la bahía, frente a la colina de cuya ladera brotaba la fuente, el piloto permaneció en el avión, mientras los otros ascendían la cuesta hasta las vertientes. En una desvencijada casa construida décadas antes, se desnudaron para sumergirse en las aguas calientes y sulfurosas.

Mientras disfrutaban, Flatch pensaba en lo extraño de todo aquello: una gran guerra había sido el instrumento que trajera a ese ruso de retorno a la tierra que sus antepasados habían servido con evidente eficiencia. Pero el más conmovido era el guía ruso-aleuta. No dominaba el ruso, por supuesto, pero contó a Voronov que sus propios antepasados habían servido a los rusos en la isla de Kodiak y, más adelante, al norte de San Francisco. Voronov escuchó con atención, haciendo muchas preguntas sobre el trato que los ocupantes estadounidenses habían dado a los aleutas al ocupar la zona. El guía dijo:

—Bastante bueno. Nos permitieron conservar nuestra iglesia. Hasta la revolución de 1917 era Moscú la que pagaba el sueldo de nuestro sacerdote.

Y Voronov asintió, echándose agua a la cara.

Cuando llegó el momento de abandonar Sitka, una mujer de la zona, que profesaba la fe ortodoxa, se acercó a Voronov con un curioso recordatorio de los tiempos rusos: era una invitación a un baile que se ofrecía anualmente en Sitka; estaba fechada en 1940 y extendida a nombre del príncipe y la princesa Maksutov, como si aún ocuparan el palacio:

—Cuando bailamos, señor, nos imaginamos que los nobles están sentados alrededor, como hacían en el castillo, en los viejos tiempos, contemplándonos con aprobación. —Y besó la mano a Voronov mientras añadía—: Tenemos un buen recuerdo de su gran antepasado, señor. Que disfrute usted de la victoria.

Cuando la mujer se fue, Flatch preguntó:

—¿Qué gran antepasado?

—Un Voronov oficiaba en esa iglesia. Un hombre maravilloso, en contacto con Dios, según creo. Oficiaba aquí, en el límite de la nada, y llegó a ser tan santo que le llamaron desde Moscú para que dirigiera todas las iglesias de Rusia.

—¿Era católico? —preguntó LeRoy.

—No romano, ortodoxo. Se casó con una aleuta, una gran mensajera de Dios. Así que yo tengo una parte de sangre aleuta. Por eso el hombre de los baños… Y sorprendió a Flatch con una pregunta: Cuando volvamos a Nome, ¿podríamos descender en la Fábrica de Conservas Tótem, sobre el estuario del Taku?

—Usted conoce estas aguas mejor que yo —comentó LeRoy.

Y Voronov replicó:

—Un hijo del gran líder religioso, creo que fue, descubrió el sitio donde está la fábrica. Nuestra familia tiene todos los registros.

Se desviaron un poco hacia el estuario. Cerca del extremo cerrado, donde asomaban los grandes glaciares, Flatch vio los edificios de la planta, que hasta entonces no conocía.

—¡Son inmensos! —gritó hacia el asiento delantero.

—¿Aterrizo? —preguntó el piloto.

—No hace falta —dijo Voronov—. Pero me gustaría volar aguas arriba por ese pequeño río. Uno de mi familia, Arkady, escribió un poema sobre él. Pléyades se llama el lago del nacimiento.

El hidroavión serpenteó tierra adentro, hasta el lago de las Pléyades, donde los tres hombres vieron las siete encantadoras montañas y las aguas frescas en donde se criaba el salmón; desde allí volaron a lo largo de la cadena de glaciares hasta Anchorage, donde esperaba el avión de Flatch para continuar hasta Nome. Allí los pilotos estadounidenses estaban entregando aviones especialmente equipados para el frente moscovita. El teniente Maxim Voronov, de veintidós años, abordó uno de ellos y, tras escuchar quince minutos de instrucciones, despegó hacia Siberia. No ofreció ninguna despedida emotiva a LeRoy Flatch. Se limitó a decirle:

—Gracias.

Y partió hacia la guerra.

En los días siguientes, pasaron por Nome unos cuarenta de esos aviones especiales. A cada uno de los rusos que se hacían cargo de ellos, los estadounidenses le decían: «¡Dale fuerte a ese Hitler!», «aguanta hasta que lleguemos nosotros», o algo parecido.

A la mañana siguiente, mientras se afeitaba, LeRoy pensó en la desconcertante experiencia que había tenido con el teniente Voronov y llegó a la conclusión de que era mejor informar de ella al general Shafter:

—Dijo que se llamaba teniente Maxim Voronov. Sería mejor que registráramos su nombre, pues no dudo que volveremos a verle.

Pero no reapareció. LeRoy supuso que había muerto en las batallas aéreas sobre Moscú.

La segunda guerra mundial alteró completamente la vida de todos los miembros masculinos de la familia Flatch. Cada uno hizo una notable contribución a la defensa de Alaska y, por lo tanto, de Estados Unidos: LeRoy, en la construcción de la ruta aérea que ayudó a la salvación de Moscú; su cuñado Nate Coop, como soldado de infantería en una de las batallas más confusas y exigentes de la guerra; Elmer, el padre, en una actividad que nunca habría imaginado. La participación de los dos jóvenes era una prolongación de lo que hacían en la vida civil: pilotar aviones y trabajar al aire libre. Pero Elmer se vio arrastrado a una vida para la que prácticamente no tenía preparación alguna. Sabía conducir un automóvil y eso era todo.

Fue reclutado para el servicio civil por Missy Peckham, que se presentó una mañana en su cabaña, como representante del gobierno territorial, trayendo una noticia sorprendente:

—Estados Unidos despierta por fin, Elmer. Los cabezas huecas de Washington han comprendido que Alaska tiene una importancia vital. Los japoneses podrían aterrizar aquí en cualquier momento e interrumpir nuestros contactos con Rusia.

—LeRoy está muy ocupado construyendo pistas de emergencia para ellos.

—Tú vas a construir algo mucho más grande que un puñado de pequeñas pistas.

—¿Y qué será eso?

Ella evitó esa pregunta directa.

—Los de Alaska siempre soñamos con algo más. Cuando yo era joven queríamos una vía férrea entre Anchorage y Fairbanks. Pura tierra desierta. Pero en 1923 el presidente Harding en persona vino a clavar la primera traviesa. Murió inmediatamente después, por supuesto. Algunos dijeron que era por unas almejas envenenadas que había comido aquí; otros aseguraron que lo había matado su amiga en California.

—Y ahora ¿qué quieren construir?

—Una autopista. Cruzando el peor territorio del mundo, para conectarnos con Los cuarenta y ocho de abajo.

—Y siempre hemos pensado que era imposible. ¿Quieres una cerveza?

Sentados ambos en la cocina de Flatch, mientras Hilda los observaba desde su rincón, Missy desenrolló el mapa que le habían dado en el cuartel de Anchorage:

—Vamos a construir una carretera militar de primera, paralela a las pistas aéreas que está construyendo tu hijo.

Y reveló la fina línea roja que conectaría Edmonton, en Canadá, con todas las pistas que estaban surgiendo en la parte más desolada del noroeste, hasta Fairbanks. Si la tarea de hacer esas pequeñas pistas en semejante páramo había abrumado al general Shafter y a sus aviadores, la construcción de una carretera presentaría dificultades inimaginables.

—No se puede —dijo Elmer, secamente.

Y Missy replicó:

—En tiempos de guerra, se puede.

Le mostró en su mapa los resultados que habían tenido los debates de los Aliados sobre la carretera que vincularía para siempre Estados Unidos con Canadá, si se la podía construir.

—Los canadienses querían que fuera más o menos una ruta costera, para beneficio de sus zonas pobladas del oeste; al menos, eso dijeron en el informe. Los locos que aman el Ártico deseaban que siguiera esa ruta infernal que siguió mi Matt en 1897, a lo largo del Mackenzie aguas arriba casi hasta el Círculo Polar Ártico y a través de las montañas, hasta Fairbanks. Los Estados Unidos decidieron. «Iremos por el medio: por la Ruta de la Pradera, donde ya están las pistas aéreas». Y ésa es la ruta que vas a construir, Elmer.

—¿Yo?

—Tú y tu camión. Preséntate cuanto antes en Big Delta, con un equipo completo de herramientas, para iniciar la construcción desde este extremo.

—¡Pero si yo no sé nada de construir carreteras!

—Ya aprenderás.

Y Missy se fue para reclutar a los hombres mayores de las familias Vickaryous, Vasanoja y Krull.

En total, unos cuatrocientos civiles de Alaska fueron reclutados, más o menos por la fuerza, para constituir la fuerza laboral que construiría más de mil seiscientos kilómetros de carretera en Canadá y más de trescientos veinte en Alaska. Se les ordenó completar esa ciclópea tarea en menos de ocho meses.

—Se supone que a principios de octubre pasarán por esta ruta camiones militares cargados de equipo de combate —rugía el coronel a cargo del segmento donde trabajaba Elmer, cada vez que algo salía mal. Para hacerlo posible, los Estados Unidos proporcionarían casi doce mil hombres uniformados; Canadá, el contingente más grande que permitiera su población.

Se la denominó oficialmente Alcan Highway: la autopista que los del norte habían soñado siempre y que, en circunstancias normales, no habría sido construida sino a principios del siglo XXI, pues el coste era enorme y los obstáculos, terribles. En tiempos de guerra, por increíble que parezca, se construiría en ocho meses y doce días.

Cuando Elmer Flatch se presentó en los cuarteles militares de Fairbanks, se le indicó que dejara su camión en el depósito central, donde se le haría entrega de un enorme tractor Caterpillar, capaz de derribar árboles o sacar de una zanja un camión de diez ruedas completamente cargado.

—Pero yo nunca he conducido algo así —protestó él.

Y el teniente a cargo del depósito gruñó:

—Pues empiece a hacerlo.

Tres de los regimientos asignados a los sectores de Alaska estaban compuestos totalmente por negros, descontando los oficiales, que eran blancos.

Un negro corpulento, de hombros caídos, que había conducido excavadoras en Georgia, era el encargado de enseñar a los civiles las complejidades de esos colosos que abrirían una ruta en territorios hasta entonces intransitables. Este enorme militar, el sargento Hanks, les dio instrucciones concisas y sensatas, con un pronunciado acento de Georgia que a los de Alaska les resultaba difícil de comprender.

—Cambiar la marcha e cosa e niños. Salir vivo, eso e otra cosa. Más de uno fracasa, se lo entierra.

Hanks dijo, con interminables repeticiones e ilustraciones, que el conductor no debía decidir con el cerebro, sino sentir en el trasero cuándo una cuesta era demasiado empinada para su tractor.

—No digo las cuestas pa arriba o pa abajo; eso e cosa e niños.

Las cuestas peligrosas de que hablaba, las que mataban por veintenas a los descuidados, eran las que inclinaban al tractor de costado, sobre todo hacia la izquierda:

—Si el Caterpillar se cae a la derecha, uno pue salvarse. Si cae a la izquierda, te aplasta.

Repetía que el conductor tenía que sentir en el trasero, no en el cerebro ni con la ayuda de la vista, si la cuesta, a derecha o izquierda, se estaba tornando demasiado empinada.

—Y cuando sientan el mensaje, atrás, sin pensárselo. Na de girar. Atrás, como se sale de un cuarto oscuro cuando se ve un fantasma.

Bajo las repetitivas indicaciones de Hanks, Elmer Flatch y otros hombres corrientes como él comenzaron a dominar las complejidades de los grandes tractores. Después de un período de adiestramiento que parecía peligrosamente breve, se los envió a ejecutar el trabajo. A principios de mayo, Flatch se encontró dieciséis kilómetros al este de Tok, la pequeña población donde la carretera de Eagle desciende desde Chicken. Llevaba pocas horas trabajando cuando un mayor del Cuerpo de Ingenieros le gritó:

—A ver, usted, el de la gorra de mapache. Traiga su tractor aquí abajo y ayude a enderezar ese otro.

Al obedecer, Elmer se encontró con dos máquinas más grandes que la suya, hundidas en el lodo, que trataban de poner en posición correcta a una excavadora más pequeña, caída en una cuesta poco pronunciada.

Su tractor fue atado con cables al coloso caído y las tres máquinas tiraron a la vez; la bestia caída al pie de la cuesta se fue enderezando poco a poco. Entonces el mayor gritó:

—¡Alto! Ustedes, a ver, ¡retiren el cuerpo!

Y Elmer mantuvo los cables tensos, mientras los enfermeros retiraban el cadáver destrozado del descuidado conductor, desprendiéndolo del asiento donde había sido aplastado. Mientras presenciaba ese horrible procedimiento, dijo en voz alta:

—El trasero no le envió el mensaje. —Una pausa—. Mejor dicho: el mensaje llegó, pero él no le prestó atención.

El miembro más útil del equipo que trabajaba en Tok no era el prudente sargento Hanks ni el exigente mayor Carnon, sino un atapasco bajo y tenaz, llamado Charley. Tenía apellido, por supuesto, pero nadie lo conocía; probablemente de origen inglés, como Dawkins o Hammond, heredado de algún minero que, en los primeros tiempos, se había casado con su bisabuela en los alrededores de Fuerte Yukón. El trabajo de Charley consistía en engrasar los tractores y las excavadoras; también ayudaba a instalar orugas nuevas cuando las viejas se atascaban, rompían o desgastaban demasiado. Pero su utilidad principal consistía en su buena disposición para advertir a mayores, coroneles y generales provenientes de Los cuarenta y ocho de abajo cuando estaban a punto de hacer algo que no daría resultado en Alaska, aunque en Oklahoma o Tennessee funcionara bien. Por eso, cuando vio que el voluntarioso mayor Carnon se disponía a construir la carretera tal como había hecho tantas veces en Arkansas, se sintió obligado a avisarle de que estaba cometiendo un gran error:

—Mayor, allá abajo tal vez bueno sacar la capa superficial, hacer base sólida. Aquí hacemos de otro modo, señor.

—¡Adelante con esas excavadoras! —aulló Carnon.

Y Charley repitió en voz baja, aunque con cierta energía:

—Mayor, aquí hacemos de otro modo, señor.

—¡Sigan!

Por lo tanto, Charley decidió esperar otra ocasión y, volviendo a su lugar de trabajo, continuó cambiando una oruga a una excavadora que se había roto tratando de derribar un grupo de árboles demasiado grandes para ella. Con cierto disgusto, el experimentado indio vio que el mayor Carnon retiraba la capa superior de tierra hasta llegar a una base firme. COMO la profanación continuaba, buscó a Elmer Flatch, cuyo tractor atendía con frecuencia.

—Flatch, tiene que decirle al mayor. Aquí hacemos de otro modo.

Otro de los conductores, proveniente de Utah, oyó la advertencia e intervino:

—Siempre se retira la capa superior, que es blanda, para llegar a una base firme. Entonces se construye. De lo contrario no queda nada.

—Aquí hacemos de otro modo —insistió Charley. Pero como nadie le prestaba atención, reanudó su trabajo, seguro de que el cálido sol de mayo haría lo suyo sobre el lecho del mayor Carnon; entonces el blanco sabelotodo le haría caso.

La advertencia de Charley se cumplió el 23 de mayo. Esa mañana, al presentarse a trabajar, Elmer se encontró con un espectáculo asombroso: su monstruoso tractor se había hundido un metro ochenta en la tierra, dejando a la vista sólo la parte superior de la cabina. Bueno, la tierra no era tan firme, en realidad; sí lo era tres días antes, pero al retirarse la capa superior que cubría el permafrost, el sol había fundido la escarcha con una celeridad alarmante, convirtiendo en pantano ese suelo casi rígido, ideal para lecho de una carretera. Además del tractor de Flatch, prácticamente desaparecido, otros tres habían comenzado a hundirse en el foso proporcionado por el permafrost al fundirse.

Siguieron tres días francamente infernales, pues al intensificarse el calor solar, con la llegada del verano, el permafrost continuaba fundiéndose en planos inferiores, arrastrando las grandes máquinas cada vez más abajo. Desde luego, allí donde la capa superior permanecía en su sitio, protegiendo del sol la tierra congelada, toda la estructura del suelo conservaba su naturaleza sólida. Gracias a esto, pues un contingente de excavadoras más pequeñas pudo avanzar sobre la superficie aún firme para tirar de las que se hundían. Pero el lodo, que parecía no tener fondo y estar decidido a retener cuanto cayera en sus fauces, dificultaba mucho la recuperación.

Entre maldiciones, juramentos y gruñidos, los hombres del regimiento negro luchaban por rescatar sus preciosas excavadoras. A veces sólo conseguían entregar una o dos más a la tenacidad del cieno. El mayor Carnon pasó tres días frenéticos intentando diversas triquiñuelas para sacar sus grandes máquinas de la viscosa prisión, pero debía observar, desesperado, que cada vez se hundían más en sus tumbas glutinosas.

Al terminar la tercera tarde, sintiéndose impotente para detener la devastación, indicó a Charley que se sentara a su lado.

—No te presté atención, Charley. Tú me lo advertiste. ¿Qué es esto?

Y el indio le habló de los problemas que presentaba el permafrost a los constructores de Alaska:

—No en todas partes. Sólo en el norte. Ciento cincuenta kilómetros más allá nada. —Señalaba hacia el sur.

—¿Y por qué no construimos allí?

—Muy cerca del océano. Vienen barcos japoneses, bombardean carretera, se acabó. —Evitando jactarse ante la incomodidad del mayor, añadió—: Este lugar muchísimo mejor. Usando bien el permafrost, tenemos carretera buenísima.

—¿Cómo se hace?

Sin prestar atención a la pregunta, Charley narró sus experiencias como auxiliar de construcción en Fairbanks:

—Ciudad rara. Hay permafrost justo en el medio, creo. Casas de aquí, mucho permafrost. Misma calle, por aquí, nada. Muy importante saber si uno tiene permafrost bajo la losa de hormigón. Calor de cuerpos humanos… no hace falta horno, nada: sólo gente. Se junta en la losa, se filtra en permafrost, empieza a fundir, aquí, allá, la casa se inclina. A veces, mucho inclina. A veces mejor dejar la casa.

—¿Y cómo se evita eso?

—Como con esta carretera. Se deja capa superior. No se toca nada. Al costado, lejos, saca más tierra, amontona en carretera, alto, alto. Apisona. ¿Conoce eso que llaman «pata de carnero»?

—Sí. Un rodillo con montones de bultitos de hierro; apisona la tierra como si las ovejas hubieran caminado por allí.

—Apisona la tierra puesta, fuerte, fuerte. Así buen lecho para carretera.

En cuanto Carnon oyó la solución percibió la dificultad:

—¿Cuánto hay que alejarse de la carretera para sacar tierra? Porque si lo haces demasiado cerca se fundirá todo el sector.

—¡Ajá, mayor! Usted inteligente. Cava demasiado cerca, todo funde. Yo gusta ir cien metros. —Lo estudió por un rato. Luego preguntó—: ¿Tiene mucho alambre?

—Nunca el suficiente, pero sí, tenemos.

—Mañana por la mañana, saca tractores buenos de la carretera. Donde suelo sólido, puede ser. Ellas sacan las atascadas.

Por la mañana, tres excavadoras en buenas condiciones fueron colocadas a unos cincuenta metros de la fangosa carretera donde yacían los tractores sumergidos y se ataron largos cables de acero a uno de los colosos desaparecidos. Por casualidad era la de Flatch, que ayudó a supervisar la operación, hundido casi hasta la cintura en el barro, para asegurarse de que los cables estuvieran bien sujetos; se retiró cuando las tres excavadoras comenzaron a aplicar su potencia. Lentamente, con grandes chasquidos, la máquina de Elmer inició su mágica escalada para salir de su prisión.

La estructura superior apareció entre gritos de victoria. El mayor Cardon corría de un lado a otro, indicando a esta o aquella excavadora que tirara más. Al cabo de una hora de lucha mortal, la enorme máquina de Flatch volvió penosamente a la vida. Apenas se la podía reconocer como excavadora, Pues estaba completamente cubierta de lodo, pero allí estaba; cuando la lavaran, sus partes principales aún funcionarían.

Esa noche, con todas las máquinas de nuevo en operación, el mayor Carnon hizo que su asistente redactara un informe para las autoridades de Anchorage, solicitando cartas de recomendación para los civiles Elmer Flatch y Charley. Al llegar allí despachó a un mensajero para Que averiguara el apellido del indio.

Los que trabajaban en la Alcan jamás olvidarían ese verano. Un negro diplomado en ciencias en la Universidad de Fisk, que prestaba servicio como Soldado raso en el Regimiento 97, escribió a su novia:

El barco nos dejó en Skagway, tras uno de los viajes más impresionantes que puedas imaginar. Grandes montañas que surgen del mar, glaciares que nos arrojan témpanos, bellas islas a derecha e izquierda. Pero lo mejor de todo fue subir a un desvencijado tren en la estación de Skagway para cruzar las montañas más grandes que jamás hayas visto, y llegar a un sitio de Canadá llamado Whitehorse. Cuando llegue la paz, tú y yo pasaremos la luna de miel en ese ferrocarril. Ahorra dinero, que yo haré lo mismo, porque no hay nada como esto en el mundo entero.

Ése fue el fin de los buenos tiempos. Desde Whitehorse avanzamos hacia el oeste, a una parte de la carretera que no puedes imaginar.

Mosquitos grandes como tazas, pantanos sin fondo, bosques enteros que teníamos que derribar con excavadoras. Y después, trabajar a sierra sobre los tocones y acostarse en tiendas, sin una comida caliente en días y días. ¿Puedes creer que en semejantes circunstancias construimos seis kilómetros de carretera con buen tiempo? Y hasta tres, aunque estemos metidos hasta los sobacos en lluvia.

Te echo de menos. Me muero por estar contigo, pero aquí casi nadie se queja. Tenemos que construir esta carretera. Algún día puede salvar el país.

Elmer Flatch era uno de los muchos que no se quejaban por las terribles condiciones en que debían construir la autopista Alcan, pues él sabía mejor que nadie la importancia que tenía.

Al promediar el verano, había siete grupos de trabajadores diseminados a lo largo de la autopista en ciernes, en puntos ampliamente separados; cada uno de ellos tenía la mitad de sus hombres trabajando hacia el este y la otra mitad, hacia el oeste. Desde el aire, los pilotos que habían sucedido a LeRoy Flatch veían la Alcan como una interminable serie de orugas medidoras, cada una de las cuales avanzaba en calculados brincos al encuentro de su vecino. En realidad, ese verano se estaban construyendo catorce carreteras por separado.

Para Elmer Flatch, que tenía ya cuarenta y cinco años y empezaba a sentir el paso del tiempo, julio y agosto de 1942 fueron lo más parecido al infierno que experimentaría en esta tierra, pues pasaba quince o dieciséis horas diarias dedicado a una rutina agotadora:'cruzar en línea recta un bosquecillo, aplastando árboles lo bastante grandes como para servir de mástiles; atar los tocones con cables y tirar de ellos hasta arrancarlos; traer tierra superficial de las zonas circundantes nivelarlo todo, ir y venir en ese polvo interminable para apisonar la superficie, luchar contra los mosquitos todo el día y sobre todo por la noche, comer porquerías y, con la ayuda de los capaces soldados negros y los eficientes oficiales blancos, dejar terminados seis kilómetros antes de acostarse; a veces, pese a la extenuación, no podía dormir.

Una noche, mientras trabajaban cerca de la frontera con Canadá, el infatigable mayor Carnon demostró que también él era vulnerable. Se había sentado con Elmer y Charley, observando a una excavadora hundida, por culpa de un conductor descuidado, en una goma oscura de la que quizá no regresaría más. De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas y se le quebró la voz. Al cabo de un rato dijo:

—Dentro de cuarenta años, si ganamos esta guerra, esta carretera será alquitranada y la gente pasará por aquí con sus Cadillacs. Hace tres semanas que estamos embarrados en este maldito lago y apenas hemos logrado algo. Ellos pasarán en tres minutos sin verla siquiera. Pero había que hacerla.

A la mañana siguiente perdió la compostura y gritó a otro conductor inepto, que no prestaba ninguna colaboración razonable a las operaciones de rescate:

—Bájate de esa excavadora. Que la conduzca un hombre de verdad. —Y señaló a Elmer Flatch—. Muéstrale cómo se hace.

Elmer sólo sabía conducir su propia máquina, que tenía una estabilidad innata, creada por su propia masa; no se sintió cómodo a bordo de aquélla, más pequeña; aunque tuviera mayor maniobrabilidad, también era menos segura. Aun así, probó los mandos y retrocedió gradualmente hasta sentir que los dos cables se tensaban. Esperando la señal que pondría en movimiento a las otras dos máquinas de rescate, se acomodó en el asiento poco familiar.

—Bueno, trasero —dijo—, envíame los mensajes.

Los mensajes llegaron, advirtiéndole que estaba poniendo la pequeña excavadora en una posición peligrosa, en lo que se refería a la tensión de los cables y a la torsión de las orugas, pero llegaron en una versión que Elmer no comprendió de inmediato. Pasando por alto las señales, aplicó más presión para no retrasarse con respecto a las otras dos. Cuando el tractor hundido se desprendió, saliendo de su caverna casi como un resorte, los otros dos conductores, familiarizados con sus máquinas, aflojaron inmediatamente la tensión. Elmer no lo hizo. Su excavadora saltó hacia atrás y, reaccionando de modo desigual debido a la torsión, cayó de costado, con Elmer debajo, aplastándole las piernas.

El mayor Carnon se aterrorizó al verle caer bajo la excavadora, temiendo que hubiera muerto. Fue el primero que llegó al sitio donde Elmer yacía atrapado; el dolor le corría por el cuerpo en grandes oleadas.

—¡Sáquenlo de ahí! —aulló Carnon.

Pero, obviamente, era imposible hacerlo con la excavadora encima de él.

—Por aquí —gritó Charley.

Cuando las otras dos excavadoras estuvieron en posición, él y el mayor Carnon sujetaron los cables. Pero fue Charley quien dio las órdenes efectivas a los dos conductores:

—Cuando retrocedan, no paren por nada. Hay que seguir tirando. Si la máquina vuelve a caer, lo perdemos.

—¡Alto, todo el mundo! —gritó el mayor Carnon—. ¿Comprenden ustedes lo que Charley acaba de decir?

—Comprendemos —dijo uno de los conductores.

Por un momento, bajo el sol intenso, los cinco actores de ese peligroso drama quedaron petrificados: Flatch, aplastado en el lodo; el mayor Carnon, tratando desesperadamente de salvarle la vida; el indio Charley, probando los cables de acero; los dos conductores de las excavadoras, preparándose para retroceder con lentitud y sin detenerse.

—Voy a contar hasta tres y gritaré «¡ya!». Por lo que más quieran, tiren al mismo tiempo. Si esto se tuerce de costado, le hará picadillo.

Se arrodilló junto a la cabeza de Flatch, para protegerle de cualquier cosa que pudiera deslizarse o rebotar contra la máquina caída y preguntó:

—¿Estás listo, Flatch?

Cuando Elmer asintió, el mayor alzó la voz para la cuenta preliminar. Por fin gritó:

—¡Ya!

Los dos conductores, obedeciendo las señales que Charley les hacía con las manos, retiraron la excavadora caída, sin pausas ni movimientos rotatorios. Flatch se salvó, pero para él la guerra había terminado. El médico que le examinó las piernas, parcialmente aplastadas, dijo casi con alegría:

—Te salvó el barro. Si el suelo hubiera estado duro tendrías las piernas pulverizadas. —Después de palpar los tejidos añadió—: Has tenido una gran suerte, soldado. No hará falta amputar.

—No soy soldado —replicó Flatch, decidido a no desmayarse.

Su colaboración había sido decisiva en la construcción de noventa y siete de los dos mil doscientos cincuenta y dos kilómetros que cubría la Alcan. En el trabajo murieron veintidós hombres como él; siete aviones se estrellaron tratando de entregar pesadas cargas a los diversos campamentos; muchos soldados negros y canadienses blancos sufrieron heridas graves.

Pero el 20 de octubre de 1942, en un arroyo canadiense tan pequeño que figuraba en muy pocos mapas (el Beaver, en el Territorio del Yukón), el mayor Carnon se adelantó con sus soldados negros desde Alaska, para saludar a los obreros canadienses que avanzaban desde el norte. La gran carretera, una de las maravillas de la ingeniería moderna, estaba terminada; ya podían circular por ella los camiones que transportarían hombres y armamentos a los sectores occidentales de Alaska, para la protección del continente.

Elmer Flatch no pudo presenciar ese triunfo de la voluntad humana, pues estaba hospitalizado. Pero allí se hallaba el indio Charley, a pocos pasos detrás del mayor Carnon, mientras éste saludaba a los canadienses. Cuando terminó la breve ceremonia, Charley susurró al mayor a quien había servido tan fielmente:

—Aquí hacemos de otro modo. Pero lo hacemos.

En la mañana del 3 de junio de 1942, cuando Elmer y los soldados negros apenas comenzaban a construir la salvadora Alcan, la gente de Estados Unidos, sobre todo los habitantes de Alaska, quedaron atónitos ante la noticia de que un audaz grupo de japoneses, con dos portaaviones, habían aprovechado como cortina las nubes de tormenta que se arracimaban permanentemente en cierta zona de las Aleutianas para aproximarse a Unalaska, una de las primeras islas grandes frente a la península. Así lanzaron sus bombarderos tal como sus predecesores habían hecho seis meses antes en Pearl Harbor, bombardeando descaradamente Dutch Harbor.

En esa ocasión el daño no fue grande, pues unos meses antes la Fuerza Aérea había construido algunos aeropuertos que no habían sido detectados en esa zona, de manera que, cuando los aviones japoneses atacaron desde el portaaviones, los aparatos estadounidenses despegaron desde las pistas desconocidas para rechazarlos. El enemigo no pudo llevar a cabo el aterrizaje planeado, pues los japoneses, al saber que un gran número de aviones con base terrestre se Preparaban para atacar, se retiraron prudentemente, buscando la protección de las nubes.

Pero ese intento de invasión bastó para provocar un escalofrío en el comando de Alaska, pues los generales sabían que, si la fuerza enemiga hubiera sido mayor, bien habría podido establecer un asidero próximo a Anchorage desde donde someter todo el territorio, aplicando así grandes presiones sobre ciudades como Seattle, Portland y Vancouver. Tal como había predicho el entonces capitán Shafter, en sus reuniones de 1940, la invasión asiática estaba en marcha. La respuesta fue rápida, pero durante los tres primeros meses, poco efectiva. Las ciudades marítimas, como Sitka, construyeron en la costa instalaciones para rechazar a las fuerzas de desembarco japonesas.

Los pequeños aeropuertos de la Ruta del Noroeste fueron reforzados; las grandes bases aéreas de Fairbanks, Anchorage y Nome eran patrulladas veinticuatro horas al día por perros, jeeps y aviones de combate. Los fronterizos de Alaska se enrolaron en un grupo llamado «Alaska Scouts», rama oficial de las fuerzas armadas estadounidenses; algunos de los más audaces, jóvenes o de edad madura, fueron enviados a explorar en misiones que encerraban sumo peligro.

El 10 de junio de 1942, una semana después del bombardeo de Dutch Harbor, uno de esos exploradores transmitió desde un pequeño avión una horrible noticia a los cuarteles de Anchorage:

—La gran fuerza japonesa que bombardeó Dutch Harbor ha navegado hacia el oeste, escondida en la niebla, y tomado la isla de Attu… Y, al parecer, también la de Kiska.

Las fuerzas enemigas acababan de ocupar una buena porción de territorio estadounidense, estratégicamente situado. Era la primera vez que ocurría semejante cosa desde la guerra de 1812; toda América se estremeció.

Fue en esa semana cuando el joven Nate Coop, el yerno mestizo que los Flatch creían iletrado, abandonó Matanuska para alistarse como voluntario en los Alaska Scouts. Los oficiales del ejército que servían de vínculo con los exploradores decidieron, sin pérdida de tiempo, que Nate no podría serles de mucha utilidad por su escasa instrucción. Pero al ver que se conducía con notable capacidad, dedujeron: «Es duro. Parece tener agallas. Y conoce el territorio. Podría ser un buen explorador».

Cuatro noches después, un oficial de rostro solemne, leñador de Idaho, se reunió con los tres voluntarios más prometedores y les dio instrucciones:

—Necesitamos saber qué pasa en las islas comprendidas entre este punto y Attu o Kiska. No puedo revelar nuestros planes. A ustedes tampoco les conviene saberlos… por si son capturados. Pero tienen derecho a saber que no vamos a permitir a los japoneses retener esas dos islas. Si los Cogen, pueden decirlo.

A esas alturas, los tres jóvenes ya suponían lo que significaba la misión:

—Teschinoff: usted conoce bien las Aleutianas. Lo vamos a dejar en la isla Anilia. En un bote pequeño, lanzado desde un destructor, en medio de la noche. Con comida, radio y clave. Díganos qué está pasando allí.

Teschinoff saludó. Era un aleuta casi puro, si se exceptuaba su ascendencia rusa por parte de su tatarabuelo. El oficial añadió:

—Estamos seguros de que esa isla fue abandonada, pero necesitamos confirmarlo.

Kretzbikoff, otro aleuta, fue despachado a Atka, una isla importante.

Luego le llegó el turno a Nate:

—Queremos saber qué pasa en Lapak. Dos de nuestros aviones informaron haber visto gente allí. Si son japoneses podrían causarnos muchos problemas.

El hombre estudió a los tres exploradores, y pensó: «Por Dios, qué jóvenes parecen». Por fin preguntó:

—¿Comprenden ustedes la misión? —Los tres asintieron y él añadió otra orden—: Deben ustedes aprender a manejar bien las radios. Si no nos transmiten informes codificados no nos serán de utilidad.

Pero cuando se disponían a abandonar su oficina, una desvencijada construcción antes utilizada para salar pescado, sintió por esos jóvenes un afecto profundo y paternal.

—El ejército nunca abandona a un explorador —les prometió—. Jamás.

Nate pasó una semana más en Dutch Harbor, aprendiendo a manejar la radio y estudiando dos viejos mapas de la isla Lapak, que ni siquiera concordaban. A principios de agosto reunió su equipo y bajó a la costa, donde un bote le esperaba para llevarle hasta el destructor. Saludó a los oficiales que habían ido a despedirle y que, ocho días después, le irían a recoger, siempre y cuando los japoneses no le encontraran primero. Cuando subió a la embarcación, el oficial de Idaho dijo:

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