Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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—La isla tiene unos doscientos diez kilómetros cuadrados. Hay lugar de sobra para esconderse, si es que hay japoneses allí.

Era la primera vez que Nate se embarcaba; el mal clima de las Aleutianas distaba mucho de lo que él hubiera escogido para esa iniciación. Una hora después de la partida estaba ya muy mareado, pero lo mismo les ocurría a muchos tripulantes. Mientras el destructor navegaba esforzadamente hacia el oeste, entre la densa bruma y una mar muy picada, un marinero que se mantenía fresco le dio unos cuantos consejos:

—Cuando puedas, desperézate. Come mucho pan, lentamente. NO te acerques al cacao ni a cosas parecidas. Y si te sirven algo así como peras o melocotones enlatados, come mucho.

Cuando Nate, entre vómitos, preguntó cómo podía mantenerse a flote entre esas olas un barco tan pequeño, el marinero explicó:

—Esta bañera puede mantenerse erguida de cualquier modo. Por mucho que escore, siempre vuelve a ponerse vertical. Es por el modo en que fue construida.

—¿De dónde vienen estas olas? —preguntó Nate.

Había tocado un tema que al marinero le gustaba analizar:

—Por allí, a estribor, el mar de Bering, agitado por los vientos árticos. Allá abajo, a babor, el gran océano Pacífico, con sus aguas interminables. Arriba, un torrente constante de estupendas nubes que llegan desde Asia. Mezcla todo eso y tendrás una de las calderas climáticas más escalofriantes del mundo.

En ese momento, Nate tuvo que correr otra vez a la barandilla. Al ver el mar violento que castigaba al destructor, reconoció que era buena fuente para un clima espantoso. Pero cuando volvió a recostarse contra la pared del camarote del capitán, el marinero le dio una buena noticia.

—Mira, soldado, alégrate de no ser aviador. ¿Te imaginas, volar en eso?

Y señaló hacia arriba. Una hora después, cuando Nate oyó que un avión pasaba a través de esa increíble tormenta, el marinero insistió:

—Recemos por los pobres tipos que se hallan en problemas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Nate.

—No sé quién lo estará pasando peor: si los muchachos del avión o los que están en el mar.

—No comprendo —insistió Nate.

El marinero señaló entonces hacia el ruido.

—Es un avión grande. Si sale con semejante tormenta es porque alguien se ha perdido en el mar. En estas aguas, si no los rescatas en quince minutos, dalos por muertos. —Y escuchó con la cabeza inclinada el zumbido del gran avión.

El destructor, siguiendo un curso serpenteante para confundir a cualquier submarino japonés que lo estuviera siguiendo, aguardó la luz de la mañana. Así podría localizar al volcán Qugang, que custodiaba Lapak por el norte. Cuando ese bello cono apareció con toda claridad, el navegante aseguró al capitán:

—Rumbo doscientos diez grados en línea recta hacia el promontorio central. La vigilancia aérea asegura que no hay cañones japoneses en esa región.

Así, el destructor ingresó en el hermoso puerto de Lapak, rodeado de tierra, con las armas listas para disparar contra cualquier avión japonés que se entrometiera. Como todo parecía despejado, dejaron caer un bote de goma con remos atados y sujeto por una cuerda que se extendía desde la proa. Nate, tímidamente, descendió a él, acomodó los remos y partió hacia la costa.

Mientras el destructor se alejaba, desapareciendo tras el promontorio del este, para un apresurado regreso a Dutch Harbor, Nate remó hacia el promontorio central. Al aproximarse, buscando la profunda cala que supuestamente existía en la cara occidental, se sobresaltó al ver a un hombre de edad madura que se adelantaba a grandes pasos, sin miedo, acompañado Por un muchachito o una niña vestida de varón. Por un momento horrible Nate temió verse obligado a usar su revólver, en el caso de que fueran japoneses. Pero el hombre gritó en buen inglés:

—¿A qué diablos viene tanto secreto?

Mientras el muchacho llevaba su embarcación a la Playa, el hombre y su joven acompañante corrieron a arrastrarlo tierra adentro, hasta lugar seguro. Entonces Nate vio que la segunda persona era una muchacha.

—Me llamo Ben Krickel —dijo el hombre, con cierta irritación—. Ella es Sandy, mi hija. ¿Y por qué diablos ese barco, fuera lo que fuese?

A Nate le pareció más prudente no revelar que había sido depositado allí por un destructor estadounidense, pero preguntó:

—¿Ustedes son estadounidenses?

—¡Por supuesto! —le espetó el hombre.

—Querían saber si la isla estaba habitada —reveló el explorador.

Eso enfureció a Krickel, que rugió o poco menos:

—¡Desde luego que está habitada! En Dutch Harbor lo saben muy bien. ¿Vienes de Dutch?

Como Nate no respondía, el hombre continuó:

—Los funcionarios de Dutch saben que yo he alquilado Lapak. Zorros azules.

—¿Qué?

—Tengo alquilada toda la isla. Dejo que los zorros vivan en libertad.

—¿Y qué hace con ellos?

—Los despacho a Saint Louis. Hace setenta años que compran pieles aleutianas.

Nate interrumpió la conversación con una pregunta:

—¿Dónde puedo alojarme?

—En nuestra cabaña, donde antes estaba la aldea. ¿Te molestaría llevarnos?

Reflotaron el bote de goma, colocaron de nuevo el equipo en su interior y la muchacha se instaló en la parte trasera, mientras los dos hombres se hacían cargo de los remos para cruzar velozmente la bahía, custodiados por las altas montañas de Lapak. Al acercarse a la costa, Nate informó a sus pasajeros:

—¿Sabían ustedes que los japoneses bombardearon Dutch Harbor? —Como ellos pusieron cara de espanto, añadió—: También tomaron Attu y Kiska.

—¡Kiska! —exclamó Ben—. Allí tenía mis zorros grises. Está a menos de cuatrocientos cincuenta kilómetros de aquí.

Entonces la muchacha habló por primera vez. Tenía diecisiete años, una sonrisa que iluminaba la isla y una cara plácida, que indicaba que su madre era nativa. No era alta ni esbelta, pero había gracia en su modo de inclinar la cabeza, como si estuviera a punto de echarse a reír. Eso la convertía en un duendecillo delicioso, pese a lo tosco de sus ropas. Como era pleno verano, su camisa de hombre estaba abotonada con descuido, descubriendo una piel bronceada que parecía hecha para el beso.

—Es un placer tenerte aquí —dijo desde la popa, con una sonrisa tan seductora que Nate se sintió en la obligación de aclarar las cosas desde un principio.

—Tu sonrisa se parece a la de mi esposa. Pero ella es de Puera. Yo soy atapasco.

La muchacha, riendo, fingió escupir al agua:

—Aleutas y atapascos no hacen buena mezcla.

—¿Tú eres aleuta? —preguntó Nate.

El padre intervino:

—¡Ya lo creo! Su madre era devota de la ortodoxia rusa. La llamó Sandy en honor de Alejandra, la última zarina rusa, la que asesinaron en ese sótano… ¿Cuándo fue, Sandy?

—El diecisiete de julio de mil novecientos dieciocho, en Ekaterinburg. Todos los años, mamá me vestía de negro y ella hacía otro tanto. Solía decir que YO era su pequeña zarina.

Y Ben añadió:

—Se llamaba Poletnikova, mi esposa.

Cuando llegaron a la cabaña desierta que Ben ocupaba cuando cazaba sus zorros en Lapak, Nate explicó de su misión lo suficiente para calmar las aprensiones que ellos pudieran tener.

—El gobierno ha trasladado a todos los aleutas al continente. Hay campamentos en el sur. Creemos que los japoneses han hecho lo mismo en Attu y Kiska. Deben de estar en el Japón, en algún campamento. Yo vine a ver si esta isla y Tanaga estaban en libertad.

—Si están en Kiska —dijo Krickel—, vendrán directamente hacia aquí. Sería mejor que nos fuéramos… ahora mismo.

Nate explicó que el ejército sólo volvería al cabo de ocho días. Sandy rió por lo bajo, con esa desenvoltura tan atractiva:

—Nuestro barco no iba a venir hasta dentro de ocho semanas. Si hay guerra, como dices, lo más probable es que no venga jamás.

Krickel preguntó:

—¿Y si los japoneses avanzan hacia el este antes de que tus muchachos lo hagan hacia el oeste?

Nate les mostró su radio:

—Para usar sólo en caso de gran emergencia. Prometieron que nos sacarían…

Se interrumpió de inmediato. Esos dos desconocidos no tenían por qué saber de las otras dos exploraciones. Pero Sandy captó su desliz.

—¿A ti y a quién más?

Y él respondió, en voz baja:

—A cualquiera que viva en la isla, como vosotros.

Fue el padre quien observó:

—Si los japoneses están tan cerca, podrían sobrevolar la isla en cualquier momento. Será mejor que escondamos tu bote.

Él cargó con los remos, mientras Nate y Sandy arrastraban la pesada embarcación de goma tierra adentro, donde la ocultaron detrás de algunos árboles y bajo un pequeño nido de ramas.

Dos días después pasó un avión, seguido por otros dos, a poca altura sobre la isla. Como eran de la Fuerza aérea y con base en Dutch Harbor, Nate salió corriendo y les hizo señas con dos pañuelos blancos, como le habían enseñado. Su mensaje era sencillo: «No hay japoneses ni señales de ellos». No se había acordado ninguna señal que explicara la presencia de los dos estadounidenses, pero cuando los aviones regresaron para verificar su mensaje él transmitió: «No hay japoneses ni señales de ellos». Luego puso a la vista a Krickel y a su hija. El primero de los aviones meció las alas y continuó vuelo hacia Dutch Harbor.

Los restantes días que pasó en Lapak fueron los mejores que Nate conocería en esa extraña guerra; descubrió en Ben Krickel a un fascinante narrador de la vida en las Aleutianas y en Sandy, a una joven brillante que parecía saber mucho de la existencia en Alaska.

—En Kodiak las iglesias riñen espantosamente. La Ortodoxa Rusa, a la que pertenezco, se cree muy encumbrada y poderosa. La católica se considera superior a todas las demás. Y los presbiterianos son insoportables. Papá es presbiteriano.

Lo que más encantaba a Nate era conversar con Sandy y pasear con ella por antiguos sitios de la isla. Una mañana, cuando regresaron para almorzar, el padre les hizo sentar frente a sí, en la vieja cabaña:

—Nate: tú nos dijiste con toda franqueza que eras casado. Me pareces demasiado joven, pero no importa. Nada de hacer tonterías con mi hija. ¿Me escuchas, Sandy?

Añadió que la madre de Sandy había muerto y que, a no ser por la guerra, la muchacha habría ingresado a la escuela Sheldon Jackson de Sitka al regresar a Dutch Harbor con las pieles.

—Nada de tonterías. ¿Entendido?

Ellos aseguraron que sí, pero esa misma tarde el asunto quedó olvidado. Al oír que un avión solitario sobrevolaba la isla, ellos salieron corriendo a saludarlo; entonces vieron que tenía marcas extrañas: debía de ser japonés.

—¡Por Dios! —gritó Ben—. ¡Nos han visto!

Tenía razón, pues el avión viró y pasó a poca altura, entre el destello de sus armas. Si había gente en Lapak tenían que ser estadounidenses y, por tanto, enemigos del piloto.

En esa primera pasada no alcanzó a nadie, pero en un segundo intento se acercó peligrosamente a la cabaña. Los habría aniquilado al pasar por tercera vez, más lentamente y a menor altura, a no ser porque en ese momento aparecieron dos aviones estadounidenses desde el este. Se produjo un furioso combate aéreo, con toda la ventaja para los estadounidenses, que se encontraban a mayor altitud y volaban en tándem cerrado, cada uno protegiendo al otro. Pero el piloto japonés demostró habilidad y coraje; tras desorientar a uno de sus perseguidores, puso el morro hacia arriba y, dando a sus motores un fuerte chorro de combustible, trató de escapar hacia el oeste, hacia Attu.

Pero el segundo avión estadounidense no se había dejado engañar por su maniobra. Cuando el japonés trató de pasar a toda velocidad, éste viró cerradamente y descargó sus armas contra el fuselaje y el motor del enemigo. El aparato estalló, los fragmentos cayeron en la isla Lapak; el cadáver del piloto, en las montañas del oeste. Los dos aparatos estadounidenses retomaron graciosamente la formación, giraron hacia el oeste para verificar la desaparición del avión enemigo e hicieron una señal de saludo a los tres compatriotas que los observaban.

Ese roce con la muerte, el primero al que se enfrentaba Nate Coop, produjo un gran cambio en él. Pero aun si alguien le hubiera señalado lo que estaba ocurriendo y sobre todo el porqué, el muchacho no habría podido creerlo. Llevaba las cicatrices del maltrato recibido en Matanuska en su intento de casarse con la hija de un colono; había aceptado la evaluación que allí hacían de los mestizos como gente inútil e indigna del respeto que merecían los blancos. De veinte maneras insultantes, se le había inculcado que pertenecía a una categoría inferior y él aceptaba ese juicio. Pero en esos momentos veía en Sandy a una mujer superior: prudente, informada, pulcra si así lo deseaba y digna en todo sentido de ocupar un lugar en la sociedad de Matanuska o en cualquier otra, pese a su condición de mestiza. Eso le llevó a revalorizarse. Lo que más le impresionó fue que Sandy hablara un inglés excelente, cuando él apenas dominaba ese idioma; entonces se juró: «Si una aleuta puede aprender, un atapasco también». Se dijo que tanto Sandy como él eran ciudadanos estadounidenses aceptables, verdaderos habitantes de Alaska, atados a la tierra e hijos de ella. Respetando a aquella muchacha llegó a respetarse a sí mismo.

La noche antes de que regresara el destructor, Nate pidió prestada una lámpara a Ben Krickel y, alumbrado por su luz parpadeante, escribió una carta a su cuñado LeRoy. En ella le contaba que, en una isla remota, había conocido a una muchacha estupenda llamada Sandy Krickel: «Está en la edad justa para ti. Tengo que presentártela cuanto antes, porque no hallarás otra mejor». Y añadió una frase reveladora del resentimiento que le había dejado el tratamiento recibido por parte de los Flatch: «Te sorprenderá saber que es mestiza de aleuta y estadounidense, como yo, y te lo digo sabiendo que volviste loca a tu hermana por salir conmigo». Terminaba con una predicción: «Cuando la veas, LeRoy, no la dejes escapar. Yo seré tu padrino y más adelante me lo agradecerás».

Pero ése no fue el fin de la carta, pues cuando se la mostró a Ben Krickel para que la autorizara, éste añadió una postdata: «Su cuñado dice la verdad, joven. Firmado: El Padre».

Al cabo de ocho días, como estaba planeado, el destructor regresó a la bahía de Lapak y los criadores de zorros se despidieron del volcán. El capitán, un oficial muy joven, gritó a Nate, que subía desde el bote de goma:

—¿Quiénes son esos dos?

La respuesta provocó mucho entusiasmo:

—Ben Krickel y su hija Sandy. Crían zorros aquí.

Y el capitán dijo:

—Ya nos han dicho que en las Aleutianas podía ocurrir cualquier cosa.

Esa noche, durante la cena, los jóvenes oficiales insistieron en que la señorita Krickel cenara en el comedor de ellos, un cubículo donde apenas cabían seis sillas ante la mesa. Nate, que miraba desde fuera, murmuró para sus adentros al ver que hasta el capitán le estaba haciendo la corte:

—Esa pequeña belleza se las arreglará en cualquier parte.

Los días idílicos que Nate pasó con los criadores de zorros no volverían a repetirse en todo el año siguiente. En cuanto el destructor le desembarcó en Dutch Harbor, sus superiores le interrogaron sobre la posibilidad de construir una pista en Lapak. Él les respondió, con sus habituales gruñidos monosílabos:

—Ni hablar. En la playa, más o menos, pero no. Muchas colinas.

Sin embargo, Ben Krickel se mostró dispuesto a una entusiasta disertación sobre Lapak. Después de escuchar sus arrebatos durante una hora, ellos informaron:

—El hombre sabe muchísimo de zorros, pero de pistas aéreas, nada. Lapak queda descartada.

Volvieron la atención hacia Adak, una isla bastante grande, situada en el centro de las Aleutianas, y de la que sabían muy poco. No tardó en circular una pregunta: «¿Alguien está familiarizado con Adak?». Y Krickel se ofreció:

—Yo crié zorros allí también.

Se organizó un equipo de exploradores, bajo la dirección de un capitán de la Fuerza Aérea llamado Tim Ruggles, a quien sus amigos calificaban de «Héroe a la espera de una ocasión para serlo»; él eligió como guías a Krickel y a Nate Coop.

Como nadie sabía si Adak estaba ya ocupada por los japoneses, Nate fue sometido a un intenso entrenamiento con armas ligeras, ametralladoras, y en la lectura de mapas y transmisión por radio de mensajes codificados.

Durante su entrenamiento, Nate recibió una noticia inesperada con respecto a Sandy Krickel: en vez de ser enviada al sur, a un campo de internamiento como los otros aleutas, se la había clasificado provisionalmente como caucásica, por su ascendencia paterna. Le asignaron un trabajo de mecanógrafa en el cuartel general, un edificio de madera bajo y largo, propiedad de una empresa pesquera. Nate la vio en dos ocasiones; aún estaba más encantadora con su vestido de oficinista.

Allí estaba la muchacha, en la oficina, cuando el general Shafter y otros dos generales de Los cuarenta y ocho de abajo viajaron a Dutch Harbor, a fin de completar los planes para la ocupación de Adak. Los altos oficiales habían llegado a las Aleutianas en el avión de Shafter, pilotado por LeRoy Flatch. Por lo tanto, cuando los generales entraron en el edificio, el muchacho los siguió. Mientras los oficiales pasaban a un cuarto interior para sus discusiones, él se quedó en el área de recepción, donde estaba Sandy, escribiendo a máquina.

«La mestiza aleuta que mencionaba Nate ha de ser como ésta —pensó, observándola perezosamente desde una silla apoyada contra la pared—. Si aquélla es igual de encantadora, mi cuñado tiene buen criterio». Dedicó un rato a analizar a la bonita mecanógrafa: «Se nota que es oriental. Caramba, hasta se la podría confundir con una japonesa. Pero no es muy morena y tiene elegancia, sí. ¡Qué dientes! ¡Y la sonrisa que los acompaña!».

Quedó tan fascinado por la joven que al fin se levantó para acercarse a su escritorio.

—Perdone, señorita, pero ¿no será usted una de las aleutas de las que me han hablado?

Ella sonrió con desenvoltura y respondió sin azorarse:

—Sí. Mezcla de aleuta y ruso, con algo de inglés y escocés, según creo.

—Pero habla… mejor que yo.

—Vamos a la escuela. —Escribió algunas palabras y volvió a sonreír—. ¿A qué viene usted a este perdido rincón del mundo? ¿Misión secreta, supongo?

—Pues… sí. —LeRoy no sabía qué decir, pero no deseaba apartarse del escritorio. Al cabo de un silencio que fue penoso para él, pero no para Sandy, barbotó—: ¿Estaba usted aquí cuando bombardearon?

—No. —Ella iba a añadir que por entonces estaba con su padre en una isla remota, reuniendo pieles de zorro. Eso habría revelado que era, en verdad, la muchacha mencionada en la carta de Nate, pero en ese momento entró el equipo de exploradores, con el vigoroso capitán a la cabeza, para someterse al interrogatorio de los tres generales. Nate, sorprendido por la inesperada presencia de su cuñado, exclamó:

—¡LeRoy! ¿Qué haces aquí? —Y añadió, mirando a Sandy—: ¿Ya os conocéis? —El piloto hizo un gesto afirmativo—. Ella es Sandy Krickel. Y su padre; él añadió la postdata a mi carta.

—Y muy en serio que lo hice —aseguró Krickel, antes de desaparecer en la pequeña sala de reuniones, arrastrando a Nate consigo.

Como los generales pasarían esa noche en Dutch Harbor, LeRoy tuvo tiempo de visitar a Sandy y la encontró aun más atractiva de lo que Nate decía. Esa noche los dos Krickel, Nate y LeRoy pidieron prestada la cabaña a un ingeniero, encargado de armar el equipo necesario para la pista, y consiguieron provisiones de aquí y allá para prepararse una comida satisfactoria. En el transcurso de la cena fue obvio que LeRoy ya estaba embrujado por esa muchacha de las islas, que alentaba y rechazaba alternativamente sus mudas insinuaciones.

Por la mañana, los generales quisieron ver Adak desde el aire e insistieron en que Ben Krickel les acompañara, a fin de que les indicara los puntos destacados de la isla, donde en otros tiempos había criado zorros rojos. El día era turbulento, con grandes vientos provenientes de Siberia. Aunque era un peligro innecesario para los tres altos oficiales, LeRoy sabía que el general Shafter, al menos, no tenía miedo a nada y supuso que los otros dos eran de la misma especie.

Fue Ben quien gritó desde los asientos traseros:

—¡Mantén esto derecho!

Pero eso era imposible. LeRoy se consolaba con la presencia de dos aviones militares que le acompañaban para flanquearlo; bombarderos, sin duda. Pero cuando los aviones empezaron a perderse entre densas nubes y, por fin, se encontraron en medio de una lluvia torrencial, dijo sin dirigirse a nadie en concreto:

—Sería mejor que regresáramos.

En Adak no se vio gran cosa, pues la isla estaba cubierta de nubes de tormenta.

—Esto es un aviso de lo que les espera a nuestros muchachos cuando traten de aterrizar aquí —dijo uno de los generales.

—Cuando aterricen —corrigió el general Shafter.

Y los tres oficiales, que rebotaban de un lado a otro mientras intentaban mirar hacia abajo, se echaron a reír. Krickel no. De pronto dijo:

—Ése es su problema —respondió LeRoy—. Pero el que vomita limpia.

Y Ben no pudo aguantar más.

Desilusionado con el vuelo, uno de los generales, que participaría personalmente en el avance entre las Aleutianas, sugirió:

—¿No podríamos dar una vuelta? Tal vez haya algún sitio despejado.

LeRoy estudió su reserva de combustible, lamentando no poder consultar con sus escoltas, pues era preciso no usar los radiotransmisores. Con las manos, indicó al hombre de la izquierda que iba a descender en un círculo. El otro asintió.

Fue una suerte que lo hicieran, pues al cabo de un tedioso cuarto de hora se produjo una abertura entre las nubes más bajas. Durante diez minutos pudieron sobrevolar el objetivo en una zona relativamente despejada. Entonces Ben Krickel reunió fuerzas y fue indicando las características a gritos:

—Sí, allí es donde empieza la zona plana, sobre la costa. Allí es más elevada, pero no tan larga. Esto no lo reconozco, debo de estar perdido. Vean ustedes aquellas rocas, no hay que acercarse. Sí, ésta es Adak, seguro. El piloto halló la isla.

El tercer general, que no era aviador, se interesaba sobre todo por las zonas costeras. Sólo pudo echarles un vistazo, pero fue suficiente:

—Otro sitio infernal. Hay que desembarcar vadeando, con la esperanza de que el otro bando no llegue primero.

Para algunos altos oficiales el enemigo era, invariablemente, «ellos». Para otros, «el enemigo». Para ese hombre, que jugaba al fútbol en la Marina, era «el otro bando».

Pasaron esa noche en Dutch Harbor, completando los planes. Mientras los generales estudiaban los mapas con Krickel, LeRoy y Sandy conversaron largamente. Luego dieron un paseo, más largo aún, en el claro de luna estival. Al terminar, sabían que estaban gozosamente próximos a enamorarse. El piloto veía a Sandy tan deseable como Nate prometía en su carta. Ella sabía, por sus conversaciones con el cuñado en Lapak, que LeRoy era un joven serio, de buena familia y maravillosa habilidad como piloto. Al terminar el paseo se abrazaron. Sandy estaba muy feliz por haber encontrado a un hombre de su agrado, que le inspiraría más y más respeto a medida que intimaran. Todavía abrazados, susurró:

—Has llegado aquí traído por un viento benigno.

Y él respondió:

—En estas islas no hay vientos benignos. Hoy lo he podido apreciar… del peor modo.

Por la mañana, cuando los visitantes se disponían a partir, el general del ejército les reveló malas noticias: una junta de Seattle había reclasificado a Sandy Krickel como aleuta y, por lo tanto, debía ser evacuada con los demás. No había apelación posible. La enviarían a uno de los sitios en los que ya se había reunido a muchos isleños.

—Podemos elegir entre cuatro —explicó el comandante local—. Todos están en la parte sur de Alaska, lo que los nativos llaman «el cinturón bananero». Buen clima.

Mientras él citaba esos nombres extraños, LeRoy le interrumpió:

—¿La Fábrica de conservas Tótem, dijo usted?

El comandante asintió.

—¿La del estuario del Taku?

—Creo que sí.

LeRoy se volvió hacia Sandy, y dijo:

—La conozco. Es grande. No es mal lugar. Iré a visitarte.

Pero cuando el avión estaba a punto de despegar, el general Shafter propuso:

—Si la muchacha se va, ¿por qué no la llevamos a Anchorage?

En pocos minutos, Sandy reunió las pocas pertenencias que tenía en Dutch Harbor, se despidió de su padre con un beso y marchó hacia lo que, en realidad, se convertiría en la versión estadounidense de los campos de concentración.

En la última semana de agosto de 1942, el alto mando estadounidense recibió muchos datos de inteligencia que revelaban que los japoneses iban a invadir la isla Adak, para utilizarla como base desde la cual bombardear la zona continental de Alaska. Por lo tanto, dieron órdenes perentorias: «Apoderémonos inmediatamente de Adak e improvisemos una pista aérea; así seremos nosotros los que bombardeemos».

Apenas una hora después de recibidas estas instrucciones, el capitán Ruggles y su equipo fueron embarcados en un destructor, que se adentró en las agitadas aguas del mar de Bering «como una morsa borracha que buscara el camino a casa», según dijo Ben Krickel. Nate desembarcó descompuesto, avanzando a tientas hacia la costa, con el agua hasta las rodillas; tenía miedo hasta de susurrar: «¿Y ahora?». Ruggles, en cambio, gritó como un entusiasta boy scout.

—¡Por aquí! —Y los condujo por una cuesta llena de barro hasta terrenos más altos. En un instante cegador, se oyeron disparos por todas partes; las balas rastreadoras grababan a fuego su paso por la oscuridad. Habían tropezado con un equipo japonés de cuatro exploradores igualmente atrevidos, dedicados a su propio reconocimiento del terreno. Se produjo un tiroteo intenso, totalmente confuso, durante el cual los enemigos ejecutaron una disciplinada retirada a otra playa donde los esperaba un submarino.

Ruggles, ya en libertad para estudiar la isla, correteó por todas partes y, Poco después del amanecer, envió el mensaje codificado que autorizaría la partida de una gran flota invasora: «No hay japoneses en Adak. Puntos Able, Baker o Roger aptos para pista de bombarderos».

Dos días después, erguidos en un promontorio de Adak, saludaban a la inmensa fuerza de desembarco, que llegaba a la isla con sus gigantescas excavadoras como un ejército de hormigas. Diez días más tarde, cuando los primeros aviones partieron para bombardear Attu, los tres exploradores recibieron sendas medallas «por actos heroicos que aceleraron la toma de la isla Adak».

Esa noche, Ruggles y sus hombres se acostaron temprano, agotados por la lucha y los esfuerzos de varios días, pero antes de quedarse dormido, Ruggles comentó:

—Repiten palabras de coraje y reparten medallas, pero dudo que tengan una idea de lo que significa trepar a medianoche por una pendiente fangosa, sin saber si los japoneses te están esperando en la cima.

Y Krickel replicó:

—No es difícil. Aspiras hondo tres veces, te arrojas hacia delante como un muñeco y, cuando los ves… —Imitó el tableteo de una ametralladora.

—Si vuelven a designarme para atacar otra playa —dijo el capitán—, quiero que ustedes vengan conmigo.

Pero Krickel gritó:

—¡No vayas a ofrecerte como voluntario!

Mientras los estadounidenses instalaban en Adak una poderosa base de avanzada, los exploradores de Alaska no tenían nada urgente que hacer. A Nate Coop se le ordenó trabajar temporalmente como conductor y ayudante de un hombre nada común: un civil flaco e irascible, con el rango de cabo, bigote negro y denso, pelo blanco erizado, gafas muy grandes e ingenio irónico. Bastaba echar una mirada a su vestimenta informal o escuchar su voz áspera, sardónica, para comprender que no había nacido para militar. Era un mago con la máquina de escribir, que golpeaba con una rara selección de dedos, y editaba en multicopista el periódico que se publicaba para las tropas. A Nate le correspondía llevarlo a recorrer las diversas instalaciones donde recogía sus noticias. En cierto modo, era un jefe difícil, pero en otros aspectos resultaba un privilegio estar con él, pues era capaz de encontrar humor, contradicciones y hasta verdadera demencia en los hechos más horribles.

Lo que llamó la atención a Nate fue que, dondequiera que fuera ese raro periodista, uno o dos soldados le conocían de nombre y empezaban a importunarle con preguntas; escuchaban con atención cuando él se dignaba responder, cosa poco frecuente. De esas conversaciones, Nate dedujo que el cabo Dashiell Hammett había trabajado en Hollywood, pero como él nunca había visto siquiera una película, obviamente no sabía a qué se dedicaba.

—¿Es actor? —preguntó a algunos pilotos que acababan de mantener una conversación con Hammett.

—No. Peor aún: es escritor.

—¿Y qué escribió?

A los aviadores les pareció extraño que un muchacho de esa edad no hubiera oído hablar de Hammett y enumeraron algunas de las películas que le habían dado reputación:

—Cosas de acción: La llave de cristal, El hombre delgado, El halcón maltés…

—No he visto ninguna.

Los hombres se quedaron tan atónitos que gritaron al acto:

—Eh, señor Hammett, su conductor dice que no ha visto El halcón maltés.

Hammett quedó fascinado al saber que aquel joven, tan cerca de él desde hacía más de una semana, ignoraba quién era él y qué películas había hecho, hasta el punto de no haber visto ninguna. Durante el resto del tiempo que Nate pasó trabajando con él, investigó la preparación del muchacho; descubrió que era semianalfabeto, aunque básicamente inteligente, y se tomó un interés paternal por él.

—¿Así que no fuiste a la escuela?

—Allá en los bosques, en las minas… ¿y en Adak?

—¿Dices que ya has desembarcado en Lapak?

—Sí.

Hammett dio un paso atrás, estudiando a ese tenso muchacho de veinte años.

—Yo las escribo pero tú las vives. —Le preguntó si tenía novia y quedó sorprendido al enterarse de que era casado.

Entonces Hammett pasó a interesarse profundamente por los problemas del mestizo casado con una muchacha de Matanuska. Después de explorar el tema, quiso saber detalles sobre la vida económica y social del valle. Como Nate demostró ignorarlos todos, el escritor comentó:

—Le habrías interesado mucho a Jack London, Nate.

—¿Quién era Jack London?

—No importa.

Hammett aceptaba a Nate como un verdadero diamante en bruto, pero al ver algunas de sus notas estalló:

—¿Sabes leer? Palabras largas, digo. ¿Sabes escribir?

Y apartó a Nate de su trabajo para que pudiera estudiar el material que el ejército proporcionaba a sus iletrados. Bajo la dirección de Hammett, el muchacho comenzó a aprender diez palabras nuevas por día. De pie, con los brazos a los costados, disertaba durante cinco minutos ininterrumpidos sobre temas tales como: «El día en que mi tío halló una mina de oro». Aunque un poco tarde, estaba recibiendo una educación.

Cuando Nate desapareció durante dos días, Hammett se puso furioso:

—¿Dónde diablos te habías metido?

Pero se ablandó ante la explicación del joven:

—Me trasladan, cabo.

—¿Para qué?

—No sé. Quizá más cerca de Kiska. Quizás a Amchitka.

—A Amchitka, por supuesto. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué tienes tú que ver con eso?

—Quizá yo y Ben Krickel tengamos que explorar otra vez. Desembarco anfibio. Hammett se mostró horrorizado:

—Por Dios, ya has explorado dos islas. A cualquiera se le acaba la suerte.

Conteniendo una furia sorda, fue a quejarse al oficial comandante, que le increpó por meter la nariz donde no debía.

Nate volvió a verle una sola vez; cuando estaba a punto de partir para recibir un entrenamiento intensivo sobre lo de Amchitka, ese hombre de humor cambiante fue a verle y le dijo, enfurruñado:

—Tú sí que tienes cojones, Nate. Yo no tendría coraje para hacer una sola expedición como ésas. Y tú vas por la tercera.

—Para eso estamos los exploradores, supongo.

Mientras se entrenaba para la nueva misión, Nate solía preguntarse por qué, si Dashiell Hammett era tan brillante como aseguraban los aviadores, no pasaba de cabo, y nunca pudo salir de su perplejidad. Pero se Olvidó de Hammett en la segunda semana de enero de 1943, pues su viejo equipo volvió a reunirse (el capitán Ruggles, Ben Krickel y él) y viajó en bote de goma a un destructor que los esperaba. El barco esquivó las tormentas aleutianas hasta llegar a la isla larga, baja y plana que proporcionaría una estupenda pista aérea para el bombardeo de Kiska y Attu, si los estadounidenses lograban ocuparla antes que el enemigo.

Como Amchitka estaba a sólo noventa kilómetros de la gran base aérea que los japoneses tenían en Kiska, los tres exploradores suponían que el enemigo ya había destacado a esa isla sus propias patrullas. Y así fue. Durante tres peligrosos días con sus noches, Nate y su equipo deambularon Por la isla, oyendo ocasionalmente a los japoneses y tratando de evitar el contacto con ellos. En medio de terribles tormentas, con el granizo y la nieve azotándoles la cara, los estadounidenses exploraban las playas, tratando de protegerse. Una noche, acurrucados los tres en la oscuridad, el capitán Ruggles dijo:

La nieve cae en Siberia, pero aterriza en Amchitka… paralela al suelo, a ciento veinte kilómetros por hora.

Allí se enfrentaban a un peligro más, pues los aviones japoneses sobrevolaban en vuelo rasante la isla y bombardeaban cualquier sitio en donde pudieran ocultarse espías estadounidenses. En una ocasión, al escabullirse para escapar de un ataque, los tres llegaron demasiado cerca de un campamento ocupado por siete exploradores japoneses. Con el corazón acelerado, los estadounidenses retrocedieron con sigilo y escaparon sin ser vistos.

Era una guerra difícil; a su modo, tan difícil como la que se estaba desarrollando en el mundo entero: mares agitados, crueles ventiscas, noches interminables y grandes tormentas azotando las plazas donde debía desembarcar cualquier invasor. Pero algunos hombres resueltos, estadounidenses y japoneses por igual, se aferraban a Amchitka y enviaban sus mensajes a los cuarteles generales. Ruggles anunciaba en código: «Aviones japoneses pasan constantemente. Grave peligro para cualquier desembarco».

Estando Nate de guardia, la armada estadounidense se aproximó a la isla: cientos de embarcaciones de todos los tamaños. El muchacho supuso que los aviones japoneses los atacarían sin misericordia, pero en ese momento la tempestad se tornó tan violenta que los aviones no podían volar; los barcos grandes se acercaron penosamente a la costa. Pese a la ausencia de aviones enemigos, el desembarco fue un infierno. El Worden se hundió y sus catorce tripulantes murieron ahogados. Un grupo que corría a la costa detectó a los exploradores japoneses y, tomándolos por la avanzada de un batallón, los aniquiló con los lanzallamas. Otro equipo estadounidense intentó desembarcar cuatro veces, sólo para retroceder cada vez ante las enormes olas que azotaban la playa. Pero continuaron intentándolo, aun cuando el largo día se transformaba ya en noche; en el quinto intento, con el auxilio de reflectores, lograron llegar.

Al día siguiente la base del Pacífico, en Hawaii, transmitió un breve comunicado: «Ayer nuestras tropas desembarcaron con éxito en Amchitka». Los periodistas señalaban: «Preludio a la recuperación de Attu y Kiska». Pero nadie decía una palabra de las condiciones infernales en que los estadounidenses habían obtenido ese punto vital en la brutal batalla de las Aleutianas.

Desde enero hasta mediados de marzo, Nate, Ben Krickel y otros trabajaron como caballos de tiro, acarreando mercancías desde la costa al interior de la isla; allí las apilaban y volvían a chapotear, hundidos hasta la rodilla en el agua helada, para traer más carga. Era un trabajo agotador, que habitualmente era necesario hacer con el viento siberiano helándole a uno las cejas. Y cuando el equipo estuvo finalmente en tierra, los improvisados estibadores fueron apresuradamente transferidos a la zona plana donde la pista aérea iba emergiendo de la tundra. De todos modos, en cualquier sitio donde trabajaran, Nate y Ben vivían miserablemente: los barcos de aprovisionamiento no llegaban; cuando aparecían, a duras penas, casi siempre traían alimentos y ropa destinados a los trópicos. Por lo general, cuando trabajaba en el otro extremo de la pista, Nate se pasaba varios días sin comer nada caliente, y cuando se cocinaba algo, solía ser un tipo de comida con el que no estaba familiarizado.

Por ejemplo: un día el capitán Ruggles se tomó grandes molestias para robar una gran bolsa de harina de trigo integral, con la que podría haberse hecho un pan rico y crujiente. Pero cuando los panaderos convirtieron la harina en hogazas, Nate y sus compañeros se negaron a comerlas. Un granjero de Georgia habló en nombre de todos:

—Tenemos que estar aquí, en Alaska, capitán Ruggles, porque es nuestro deber. Tenemos que congelarnos hasta que se nos caiga el culo, porque el enemigo está ahí. Y tenemos que comer cosas frías, porque no hay cocinas a mano. Pero por Dios, nadie puede obligarnos a comer ese pan sucio, comida para negros. Queremos pan blanco. Ruggles trató de explicar que el trigo integral era doblemente nutritivo y doblemente preferible para quien no estaba recibiendo raciones suficientes, pero no pudo convencer a esos campesinos bien intencionados:

—El pan sucio como ése no es para que lo coma un blanco.

Pero lo que causaba más angustia a esos hombres, allí en Amchitka, era lo que expresó el granjero de Georgia:

—A cualquiera se le rompe el corazón. Uno trabaja aquí, en esta pista aérea, y esos guapos muchachos suben a sus aviones, saludan con la mano, vuelan a Kiska o Attu y caen en una tormenta. Siempre hay una tormenta, Cristo, y ellos chocan con alguna montaña, maldita sea. A veces se nos van tres o cuatro en un mismo día. Y no se los vuelve a ver.

Las bajas eran numerosas. Tal como añadió un desesperado aviador a la carta esperanzada y animosa que acababa de escribir a su novia: «No hay nada en el mundo como volar en las Aleutianas. Perdemos a tantos que me muero de miedo cuando subo a mi avión; las probabilidades de caer son tan altas…».

Dos días después le escribió otra carta, disculpándose por ese arrebato. Y no hubo más.

En esas condiciones, Nate reanudó su estudio de los textos que le había dado el cabo Hammett; obediente a sus indicaciones, continuó memorizando diez palabras nuevas por día, hasta que su vocabulario llegó a ser civilizado; aun así hablaba utilizando frases cortas, inseguro del conocimiento que iba adquiriendo.

Hacía lo posible para protegerse de las ventiscas, pero evitaba trabar amistad con los aviadores que llegaban a Amchitka, con los ojos brillantes diez días después de haber terminado su entrenamiento. Comprendía que ellos tenían unos problemas muy diferentes de los de los soldados comunes, y se decía: «Tengo que soportar este clima horrible. Aprendo tretas, como hallar las construcciones que están en la mayoría de los casos bajo tierra. Así el viento no puede azotarte. Pero ellos, en esos aviones, tienen que vivir en medio del viento. En el centro mismo. Y no viven mucho».

Claro que tenía sus propias pesadillas. Cuando se rumoreó que el próximo ataque no sería a la cercana Kiska, sino a la distante Attu, comprendió que los superiores querrían enviar exploradores para averiguar cuál era la situación exacta. Entonces se presentó al capitán Ruggles, y dijo:

—Si esta vez piden voluntarios, yo no voy.

—Espera un poco, Coop. Tú eres el mejor de nuestros hombres. No sabes lo que es el miedo.

—Sí que lo sé. —Y para sorpresa propia y del capitán, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Al cabo de un rato Ruggles dijo, en voz baja:

—Nate: estoy seguro de que me enviarán a Attu para ver cuánto tardaremos en hacer una pista, después del desembarco. No me gustaría nada ir sin ti.

—Quizá —murmuró Nate.

Cuando fue obvio que se ordenaría al mismo grupo explorar la isla de Attu, experimentó miedo de verdad y se dijo: «No puedes seguir yendo a islas ocupadas sin que te maten». Pero se mordió las uñas y se calló sus aprensiones. Una noche llegó la orden: «El PBY está frente a la costa sur. Los pilotos dicen que conocen un lugar seguro para desembarcar. Ustedes llegarán remando tranquilamente. Después quedarán solos».

Con un gran temblor, Nate siguió al capitán Ruggles y a Ben Krickel por la oscuridad, pero la incómoda tarea de subir al PBY le exigió tanto que su nerviosismo cedió; aprovechó el vuelo a Attu para concentrar sus fuerzas y su coraje para la peligrosísima tarea que tenía ante sí.

Con gran habilidad, el PBY voló siguiendo un trayecto que evitaba pasar por Kiska, entrando en nubes de tormenta y saliendo de ellas, hasta posarse en el mar picado. Estaba a kilómetro y medio del extremo sur de la bahía de la Masacre, donde el cosaco Trofim Zhdanko había desembarcado en 1745, con sus doce traficantes de pieles. Después de abordar la embarcación de goma, los tres hombres remaron entre las olas hasta la costa y ocultaron el bote bajo una maraña de ramitas y pequeños arbustos. Satisfechos por la facilidad del desembarco, echaron a andar tierra adentro por el sitio que utilizarían, en días subsiguientes, los grandes grupos de ataque; por fin llegaron a una leve elevación, desde donde Ben pudo estudiar la zona que tan bien conocía:

—Aquí no hay instalaciones defensivas. Nuestros hombres podrán desembarcar. Pero allá donde están los japoneses… —Señaló las colinas, unos ochocientos metros más al norte—. Muy fuertes.

Mientras tanto, el capitán Ruggles estaba inspeccionando con los prismáticos, a la luz creciente, la pista que los japoneses trataban de completar antes del esperado ataque.

—¡Bien! Cuando nos apoderemos de ella, estará en buenas condiciones.

Los sobrevolaron aviones de exploración, dedicados a buscar intrusos como ellos, pero no vieron nada. Los estadounidenses pasaron dos días de intensísima concentración, tomando mentalmente nota de lo que haría falta para la conquista de Attu; las conclusiones no eran nada prometedoras. Ruggles confirmó los planes que había oído en el cuartel:

—En cuanto desembarquemos en Masacre debemos avanzar hacia el norte, hasta la bahía Holtz. Rechazarlos allí y limpiar las posiciones hacia el este.

Pidió a Ben y a Nate que memorizaran las características montañosas del terreno. Al caer la segunda noche, él y sus hombres volvieron sigilosamente al bote y remaron hacia el sur, donde los recogerían a medianoche.

Una vez sanos y salvos a bordo del PBY, con tazas de caldo caliente para entibiar las manos, Ruggles dio un codazo a Nate y le dijo, bromeando:

—Es como una comida campestre, ¿no?

Y Nate replicó:

—Siempre fácil; los japoneses no se acercan. Pero para el ataque a Kiska no cuentes conmigo.

La reconquista de Attu por parte de los estadounidenses que se inició el 11 de mayo de 1943, fue una de las batallas más importantes de la segunda guerra mundial, pues, si bien participó un número de soldados relativamente reducido, en ella se decidió si Japón tendría alguna esperanza de utilizar una parte de Alaska como base desde la cual atacar a Estados Unidos y Canadá. Los nipones que defendían Attu eran unos dos mil seiscientos soldados resueltos, dedicados a la tarea de retener ese asidero en territorio norteamericano. A las órdenes de oficiales muy inteligentes y audaces, habían construido una cadena de posiciones que eran un modelo de guerra defensiva. Pero en la tierra había otros hoyos, cavados casi al desgaire, en los cuales los soldados japoneses entraban sabiendo que no podrían escapar ni siquiera de milagro. Todos los accesos que los estadounidenses pudieran usar estaban flanqueados por profundas cuevas para dos hombres; había una línea de posiciones tan sagazmente concebida, que aseguraba la muerte de los atacantes estadounidenses, pero también el fin seguro de los defensores japoneses. Desalojar a soldados heroicos como ésos sería una misión infernal, que se llevaría a cabo entre tormentas árticas y vendavales siberianos.

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